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Sandra M. Gilbert y Susan Gubar
La loca del desván
La escritora y la imaginación literaria 
del siglo xix
EDICIONES CÁTEDRA 
UNIVERSITAT DE VALENCIA 
INSTITUTO DE LA MUJER
Feminismos
Consejo asesor:
Giulia Colaizzi: Universitat de Valencia 
María Teresa Gallego: Universidad Autónoma de Madrid 
Isabel Martínez Benlloch: Universitat de Valencia 
Mary Nash: Universidad Central de Barcelona 
Verena Stolcke: Universidad Autónoma de Barcelona 
Amelia Valcárcel: Universidad de Oviedo 
Instituto de la Mujer
Traducción de Carmen Martínez Gimeno
N.I.P.O.: 207-98-080-0 
© 1979 by Yale University 
© 1984 by Sandra M. Gilbert and Susan Gubar 
© Ediciones Cátedra, S. A., 1998 
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid 
Depósito legal: M. 43.288-1998 
I.S.B.N.: 84-376-1668-9 
Printed in Spain 
Impreso en Gráficas Rógar, S. A. 
Navalcamero (Madrid)
Este libro es tanto para Edward, Elliot y Roger, como para Kathy, Molly, Sandra, Simone, Susan y Susanna.
La lucha del pensamiento, acusando y disculpando, comen­
zó de nuevo y cobró ferocidad. El alma de Lilith yacía desnuda 
ante la tortura de la penetración pura de la luz en su interior. Co­
menzó a gemir y a lanzar profundos suspiros, luego a murmurar 
como si estuviera manteniendo un coloquio con un yo distinto: 
su reinado ya no era un todo, sino que se había dividido en sí 
mismo. [...] Al fin inició lo que parecía un relato sobre sí mis­
ma, en una lengua tan extraña y con unas formas tan impalpa­
bles que sólo pude comprender un poco de aquí y allá.
G e o rg e M a c D o n a ld , Lilith
Al principio no tenía claro lo que yo era exactamente, salvo 
que era alguien obligado a hacer ciertas cosas por alguien más, 
que en realidad era yo misma: siempre la he llamado Lilith. 
Y, sin embargo, los actos .eran míos, no de Lilith.
Laura R iding , «Eve’s Side of It»
Prólogo
El comienzo de este libro fue un curso sobre la literatura escrita por 
mujeres que impartimos juntas en la Universidad de Indiana durante el 
otoño de 1974. Al leer lo que escribieron las mujeres, de Jane Austen y 
Charlotte Bronté a Emily Dickinson, Virginia Woolf y Sylvia Plath, nos sorprendió la consistencia de temas e imágenes que encontramos en las 
obras de escritoras con frecuencia distantes unas de otras geográfica, his­
tórica y psicológicamente. Incluso cuando estudiamos sus logros en géne­
ros radicalmente diferentes, descubrimos lo que comenzó a parecer una tradición literaria manifiestamente femenina, una tradición abordada y 
apreciada por muchas lectoras y escritoras, pero que aún nadie había defi­
nido en su totalidad. Imágenes de encierro y fuga, fantasías en las que do­
bles locas hacían de sustituías asociales de yoes dóciles, metáforas de in­comodidad física manifestada en paisajes congelados e interiores ardien­
tes: estos modelos reaparecían a lo largo de toda esta tradición, junto con 
las descripciones obsesivas de enfermedades como la anorexia, la agora­
fobia y la claustrofobia.
Para tratar de comprender las ansiedades de las que debió de origi­
narse esta tradición, emprendimos un estudio riguroso de la literatura pro­
ducida por mujeres en el siglo XIX, porque nos pareció que era la primera época en la que la autoría femenina dejó de ser hasta cierto punto anó­
mala. Sin embargo, a medida que fuimos explorando esta literatura, nos 
encontramos una y otra vez frente a dos asuntos separados pero relaciona­
dos: en primer lugar, la posición social en la que se hallaron las escritoras 
del siglo xix y, en segundo lugar, las lecturas que hicieron. Comprobamos 
que, tanto en la vida como en el arte, las artistas que estudiamos estaban 
encerradas literal y figuradamente. Encerradas en la arquitectura de una 
sociedad aplastantemente dominada por los hombres, estas literatas tam­poco pudieron eludir verse atrapadas en los constructos literarios específi­
cos de la que Gertrude Stein iba a denominar «poética patriarcal». Porque
una escritora del siglo XIX no sólo tenía que habitar las mansiones (o casi­
tas de campo) ancestrales poseídas y construidas por los hombres, sino que también estaba constreñida y limitada por los Palacios del Arte y las 
Casas de la Ficción que escribieron los escritores. Así pues, decidimos 
que la sorprendente consistencia que apreciamos en la literatura escrita 
por mujeres podía explicarse por un impulso femenino común hacia la lu­
cha para liberarse del encierro social y literario mediante redefiniciones 
estratégicas del yo, el arte y la sociedad.
Como sugiere la alusión de nuestro título a Jane Eyre, iniciamos 
nuestra propia definición de estas redefiniciones con lecturas rigurosas de 
Charlotte Bronté, quien parecía proporcionarnos el paradigma de muchas 
ansiedades y aptitudes claramente femeninas. De este modo, aunque he­mos intentado mantener un orden cronológico aproximado en las autoras 
que aparecen a lo largo del libro, esta novelista del siglo XIX, a la que a 
menudo no se aprecia lo suficiente, ocupa una posición central en nuestro 
estudio, ya que mediante el análisis detallado de sus novelas esperamos 
mostrar nuevas vías para interpretar las obras escritas por las mujeres del 
siglo XIX. Sin embargo, como indica nuestro índice, acabamos pensando 
que teníamos que diversificamos, aunque sólo fuera para comprender a 
Bronté de forma más completa. Porque en el proceso de investigación de 
nuestro libro nos dimos cuenta de que, como otras muchas feministas, es­tábamos tratando de recuperar no sólo una importante (y despreciada) li­teratura femenina, sino toda una historia femenina (despreciada).
A este respecto, la obra de historiadoras sociales como Gerda Lemer, Alice Rossi, Ann Douglas y Martha Vicinus no sólo nos ayudó, sino que 
nos hizo recordar cuánto de la historia de las mujeres se ha perdido o 
malentendido. Con todo, resultaron aún más útiles para nuestro proyecto 
las demostraciones recientes de Ellen Moers y Elaine Showalter de que las literatas del siglo XIX sí tuvieron tanto una literatura como una cultura 
propias; en otras palabras, que ya en el siglo XIX existía una subcultura li­
teraria femenina rica y claramente definida, una comunidad en la que las 
mujeres leían las obras de las demás y se relacionaban entre sí consciente­
mente. Como Moers y Showalter han trazado con tanta precisión la histo­
ria general de esta comunidad, hemos podido centramos en unos cuantos textos del siglo XIX que consideramos cruciales para esta historia, y en un 
futuro volumen planeamos aportar lecturas similares de textos clave para el 
siglo XX. Estas piedras de toque nos han proporcionado modelos para 
comprender la dinámica de la respuesta literaria femenina a la afirmación 
y coacción literarias masculinas.
Una de nuestras principales observaciones ha sido que los textos lite­
rarios son coactivos (o al menos convincentemente persuasivos), porque, así como las mujeres han sido definidas repetidas veces por los autores 
varones, parece que como reacción les ha resultado necesario representar 
en sus propios textos las metáforas masculinas como si trataran de com­
prender sus implicaciones. Así pues, nuestra metodología literaria se ha
basado en la premisa bloomiana de que la historia literaria consta de una 
acción fuerte y una reacción inevitable. Es más, al igual que críticos feno- 
menológicos tales como Gastón Bachelard, Simone de Beauvoir y J. Hi- llis Miller, hemos intentado describir tanto la experiencia que genera la 
metáfora como la metáfora que crea la experiencia.
Al leer las metáforas de este modo experimental, ha sido inevitable 
que acabáramos leyendo nuestras propias vidas a la par de los textos que 
estudiamos, por lo cual el proceso de escribir este libro ha sido tan trans­
formador para nosotras como lo fue el de «probar la pluma» para tantas 
de las mujeres que estudiamos. Y gran parte de la euforia de la escritura 
ha provenido del hecho de trabajar juntas. Como la mayoría de los cola­boradores, hemos dividido las responsabilidades: Sandra M. Gilbert es­
bozó la secciónsobre «Las hijas de Milton», los ensayos sobre The Pro- 
fessor y Jane Eyre y los capítulos sobre la «Estética de la renuncia» y so­
bre Emily Dickinson; Susan Gubar esbozó la sección sobre Jane Austen, 
los ensayos sobre Shirley y Villette y los dos capítulos sobre George 
Eliot; y cada una de nosotras ha esbozado partes de la exploración intro­
ductoria de una poética feminista. No obstante, hemos intercambiado y 
discutido continuamente nuestros borradores, así que creemos que nues­
tro libro no representa sólo un diálogo, sino un consenso. Al redefínir la 
que hasta ahora ha sido la historia literaria definida por los hombres del mismo modo que las escritoras han revisado la «poética patriarcal», 
hemos descubierto que el proceso de colaboración nos ha proporcionado 
el apoyo esencial que necesitábamos para completar un proyecto tan ambicioso.
Sin embargo, además de nuestra amistad, hemos tenido la fortuna de 
contar con mucha ayuda adicional de colegas, amigos, alumnos, maridos 
e hijos. Muchos nos ofrecieron útiles sugerencias, como Frederic Amory, Wendy Barker, Elyse Blankley, Timothy Bovy, Moneera Doss, Robert 
Griffin, Dolores Gros Louis, Anne Hedin, Robert Hopkins, Kenneth 
Johnston, Cynthia Kinnard, U. C. Knoepflmacher, Wendy Kolmar, Ri­
chard Levin, Barbara Clarke Mossberg, Celeste Wrigth y, sobre todo, Do- 
nald Gray, cuyos comentarios detallados resultaron cruciales a menudo. 
También estamos agradecidas a muchos otros. El aliento de Harold 
Bloom, Tillie Olsen, Robert Scholes, Catharine Stimpson y Ruth Stone 
nos ayudó en importantes sentidos, y queremos dar particularmente las 
gracias a Kenneth R. R. Gros Louis, cuyo interés en este proyecto nos ha 
permitido enseñar juntas varias veces en Indiana y cuya buena voluntad 
nos ha animado continuamente. A este respecto, deseamos mostrar de un 
modo especial nuestra gratitud a las instituciones a las que pertenecemos, la Universidad de Indiana y la Universidad de California en Davis, que 
también nos alentaron proporcionándonos dinero para los viajes, ayudas 
para la investigación y becas durante el verano, cuando ningún otro orga­nismo de financiación lo hubiera hecho.
Asimismo, hemos de dar las gracias a las personas relacionadas con
Yale University Press que hicieron posible este libro. En particular, Ga- 
rrett Stewart, elegido como asesor externo por la editorial, fue un lector 
ideal, cuyo entusiasmo y agudeza resultaron importantes para nuestro tra­
bajo; Ellen Graham fue la editora perfecta, cuya paciencia ejemplar con­
tribuyó a guiar el proyecto hasta su terminación; y Lynn Walterick fue un 
soberbio y comprensivo corrector, cuyas diestras preguntas nos ayudaron 
de forma invariable a encontrar mejores respuestas. Sin embargo, sin la dedicación de Edith Lavis en la preparación del manuscrito, sus esfuerzos 
habrían sido en vano, así que también queremos darle las gracias a ella, a 
la vez que lo hacemos a la señora Virginia French por su devoto cuidado 
de nuestros hijos, sin el cual el acto de la composición habría sido imposi­ble; a Trida Lootens y Roger Gilbert por contribuir a la indización, y a 
Eileen Frye y Alison Hilton por sus útiles sugerencias. Cuando este libro 
se entrega a la prensa, queremos señalar también que Hopewell Selby 
ocupa un lugar especial en nuestros pensamientos. Por último, deseamos 
reconocer sobre todo lo que ha sido profundamente importante para noso­
tras dos: el consejo y el consentimiento de nuestros maridos, Elliot Gil­
bert y Edward Gubar, y de nuestros hijos, Roger, Kathy y Susanna Gilbert, 
y Molly y Simone Gubar, todos los cuales nos han proporcionado unas vidas que da gusto leer.
Primera parte 
HACIA UNA POÉTICA FEMINISTA
El espejo de la reina: la creatividad femenina, 
las imágenes masculinas de la mujer y la metáfora 
de la paternidad literaria
Y sólo se veía a la señora de la casa cuando aparecía 
en cada habitación, según la naturaleza del señor de la 
habitación. Nadie la veía en su integridad, nadie sino ella 
misma. Porque la luz que ella era, era tanto su reflejo 
como su cuerpo. Nadie podía hablar de su totalidad, nadie 
sino ella misma.
Laura R iding
¡Ay! De una mujer que prueba la pluma,
De semejante intrusa en los derechos de los hombres,
De semejante presuntuosa criatura se opina 
Que ninguna virtud puede redimir su falta.
Anne Finch, condesa de Winchilsea
En cuanto a todo ese disparate del que hablaban Henry y 
Larry, la necesidad de «yo soy Dios» para crear (supongo que 
querían decir «yo soy Dios, no una mujer»). [...] este «yo soy 
Dios», que hace de la creación un acto de soledad y orgullo, 
esta imagen de Dios solo creando el cielo, la tierra, el mar, 
es esta imagen la que ha confundido a la mujer.
AnaIs Nin*
* Epígrafes: «In the End», en Chelsea 35, pág. 96; introducción a The Poems ofAnne 
Countess of Winchilsea, ed. Myra Reynolds, Chicago, University of Chicago Press, 1903, 
págs. 4 y 5; The Diary of Anais Nin, Vol. Two, 1934-1939, ed. Gunther Stuhlmann, Nueva
¿Es la pluma un pene metafórico? Parece que Gerard Manley Hop- 
kins así lo pensaba. En una carta a su amigo R. W. Dixon escrita en 1886, 
le confiaba un rasgo crucial de su teoría sobre la poesía. Declaraba que 
«la cualidad más esencial del artista» es la «ejecución magistral, que es 
una especie de don masculino y distingue fundamentalmente a los hom­bres de las mujeres, es el engendramiento del pensamiento propio sobre el 
papel, en verso o como sea». Además, señalaba que «considerándolo me­
jor, me asombra que la maestría de la que hablo no sea en la mente más 
que una pubertad en la vida de esa cualidad. La cualidad masculina es el don creativo»1. En otras palabras, la sexualidad masculina no es sólo ana­lógica, sino realmente la esencia de la fuerza literaria. La pluma del poeta 
es en cierto sentido (incluso más que de forma figurada) un pene.
Pese a su excentricidad y oscuridad, Hopkins estaba enunciando un 
concepto central para esa cultura victoriana de la que en este caso era 
un ciudadano varón representativo. Pero, por supuesto, la noción patriar­
cal de que el escritor «engendra» su texto del mismo modo que Dios en­gendró al mundo ha tenido y tiene un gran calado en la civilización litera­
ria occidental, tanto que, como ha expuesto Edward Said, la metáfora se ha incorporado a la misma palabra autor, con la cual se identifican el 
autor, la deidad y el pater familias. Merece la pena citar toda la medita­ción en miniatura de Said sobre la palabra autoridad porque resume en 
buena medida lo que resulta pertinente aquí:
Autoridad me sugiere una constelación de significados ligados: no 
sólo, como el diccionario nos dice, «poder para obligar a la obedien­
cia» o «poder derivado o delegado» o «poder para influir la acción» o 
«poder para inspirar una creencia» o «una persona cuya opinión es 
aceptada»; no sólo todos éstos, sino además una conexión con autor, es 
decir, una persona que origina o da existencia a algo, un engendrados 
iniciador, padre o antecesor, una persona también que expone declara­
ciones escritas. Queda otro grupo de significados: autor está unido al 
participio pasado auctus del verbo augere; por lo tanto, según Eric Par- 
tridge, literalmente es un reproductor y, por consiguiente, un fundador. Auctoritas es producción, invención, causa, además de significar dere­
cho de posesión. Por último, significa continuidad, o un causante de 
continuar. Tomados en su conjunto, todos estos significados se basan 
en las nociones siguientes: 1) la del poder de un individuo para iniciar, 
instituir, establecer, en pocas palabras, para comenzar; 2) que este po­
der y su producto son un aumento sobre lo que ya había; 3) que el indi­
viduo, al ejercer este poder, controla su flujo y lo que se deriva de él; 
4) que la autoridad mantiene la continuidad de su curso2.
York, The Swallow Press and Harcourt, Brace, 1967, pág. 233. [En esp.: Diario, 4 vols., 
Barcelona, Plaza & Janés, 1993.]
1 The Correspondence of Gerard Manley Hopkins and Richard Watson Dixon, ed. C. C.Abbott, Londres, Oxford University Press, 1935, pág. 133.
2 Edward W. Said, Beginnings: Intention and Method, Nueva York, Basic Books, 1975, 
pág. 83.
En conclusión, Said, que está analizando «la novela como intención 
inicial», señala que «las cuatro abstracciones [últimas] pueden utilizarse 
para describir el modo en que una ficción narrativa se afirma psicológica 
y estéticamente mediante los esfuerzos técnicos del novelista». Pero, por 
supuesto, también pueden utilizarse para describir al autor y la autoridad 
de cualquier texto literario, punto para cuya elaboración parece haberse 
ideado la teoría sexual/estética de Hopkins. En efecto, el mismo Said ob­serva más adelante que una convención de la mayoría de los textos litera­
rios es «que la unidad o integridad del texto se mantiene mediante una se­
rie de conexiones genealógicas: autor-texto, comienzo, mitad, final, texto- significado, lector-interpretación, y así sucesivamente. Debajo de todo 
esto están las imágenes de sucesión, de paternidad o jerarquía» (las cur­sivas son nuestras)3.
En un sentido, la noción misma de paternidad es, como lo expresa 
Stephen Dedalus en Ulysses, una «ficción legal»4, un relato que requiere 
imaginación cuando no fe. Después de todo, un hombre no puede verificar 
su paternidad mediante su sentido o razón; que su hijo es suyo es en cierto 
modo un cuento que se cuenta a sí mismo para explicar la existencia del niño. Resulta obvio que la ansiedad implícita en esa narración del cuento 
necesita urgentemente no sólo las reafirmaciones de la superioridad 
masculina que implica la misoginia patriarcal, sino también ficciones 
compensatorias del Verbo como las encamadas en las imágenes genealó­
gicas que Said describe. Así pues, es posible trazar la historia de estas 
imágenes compensatorias, a veces expuestas a las claras y a veces ocultas, que amplían lo que Stephen Dedalus denomina el «estado místico» de la 
paternidad* mediante las obras de muchos teóricos de la literatura además 
de Hopkins y Said. Definir la poesía como un espejo puesto ante la natu­raleza, la estética mimética que comienza con Aristóteles y desciende a 
través de Sidney, Shakespeare y Johnson, implica que el poeta, como un 
Dios menor, ha hecho o engendrado un espejo-universo alternativo en el 
que realmente parece encerrar o atrapar las sombras de la realidad. De
3 Ibid., pág. 162. Para un empleo análogo de dichas imágenes de la paternidad, véase el 
prefacio del traductor de Gayatri Chakravorty Spivak a Jacques Derrida, Of Grammatology, 
Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1976, pág. xi: «para utilizar una de las metáforas 
estructurales de Derrida, [un prefacio es] el hijo o la semilla [...] originada o engendrada por 
el padre (texto o significado)». Véase también su análisis de Nietzsche donde considera el 
«estilo masculino de posesión» atendiendo al «punzón, el estilete, las espuelas», pág. xxxvi.
4 James Joyce, Ulysses, Nueva York, Modem Library, 1934, pág. 205.
5 Ibid. El conjunto de este pasaje extraordinariamente importante desarrolla más esta 
noción: «La paternidad, en el sentido de engendramiento consciente, es desconocida para el 
hombre», señala Stephen. «Es un estado místico, una sucesión apostólica sólo del engendra- 
dor al engendrado. Sobre este misterio y no sobre la madona que el astuto intelecto italiano 
arrojó a la plebe de Europa, se fundó la iglesia de modo inamovible porque, como el mundo, 
el macrocosmo y el microcosmo, estaba fundada sobre el vacío. Sobre la incertidumbre, so­
bre la imposibilidad. El amor matris, genitivo subjetivo y objetivo, puede que sea lo único 
verdadero de la vida. La paternidad puede ser una ficción legal» (págs. 204 y 205).
forma similar, el concepto romántico de Coleridge de la «imaginación hu­
mana o poder esemplástico» es de una fuerza generativa y viril que evoca «el acto eterno de la creación en el YO SOY infinito», mientras que la 
«Imaginación Penetrativa» de sonido fálico de Ruskin es una «facultad de 
toma de posesión» y una «imaginación verbal [...] penetrante» que do­mina, recorta y llega a la raíz de la experiencia para «revelar qué nuevos 
brotes hay»6. En todas estas estéticas, el poeta, como Dios Padre, es un gobernante paternalista del mundo ficticio que él ha creado. Shelley lo de­
nomina «legislador». Keats señala, hablando de los escritores, que «los antiguos eran emperadores de vastas provincias», mientras que «cada uno 
de los modernos» sólo es un «Elector de Hannover»7.En la filosofía medieval, la red de conexiones existente entre las me­
táforas sexuales, literarias y teológicas es igualmente compleja: Dios Pa­
dre engendra el cosmos y, como Emst Robert Curtius señala, escribe el 
Libro de la Naturaleza: ambos tropos describen un único acto de crea­
ción8. Además, el poder escatológico supremo del Autor Celestial se pone de manifiesto cuando, como el Liber Scriptus de la misa de réquiem tradi­
cional indica, escribe el Libro del Juicio. Más recientemente, artistas 
hombres como el conde de Rochester en el siglo xvn y Auguste Renoir en el XIX han definido sin ambages la estética basada en el deleite sexual 
masculino. «Yo [...] nunca rimé más que con el pito [pene]», declara el in­
genioso Timón de Rochester9, y (según la pintora Bridget Riley) de Re­
noir «se supone que ha dicho que pintaba sus cuadros con la picha»10. Es 
evidente que ambos artistas creían, con Norman O. Brown, que «el pene 
es la cabeza del cuerpo» y también estarían de acuerdo con la sugerencia 
de John Irwin de que la relación «del yo masculino con la obra femenina-
6 Coleridge, Biographia Literaria, cap. 13. John Ruskin, Modern Painters, vol. 2, The 
Works of John Ruskin, ed. E. T. Cook y Alexander Wedderbum, Londres, George Alien, 
1903, págs. 250, 251. Aunque Virginia Woolf señalaba en A Room ofOne’s Own que Cole­
ridge pensaba que una «gran mente es andrógina», añadía secamente que «sin duda, no que­
ría decir [...] que sea una mente que tenga una simpatía especial por las mujeres» (A Room 
of One*s Own, Nueva York, Harcourt Brace, 1929, pág. 102. [En esp.: Una habitación pro­
pia, Barcelona, Seix Banal, 1992.] Ciertamente, el poder imaginativo que Coleridge des­
cribe no parece «masculino-femenino» en el sentido de Woolf.
7 Shelley, «A Defense of Poetry», Keats a John Hamilton Reynolds, 3 de febrero de 
1818 [en esp.: En defensa de la poesía, Barcelona, Ed. 62, 1986]; The Selected Letters of 
John Keats, ed. Lionel Trilling, Nueva York, Doubleday, 1956, pág. 121.
8 Véase E. R. Curtius, European Literature and the Latin Middle Ages, Nueva York, 
Harper Torchbooks, 1963, págs. 305, 306. Para más comentarios sobre «The Symbolism of 
the Book» de Curtius y la misma metáfora del «Book of Nature», véase Derrida, Of Gram- 
matology, págs. 15-17.
9 «Timón, A Satyr», en Poems by John Wilmot Earl of Rochester, ed. Vivian de Sola 
Pinto, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1953, pág. 99.
10 Bridget Riley, «The Hermaphrodite», Art and Sexual Politics, ed. Thomas B. Hass y 
Elizabeth C. Baker, Londres, Collier Books, 1973, pág. 82. Riley dice que ella misma «inter­
pretaría este comentario como la expresión de su actitud hacia su obra como una celebración 
de la vida».
masculina es asimismo un acto autoerótico [...] una especie de onanismo 
creativo en el cual mediante el uso de la pluma fálica en el “espacio puro” 
de la página virgen [...] se gasta y derrocha continuamente el yo11.» Es 
más, no hay duda de que por todas estas razones los poetas han usado tra­
dicionalmente un vocabulario derivado de la «novela familiar» patriarcal para describir sus relaciones mutuas. Como ha apuntado Harold Bloom, 
«de los hijos de Homero a los hijos de Ben Jonson, se ha descrito la in­
fluencia poética como una relación filial», una relación de hijos varones. La feroz lucha entablada en el centro de la historia literaria, dice Bloom, 
es una «batalla entre iguales fuertes, padre e hijo como rivales poderosos, 
Layo y Edipo en la encrucijada»12.
Aunque muchos de estos escritores empleanla metáfora de la pater­
nidad literaria de modos diferentes y para fines distintos, todos parecen 
estar de acuerdo en que un texto literario no es sólo un discurso encamado 
de modo bastante literal, sino también poder puesto de manifiesto miste­
riosamente, hecho carne. Así pues, en la cultura patriarcal occidental, el autor del texto es un padre, un progenitor, un procreador, un patriarca es­
tético cuya pluma es un instrumento de poder generativo igual que su 
pene. Más aún, el poder de su pluma, como el poder de su pene, no es sólo la capacidad para generar vida, sino el poder de crear una posteridad 
a la cual reclama su derecho, como, en la paráfrasis que hace Said de Par- 
tridge, «un reproductor y, por lo tanto, un fundador». A este respecto, la 
pluma es sin duda más poderosa que su homologa fálica la espada y en el 
patriarcado posee más resonancia sexual. El escritor no sólo responde a la 
excitación cuasi sexual de su musa con una efusión de energía estética 
que Hopkins denominó «el bello deleite que pensaron los padres» —un 
deleite vertido seminalmente de la pluma a la página—, sino que, como 
autor de un texto duradero, el escritor se reserva la atención del futuro 
exactamente igual que un rey (o padre) «posee» el homenaje del presente. 
Ningún general blandiendo la espada podría gobernar tanto tiempo o po­
seer un reino tan vasto.
Por último, el hecho de que dicha noción de «posesión» esté imbuida 
en la metáfora de la paternidad conduce a otra implicación más de esta 
compleja metáfora. Porque si el autor/padre es el dueño de su texto y de la 
atención de su lector, también es dueño/poseedor de los sujetos de su texto, es decir, de esas figuras, escenas y hechos —esas criaturas de la 
mente— que ha encamado en blanco y negro y «encuadernado» en tela o 
cuero. Así pues, como es un autor, «un hombre de letras», es simultánea­
11 Norman O. Brown, Love’s Body, Nueva York, Vintage Books, 1968, pág. 134; John 
T. Irwin, Doubling and Incest, Repetition and Revenge, Baltimore, John Hopkins University 
Press, 1975, pág. 163. Irwin habla del «poder fálico generativo de la imaginación creativa», 
pág. 159.
12 Harold Bloom, TheAnxiety oflnfluence, Nueva York, Oxford University Press, 1973, 
págs. 11, 26.
mente, como su semejante divino, un padre, un señor o gobernante y un dueño: el tipo espiritual de un patriarca, tal y como entendemos ese tér­mino en la sociedad occidental.
* * *
¿Dónde deja a la mujer literata una teoría de la literatura implícita o 
explícitamente patriarcal? Si la pluma es un pene metafórico, ¿con qué ór­gano generarán los textos las mujeres? La pregunta puede parecer frívola, 
pero como indica nuestro epígrafe de Anais Nin, tanto la etiología patriar­
cal que define a un Dios Padre solitario como el único creador de todas las cosas, como la metáfora masculina de la creación literaria que se basa 
en dicha etiología, han «confundido» durante mucho tiempo a las mujeres 
literatas, a las lectoras y a las escritoras. Porque ¿qué pasa si ese Autor cós­
mico orgullosamente masculino es el único modelo legítimo para todos los autores terrenales? O, peor aún, ¿qué pasa si el poder generativo masculino 
no es sólo el único poder legítimo, sino el único poder que existe? Sin 
duda, el hecho de que los teóricos de la literatura, de Aristóteles a Hop­kins, parecieran creerlo así impidió que muchas mujeres siquiera «proba­
ran la pluma» —por emplear la expresión de Anne Finch— y produjo una 
enorme ansiedad en generaciones de mujeres que fueron lo bastante «pre­
suntuosas» como para atreverse a hacerlo. La Anne Elliot de Jane Austen 
minimiza el caso cuando observa decorosamente casi al final de Persua­
sión (Persuasión) que «los hombres siempre nos han aventajado en contar sus relatos. La educación ha sido suya en mucho mayor grado; la pluma 
ha estado en sus manos» (II, cap. II)13. Porque, como sugiere la queja de 
Anne Finch, la pluma ha sido definida no sólo de forma accidental, sino 
esencial, como una «herramienta» masculina y, por lo tanto, no sólo es 
inapropiada para las mujeres, sino que les es realmente ajena. Carente de 
la recatada ironía de Austen, la protesta apasionada de Finch se acerca tanto al centro de la metáfora de la paternidad literaria como la carta de 
Hopkins al canónigo Dixon. No sólo es «una mujer que prueba la pluma», 
una intrusa y una «criatura presuntuosa», sino que es absolutamente irre­
dimible: ninguna virtud puede contrarrestar la «falta» de su presunción 
porque ha cruzado grotescamente los límites dictados por la Naturaleza:
Nos dijeron que confundimos nuestro sexo y lugar;
Los buenos modales, la distinción, el baile, los aderezos y la música 
Son las perfecciones que deberíamos desear;
Escribir, o leer, o pensar, o indagar
Empañarían nuestra belleza y consumirían nuestro tiempo,
13 Todas las referencias a Persuasión pertenecen al volumen y capítulo del texto editado 
por R. W. Chapman, reimpreso con una introducción de David Daiches, Nueva York, Nor­
ton, 1958. [En esp.: Persuasión, Barcelona, Alba, 1996.]
E interrumpirían las conquistas de nuestra plenitud;
Mientras sostienen algunos que el tedioso gobierno de una casa servil 
Es nuestro mayor arte y empleo14.
Este pasaje implica que, debido a que son por definición actividades 
masculinas, escribir, leer y pensar no sólo son ajenas, sino enemigas, de las características «femeninas». Cien años después, en una famosa carta a 
Charlotte Bronté, Robert Southey reformulaba la misma noción: «La li­
teratura no puede ser el propósito de la vida de una mujer, y no debería serlo»15. No puede serlo, implica la metáfora de la paternidad literaria, 
porque es imposible tanto psicológica como sociológicamente. Si la se­
xualidad masculina se asocia íntegramente con la presencia afirmativa del 
poder literario, la sexualidad femenina se asocia con la ausencia de dicho poder, con la idea —expresada por el pensador del siglo xix Otto Weinin- 
ger— de que «la mujer no tiene parte en la realidad ontológica». Como 
veremos, una implicación más de la metáfora de la paternidad/creatividad 
es la noción (implícita tanto en Weininger como en la carta de Southey) 
de que las mujeres sólo existen para que actúen sobre ellas los hombres, 
tanto como objetos literarios cuanto como objetos sensuales. De nuevo, 
uno de los poemas de Anne Finch explora las asunciones ocultas en tantas 
teorías literarias. Dirigiéndose a tres poetas varones, exclama:
¡Dichosos vosotros tres! ¡Dichosa Raza de Hombres!
Nacida para informar o corregir la Pluma
Para provechos, placeres, libertad y mando
Mientras nosotras, a vuestro lado, sólo somos Ceros
Para incrementar vuestros Números y engrosar la suma
De vuestros deleites proporcionados por nuestros encantos
Y esta distinción enseña tristemente
Que desde la Caída (causada por nuestra seducción)
Nuestra es la mayor pérdida, como vuestra es la mayor falta16.
Puesto que las hijas de Eva han caído mucho más bajo que los hijos 
de Adán, este pasaje expresa que todas las mujeres son «Ceros» —nulida­des, vacuidades— que sólo existen, haciendo un juego de palabras, para 
incrementar los «Números» masculinos (ya sean poemas o personas), de­
leitando los cuerpos o las mentes de los hombres, sus penes o sus plumas.
14 Anne Finch, Poems ofAnne Countess ofWinchilsea, págs. 4 y 5.
15 Southey a Charlotte Bronté, maizo de 1837. Citado en Winifred Gérin, Charlotte 
Bronté: The Evolution of Genius, Oxford, Oxford University Press, 1967, pág. 110.
16 Finch, Poems ofAnne Countess of Winchilsea, pág. 100. Otto Weininger, Sex and 
Character, Londres, Heinemann, 1906, pág. 286. [En esp.: Sexo y carácter, Barcelona, Ed. 62, 
1985.] Esta frase es parte de un extraordinario pasaje en el que Weininger afirma que «las 
mujeres no tienen existencia ni esencia; no son, no son nada», todo ello porque «la mujer no 
tiene relación con la idea [...] no es moral ni antimoral», pero «toda existencia es moral y existencia lógica».
Sin embargo, en este caso, desprovista de lo que Richard Chase de­nominó«el élan masculino» y rechazando implícitamente incluso los con­
suelos serviles de su «feminidad», una mujer literata es doblemente un «Cero», ya que en realidad es un «eunuco», por emplear la llamativa fi­gura que Germaine Greer aplicó a todas las mujeres en una sociedad pa­triarcal. Así, Anthony Burgess ha declarado recientemente que las novelas de Jane Austen fallan porque su escritura «carece de la fuerte confianza masculina», y William Gass se ha lamentado de que a las mujeres literatas «les falta ese impulso genital de sangre congestionada que vigoriza todo gran estilo»17. Las asunciones que subyacen en sus afirmaciones fueron expresadas hace más de un siglo por el editor-crítico decimonónico Rufus Griswold. En la presentación de una antología titulada The Female Poets 
of America, Griswold esbozó una teoría de los papeles sexuales literarios que estructura y clarifica esas siniestras implicaciones de la metáfora de la 
paternidad literaria.
Es menos fácil afirmar el carácter genuino de la capacidad literaria 
de las mujeres que de la de los hombres. La naturaleza moral de las 
mujeres, en su desarrollo más exquisito y rico, comparte algunas de 
las cualidades del genio; al menos llega a parecerse a la que en los 
hombres es la característica o acompañamiento del más elevado grado 
de inspiración mental. Por lo tanto, corremos el peligro de confundir 
con la energía floreciente de la inteligencia creativa lo que sólo es la 
exuberancia de «sentimientos personales desocupados». [...] La sus­
ceptibilidad más exquisita de espíritu y la capacidad de reflejar en una 
variedad deslumbrante los efectos que las circunstancias o las mentes 
circundantes excitan, quizás no vayan acompañadas del poder para originar, ni siquiera, en su propio sentido, para reproducir. [Las cursi­
vas son nuestras18.]
Puesto que Griswold ha reunido una recopilación de poemas escritos por mujeres, no cree que todas carezcan siempre del poder literario repro­ductivo o generativo. Sin embargo, sus definiciones basadas en el género implican que cuando dicha energía creativa aparece en una mujer puede 
que sea anómala, caprichosa, porque como característica «masculina» es esencialmente «afemenina».
17 Richard Chase habla del «élan masculino» a lo largo de «The Brontés, or Myth Do- 
mesticated», en Forms ofModern Fiction, ed. William V. O’Connor, Minneapolis, Univer- 
sity of Minnesota Press, 1948, págs. 102-113. Para una exposición sobre «el eunuco feme­
nino», véase Germaine Greer, The Female Eunuch, Nueva York, McGraw Hill, 1970. Véase 
también Anthony Burgess, «The Book Is Not For Reading», New York Times Book Review,
4 de diciembre de 1966, págs. 1, 74, y William Gass, sobre Norman Mailer, Genius and 
Lust, New York Times Book Review, 24 de octubre de 1976, pág. 2. Por último, a este res­
pecto, es interesante (y deprimente) considerar que Virginia Woolf sin duda se definía a sí 
misma como «un eunuco». (Véase Noel Annan, «Virginia Woolf Fever», New York Review, 
20 de abril de 1978, pág. 22.)
18 Rufus Griswold, prefacio a The Female Poets of America, Filadelfia, Carey & Hart, 
1849, pág. 8.
Lo contrario a estas definiciones explícitas e implícitas de «femini­
dad» también puede ser válido para quienes desarrollan teorías literarias 
basadas en el «estado místico» de la paternidad: si una mujer carece de po­der literario generativo, un hombre que pierde dicho poder o abusa de él 
se convierte en un eunuco, o en una mujer. Cuando al Marqués de Sade, 
encarcelado, se le negó «todo uso de lápiz, tinta, pluma y papel», declara 
Roland Barthes, se le castró figuradamente, porque «el esperma escritu- 
ral» ya no podía fluir y «sin ejercicio, sin una pluma, Sade se hinchó, [se 
convirtió en] un eunuco». De forma similar, cuando Hopkins quiso expli­car a R. W. Dixon las consecuencias estéticas de la falta de maestría mascu­
lina, adoptó una explicación que desarrollaba el paralelo implícito entre 
mujeres y eunucos, declarando que «si la vida» no se «transporta a la obra 
[...] y se muestra allí [...] el producto es uno de esos huevos de gallina que 
son buenos para comer y parecen vivos, pero que nunca se empollan» (las 
cursivas son nuestras)19. Y cuando, pasados los años, trató de definir su 
propio sentido de la esterilidad, su bloqueamiento como escritor, se des­
cribió (en el soneto «The Fine Delight That Fathers Thought») como un 
eunuco y como una mujer, específicamente como una mujer abandonada 
por el poder masculino: «la viuda de un suspiro perdido» que sobrevive en 
un «mundo invernal» degradado a la que le falta por completo «la reso­nancia, la elevación, la canción, la creación» del poder generativo mascu­
lino, cuya «fuerte/Espuela» está fálicamente «viva y penetra como la 
llama del soplete». Y, una vez más, algunos versos de una de las quejum­
brosas protestas de Anne Finch contra la hegemonía literaria masculina parecen apoyar la imagen de Hopkins de la mujer artista impotente y esté­ril. Al subrayar en la conclusión de la introducción a sus poemas que las 
mujeres tienen que «ser tontas/Esperadas y destinadas», no repudia dichas 
expectativas, sino que, por el contrario, se amonesta a sí misma, con agria ironía, que sea tonta:
Sé prudente entonces, Musa mía, y retírate callada;
No sea que te desprecien queriendo ser admirada;
Y conociendo tus faltas, con el ala encogida,
A unos pocos amigos, para tu pesar, cantes;
Porque los bosques de Laurel nunca fueron de tu incumbencia;
Sé oscura como tu sombra y conténtate con ello20.
Aislada de la energía generativa, en un mundo oscuro e invernal, 
Finch parece estarse definiendo aquí no sólo como un «Cero», sino como 
«la viuda de un suspiro perdido».
* * *
19 Roland Barthes, SadelFourier/Loyola, traducción de Richard Miller, Nueva York, Hill 
& Wang, 1976, pág. 182 [en esp.: Sade, Fourier, Loyola, Madrid, Cátedra, 1997]; Hopkins, 
Correspondence, pág. 133.
20 Finch, Poems of Anne Countess of Winchilsea, pág. 5.
La aceptación desesperada (si bien irónica) por parte de Finch de las 
expectativas y designios masculinos resume en un único episodio el poder 
coactivo no sólo de las limitaciones culturales, sino de los textos literarios 
que las encarnan. Porque es tanto de la literatura como de la «vida» de donde las mujeres literatas aprenden que tienen que «ser tontas/Esperadas 
y destinadas». Como lo expresa Leo Bersani, «el lenguaje escrito no sólo 
describe la identidad, sino que produce realmente la identidad moral e in­
cluso quizás la física. [...] Hemos de tener en cuenta una especie de diso­lución o al menos elasticidad del ser inducida por una inmersión en la li­
teratura21». Siglo y medio antes, Jane Austen hizo que el interlocutor de Anne Elliot, el capitán Harville, insistiera en un planteamiento relacio­
nado en Persuasión. Sosteniendo la inconstancia de las mujeres sobre las 
ardientes objeciones de Anne, señala que «todas las historias están en tu 
contra: todos los relatos, en prosa y verso. [...] En un momento, podría 
darte cincuenta citas en apoyo de mi argumento y no creo haber abierto 
nunca un libro en mi vida que no dijera algo sobre la inconstancia de las 
mujeres» (II, cap. 11). A ello Anne responde, como hemos visto, que la 
pluma ha estado en manos masculinas. En el contexto del discurso de 
Harville, su observación implica que las mujeres no sólo han estado ex­
cluidas de la autoría, sino que además han sido sometidas a (y sujetos de) 
la autoridad masculina. Así pues, con la astuta comadre de Bath de Chau- 
cer, Anne podría preguntar: «¿Quién pintó el león, dime quién?» Y como la de la comadre, su propia respuesta a la pregunta retórica subrayaría la 
confusión histórica que hay en nuestra cultura de autoría literaria con au­
toridad patriarcal:
Por Dios que si las mujeres tuvieran relatos escritos 
Como los clérigos tienen dentro de sus oratorios,
Habrían escrito de los hombres más iniquidades 
Que toda la marca de Adán pudiera reparar.
En otras palabras, lo que Bersani, Austen y Chaucer dan a entender 
es que, precisamenteporque el escritor «engendra» su texto, sus creacio­
nes literarias (como ya hemos señalado) son sus posesiones, su propiedad. Al haberlas definido en el lenguaje y, de este modo, generado, las posee, 
las controla y las encierra en la página impresa. Al describir su primer 
sentimiento de la vocación de escritor, Jean-Paul Sartre recordaba en Les 
Mots su creencia infantil de que «escribir era grabar nuevos seres en [las 
Tablas infinitas de la Palabra] o [...] capturar cosas vivientes en la trampa de las frases»22. Pese a lo ingenua que pueda parecer esta noción, no es 
«una ilusión completa, porque es su verdad [de Sartre]», como observa
21 Leo Bersani, A Future forAstynax, Boston, Little, Brown, 1976, pág. 194.
22 Jean-Paul Sartre, The Words, trad. de Bemard Frechtman, Greenwich, Conn., Brazi- 
11er, 1964, pág. 114. [En esp.: Las palabras, Madrid, Alianza, 1982.]
una comentarista23 y, en efecto, es la «verdad» de todo escritor, una ver­
dad que ha solido llevar a los autores masculinos a asumir los derechos 
patriarcales de posesión sobre los «personajes» femeninos que graban en 
las «Tablas infinitas de la Palabra».Por supuesto, los autores masculinos también han generado persona­
jes masculinos sobre los cuales parecieran haber tenido similares derechos 
de propiedad. Pero implícita en la metáfora de la paternidad literaria apa­
rece la idea de que cada hombre, al llegar a lo que Hopkins denominaba la «pubertad» de su don creativo, posee la capacidad, incluso quizás la obli­gación, de replicar a los demás hombres generando sus propias ficciones 
alternativas. Al carecer de pluma/pene que les permitiría igualmente reba­
tir una ficción con otra, las mujeres de las sociedades patriarcales han sido 
reducidas a lo largo de la historia a meras propiedades, a personajes e 
imágenes aprisionadas en textos masculinos porque sólo se generaron, 
como observan Anne Elliot y Anne Finch, por las expectaciones y desig­
nios masculinos.
Al igual que la metáfora de la paternidad literaria, esta noción coro- laria de que la principal criatura que el hombre ha generado es la mujer 
posee una historia larga y compleja. Después de todo, a partir de Eva, Mi­nerva, Sofía y Galatea, la mitología patriarcal define a la mujer como 
creada por, desde y para el hombre, las hijas de los cerebros, costillas e in­
genio masculinos. Para Blake, el eterno femenino era cuando mucho una Emanación del principio creativo masculino. Para Shelley, era una epi- 
psique, un alma nacida del alma del poeta, cuyo principio se equiparaba 
en un plano espiritual a los nacimientos más consistentes de Eva y Mi­
nerva. Es más, a lo largo de la historia de la cultura occidental, las figuras 
femeninas aparentemente distintas engendradas por los hombres, como 
Pecado de Milton, Cloe de Swift y Jane la loca de Yeats, han encamado la 
ambivalencia masculina no sólo hacia la sexualidad femenina, sino hacia su propia cualidad física (masculina). Al mismo tiempo, los textos mascu­linos, elaborando continuamente la metáfora de la paternidad masculina, 
han proclamado una y otra vez que, en las ambiguas palabras de Honoré de Balzac, «la virtud de la mujer es la mayor invención del hombre»24. Un 
comentario condensado y profético de Norman O. Brown resume a la per­
fección las asunciones sobre las que se basan todos estos textos:
Poesía, el acto creativo, el acto de la vida, el acto sexual arquetí- 
pico. La sexualidad es poesía. La dama es nuestra creación o estatua 
de Pigmalión. La dama es el poema; Laura [de Petrarca] es en realidad 
poesía25.
23 Maijorie Grene, Sartre, Nueva York, New Viewpoints, 1973, pág. 9.
24 Citado por Cornelia Otis Skinner en su obra de teatro de 1952, Paris’90.
25 Norman O. Brown, «Daphne», en Joseph Campbell (ed.), Mysteries, Dreams, and 
Religión, Nueva York, Dutton, 1970, pág. 93.
Sin duda, este complejo de metáforas y etiologías refleja no sólo la estructura ferozmente patriarcal de la sociedad occidental, sino también el apuntalamiento de la misoginia sobre el que se ha levantado ese severo patriarcado. Después de todo, las raíces de la «autoridad» nos dicen que si la mujer es propiedad del hombre, éste ha de haberla escrito, del mismo modo que nos dicen que si la ha escrito, tiene que ser de su propiedad. Es 
más, como una creación «escrita» por el hombre, la mujer ha sido «aco­
rralada» o «encerrada»*. El hombre ha pronunciado una especie de «sen­tencia», ella ha sido «sentenciada»: predestinada, encarcelada, porque la ha «redactado» y «acusado»**. Como un pensamiento que él ha formu­lado, ella ha sido «enmarcada» (encerrada) en sus textos, glifos, gráficos e «incriminada» (declarada culpable, declarada deficiente) en sus cosmolo­
gías. Porque como Humpty Dumpty dice a Alicia en Through the Looking 
Glass (A través del espejo) el «señor» de las palabras, dichos, expresio­nes, propiedades literarias, «puede disponer la suerte de todas ellas»26. La etimología y etiología de la autoridad masculina son, según parece, casi necesariamente idénticas. Sin embargo, para las mujeres que se sintieron 
algo más, en todos los sentidos, que propiedades de textos literarios, el problema planteado por dicha autoridad no era metafísico ni filológico, 
sino (como el dolor expresado por Anne Finch y Anne Elliot indican) psicológico. Puesto que tanto el patriarcado como sus textos subordinan y aprisionan a las mujeres, antes incluso de que puedan probar esa pluma de la que se las aparta con tanto rigor, deben escaparse de esos mismos tex­tos masculinos que, al definirlas como «Ceros», les niegan la autonomía para formular alternativas a la autoridad que las ha aprisionado e impe­dido probar la pluma.La circularidad viciosa de este problema ayuda a explicar la curiosa 
pasividad con la que Finch respondió (o pretendió responder) a las ex­
pectativas y designios masculinos, y ayuda a explicar también el largo si­lencio de siglos de tantas mujeres que deben de haber tenido talentos comparables al de Finch. Una paradoja final de la metáfora de la paterni­dad literaria es el hecho de que del mismo modo que un autor genera y aprisiona a sus criaturas de ficción, las silencia privándolas de autonomía (es decir, del poder de un discurso independiente) aun cuando les da la vida. Las silencia y, como sugiere la «Ode on a Grecian Um» («Oda so­bre una urna griega») de Keats, las apaga, o —insertándolas en el már­
mol de su arte— las mata. Como expresa claramente Albert Gelpi, «el artista mata la experiencia para convertirla en arte, porque la experiencia temporal sólo puede escapar de la muerte muriendo en la “inmortalidad”
* Juego de palabras en inglés entre «penned» (escrita), «penned up» (acorralada) y 
«penned in» (encerrada) que se pierde en español. [N. de la T.]
** Juego de palabras en inglés entre «indited» (redactada) e «indicted» (acusada) que se 
pierde en español. [N. de la T]
26 Lewis Carroll, Through the Looking Glass, cap. 6, «Humpty Dumpty». [En esp.: A tra­
vés del espejo, Madrid, Cátedra, 1992.]
de la forma artística». La fijación de la “vida” en el arte y la fluidez de la “vida” en la naturaleza son incompatibles»27. Por lo tanto, la pluma no es sólo más poderosa que la espada, también es como la espada en su poder —su necesidad incluso— de matar. Y, una vez más, este último atributo de la pluma parece ligarse por asociación con su masculinidad metafórica. Simone de Beauvoir ha comentado que la «transcendencia» de la natura­leza humana de los hombres está simbolizada por su capacidad de cazar y matar, del mismo modo que la identificación humana de las mujeres con la naturaleza, su papel como símbolo de inmanencia, se expresa por su participación central en ese proceso de nacimiento dador de vida pero in­voluntario que perpetúa la especie. Así pues, la superioridad —o autori­
dad— «se ha otorgado en la humanidad no al sexo que da la vida, sino al que mata»28. En palabras de D. H. Lawrence, «los Señores de la Vida son los Dueños de la Muerte» y, por lo tanto, según implica la poética patriar­cal, son los amosdel arte29.Por supuesto, los comentaristas de la subordinación femenina, de Freud y Homey a De Beauvoir, Wolfgang Lederer y, más recientemente, Dorothy Dinnerstein, han explorado otros aspectos de la relación entre los sexos que también llevaron a los hombres a desear figuradamente «matar» a las muje­res. Lo que Homey denominó «temor» masculino a lo femenino es un fenó­meno al que Lederer ha dedicado un libro extenso y erudito30. Elaborando la afirmación de De Beauvoir de que como madre de la vida «la primera men­tira de la mujer, su primera traición [parece ser] la de la vida misma, vida que, aunque ataviada con las formas más atractivas, siempre está infestada por los fermentos de la vejez y la muerte», Lederer subraya la propia ten­dencia de las mujeres de «matarse» en el arte para «atraer al hombre»:
A partir del Paleolítico, tenemos pruebas de que la mujer, me­
diante el cuidadoso tocado, mediante el adorno y el maquillaje, trataba 
de acentuar el modelo eterno más que el yo mortal. Dicho maquillaje, 
en África o Japón, puede alcanzar el grado algo extraño para nosotros 
de una máscara carente de vida y, sin embargo, ése es precisamente su 
objetivo: donde nada parece vivo, nada habla de la muerte31.
Una razón más entonces por la cual no es de extrañar que las mujeres 
hayan dudado probar la pluma a lo largo de la historia. Escrita por un
27 Albert Gelpi, «Emily Dickinson and the Deerslayer», en Shakespeare*s Sisters, ed. San­
dra Gilbert y Susan Gubar, Bloomington, Indiana University Press, 1979, págs. 122-134.
28 Simone de Beauvoir, The Second Sex, Nueva York, Knopf, 1953, pág. 58. [En esp.: El segundo sexo, Madrid, Cátedra, 1998.]
29 D. H. Lawrence, The Plumed Serpent, cap. 23, «Huitzilopochtli’s Night».
30 Véase Wolfgang Lederer, The Fear of Women, Nueva York, Harcourt Brace Jovano- 
vich, 1968; también H. R. Haays, The Dangerous Sex, Nueva York, G. P. Putnam’s Sons, 
1964; Katharine Rogers, The Troublesome Helpmate, Seattle, University of Washington Press, 1966; y Dorothy Dinnerstein, The Mermaid and the Minotaur, Nueva York, Harper
& Row, 1976.
31 Lederer, Fear of Women, pág. 42.
Dios masculino y por un hombre deiforme, muerta en una imagen «per­fecta» de sí misma, cabría decir que la autocontemplación de la mujer es­critora ha comenzado con una mirada indagadora en el espejo del texto li­
terario inscrito por los hombres. Al principio, allí sólo vería aquellos con­
tornos fijados sobre ella como una máscara para ocultar su lazo terrible y 
sangriento con la naturaleza. Pero mirando el tiempo suficiente, mirando 
con la intensidad suficiente, vería —como la narradora de «The Other 
Side of the Mirror» de Mary Elizabeth Coleridge— a una prisionera enfu­recida: ella misma. El poema que describe esta visión es central para la poética feminista que tratamos de construir:
Me senté delante del espejo un día 
E invoqué una visión desnuda,
En vez de las apariencias alegres y gozosas 
Que en otro tiempo se reflejaban en él,
Encontré la visión de una mujer, enfurecida 
Por algo más que una desesperación femenina.
Su cabello se apartaba a cada lado 
De un rostro despojado de encanto.
No tenía ahora necesidad de ocultar
Lo que otrora ningún hombre en la tierra pudo adivinar.
Ello formaba la espinosa aureola 
De una cruel aflicción impía.
Sus labios estaban abiertos, pero ningún sonido 
Provenía de las separadas líneas rojas.
Cualquiera que fuera, la espantosa herida 
En silencio y secreto sangraba.
Ni un suspiro aliviaba su mudo pesar,
No tenía voz para expresar su temor.
Y en sus refulgentes ojos brillaba 
La llama agonizante del deseo de la vida,
Enloquecida porque su esperanza se había desvanecido,
Y prendido en el fuego danzante
De la celosa y feroz venganza,
Y una fuerza que no podía cambiar ni agotarse.
Espectro de una sombra en el espejo,
¡Libera la superficie de cristal!
Pasa como las más bellas visiones pasan
Y nunca más regreses para ser
El fantasma de una hora confusa,
Al que oí susurrarme: «Yo soy ella»32.
32 Mary Elizabeth Coleridge, «The Other Side of a Mirror», en Poems by Mary E. Cole­
ridge, Londres, Elkin Mathews, 1908, págs. 8 y 9.
Lo que este poema sugiere es que, aunque la mujer que está prisio­nera del espejo/imágenes del texto no «tiene voz para expresar su temor», 
aunque «ni un suspiro» interrumpe «su mudo pesar», posee un sentimien­
to invencible de su autonomía, de su propia interioridad; tiene un sentido, 
por parafrasear a la comadre de Bath de Chaucer, de la autoridad de su propia experiencia33. El poder de la metáfora, dice el poema de Mary Eli- 
zabeth Coleridge, sólo puede extenderse hasta ahí. Por último, ninguna 
criatura humana puede ser completamente silenciada por un texto o una imagen. Del mismo modo que los relatos tienen la notoria costumbre de 
«huir» de sus autores, los seres humanos, desde el Edén, han tenido por costumbre desafiar la autoridad, tanto divina como literaria34.
Una vez más, el debate en el que se enzarzan la Anne Elliot y el ca­
pitán Harville de Austen resulta pertinente aquí porque sin duda no es por 
accidente que la cuestión que estos dos personajes estén discutiendo sea la «inconstancia» de la mujer, es decir, su negativa a ser fijada o «muerta» 
por un autor/dueño, su terca insistencia a seguir su camino. El hecho de 
que los autores masculinos la reprendan por esta negativa aun cuando ellos mismos generan personajes femeninos que (como veremos) mues­
tran perversamente una autonomía «monstruosa», es una de las ironías del arte literario. Sin embargo, desde una perspectiva femenina, dicha «in­
constancia» sólo puede ser alentadora porque —al implicar duplicidad— 
sugiere que las mujeres tienen el poder de crearse a sí mismas como per­
sonajes, incluso quizás el poder de llegar hasta la mujer atrapada al otro lado del espejo/texto y ayudarle a saltar fuera.
* * *
Sin embargo, antes de que la mujer escritora pueda viajar a través del espejo hacia la autonomía literaria, debe aceptar las imágenes de la super­ficie del espejo, es decir, esas máscaras míticas que los artistas masculinos han fijado sobre su rostro humano tanto para aminorar su temor a su «in­
33 Véase el Prólogo de la Comadre, versos 1 a 3: «Bastaríame la experiencia, si ninguna 
autoridad hubiera en este mundo al respecto, para hablar de los males que en tal estado se 
encierran.» Véase también Arlyn Diamond y Lee Edwards, eds., The Authority of Expe- 
rience, Amherst, University of Massachusetts Press, 1977, una antología de crítica feminista 
que toma su título de la exposición de la comadre.
34 En reconocimiento de un punto similar a éste, a la definición de Edward Said de «au­
toridad» le sigue una definición de un concepto complementario, esencialmente relacionado, 
el de «fastidio», por el que entiende «que ningún novelista ha dejado de darse cuenta nunca 
de que su autoridad, prescindiendo de lo completa que sea, o la autoridad de un narrador, es 
una impostura» (Beginnings, pág. 84). Para una fascinante exposición del modo en que una 
mujer se veía impulsada a tratar de desafiar la autoridad literaria/patriarcal masculina, véase 
Mitchell R. Breitweiser, «Cotton Mather’s Crazed Wife», en Glyph 5. Esta loca des-conti- 
nuaba literalmente el poder de su esposo «fastidiando»: ¡emborronando y robando sus ma­
nuscritos!
constancia» como —identificándola con los «modelos eternos» que ellos mismos han inventado— para poseerla más completamente. De forma es­pecífica, como trataremos de mostrar, una mujer escritora ha de examinar, asimilar y transcender las imágenes extremas de «ángel» y «monstruo» que los autores masculinos han generado para ella. Antes de que las mu­jeres puedan escribir, declaró Virginia Woolf, debemos matar el ideal es­tético mediante el cual hemos sido «matadas» para convertimos en arte35. 
Y, de modo similar, todas las mujeres escritoras deben matar al opuesto y doble necesario del ángel, al «monstruo» de la casa, cuyo rostro de Me­dusa también mata la creatividad femenina. Sin embargo, para nosotras, como críticasfeministas, el acto woolfiano de «matar» tanto ángeles como monstruos debe comenzar con la comprensión de la naturaleza y origen de esas imágenes. Luego, en este punto de nuestra construcción de una poética feminista, debemos disecar para asesinar. Y en particular debemos hacerlo con el fin de comprender la literatura escrita por las mujeres por­que, como expondremos, las imágenes de «ángel» y «monstruo» han sido tan ubicuas a lo largo de toda la literatura escrita por los hombres que también han calado lo escrito por las mujeres hasta tal punto que pocas de 
ellas han «matado» de forma definitiva ambas figuras. Más bien la ima­ginación femenina se ha percibido, como si dijéramos, oscuramente a través de un espejo: hasta hace bastante poco, la escritora ha tenido que 
definirse (aunque sólo fuera de forma inconsciente) como una criatura misteriosa que reside dentro del ángel o monstruo o imagen de ángel/ monstruo que vive en lo que Mary Elizabeth Coleridge denominó «la superficie de cristal».Por supuesto, para todos los artistas literarios, la autodefinición pre­
cede necesariamente a la autoafirmación: el «Yo Soy» creativo no puede enunciarse si el «yo» no sabe qué es. Pero para la artista femenina el pro­ceso esencial de autodefinición se complica por todas las definiciones pa­triarcales que se interponen entre ella misma y ella misma. Desde la Arde- lia de Anne Finch que lucha por escapar de los designios masculinos en los que se siente enredada, hasta «Lady Lazarus» de Sylvia Plath, que dice a «Herr Doktor... Herr Enemigo» que «Yo soy tu obra, / yo soy tu ob­jeto de valor»36, la mujer escritora reconoce con dolor, confusión y rabia que lo que ve en el espejo suele ser un constructo masculino, la «niña de oro macizo» de los cerebros masculinos, una hija reluciente y completa­mente artificial. Es más, con Christina Rossetti, se da cuenta de que el ar­tista masculino suele «alimentarse» del rostro de su sujeto femenino «no como ella es, sino como cumple sus sueños»37. Por último, como expresa
35 Virginia Woolf, «Professions for Women», The Death ofthe Moth and Other Essays, 
Nueva York, Harcourt, Brace, 1942, págs. 236-238.
36 Plath, Ariel, Nueva York, Harper & Row, 1966, pág. 8. [En esp.: Ariel, Madrid, Hipe- 
rión, 1989.]
37 Christina Rossetti, «In an Artist’s Studio», en New Poems by Christina Rossetti, 
ed. William Michael Rossetti, Nueva York, Macmillan, 1896, pág. 114.
«A Woman’s Poem» de 1859, la mujer escritora insiste en que «Vosotros 
[los hombres] hacéis los mundos en los que os movéis. [...] Nuestro mundo (¡ay! también lo hacéis vosotros)» y en sus estrechos confines, «encerradas entre cuatro paredes vacías [...] nosotras representamos nues­tros papeles»38.
Aunque los papeles de las mujeres altamente estilizados a los que 
este último poema alude no son en definitiva más que variaciones de los de ángel y monstruo, parecen bastante variados en su aspecto superficial 
debido a las muchas máscaras inventadas para las mujeres que reflejan una tipología tan elaborada. Un pasaje crucial de Aurora Leigh de Eliza- beth Barrett Browning sugiere tanto la mixtificación de la mortalidad 
como la misteriosa variedad que las artistas femeninas perciben en las 
imágenes masculinas de las mujeres. Contemplando un retrato de su ma­dre que, lo que es significativo, se realizó una vez muerta (de tal modo 
que es una especie de máscara de la muerte, una imagen de una mujer 
muerta metafóricamente para convertirse en arte), la joven Aurora medita 
sobre la iconografía de la obra. Al señalar que la doncella de su madre ha­
bía insistido en que se hiciera pintar a su señora muerta en la «seda roja y 
tiesa» de su vestido de corte más que con una «mortaja al estilo inglés», 
aprecia que el efecto de este vestido desacostumbrado era «muy extraño». 
Mientras la hija miraba fijamente la pintura, «la blanca vida sobrenatural 
de cisne» de su madre parecía mezclarse con «todo lo último que había leí­do, oído o soñado» y, de este modo, en su belleza carismática, la imagen 
de su madre se convertía
por momentos en 
Fantasma, demonio y ángel, hada, bruja y espíritu;
Una Musa intrépida que contempla un Destino terrible;
Una Psique amorosa que pierde de vista al Amor;
Una Medusa inmóvil con suave frente lechosa,
Toda cuajada y vestida de serpientes 
Cuya baba cae tan de prisa como el sudor; o luego 
Nuestra Señora de la Pasión, con espadas clavadas 
Donde el Niño mamaba; o Lamia en su primera 
Palidez de luz de luna, antes de encogerse y parpadear,
Y estremeciéndose retorcerse en lo inmundo;
O mi propia madre, dejando su última sonrisa 
En su último beso en la boca infantil 
Que mi padre acercó a la cama con ese fin;
O mi madre muerta, sin sonrisa ni beso,
Enterrada en Florencia39.
38 «A Woman’s Poem», Harper'sMagaziney febrero de 1859, pág. 340.
39 Elizabeth Barrett Browning, The Poetical Works of Elizabeth Barrett Browning, 
Nueva York, Crowell, 1891, págs. 3 y 4.
Las formas femeninas que Aurora ve en el cuadro de su madre muer­
ta son extremas, melodramáticas, góticas —«Fantasma, demonio y ángel, 
hada, bruja y espíritu»— porque, como nos dice, sus lecturas se mezclan 
con lo que ve. Sin embargo, ello implica no sólo que Aurora esté desti­
nada a habitar las máscaras y trajes definidos por los hombres, como hizo 
su madre, sino que las máscaras y trajes definidos por los hombres habi­
tan en ella de forma inevitable, alterando su visión. El desarrollo de Au­
rora como poeta es el tema central del Bildungsroman de Barrett Brow- 
ning, escrito en verso, pero si va a ser poeta, debe deconstruir el yo muer­
to que es una «obra» masculina y descubrir un yo vivo «inconstante». En 
otras palabras, debe reemplazar la «copia» por la «individualidad», como 
una vez dijo Barrett Browning que pensaba que ella había hecho en su 
arte maduro40. Sin embargo, resulta significativo que, en definitiva, los 
yoes «copia» descritos en el retrato de la madre de Aurora representen, 
una vez más, los extremos morales de ángel («ángel», «hada» y quizás 
«espíritu») y monstruo («fantasma», «bruja», «demonio»).
En su brillante e influyente análisis de la pregunta «¿Es lo femenino 
a lo masculino lo que la naturaleza es a la cultura?», la antropóloga Sherry 
Ortner señala que en toda sociedad, «el modo psíquico asociado con las 
mujeres parece encontrarse tanto en la base como en el vértice de la es­
cala de modos humanos de relación». Intentando descifrar esta «ambigüe­
dad simbólica», Ortner explica «tanto los símbolos femeninos subversivos 
(brujas, mal de ojo, contaminación menstrual, madres castradoras) como 
los símbolos femeninos transcendentes (diosas madres, administradoras 
clementes de salvación, símbolos femeninos de la justicia)», señalando 
que las mujeres «puede parecer, desde ciertos puntos de vista, que se en­
cuentran por encima y por debajo (pero en realidad están simplemente 
fuera) de la esfera de la hegemonía de la cultura»41. Ello es así precisa­
mente porque a una mujer se le niega la autonomía —la subjetividad— 
que representa la pluma, no sólo es excluida de la cultura (cuyo emblema 
muy bien pudiera ser la pluma), sino que también se convierte en una en­
carnación de los extremos de la Otredad misteriosa e intransigente que la 
cultura enfrenta con adoración o temor, amor o aversión. Como «fan­
tasma, demonio y ángel, hada, bruja y espíritu», media entre el artista 
masculino y lo Desconocido, enseñándole pureza e instruyéndolo en la
40 En una carta a John Kenyon de agosto de 1844, Barrett Browning declaraba que la di­
ferencia entre sus primeros poemas derivados (como su «Essay on Mind») y su obra de ma­
durez no era «sólo la diferencia entre dos escuelas, ni siquiera la diferencia entre inmadurez 
y madurez, sino [...] la diferencia entre lo muerto y lo vivo, entre una copia y la individuali­
dad, entre lo que soy yo misma y lo que no es yo misma» {The Letters ofElizabeth Barrett 
Browning, ed. Frederic G. Kenyon, Nueva York, Macmillan, 1899, vol. 1, pág. 187.
41 Ortner, «Is Female to Male asNature Is to Culture?», en Woman, Culture, and Socie- 
ty, ed. Michelle Zimbalist Rosaldo y Louise Lamphére (Stanford, Stanford University Press, 
1974, pág. 86.
degradación de forma simultánea. ¿Pero qué pasa con su propio desarrollo 
artístico? Como este desarrollo ha sido restringido radicalmente desde 
hace tanto tiempo mediante la imagen de ángel y monstruo, la mujer lite­
rata ve en el espejo del texto escrito por el hombre que cierta comprensión 
de dicha imagen es un preliminar esencial para todo estudio de la literatura 
escrita por las mujeres. Como señaló recientemente Joan Didion, «escribir 
es una agresión» precisamente porque es «una imposición [...] una inva­
sión del espacio más privado de otra persona»42. Al igual que la observa­
ción de Leo Bersani de que «se induce una elasticidad al ser mediante una 
inmersión en la literatura», su apreciación posee un significado especial a 
este respecto. Un estudio exhaustivo de los constructos masculinos que 
han invadido «el espacio más privado» de innumerables literatas requeriría 
cientos de páginas —de hecho, se han dedicado a este tema diversos libros 
excelentes43—, pero aquí sólo intentaremos realizar una breve revisión de 
los extremos fundamentales de ángel y monstruo para demostrar el rigor 
de la «imposición» de los textos masculinos sobre las mujeres.
* * *
La mujer ideal que los autores masculinos sueñan con generar siem­
pre es un ángel, como sugería el comentario de Norman O. Brown sobre 
Laura/poesía. Al mismo tiempo, desde el punto de vista de Virginia Woolf, 
el «ángel de la casa» es la imagen más perniciosa que los autores masculi­nos hayan impuesto nunca sobre la mujer literata. ¿Dónde y cómo se ori­
ginó esta imagen ambigua, sobre todo el trivializado ángel de la casa Vic­toriano que tanto perturbó a Woolf? Por supuesto, en la Edad Media, la 
gran maestra de pureza de la humanidad era la Virgen María, una diosa 
madre que encajaba perfectamente en el papel femenino que Ortner de­fine como «administradora clemente de salvación». Sin embargo, para el 
siglo XIX más secular, el modelo eterno de pureza femenina no fue repre­
sentado por una madona del cielo, sino por un ángel de la casa. No obs­tante, existe una línea clara de descendencia literaria de la Virgen al ángel 
doméstico, pasando por (entre muchos otros) Dante, Milton y Goethe.
Al igual que la mayoría de los neoplatónicos del Renacimiento, Dante declaró conocer a Dios y a la doncella de la Virgen al conocer a la 
ayudante virgen de la Virgen, Beatriz. De forma similar, Milton, a pesar de 
su innegable misoginia (que examinaremos más adelante), habla de que se 
le había concedido una visión de «mi difunta santa esposa», quien
42 Susan Braudy, «A Day in the Life of Joan Didion», Ms 5, 8 de febrero de 1977, pági­na 109.
43 Véase, por ejemplo, Rogers, The Troublesome Helpmate; Kate Millett, Sexual Poli- 
tics, Nueva York, Avon, 1971. [En esp.: Política sexual, Madrid, Cátedra, 1995.]
Llegó vestida toda de blanco, pura como su mente.
Su rostro estaba velado, pero para mi gustosa mirada 
Amor, dulzura y bondad brillaban en su persona
Tan nítidas como en ningún otro rostro con mayor delicia.
En otras palabras, en la muerte, la esposa humana de Milton ha to­
mado tanto el resplandor celestial de María como (puesto que ha sido «la­
vada de la mancha de la contaminación del sobreparto») la pureza virginal 
de Beatriz. De hecho, si podía ser resucitada en cuerpo y carne, debía ser 
ahora un ángel de la casa, interpretando los misterios luminosos del cielo 
a su esposo maravillado.La famosa visión del «Eterno femenino» (Das Ewig-Weibliche) con 
que concluye el Fausto de Goethe presenta a las mujeres, de las prostitu­
tas arrepentidas a las vírgenes angelicales, justo en este papel de intérpre­
tes o intermediarias entre el Padre divino y sus hijos humanos. El alemán 
del «Coro Místico» de Fausto es extraordinariamente complicado de tra­
ducir en verso, pero la paráfrasis de Hans Eichner sugiere fácilmente el modo en que la imagen que presenta Goethe de las intercesoras femeninas 
parece ser casi una revisión de la «santa esposa difunta» de Milton: «Todo 
lo que es transitorio es puramente simbólico; aquí (es decir, en la escena 
ante ti) lo inaccesible es retratado (simbólicamente) y lo inexpresable es 
puesto (simbólicamente) de manifiesto. El eterno femenino (esto es, el 
principio eterno simbolizado por la mujer) nos arrastra a esferas más ele­
vadas». Además, meditando sobre la naturaleza exacta de este eterno fe­menino, Eichner comenta que para Goethe el «ideal de la pureza contem­plativa» es siempre femenino, mientras que «el ideal de la acción signifi­
cativa es masculino»44. Por lo tanto, una vez más, puesto que las mujeres 
son definidas como plenamente pasivas, completamente vacías de poder 
generativo (como «Ceros»), se convierten en sobrenaturales para los artis­
tas masculinos. Porque en la vacuidad metafísica su «pureza» significa 
que, por supuesto, carecen de yo, con todas las implicaciones morales y 
psicológicas que esa palabra sugiere.
Desarrollando más el eterno femenino de Goethe, Eichner proporcio­na un ejemplo de la culminación de la «cadena de representantes de la 
“femineidad más noble”» de Goethe: Makarie en la tardía novela Los via­
jes de Guillermo Meister. Su descripción de ésta resume el bagaje filosó­fico del ángel de la casa:
44 Hans Eichner, «The Eternal Feminine: An Aspect of Goethe’s Ethics», en Johann 
Wolfgang van Goethe, Faust, Norton Critical Edition, trad. de Walter Arndt, ed. Cyrus Ham- 
lin, Nueva York, Norton, 1976, págs. 616, 617. Resulta significativo que aun cuando el ha­
blar (y no el silencio) se considera específicamente femenino, «sólo» es hablar y no acción, 
como implica el lema Fatti maschi, parole femmine: Los hechos son masculinos; las pala­
bras, femeninas.
Ella [...] lleva una vida de contemplación casi pura [...] en conside­
rable aislamiento en una finca en el campo [...] una vida sin aconteci­
mientos externos, una vida cuya historia no puede contarse porque no 
hay nada que contar. Su existencia no es inútil. Por el contrario [...] 
ella brilla como un farol en un mundo oscuro, como un faro inmóvil 
mediante el cual los otros, los viajeros cuyas vidas sí tienen historia, 
pueden establecer su curso. Cuando quienes participan en sentimiento 
y acción se vuelven a ella en su necesidad, nunca son despedidos sin 
un consejo y consuelo. Ella es un ideal, un modelo de generosidad y 
de pureza de corazón45.
Ella no tiene historia propia, pero da «consejo y consuelo» a los de­más, escucha, sonríe, se apiada: tales características muestran que Maka- 
rie no es sólo la descendiente de las vírgenes enclaustradas de la cultura occidental, sino también la antecesora directa del ángel de la casa de Co- 
ventry Patmore, la heroína epónima del que quizás haya sido el más popu­
lar libro de poemas de mediados del siglo XIX.
Dedicado a «la memoria de ella, por quien y para quien me convertí 
en poeta», The Angel in the House de Patmore es una sucesión de versos 
que loan las alabanzas y narran el noviazgo y matrimonio de Honoria, una 
de las tres hijas de un deán rural, una muchacha cuya gracia, gentileza, 
sencillez y nobleza generosas revelan que no sólo es un modelo de dama 
victoriana, sino casi literalmente un ángel en la tierra. Sin duda, su espiri­tualidad interpreta lo divino para su esposo-poeta, de tal modo que
No pido puesto más feliz que éste,
Vivir su galardón toda mi vida.
En alas del amor alzado libre,
Y engrandecido por su gentileza,
Enseñaré cuán noble debo ser
Para igualar a una compañera tan encantadora46.
En otras palabras, la virtud esencial de Honoria es que su virtud hace 
«grande» a su hombre. En sí misma no es grande ni extraordinaria. De he­
cho, Patmore aduce muchos detalles para acentuar el carácter ordinario, 
casi patético, de su vida: coge violetas, pierde los guantes, da de comer a sus pájaros, riega su macizo de rosas y viaja a Londres en un tren con su 
padre el deán, llevandoen su regazo un volumen de Petrarca que le ha 
prestado su amado, pero completamente ignorante de que el libro, según 
éste nos dice, «vale su peso en oro». En pocas palabras, como la Makarie
45 Ibid., pág. 620. Obviamente, las virtudes de Makarie presagian (además de las de la 
Honoria de Patmore) las de la señora Ramsay de Virginia Woolf en To the Lighhouse, por­
que la señora Ramsay es también una especie de «faro» de compasión y belleza. [En esp.: Al 
faro, Madrid, Alianza, 1993.]
46 Coventry Patmore, The Angel in the House, Londres, George Bell & Son, 1885, pá­gina 17.
de Goethe, Honoria no tiene historia, salvo una especie de antihistoria de inocencia desinteresada basada en la noción de que «Al hombre debe 
agradársele; pero agradarle / Es el placer de la mujer»47.
Resulta significativo que, cuando el joven amante-poeta visita por 
primera vez el deanato donde su Honoria le aguarda como la Bella Dur­
miente o Blancanieves, una de sus hermanas le pregunta si, ya que ha de­
jado Cambridge, «se le han quedado pequeños» Kant y Goethe. Pero si su peán de alabanza al Ewig-Weibliche en la Inglaterra rural sugiere que en 
todo caso no ha superado al último de los dos, es porque para los hombres de letras Victorianos Goethe representaba no la inmadurez colegial, sino la 
madurez moral. Después de todo, las palabras culminantes de Sartor Re- 
sartus, la más influyente obra maestra de la sagacidad victoriana, eran «Cierra tu Byron; abre tu Goethe»**, y aunque Carlyle no estaba pensando 
específicamente en lo que acabó denominándose «la cuestión de la mu­
jer», su canonización de Goethe significó, entre otras cosas, un nuevo 
énfasis sobre el eterno femenino, la mujer ángel que Patmore describe en sus versos, Aurora Leigh percibe en el cuadro de su madre y Virginia 
Woolf tiembla al recordar.
Por supuesto, a partir del siglo XVIII habían proliferado los libros de 
conducta para las damas, encomiando a las jóvenes el sometimiento, la modestia y la abnegación; recordando a todas las mujeres que debían ser 
angelicales. Hay un camino largo y transitado desde The Booke ofCour- 
tesye (1497) hasta las columnas de «Dear Abby», pero los historiadores 
sociales han explorado plenamente su papel en la creación de esas virtu- ' 
des del «eterno femenino» de la modestia, la gracia, la pureza, la deli­
cadeza, la urbanidad, la docilidad, la discreción, la castidad, la amabilidad 
y la cortesía, todas las cuales forman parte de los buenos modales que 
contribuían a la inocencia angelical de Honoria. Los escritores de dichos 
libros de conducta aseguraban a las damas que «Hay reglas para todas nuestras acciones, incluso para echarse a dormir con un buen talante», 
y se les decía que este buen talante era un deber de la mujer hacia su es­
poso porque «si la esposa debe su ser a la comodidad y provecho del 
hombre, es muy razonable que sea cuidadosa y diligente en contentarlo y 
agradarlo»49.
Las artes de agradar a los hombres, en otras palabras, no son sólo ca­racterísticas angelicales; en términos más mundanos, son los actos apro­
piados de una dama. «¿Qué haré para complacerme a mí misma o para ser 
admirada?» no es la pregunta que formula una dama al levantarse, decla­
raba la señora Sarah Ellis, la más importante preceptora de moral y moda­les femeninos en la Inglaterra victoriana de 1844. No, porque ella es «el
47 Ibid., pág. 73.
48 «The Everlasting Yea», Sartor Resartus, libro 2, cap. 9.
49 Abbé d’Ancourt, The Lady's Preceptor, 3.a ed., Londres, J. Walts, 1745, pág. 8.
menos ocupado de todos los miembros de la casa», y una mujer de sen­
tido justo debe dedicarse al bien de los demás50. Y debe hacerlo en silen­
cio, sin llamar la atención sobre sus esfuerzos porque «todo lo que tienda 
a apartar sus pensamientos de los otros y a fijarlos en sí misma debe ser evitado como un mal para ella»51. De modo similar, John Ruskin afirmaba 
en 1865 que el «poder de las mujeres no es para gobernar ni para la bata­
lla, y su intelecto no es para la invención o la creación, sino para las dul­ces órdenes» de la vida doméstica52. Llanamente, ambos escritores quie­ren decir que, encerrada dentro de su hogar, una mujer-ángel victoriana 
debía convertirse en el refugio sagrado para su esposo de la sangre y el sudor que inevitablemente acompañan «una vida de acción significativa», 
así como, en su «pureza contemplativa», en un memento viviente de la 
otredad de lo divino.Sin embargo, a veces, en la severidad de su abnegación, así como en 
el extremismo de su enajenación de la vida carnal ordinaria, esta mujer- ángel del siglo XIX se convierte no sólo en un recuerdo de la otredad, sino 
realmente en un memento mori o, como Alexander Welsh ha señalado, en 
un «Ángel de la Muerte». Al tratar de las heroínas de Dickens en particu­
lar y de la que denomina la «angeología» victoriana en general, Welsh 
analiza los modos en los que una heroína espiritualizada como Florence 
Dombey «ayuda en el traslado del agonizante a un estado futuro», no sólo 
oficiando en el lecho del enfermo, sino también recibiendo matemalmen- 
te al sufriente «desde el otro lado de la muerte»53. Pero si la mujer-ángel 
de un modo algo curioso habita a la vez tanto este mundo como el si­guiente, existe un sentimiento de que, además de atender al agonizante, 
en sí misma, ella ya está muerta. Welsh reflexiona sobre «la aparente re­
versibilidad del papel de la heroína, por la cual los actos de morir y de sal­
var a alguien de la muerte parecen confundidos», y señala que en realidad 
Dickens describe a Florence Dombey dotada de la serenidad sobrenatural 
de alguien que está muerto54. Mensajero espiritual, intérprete de los miste­
rios para los hombres admirados y devotos, el ángel del Ewig-Weibliche 
se convierte, finalmente, en un mensajero de la otredad mística de la muerte.
Como ha mostrado hace poco Ann Douglas, el culto decimonónico a 
tales ángeles de la muerte como la pequeña Eva de Harriet Beecher Stowe 
o la pequeña Nell de Dickens dieron como resultado una verdadera «do­
50 Sarah Ellis, The Women ofEngland, Nueva York, 1844, págs. 9 y 10.
51 Señora Ellis, The Family Monitor and Domestic Guide, Nueva York, Charles E. Me­
rrill, 1899, pág. 23.
52 John Ruskin, «Of Queens’ Gardens», Sesame andLilies, Nueva York, Charles E. Me­
rrill, 1899, pág. 23.
53 Alexander Welsh, The City of Dickens, Londres, Oxford University Press, 1971, pá­gina 184.
54 Ibid., págs. 187,190.
mesticación de la muerte», produciendo tanto una iconografía convencio- 
nalizada como una hagiografía estilizada de la mujer y los hijos agonizan­
tes55. Por ejemplo, al igual que la muerta viviente Florence Dombey de 
Dickens, la agonizante Beth March de Louisa May Alcott es una santa del hogar, y el lecho de muerte al que se abandona por el cielo es el santuario 
final de los misterios de la mujer-ángel. Al mismo tiempo, además, el 
culto estético hacia la fragilidad elegante y la belleza delicada —sin duda 
asociado con el culto moral a la mujer-ángel— obligó a las mujeres «refi­
nadas» a «matarse» (como observó Lederer) para convertirse en objetos 
de arte: seres esbeltos, pálidos, pasivos cuyos «encantos» recordaban de manera inquietante la nivea inmovilidad de porcelana de los muertos. 
Encorsetarse, ayunar, beber vinagre y otros excesos cosméticos y alimen­
tarios similares formaban parte de un régimen físico que ayudaba a las 
mujeres a fingir una debilidad mórbida o realmente a «decaer» en una en­
fermedad real. Así pues, la hermosa y elegante hermana Amy de Beth 
March es, a su modo artero, tan pálida y frágil como su hermana tísica y, 
juntas, estas dos heroínas constituyen las mitades complementarias de la «mujer hermosa» emblemática cuya muerte, pensaba Edgar Alian Poe, 
«es sin lugar a dudas el tema más poético del mundo»56.
Sin embargo, ya se convierta en un objeto de arte o en una santa, es 
la entrega de su yo —de su comodidad personal, sus deseos personales o 
ambos— el acto clave de la bella mujer-ángel, mientras que es precisa­
mente este sacrificio el que la

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