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Política y Episteme - Prof. Colombani - Resumen

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2. POLÍTICA Y EPISTEME 
Políticas de Normalización 
 
I. Mismidad y Otredad 
I.1. Intersecciones entre Arqueología y Antropología 
I.2. Formas de construcción del Otro 
 
II. Saber, poder y verdad: El nacimiento del saber psiquiátrico 
II. 1. La locura: ese oscuro objeto del saber 
II.2. Discurso y poder. La experiencia trágica en torno a la locura 
 
III. Arqueología y discurso: el discurso como dispositivo político. El 
caso de los reglamentos de las leproserías de Francia 
III.1. Acontecimiento y Discurso 
III.2. Una arqueología del discurso: El caso de los reglamentos de las 
leproserías de Francia 
 
IV. Arte y monstruosidad. La experiencia trágica 
IV.1. El Bosco y la percepción de lo monstruoso 
 
V. Monstruosidad y Anormalidad. Hacia el topos de la degeneración 
V.1. Formas de lo monstruoso. El campo médico-jurídico 
V. 2. Una arqueología de lo monstruoso: la Alteridad en su forma pura 
V.3. El trabajo de la arqueología 
 
VI. La locura: en busca de un nuevo logos 
VI.1. Una nueva sensibilidad. El inicio de una episteme 
VI.2. Intersecciones 
VI.3. El giro hacia la genealogía: El cuerpo como topos de maniobra 
 
VII. Apuntes sobre el lenguaje 
 2 
 VII. 1. El filo recto del lenguaje 
 VII. 4. La literatura como gesto ético 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 3 
2. POLÍTICA Y EPISTEME1 
Políticas de Normalización 
 
I. Mismidad y Otredad 
 
Foucault arqueólogo, Foucault genealogista, Foucault archivista, Foucault antropólogo. 
Pensar la posibilidad de una inquietud antropológica en el marco general del 
pensamiento foucaultiano obliga a recortar esa figura del campo de preocupación 
arqueológica. La arqueología nos va a devolver la problematización antropológica en 
torno a la construcción histórica de la Mismidad y la Otredad. 
La arqueología nos lleva a la consideración foucaultiana de la nueva episteme, 
surgida en el siglo XIX, allí donde el autor lee la constitución de las ciencias del 
hombre. Es a ese Foucault que queremos arribar para leer en ese topos su preocupación 
antropológica, inscrita en la tensión de la díada aludida. 
Pero antes es necesario recuperar al Foucault arqueólogo; pasar por ese 
intersticio para ver cómo desde esa originaria preocupación por el saber y los discursos 
se llega a la nueva episteme que signa la emergencia de las ciencias del hombre. 
Foucault hace ontología. Una ontología de nosotros mismos en relación al saber, 
al poder y al deseo. Por la primera, nos constituimos como sujetos de conocimiento y la 
ontología histórica es en relación con la verdad; por la segunda nos convertimos en 
sujetos que actúan sobre otros sujetos y padecen el poder; de allí que se trate de una 
ontología histórica de nosotros mismos en relación a los juegos de poder que se 
despliegan en un campo de sujeción; en la tercera nos convertimos en sujetos de deseo, 
problemática que nos lleva a convertirnos en sujetos morales; de allí que se trate de una 
ontología histórica de nosotros mismos en torno a nuestra subjetividad. 
 Pero esta ontología carece de un a priori trascendental, al modo del sujeto 
kantiano. El a priori se funde en la historia. Es un a priori histórico porque es la propia 
historia la condición de posibilidad de todo constructo. En ella están las condiciones 
posibilitantes de los sujetos, los objetos, los saberes, los poderes, los discursos, las 
prácticas. No hay un topos reservado a un a priori no histórico. El a priori hace posible 
 
1 Los conceptos aquí vertidos siguen la clarísima exposición de Esther Díaz en varios de sus obras 
dedicadas a Michel Foucault (La Filosofía de Michel Foucault: 1995. Michel Foucault y los modos de 
subjetivación: 1992).Vaya mi sincero agradecimiento y mi reconocimiento de quien tanto he aprendido a 
partir de la claridad de su pensamiento y de su generosidad para hacerlo circular. 
 4 
toda materialidad de los enunciados, esto es, su propia positividad, existencia, 
transformación, desviación, irrupción, desaparición. 
Las palabras y las cosas, publicado en 1966, es un libro emblemático de la 
preocupación arqueológica, al tiempo que resultara una obra polémica en más de un 
sentido. Es precisamente en este libro donde Foucault vuelca a un grupo de saberes los 
resultados obtenidos en sus anteriores análisis sobre la psiquiatría y la medicina. Dice 
Foucault sobre él: “Era un trabajo ubicado en una dimensión específica y concebido 
para dar cabida a una serie de temas. Por supuesto, no resolví todos mis interrogantes en 
ese libro, especialmente los metodológicos; sin embargo, justo al final, reafirmé que era 
esencialmente un análisis realizado dentro del campo de la transformación del saber y 
del conocimiento”2. En efecto, en él Foucault desarrolla un análisis de los métodos, los 
procedimientos y las clasificaciones según el esquema del saber científico que 
caracteriza a Occidente. Según Foucault se trataba de un libro muy específico, destinado 
a los especialistas en filosofía de la ciencia. Tal como sostiene Tomás Abraham: “El 
texto es un rompecabezas distribuido discretamente, una serie discontinua. Tres épocas: 
renacimiento, edad clásica y modernidad. El esbozo de la cuarta corresponde a nuestra 
contemporaneidad. Los cortes que establecen los períodos corresponden a ciertas reglas, 
Foucault las define como circuitos o redes teóricas. El modo de intervención de estas 
reglas produce configuraciones, nuevas unidades de saber: las epistemes. La episteme es 
una napa o estrato de saber. Una napa de este tipo indica una sedimentación que no 
siempre se ofrece a la vista, no es evidente”3. 
Foucault intenta ordenar y comparar tres prácticas científicas, tres modos de 
regular y construir discursos, según reglas específicas de formación, que a su vez 
delinean, a un mismo tiempo, un campo de objetos y un tipo de sujeto apto para 
conocerlos. Esos tres campos son la historia natural, la gramática y la economía política; 
topoi construidos, en sus peculiares reglas de conformación, alrededor de un mismo 
período, el siglo XVII y que, a su vez, sufren similares transformaciones a lo largo de 
100 años. Claro que, como sabemos, el problema de Foucault no es un problema de 
carácter histórico. Tal como él sostiene: “El problema no era el de conocer cómo 
emergió la economía política, sino el de encontrar los puntos en común que existían 
entre las distintas prácticas discursivas: un análisis comparativo de los procedimientos 
internos al discurso científico. […] Pero la cuestión fundamental que era esencial 
 
2 Foucault, M., El yo minimalista, p. 25 
3 Abraham, T., Los senderos de Foucault, p. 7 
 5 
entonces, y todavía lo sigue siendo, es ésta: ¿cómo, aproximadamente, puede un tipo de 
saber con pretensiones de cientificismo originarse en una práctica real”4. 
Foucault analiza las formas en que una determinada sociedad “ve” y “nombra”, 
la forma en que se establece el nexo que anuda las palabras y las cosas, las traba, las 
organiza, las ordena, las jerarquiza, dando cuenta de ese ver y de ese decir. Foucault se 
dirige exactamente al corazón de la producción de saber, al espacio de las identidades, 
de las semejanzas, de las analogías que permiten cierta ordenación de cosas diferentes o 
parecidas. El Foucault arqueólogo recorre los espacios sobre los cuales pueden aparecer 
las semejanzas y las diferencias en la instauración de un determinado orden, 
arquitectura indispensable para conocer. Dice Foucault: “El orden es, a la vez, lo que se 
da en las cosas como su ley interior, la red secreta según la cual se miran en cierta forma 
unas a otras, y lo que no existe a no ser a través de la reja de una mirada, de una 
atención, de un lenguaje; y sólo en las casillas blancas de este tablero se manifiesta en 
profundidad como ya estandoahí, esperando en silencio el momento de ser enunciado”5. 
Su intención es efectuar un estudio para hallar ese topos a partir del cual los 
conocimientos y las teorías han sido posibles; se trata de rastrear ese orden que los 
posibilitó, sobre qué espacio de positividades han aparecido las ideas. No es su tarea la 
de quien recorre una historia de los conocimientos en progreso, sino, por el contrario de 
quien escruta la superficie donde se instala la posibilidad de ver, conocer y nombrar. 
Foucault transita campos, no ideas; regiones posibilitantes de emergencias; su 
trabajo es en la profundidad, no en la superficie. La dualidad de topoi, de capas, entre la 
profundidad y la superficie es la distancia entre un Foucault historiador y un Foucault 
arqueólogo. Cuando Foucault explica su tarea dice: “lo que se intentará sacar a luz es el 
campo epistemológico, la episteme en la que los conocimientos, considerados fuera de 
cualquier criterio que se refiera a su valor racional o a sus formas objetivas, hunden su 
positividad y manifiestan así una historia que no es la de su perfección creciente, sino la 
de sus condiciones de posibilidad; en este texto lo que debe aparecer son, dentro del 
espacio del saber, las configuraciones que han dado lugar a las diversas formas del 
conocimiento empírico”6. En este marco, Foucault analiza dos grandes momentos de 
discontinuidad en la episteme de la cultura de Occidente. Por un lado, la que inaugura la 
época clásica, alrededor de mediados del siglo XVII y la que inaugura nuestra 
 
4 Foucault, M., El yo minimalista, p. 27 
5 Foucault, M., Las palabras y las cosas, Prefacio, p. 5 
6 Foucault, M., Las palabras y las cosas, Prefacio, p. 7 
 6 
modernidad, a comienzos del XIX. Esa discontinuidad plasma un nuevo orden, una 
nueva manera de ver y de nombrar, una nueva trabazón entre las palabras y las cosas. 
Foucault rompe entonces con la ilusión del progreso indefinido e ininterrumpido de una 
misma ratio desde el Renacimiento hasta nuestros días. Foucault lee ciertas 
subversiones en el modo de ver y nombrar; acompaña el juego de tensiones al interior 
de los órdenes posibilitantes. Entre el Renacimiento y la modernidad algo se ha 
subvertido; así, “no se trata de que la razón haya hecho progresos, sino de que el modo 
de ser de las cosas y el orden que, al repartirlas, las ofrece al saber se ha alterado 
profundamente”7. Nada más alejado que las teleologías sosegantes de la vieja 
metafísica, exenta de discontinuidades y heterogeneidades. Pensamiento abrupto que 
descree de los órdenes definitivos para encontrarlos y hacerlos jugar en un suelo 
movedizo de pugnas, apariciones y desapariciones. Al mismo tiempo, Foucault analiza 
qué es lo que permite el umbral de una nueva positividad, qué movimientos y 
mutaciones se han dado para que el umbral de un nuevo orden aparezca. 
Si Las palabras y las cosas no es la historia de una ciencia, tampoco lo es de un 
concepto. Foucault se mueve en distintos campos, heterogéneos entre sí, tratando de 
buscar sus interrelaciones. Los topoi de análisis son la vida, el lenguaje y el trabajo; vale 
decir, el análisis recae sobre saberes que se ocupan del hombre, en tanto ser vivo, que 
trabaja y que habla; territorios sin relación aparente entre sí pero dispuestos en un 
campo de indagación que busca precisamente hallar relaciones, articulaciones, 
contactos, semejanzas y, sobre todo, un mismo nivel de transformación que los afectó 
en un mismo momento. Aquel suelo heterogéneo que los separa a primera vista se 
convierte, bajo la mirada arqueológica, en un territorio que devuelve cierto nivel de 
homogeneidad en el juego de semejanzas. Así, la lingüística, la historia natural y el 
análisis de las riquezas guardan entre sí un cierto ámbito común de parentescos y 
semejanzas, sólo detectable en la profundidad del análisis. Por eso, más allá de sus 
espacios diferenciados, el análisis de los tres campos permite hablar de la episteme 
clásica y permite comprender que es por ella que los tres dominios se dieron en un 
mismo momento histórico, precisamente porque ese suelo que los emparienta como 
saberes es su condición misma de posibilidad. 
 Las palabras y las cosas es un libro que se ocupa de lo Mismo, a diferencia de 
otros libros del mismo período, por ejemplo, La Historia de la locura, donde la 
 
7 Foucault, M., Las palabras y las cosas, Prefacio, p. 8 
 7 
preocupación recae sobre lo Otro. Lo Mismo analizado recae sobre el orden de las cosas 
y del pensamiento de aquello que Occidente consideró racional, vale decir aquello que 
encaja sin contradicciones en el orden constituido. Racionalidad y Mismidad son el 
territorio de análisis, 
 
El Foucault arqueólogo se pregunta por el saber y esta pregunta abre la inquietud 
por el discurso. Los temas propios del período son la locura, la enfermedad y la 
constitución de las ciencias del hombre. Pero, antes incluso de dar lugar a las 
investigaciones sobre los campos específicos, que serán los campos de análisis que este 
libro recorrerá, Foucault se topa con una cuestión metodológica, con la preocupación 
de lo que significa la arqueología como modelo de instalación-abordaje y allí aparece la 
Arqueología del Saber como texto propedéutico. Texto sin concesiones, árido, como 
suelen ser los textos donde un autor delinea cartografías, presenta conceptos, contornea 
rutas de investigación. Allí precisamente Foucault se topa con la problemática del 
discurso. ¿Cuál es el estatuto del discurso que una determinada época considera 
verdadero? Los discursos son prácticas que responden a ciertas reglas de formación que 
los constituyen y posibilitan. Instalarse en el estatuto del discurso es instalarse en el 
archivo, como el conjunto de enunciados que hace posible toda emergencia discursiva. 
Los acontecimientos y las cosas sólo se dan a partir de ese entramado que constituye la 
condición de posibilidad de su irrupción. Es el discurso el que abre la posibilidad de 
enfrentarse a ellos. Rastrear ese topos de posibilidad es rastrear el a priori histórico y 
navegar allí para comprender las reglas de formación de esos discursos, articuladores de 
los distintos estratos de saber. Esas reglas no se hallan en la superficie, explícitamente 
visibles, sino que reposan anónimamente en lo invisible. Este es el campo de trabajo de 
la arqueología, donde no existe algo así como un discurso originario, un discurso madre, 
a partir del cual surgen los demás discursos, ni un sujeto de la enunciación que ose 
apropiarse de las reglas de formación del mismo. Dice Foucault: “ni comunicación de 
un sentido, sino exposición del lenguaje en su ser bruto, pura exterioridad desplazada; 
[...] el sujeto que habla no es tanto el responsable del discurso [...] como la inexistencia 
en cuyo vacío se prolonga sin descanso el derramamiento indefinido del lenguaje”8. El 
sujeto ha perdido su soberanía, ha dejado de ser el amo del discurso y del sentido, el que 
se arroga la arquitectura del mismo, sintiéndose el responsable de las reglas de su 
 
8 Foucault, M., El pensamiento del afuera, p. 11 
 8 
formación. Todo se ha desvanecido tras la caída del sujeto de la metafísica tradicional y 
con ella las marcas impresas en el sujeto. 
Este es el terreno a preparar. Si Foucault va a dirigirse al discurso de la locura, 
de la enfermedad o de aquellos tópicos propios del segmento arqueológico, se impone 
establecer el terreno exacto donde se da la producción discursiva. 
Foucault atiende a las irrupciones; la irrupción del conjunto de enunciados, 
prácticas y discursos que una determinada época valida como verdaderos porque se 
aglutinan y organizan conforme a una cierta coherencia. Aquello que irrumpe rompe, 
desde su singularidad, toda la lógica de la continuidad y la regularidad.Recortar un objeto cualquiera, la locura, la enfermedad, la pobreza, supone 
llegar a visibilizar las condiciones materiales que posibilitaron un discurso que, a su 
vez, se materializa como el resultado de un conglomerado de saberes, enunciados y 
prácticas. 
El análisis de un determinado campo discursivo implica situarse en el momento 
de irrupción y singularidad de su propia emergencia, no para hallar un sentido oculto, 
sino para captar sus condiciones posibilitantes, sus relaciones con otras emergencias, 
sus afinidades y diferencias, formas de coexistencias y de divergencias. 
Así la psicopatología, la psiquiatría, la clínica, la medicina devuelven unidades 
discursivas constituidas por el plexo de enunciados que obedecen a cierta lógica y 
organización interna, siendo la unidad discursiva la que indica el criterio de unidad que 
atraviesa a todo discurso. 
Así, la unidad del discurso sobre la locura emerge a partir de cómo juegan las 
reglas que posibilitan que el objeto “locura” emerja en una determinada configuración 
epocal. No hay objeto sino a partir de la interacción dinámica y móvil de ciertos factores 
y es en el campo de esa tensión donde la unidad discursiva se recorta. 
El arqueólogo indaga bajo qué condiciones logran conformarse los objetos que 
caracterizan ciertos discursos, por ejemplo el psiquiátrico. No hay objetos en sí, sino 
objetos que sólo pueden constituirse bajo ciertas condiciones. Los objetos de los cuales 
es posible hablar distan del concepto de “cosa en sí”, sino que se habla de ellos, se los 
clasifica, se los enuncia, sólo en la medida en que se recortan de un fondo que posibilita 
su emergencia histórica. Las relaciones que se juegan en ese fondo son la preocupación 
arqueológica. 
 9 
Un objeto determinado se aísla de otros objetos, se delimita y se inserta en un 
discurso que lo abarca, de modo tal que el objeto es enunciado a partir de las reglas del 
discurso que lo abarca. 
Así las operaciones arqueológicas aplicadas a los discursos apuntan a visibilizar 
sus reglas de formación, mostrando la singularidad de lo que una determinada época 
dice, enuncia, escribe. 
 
Sólo un breve apunte de la instalación arqueológica para saber porqué Foucault 
comienza por allí su empresa. 
Del Foucault arqueólogo al Foucault antropólogo, de las reglas de formación de 
los discursos al recorte de lo Mismo y lo Otro, de la emergencia de los objetos 
enunciados a las reglas de construcción histórica de la Mismidad y la Otredad. Tal como 
sostiene Foucault: “De la experiencia límite del Otro a las formas constitutivas del saber 
médico y de éste al orden de las cosas y al pensamiento de lo Mismo, lo que se ofrece al 
análisis arqueológico es todo el saber clásico o, más bien, ese umbral que nos separa del 
pensamiento clásico y constituye nuestra modernidad”9. 
 
I.1. Intersecciones entre Arqueología y Antropología 
 
 Hay en Michel Foucault una preocupación insistente, propia del campo de la 
Antropología: la tensión entre la Mismidad y la Otredad, la cual parece atravesar de 
distinta manera sus tres períodos clásicos de producción intelectual. 
Se puede afirmar que la Antropología, desde el pasado y en la actualidad, 
enfrenta los problemas de la Mismidad y la Otredad. 
 Esta tensión al interior del escenario antropológico-cultural representa la tensión 
entre la homogeneidad y la heterogeneidad, la semejanza y la desemejanza, la 
continuidad y la discontinuidad. 
La Mismidad representa la conservación o construcción de la tradición y la 
transmisión de la memoria individual y colectiva, y alude a las formas en que se expresa 
o se nos atribuyen las notas de una determinada identidad. 
 
9 Foucault, M., Las palabras y las cosas, Prefacio, pp. 9-10 
 10 
 La Otredad, en cambio, representa los modos de relacionarnos, visualizar, 
calificar o descalificar a los otros hombres que difieren en sus aspectos físicos 
exteriores, en sus costumbres y en algunas formas de construir sus identidades.10 
 A partir de esta tensión que sostiene la misma urdimbre cultural, aparecen 
diferentes modos y tekhnai de abordar la problemática del Otro, que se juegan 
fundamentalmente, en el modo de mirar al otro, de considerarlo, a partir de la 
calificación o descalificación, el modo de acercarme al otro o de alejarme, por el propio 
temor que su presencia genera, y, sobre todo, el modo de operar sobre el otro, pensado 
desde la perspectiva de las tecnologías de poder. 
 La problemática transita, pues, por una cuestión, incluso, topológica, ya que la 
tensión aludida parece resolverse en una metáfora espacial, que se juega en prácticas de 
territorialización y desterritorialización. 
La metáfora implica la perspectiva de un centro como núcleo de instalación de lo 
Mismo y como preservación del topos de la identidad, y la perspectiva de un margen 
como espacio de lo Otro, y como forma de la exclusión-fijación de la diferencia. 
Lo diferente es aquello que atenta contra lo mismo-idéntico, y es por ello que su 
presencia genera un intenso juego de problematización. Ya no se trata de una cuestión 
topológica, sino ontológica. Hay algo en el ser mismo de ese Otro que discontinúa la 
tranquila familiaridad ontológica que lo Mismo me devuelve en su similitud y 
semejanza. 
A la familiar consideración de la humanidad se interpone la duda de la no 
humanidad, de cierta e incomodante forma de la anormalidad, que orada las certezas 
que lo Mismo otorga como suelo firme, como Grund inconmovible para toda 
construcción identitaria. Es la presencia de los anormales la forma que puede tomar la 
tensión Mismidad-Otredad. 
Lo Otro abre el campo de lo fantasmagórico porque suele estar asociado a la 
idea de lo extraño. La huella etimológica del término griego xenos nos permite recorrer 
algunos aspectos de tal paisaje: extraño, extranjero, raro, poco familiar. 
Pensar al Otro es una forma de mirar aquello opaco, extraño por extranjero y 
extranjero por extraño, que convoca a una mirada interpretativa, a un gesto de 
traducción desde la Mismidad, como modo incluso de conjurar su peligrosidad, su 
 
10 Para este tema, véase Garreta, Mariano. La Trama Cultural, p. 15 y ss. 
 11 
paradojal fascinación y su inusual presencia, que viene a discontinuar el apacible topos 
de lo Mismo. 
La Mismidad siempre porta el logos interpretativo; su tarea es siempre la gesta 
representacionista de traducir esa opacidad difícil de traducir y ponerla en logoi. Ese es 
el desafío y esa es la ilusión de representación que sostiene Occidente como marca 
registrada. 
Lo Otro suele tomar la forma de una amenaza en ciernes, con su brutal irrupción, 
portadora de una diferencia que suele no encajar en los habituales órdenes que expresan 
la proximidad entre las palabras y las cosas, geografías sosegantes, donde se vigila el 
topos de la identidad y la semejanza. Ese orden se inscribe en el registro de la 
gendarmería. Todo orden es una cartografía tendiente a evitar las mezclas y los 
desórdenes que ellas implican. 
La Otredad invita a un nuevo criterio de ordenación, a un inédito registro de 
clasificación, que inaugura un nuevo contacto entre las palabras y las cosas. Gestas 
arquitectónicas que espacializan lo Otro en diferentes topoi. 
De esta forma, la primera estrategia para conjurar la peligrosidad es su 
representación en un discurso determinado; constituir un entramado de discursos que 
delineen y de-terminen al Otro dentro de una imagen o discurso que vuelve a ese Otro 
en un objeto de estudio y repesentación previsible y controlable. La representación que 
este discurso supone del Otro es la primera estrategia para reducir su diferencia a una 
imagen conocida. En segundo lugar, y articulándose con esta imagen, la Mismidad hace 
algo con ese Otro: lo encierra, lo cura, lo normaliza, lo educa. 
Si lo Otro constituyeesa amenaza latente, entonces se explica la metáfora 
espacial de un cuidadoso trabajo de gendarmería, que incluye prácticas de 
internamiento, exclusión, secuestro, entre otras experiencias políticas tendientes a fijar a 
los sujetos a los espacios que sus peculiaridades exigen. 
Los topoi serán cuidadosamente delimitados y celosamente custodiados, al 
tiempo que se generarán saberes y discursos a los efectos de poder visibilizar la 
diferencia. Visibilizarla, territorializarla y manejarla tecnológicamente como modo de 
conjurar su peligrosidad. 
El poder en su dimensión positiva produce precisamente esos saberes, 
discursividades, normas, instituciones, territorios, tendientes a robustecer la utopía 
homogeneizante, o, al menos, a tranquilizar la ansiedad que despierta lo Otro en su 
paisaje fantasmagórico. 
 12 
La disciplina no es otra cosa que el intento de ordenar las multiplicidades 
humanas, como dispositivo tecnológico de ordenar, clasificar y espacializar lo Mismo y 
lo Otro, en un intento cuidadoso de evitar las mezclas, las contaminaciones, las 
impurezas, que horadan las certezas y, sobre todo, un prolijo intento de neutralizar la 
dispersión de las fuerzas que toda mezcla supone. Neutralizar el aspecto negativo de lo 
impuro es el rédito político de la ordenación. 
 
I.2. Formas de construcción del Otro 
 
 La construcción histórica del Otro implica situarse en la perspectiva de un 
constructo, de una cierta ficción que obedece a una determinada configuración mental, 
inscrita en un determinado tiempo histórico. 
 Tal constructo, de carácter histórico-ficcional, es, por ello mismo, móvil y en 
perspectiva. No hay una otredad a-priori, sustancial, inscrita por fuera de las 
condiciones materiales de existencia. 
 Se trata de construcciones dinámicas, así como la constelación de imágenes que 
el Otro, desde su distancia evoca, y reactualiza en cada nueva construcción, que, en cada 
caso, supone el retorno de nueva forma de un paisaje de horror-fascinación. 
 Asimismo, la tensión entre lo Mismo y lo Otro implica problematizar la bisagra 
que determina la misma construcción binaria y que delimita los respectivos topoi de 
espacialización. Tal parámetro ejerce, al mismo tiempo, la tarea de gendarmería de 
controlar las fronteras entre lo Mismo y lo Otro, de asegurar la custodia de las 
semejanzas, precisamente por ese rédito político al que aludiéramos en párrafos 
anteriores. 
 Se trata siempre de un sueño higiénico, que trabaja con las tekhnai adecuadas 
para, no sólo evitar los contagios, sino también, delinear la gesta estética de una ciudad 
que sabe asear el paisaje fantasmático que la posible irrupción de lo Otro instala, a partir 
de su "fealdad ontológica". 
 El temor se funda en la ruptura del orden, de la arquitectura tranquilizadora que 
brinda la asepsia clasificatoria. Es la dimensión del "jardín" que todo dispositivo 
acarrea11. 
 
11 Sobre este tema, véase Foucault, M., Vigilar y Castigar, p. 207. Foucault compara la ordenación de las 
multiplicidades humanas con un vasto huerto, donde cada especie quede territorializada, a modo incluso, 
de lo que fuera la Casa de las Fieras, modelo arquitectónico que inspirara otras construcciones panópticas. 
 13 
 Cada especie en su lugar, fijada y custodiada en un reticulado de control, que es, 
al mismo tiempo, un topos de saber y un orden de discurso. Rédito económico, político 
y epistemológico12. 
 
II. Saber, poder y verdad: El nacimiento del saber psiquiátrico 
 
 Indagar la arqueología como modelo de instalación frente a determinados 
objetos a problematizar supone abordar el pensamiento de Michel Foucault en torno a la 
constitución de las ciencias del hombre, específicamente al nacimiento del saber 
psiquiátrico, y privilegiar el papel que juegan las condiciones socio-históricas en la 
constitución de las prácticas científicas. 
 Supone, en efecto, rastrear el nacimiento mismo de tal saber, buceando 
previamente en sus antecedentes históricos. Foucault plantea, pues, una prehistoria del 
saber psiquiátrico, que incluye necesariamente el tratamiento simbólico de la lepra y 
la locura, como formas solidarias de la enfermedad moral, para luego rastrear la 
emergencia de la episteme en el topos más amplio que supone la sociedad disciplinaria. 
 Entendemos por episteme el plexo de relaciones que hilvanan las prácticas 
discursivas en el marco de una determinada configuración epocal. Prácticas discursivas 
que delinean figuras epistemológicas. No se trata de un objeto de conocimiento, ni 
siquiera de un modelo de racionalidad en el sentido clásico; se trata, más bien, de un 
escenario ilimitado de relaciones, continuidades y discontinuidades. 
 Es en el marco general de la edad de la ortopedia social donde Foucault sostiene 
que deben rastrearse las condiciones de posibilidad de este constructo histórico y 
privilegia fundamentalmente el espacio de la relación de los sujetos con sus condiciones 
históricas y materiales de existencia, ya que ese parece ser el punto de privilegio que el 
mismo Foucault resalta en sus consideraciones epistemológicas. La edad de la ortopedia 
social, también denominada edad de las disciplinas o del control social, coincide con lo 
que Foucault denomina la gran mutación del poder en Occidente en el marco de la Edad 
Clásica y constituye un enorme dispositivo de control-corrección-normalización de los 
sujetos. 
 Esto supone al mismo tiempo abordar la problemática del cuerpo como bisagra 
de constitución de subjetividades y objetividades. 
 
12 Sobre este tema, véase Foucault, M., La verdad y las formas jurídicas, “Conferencia V”. 
 14 
 Recorrer la obra foucaultiana implica instalarse en las primeras especulaciones 
de su preocupación arqueológica, para luego transitar ciertas reflexiones de su período 
genealógico, como modo, asimismo, de fundamentar que la genealogía foucaultiana 
viene a completar investigaciones y problematizaciones iniciadas dentro del marco 
general de la arqueología. Se trata de un trabajo de deslizamiento, intersticial, donde el 
movimiento del pensamiento se instala en la arqueología pero siempre con un pie 
posible en la genealogía, quizás como formas de romper cierto esquematismo 
escolarizado de la obra de Foucault. Deslizamientos nomádicos en el mejor estilo del 
autor. 
 
 II. 1. La locura: ese oscuro objeto del saber 
 
La reflexión foucaultiana en torno a la locura se inscribe dentro del período 
arqueológico, el cual constituye el primer período dentro de la obra intelectual de 
Michel Foucault, donde se problematiza la constitución de los saberes, ya que para el 
autor todo saber obedece a una arquitectura política. La arqueología supone una 
geografía de capas o pliegues, una espesura discursiva que se construye en torno a la 
superposición de estratos, que van decantando un determinado saber-discurso en torno a 
un objeto en cuestión. Dicha superposición va ficcionando la urdimbre de una cierta 
representación, de una peculiar manera de concebir el objeto recortado. Las ulteriores 
construcciones interpretativas, jugadas en el tiempo y en perspectiva, se apoyan sobre 
esa espesura, que opera como primera construcción. 
 La arqueología implica una tarea de excavación minuciosa. El arqueólogo hunde 
sus herramientas en esa espesura, en ese conglomerado, constituido por capas 
heterogéneas y superpuestas, para, al excavar, visibilizar lo dicho y lo no dicho de 
ciertas representaciones. 
 La reflexión foucaultiana en torno a la locura se inscribe dentro del período 
arqueológico y ahora quisiéramos anudar, según el modelo foucaultiano, las relaciones 
entre discurso y episteme. 
 En tal período, Foucault se interesa por el saber, ya que se estudian los distintos 
estratos de saber que conforman la espesura discursiva que una determinada época 
consideracomo verdadera. Foucault trabaja como un arqueólogo, excavando los pliegues 
de una determinada constitución discursiva y epistémica 
 15 
 El período en cuestión abarca aproximadamente 10 años (1961-1969). En él se 
descubren sucesivas configuraciones en torno al objeto delimitado, que rechazan la idea de 
una formación sustancial en torno al mismo, perdiendo todo matiz esencialista. No existe 
"la locura" sino distintas y sucesivas configuraciones históricas en torno a ella. No existe 
tampoco “el discurso” en torno a ella, sino distintas configuraciones discursivas, siempre 
móviles y en perspectiva. 
 En otro texto del período arqueológico también se recorre una forma de exclusión. 
Se trata del Nacimiento de la Clínica y allí lo otro es el enfermo, aquel de quien se ha 
apropiado la enfermedad. El sujeto no importa en su calidad de tal, sino que importa en 
tanto portador de una enfermedad. Hay un sujeto sujetado a una enfermedad y esa sujeción 
le confiere entidad. Es un caso clínico, un ejemplar. 
 
 Así los saberes no son asépticos, neutrales, sino que, por el contrario, el saber es 
una construcción histórica, una emergencia histórica que está íntimamente relacionado 
con las condiciones políticas, sociales, económicas. Un determinado objeto se inscribe 
en un escenario de emergencia, de aparición. Esa aparición no puede leerse por fuera de 
las sucesivas prácticas, discursos y enunciados que guardan un determinado nivel de 
coherencia. Se da lo que Foucault llama un campo prescriptivo y es aquello que 
posibilita la emergencia de un determinado objeto; fija las condiciones de posibilidad 
para que sea visible y por ende, describible y nombrable. En el marco del escenario 
arqueológico, debemos rescatar el carácter de acontecimiento del discurso. Saber de su 
irrupción es saber de su contingencia y de la renuncia y verlo envuelto en juegos de 
continuidad teleológica. 
Preguntarse por las prácticas discursivas significa descreer que por detrás de 
ellas se alza una esencia, si no, más bien, las relaciones de poder que posibilitaron tales 
prácticas. 
 Es nuestro interés ubicar el nacimiento del saber psiquiátrico dentro del contexto 
epocal de su emergencia, para lo cual abordaremos primeramente distintas 
configuraciones históricas de la locura, antes de que ésta encuentre su logos, es decir, su 
definitiva arquitectura epistémica. 
 Lo que hoy denominamos locura ha sufrido distintas representaciones socio-
simbólicas: inspiración divina, enfermedad, sin razón, castigo celestial, etc. 
 Para rastrear la configuración de la locura en la Edad Clásica, se hace necesario 
rastrear algunos elementos anteriores, inscritos en su prehistoria, que incluyen 
 16 
necesariamente una consideración de la lepra, ya que esta enfermedad guarda un 
parentesco simbólico con la locura. Foucault llama clasicismo a la época comprendida 
entre los siglos XVII, XVIII y XIX. 
 El espacio que la lepra deja vacante es, precisamente, ocupado por la locura. 
 Antes de entrar en la concepción de la locura propia del siglo XVIII, en donde 
comienza a ser capturada dentro del logos epistémico, proponemos recorrer la 
experiencia de la locura en el Renacimiento. 
 En el imaginario renacentista se impone la consideración de lo que fue la Nave 
de los Locos, la Nef des Fous. Esta nave, que navega los ríos inciertos, está cargada de 
sin sensatos que inician un viaje al más allá. 
 Habrá que interpretar un juego de configuraciones simbólicas en torno a esta 
práctica de transportar errantes insensatos: el agua ha tenido siempre en el imaginario 
simbólico un poder purificador, de esta manera, la navegación, como travesía en el 
agua, significa purificación. Por otra parte: "la navegación libra al hombre a la 
incertidumbre de su suerte; cada uno queda entregado a su propio destino, pues cada 
viaje es, potencialmente el último. Hacia el otro mundo es adonde parte el loco en su 
loca barquilla; es del otro mundo de donde viene cuando desembarca."13. El imaginario 
no hace más que reproducir viejas representaciones del agua, incluso asociadas al 
bautismo, como un elemento purificador que devuelve al ser al caos original para 
resucitarlo nuevamente. La locura está emparentada con el fin de los tiempos y el 
Apocalipsis, como la larga noche que se yergue sobre el mundo, en donde el Caos, de 
alguna manera, se impone al Cosmos. La locura es el espejo invertido del Cosmos y la 
imagen simbólica del Caos, como pérdida del principio rector. 
 El loco queda así excluido pero paradójicamente recluido en un espacio exterior. 
Queda fijado en la interioridad de una exterioridad incierta, es prisionero del más libre 
de los viajes: el que atraviesa el río de múltiples brazos. 
 La figura del loco ocupa un lugar destacado en el imaginario medieval, 
manifiesta la sin razón del mundo, el estado al que el hombre puede llegar si ha perdido 
la rectitud del espíritu. En un época donde la vieja unidad de sentido está siendo 
profundamente cuestionada y horadada, la imagen del fin de los tiempos resulta una 
amenaza constante. 
 
13 Foucault, M., Historia de la locura en la época clásica, p. 25 
 17 
 Por otra parte, la locura manifiesta la nada de la existencia, la recuerda a cada 
instante y le muestra al hombre su más precaria finitud, como antes lo hacía la lepra. 
 Otro rasgo significativo del imaginario renacentista en torno a la locura es su 
carácter de atracción. La locura constituye esa forma de otredad que seduce por su 
extrañeza. Es esa dimensión de extraño-extranjero que el loco posee lo que atrae por 
diferente. 
 La locura fascina porque el loco es dueño de un saber que conoce aquello que 
los hombres sólo captan fragmentariamente. 
 La literatura, la plástica, la pintura tienen como fuente de inspiración a la locura. 
Es la imagen lo que encierra la locura en una experiencia trágica de la misma. Foucault 
distingue entre una experiencia trágica y una experiencia crítica. En el caso de la 
primera, es el arte el logos que nombra y visibiliza la locura. Hablan la literatura y las 
imágenes plásticas, en sus discursos singulares, atenidos a peculiares reglas de 
formación. En el segundo caso, el gesto crítico, sabrá distinguir, discernir, delimitar el 
campo de la razón de la espesura de la sin razón. 
 El loco predice el reino de Satán y el fin de los tiempos. La vieja iconografía del 
siglo XVI, donde la imagen devuelve la figura de un dios triunfal y de un tiempo 
prometeico, es sustituida por la imagen donde la naturaleza se estremece: "Es el gran 
sabbat de la naturaleza; las montañas se derrumban y se vuelven planicies, la tierra 
vomita los muertos y los huesos asoman sobre las tumbas; las estrellas caen, la tierra se 
incendia, toda vida se seca y muere. El fin no tiene valor de tránsito o promesa; es la 
llegada de una noche que devora la vieja razón del mundo"14. 
 
II.2. Discurso y poder. La experiencia trágica en torno a la locura 
 
En el corazón de esta experiencia, un paréntesis para tratar la relación discurso-
poder en el marco de la producción discursiva que la locura como experiencia implica. 
En este punto, evocamos la lección inaugural del 2 de diciembre de 1970 en el 
Collège de France. Tal conferencia inaugural no es otra que El Orden del Discurso, en 
la cual Foucault problematiza la alianza entre poder y discurso y entre discurso y 
deseo. 
 
14 Foucault, M., Historia de la locura en la época clásica, p. 40 
 18 
En toda sociedad la producción histórica del discurso sufre procesos de control, 
selección y redistribución, por lo cual se dan ciertos procedimientos que tienden a 
pautar qué entra en el orden del discurso y qué queda excluido. Tal como afirma Michel 
Foucault, "en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, 
seleccionada y redistribuida por un ciertonúmero de procedimientos que tienen por 
función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar 
su pesada y temible materialidad."15 
Rápidamente se observa que tales procedimientos obedecen a la estrecha 
vinculación entre discurso y poder y más aún, entre deseo y discurso. El mismo 
Foucault sostiene la alianza y afirma: "el discurso, por más que en apariencia sea poca 
cosa, las prohibiciones que recaen sobre él, revelan muy pronto, rápidamente, su 
vinculación con el deseo y con el poder [...] El discurso no es simplemente aquello que 
traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de 
lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse"16. 
Al mismo tiempo, ese dispositivo de control que recae sobre el topos del 
discurso habla de la ritualización de tres dimensiones del campo discursivo: el quién del 
discurso, el qué del mismo y el cómo de su enunciación. Sujeto, objeto y circunstancia 
son los epicentros de ciertos juegos de poder que plasman la producción y circulación 
del discurso, ya que, no sólo se producen discursos, sino que su circulación obedece a 
reglas de funcionamiento. En el corazón del dispositivo, aparece el deseo de apropiarse 
del logos, como modo de apropiarse del poder. Dice Foucault al respecto: "Se sabe que 
no se tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier 
circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa. Tabú del 
objeto, ritual de la circunstancia, derecho exclusivo o privilegiado del sujeto que habla: 
he ahí el juego de tres tipos de prohibiciones que se cruzan, se refuerzan o se 
compensan, formando una compleja malla que no cesa de modificarse"17. 
En el corazón mismo de esa malla, aparece en primer lugar lo prohibido, ya que 
parece ser que no todos los espacios del discurso están igualmente disponibles y pueden 
ser idénticamente pronunciados. 
Un segundo procedimiento de exclusión es el rechazo y la separación. Es en 
este punto donde Foucault se refiere al tema de la locura, para mostrar cómo el discurso 
 
15 Foucault, M., El orden del discurso, p. 11 
16 Foucault, M., El orden del discurso, p. 12 
17 Foucault, M., El orden del discurso, p. 12 
 19 
del loco constituye siempre un discurso áltero, una palabra otra, una forma que no 
encaja en los órdenes oficiales del discurso. Es a propósito de la locura que se construye 
una barrera entre los agentes del discurso, entre un discurso de la razón y uno de la sin 
razón. A mayor vigor del discurso “amo”, más potente será la materialidad de la barrera 
que separa y rechaza, abriendo al mismo tiempo una partición binaria que territorializa a 
ambos lados de la línea de separación. 
 Un tercer procedimiento de exclusión trata de determinar las condiciones de 
posibilidad para acceder al discurso. De suerte que nadie ingresa al orden del mismo, si 
no satisface ciertas exigencias y está calificado para hacerlo. Se trata de sentar las bases 
de una práctica ritualizada, celosamente custodiada y defendida. Así, el que ostenta la 
palabra puede erigirse en el celoso guardián de ese ejercicio y pauta las condiciones 
para posibilitar el discurso. Michel Foucault se refiere a ello en términos de 
enrarecimiento de los sujetos. "Nadie entrará en el orden del discurso si no satisface 
ciertas exigencias o si no está, de entrada calificado para hacerlo. Más preciso: todas las 
regiones del discurso no están igualmente abiertas y penetrables."18 
Estos procedimientos de exclusión van consolidando lo que podríamos 
denominar las sociedades de discurso, territorios donde el discurso se protege, se 
defiende y se conserva en manos de un grupo calificado para cumplir tal función. 
 
De todo lo expuesto, queremos, a continuación, recuperar el segundo 
procedimiento de exclusión, el rechazo o separación para ver en qué medida la 
experiencia trágica constituye el discurso que territorializa la locura al espacio de la 
otredad. La experiencia trágica coincide en Foucault con la configuración renacentista 
de la locura, donde el logos que la atrapa es precisamente la imagen, el arte. Si 
pensamos el punto de articulación entre el marco teórico precedente y el análisis de 
las obras que el propio Foucault recorre en la Historia de la locura en la Epoca 
Clásica, el Bosco por ejemplo, queda claramente expuesta la necesidad de toda 
sociedad de controlar ciertos aspectos de su identidad como tal. En el interior de toda 
sociedad se pone en marcha esa usina de construcción de lo Mismo y de lo Otro, un 
otro intracultural. Las prácticas discursivas se inscriben en ese horizonte estratégico de 
matricería social que borda confines precisos, particiones sutiles, sensibilidades 
sociales que delimitan identidades. 
 
18 Foucault, M., El orden del discurso, p. 32 
 20 
 Estas tecnologías de poder obedecen a estrategias, surgen de la aplicación 
precisa de un corpus de reflexiones que las sustentan, emergen de un saber que se 
plasma en discurso y produce transformaciones sobre la realidad. 
 Así, no hay ejercicio de poder si no existen discursos, instituciones, espacios 
arquitectónicos, leyes, enunciados científicos y filosóficos, pautas morales que 
constituyen el entramado que va dando forma a esas tecnologías. Es el sueño de la 
Mismidad que garantiza la consolidación de las semejanzas y neutraliza las diferencias. 
La diferencia atenta contra el orden-progreso porque no encaja en el imaginario que ese 
mismo orden dibujara para sostenerse. Lo otro es una dificultad que reclama espacio, 
territorio. No el territorio de lo Mismo, no el corazón de la ciudad-razón, sino la fijación 
al interior de un espacio-exterior. La locura parecería ser el territorio de una 
desterritorialización anunciada. Las culturas llegan a dibujar el escenario de la 
mismidad a partir de un juego de exclusiones para lo cual se instala un discurso que 
posibilita y avala tal juego; la razón, la salud y lo legal son esos ámbitos-discursos que 
sientan las bases de la partición razón-sin razón, salud-enfermedad, legalidad-ilegalidad. 
Aquello que ocupa el topos de la exclusión es lo diferente-desordenado-caótico-
peligroso. 
 
III. Arqueología y discurso: el discurso como dispositivo político. El 
caso de los reglamentos de las leproserías de Francia 
 
III.1. Acontecimiento y Discurso 
 
 La preocupación de Michel Foucault por el estatuto político del discurso es de 
vieja data. Constituye un nudo de problematización fuerte en su primer período de 
preocupación intelectual, simultáneamente con otro tema dominante: la enfermedad y 
los saberes en torno a ella. 
 Una vez más, y siguiendo la huella foucaultiana, esto es, su método, intentaremos 
rastrear la prehistoria de la configuración de la locura en la Edad Clásica. Convertidos en 
excavadores, debemos rastrear algunos elementos anteriores, que incluyen necesariamente 
una consideración de la lepra, ya que esta enfermedad guarda un parentesco simbólico con 
la locura. 
 21 
 Esta prehistoria nos permitirá hacer pie en el discurso que la nombra. La lepra 
desaparece del mundo occidental a fines de la Edad Media, dejando vastos territorios 
estériles e inhabitados, como signos inconfundibles de que por allí pasara el mal, porque la 
lepra era la encarnación misma del mal. Lo que no desaparece es el juego y el gesto de 
exclusión que la lepra generara: el leproso era una figura insistente y temible ya que su 
imagen devuelve la imagen de Dios, que es a la vez castigo y salvación. El leproso 
devuelve ambiguamente la cólera y la bondad divina. 
 Ahora bien, nuestro interés radica en intersectar dos nudos de problematización 
dentro del mismo período intelectual: la lepra y el discurso. 
 Si toda enfermedad significa un determinado dispositivo histórico, es necesario 
indagarsu articulación discursiva. 
 Si toda enfermedad se espacializa en un determinado topos político, entonces es 
menester indagar el corpus discursivo que posibilita tal territorialización. 
 Si toda utopía histórica exige un juego de saber-poder que la vehiculice, entonces 
es preciso entrar a las entrañas mismas de los juegos de discurso para ver en qué medida 
allí se da el topos propicio para tal vehiculización. La tarea es proponer una arqueología 
del discurso por cuanto "hacer aparecer en su pureza el espacio en el que se despliegan los 
acontecimientos discursivos no es tratar de restablecerlo en un aislamiento que no se 
podría superar, no es encerrarlo en sí mismo; es hacerse libre para describir en él y fuera de 
él juego de relaciones"19. Son esas relaciones las que nos interesa problematizar. 
 Si todo ejercicio de poder se nutre de ciertas tekhnai disciplinares, como modo de 
fijar conductas a un aparato disciplinar, entonces se nos impone analizar en qué medida el 
espacio discursivo plasma la arquitectura disciplinaria. 
Preguntarse por la construcción histórica de la verdad, es preguntarse por la 
constitución de los discursos. 
Preguntarse por la constitución histórica de los discursos es preguntarse por las 
condiciones de posibilidad de los mismos. 
Preguntarse por las condiciones de posibilidad es encontrar la turbia fuente 
histórica de los discursos, ya que "el campo de los acontecimientos discursivos, en 
cambio, es el conjunto siempre finito y actualmente limitado de las únicas secuencias 
lingüísticas que han sido formuladas, las cuales pueden ser muy bien innumerables, 
pueden muy bien por su masa sobrepasar toda capacidad de registro, de memoria o de 
 
19 Foucault, M. La arqueología del saber, p. 46 
 22 
lectura, pero constituyen no obstante un conjunto finito"20. En medio de esta serie 
limitada, la cuestión es ver "¿cómo es que ha aparecido tal enunciado y ningún otro en 
su lugar?"21. 
Preguntarse por la materialidad de los discursos, es dilucidar en qué condiciones 
ese acontecimiento discursivo fue posible. Es "estar dispuesto a acoger cada momento 
del discurso en su irrupción de acontecimiento; en esa coyuntura en que aparece y en 
esa dispersión temporal que le permita ser repetido, sabido, olvidado, transformado, 
borrado hasta en su menor rastro, sepultado, muy lejos de toda mirada, en el polvo de 
los libros. No hay que devolver el discurso a la lejana presencia del origen; hay que 
tratarlo en el juego de su instancia"22. 
Preguntarse por la historicidad del discurso significa descubrir que existe un 
pasado vivo en los documentos, monumentos, reglamentos. 
Preguntarse por la accidentalidad de las prácticas discursivas es buscar las reglas 
de formación de los discursos. Reglas históricas, políticas, sociales, culturales. 
El propósito del presente apartado consiste en efectuar el análisis discursivo de 
un corpus de reglamentos y estatutos de leprosería de Francia, que data de los siglos 
XIII y XIV. 
El objeto de análisis es ver en qué medida el discurso contribuye a la 
construcción de la identidad del leproso y del marco disciplinar de su exclusión. 
Semejante identidad, que se juega en las fronteras de lo Mismo y de lo Otro, 
constituyendo el leproso la figura por excelencia de la otredad, no constituye un modelo 
estático y a-histórico, sino, por el contrario, una construcción epocal y dinámica que 
pone en juego una serie de dispositivos, entre ellos, dispositivos discursivos, que 
refuerzan la frontera entre ambos topoi: lo Mismo y lo Otro, lo normal y lo enfermo. El 
leproso como figura de la Otredad rompe con su presencia la tranquila familiaridad de 
lo Mismo; fractura la homogeneidad del orden de lo sano-moral para instalarse desde su 
radical y heterogénea alteridad. 
Resulta claro, pues, que la tarea que se nos impone es ver cómo las operaciones 
discursivas y no discursivas en el seno mismo de las instituciones, vehiculizan las 
representaciones sociales, que una época determinada considera y legitima como 
verdaderas. 
 
20 Foucault, M. La arqueología del saber, p. 44 
21 Foucault, M. La arqueología del saber, p. 44 
22 Foucault, M. La arqueología del saber, pp. 40-41 
 23 
El análisis consiste en ver cuáles son los contenidos de esos estatutos para ver 
cómo una determinada institución, el leprosario, define la identidad de sus habitantes y 
el marco de territorialización-sujeción impuesto, bajo la forma de un corpus discursivo. 
El análisis revela una fuerte discursividad disciplinar, lo cual nos sitúa en el 
maridaje entre discurso y disciplina. En efecto, ambos constituyen las tekhnai por 
excelencia de toda construcción social de una determinada identidad, leproso-sano, al 
tiempo que vehiculizan la divulgación y la fijación en la conciencia de los sujetos de las 
ficciones socialmente construidas y articuladas en representaciones sociales, tanto del 
estatuto de la enfermedad, como de su registro de espacialización social. 
El recorrido por los estatutos de las leproserías nos permitirá reconocer las 
formaciones discursivas referidas a las díadas en cuestión: sano-enfermo, permitido-
prohibido, lugar-no lugar, territorialización-desterritorialización, inclusión-exclusión, 
moral-inmoral, autoridad-obediencia, etc. 
Asimismo, podemos recorrer la construcción social de un dispositivo disciplinar, 
que conocerá su definitiva plasmación histórica en lo que Michel Foucault denominada 
la Edad de la Ortopedia Social. No obstante, a través de estos estatutos de leproserías 
parece leerse lo que podríamos llamar una "genealogía de la disciplina". Como en toda 
búsqueda genealógica, la dimensión discursiva es un anclaje de insoslayable 
tratamiento. La disciplina es una creación social que se consolida desde el discurso. Tal 
es su dimensión ficcional, en tanto producto histórico-social, y su narrativa articulante. 
Las categorías discursivas constituyen, pues, una urdimbre que organiza la vida, 
tanto en el interior del topos institucional, el leprosario, como en el exterior, la ciudad, 
que debe permanecer atenta a las posibilidades del contagio, esa forma de mezcla y 
contaminación, que atenta contra las particiones ficcionadas. Asimismo, marcan el 
tratamiento diferenciado entre sanos y enfermos, puros e impuros, reforzando con ello la 
consolidación de las identidades aludidas. 
Mediante el desmenuzamiento de los reglamentos como formaciones 
discursivas, se puede abordar las construcciones discursivas que construyen la 
representación social del leproso como aquel sobre el cual ha caído, simbólica y 
paradojalmente, la cólera, pero también, la gracia divina. De allí que en tal imaginario 
converjan simultáneamente la caridad y la exclusión. 
Problematizar la dimensión del discurso consiste, pues, en problematizar su 
estatuto constituyente de las identidades. 
 24 
En efecto, el discurso, tal como sostiene Michel Foucault, es un elemento 
nodular para problematizar la constitución de las subjetividades. De allí la estrecha 
vinculación entre discurso y modos de subjetivación. Toda construcción del sujeto 
implica la consideración del discurso como bisagra constituyente. Alejada la idea de un 
sujeto a priori, no fundado, la dimensión del discurso aparece como esencial en este 
intento de pensar la construcción histórica del sujeto, a partir de prácticas discursivas y 
no discursivas. 
A la luz de este estatuto histórico del sujeto, existe una relación dialéctica entre 
los juegos discursivos particulares y singulares y las situaciones históricas, las 
instituciones y las estructuras sociales en las cuales dichos juegos se ubican. El maridaje 
es tan estrecho que podemos afirmar que el discurso constituye a las prácticas sociales, 
así como él es constituido a partir de ellas. 
Así el trabajo sobre los estatutos no hace más que,desde su narrativa peculiar, 
esto es su registro de reglamento-estatuto, denunciar determinados valores socialmente 
aceptados, colectivamente legitimados, que hablan, por otra parte de la voluntad de 
verdad de una determinada época histórica, la cual delinea el topos donde se ubican las 
palabras y las cosas. 
En efecto, es esa voluntad de verdad, histórica y tensionada, la que delinea el 
lugar de los saberes, las prácticas sociales y los discursos. De allí su movilidad, su 
evanescencia, que neutraliza toda arquitectura definitiva y clausurante. 
Es esa misma voluntad la que delinea el topos de la lepra y el logos que la 
nombra, que la visibiliza, al tiempo que la invisibiliza, que la territorializa, al tiempo 
que la excluye, que la espacializa en un determinado topos, al tiempo que la secuestra, 
para evitar contaminaciones indeseables, mezclas atentatorias contra la utopía higiénica 
de una comunidad pura. 
Excavar los reglamentos permite ver qué efectos de sentido emergen del 
dispositivo institucional. Los efectos de sentido emergentes de esa arquitectura 
discursiva permiten visibilizar un orden del discurso tendiente a poner en palabras el 
estatuto del leproso y la arquitectura disciplinar que su presencia exige. La lepra 
encuentra su logos y el mundo disciplinar que la contiene dentro de unos límites 
precisos y legitimados, también. 
Esta es una de las aproximaciones foucaultianas al territorio del discurso, en la 
medida en que es precisamente, a través de su materialidad cómo se visibilizan los 
juegos de construcción de la identidad social. El discurso, entendido como dispositivo 
 25 
será el que legitime las fronteras entre lo sano y lo enfermo, lo puro y lo impuro. Tarea 
de gendarmería que lo ubica en ese topos de poder que el mismo Foucault tematizara en 
su lección inaugural del 2 de diciembre de 1970 en el Collège de France. El mismo 
Foucault lo expresa al sostener que "el discurso, por más que en apariencia sea poca 
cosa, las prohibiciones que recaen sobre él, revelan muy pronto, rápidamente, su 
vinculación con el deseo y con el poder. Y esto no tiene nada de extraño: ya que el 
discurso –el psicoanálisis nos lo ha mostrado– no es simplemente lo que manifiesta (o 
encubre) el deseo; es también l oque es el objeto del deseo; y ya que –esto la historia no 
cesa de enseñárnoslo– el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o 
los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, 
aquel poder del que quiere uno adueñarse"23. 
De esta manera los reglamentos constituyen dispositivos discursivos que producen 
efectos de saber-poder y que, desde esa dimensión, contribuyen a la constitución de las 
subjetividades. 
Así, queda claro que el análisis del discurso implica pensar los discursos como 
acontecimientos sociales, incardinados en la historia, y como objetos de sentido que 
expresan una determinada coyuntura histórica, al tiempo que la constituyen. No se trata 
de una función representacionista, donde el discurso viene a transparentar una 
determinada realidad, sino que, por el contrario es un elemento de su construcción. 
Finalmente, como punto de articulación entre este marco teórico y el recorrido por 
los reglamentos como espesura de saber-discurso, queremos enfatizar la necesidad de 
toda sociedad de controlar ciertos aspectos de su identidad como tal. En el interior de 
toda sociedad se pone en marcha esa usina de construcción de lo Mismo y de lo Otro, 
un otro intracultural. Las prácticas discursivas se inscriben en ese horizonte estratégico 
de matricería social que borda confines precisos, particiones sutiles, sensibilidades 
sociales que delimitan identidades. 
 
En la introducción de la Arqueología del Saber, y a propósito de sus reflexiones 
en torno a la historia, Michel Foucault analiza el valor del documento histórico, a partir 
de un desplazamiento en el concepto mismo de historia. Dice el autor al respecto: 
"Ahora bien, por una mutación que no data ciertamente de hoy, pero que no está 
indudablemente terminada aún, la historia ha cambiado de posición respecto del 
 
23 Foucault, M. El orden del discurso, p. 12 
 26 
documento: se atribuye como tarea primordial, no el interpretarlo, ni tampoco 
determinar si es veraz y cuál sea su valor expresivo, sino trabajarlo desde el interior y 
elaborarlo. La historia lo organiza, lo recorta, lo distribuye, lo ordena, lo reparte en 
niveles, establece series, distingue lo que es pertinente de lo que no lo es, fija elementos, 
define unidades, describe relaciones. El documento no es, pues, ya para la historia esa 
materia inerte a través de la cual trata ésta de reconstruir lo que los hombres han hecho 
o dicho, lo que ha pasado y de lo cual sólo resta el surco: trata de definir en el propio 
tejido documental unidades, conjuntos, series, relaciones”24. 
Insistimos en esta idea de tejido documental porque es esa la imagen que 
queremos rescatar en el análisis del corpus seleccionado. El tejido interno, a modo de 
urdimbre, de trama, permitirá visibilizar una arquitectura de relaciones, de unidades de 
sentido, ya que en él se "despliega una masa de elementos que hay que aislar, agrupar, 
hacer pertinentes, disponer en relaciones, constituir en conjuntos”25. 
Todo acontecimiento discursivo, analizado en su irrupción y en su más pura 
emergencia, supone, no obstante un dominio inmenso, un topos, constituido por todos 
los enunciados efectivos, hablados o escritos, en su dispersión de acontecimientos. Por 
lo tanto, analizar un cierto discurso, un reglamento o estatuto, supone recortarlo de un 
espacio de discurso general: "Así aparece el proyecto de una descripción pura de los 
acontecimientos discursivos como horizonte para la búsqueda de las unidades que en 
ellos se forman".26 
A continuación y, a la luz de las consideracionres teóricas precedentes, 
pasaremos a analizar los estatutos de los leprosarios, cuyo análisis hemos venido 
anunciando y lo haremos dividiendo el análisis del discurso en tres topoi diferenciados 
de análisis, cuyo punto de intersección es el matiz disciplinario que los hilvana en un 
mismo sueño histórico: preservar el espacio del contagio. 
Para ello trabajaremos sobre el topos, en su más pura dimensión de espacio 
geográfico, la identidad del leproso y las tekhnai disciplinares que los reglamentos 
plasman discursivamente. En efecto, la metáfora espacial, como campo disciplinar, la 
identidad, en tanto problematización de la cuestión de lo Mismo y de lo Otro y la 
disciplina, como dispositivo político, parecen constituir tres enclaves nodulares que el 
tránsito por la letra de los estatutos nos permitirá despejar. 
 
24 Foucault, M., Arqueología del saber, pp. 9-10 
25 Foucault, M., Arqueología del saber, p. 11 
26 Foucault, M., Arqueología del saber. p. 43 
 27 
 
III.2. Una arqueología del discurso: El caso de los reglamentos de las leproserías 
de Francia 
 
El discurso representa una verdadera cartografía, una genuina hoja de ruta en la 
medida en que delimita los lugares de circulación de la lepra. Como hemos anticipado, 
todo dispositivo incluye una prolija demarcación del terreno, una arquitectura 
topológica, que separa lugares de no lugares. El discurso plasma la utopía disciplinar de 
no contaminar los espacios, como modo de no mezclar las identidades. 
Cada reglamento destina una serie de párrafos demarcando territorialidades, 
como modo de bordar los confines entre lo Mismo y lo Otro. Efectivamente, toda 
construcción histórica de lo Otro, aún de un otro intracultural, supone juegos de 
territorialización y desterritorialización, de exclusión y fijación, que el mismo discurso 
vehiculiza. Sabemos que es el discurso esa vasta geografía donde se inscriben las 
palabras y las cosas. 
A propósito del tema precedente leemos enel Reglamento de la Leprosería de 
Chateaudun, de Junio de 1205: "Solamente los leprosos serán elegidos por los hermanos 
para requerir limosnas de los transeúntes; ellos saldrán en horas de la mañana por la 
puerta mayor de la iglesia y se sentaran frente a ella, junto al camino público, en un 
lugar elegido por el maestre para este menester, hasta la hora ordenada de su regreso, y 
si ocurriera que ellos anduvieran o salieran más allá o fuera de aquel lugar sin el 
permiso del maestre, no serán admitidos en la casa hasta que no sean castigados según 
la disciplina de la orden"27. 
 El siguiente artículo afirma, en "la misma iglesia, entre los asientos de los 
leprosos y la puerta de la misma habrá una barrera, de modo que no permita a los 
leprosos, mientras se celebra el divino oficio, salir de la iglesia." 
El artículo 6 afirma: "Nunca se permitirá a ninguno de los leprosos abandonar su 
claustro ni ingresar al recinto de los sanos, a no ser que hubiese sido llamado por el 
maestre." 
Como podemos ver el reglamento tiende a espacializar a los sujetos. El gesto de 
exclusión pero paradójicamente de inclusión. El leproso queda fijado a un espacio 
 
27 La totalidad del material referido a los Reglamentos y estatutos de Leproserías medievales han sido 
tomados de los Anales de Historia Antigua y Medieval, Volumen 16 del Instituto de Estudios Clásicos y 
Medievales, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 1971. 
 28 
interior, pautado y celosamente custodiado, y en esa misma utopía espacial, se lee el 
aparato disciplinar que castigará toda forma de transgresión. 
El estatuto de la Leprosería de Lille, de junio de 1239, refuerza la utopía espacial 
en sus artículos 10 y 11. "Nadie irá a la ciudad de Lille o a otra sin permiso bajo pena de 
ocho días de penitencia. Pero si allí comiera o se albergara durante la noche lo purgará 
con quince días." Asimismo, "Nadie pasará más allá de la plaza que está delante de la 
puerta, a las casa de enfrente o a otras casas vecinas, bajo pena de ocho días; pero puede 
ir a los campos que están cercanos a las tierras del conventos, cuando quieran, de a dos 
por lo menos, sin entrar ni dirigirse sin permiso a ninguna casa." Queda claro pues, que 
la delimitación del espacio implica la preservación de la ciudad como espacio público y 
la territorialización de la enfermedad a regiones abiertas, alejadas del núcleo urbano y 
de fuerte custodia de la casa, como posible ámbito del contagio. 
El estatuto de la Leprosería de Lisieux, de noviembre de 1256, se refiere al 
dispositivo espacial en los siguientes términos: "Sepa vuestra comunidad que ninguno 
de los leprosos de dicha leprosería debe ni puede atravesar el canal de Touque sin 
permiso ni mandato del presbítero o del que lo represente". En su artículo 4 refiere: 
"Dichos leprosos no pueden ni deben comer en la ciudad de Lisieux, ni beber en la 
taberna, a no ser por permiso o mandato de su sacerdote, y si en dicha ciudad comieran 
o bebieran sin permiso o mandato de dicho sacerdote, deben o perder su lugar durante 
seis días." "Igualmente, la leprosa o su sirvienta no pueden hilar en la puerta ni bajo la 
viña, ni secar los paños de lino." "Ninguno de los leprosos puede dormir en la ciudad a 
no ser en la casa de un pariente carnal suyo que esté en peligro de muerte." "Ninguno de 
los leprosos puede invitar a su casa a otro leproso extraño a comer o a beber." A la 
asepsia urbana que venimos rastreando en reglamentos anteriores, el de Lisieux refiere 
al microespacio que constituye la casa como topos de custodia e higiene. También la 
casa, como la ciudad debe ser protegida de esa forma de la extranjeridad que significa el 
Otro contagiado. 
A la metáfora espacial que venimos abordando, se suma un interesante juego de 
partición genérica que el mismo espacio vehiculiza. En efecto, el espacio no sólo 
vehiculiza la territorialización de los sujetos, sino también, toda partición genérica y sus 
respectivas espacialización y constitución de las identidades. 
Los estatutos de las leproserías de Amiens del 21 de julio de 1305, son 
elocuentes al respecto, cuando se lee en su artículo 5: "Los hermanos enfermos no 
deben comer con las mujeres, ni las mujeres con los hombres. Ningún hermano enfermo 
 29 
puede atravesar las puertas de las mujeres.". El artículo 13 recomienda: "Los hermanos 
no deben entrar en las casas de las hermanas, ni las mujeres en las casas de los 
hermanos sin el permiso del maestre y si las mujeres entran en las casas de los 
hermanos para sepultar a alguno, deben ir dos o tres, aquellas de las que no se tenga 
ninguna sospecha". El dispositivo disciplinario, como arquitectura ascéptica, no sólo 
garantiza la pureza de la población, sino que además refuerza la gendarmería genérica y 
la buena reputación de las mujeres, tal como dispone la pastoral femenina. No podemos 
olvidar que es precisamente esta misma configuración epocal la que perfeccionara una 
genuina educación conyugal como modo de consolidar el ideal de mujer, que trabaja 
precisamente sobre la buena reputación como baluarte de la virtud. La exigencia de no 
contacto, como forma de evitar todo índice de promiscuidad, toma cuerpo en el artículo 
22 cuando se afirma: "Ninguna mujer, sirviente o no, debe ir y quedarse en el 
dormitorio de los enfermos más de lo necesario y aquellas que van por sus obligaciones 
deben comportarse de manera que no pueda sospecharse nada malo. Si hay un enfermo 
que no pueda acostarse, cubrirse ni levantarse sin ayuda, el maestre debe ordenar que se 
lo separe del dormitorio de los otros y debe contratar una vieja para que lo cuide; las 
sirvientas deben hacer las camas de los enfermos cada día después de comer y todos los 
enfermos deben salir a esa hora del dormitorio y no deben entrar mientras los sirvientes 
estén allí". Sin duda, el cuerpo ocupa un lugar preponderante en todo dispositivo 
disciplinario; no sólo como fuente amenazante de contagio, sino como geografía de 
mezcla, de heterogeneidad. 
Hay un aspecto interesante en el cuerpo de los reglamentos que aúna la 
preocupación por el espacio, como bisagra disciplinar, y la preservación de los 
alimentos, como elemento amenazante de contagio, y por ende de cuidadosa 
preservación espacial. Así, el mismo reglamento de Amiens recomienda que "los 
hermanos no deben acercarse al lagar, al horno, a la cocina, a la despensa, al pozo del 
agua, al granero donde se bate el trigo y la avena, ni a la puerta, tampoco deben 
acercarse a ninguna cosa que sea del uso de los hermanos sanos". La violación del 
espacio asignado, espacio que corrobora la constitución identitaria, implica una suerte 
de transgresión pasible de ser castigada. Toda construcción de identidades implica un 
juego de premios y castigos que el propio discurso, como herramienta política, legitima. 
Así leemos en el artículo 45 del mismo reglamento de Amiens: "Los hermanos 
enfermos que se acerquen a la cocina, al horno, a la cervecería, al lagar, a la viña, a la 
huerta, al pozo, al granero, a la despensa, a la puerta de las damas o a la de los hermanos 
 30 
sanos tendrá cuarenta días de penitencia y estará tres días por semana a pan y agua.” 
Como puede verse existe una cuadriculación del espacio, propio de toda arquitectura 
disciplinar en la medida en que el espacio permite la fijación de los sujetos y vehiculiza 
la partición binaria de las identidades, comenzando por la más primaria en una metáfora 
médica: la población de los sanos y de los enfermos. A cada uno un espacio, a cada uno 
una mirada, y el discurso vehiculizando la utopía higiénica. 
La transgresión del espacio, que reviste zonas prohibidas y francas, constituye, 
en realidad una violación a las identidades construidas a partir de la enfermedad. Al 
transgredir el espacio, el enfermo transgrede su condición de otro y ello reviste la cargade la falta. A la consideración de la enfermedad como signo de un daño moral, se suma 
la conducta del enfermo en la misma línea de la falta moral. La enfermedad no conoce 
aún un logos epistémico, está atrapada en un discurso moral que teje una red discursiva 
en términos de falta, culpa y castigo. Por ello, cada reglamento reconoce en sus artículos 
algunos destinados a pautar las penas de toda transgresión. El discurso se enlaza 
entonces con un universo cuasi jurídico, que constituye uno de los pilares de la 
consideración de la enfermedad como signo moral. En efecto, recorrer la letra de los 
reglamentos es transitar un discurso eminentemente jurídico, que reglamenta 
fundamentalmente los rebotes y consecuencias de la enfermedad en el plano 
comunitario. Ese discurso no solamente reglamenta lo prohibido de lo permitido, sino 
también lo moral de lo inmoral. 
Los estatutos de la Leprosería de Andelys, anteriores a 1380, reserva algunos 
artículos a la reglamentación punitiva. Así, "si alguno de los hermanos, o de las 
hermanas es encontrado cuando va a las aguas de Vergon será puesto en prisión durante 
quince días y a pan y agua". "Si alguno es encontrado ganando la ciudad por la noche, 
se lo pondrá quince días a pan y agua, a menos que no vaya acompañado por alguien 
sano y si el provisor da su venia". Los artículos siguen en la misma línea, contemplando 
distintas faltas y consecuentes sanciones, único modo de reglamentar un universo 
amenazado por la mezcla. 
El discurso ha operado como una herramienta ejemplar de construcción de un 
universo, que sin él no podría haberse ficcionado. He allí el carácter ficcionante de toda 
discursividad. He allí el valor del discurso como aquello que delinea una geografía de 
inscripción entre lo decible y lo visible. El discurso abre el surco de una instalación 
posible, contornea el espacio de posibilidad de un constructo histórico. 
 Hemos recorrido tres enclaves de construcción: 
 31 
El topos como el problema de la exclusión-inclusión. 
La identidad como la cuestión de lo Mismo y de lo Otro. 
La disciplina como dispositivo político. 
En cada uno de ellos el discurso fue la bisagra que liberó un campo de 
instalación posible, fue el enclave que, una vez más permitió la ordenación de las 
palabras y las cosas, relación siempre tensionada, siempre evanescente, en última 
instancia, histórica y en perspectiva. 
 
La lepra constituye una enfermedad peculiar en el horizonte del medioevo. Tal como 
afirma Nilda Guglielmi, "Importa que nos detengamos en la lepra con mayor atención 
porque constituye una dolencia que la Edad Media señala, subraya, atiende de manera 
especial, a punto de atribuirle establecimientos hospitalarios propios. Toda la época la 
considera como prototipo de enfermedad grave y marginante. Porque quienes la sufren 
no sólo ven comprometida su salud sino también su posición dentro de la sociedad que 
los rechaza, los confina, los limita".28 
Este es el enclave que nos interesa para pensar al leproso como una forma de lo 
Otro. Toda sociedad construye epocalmente un otro que no guarda los parámetros que 
esa misma sociedad pauta como baluartes de la mismidad, de la homogeneidad. El otro 
aparece como un extraño, como un xenos, en su doble acepción de extranjero y extraño. 
El leproso rompe la cotidiana familiaridad de lo mismo, la tranquilizadora imagen de lo 
parecido y extraña por extranjero al interior de un mismo topos compartido. Se trata de 
otro intracultural. 
 
IV. Arte y monstruosidad. La experiencia trágica 
IV.1. El Bosco y la percepción de lo monstruoso 
 
“Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo lo familiar 
al pensamiento –al nuestro: al que tiene nuestra edad y nuestra geografía–, trastornando 
todas las superficies ordenadas y todos los planos que ajustan la abundancia de seres, 
provocando una larga vacilación e inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo 
y lo Otro”29 
 
28 Guglielmi, N., "Modos de Marginalidad en la Edad Media: Extranjería, pobreza, enfermedad"; en: 
Anales de Historia Antigua y Medieval. Vol.16, p. 68 
29 Foucault, M., Las palabras y las cosas, Prefacio, p.1 
 32 
 
Ya hemos anticipado que es el arte el que nombra la locura, es su discurso el que 
toma a su cargo la realidad del loco para exhibirla y contribuir al imaginario socio-
cultural en torno a la enfermedad, no capturada aún por el logos epistémico. 
El mismo Foucault se nutre de la plástica de El Bosco, por aparecer allí ese maridaje 
que intersecta locura con fin de los tiempos. 
Nuestro interés es detenernos en esas figuras monstruosas para analizar 
precisamente ese enclave que cabalga entre lo imposible y lo prohibido. En efecto, el 
monstruo parece intersectar lo prohibido y lo imposible. Imposible porque en él parece 
darse algo de la falla de la naturaleza, de la falta que imposibilita la sucesión regular de 
las cadenas homogéneas y previsibles y lo prohibido porque en él hay algo del orden de 
la transgresión a lo que el imaginario social admite por permitido. 
 
Pensemos en el Tríptico de las Delicias, el cual "llegó a manos Felipe II de las 
colecciones del prior don Fernando, de la orden de San Juan, hijo natural del duque de 
Alba; mencionado en el inventario de los cuadros enviados por el rey a El Escorial el 8 
de julio de 1593"30. El tríptico consta de tres caras. La cara interna del postigo izquierdo 
representa la creación de Eva; la parte central del conjunto constituye el jardín de las 
delicias, territorio paradigmático de la lujuria y los placeres de la carne; finalmente, la 
cara interior del postigo de la derecha se titula el infierno musical y representa el castigo 
de los pecados carnales y de otras culpas. 
Nuestro interés radica en distinguir las figuras monstruosas que aparecen en la obra 
y referirnos sobre todo a esa idea de mezcla, de confusión de reinos y topoi que la 
excepcionalidad de la monstruosidad implica: “¿Qué es el monstruo en una tradición a 
la vez jurídica y científica? Desde la Edad Media hasta el siglo XVIII que nos ocupa es, 
esencialmente, la mezcla. La mezcla de dos reinos, reino animal y reino humano: el 
hombre con cabeza de buey, el hombre con patas de pájaro –monstruos–"31. Allí está la 
transgresión del orden de la naturaleza. 
Regresemos a la obra y pensemos en la tabla central del tríptico. Tal como apunta el 
crítico: "Toda la obra está impregnada del sentido de la transmutación perpetua, de 
impronta alquímica, y del innatural lozanear de las formas, de carácter diabólico: las 
cabezas de los amantes se convierten en frutos con rocío, extrañas vegetaciones florecen 
 
30 Clásicos del Arte. La obra pictórica de El Bosco, p. 99 
31 Foucault, M., Los Anormales, p., 68 
 33 
de los traseros de los desnudos, ágaves gigantescos surgen del duro coral"32. Los reinos 
se mezclan y con ello rompen el familiar paisaje de una naturaleza que parece haber 
extraviado su rumbo. Es la gran lección del pintor flamenco: el mundo ha perdido su 
principio de inteligibilidad y toda la obra demuestra el sentido de la transmutación 
perpetua, transmutación que puede desembocar en formas de la monstruosidad. 
Domina la obra la idea misma de transgresión que venimos remarcando. La 
naturaleza ha transgredido su propio orden, se ha vuelto a-cósmica, a través de esas 
figuras desmesuradas, como los gigantescos pájaros que entran en el estanque a la 
izquierda, o las cuatro extrañas torres-colinas habitadas por amantes, con sus 
excrecencias minero-vegetales -nueva forma de la mezcla de reinos-, a base de cuernos, 
palmas, conos, cilindros, medias lunas, emblemas todos masculinos y femeninos. 
El Infierno musical exhibe la presencia de un monstruo central, con sus piernas 
como árbol vacío, apoyadas sobre dos navecillas. El cuerpo es el huevo que, según

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