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1 2. POLÍTICA Y EPISTEME Políticas de Normalización I. Mismidad y Otredad I.1. Intersecciones entre Arqueología y Antropología I.2. Formas de construcción del Otro II. Saber, poder y verdad: El nacimiento del saber psiquiátrico II. 1. La locura: ese oscuro objeto del saber II.2. Discurso y poder. La experiencia trágica en torno a la locura III. Arqueología y discurso: el discurso como dispositivo político. El caso de los reglamentos de las leproserías de Francia III.1. Acontecimiento y Discurso III.2. Una arqueología del discurso: El caso de los reglamentos de las leproserías de Francia IV. Arte y monstruosidad. La experiencia trágica IV.1. El Bosco y la percepción de lo monstruoso V. Monstruosidad y Anormalidad. Hacia el topos de la degeneración V.1. Formas de lo monstruoso. El campo médico-jurídico V. 2. Una arqueología de lo monstruoso: la Alteridad en su forma pura V.3. El trabajo de la arqueología VI. La locura: en busca de un nuevo logos VI.1. Una nueva sensibilidad. El inicio de una episteme VI.2. Intersecciones VI.3. El giro hacia la genealogía: El cuerpo como topos de maniobra VII. Apuntes sobre el lenguaje 2 VII. 1. El filo recto del lenguaje VII. 4. La literatura como gesto ético 3 2. POLÍTICA Y EPISTEME1 Políticas de Normalización I. Mismidad y Otredad Foucault arqueólogo, Foucault genealogista, Foucault archivista, Foucault antropólogo. Pensar la posibilidad de una inquietud antropológica en el marco general del pensamiento foucaultiano obliga a recortar esa figura del campo de preocupación arqueológica. La arqueología nos va a devolver la problematización antropológica en torno a la construcción histórica de la Mismidad y la Otredad. La arqueología nos lleva a la consideración foucaultiana de la nueva episteme, surgida en el siglo XIX, allí donde el autor lee la constitución de las ciencias del hombre. Es a ese Foucault que queremos arribar para leer en ese topos su preocupación antropológica, inscrita en la tensión de la díada aludida. Pero antes es necesario recuperar al Foucault arqueólogo; pasar por ese intersticio para ver cómo desde esa originaria preocupación por el saber y los discursos se llega a la nueva episteme que signa la emergencia de las ciencias del hombre. Foucault hace ontología. Una ontología de nosotros mismos en relación al saber, al poder y al deseo. Por la primera, nos constituimos como sujetos de conocimiento y la ontología histórica es en relación con la verdad; por la segunda nos convertimos en sujetos que actúan sobre otros sujetos y padecen el poder; de allí que se trate de una ontología histórica de nosotros mismos en relación a los juegos de poder que se despliegan en un campo de sujeción; en la tercera nos convertimos en sujetos de deseo, problemática que nos lleva a convertirnos en sujetos morales; de allí que se trate de una ontología histórica de nosotros mismos en torno a nuestra subjetividad. Pero esta ontología carece de un a priori trascendental, al modo del sujeto kantiano. El a priori se funde en la historia. Es un a priori histórico porque es la propia historia la condición de posibilidad de todo constructo. En ella están las condiciones posibilitantes de los sujetos, los objetos, los saberes, los poderes, los discursos, las prácticas. No hay un topos reservado a un a priori no histórico. El a priori hace posible 1 Los conceptos aquí vertidos siguen la clarísima exposición de Esther Díaz en varios de sus obras dedicadas a Michel Foucault (La Filosofía de Michel Foucault: 1995. Michel Foucault y los modos de subjetivación: 1992).Vaya mi sincero agradecimiento y mi reconocimiento de quien tanto he aprendido a partir de la claridad de su pensamiento y de su generosidad para hacerlo circular. 4 toda materialidad de los enunciados, esto es, su propia positividad, existencia, transformación, desviación, irrupción, desaparición. Las palabras y las cosas, publicado en 1966, es un libro emblemático de la preocupación arqueológica, al tiempo que resultara una obra polémica en más de un sentido. Es precisamente en este libro donde Foucault vuelca a un grupo de saberes los resultados obtenidos en sus anteriores análisis sobre la psiquiatría y la medicina. Dice Foucault sobre él: “Era un trabajo ubicado en una dimensión específica y concebido para dar cabida a una serie de temas. Por supuesto, no resolví todos mis interrogantes en ese libro, especialmente los metodológicos; sin embargo, justo al final, reafirmé que era esencialmente un análisis realizado dentro del campo de la transformación del saber y del conocimiento”2. En efecto, en él Foucault desarrolla un análisis de los métodos, los procedimientos y las clasificaciones según el esquema del saber científico que caracteriza a Occidente. Según Foucault se trataba de un libro muy específico, destinado a los especialistas en filosofía de la ciencia. Tal como sostiene Tomás Abraham: “El texto es un rompecabezas distribuido discretamente, una serie discontinua. Tres épocas: renacimiento, edad clásica y modernidad. El esbozo de la cuarta corresponde a nuestra contemporaneidad. Los cortes que establecen los períodos corresponden a ciertas reglas, Foucault las define como circuitos o redes teóricas. El modo de intervención de estas reglas produce configuraciones, nuevas unidades de saber: las epistemes. La episteme es una napa o estrato de saber. Una napa de este tipo indica una sedimentación que no siempre se ofrece a la vista, no es evidente”3. Foucault intenta ordenar y comparar tres prácticas científicas, tres modos de regular y construir discursos, según reglas específicas de formación, que a su vez delinean, a un mismo tiempo, un campo de objetos y un tipo de sujeto apto para conocerlos. Esos tres campos son la historia natural, la gramática y la economía política; topoi construidos, en sus peculiares reglas de conformación, alrededor de un mismo período, el siglo XVII y que, a su vez, sufren similares transformaciones a lo largo de 100 años. Claro que, como sabemos, el problema de Foucault no es un problema de carácter histórico. Tal como él sostiene: “El problema no era el de conocer cómo emergió la economía política, sino el de encontrar los puntos en común que existían entre las distintas prácticas discursivas: un análisis comparativo de los procedimientos internos al discurso científico. […] Pero la cuestión fundamental que era esencial 2 Foucault, M., El yo minimalista, p. 25 3 Abraham, T., Los senderos de Foucault, p. 7 5 entonces, y todavía lo sigue siendo, es ésta: ¿cómo, aproximadamente, puede un tipo de saber con pretensiones de cientificismo originarse en una práctica real”4. Foucault analiza las formas en que una determinada sociedad “ve” y “nombra”, la forma en que se establece el nexo que anuda las palabras y las cosas, las traba, las organiza, las ordena, las jerarquiza, dando cuenta de ese ver y de ese decir. Foucault se dirige exactamente al corazón de la producción de saber, al espacio de las identidades, de las semejanzas, de las analogías que permiten cierta ordenación de cosas diferentes o parecidas. El Foucault arqueólogo recorre los espacios sobre los cuales pueden aparecer las semejanzas y las diferencias en la instauración de un determinado orden, arquitectura indispensable para conocer. Dice Foucault: “El orden es, a la vez, lo que se da en las cosas como su ley interior, la red secreta según la cual se miran en cierta forma unas a otras, y lo que no existe a no ser a través de la reja de una mirada, de una atención, de un lenguaje; y sólo en las casillas blancas de este tablero se manifiesta en profundidad como ya estandoahí, esperando en silencio el momento de ser enunciado”5. Su intención es efectuar un estudio para hallar ese topos a partir del cual los conocimientos y las teorías han sido posibles; se trata de rastrear ese orden que los posibilitó, sobre qué espacio de positividades han aparecido las ideas. No es su tarea la de quien recorre una historia de los conocimientos en progreso, sino, por el contrario de quien escruta la superficie donde se instala la posibilidad de ver, conocer y nombrar. Foucault transita campos, no ideas; regiones posibilitantes de emergencias; su trabajo es en la profundidad, no en la superficie. La dualidad de topoi, de capas, entre la profundidad y la superficie es la distancia entre un Foucault historiador y un Foucault arqueólogo. Cuando Foucault explica su tarea dice: “lo que se intentará sacar a luz es el campo epistemológico, la episteme en la que los conocimientos, considerados fuera de cualquier criterio que se refiera a su valor racional o a sus formas objetivas, hunden su positividad y manifiestan así una historia que no es la de su perfección creciente, sino la de sus condiciones de posibilidad; en este texto lo que debe aparecer son, dentro del espacio del saber, las configuraciones que han dado lugar a las diversas formas del conocimiento empírico”6. En este marco, Foucault analiza dos grandes momentos de discontinuidad en la episteme de la cultura de Occidente. Por un lado, la que inaugura la época clásica, alrededor de mediados del siglo XVII y la que inaugura nuestra 4 Foucault, M., El yo minimalista, p. 27 5 Foucault, M., Las palabras y las cosas, Prefacio, p. 5 6 Foucault, M., Las palabras y las cosas, Prefacio, p. 7 6 modernidad, a comienzos del XIX. Esa discontinuidad plasma un nuevo orden, una nueva manera de ver y de nombrar, una nueva trabazón entre las palabras y las cosas. Foucault rompe entonces con la ilusión del progreso indefinido e ininterrumpido de una misma ratio desde el Renacimiento hasta nuestros días. Foucault lee ciertas subversiones en el modo de ver y nombrar; acompaña el juego de tensiones al interior de los órdenes posibilitantes. Entre el Renacimiento y la modernidad algo se ha subvertido; así, “no se trata de que la razón haya hecho progresos, sino de que el modo de ser de las cosas y el orden que, al repartirlas, las ofrece al saber se ha alterado profundamente”7. Nada más alejado que las teleologías sosegantes de la vieja metafísica, exenta de discontinuidades y heterogeneidades. Pensamiento abrupto que descree de los órdenes definitivos para encontrarlos y hacerlos jugar en un suelo movedizo de pugnas, apariciones y desapariciones. Al mismo tiempo, Foucault analiza qué es lo que permite el umbral de una nueva positividad, qué movimientos y mutaciones se han dado para que el umbral de un nuevo orden aparezca. Si Las palabras y las cosas no es la historia de una ciencia, tampoco lo es de un concepto. Foucault se mueve en distintos campos, heterogéneos entre sí, tratando de buscar sus interrelaciones. Los topoi de análisis son la vida, el lenguaje y el trabajo; vale decir, el análisis recae sobre saberes que se ocupan del hombre, en tanto ser vivo, que trabaja y que habla; territorios sin relación aparente entre sí pero dispuestos en un campo de indagación que busca precisamente hallar relaciones, articulaciones, contactos, semejanzas y, sobre todo, un mismo nivel de transformación que los afectó en un mismo momento. Aquel suelo heterogéneo que los separa a primera vista se convierte, bajo la mirada arqueológica, en un territorio que devuelve cierto nivel de homogeneidad en el juego de semejanzas. Así, la lingüística, la historia natural y el análisis de las riquezas guardan entre sí un cierto ámbito común de parentescos y semejanzas, sólo detectable en la profundidad del análisis. Por eso, más allá de sus espacios diferenciados, el análisis de los tres campos permite hablar de la episteme clásica y permite comprender que es por ella que los tres dominios se dieron en un mismo momento histórico, precisamente porque ese suelo que los emparienta como saberes es su condición misma de posibilidad. Las palabras y las cosas es un libro que se ocupa de lo Mismo, a diferencia de otros libros del mismo período, por ejemplo, La Historia de la locura, donde la 7 Foucault, M., Las palabras y las cosas, Prefacio, p. 8 7 preocupación recae sobre lo Otro. Lo Mismo analizado recae sobre el orden de las cosas y del pensamiento de aquello que Occidente consideró racional, vale decir aquello que encaja sin contradicciones en el orden constituido. Racionalidad y Mismidad son el territorio de análisis, El Foucault arqueólogo se pregunta por el saber y esta pregunta abre la inquietud por el discurso. Los temas propios del período son la locura, la enfermedad y la constitución de las ciencias del hombre. Pero, antes incluso de dar lugar a las investigaciones sobre los campos específicos, que serán los campos de análisis que este libro recorrerá, Foucault se topa con una cuestión metodológica, con la preocupación de lo que significa la arqueología como modelo de instalación-abordaje y allí aparece la Arqueología del Saber como texto propedéutico. Texto sin concesiones, árido, como suelen ser los textos donde un autor delinea cartografías, presenta conceptos, contornea rutas de investigación. Allí precisamente Foucault se topa con la problemática del discurso. ¿Cuál es el estatuto del discurso que una determinada época considera verdadero? Los discursos son prácticas que responden a ciertas reglas de formación que los constituyen y posibilitan. Instalarse en el estatuto del discurso es instalarse en el archivo, como el conjunto de enunciados que hace posible toda emergencia discursiva. Los acontecimientos y las cosas sólo se dan a partir de ese entramado que constituye la condición de posibilidad de su irrupción. Es el discurso el que abre la posibilidad de enfrentarse a ellos. Rastrear ese topos de posibilidad es rastrear el a priori histórico y navegar allí para comprender las reglas de formación de esos discursos, articuladores de los distintos estratos de saber. Esas reglas no se hallan en la superficie, explícitamente visibles, sino que reposan anónimamente en lo invisible. Este es el campo de trabajo de la arqueología, donde no existe algo así como un discurso originario, un discurso madre, a partir del cual surgen los demás discursos, ni un sujeto de la enunciación que ose apropiarse de las reglas de formación del mismo. Dice Foucault: “ni comunicación de un sentido, sino exposición del lenguaje en su ser bruto, pura exterioridad desplazada; [...] el sujeto que habla no es tanto el responsable del discurso [...] como la inexistencia en cuyo vacío se prolonga sin descanso el derramamiento indefinido del lenguaje”8. El sujeto ha perdido su soberanía, ha dejado de ser el amo del discurso y del sentido, el que se arroga la arquitectura del mismo, sintiéndose el responsable de las reglas de su 8 Foucault, M., El pensamiento del afuera, p. 11 8 formación. Todo se ha desvanecido tras la caída del sujeto de la metafísica tradicional y con ella las marcas impresas en el sujeto. Este es el terreno a preparar. Si Foucault va a dirigirse al discurso de la locura, de la enfermedad o de aquellos tópicos propios del segmento arqueológico, se impone establecer el terreno exacto donde se da la producción discursiva. Foucault atiende a las irrupciones; la irrupción del conjunto de enunciados, prácticas y discursos que una determinada época valida como verdaderos porque se aglutinan y organizan conforme a una cierta coherencia. Aquello que irrumpe rompe, desde su singularidad, toda la lógica de la continuidad y la regularidad.Recortar un objeto cualquiera, la locura, la enfermedad, la pobreza, supone llegar a visibilizar las condiciones materiales que posibilitaron un discurso que, a su vez, se materializa como el resultado de un conglomerado de saberes, enunciados y prácticas. El análisis de un determinado campo discursivo implica situarse en el momento de irrupción y singularidad de su propia emergencia, no para hallar un sentido oculto, sino para captar sus condiciones posibilitantes, sus relaciones con otras emergencias, sus afinidades y diferencias, formas de coexistencias y de divergencias. Así la psicopatología, la psiquiatría, la clínica, la medicina devuelven unidades discursivas constituidas por el plexo de enunciados que obedecen a cierta lógica y organización interna, siendo la unidad discursiva la que indica el criterio de unidad que atraviesa a todo discurso. Así, la unidad del discurso sobre la locura emerge a partir de cómo juegan las reglas que posibilitan que el objeto “locura” emerja en una determinada configuración epocal. No hay objeto sino a partir de la interacción dinámica y móvil de ciertos factores y es en el campo de esa tensión donde la unidad discursiva se recorta. El arqueólogo indaga bajo qué condiciones logran conformarse los objetos que caracterizan ciertos discursos, por ejemplo el psiquiátrico. No hay objetos en sí, sino objetos que sólo pueden constituirse bajo ciertas condiciones. Los objetos de los cuales es posible hablar distan del concepto de “cosa en sí”, sino que se habla de ellos, se los clasifica, se los enuncia, sólo en la medida en que se recortan de un fondo que posibilita su emergencia histórica. Las relaciones que se juegan en ese fondo son la preocupación arqueológica. 9 Un objeto determinado se aísla de otros objetos, se delimita y se inserta en un discurso que lo abarca, de modo tal que el objeto es enunciado a partir de las reglas del discurso que lo abarca. Así las operaciones arqueológicas aplicadas a los discursos apuntan a visibilizar sus reglas de formación, mostrando la singularidad de lo que una determinada época dice, enuncia, escribe. Sólo un breve apunte de la instalación arqueológica para saber porqué Foucault comienza por allí su empresa. Del Foucault arqueólogo al Foucault antropólogo, de las reglas de formación de los discursos al recorte de lo Mismo y lo Otro, de la emergencia de los objetos enunciados a las reglas de construcción histórica de la Mismidad y la Otredad. Tal como sostiene Foucault: “De la experiencia límite del Otro a las formas constitutivas del saber médico y de éste al orden de las cosas y al pensamiento de lo Mismo, lo que se ofrece al análisis arqueológico es todo el saber clásico o, más bien, ese umbral que nos separa del pensamiento clásico y constituye nuestra modernidad”9. I.1. Intersecciones entre Arqueología y Antropología Hay en Michel Foucault una preocupación insistente, propia del campo de la Antropología: la tensión entre la Mismidad y la Otredad, la cual parece atravesar de distinta manera sus tres períodos clásicos de producción intelectual. Se puede afirmar que la Antropología, desde el pasado y en la actualidad, enfrenta los problemas de la Mismidad y la Otredad. Esta tensión al interior del escenario antropológico-cultural representa la tensión entre la homogeneidad y la heterogeneidad, la semejanza y la desemejanza, la continuidad y la discontinuidad. La Mismidad representa la conservación o construcción de la tradición y la transmisión de la memoria individual y colectiva, y alude a las formas en que se expresa o se nos atribuyen las notas de una determinada identidad. 9 Foucault, M., Las palabras y las cosas, Prefacio, pp. 9-10 10 La Otredad, en cambio, representa los modos de relacionarnos, visualizar, calificar o descalificar a los otros hombres que difieren en sus aspectos físicos exteriores, en sus costumbres y en algunas formas de construir sus identidades.10 A partir de esta tensión que sostiene la misma urdimbre cultural, aparecen diferentes modos y tekhnai de abordar la problemática del Otro, que se juegan fundamentalmente, en el modo de mirar al otro, de considerarlo, a partir de la calificación o descalificación, el modo de acercarme al otro o de alejarme, por el propio temor que su presencia genera, y, sobre todo, el modo de operar sobre el otro, pensado desde la perspectiva de las tecnologías de poder. La problemática transita, pues, por una cuestión, incluso, topológica, ya que la tensión aludida parece resolverse en una metáfora espacial, que se juega en prácticas de territorialización y desterritorialización. La metáfora implica la perspectiva de un centro como núcleo de instalación de lo Mismo y como preservación del topos de la identidad, y la perspectiva de un margen como espacio de lo Otro, y como forma de la exclusión-fijación de la diferencia. Lo diferente es aquello que atenta contra lo mismo-idéntico, y es por ello que su presencia genera un intenso juego de problematización. Ya no se trata de una cuestión topológica, sino ontológica. Hay algo en el ser mismo de ese Otro que discontinúa la tranquila familiaridad ontológica que lo Mismo me devuelve en su similitud y semejanza. A la familiar consideración de la humanidad se interpone la duda de la no humanidad, de cierta e incomodante forma de la anormalidad, que orada las certezas que lo Mismo otorga como suelo firme, como Grund inconmovible para toda construcción identitaria. Es la presencia de los anormales la forma que puede tomar la tensión Mismidad-Otredad. Lo Otro abre el campo de lo fantasmagórico porque suele estar asociado a la idea de lo extraño. La huella etimológica del término griego xenos nos permite recorrer algunos aspectos de tal paisaje: extraño, extranjero, raro, poco familiar. Pensar al Otro es una forma de mirar aquello opaco, extraño por extranjero y extranjero por extraño, que convoca a una mirada interpretativa, a un gesto de traducción desde la Mismidad, como modo incluso de conjurar su peligrosidad, su 10 Para este tema, véase Garreta, Mariano. La Trama Cultural, p. 15 y ss. 11 paradojal fascinación y su inusual presencia, que viene a discontinuar el apacible topos de lo Mismo. La Mismidad siempre porta el logos interpretativo; su tarea es siempre la gesta representacionista de traducir esa opacidad difícil de traducir y ponerla en logoi. Ese es el desafío y esa es la ilusión de representación que sostiene Occidente como marca registrada. Lo Otro suele tomar la forma de una amenaza en ciernes, con su brutal irrupción, portadora de una diferencia que suele no encajar en los habituales órdenes que expresan la proximidad entre las palabras y las cosas, geografías sosegantes, donde se vigila el topos de la identidad y la semejanza. Ese orden se inscribe en el registro de la gendarmería. Todo orden es una cartografía tendiente a evitar las mezclas y los desórdenes que ellas implican. La Otredad invita a un nuevo criterio de ordenación, a un inédito registro de clasificación, que inaugura un nuevo contacto entre las palabras y las cosas. Gestas arquitectónicas que espacializan lo Otro en diferentes topoi. De esta forma, la primera estrategia para conjurar la peligrosidad es su representación en un discurso determinado; constituir un entramado de discursos que delineen y de-terminen al Otro dentro de una imagen o discurso que vuelve a ese Otro en un objeto de estudio y repesentación previsible y controlable. La representación que este discurso supone del Otro es la primera estrategia para reducir su diferencia a una imagen conocida. En segundo lugar, y articulándose con esta imagen, la Mismidad hace algo con ese Otro: lo encierra, lo cura, lo normaliza, lo educa. Si lo Otro constituyeesa amenaza latente, entonces se explica la metáfora espacial de un cuidadoso trabajo de gendarmería, que incluye prácticas de internamiento, exclusión, secuestro, entre otras experiencias políticas tendientes a fijar a los sujetos a los espacios que sus peculiaridades exigen. Los topoi serán cuidadosamente delimitados y celosamente custodiados, al tiempo que se generarán saberes y discursos a los efectos de poder visibilizar la diferencia. Visibilizarla, territorializarla y manejarla tecnológicamente como modo de conjurar su peligrosidad. El poder en su dimensión positiva produce precisamente esos saberes, discursividades, normas, instituciones, territorios, tendientes a robustecer la utopía homogeneizante, o, al menos, a tranquilizar la ansiedad que despierta lo Otro en su paisaje fantasmagórico. 12 La disciplina no es otra cosa que el intento de ordenar las multiplicidades humanas, como dispositivo tecnológico de ordenar, clasificar y espacializar lo Mismo y lo Otro, en un intento cuidadoso de evitar las mezclas, las contaminaciones, las impurezas, que horadan las certezas y, sobre todo, un prolijo intento de neutralizar la dispersión de las fuerzas que toda mezcla supone. Neutralizar el aspecto negativo de lo impuro es el rédito político de la ordenación. I.2. Formas de construcción del Otro La construcción histórica del Otro implica situarse en la perspectiva de un constructo, de una cierta ficción que obedece a una determinada configuración mental, inscrita en un determinado tiempo histórico. Tal constructo, de carácter histórico-ficcional, es, por ello mismo, móvil y en perspectiva. No hay una otredad a-priori, sustancial, inscrita por fuera de las condiciones materiales de existencia. Se trata de construcciones dinámicas, así como la constelación de imágenes que el Otro, desde su distancia evoca, y reactualiza en cada nueva construcción, que, en cada caso, supone el retorno de nueva forma de un paisaje de horror-fascinación. Asimismo, la tensión entre lo Mismo y lo Otro implica problematizar la bisagra que determina la misma construcción binaria y que delimita los respectivos topoi de espacialización. Tal parámetro ejerce, al mismo tiempo, la tarea de gendarmería de controlar las fronteras entre lo Mismo y lo Otro, de asegurar la custodia de las semejanzas, precisamente por ese rédito político al que aludiéramos en párrafos anteriores. Se trata siempre de un sueño higiénico, que trabaja con las tekhnai adecuadas para, no sólo evitar los contagios, sino también, delinear la gesta estética de una ciudad que sabe asear el paisaje fantasmático que la posible irrupción de lo Otro instala, a partir de su "fealdad ontológica". El temor se funda en la ruptura del orden, de la arquitectura tranquilizadora que brinda la asepsia clasificatoria. Es la dimensión del "jardín" que todo dispositivo acarrea11. 11 Sobre este tema, véase Foucault, M., Vigilar y Castigar, p. 207. Foucault compara la ordenación de las multiplicidades humanas con un vasto huerto, donde cada especie quede territorializada, a modo incluso, de lo que fuera la Casa de las Fieras, modelo arquitectónico que inspirara otras construcciones panópticas. 13 Cada especie en su lugar, fijada y custodiada en un reticulado de control, que es, al mismo tiempo, un topos de saber y un orden de discurso. Rédito económico, político y epistemológico12. II. Saber, poder y verdad: El nacimiento del saber psiquiátrico Indagar la arqueología como modelo de instalación frente a determinados objetos a problematizar supone abordar el pensamiento de Michel Foucault en torno a la constitución de las ciencias del hombre, específicamente al nacimiento del saber psiquiátrico, y privilegiar el papel que juegan las condiciones socio-históricas en la constitución de las prácticas científicas. Supone, en efecto, rastrear el nacimiento mismo de tal saber, buceando previamente en sus antecedentes históricos. Foucault plantea, pues, una prehistoria del saber psiquiátrico, que incluye necesariamente el tratamiento simbólico de la lepra y la locura, como formas solidarias de la enfermedad moral, para luego rastrear la emergencia de la episteme en el topos más amplio que supone la sociedad disciplinaria. Entendemos por episteme el plexo de relaciones que hilvanan las prácticas discursivas en el marco de una determinada configuración epocal. Prácticas discursivas que delinean figuras epistemológicas. No se trata de un objeto de conocimiento, ni siquiera de un modelo de racionalidad en el sentido clásico; se trata, más bien, de un escenario ilimitado de relaciones, continuidades y discontinuidades. Es en el marco general de la edad de la ortopedia social donde Foucault sostiene que deben rastrearse las condiciones de posibilidad de este constructo histórico y privilegia fundamentalmente el espacio de la relación de los sujetos con sus condiciones históricas y materiales de existencia, ya que ese parece ser el punto de privilegio que el mismo Foucault resalta en sus consideraciones epistemológicas. La edad de la ortopedia social, también denominada edad de las disciplinas o del control social, coincide con lo que Foucault denomina la gran mutación del poder en Occidente en el marco de la Edad Clásica y constituye un enorme dispositivo de control-corrección-normalización de los sujetos. Esto supone al mismo tiempo abordar la problemática del cuerpo como bisagra de constitución de subjetividades y objetividades. 12 Sobre este tema, véase Foucault, M., La verdad y las formas jurídicas, “Conferencia V”. 14 Recorrer la obra foucaultiana implica instalarse en las primeras especulaciones de su preocupación arqueológica, para luego transitar ciertas reflexiones de su período genealógico, como modo, asimismo, de fundamentar que la genealogía foucaultiana viene a completar investigaciones y problematizaciones iniciadas dentro del marco general de la arqueología. Se trata de un trabajo de deslizamiento, intersticial, donde el movimiento del pensamiento se instala en la arqueología pero siempre con un pie posible en la genealogía, quizás como formas de romper cierto esquematismo escolarizado de la obra de Foucault. Deslizamientos nomádicos en el mejor estilo del autor. II. 1. La locura: ese oscuro objeto del saber La reflexión foucaultiana en torno a la locura se inscribe dentro del período arqueológico, el cual constituye el primer período dentro de la obra intelectual de Michel Foucault, donde se problematiza la constitución de los saberes, ya que para el autor todo saber obedece a una arquitectura política. La arqueología supone una geografía de capas o pliegues, una espesura discursiva que se construye en torno a la superposición de estratos, que van decantando un determinado saber-discurso en torno a un objeto en cuestión. Dicha superposición va ficcionando la urdimbre de una cierta representación, de una peculiar manera de concebir el objeto recortado. Las ulteriores construcciones interpretativas, jugadas en el tiempo y en perspectiva, se apoyan sobre esa espesura, que opera como primera construcción. La arqueología implica una tarea de excavación minuciosa. El arqueólogo hunde sus herramientas en esa espesura, en ese conglomerado, constituido por capas heterogéneas y superpuestas, para, al excavar, visibilizar lo dicho y lo no dicho de ciertas representaciones. La reflexión foucaultiana en torno a la locura se inscribe dentro del período arqueológico y ahora quisiéramos anudar, según el modelo foucaultiano, las relaciones entre discurso y episteme. En tal período, Foucault se interesa por el saber, ya que se estudian los distintos estratos de saber que conforman la espesura discursiva que una determinada época consideracomo verdadera. Foucault trabaja como un arqueólogo, excavando los pliegues de una determinada constitución discursiva y epistémica 15 El período en cuestión abarca aproximadamente 10 años (1961-1969). En él se descubren sucesivas configuraciones en torno al objeto delimitado, que rechazan la idea de una formación sustancial en torno al mismo, perdiendo todo matiz esencialista. No existe "la locura" sino distintas y sucesivas configuraciones históricas en torno a ella. No existe tampoco “el discurso” en torno a ella, sino distintas configuraciones discursivas, siempre móviles y en perspectiva. En otro texto del período arqueológico también se recorre una forma de exclusión. Se trata del Nacimiento de la Clínica y allí lo otro es el enfermo, aquel de quien se ha apropiado la enfermedad. El sujeto no importa en su calidad de tal, sino que importa en tanto portador de una enfermedad. Hay un sujeto sujetado a una enfermedad y esa sujeción le confiere entidad. Es un caso clínico, un ejemplar. Así los saberes no son asépticos, neutrales, sino que, por el contrario, el saber es una construcción histórica, una emergencia histórica que está íntimamente relacionado con las condiciones políticas, sociales, económicas. Un determinado objeto se inscribe en un escenario de emergencia, de aparición. Esa aparición no puede leerse por fuera de las sucesivas prácticas, discursos y enunciados que guardan un determinado nivel de coherencia. Se da lo que Foucault llama un campo prescriptivo y es aquello que posibilita la emergencia de un determinado objeto; fija las condiciones de posibilidad para que sea visible y por ende, describible y nombrable. En el marco del escenario arqueológico, debemos rescatar el carácter de acontecimiento del discurso. Saber de su irrupción es saber de su contingencia y de la renuncia y verlo envuelto en juegos de continuidad teleológica. Preguntarse por las prácticas discursivas significa descreer que por detrás de ellas se alza una esencia, si no, más bien, las relaciones de poder que posibilitaron tales prácticas. Es nuestro interés ubicar el nacimiento del saber psiquiátrico dentro del contexto epocal de su emergencia, para lo cual abordaremos primeramente distintas configuraciones históricas de la locura, antes de que ésta encuentre su logos, es decir, su definitiva arquitectura epistémica. Lo que hoy denominamos locura ha sufrido distintas representaciones socio- simbólicas: inspiración divina, enfermedad, sin razón, castigo celestial, etc. Para rastrear la configuración de la locura en la Edad Clásica, se hace necesario rastrear algunos elementos anteriores, inscritos en su prehistoria, que incluyen 16 necesariamente una consideración de la lepra, ya que esta enfermedad guarda un parentesco simbólico con la locura. Foucault llama clasicismo a la época comprendida entre los siglos XVII, XVIII y XIX. El espacio que la lepra deja vacante es, precisamente, ocupado por la locura. Antes de entrar en la concepción de la locura propia del siglo XVIII, en donde comienza a ser capturada dentro del logos epistémico, proponemos recorrer la experiencia de la locura en el Renacimiento. En el imaginario renacentista se impone la consideración de lo que fue la Nave de los Locos, la Nef des Fous. Esta nave, que navega los ríos inciertos, está cargada de sin sensatos que inician un viaje al más allá. Habrá que interpretar un juego de configuraciones simbólicas en torno a esta práctica de transportar errantes insensatos: el agua ha tenido siempre en el imaginario simbólico un poder purificador, de esta manera, la navegación, como travesía en el agua, significa purificación. Por otra parte: "la navegación libra al hombre a la incertidumbre de su suerte; cada uno queda entregado a su propio destino, pues cada viaje es, potencialmente el último. Hacia el otro mundo es adonde parte el loco en su loca barquilla; es del otro mundo de donde viene cuando desembarca."13. El imaginario no hace más que reproducir viejas representaciones del agua, incluso asociadas al bautismo, como un elemento purificador que devuelve al ser al caos original para resucitarlo nuevamente. La locura está emparentada con el fin de los tiempos y el Apocalipsis, como la larga noche que se yergue sobre el mundo, en donde el Caos, de alguna manera, se impone al Cosmos. La locura es el espejo invertido del Cosmos y la imagen simbólica del Caos, como pérdida del principio rector. El loco queda así excluido pero paradójicamente recluido en un espacio exterior. Queda fijado en la interioridad de una exterioridad incierta, es prisionero del más libre de los viajes: el que atraviesa el río de múltiples brazos. La figura del loco ocupa un lugar destacado en el imaginario medieval, manifiesta la sin razón del mundo, el estado al que el hombre puede llegar si ha perdido la rectitud del espíritu. En un época donde la vieja unidad de sentido está siendo profundamente cuestionada y horadada, la imagen del fin de los tiempos resulta una amenaza constante. 13 Foucault, M., Historia de la locura en la época clásica, p. 25 17 Por otra parte, la locura manifiesta la nada de la existencia, la recuerda a cada instante y le muestra al hombre su más precaria finitud, como antes lo hacía la lepra. Otro rasgo significativo del imaginario renacentista en torno a la locura es su carácter de atracción. La locura constituye esa forma de otredad que seduce por su extrañeza. Es esa dimensión de extraño-extranjero que el loco posee lo que atrae por diferente. La locura fascina porque el loco es dueño de un saber que conoce aquello que los hombres sólo captan fragmentariamente. La literatura, la plástica, la pintura tienen como fuente de inspiración a la locura. Es la imagen lo que encierra la locura en una experiencia trágica de la misma. Foucault distingue entre una experiencia trágica y una experiencia crítica. En el caso de la primera, es el arte el logos que nombra y visibiliza la locura. Hablan la literatura y las imágenes plásticas, en sus discursos singulares, atenidos a peculiares reglas de formación. En el segundo caso, el gesto crítico, sabrá distinguir, discernir, delimitar el campo de la razón de la espesura de la sin razón. El loco predice el reino de Satán y el fin de los tiempos. La vieja iconografía del siglo XVI, donde la imagen devuelve la figura de un dios triunfal y de un tiempo prometeico, es sustituida por la imagen donde la naturaleza se estremece: "Es el gran sabbat de la naturaleza; las montañas se derrumban y se vuelven planicies, la tierra vomita los muertos y los huesos asoman sobre las tumbas; las estrellas caen, la tierra se incendia, toda vida se seca y muere. El fin no tiene valor de tránsito o promesa; es la llegada de una noche que devora la vieja razón del mundo"14. II.2. Discurso y poder. La experiencia trágica en torno a la locura En el corazón de esta experiencia, un paréntesis para tratar la relación discurso- poder en el marco de la producción discursiva que la locura como experiencia implica. En este punto, evocamos la lección inaugural del 2 de diciembre de 1970 en el Collège de France. Tal conferencia inaugural no es otra que El Orden del Discurso, en la cual Foucault problematiza la alianza entre poder y discurso y entre discurso y deseo. 14 Foucault, M., Historia de la locura en la época clásica, p. 40 18 En toda sociedad la producción histórica del discurso sufre procesos de control, selección y redistribución, por lo cual se dan ciertos procedimientos que tienden a pautar qué entra en el orden del discurso y qué queda excluido. Tal como afirma Michel Foucault, "en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un ciertonúmero de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad."15 Rápidamente se observa que tales procedimientos obedecen a la estrecha vinculación entre discurso y poder y más aún, entre deseo y discurso. El mismo Foucault sostiene la alianza y afirma: "el discurso, por más que en apariencia sea poca cosa, las prohibiciones que recaen sobre él, revelan muy pronto, rápidamente, su vinculación con el deseo y con el poder [...] El discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse"16. Al mismo tiempo, ese dispositivo de control que recae sobre el topos del discurso habla de la ritualización de tres dimensiones del campo discursivo: el quién del discurso, el qué del mismo y el cómo de su enunciación. Sujeto, objeto y circunstancia son los epicentros de ciertos juegos de poder que plasman la producción y circulación del discurso, ya que, no sólo se producen discursos, sino que su circulación obedece a reglas de funcionamiento. En el corazón del dispositivo, aparece el deseo de apropiarse del logos, como modo de apropiarse del poder. Dice Foucault al respecto: "Se sabe que no se tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa. Tabú del objeto, ritual de la circunstancia, derecho exclusivo o privilegiado del sujeto que habla: he ahí el juego de tres tipos de prohibiciones que se cruzan, se refuerzan o se compensan, formando una compleja malla que no cesa de modificarse"17. En el corazón mismo de esa malla, aparece en primer lugar lo prohibido, ya que parece ser que no todos los espacios del discurso están igualmente disponibles y pueden ser idénticamente pronunciados. Un segundo procedimiento de exclusión es el rechazo y la separación. Es en este punto donde Foucault se refiere al tema de la locura, para mostrar cómo el discurso 15 Foucault, M., El orden del discurso, p. 11 16 Foucault, M., El orden del discurso, p. 12 17 Foucault, M., El orden del discurso, p. 12 19 del loco constituye siempre un discurso áltero, una palabra otra, una forma que no encaja en los órdenes oficiales del discurso. Es a propósito de la locura que se construye una barrera entre los agentes del discurso, entre un discurso de la razón y uno de la sin razón. A mayor vigor del discurso “amo”, más potente será la materialidad de la barrera que separa y rechaza, abriendo al mismo tiempo una partición binaria que territorializa a ambos lados de la línea de separación. Un tercer procedimiento de exclusión trata de determinar las condiciones de posibilidad para acceder al discurso. De suerte que nadie ingresa al orden del mismo, si no satisface ciertas exigencias y está calificado para hacerlo. Se trata de sentar las bases de una práctica ritualizada, celosamente custodiada y defendida. Así, el que ostenta la palabra puede erigirse en el celoso guardián de ese ejercicio y pauta las condiciones para posibilitar el discurso. Michel Foucault se refiere a ello en términos de enrarecimiento de los sujetos. "Nadie entrará en el orden del discurso si no satisface ciertas exigencias o si no está, de entrada calificado para hacerlo. Más preciso: todas las regiones del discurso no están igualmente abiertas y penetrables."18 Estos procedimientos de exclusión van consolidando lo que podríamos denominar las sociedades de discurso, territorios donde el discurso se protege, se defiende y se conserva en manos de un grupo calificado para cumplir tal función. De todo lo expuesto, queremos, a continuación, recuperar el segundo procedimiento de exclusión, el rechazo o separación para ver en qué medida la experiencia trágica constituye el discurso que territorializa la locura al espacio de la otredad. La experiencia trágica coincide en Foucault con la configuración renacentista de la locura, donde el logos que la atrapa es precisamente la imagen, el arte. Si pensamos el punto de articulación entre el marco teórico precedente y el análisis de las obras que el propio Foucault recorre en la Historia de la locura en la Epoca Clásica, el Bosco por ejemplo, queda claramente expuesta la necesidad de toda sociedad de controlar ciertos aspectos de su identidad como tal. En el interior de toda sociedad se pone en marcha esa usina de construcción de lo Mismo y de lo Otro, un otro intracultural. Las prácticas discursivas se inscriben en ese horizonte estratégico de matricería social que borda confines precisos, particiones sutiles, sensibilidades sociales que delimitan identidades. 18 Foucault, M., El orden del discurso, p. 32 20 Estas tecnologías de poder obedecen a estrategias, surgen de la aplicación precisa de un corpus de reflexiones que las sustentan, emergen de un saber que se plasma en discurso y produce transformaciones sobre la realidad. Así, no hay ejercicio de poder si no existen discursos, instituciones, espacios arquitectónicos, leyes, enunciados científicos y filosóficos, pautas morales que constituyen el entramado que va dando forma a esas tecnologías. Es el sueño de la Mismidad que garantiza la consolidación de las semejanzas y neutraliza las diferencias. La diferencia atenta contra el orden-progreso porque no encaja en el imaginario que ese mismo orden dibujara para sostenerse. Lo otro es una dificultad que reclama espacio, territorio. No el territorio de lo Mismo, no el corazón de la ciudad-razón, sino la fijación al interior de un espacio-exterior. La locura parecería ser el territorio de una desterritorialización anunciada. Las culturas llegan a dibujar el escenario de la mismidad a partir de un juego de exclusiones para lo cual se instala un discurso que posibilita y avala tal juego; la razón, la salud y lo legal son esos ámbitos-discursos que sientan las bases de la partición razón-sin razón, salud-enfermedad, legalidad-ilegalidad. Aquello que ocupa el topos de la exclusión es lo diferente-desordenado-caótico- peligroso. III. Arqueología y discurso: el discurso como dispositivo político. El caso de los reglamentos de las leproserías de Francia III.1. Acontecimiento y Discurso La preocupación de Michel Foucault por el estatuto político del discurso es de vieja data. Constituye un nudo de problematización fuerte en su primer período de preocupación intelectual, simultáneamente con otro tema dominante: la enfermedad y los saberes en torno a ella. Una vez más, y siguiendo la huella foucaultiana, esto es, su método, intentaremos rastrear la prehistoria de la configuración de la locura en la Edad Clásica. Convertidos en excavadores, debemos rastrear algunos elementos anteriores, que incluyen necesariamente una consideración de la lepra, ya que esta enfermedad guarda un parentesco simbólico con la locura. 21 Esta prehistoria nos permitirá hacer pie en el discurso que la nombra. La lepra desaparece del mundo occidental a fines de la Edad Media, dejando vastos territorios estériles e inhabitados, como signos inconfundibles de que por allí pasara el mal, porque la lepra era la encarnación misma del mal. Lo que no desaparece es el juego y el gesto de exclusión que la lepra generara: el leproso era una figura insistente y temible ya que su imagen devuelve la imagen de Dios, que es a la vez castigo y salvación. El leproso devuelve ambiguamente la cólera y la bondad divina. Ahora bien, nuestro interés radica en intersectar dos nudos de problematización dentro del mismo período intelectual: la lepra y el discurso. Si toda enfermedad significa un determinado dispositivo histórico, es necesario indagarsu articulación discursiva. Si toda enfermedad se espacializa en un determinado topos político, entonces es menester indagar el corpus discursivo que posibilita tal territorialización. Si toda utopía histórica exige un juego de saber-poder que la vehiculice, entonces es preciso entrar a las entrañas mismas de los juegos de discurso para ver en qué medida allí se da el topos propicio para tal vehiculización. La tarea es proponer una arqueología del discurso por cuanto "hacer aparecer en su pureza el espacio en el que se despliegan los acontecimientos discursivos no es tratar de restablecerlo en un aislamiento que no se podría superar, no es encerrarlo en sí mismo; es hacerse libre para describir en él y fuera de él juego de relaciones"19. Son esas relaciones las que nos interesa problematizar. Si todo ejercicio de poder se nutre de ciertas tekhnai disciplinares, como modo de fijar conductas a un aparato disciplinar, entonces se nos impone analizar en qué medida el espacio discursivo plasma la arquitectura disciplinaria. Preguntarse por la construcción histórica de la verdad, es preguntarse por la constitución de los discursos. Preguntarse por la constitución histórica de los discursos es preguntarse por las condiciones de posibilidad de los mismos. Preguntarse por las condiciones de posibilidad es encontrar la turbia fuente histórica de los discursos, ya que "el campo de los acontecimientos discursivos, en cambio, es el conjunto siempre finito y actualmente limitado de las únicas secuencias lingüísticas que han sido formuladas, las cuales pueden ser muy bien innumerables, pueden muy bien por su masa sobrepasar toda capacidad de registro, de memoria o de 19 Foucault, M. La arqueología del saber, p. 46 22 lectura, pero constituyen no obstante un conjunto finito"20. En medio de esta serie limitada, la cuestión es ver "¿cómo es que ha aparecido tal enunciado y ningún otro en su lugar?"21. Preguntarse por la materialidad de los discursos, es dilucidar en qué condiciones ese acontecimiento discursivo fue posible. Es "estar dispuesto a acoger cada momento del discurso en su irrupción de acontecimiento; en esa coyuntura en que aparece y en esa dispersión temporal que le permita ser repetido, sabido, olvidado, transformado, borrado hasta en su menor rastro, sepultado, muy lejos de toda mirada, en el polvo de los libros. No hay que devolver el discurso a la lejana presencia del origen; hay que tratarlo en el juego de su instancia"22. Preguntarse por la historicidad del discurso significa descubrir que existe un pasado vivo en los documentos, monumentos, reglamentos. Preguntarse por la accidentalidad de las prácticas discursivas es buscar las reglas de formación de los discursos. Reglas históricas, políticas, sociales, culturales. El propósito del presente apartado consiste en efectuar el análisis discursivo de un corpus de reglamentos y estatutos de leprosería de Francia, que data de los siglos XIII y XIV. El objeto de análisis es ver en qué medida el discurso contribuye a la construcción de la identidad del leproso y del marco disciplinar de su exclusión. Semejante identidad, que se juega en las fronteras de lo Mismo y de lo Otro, constituyendo el leproso la figura por excelencia de la otredad, no constituye un modelo estático y a-histórico, sino, por el contrario, una construcción epocal y dinámica que pone en juego una serie de dispositivos, entre ellos, dispositivos discursivos, que refuerzan la frontera entre ambos topoi: lo Mismo y lo Otro, lo normal y lo enfermo. El leproso como figura de la Otredad rompe con su presencia la tranquila familiaridad de lo Mismo; fractura la homogeneidad del orden de lo sano-moral para instalarse desde su radical y heterogénea alteridad. Resulta claro, pues, que la tarea que se nos impone es ver cómo las operaciones discursivas y no discursivas en el seno mismo de las instituciones, vehiculizan las representaciones sociales, que una época determinada considera y legitima como verdaderas. 20 Foucault, M. La arqueología del saber, p. 44 21 Foucault, M. La arqueología del saber, p. 44 22 Foucault, M. La arqueología del saber, pp. 40-41 23 El análisis consiste en ver cuáles son los contenidos de esos estatutos para ver cómo una determinada institución, el leprosario, define la identidad de sus habitantes y el marco de territorialización-sujeción impuesto, bajo la forma de un corpus discursivo. El análisis revela una fuerte discursividad disciplinar, lo cual nos sitúa en el maridaje entre discurso y disciplina. En efecto, ambos constituyen las tekhnai por excelencia de toda construcción social de una determinada identidad, leproso-sano, al tiempo que vehiculizan la divulgación y la fijación en la conciencia de los sujetos de las ficciones socialmente construidas y articuladas en representaciones sociales, tanto del estatuto de la enfermedad, como de su registro de espacialización social. El recorrido por los estatutos de las leproserías nos permitirá reconocer las formaciones discursivas referidas a las díadas en cuestión: sano-enfermo, permitido- prohibido, lugar-no lugar, territorialización-desterritorialización, inclusión-exclusión, moral-inmoral, autoridad-obediencia, etc. Asimismo, podemos recorrer la construcción social de un dispositivo disciplinar, que conocerá su definitiva plasmación histórica en lo que Michel Foucault denominada la Edad de la Ortopedia Social. No obstante, a través de estos estatutos de leproserías parece leerse lo que podríamos llamar una "genealogía de la disciplina". Como en toda búsqueda genealógica, la dimensión discursiva es un anclaje de insoslayable tratamiento. La disciplina es una creación social que se consolida desde el discurso. Tal es su dimensión ficcional, en tanto producto histórico-social, y su narrativa articulante. Las categorías discursivas constituyen, pues, una urdimbre que organiza la vida, tanto en el interior del topos institucional, el leprosario, como en el exterior, la ciudad, que debe permanecer atenta a las posibilidades del contagio, esa forma de mezcla y contaminación, que atenta contra las particiones ficcionadas. Asimismo, marcan el tratamiento diferenciado entre sanos y enfermos, puros e impuros, reforzando con ello la consolidación de las identidades aludidas. Mediante el desmenuzamiento de los reglamentos como formaciones discursivas, se puede abordar las construcciones discursivas que construyen la representación social del leproso como aquel sobre el cual ha caído, simbólica y paradojalmente, la cólera, pero también, la gracia divina. De allí que en tal imaginario converjan simultáneamente la caridad y la exclusión. Problematizar la dimensión del discurso consiste, pues, en problematizar su estatuto constituyente de las identidades. 24 En efecto, el discurso, tal como sostiene Michel Foucault, es un elemento nodular para problematizar la constitución de las subjetividades. De allí la estrecha vinculación entre discurso y modos de subjetivación. Toda construcción del sujeto implica la consideración del discurso como bisagra constituyente. Alejada la idea de un sujeto a priori, no fundado, la dimensión del discurso aparece como esencial en este intento de pensar la construcción histórica del sujeto, a partir de prácticas discursivas y no discursivas. A la luz de este estatuto histórico del sujeto, existe una relación dialéctica entre los juegos discursivos particulares y singulares y las situaciones históricas, las instituciones y las estructuras sociales en las cuales dichos juegos se ubican. El maridaje es tan estrecho que podemos afirmar que el discurso constituye a las prácticas sociales, así como él es constituido a partir de ellas. Así el trabajo sobre los estatutos no hace más que,desde su narrativa peculiar, esto es su registro de reglamento-estatuto, denunciar determinados valores socialmente aceptados, colectivamente legitimados, que hablan, por otra parte de la voluntad de verdad de una determinada época histórica, la cual delinea el topos donde se ubican las palabras y las cosas. En efecto, es esa voluntad de verdad, histórica y tensionada, la que delinea el lugar de los saberes, las prácticas sociales y los discursos. De allí su movilidad, su evanescencia, que neutraliza toda arquitectura definitiva y clausurante. Es esa misma voluntad la que delinea el topos de la lepra y el logos que la nombra, que la visibiliza, al tiempo que la invisibiliza, que la territorializa, al tiempo que la excluye, que la espacializa en un determinado topos, al tiempo que la secuestra, para evitar contaminaciones indeseables, mezclas atentatorias contra la utopía higiénica de una comunidad pura. Excavar los reglamentos permite ver qué efectos de sentido emergen del dispositivo institucional. Los efectos de sentido emergentes de esa arquitectura discursiva permiten visibilizar un orden del discurso tendiente a poner en palabras el estatuto del leproso y la arquitectura disciplinar que su presencia exige. La lepra encuentra su logos y el mundo disciplinar que la contiene dentro de unos límites precisos y legitimados, también. Esta es una de las aproximaciones foucaultianas al territorio del discurso, en la medida en que es precisamente, a través de su materialidad cómo se visibilizan los juegos de construcción de la identidad social. El discurso, entendido como dispositivo 25 será el que legitime las fronteras entre lo sano y lo enfermo, lo puro y lo impuro. Tarea de gendarmería que lo ubica en ese topos de poder que el mismo Foucault tematizara en su lección inaugural del 2 de diciembre de 1970 en el Collège de France. El mismo Foucault lo expresa al sostener que "el discurso, por más que en apariencia sea poca cosa, las prohibiciones que recaen sobre él, revelan muy pronto, rápidamente, su vinculación con el deseo y con el poder. Y esto no tiene nada de extraño: ya que el discurso –el psicoanálisis nos lo ha mostrado– no es simplemente lo que manifiesta (o encubre) el deseo; es también l oque es el objeto del deseo; y ya que –esto la historia no cesa de enseñárnoslo– el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse"23. De esta manera los reglamentos constituyen dispositivos discursivos que producen efectos de saber-poder y que, desde esa dimensión, contribuyen a la constitución de las subjetividades. Así, queda claro que el análisis del discurso implica pensar los discursos como acontecimientos sociales, incardinados en la historia, y como objetos de sentido que expresan una determinada coyuntura histórica, al tiempo que la constituyen. No se trata de una función representacionista, donde el discurso viene a transparentar una determinada realidad, sino que, por el contrario es un elemento de su construcción. Finalmente, como punto de articulación entre este marco teórico y el recorrido por los reglamentos como espesura de saber-discurso, queremos enfatizar la necesidad de toda sociedad de controlar ciertos aspectos de su identidad como tal. En el interior de toda sociedad se pone en marcha esa usina de construcción de lo Mismo y de lo Otro, un otro intracultural. Las prácticas discursivas se inscriben en ese horizonte estratégico de matricería social que borda confines precisos, particiones sutiles, sensibilidades sociales que delimitan identidades. En la introducción de la Arqueología del Saber, y a propósito de sus reflexiones en torno a la historia, Michel Foucault analiza el valor del documento histórico, a partir de un desplazamiento en el concepto mismo de historia. Dice el autor al respecto: "Ahora bien, por una mutación que no data ciertamente de hoy, pero que no está indudablemente terminada aún, la historia ha cambiado de posición respecto del 23 Foucault, M. El orden del discurso, p. 12 26 documento: se atribuye como tarea primordial, no el interpretarlo, ni tampoco determinar si es veraz y cuál sea su valor expresivo, sino trabajarlo desde el interior y elaborarlo. La historia lo organiza, lo recorta, lo distribuye, lo ordena, lo reparte en niveles, establece series, distingue lo que es pertinente de lo que no lo es, fija elementos, define unidades, describe relaciones. El documento no es, pues, ya para la historia esa materia inerte a través de la cual trata ésta de reconstruir lo que los hombres han hecho o dicho, lo que ha pasado y de lo cual sólo resta el surco: trata de definir en el propio tejido documental unidades, conjuntos, series, relaciones”24. Insistimos en esta idea de tejido documental porque es esa la imagen que queremos rescatar en el análisis del corpus seleccionado. El tejido interno, a modo de urdimbre, de trama, permitirá visibilizar una arquitectura de relaciones, de unidades de sentido, ya que en él se "despliega una masa de elementos que hay que aislar, agrupar, hacer pertinentes, disponer en relaciones, constituir en conjuntos”25. Todo acontecimiento discursivo, analizado en su irrupción y en su más pura emergencia, supone, no obstante un dominio inmenso, un topos, constituido por todos los enunciados efectivos, hablados o escritos, en su dispersión de acontecimientos. Por lo tanto, analizar un cierto discurso, un reglamento o estatuto, supone recortarlo de un espacio de discurso general: "Así aparece el proyecto de una descripción pura de los acontecimientos discursivos como horizonte para la búsqueda de las unidades que en ellos se forman".26 A continuación y, a la luz de las consideracionres teóricas precedentes, pasaremos a analizar los estatutos de los leprosarios, cuyo análisis hemos venido anunciando y lo haremos dividiendo el análisis del discurso en tres topoi diferenciados de análisis, cuyo punto de intersección es el matiz disciplinario que los hilvana en un mismo sueño histórico: preservar el espacio del contagio. Para ello trabajaremos sobre el topos, en su más pura dimensión de espacio geográfico, la identidad del leproso y las tekhnai disciplinares que los reglamentos plasman discursivamente. En efecto, la metáfora espacial, como campo disciplinar, la identidad, en tanto problematización de la cuestión de lo Mismo y de lo Otro y la disciplina, como dispositivo político, parecen constituir tres enclaves nodulares que el tránsito por la letra de los estatutos nos permitirá despejar. 24 Foucault, M., Arqueología del saber, pp. 9-10 25 Foucault, M., Arqueología del saber, p. 11 26 Foucault, M., Arqueología del saber. p. 43 27 III.2. Una arqueología del discurso: El caso de los reglamentos de las leproserías de Francia El discurso representa una verdadera cartografía, una genuina hoja de ruta en la medida en que delimita los lugares de circulación de la lepra. Como hemos anticipado, todo dispositivo incluye una prolija demarcación del terreno, una arquitectura topológica, que separa lugares de no lugares. El discurso plasma la utopía disciplinar de no contaminar los espacios, como modo de no mezclar las identidades. Cada reglamento destina una serie de párrafos demarcando territorialidades, como modo de bordar los confines entre lo Mismo y lo Otro. Efectivamente, toda construcción histórica de lo Otro, aún de un otro intracultural, supone juegos de territorialización y desterritorialización, de exclusión y fijación, que el mismo discurso vehiculiza. Sabemos que es el discurso esa vasta geografía donde se inscriben las palabras y las cosas. A propósito del tema precedente leemos enel Reglamento de la Leprosería de Chateaudun, de Junio de 1205: "Solamente los leprosos serán elegidos por los hermanos para requerir limosnas de los transeúntes; ellos saldrán en horas de la mañana por la puerta mayor de la iglesia y se sentaran frente a ella, junto al camino público, en un lugar elegido por el maestre para este menester, hasta la hora ordenada de su regreso, y si ocurriera que ellos anduvieran o salieran más allá o fuera de aquel lugar sin el permiso del maestre, no serán admitidos en la casa hasta que no sean castigados según la disciplina de la orden"27. El siguiente artículo afirma, en "la misma iglesia, entre los asientos de los leprosos y la puerta de la misma habrá una barrera, de modo que no permita a los leprosos, mientras se celebra el divino oficio, salir de la iglesia." El artículo 6 afirma: "Nunca se permitirá a ninguno de los leprosos abandonar su claustro ni ingresar al recinto de los sanos, a no ser que hubiese sido llamado por el maestre." Como podemos ver el reglamento tiende a espacializar a los sujetos. El gesto de exclusión pero paradójicamente de inclusión. El leproso queda fijado a un espacio 27 La totalidad del material referido a los Reglamentos y estatutos de Leproserías medievales han sido tomados de los Anales de Historia Antigua y Medieval, Volumen 16 del Instituto de Estudios Clásicos y Medievales, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 1971. 28 interior, pautado y celosamente custodiado, y en esa misma utopía espacial, se lee el aparato disciplinar que castigará toda forma de transgresión. El estatuto de la Leprosería de Lille, de junio de 1239, refuerza la utopía espacial en sus artículos 10 y 11. "Nadie irá a la ciudad de Lille o a otra sin permiso bajo pena de ocho días de penitencia. Pero si allí comiera o se albergara durante la noche lo purgará con quince días." Asimismo, "Nadie pasará más allá de la plaza que está delante de la puerta, a las casa de enfrente o a otras casas vecinas, bajo pena de ocho días; pero puede ir a los campos que están cercanos a las tierras del conventos, cuando quieran, de a dos por lo menos, sin entrar ni dirigirse sin permiso a ninguna casa." Queda claro pues, que la delimitación del espacio implica la preservación de la ciudad como espacio público y la territorialización de la enfermedad a regiones abiertas, alejadas del núcleo urbano y de fuerte custodia de la casa, como posible ámbito del contagio. El estatuto de la Leprosería de Lisieux, de noviembre de 1256, se refiere al dispositivo espacial en los siguientes términos: "Sepa vuestra comunidad que ninguno de los leprosos de dicha leprosería debe ni puede atravesar el canal de Touque sin permiso ni mandato del presbítero o del que lo represente". En su artículo 4 refiere: "Dichos leprosos no pueden ni deben comer en la ciudad de Lisieux, ni beber en la taberna, a no ser por permiso o mandato de su sacerdote, y si en dicha ciudad comieran o bebieran sin permiso o mandato de dicho sacerdote, deben o perder su lugar durante seis días." "Igualmente, la leprosa o su sirvienta no pueden hilar en la puerta ni bajo la viña, ni secar los paños de lino." "Ninguno de los leprosos puede dormir en la ciudad a no ser en la casa de un pariente carnal suyo que esté en peligro de muerte." "Ninguno de los leprosos puede invitar a su casa a otro leproso extraño a comer o a beber." A la asepsia urbana que venimos rastreando en reglamentos anteriores, el de Lisieux refiere al microespacio que constituye la casa como topos de custodia e higiene. También la casa, como la ciudad debe ser protegida de esa forma de la extranjeridad que significa el Otro contagiado. A la metáfora espacial que venimos abordando, se suma un interesante juego de partición genérica que el mismo espacio vehiculiza. En efecto, el espacio no sólo vehiculiza la territorialización de los sujetos, sino también, toda partición genérica y sus respectivas espacialización y constitución de las identidades. Los estatutos de las leproserías de Amiens del 21 de julio de 1305, son elocuentes al respecto, cuando se lee en su artículo 5: "Los hermanos enfermos no deben comer con las mujeres, ni las mujeres con los hombres. Ningún hermano enfermo 29 puede atravesar las puertas de las mujeres.". El artículo 13 recomienda: "Los hermanos no deben entrar en las casas de las hermanas, ni las mujeres en las casas de los hermanos sin el permiso del maestre y si las mujeres entran en las casas de los hermanos para sepultar a alguno, deben ir dos o tres, aquellas de las que no se tenga ninguna sospecha". El dispositivo disciplinario, como arquitectura ascéptica, no sólo garantiza la pureza de la población, sino que además refuerza la gendarmería genérica y la buena reputación de las mujeres, tal como dispone la pastoral femenina. No podemos olvidar que es precisamente esta misma configuración epocal la que perfeccionara una genuina educación conyugal como modo de consolidar el ideal de mujer, que trabaja precisamente sobre la buena reputación como baluarte de la virtud. La exigencia de no contacto, como forma de evitar todo índice de promiscuidad, toma cuerpo en el artículo 22 cuando se afirma: "Ninguna mujer, sirviente o no, debe ir y quedarse en el dormitorio de los enfermos más de lo necesario y aquellas que van por sus obligaciones deben comportarse de manera que no pueda sospecharse nada malo. Si hay un enfermo que no pueda acostarse, cubrirse ni levantarse sin ayuda, el maestre debe ordenar que se lo separe del dormitorio de los otros y debe contratar una vieja para que lo cuide; las sirvientas deben hacer las camas de los enfermos cada día después de comer y todos los enfermos deben salir a esa hora del dormitorio y no deben entrar mientras los sirvientes estén allí". Sin duda, el cuerpo ocupa un lugar preponderante en todo dispositivo disciplinario; no sólo como fuente amenazante de contagio, sino como geografía de mezcla, de heterogeneidad. Hay un aspecto interesante en el cuerpo de los reglamentos que aúna la preocupación por el espacio, como bisagra disciplinar, y la preservación de los alimentos, como elemento amenazante de contagio, y por ende de cuidadosa preservación espacial. Así, el mismo reglamento de Amiens recomienda que "los hermanos no deben acercarse al lagar, al horno, a la cocina, a la despensa, al pozo del agua, al granero donde se bate el trigo y la avena, ni a la puerta, tampoco deben acercarse a ninguna cosa que sea del uso de los hermanos sanos". La violación del espacio asignado, espacio que corrobora la constitución identitaria, implica una suerte de transgresión pasible de ser castigada. Toda construcción de identidades implica un juego de premios y castigos que el propio discurso, como herramienta política, legitima. Así leemos en el artículo 45 del mismo reglamento de Amiens: "Los hermanos enfermos que se acerquen a la cocina, al horno, a la cervecería, al lagar, a la viña, a la huerta, al pozo, al granero, a la despensa, a la puerta de las damas o a la de los hermanos 30 sanos tendrá cuarenta días de penitencia y estará tres días por semana a pan y agua.” Como puede verse existe una cuadriculación del espacio, propio de toda arquitectura disciplinar en la medida en que el espacio permite la fijación de los sujetos y vehiculiza la partición binaria de las identidades, comenzando por la más primaria en una metáfora médica: la población de los sanos y de los enfermos. A cada uno un espacio, a cada uno una mirada, y el discurso vehiculizando la utopía higiénica. La transgresión del espacio, que reviste zonas prohibidas y francas, constituye, en realidad una violación a las identidades construidas a partir de la enfermedad. Al transgredir el espacio, el enfermo transgrede su condición de otro y ello reviste la cargade la falta. A la consideración de la enfermedad como signo de un daño moral, se suma la conducta del enfermo en la misma línea de la falta moral. La enfermedad no conoce aún un logos epistémico, está atrapada en un discurso moral que teje una red discursiva en términos de falta, culpa y castigo. Por ello, cada reglamento reconoce en sus artículos algunos destinados a pautar las penas de toda transgresión. El discurso se enlaza entonces con un universo cuasi jurídico, que constituye uno de los pilares de la consideración de la enfermedad como signo moral. En efecto, recorrer la letra de los reglamentos es transitar un discurso eminentemente jurídico, que reglamenta fundamentalmente los rebotes y consecuencias de la enfermedad en el plano comunitario. Ese discurso no solamente reglamenta lo prohibido de lo permitido, sino también lo moral de lo inmoral. Los estatutos de la Leprosería de Andelys, anteriores a 1380, reserva algunos artículos a la reglamentación punitiva. Así, "si alguno de los hermanos, o de las hermanas es encontrado cuando va a las aguas de Vergon será puesto en prisión durante quince días y a pan y agua". "Si alguno es encontrado ganando la ciudad por la noche, se lo pondrá quince días a pan y agua, a menos que no vaya acompañado por alguien sano y si el provisor da su venia". Los artículos siguen en la misma línea, contemplando distintas faltas y consecuentes sanciones, único modo de reglamentar un universo amenazado por la mezcla. El discurso ha operado como una herramienta ejemplar de construcción de un universo, que sin él no podría haberse ficcionado. He allí el carácter ficcionante de toda discursividad. He allí el valor del discurso como aquello que delinea una geografía de inscripción entre lo decible y lo visible. El discurso abre el surco de una instalación posible, contornea el espacio de posibilidad de un constructo histórico. Hemos recorrido tres enclaves de construcción: 31 El topos como el problema de la exclusión-inclusión. La identidad como la cuestión de lo Mismo y de lo Otro. La disciplina como dispositivo político. En cada uno de ellos el discurso fue la bisagra que liberó un campo de instalación posible, fue el enclave que, una vez más permitió la ordenación de las palabras y las cosas, relación siempre tensionada, siempre evanescente, en última instancia, histórica y en perspectiva. La lepra constituye una enfermedad peculiar en el horizonte del medioevo. Tal como afirma Nilda Guglielmi, "Importa que nos detengamos en la lepra con mayor atención porque constituye una dolencia que la Edad Media señala, subraya, atiende de manera especial, a punto de atribuirle establecimientos hospitalarios propios. Toda la época la considera como prototipo de enfermedad grave y marginante. Porque quienes la sufren no sólo ven comprometida su salud sino también su posición dentro de la sociedad que los rechaza, los confina, los limita".28 Este es el enclave que nos interesa para pensar al leproso como una forma de lo Otro. Toda sociedad construye epocalmente un otro que no guarda los parámetros que esa misma sociedad pauta como baluartes de la mismidad, de la homogeneidad. El otro aparece como un extraño, como un xenos, en su doble acepción de extranjero y extraño. El leproso rompe la cotidiana familiaridad de lo mismo, la tranquilizadora imagen de lo parecido y extraña por extranjero al interior de un mismo topos compartido. Se trata de otro intracultural. IV. Arte y monstruosidad. La experiencia trágica IV.1. El Bosco y la percepción de lo monstruoso “Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo lo familiar al pensamiento –al nuestro: al que tiene nuestra edad y nuestra geografía–, trastornando todas las superficies ordenadas y todos los planos que ajustan la abundancia de seres, provocando una larga vacilación e inquietud en nuestra práctica milenaria de lo Mismo y lo Otro”29 28 Guglielmi, N., "Modos de Marginalidad en la Edad Media: Extranjería, pobreza, enfermedad"; en: Anales de Historia Antigua y Medieval. Vol.16, p. 68 29 Foucault, M., Las palabras y las cosas, Prefacio, p.1 32 Ya hemos anticipado que es el arte el que nombra la locura, es su discurso el que toma a su cargo la realidad del loco para exhibirla y contribuir al imaginario socio- cultural en torno a la enfermedad, no capturada aún por el logos epistémico. El mismo Foucault se nutre de la plástica de El Bosco, por aparecer allí ese maridaje que intersecta locura con fin de los tiempos. Nuestro interés es detenernos en esas figuras monstruosas para analizar precisamente ese enclave que cabalga entre lo imposible y lo prohibido. En efecto, el monstruo parece intersectar lo prohibido y lo imposible. Imposible porque en él parece darse algo de la falla de la naturaleza, de la falta que imposibilita la sucesión regular de las cadenas homogéneas y previsibles y lo prohibido porque en él hay algo del orden de la transgresión a lo que el imaginario social admite por permitido. Pensemos en el Tríptico de las Delicias, el cual "llegó a manos Felipe II de las colecciones del prior don Fernando, de la orden de San Juan, hijo natural del duque de Alba; mencionado en el inventario de los cuadros enviados por el rey a El Escorial el 8 de julio de 1593"30. El tríptico consta de tres caras. La cara interna del postigo izquierdo representa la creación de Eva; la parte central del conjunto constituye el jardín de las delicias, territorio paradigmático de la lujuria y los placeres de la carne; finalmente, la cara interior del postigo de la derecha se titula el infierno musical y representa el castigo de los pecados carnales y de otras culpas. Nuestro interés radica en distinguir las figuras monstruosas que aparecen en la obra y referirnos sobre todo a esa idea de mezcla, de confusión de reinos y topoi que la excepcionalidad de la monstruosidad implica: “¿Qué es el monstruo en una tradición a la vez jurídica y científica? Desde la Edad Media hasta el siglo XVIII que nos ocupa es, esencialmente, la mezcla. La mezcla de dos reinos, reino animal y reino humano: el hombre con cabeza de buey, el hombre con patas de pájaro –monstruos–"31. Allí está la transgresión del orden de la naturaleza. Regresemos a la obra y pensemos en la tabla central del tríptico. Tal como apunta el crítico: "Toda la obra está impregnada del sentido de la transmutación perpetua, de impronta alquímica, y del innatural lozanear de las formas, de carácter diabólico: las cabezas de los amantes se convierten en frutos con rocío, extrañas vegetaciones florecen 30 Clásicos del Arte. La obra pictórica de El Bosco, p. 99 31 Foucault, M., Los Anormales, p., 68 33 de los traseros de los desnudos, ágaves gigantescos surgen del duro coral"32. Los reinos se mezclan y con ello rompen el familiar paisaje de una naturaleza que parece haber extraviado su rumbo. Es la gran lección del pintor flamenco: el mundo ha perdido su principio de inteligibilidad y toda la obra demuestra el sentido de la transmutación perpetua, transmutación que puede desembocar en formas de la monstruosidad. Domina la obra la idea misma de transgresión que venimos remarcando. La naturaleza ha transgredido su propio orden, se ha vuelto a-cósmica, a través de esas figuras desmesuradas, como los gigantescos pájaros que entran en el estanque a la izquierda, o las cuatro extrañas torres-colinas habitadas por amantes, con sus excrecencias minero-vegetales -nueva forma de la mezcla de reinos-, a base de cuernos, palmas, conos, cilindros, medias lunas, emblemas todos masculinos y femeninos. El Infierno musical exhibe la presencia de un monstruo central, con sus piernas como árbol vacío, apoyadas sobre dos navecillas. El cuerpo es el huevo que, según
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