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Cheryl Lanham Dark Guardians 
 
NNoo mmee OOllvviiddeess 
 
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CChheerryyll LLaannhhaamm 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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SSiinnooppssiiss 
 
"Querido diario: ¿Por qué la vida es tan difícil? 
Cuando me sorprendieron robando, creí que el mundo se derrumbaba. Fue 
una estúpida travesura, pero eso no fue lo peor: la jueza me impuso una 
pena de trescientas horas de servicio comunitarios. ¡Toda una eternidad! 
Claro que nunca hubiera creído que me encantaría trabajar en un centro 
asistencial, y que alguien como Gabriel se cruzaría en mi camino. 
Desde que lo conozco, me siento otra persona. Tenemos tantas cosas en 
común, y se nos acaba el tiempo... ¡Ahora querría que esas trescientas 
horas fueran eternas! 
 
PD: ¿Cómo se le dice adiós a alguien que se ama? 
 
 
 
 
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CCaappiittuulloo 11 
Transcripto por shuk hing, Sofi.r.o y Florrii 
 
18 de septiembre 
Querido Diario: 
Mi vida ha llegado a su fin. Preferiría estar muerta. Me han condenado a trescientas horas — 
¡trescientas!, ¿puedes creerlo?— de servicios comunitarios. Es una injusticia. Con los 
terroristas y los asesinos suelen ser más condescendientes… Pero esa maldita jueza me odió 
desde el primer momento. ¡Ni me dejó abrir la boca! Ahí sentada, lo único que hacía era 
mirarme fijo por encima de aquellos horrendos anteojos con armazón de carey. Dijo que estaba 
harta de las niñas ricas y malcriadas que juegan con las personas de esta comunidad como si 
fueran muñecos que pueden manejar a su antojo y que, por lo tanto, iba a sentar un 
precedente conmigo, que yo me convertiría en un ejemplo. Ésas fueron exactamente sus 
palabras. ¡Santo Dios! Cualquiera habría creído que robé la Constitución o la Campana de la 
Libertad en lugar de unos miserables pendientes. Traté de explicarle que sólo fue una 
travesura, que en realidad tenía intenciones de pagarlos. Pero ella se negó a escucharme. 
Y como si todo eso hubiera sido poco, mis padres me quitaron la licencia de conducir. 
Conclusión, ahora no puedo usar mi auto. Es una injusticia. Jamás he robado nada en mi vida 
y, la única vez que lo hago, me pescan. No puedo creer que esto sea verdad. Mi último año de 
secundario desperdiciado… No puede haber nada peor. 
 La estridente campanilla del teléfono quebró el silencio. Jean dejó su bolígrafo y arrancó el 
auricular de la horquilla antes de darle la oportunidad de que volviera a sonar. Considerando la 
suerte que la había acompañado en esos últimos tiempos, si sus padres recordaban que tenía una 
extensión en su cuarto, podían ser capaces de sacarle también eso. 
 ― Hola. ¿Cómo te fue? ― Le preguntó Jennifer, su mejor amiga. 
 ― Peor, imposible. ― Apartó un rubio mechón de cabello de sus ojos. ― La jueza me odió 
desde el primer momento. Ni siquiera se dignó escuchar mi versión de la historia. 
 — ¿Jueza, dijiste? 
 ― Sí, era una mujer, aunque no exactamente lo que se dice un modelo de dulzura, suavidad y 
comprensión. ― Suspiró. La parte que seguía no iba a resultarle sencilla. Si bien Jennifer era su 
mejor amiga, no cabía duda de que se pasaría la mitad de la noche llamando por teléfono a Dios 
y a María Santísima para contarles la novedad con lujo de detalles. La razón de su vida eran ― 
además de hacer compras, claro ― los chismes. 
 ― ¿Y bien? —la urgió Jennifer, impaciente—.Habla de una vez. ¿Cuál fue la sentencia? ¿Te 
dieron libertad condicional? 
 ― Ojalá. — Jean frunció el entrecejo. — Me condenaron a trescientas horas de servicios 
comunitarios. 
 — ¿Servicios comunitarios? — exclamó su amiga, horrorizada —. Pero es una locura. Es tu 
primer delito. No puedo creerlo. Todo el que te conoce sabe que no eres una ladrona. 
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 — ¿Por qué no tratas de convencer a la jueza de eso? — Sin embargo, Jean se sintió agradecida 
por el voto de confianza de su amiga. Esa mañana, durante el tiempo que estuvo en el estrado, 
soportando la mirada penetrante de la jueza, se había sentido como una delincuente. Fue 
espantoso. Por cierto, la peor experiencia de su vida. 
 — Santo Dios — continuó Jennifer —. ¡Trescientas horas! Qué aburrimiento. Eso y tomar los 
hábitos e ingresar en un convento es lo mismo. 
 — ¿Y qué pasa entonces con el entrenamiento? ¿Y con la comisión de decoración para la fiesta 
de ex alumnos? ¿Y tu vida social? 
 — Según la jueza de minoridad Myra Bowen, no la necesito. — Las lágrimas comenzaban a 
agolparse en los ojos de Jean. Inspiró profundo, pues no quería que Jennifer la oyera llorar. — 
Además, van a asegurarse de que no la tenga. 
 — Oh, Dios, pobrecita — murmuró Jennifer, compasiva —. Ya estás en quinto año. El único 
que se disfruta de verdad en el colegio secundario. 
 — ¿Qué puedo hacer? Tendré que conformarme con ver la diversión desde afuera —comentó 
Jean con amargura —. No bien terminó la audiencia, nos reunimos con el funcionario judicial 
que está a cargo de mi caso. Al parecer, tendré que pasar todas mis horas libres vaciando 
orinales, empujando sillas de ruedas, o ayudando a las viejitas a encontrar sus dentaduras 
postizas. 
 — Denigrante — La chica suspiró con delicadeza. — Aunque después de todo, no es tan 
terrible. 
Pudo haber sido peor. 
 — ¿Ah sí? — reaccionó Jean —. A mí no se me ocurre nada peor. Acabo de arrojar mi quinto 
año a la basura. Tendré que pasar cada momento de vigilia trabajando como una esclava 
con la tarea de la escuela o cuidando ancianos. Además, mis padres me han quitado la 
licencia de conducir. Honestamente, Jen, no creo que pueda haber nada peor. Pero su amiga, 
como siempre, quería tener la última palabra. 
 — Es mejor que tener que recoger basura por las calles, por ejemplo. Ésa fue la condena 
del hermano de Mindy Waller cuando lo arrestaron por conducir ebrio. 
 — Pero lo que yo hice no fue tan malo — se defendió Jean —. El hermano de Mindy casi 
mata a una persona. 
 — Cierto, pero te atraparon. Trata de ver el lado positivo de la cuestión. Si trabajas en el Hogar 
de la Comunidad, puede que conozcas algunos pacientes interesantes. 
 La ira de Jean se disipó con la misma espontaneidad con la que había aparecido. No tenía 
ningún sentido descargar sus sentimientos en su amiga. — No tendré tan buena suerte. Me tocó 
un hogar para ancianos. Se llama Lavender House. Tengo que empezar mañana. 
 — Mañana — se lamentó Jennifer —. Pero no puedes. Hay práctica en el campo de deportes y 
ya sabes a qué debes atenerte si faltas. La señorita Devoe dice que con dos ausentes quedas 
afuera. Y tú ya perdiste el entrenamiento del lunes. 
 Jean se mordió el labio. Habría dado cualquier cosa por volver el tiempo atrás. Habría dado 
cualquier cosa a cambio de la oportunidad de revivir aquellos breves y nefastos momentos en 
Stoward’s Department Store. ¿Por qué no habría convencido a Pru y a esos idiotas que tiene 
como amigos de que fueran a dar un paseo en lugar de hacerles caso con esa idea tan, pero tan 
estúpida? No había sido de ella la idea de robar los pendientes. Siempre tuvo la intención de 
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dejar el dinero sobre el mostrador, pero como sabía que Silvia Hawkins la observaba y tuvo 
miedo de lo que pudiera decir, a lo único que atinó fue a guardarse los aros en el bolsillo. Y 
ahora estaba pagando las consecuencias. ¿El costo? Nada menos que el último año del colegio 
secundario. 
 — ¿Jean, estás ahí? 
 — Sí, aún estoy en la línea — respondió. Carraspeó. — Me temo que tendré que renunciar a los 
partidos. No tendré tiempo. 
 — ¿Tu padre no puede ayudar? — Continuó Jennifer, con evasivas—. Es abogado, ¿no?Jean tuvo deseos de reír, aunque la situación no era graciosa en absoluto. Creía que nunca más 
volvería a encontrar algo divertido en la vida. 
 — Él no puede hacer nada — mintió —. Está especializado en derecho societario. — Por más 
furiosa que estuviera, jamás nadie le arrancaría la verdad sobre sus padres. De ninguna manera 
admitiría, ni siquiera ante su mejor amiga, que su padre se había negado a mover un dedo para 
ayudarla. 
 A pesar de sus lágrimas y ruegos, él sólo se limitó a mirarla a los ojos y decirle que esa vez 
tendría que asumir plena responsabilidad de sus actos. Por supuesto, después vino el sermón 
respecto de que a los diecisiete años ya no era una nena y que, si había cometido la estupidez de 
dejarse llevar por los actos y las opiniones de quienes se llamaban amigos, ahora tendría que 
pagar las consecuencias. Y la madre había hecho causa común con su marido 
 — Además, como ya te dije, la jueza quiso sentar un precedente conmigo. 
 Una vez más, Jennifer murmuró algo solidario pero Jean casi no la oyó. Sólo tenía presente el 
rostro de la jueza y la horrenda humillación que había vivido mientras estuvo en el estrado, 
consciente de que la vergüenza no sólo había dañado su imagen sino también la de sus padres. 
Las lágrimas acudieron nuevamente a sus ojos, parpadeó con furia para contenerlas. Ni loca 
lloraría otra vez. Por lo menos, hasta que no cortara la comunicación. 
 — ¿Eh? — preguntó, cuando se dio cuenta de que su amiga acababa de formularle una 
pregunta. 
 — Quiero saber dónde queda Lavender House. 
 —Oh, del otro lado de la ciudad. En Twin Oaks Boulevard. 
 — ¡Caramba, qué castigo! ¡Se nota que no han tenido piedad contigo! Bueno, no te olvides de 
trabar las puertas al cerrarlas — le aconsejó —. Oh, disculpa. Olvidaba que no podrás usar tu 
auto. Pero, sea como fuere que llegues allí, ten cuidado. Esa parte de la ciudad es de temer. — 
¿A qué hora tienes que ir? 
 — A las cuatro en punto — contestó Jean. Se le fue el alma a los pies. Se había ilusionado con 
la posibilidad de que Jennifer se hubiera ofrecido a llevarla. Demonios. — Espera un momento. 
— Apartó el auricular de su oreja. Afuera se oía la voz de su madre que la llamaba desde abajo. 
— Jen, mamá me reclama. Tengo que irme. Volveré a llamarte no bien termine de cenar, ¿de 
acuerdo? 
 — Ni te molestes. No estaré en casa, ¿recuerdas? Esta noche se reúne la comisión de 
decoraciones en casa de Terry. — La muchacha rió con cierta vergüenza. — Supongo que tú no 
podrás ir ¿no? 
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 — No, claro — respondió Jean, pesarosa —. Además de todo lo sucedido, estoy confinada. Al 
menos por un tiempo. 
 — Muy bien, entonces te veo mañana en el colegio. ¿Pasarás a buscarme? ¡Oh! Lo siento. Me 
olvidé otra vez. Supongo que te llevará tu madre, o algo así. De todas maneras, yo iré con Terry. 
Hasta mañana. 
 Jean se estremeció. Santo Dios, qué humillante era toda esa situación. No sabía por qué de 
pronto le resultaba tan difícil hablar con Jennifer, pero así se presentaban las cosas. Tal vez 
fuera porque, a pesar de que su amiga siempre cacareaba alguna palabra compasiva, tenía la 
impresión de que, en el fondo, su mejor amiga se alegraba de verla con el agua hasta el cuello. 
Pero ése era un razonamiento despreciable. 
 No bien cortó, se dirigió a la puerta. 
 — Bajo en un segundo, mamá. — Jean no deseaba abandonar el santuario de su cuarto. Se 
apoyó contra la pared y contempló el acolchado de su cama, con rulitos de satén y encaje 
blanco, el empapelado con diseños de flores en amarillo pastel y blanco, con las terminaciones 
de madera pintadas en blanco brillante. Una habitación digna de una princesa, como había dicho 
mi padre alguna vez. Sin embargo, en los últimos tiempos se había sentido muy lejos de la 
realeza; más bien, como escoria. Enfrentarse a su madre era lo último que quería hacer en ese 
momento. Las caras largas y los sermones que ya había soportado le alcanzaban para toda la 
vida. Después, fijó los ojos en su escritorio y en la computadora que sus padres le habían 
regalado para su decimoquinto cumpleaños. La biblioteca, con sus estantes blancos repletos con 
sus viejos libros favoritos de ciencia ficción y novelas de amor, prácticamente había caído en el 
olvido; siempre estaba demasiado ocupada como para dedicarse a leer. Sonrió con tristeza. 
Ahora tendría bastante más tiempo para la lectura. 
 — Jean — la llamó su madre, impaciente 
 Entre suspiros, se volvió y abrió la puerta. No podría esconderse eternamente. Bajó las 
escaleras a toda velocidad y encontró a su madre de pie junto a la puerta principal golpeteando 
su zapato de tacón alto contra el lustroso piso de roble. 
 Eileen McNab era una rubia alta y atractiva. Llevaba un traje gris oscuro, una blusa azul claro 
y discretos pendientes de oro. Su imagen reflejaba la realidad con absoluta fidelidad: era una 
ejecutiva de gran poder. 
 — Esta noche tengo una reunión en Los Ángeles — anunció —. En la heladera tienes ensalada 
de atún para la cena. 
 — ¿Conducirás hasta Los Ángeles de noche? — preguntó Jean —. ¿No será un poco tarde? 
 — No me quedan muchas alternativas — respondió su madre sin rodeos. Como me has hecho 
perder el día en la corte, me retrasé en mis tareas. 
 — Oh. ¿Y papá? — preguntó Jean, con interés. Si bien existía una gran tirantez en la relación 
con sus padres, no quería quedarse toda la noche sola en una casa vacía. 
 Eileen se encogió de hombros y tomó su portafolio. 
— Trabajará hasta tarde. Seguramente comerá un sándwich o algo rápido en la oficina. 
 Jean se tragó su desilusión. 
 — ¿A que hora crees que llegarás a casa? 
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 — En teoría, a las nueve — contestó, mientras tanteaba en sus bolsillos buscando las llaves del 
auto —. ¿Per qué? 
 — Necesitaba hablar contigo sobre algo, eso es todo. 
 Eileen alzó el mentón, desafiante, y la observo con detenimiento. 
 — Si se trata de tu licencia de conducir, olvídalo — comenzó. 
 — No quería hablar de eso precisamente — exclamó Jean —. Pero ya que sacas el tema, ¿cómo 
crees que llegaré mañana a ese lugar? Sin auto, estoy atada. 
 — Debiste haberlo pensado antes de robar en la tienda — respondió su madre con frialdad. 
 — No estaba robando en la tienda. Yo quise pagar esos pendientes — explicó por milésima 
vez. Tanta era su frustración que quería gritar. ¿Por qué su madre no le creía? ¿Por qué no le 
concedía el beneficio de la duda? 
 — Pero tú no te detuviste a pensar, ¿verdad? Estabas demasiado preocupada por el qué dirán de 
tus amiguitas. 
 — Está bien. Cometí un grave error — concedió Jean —. Lo admito. Me equivoque. Pero, por 
si no te diste cuenta, estoy casi atrapada aquí. ¿Cómo supones que llegaré a ese hogar de 
ancianos sin auto? 
 — No seas ridícula. — Su madre atinó a colocar la mano en el picaporte de la puerta. — 
Puedes tomar el autobús. 
 — ¡El autobús! 
 — Sí, ya los conoces. Son esos vehículos grandes, pintados de azul y blanco que sirven de 
medio de transporte para las personas que no tienen auto. 
 Jean se quedó pasmada. En su vida había tomado un autobús. 
 — Pero el geriátrico está en la peor zona de la ciudad. 
 Eileen abrió la puerta. 
 — No seas melodramática. En Landsdale no hay barrios malos — contestó con impaciencia, 
ignorando las protestas de su hija —. Reconozco que parece estar situado en el corazón del área 
más pobre de la ciudad, pero no está infectada de mafiosos. Mucha gente toma el autobús — 
dijo, indiferente, mientras se encaminaba hacia su BMW —. Te gustará. 
 No bien la puerta se cerró, Jean se dejó caer con todo el peso de su cuerpo contra ella. Esa vez, 
cuando las lágrimas acudieron a sus ojos, no hizo nada para contenerlas. Adiós a los 
entrenamientos deportivos, a las citas con Todd Barrett, y a las fiestas de quinto año. También alauto. ¡Oh, Dios! ¿Cómo haría para sobrevivir a esa tragedia? Por un minúsculo y estúpido error, 
su vida estaba terminada. 
 En la escuela fue horrendo. Jean apretó en el puño el folleto con los horarios del autobús y 
colocó la mochila en el banco de la parada. 
 ―Por lo menos — pensó, al inspeccionar las calles y comprobar que no había nadie conocido 
—, logré evitar la humillación de que la mitad de la clase me vea tomando el autobús.‖ 
 Ese día, si bien no había percibido actitudes groseras o desagradables hacia ella, las miradas 
compasivas y las sonrisas sarcásticas tampoco le pasaron inadvertidas. Se acomodo en el 
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banco y abrió el folleto azul brillante. Su madre se lo había entregado esa mañana, durante el 
desayuno, sin olvidarse de la lata pertinente respecto de que el trasporte público nunca había 
dañado a nadie y de que sin duda llegaría sana y salva a su casa esta noche. Jean sintió impulsos 
de arrojar el maldito horario a la basura, pero sabía que, en esos días, en cuanto a la relación con 
sus padres concernía, estaba caminado sobre una cornisa y que habría sido una estupidez 
irritarlos deliberadamente. Si se comportaba como damita, les decía que si a todo y no les 
causaba ningún inconveniente, tal vez recuperara su licencia de conducir. 
 Miró su reloj y frunció el entrecejo. Eran las tres y cuarenta. Esperaba que, quienquiera fuese 
el encargado de Lavender House, no le diera un lavado de cabeza por haberse demorado un 
poco. El siguiente autobús para Twin Oaks Boulevard partiría dentro de cinco minutos. Por lo 
tanto, llegaría a Lavender House alrededor de las cuatro y diez. En teoría, no tendría por qué 
haber problemas. No pretenderían que tomara el autobús anterior, ¿no? De ese modo tendría que 
pasar media hora más de lo debido en ese barrio que, a pesar de las afirmaciones de su madre, 
no ofrecía ninguna seguridad. 
 Minutos después llegó el autobús. Subió. Entregó un dólar al conductor. El hombre la miró 
como si hubiera sido una extraterrestre con dos cabezas. 
 — Tienes que darme el importe justo — indicó. 
 — ¿Justo? — Notó que se había convertido en el centro de atracción de todos los pasajeros. 
 — Sí. — Tocó con el dedo un artefacto cuadrado de vidrio y metal que estaba junto a su 
asiento. 
 — ¿Qué te pasa, nena? ¿Es la primera vez que tomas un autobús? Coloca sesenta centavos en 
ese aparato, si es que quieres viajar en mi coche. 
 Varios pasajeros rieron. Con las mejillas coloradas y ardientes, Jean revolvió en su cartera y 
extrajo dos monedas de veinticinco y una de diez. Las introdujo en la urna y caminó a toda 
velocidad por el pasillo; se enredó en sus propios pies por el apuro que tenía. 
 Ocupó el único asiento vacío que había. Apoyó la mochila sobre su falda y se dedicó a mirar 
por la ventanilla, tiesa como una estatua. El autobús arrancó. Con profunda amargura, Jean 
siguió observando la elegante y moderna zona comercial de Landsdale que se veía desde al 
costado del camino. 
 Poco después, quedaron atrás las calles limpias, prolijas, y las hermosas mansiones del barrio 
residencial de la ciudad. A medida que se internaban en la zona norte, las casas iban 
achicándose; los centro comerciales asumían un aspecto burdo. Cuando tomaron por Twin Oaks 
Boulevard, Jean se arrepintió de no haber traído un aerosol irritante para defenderse de posibles 
agresores. 
 En su origen, Twin Oaks había sido la principal vía pública de la ciudad, pero, con el 
advenimiento de los suburbios y el furor de la construcción de los años 60, la antigua zona 
comercial e industrial se deterioró, convirtiéndose en un barrio bajo. Las industrias livianas e 
impolutas, como también las escasas empresas manufactureras de alta tecnología que se habían 
instalado en el lugar a fines de esa década, optaron por el sector este de Landsdale. Les 
siguieron de inmediato las hordas que huían del smog, los delitos y el tráfico del sur de 
California, y así surgió una tendencia edilicia moderna, perfecta, que caracterizó a toda la 
región. Jean vivía en una de esas casas. Este sector de la ciudad le era tan ajeno como la 
superficie de la Luna. 
 A medida que el autobús llegaba al corazón de la zona norte, se observaban hileras de viejas 
casas victorianas, la mayoría de ellas convertidas en edificios de departamentos arruinados. 
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Pasaron por tiendas de expendio de bebidas alcohólicas y de empeño, una iglesia con frente de 
piedra, y un edificio médico, con las ventanas enrejadas. 
 Por fin, luego de lo que le pareció una eternidad, la luz roja del semáforo de Acton Street 
impidió el avance del autobús, que se detuvo con un resoplido chillón. Ésa era su parada. 
Cuando se encendió la luz verde, Jean inspiró hondo, tomó su mochila y se convenció de que no 
sería tan malo. La parada estaba justo frente al geriátrico. Quizá, si iba corriendo, podría evitar 
todo tipo de agresiones. Se encaminó hacia la puerta trasera y se topó cara a cara con un chico 
alto y de pelo oscuro. Era lindo. Lindo de verdad. Un ―bombón‖. Él retrocedió para cederle el 
paso. Pero el autobús pasó de largo. 
 — Oiga — gritó Jean, presa del pánico —. Quiero bajarme aquí. 
 — ¿Y por qué no tocaste el timbre entonces? — rezongó el conductor desde adelante. 
 ¿Timbre? ¿Qué timbre? Buscó desesperadamente a su alrededor, tratando de encontrar algún 
botón para oprimir, pero no vio ninguno. 
 — Está allí — le indicó alguien con disgusto, desde atrás. Se volvió de inmediato y frunció el 
entrecejo al ver al bombón que la había distraído antes. 
 — ¿Qué pasa? — preguntó. Pasó a su lado y tiró de una angosta tira de plástico que había junto 
a la ventanilla —. ¿Nunca subiste a un autobús? 
 El vehículo se detuvo antes de que ella tuviera oportunidad de responderle algún improperio. 
El galán, a quien Jean le calculó unos dieciocho años como mínimo, la miró enfadado, se 
adelantó y se bajó. 
 Ella también. 
 — Diablos — refunfuñó. Miró las calles y se dio cuenta de que por culpa del autobús, se había 
pasado por lo menos dos cuadras. 
 Estaba hecha un manojo de nervios. Ya llevaba unos minutos de retraso y por culpa de ese 
estúpido autobús llegaría más tarde aún. Se cargó la mochila al hombro y emprendió la marcha. 
En la acera de enfrente, un grupo de chicos jugaban al básquet en una estación de servicio 
abandonada. Una argolla comida por las polillas colgaba de la parte superior del palo que estaba 
sobre los surtidores. Con cautela, Jean siguió su camino. 
 Cuando llegó al hogar para ancianos, estaba muy agitada. Se detuvo en la acera y contempló 
el sitio en el que pasaría gran parte de su tiempo libre durante los próximos seis meses. 
 Al igual que muchos edificios de Twin Oaks, se trataba de una inmensa casa victoriana. No 
obstante, se erigía sobre una vasta extensión de césped y estaba pintada de un color lavanda 
claro, con terminaciones en madera blanca. Un pequeño cartel colgado sobre la puerta 
anunciaba simplemente: LAVENDER HOUSE. 
 Jean ingresó por la entrada de cemento, subió las escaleras y se dirigió al espacioso porche. 
Otro cartel, mucho más pequeño, anunciaba: TOQUE TIMBRE, POR FAVOR. Eso hizo. 
Esperó. 
 Siguió esperando. 
 Volvió a tocar el timbre. ¿Qué pasaba con esa gente? ¿Estarían todos sordos? La puerta se 
abrió de repente y apareció una mujer seria, de mediana edad, con cabellos rubios cortos y 
crespos, que llevaba un estridente jogging rosa. 
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 — ¿Puedo ayudarte en algo? — preguntó con frialdad. 
 — Soy… Jean McNab. He sido asignada a este lugar…— Su voz se desvaneció cuando la 
mujer entrecerró los ojos. 
 — Para servicios comunitarios — terminó la mujer —. Llegas tarde. Te esperaba hace diez 
minutos. Entra. 
 Jean lasiguió hacia el interior del edificio. Los pisos eran de roble, muy lustrados. 
Exactamente frente a ella había un alto mostrador de roble que hacía las veces de escritorio de 
recepción. A la izquierda, advirtió un living cuyas paredes estaban revestidas con paneles de 
madera y un empapelado con diseños floreados, en rosa y blanco. A la derecha había una 
escalera y, detrás de ésta, un recinto semejante a una jaula, que supuso sería el ascensor. Del 
otro lado de la escalera se veía un pasillo y una puerta doble, de roble, cerrada. No había detalle 
en aquel edificio que se asemejara a lo que ella había imaginado que sería un geriátrico. 
 — Soy Esther Drake, directora de Lavender House — se presentó la mujer, mientras abría las 
puertas dobles y conducía a Jean por el pasillo —. La señora Drake — puntualizó —. Vamos a 
conversar a mi oficina. 
 Entraron en una sala pequeña y acogedora, que albergaba un escritorio, dos sillas, un archivo 
y un sofá tapizado en cuero verde. Las paredes estaban empapeladas con un alegre diseño 
selvático, en verde y blanco; los cortinados armonizaban al tono y sobre el escritorio había un 
florero con margaritas recién cortadas. 
 La señora Drake rodeó su escritorio, ocupó su silla e hizo un gesto a Jean para que tomara 
asiento. Tomó un anotador, lo abrió y extrajo un bolígrafo del portalápices que estaba junto al 
florero con las margaritas. 
 — Bien, el funcionario judicial que está a cargo de tu caso me llamó por teléfono esta mañana 
para explicarme todos los detalles. Te dieron trescientas horas, ¿verdad? 
 — Correcto. 
 — Y supongo que querrás cumplirlas lo antes posible. 
 — Supone bien. 
 — Estupendo. — Sonrió. — Toda la ayuda extra que podamos conseguir nos viene de perillas 
aquí. Nos falta personal. ¿Por qué te arrestaron? 
 — Por mechera — masculló Jean. Era una palabra que odiaba usar. Cada vez que la oía de sus 
propios labios sentía que la piel se le erizaba de humillación. — Pero sólo fue una broma — 
explicó de inmediato —. Un par de pendientes, eh… es todo lo que tomé. Y además iba a 
pagarlos. 
 La señora Drake bufó. 
 — Bien, no importa. Sin embargo, debo advertirte que somos responsables por las pertenencias 
de nuestros pacientes y no quiero que lleguen a mis oídos rumores de que algo se ha perdido, 
¿entiendes? 
 Jean la miró con ojos desorbitados. ¡No podía creerlo! Estaba tratándola como a un vulgar 
delincuente. Acababa de hacerle una advertencia. Era demasiado. 
 — Señora Drake — comenzó con gentileza, tratando de controlar sus impulsos —, no sé a qué 
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se refiere. 
 La mujer sonrió con sorna. 
 — Yo creo que si sabes a qué me refiero. Pero para que no te queden dudas al respecto, te lo 
diré con todas las letras: no quiero enterarme de que la cartera, el bolso, el dinero o los efectos 
personales de cualquiera que se encuentre en este edificio no está en el preciso lugar en el que 
debería estar. ¿Lo has entendido? 
 Humillada, Jean sintió que las mejillas le ardían. ¿Eso significaría que, si alguien robaba algo 
o un paciente extraviaba un libro de bolsillo, sería ella la culpable? 
 — Eso no es justo — se defendió —. No soy una ladrona. 
 — Claro que lo eres — se opuso la señora Drake con indiferencia —. Y bastante torpe, por 
cierto. Después de todo te pescaron, ¿no? Por otra parte, la vida no es justa. Cuando trabajes 
aquí te darás cuenta. Pero no temas. No te colgaremos ni te llenaremos de brea y plumas como 
castigo si alguno pierde una golosina. Sólo limítate a cumplir con tu trabajo y a mantener las 
manos limpias. 
 Jean optó por tragarse la ira que comenzaba a arderle en la boca del estómago. En realidad, no 
le quedaba otra alternativa. 
 — De acuerdo. ¿Cuáles serán mis tareas específicas aquí? 
 — Primero examinemos tus horarios — contestó la señora Drake. Extrajo una carpeta de tres 
anillos del último cajón y la arrojó con un golpe seco sobre su escritorio. La abrió y busco una 
página en particular. —Veamos, los domingos ya están cubiertos. Tenemos a la señora Deering. 
— Levantó la vista para mirar a Jean. — ¿A qué hora sales de la escuela? 
 — A las dos y media. 
 La mujer frunció el entrecejo. 
 — ¿Entonces, por qué llegaste tarde hoy? 
 Jean se movió, nerviosa. No quería reconocer que había invertido casi una hora tratando de 
convencer a una de sus amigas de que la llevara hasta allí. 
 — Oh, porque tuve que ir a la biblioteca a buscar algunos libros. 
 — Pero en adelante podrás llegar aquí a las tres y media, ¿verdad? 
 Jean hizo unos rápidos cálculos mentales. Trato de recordar a que hora pasaba el autobús 
anterior. Si lo tomaba, llegaría a tiempo. 
 — Seguro. 
 — Bien. Entonces, de lunes a jueves puedes trabajar de tres y media a seis, los viernes hasta las 
cinco y media, y ocho horas completas los sábados. — La señora Drake ya estaba garabateando 
en la carpeta de tres anillos. —Con eso cumplirías veinte horas por semana… y tendrás las 
noches y los domingos libres para estudiar. 
 Jean sintió que se le iba el alma a los pies. Santo Dios. Era mucho peor de lo que había 
imaginado. No tendría tiempo de nada después de la escuela, y por las noches, cuando llegara a 
su casa, no le quedaría más remedio que engullir una cena rápida y encerrarse a estudiar. No 
sabía con exactitud que había imaginado en un principio, pero, después de haber escuchado sus 
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perspectivas expuestas con claridad, sentía deseos de vomitar. 
 — Está bien — susurró. 
 — Y no vuelvas a llegar tarde — recomendó la señora Drake, poniéndose de pie —. Nuestros 
pacientes deben confiar en que el personal estará en su puesto de trabajo a la hora establecida. 
— Miro a la muchacha con detenimiento. 
 — No tienes problemas de drogas, ¿verdad? 
 — Por supuesto que no. 
 — Bien, porque aquí los fármacos se mantienen bajo llave. 
 Jean se ofendió. Las drogas jamás habían sido una tentación para ella. Pero estaba convencida 
de que la señora Drake no le creería. 
 — Vamos. — La mujer se levanto de su asiento. — Ya estamos retrasadas. Te mostrare el lugar 
para que puedas empezar. 
 Jean obedeció y se puso de pie. 
 — ¿Dónde puedo dejar mi mochila? — pregunto, mientras seguía a la directora por el pasillo. 
 — Tírala en el guardarropa. — La mujer se detuvo y abrió una puerta. 
 Una vez que se hubo sacado el peso de su mochila, Jean trato de prestar mucha atención. 
Primero, la señora Drake la llevo a la cocina. Frente a la pileta, había una mujer alta, de piel 
oscura, con una bata de casa estampada y un delantal de cocina blanco. Estaba pelando papas. 
 — Señora Thomas — dijo la señora Drake —. Le presento a Jean McNab. Trabajara con 
nosotros durante los próximos meses. 
 — Es un placer conocerte — contesto la mujer, mientras se limpiaba la mano en el delantal 
para tendérsela. 
 Jean se la estrecho con torpeza. Era la primera vez en la vida que cumplía con esa formalidad 
y no lo hacía del todo bien. 
 — Encantada — murmuro, avergonzada porque, a juzgar por la mirada de la señora Thomas, se 
dio cuenta de que ella también conocía los motivos de su presencia allí. 
 — La cena se sirve a las seis y media — anunció la señora Drake —. Una de tus tareas, antes 
de retirarte, será preparar todas las bandejas de los pacientes que deseen comer en su habitación. 
 — ¿Eso implica que algunos pacientes lo hacen en el comedor? 
 — Si, si tienen deseos de hacerlo. 
 — ¿Qué otras tareas tendré que cumplir? — Apretó los dientes. Sospechaba que, para pagar el 
derecho de piso, la obligarían a hacer el trabajo sucio. 
 — Serán muy divertidas — contesto la directora, mientras se encaminaba hacia una puerta que 
daba a un inmenso lavadero —. Por esta tarde quiero que dobles sabanas y toallas. El chico que 
esta a cargo de esa sección hoy no se presentó. 
 Bueno. Doblarropa de cama no era ninguna tragedia; era mil veces mejor que vaciar orinales. 
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 Después de la cocina, la recorrida siguió por el comedor, las salas de lavado de ropa, de 
depósito de medicamento, la enfermería, y las tres salas de estar. Jean estaba cada vez mas 
confundida. ¿Dónde estarían las ancianas y sus sillas de ruedas? ¿Y los frascos de inhalaciones, 
los monitores cardiacos y los equipos de rehabilitación? 
 — ¿Dónde están los pacientes? — pregunto Jean cuando comenzaron a subir escaleras. 
 — Algunos, descansando en sus habitaciones — respondió la mujer —; otros han salido. 
 — ¿Salido? 
 — Si. — Se detuvo en el descanso. — Esto no es una cárcel, ¿sabes? Las personas que pueden 
hacerlo, salen de compras, van a la biblioteca o cruzan al bar de enfrente a tomar un café. 
 — Lo siento — murmuro Jean —. Lo cierto es que no sabía que los hogares de ancianos eran 
tan… tan… flexibles. 
 — ¿Hogar de ancianos? — La señora Drake parecía confundida. — Esto no es un hogar de 
ancianos. 
 — ¿Entonces qué es? — Jean ya empezaba a hartarse de sentirse como una idiota. 
 — Es un hogar para enfermos terminales. La gente viene aquí a morir. 
 
 
 
 
 
 
 
 
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CCaappiittuulloo 22 
Transcripto por Helectra y Florrii 
 
19 de Septiembre 
Querido Diario: 
 Como dice mi madre cuando trata de ser moderna, ¡que depre! Por momentos se cree todavía 
una hippie del setenta. ¿Te la imaginas con una vincha en la cabeza y pantalones de 
bocamangas anchas? ¡Imposible! Pero, volviéndola tema anterior, ¡que depre! Estoy 
cumpliendo mi condena en un hogar para enfermos terminales. Trabajar trecientas horas es 
una carga, pero tener que hacerlo en un lugar en el que la gente se recluye a esperar la muerte 
es un peso insoportable. Deprimente. No me resultaría tan tortuoso si sólo se tratara de un 
puñado de ancianos, si bien tampoco sería lo ideal, en el fondo guardaría la esperanza de que 
al menos tuvieron una oportunidad en esta vida. Aquí hay personas de todas las edades, incluso 
hay un chico que tenia casi la misma edad que yo. Por suerte todavía no lo conocí. La señora 
Drake me tiene tan ocupada preparando bandejas para la cena y doblando sábanas, que en 
realidad no me queda mucho tiempo para hacer sociales. Este sitio es decadente. No porque 
tenga mal aspecto ni nada por el estilo, sino porque no puedo cumplir mis servicios 
comunitarios allí. De ninguna manera. Es demasiado mórbido. Aunque sea lo último que haga 
voy a encontrar el modo de huir de Lavender House. ¿Las razones? Saltan a la vista: la 
directora me detesta, está ubicado en el peor punto de la ciudad, y no me creo capaz de pasar 
los próximos seis meses conviviendo con personas sentenciadas a muerte. Algo se me tiene que 
ocurrir. Si hago un balance, lo único bueno que me pasó fue haber conocido al bombón del 
autobús. ¡Lástima que fuera tan grosero! 
 Jean oyó la voz de su madre, que desde abajo le avisaba que ya era hora de salir. Arrojó su 
diario en el cajón de su mesita de luz, tomó la mochila y corrió hacia las escaleras. 
 No hablaron mucho camino a la escuela. Otra situación que la desalentaba. Recordaba aun las 
épocas en que no podían dejar de charlar. Pero desde que su madre había empezado a trabajar, 
cada vez tenían menos que decirse. A veces, pensó Jean, mirándola de reojo, parecían seres de 
distintos planetas. 
 Vio a Jennifer no bien bajó del auto. Estaba parada bajo un inmenso roble, frente a la escuela. 
Con aquellos ojos enormes color avellana, su figura elegante y sus perfectos cabellos castaños, 
era una de las chicas más populares del Landsdale High. 
 ― Hola ― Saludó a Jean cuando se le acercó ― ¿Cómo te fue ayer? 
 ― Fue espantoso ― contestó su amiga. Echó una mirada furtiva a su alrededor para ver si 
había alguien observándolas. La mayoría de los chicos estaban reunidos en pequeños grupos, 
frente al edificio de dos pisos. Jean no detectó ninguna mirada intencional dirigida a ella. En 
realidad, todos la ignoraban lisa y llanamente. Tal vez la suya ya fuera historia antigua. 
 ― Ese lugar es escalofriante y queda en le peor sitio de la cuidad. Podré llamarme dichosa si no 
me asaltan. 
 ― ¿Cómo es la gente? ― preguntó Jennifer. 
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 ― Bueno sólo conocí a la directora y a dos miembros más del personal. ― Al ver que Todd se 
aproximaba a ella, le sonrió ― y no fueron nada del otro mundo. 
 ― Hola, chicas ― Todd sonrió a ambas ― ¿Cómo van las cosas? Me enteré que te han 
condenado a trabajar algunas horas en un hogar de ancianos. 
 Jean lanzó una mirada furibunda a su amiga, pero Jennifer estaba tan embobada con Todd, que 
ni cuenta se dio. Era imposible no mirarlo, pensó Jean. Alto, rubio, apuesto hasta decir basta y 
uno de los mejores jugadores de fútbol de Landsdale… Decididamente el chico más disputado 
de la escuela. Varias veces había salido con Jean, aunque desde un primer momento había 
dejado bien en claro que no tendrían una relación exclusiva. Él salía con muchas chicas. Pero a 
Jean le gustaba de todas maneras. Una de sus esperanzas era que algún día, Todd descubriera 
que estaba perdidamente enamorado de ella. 
 ― Bien ― respondió Jean, avergonzada. Una cosa era trata de autoconvencerse de que una no 
era una ladrona, pero otra muy distinta, persuadir a los demás, sobre todo teniendo en cuenta 
que la habían pescado. ― Sólo espero que todo esto se transforme en una experiencia positiva 
para mí ― Bien podía ganar algunos puntos tomando las cosas con filosofías. ¿A quién no le 
gustan las santas? ― Quiero decir, admito que he cometido un error. Pero siempre hay que 
encontrarle el lado bueno a las cosas. 
 ― No era eso lo que me decías hace un rato. ― La interrumpió Jennifer de inmediato ― En tu 
opinión ese lugar es de lo peor. 
 ― Dije que estaba en el peor punto de la cuidad ― Corrigió Jean ¿Qué rayos sucedía con su 
amiga? ¿Acaso pretendía dejarla como una idiota? Bastante con que, confirmando sus 
sospechas, hubiera hecho arder las líneas telefónicas la noche anterior. Guardar secretos no era 
el punto fuerte de Jennifer. Pero tampoco esperaba que la hiciera quedar como una estúpida 
frente a Todd y a propósito. 
 ― ¿Dónde queda ese lugar? ― preguntó Todd. 
 ― En la parte antigua de la cuidad, en Twin Oaks Boulevard. 
 ― Uh, ese barrio se viene abajo. ― Todd la miró compasivo. ― Será mejor que tomes 
precauciones Jean. Una chica como tú podría ser un blanco fácil. Eres preciosa. Cuídate las 
espaldas y aléjate de los callejones oscuros. 
 Jean sonrió agradecida. Conocía sus atributos. Las rubias de ojos verdes y buena figura no 
eran moneda corriente. De todos modos, le resultaba agradable oírlo de otros labios. 
 ― No te aflijas ― dijo ― tendré cuidado. 
 ― ¿Vendrás al partido el viernes por la noche? 
 Jean no pudo determinar a quien de las dos se dirigía Todd. Pero Jennifer no se detuvo a 
pensarlo ni un segundo. 
 ― Yo sí ― respondió con descaro ― pero ella no podrá ir. 
 ― Tal vez pueda ― la contradijo Jean, ignoraba que se traía su amiga entre manos, pero ya se 
estaba hartando de su juego. ― Los viernes salgo a las cinco y media. 
 ― ¿No era que en tu casa te habían prohibido las salidas? ― Jennifer recogió su mochila y se 
la cargó al hombro. Sonrió a su amiga con aire candoroso. ― Además, ¿cómo llegarías allí sin 
auto o licencia para conducir? 
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 ― Oh ¿quieres que te lleve? ― preguntó Todd ― Jugamos de locales, de modo que tendré que 
estar en la cancha a las seis. 
 ― Esta bien ― Respondió Jean con su ánimo en una vertiginosa caída libre, comparable a sus 
notas de física. No obstante, el dolor más grande en ese momento era la actitud de Jennifer. Talvez no eran tan amigas como había creído. ― Estoy castigada ― admitió ― Al menos por el 
resto del mes. Pero te agradezco la invitación. 
 ― Puedes llevarme a mí ― acotó Jennifer. 
 Todd la ignoró. 
 ― No me parece tan malo trabajar en un geriátrico. Mi abuela está internada en uno y el 
entorno es bastante agradable. 
 Jean decidió que lo mejor era decir la verdad. No tenía sentido mentir. Además, a pesar de que 
Lavander House era espantoso, había empezado a sentirse un poco culpable por su actitud. Lo 
peor de este mundo debe ser saber que uno se va a morir sin remedio. 
 ― En realidad, no esto en un geriátrico ― explicó ― Es un hogar para enfermos terminales. 
 ― ¿Qué es eso? ― preguntó Jennifer. 
 ― Un lugar al que la gente va para morir ― Con su atención aun concentrada en Jean ― Qué 
extraño. 
 ― ¿Extraño? ― preguntó Jean ― ¿Por qué? 
 Él se encogió de hombros y la muchacha no pudo menos que rearar en aquella espalda ancha, 
cuyos músculos se marcaban por debajo de la chaqueta. 
 ― Por tu edad. 
 ― ¿Mi edad? ¿Qué tiene que ver eso con m edad? 
 ― Todo ― contestó él ― Además de ser la primera vez que infringes la ley, se trata de un 
delito que no implica violencia ― Se interrumpió. Parecía bastante incómodo ― Espero que no 
te moleste, pero he discutido tu caso con mi tío. 
 Por supuesto que le molestaba, pero no era mucho lo que podía hacer al respecto. Tenía plena 
conciencia de que se había convertido en el tema de conversación de sus amigos y sus 
respectivas familias. 
 ― No hay cuidado. 
 Él le sonrió agradecido. 
 ― De todas maneras en su opinión ― que debe ser calificada porque trabaja para el 
Departamento de Libertad Condicional ― Tendrían que haberte asignado a un hogar o centro 
comunitario. De hecho, estaba casi convencido de que conocía el lugar exacto. ¿Te has 
asegurado de que no cometieron un error contigo? No sería la primera vez que metieran la pata, 
ya lo sabes. 
 ― Oh, por el amor de Dios ― interrumpió Jennifer ― ¿A qué tanta discusión? Después de 
todo, lo único que tendrás que hacer es vaciar orinales o cambiar algunas sábanas. 
 Todd meneó la cabeza. 
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 ― Destinar a Jean a un sitio donde será testigo de cómo cierta gente espera la muerte es la 
estupidez más grande que podían haber hecho. Esa clase de cosas puede causar daños 
psicológicos. 
 ― Que tontería ― contestó Jennifer. 
 ― Ninguna tontería ― insistió él ― se necesita una capacitación especial para trabajar en una 
establecimiento como ese. Sé que es así. Mi otro tío es cura y siempre habla de lo desgastante 
que es trabajar con enfermos terminales. ― Miró a Jean ― Los funcionarios del departamento 
deben haberse equivocado. De ninguna manera pueden enviarte a un lugar semejante. Imposible 
¿Quieres que le pregunte a mi tío? 
 Así se le ocurrió la gran idea. Tenía que existir un modo de zafarse de esa situación. Todd 
estaba en lo cierto. El trabajo en Lavender House podía acarrear consecuencias muy 
perjudiciales: agotamiento, depresión, insomnio, pérdida del apetito. Las posibilidades eran 
infinitas. 
 ― Es un gesto muy amable de tu parte, Todd ― contestó, obsequiándole la más calida de sus 
sonrisas. _ Tal vez sea una buena idea preguntarle. Por supuesto, si el Departamento de Libertad 
Condicional cometió un error me gustaría saberlo. 
 Cuando sonó el timbre, los tres se encaminaron hacía el edificio. Jean sonrió para sus adentros 
mientras escuchaba a medias la charla de Jennifer. ¿No era una suerte haber mantenido esa 
pequeña conversación con Todd? De pronto, vio una pequeña luz de esperanza. Se marcharía de 
ese lugar aunque fuera la última cosa que hiciera en este mundo. 
 
 Esa tarde se aseguró de tomar el autobús anterior. La dejó en la parada a las tres menos cinco. 
Miró la calle, tratando de decidir si le convenía entrar a trabajar media hora más temprano o 
tomar una Coca en el bar de la esquina. Pasó un grupo de chicos, que se detuvieron a pocos 
metros de la entrada del Hogar. No parecían muy sociables. Eso la decidió: salió corriendo hacia 
la esquina. Tal vez se hubieran ido para cuando llegara la hora de empezar su turno. 
 Con gesto ceñudo, Jean empujó las pesadas puertas de vidrio y se encaminó directamente 
hacia el mostrador. Limpieza no faltaba, pero era lo único respetable de ese lugar. Los pisos 
estaban recubiertos de linóleo gris de alto tránsito, los bancos giratorios presentaban grietas en 
sus tapizados de cuero rojo y el mostrador gris, cromado, había sido nuevo en la época de 
Segunda Guerra Mundial. La muchacha se sentó en uno de los bancos, sacó su libro de Física y 
lo abrió. Podía aprovechar para adelantar la tarea. 
 ― ¿Qué vas a tomar? 
 Jean levantó la vista y se encontró con el bombón del autobús. Llevaba un delantal blanco 
atado a la cintura y, en la mano, un anotador y un lápiz. De cerca era mucho más lindo de lo que 
había imaginado. De ojos grises, cabellos oscuros y hombros muy anchos, sin duda arrancaría 
más de un suspiro femenino al pasar. 
 ― Oh, una Coca, por favor. 
 ― ¿Algo más? 
 Meneó la cabeza y soltó un suspiro de alivio. No la había reconocido como la idiota que no 
sabía que hacer para que se abriera la puerta del autobús, pensó, mientras lo miraba con el 
rabillo del ojo. 
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 ― ¿Eres estudiante? ― Le preguntó cuando le trajo la Coca al mostrador. 
 ― Estoy en quinto año en Landsdale. ― Los latidos de su corazón se aceleraron. Qué hermosa 
voz tenía. De locutor. 
 ― Oye, Nathan ― vociferó un hombre desde el otro extremo de la barra, al tiempo que 
levantaba su taza ― ¿Nos sirves más café? 
 El chico no volvió a dirigirle la palabra. Sin embargo, Jean advirtió que no dejaba de 
observarla cada vez que creía que ella no lo miraba. Fingió estar fascinada con su texto de 
Física. 
 Quince minutos después, pagó su cuenta y se marchó. El grupo de muchachotes que se había 
reunido frente a Lavender House ya no estaba allí, pero de todas maneras Jean se apresuró a 
entrar. En ese barrio, lo mejor era no quedarse en la calle. 
 No bien cruzó la puerta, la señora Drake la hizo subir. 
 ― Hoy te presentaré a los pacientes ― le dijo. 
 Jean disminuyó la velocidad. 
 ― A veces hacemos cosas por ellos ― Continuó la mujer. Si en algún momento notó la 
vacilación de Jean, supo disimular. Cuando llegaron al descanso, se detuvo y esperó. 
 ― ¿Qué clase de cosas? ― preguntó la chica, con tono aprensivo. 
 ―Oh, Dios ― pensó ― no soy enfermera. No pretenderán que aplique inyecciones o ponga 
catéteres, ¿no?‖ 
 Pero no le habría llamado la atención un pedido semejante: hasta el momento no había visto 
pasar a nadie que remotamente se pareciera a un médico o una enfermera. 
 La directora sonrió de mala gana. 
 ― No te preocupes. No te pediremos que practiques una cirugía cerebral. A ciertos pacientes 
les gusta leer, y a otros, salir a dar un paseo, pero necesitan un poco de ayuda para hacerlo. 
Algunos, simplemente prefieren compañía. Es parte del trabajo de una voluntaria. Hacer un 
poco de todo. Una vez que hayas conocido a todos, podrás preparar las bandejas para la cena. 
 ― Oh ― comentó Jean, y se encogió de hombros ― de eso sí que puedo encargarme. 
 ― Bien ― dijo la señora Drake ― Y antes de que me olvide, recuérdame que te presente a la 
señora Meeker. Es la enfermera que está de turno hoy. Se encara de suministrar los calmantes y 
las medicinas y hacer que nuestros paciente se sientan lo mejor posible. 
 Jean asintió con la cabeza y luego miró por detrás de ella al oír un taconeo que subía por las 
escaleras. Una mujer de mediana edad, bastante robusta, con su negra cabellera convertida en 
una montaña, subía en dirección a ellas. Llevaba un traje de pantalón y chaqueta verde, muy 
ajustado, que ceñía con un cinturón color cereza, aros largos de piedrasfalsas y unos zapatos 
claros, de plástico, ajustados con una cinta elastizada al talón; los tacos tendrían unos ocho 
centímetros de altura como mínimo. 
 ― Polly ― la llamó la directora ―, te presento a Jean McNab, la chica de quien te hablé. Jean, 
ella es Polly Dickson, la mejor de nuestras voluntarias. 
 ― Es un placer conocerte ― dijo la mujer, mientras le tendía la mano. 
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 ― Gracias ― contestó Jean. Tuvo que contener el impulso de no quedarse mirando el brillo 
dorado que decoraba las largas uñas granate de Polly ― Para mí también es un gusto. 
 ― Tengo que ir a una reunión ― agregó la señora Drake ― Polly te pondrá al tanto de todo. ― 
Bajó las escaleras a prisa. 
 ― ¿Ya conociste a algún paciente? ― preguntó la voluntaria. 
 ― No hasta ahora aprendí donde están todas las cosas y a preparar las bandejas con la cena. 
 ― De acuerdo ― Con una sonrisa la tomó del brazo ― Vamos, empezaremos con el señor 
Kenworthy. Es muy amable. ― Avanzaron por el pasillo. 
 De pronto, Jean sintió miedo. ¿Qué se le dice a alguien que se está muriendo? ¿Cómo ha que 
actuar? ¿Había que fingir que nada pasaba? 
 ― ¿Que es lo que… eh… tiene? 
 ― ALS. El mal de Lou Gehring. Vino a vivir a este sitio cuando su esposa falleció porque no 
tenía a nadie que cuidara de él. ― Se detuvo ante la última puerta del largo corredor, golpeó y 
empujó para entrar. 
 Jean la siguió. La habitación era muy luminosa y estaba empapelada con diseños floreados en 
verde y amarillo. Había cortinas brillosas en la ventana abierta y una pantalla grande de 
televisión. Un hombre delgado, de cabello oscuro y anteojos, estaba sentado en una silla de 
ruedas, junto a una cama reclinable de hospital. 
 ― Hola, Jake ― lo saludó Polly con alegría ― ¿Cómo estás hoy? 
 ― Bien ― sus palabras se oyeron tan apagadas, que sonó como un ―Bnnn‖. Desvió la mirada 
aun sin torcer el cuerpo, para poder ver a Jean. 
 ― Ella es Jean McNab ― la presentó Polly ― Otra voluntaria. 
 ― Hola ― Jean sintió mucha pena por él, pero trató de no demostrarlo. Por suerte, tras las 
presentaciones del caso, se marcharon de la sala. Lo peor es que no se le ocurría ni media 
palabra que decirle. 
 Polly le hizo conocer a tres pacientes más: dos con cáncer y uno con sida. Jean trató de no 
pensar en el motivo de la internación ni en la razón por la cual sus familias no podían cuidar de 
ellos. No quería tener que conjeturar respuestas. Era demasiado deprimente. Sin embargo, para 
su asombro, toda la gente que conoció se mostró sonriente y alegre. Jamie Brubaker, el paciente 
con cáncer, estaba por ir al cine. 
 ― Ahora te presentaré a Gabriel ― Anunció Polly ― mientras la conducía a una habitación 
separada, situada junto a una pequeña escalera al final de pasillo. ― Tal vez le venga bien un 
poco de compañía en estos momentos. 
 La sala se parecía bastante a las demás, con excepción de que tenía más ventanas. Un 
muchacho de pelo oscuro estaba recostado en la cama, leyendo una revista. Levantó la vista 
cuando las oyó entrar. 
 ― Hola, Polly, ¿cómo estás? 
 Polly rió. 
 ― Como siempre. Te traje a una de nuestras flamantes voluntarias. Jean McNab. Gabriel 
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Mendoza. 
 ― Hola ― la saludó él a secas. 
 ― Hola ― Respondió ella. Lo notó delgado en extremo. Llevaba unos pantalones de corderoy 
muy gruesos y una abrigada camisa de lana. El cabello era negro como azabache: su piel de un 
cálido color miel, y sus ojos de terciopelo, dulce como el chocolate. Sin embargo, no fue el 
peculiar tono intenso de los ojos lo que le llamó la atención sino el modo en que la miró. Por 
una décima de segundo, tuvo la sensación de que aquella mirada era capaz de penetrarle el alma. 
Tuvo que esforzarse por quebrar el contacto visual. 
 ― Los dejaré solos para que se conozcan ― dijo Polly —. Podrían jugar a las cartas, o hacer 
alguna otra cosa. Gabriel, sé amable. No querrás espantar al personal, ¿verdad? 
 —Yo sólo espanto a las moscas — contestó el aludido, sin apartar la mirada de la muchacha ni 
por un instante. 
 Ella sintió pánico. No quería quedarse a solas con Gabriel. Y no sabía por qué. Pero Polly ya 
se había ido. 
 Él seguía mirándola fijo. 
 — ¿A qué colegio vas? —preguntó por fin. 
 — Landsdale High. ¿Y tú? — Habría deseado morderse la lengua. Por lo frágil de su aspecto, 
era obvio que no podía ir a ninguna parte. — Oh… lo siento. 
 Fue una pregunta estúpida. 
 — Iba Tufts — contestó —. Pero me parece que eso fue hace siglos. Me recibí el año pasado. 
¿Cómo es que te ofreciste de voluntaria en un lugar como éste? 
 Jean se movió con nerviosismo. Por alguna razón, sintió vergüenza de confesar que en 
realidad no era una ―voluntaria‖. 
 — Bueno, sentí necesidad de hacer algo para ayudar. — Miró el cuarto, pues no deseaba que 
sus miradas volvieron a encontrarse. Había estantes con libros debajo de las ventanas. Un libro 
de tapas plateadas le llamó la atención. — ¿Ése es el libro de Harry Harrison? — le preguntó, 
señalando el estante más alto. 
 — Sí, es uno de la serie ―Edén‖. ¿Te gusta leer ciencia ficción? 
 Jean se dirigió de inmediato hacia los estantes. Ese movimiento fue un pretexto para hacer 
algo, la liberó de la obligación de mirarlo. 
 — Solía leer mucho más que ahora — contestó, mientras tomaba el libro. La tapa estaba 
arrugada y algunas páginas tenían las puntas dobladas; parecía bien leído y muy amado. De 
pronto recordó cuánto placer sentía ella a leer. — Pero ahora estoy tan ocupada que 
prácticamente no tengo tiempo. 
 — Oh, sí, con tantas horas de trabajo como voluntaria. —Acentuó la palabra con sarcasmo. — 
Debe de ser muy difícil. 
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 Jean alzó la mirada. 
 — ¿Cómo tengo que interpretar eso? 
 Gabriel sonrió y su cara delgada se transformó. 
 En sus ojos brilló un destello de picardía. 
 — Significa que termines de una vez con la patraña. Todo el mundo sabe que no estás aquí por 
la generosidad de tu corazón, sino porque te arrestaron y fuiste condenada a brindar servicios a 
la comunidad. 
 — Lo que no implica que mi trabajo sea malo. — se defendió. 
 Él se encogió de hombros, como si le hubiera dado igual una cosa o la otra. 
 — ¿Por qué te arrestaron? 
 — Por mechera. — Dejó el libro. — Pero en realidad, no estaba robando. Sólo fue una 
travesura. 
 — Sí, un par de amigos míos hicieron una travesura parecida — replicó con sorna —, con la 
diferencia de que para la policía fue robo de autos. También los obligaron a servir a la 
comunidad. 
 — Un par de aros ni se comparan con un auto — protestó Jean. 
 — Pero ellos no habían robado el auto. Sólo estaban manejándolo para divertirse. Claro que 
eran pobres y latinos; ni ricos ni sajones. 
 — Es un comentario muy ruin — gruñó Jean. Luego se tapó la boca, arrepentida. Demonios. 
Ese chico se estaba muriendo y ella ni siquiera sabía qué le pasaba. Lo mejor era que no 
volviera a abrir esa bocota suya, por pesado que Gabriel se pusiera. No quería irritarlo ni que se 
pusiera de rodillas a sus pies. 
 — A menudo la verdad es ruin — dijo —, en especial con mis amigos. A ellos les dieron dos 
años; a ti, trescientas horas. 
 Un cóctel de emociones se anudó en su estómago. Estaba furiosa por la actitud de Gabriel, 
avergonzada y humillada. ¿Qué pretendía que hiciera, que se disculpara por no haber ido a la 
cárcel? 
 — Será mejor que me vaya a ayudar con las bandejas para la cena. 
 En el descanso del primer piso se topó con Polly. 
 — ¿Ya terminaste? — le preguntó, mientras sacaba una pila de toallas de un carro. 
 — Creo que estaba cansando — mintió Jean — ¿Qué es lo que tiene? 
 — Anda mal del ―bobo‖ — respondió Polly. 
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 — ¿Problemas cardíacos? — Jeanfrunció el entrecejo. — ¿No es posible un trasplante en su 
caso? 
 Polly meneó la cabeza. 
 — Gabriel tuvo una grave infección virósica, que complicó el estado de las válvulas o algo 
similar. Sea lo que fuere, no está apto para ser trasplantado. Siempre y cuando tuviéramos la 
suerte de conseguir un donante, claro. Lo dudo, por el tiempo que le queda. 
 — ¿Cuántos años tiene? 
 — Dieciocho. — Polly sonrió con amargura. 
 Jean no hizo más preguntas, pues, en realidad, no deseaba conocer las respuestas. Si bien no 
era la persona más agradable que había conocido, tampoco quería pensar en lo que tenía que 
enfrentar. Dios, qué pesado era ese chico. ¡Pero sólo tenía dieciocho años! 
 Pasó media hora colaborando con Polly en la tarea de cambiar toallas sucias por limpias y 
conocer a la mayoría de los residentes. Había doce internos en total, en Lavander House, y todos 
ellos tenían algo en común; se estaban muriendo. 
 Polly la llevó abajo, asomó la cabeza en el despacho de la señora Drake y le informó que 
presentaría a Jean a la enfermera. Lavander House contaba con una enfermera matriculada 
durante las veinticuatro horas del día. Tenía que haber una persona que se encargara del 
suministro de medicamentos, que no eran drogas convencionales, de las que mejoran a la gente, 
sino aquellas sirven para ayudarlos a soportar el dolor. 
 Después de eso, Jean armó las bandejas para la cena con la señora Thomas. Durante la tarea, 
se enteró de que la cocinera tenía dos hijos grandes. La hija estudiaba abogacía, y el hijo, 
ingeniería electrónica. 
 El tiempo pasó tan rápido que Polly tuvo que entrar en la cocina y recordarle que ya era hora 
de irse. Jean recogió de inmediato sus cosas y corrió hacia la parada de autobús. 
 Durante el trayecto de regreso a casa, comenzó a orquestar todo. La conversación que había 
mantenido con Todd le sirvió de puntapié inicial. Tenía que haber un modo de salir de esa 
situación, para no tener que volver nunca más a ese sitio. Apoyó la cabeza contra la ventanilla 
del autobús. La noche se cernía rápidamente sobre la ciudad. Las luces ya se habían encendido y 
el tráfico estaba pesado. 
 Bajó donde correspondía y fue corriendo hasta su casa. 
*** 
 Apartó el arroz y los langostinos hacia el borde del plato. No porque no le gustaran — ¡le 
encantaban! —, sino porque quería que sus padres notaran un deterioro en su apetito. 
 — Será mejor que te apures, Jean — sugirió su madre, mientras se servía otro pancito —, 
Tienes tarea que hacer. 
 — Ya terminé. — Corrió la silla hacia atrás y se puso de pie. 
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 — No has comido mucho — señaló el padre, que levantó la vista de su plato para mirar el de 
ella —Mira cuánto desperdicio. ¿Comiste alguna cosa que te echó a perder el apetito? 
 — No, no probé bocado desde el almuerzo, salvo una gaseosa. Simplemente, no tengo hambre 
—contestó, cuidándose muy bien de mantener su postura indiferente. 
— No te preocupes por ella, Gerald, — dijo la madre. Dirigió una mira de exasperación a su 
marido. — Tiene una salud de hierro. 
 — De acuerdo, si tú lo dices. Pero sigo sosteniendo que debería comer un poco más. — Gerald 
McNab miró a su hija. Era un cuarentón regordete, de cabellos oscuros salpicados de plata, ojos 
castaños y cejas espesas. — ¿Qué tal el geriátrico? — preguntó con el aire cordial. 
 Jean se encogió de hombros. Tenía que ser muy, pero muy cauta en ese punto. Sus padres 
seguían muy enfadados con ella. Si pretendía comprar su compasión y lograr que el viejo ―papi‖ 
moviera algunos hilos por ella, tenía que interpretar su papel a la perfección. 
 — Bien. — Le obsequió una cálida sonrisa — Es un poco triste. — Los hogares para ancianos 
por lo general son así — comentó él abiertamente. Introdujo otro bocado de langostinos en su 
boca. 
 Jean vaciló. Tuvo el presentimiento de que no era el momento indicado para informarles que 
Lavander House no era un hogar para ancianos, en realidad. Con el humor que tenían en esos 
momentos, lo más probable era que pensaran que cumplir los servicios comunitarios en un 
hogar para enfermos terminales era justamente lo que ella se merecía. No. Se aguardaría ese as 
del triunfo bajo la manga para cuando estuvieran de mejor talante. 
 Jean siguió jugueteando unos minutos más con la comida y su frustración se intensificó. Los 
padres charlaban de sus cosas, al parecer, indiferentes a la tristeza y depresión que ella estaba 
viviendo. Demonios. Bueno… tendría que afinar la puntería. 
— ¿No te conviene empezar con la tarea? — preguntó Eileen, mirando su reloj. 
 Por fin, Jean bajó los brazos. Estaba convencida de que, aunque el Ángel de la muerte 
estuviera sentado sobre su hombro en esos momentos, ellos se mantendrían firmes en su postura 
indiferente. Caramba que estaban enojados. Tal vez lo mejor fuera darles unos pocos días más. 
Quizás una semana. 
— Es cierto. Tengo un examen de Física mañana. 
 Al día siguiente tuvo que ir caminando a la escuela y por eso, llegó tarde. Cuando sonó el 
primer timbre, estaba subiendo las escaleras a toda velocidad. Jennifer no la había llamado, 
llegaría tarde a su primera clase del día y tampoco había logrado borrar de su mente a Gabriel 
Mendoza ni al resto de los internos de Lavender House. 
 Y su humor empeoró ante el anuncio del señor Campbell, su honorable profesor de inglés, 
respecto de que tendrían que entregar un resumen sobre un libro el lunes siguiente. 
 No hubo quien no protestara en la clase, pero al viejo Campbell no se le movió un pelo. 
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 — Ésta es una clase selecta — aclaró. Tomó un trozo de tiza y se acercó al pizarrón. — De 
modo que ninguno de ustedes debe tener problemas en terminar un libro. 
 — Pero ya estamos a mitad de semana — se quejó Kimberly Rand —. Sólo nos quedan unos 
días. 
 — Olvida el televisor — recomendó Campbell. 
 — ¿Podemos leer el libro que queramos? — preguntó algún alumno de atrás. 
 — Siempre que sea un libro de verdad, con palabras de verdad en lugar de fotografías, no tengo 
inconveniente. — Les sonrió de un modo casi imperceptible. — Y por favor, ahórrenme el 
disgusto de tener que verme en problemas con el Consejo de Educación. Catcher in the Rye está 
permitido, pero Henry Miller y Terry Southern quedan totalmente fuera de discusión. Traten de 
elegir libros que estén en la biblioteca del colegio. 
 Jean suspiró. El Distrito Escolar Federal de Landsdale no era famoso por sus ideas liberales 
respecto de los libros que se consideraban adecuados para los estudiantes secundarios. La 
elección sería muy difícil. Fue entonces cuando recordó que había conseguido el primer libro de 
la serie ―Edén‖ en la biblioteca de la escuela. Al demonio, pensó. Si se sentía presionada, podía 
escribir un resumen sobre esa historia. 
 No vio a Jennifer en todo el día, pero se encontró con Todd a la salida de la biblioteca. 
 — Hola — le dijo —. ¿Cómo estás? 
 — Bien. 
 — Oye, la propuesta de llevarte al partido de viernes por la noche sigue en pie. 
 Jean se moría por aceptar, pero pedir a sus padres que le levantaran la sanción en ese 
momento habría arruinado todos sus planes. Cómo le gustaba Todd. Caramba. 
 — Es muy amable de tu parte — contestó, con una sonrisa radiante —; si no estuviera 
castigada, te habría dicho que sí de inmediato. 
 — Lo entiendo — respondió él —. Tal vez podamos salir juntos cuando se acabe tu castigo. 
 Abrió la boca para aceptar pero antes de poder articular palabra, la más descabellada de las 
imágenes se representó en su mente: Nathan, el bombón del autobús. Parpadeó repetidas veces y 
luego sonrió, incómoda, al ver la expresión perpleja de Todd 
 — Sí, sería lindo. 
 — Bueno, avísame cuando tus padres te den permiso para volver a salir. Ah, el domingo voy a 
ver a mi tío. Le preguntaré lo de LavanderHouse. 
 — Oh, no te molestes. — Jean se encogió de hombros. — Mi papá se encargará de ese asunto. 
 — ¿Seguro? 
 Asintió con la cabeza y al segundo se preguntó qué demonios estaba haciendo. No podía darse 
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el lujo de desperdiciar ninguna propuesta de colaboración para huir de Lavander House para 
siempre. 
 — De acuerdo. Hasta luego. — Todd la saludó y se encaminó hacia el sitio donde estaba el 
equipo. 
 Jean se quedó de pie durante un rato, pensando por qué no habría sido más vehemente para 
pedirle ayuda. Un montón de tonterías daban vueltas en su mente. Nathan, Polly, los pacientes 
del Hogar, Gabriel y sus comentarios sarcásticos. Por un momento, se sintió rara. Se mordió el 
labio. Quería borrar esa sensación. Pero no pudo. Se dio por vencida y se dirigió a su próxima 
clase. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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CCaappiittuulloo 33 
Transcripto por Maka.mayi 
 
21 de Septiembre 
Querido Diario: 
 Como no tuve tiempo de escribir esta mañana, decidí hacerlo ahora, mientras espero el 
autobús. Las cosas no están saliendo como planeé. Tengo que entregar ese famoso resumen el 
lunes y la biblioteca no tiene el libro que necesito. Todd me invitó a salir otra vez… A lo mejor, 
una de mis fantasías está por convertirse en realidad. ¿Se habrá vuelto loco por mí? Sin 
embargo, lo extraño de esta situación es que yo no estoy segura de querer salir con él. Anoche 
no pude dejar de pensar en Nathan, aunque no por que me parezca un buen mozo irresistible. 
Me siento rara en todo. Tampoco me puedo sacar de la cabeza a ese idiota y grosero de 
Gabriel. Y por si todo esto fuera poco, mis padres se han puesto tan pesados que no se dan 
cuenta de nada. Mamá ni siquiera reparó en que no probé bocado en el desayuno esta mañana. 
Si la situación se prolonga demasiado, moriré de inanición antes de que logre machacar en sus 
cabezotas que estoy terriblemente deprimida. ¿O debo decir que he caído en un pozo 
depresivo? Lo que fuera; mi plan se está yendo a pique. Tal vez deba mejorar mi actuación. 
 El chillido de unos frenos aerodinámicos avisó a Jean que había llegado el autobús. Guardó el 
diario en su mochila a las apuradas, se puso de pie y desenterró del bolsillo de sus jeans el 
cambio justo que tenía preparado para pagar su pasaje. Ése era otro tema que la fastidiaba: tener 
siempre a mano las monedas para el dichoso transporte. 
 En lugar de bajarse en la parada que quedaba en la puerta del Hogar, esperó la siguiente, 
ubicada frente al bar. Cruzó la calzada corriendo, empujó las pesadas puertas de vidrio y abrió. 
Se sentó en uno de los bancos y miró a su alrededor, buscando a Nathan. 
 El lugar estaba casi vacío. Algunos clientes ocupaban un par de reservados y también había un 
hombre inclinado sobre su periódico, al otro lado del mostrador. 
 Nathan entró por unas puertas vaivén que estaban detrás de la barra. Llevaba una pila de 
bandejas llenas de vasos. Jean no pudo contener el impulso de mirar el movimiento de los 
potentes músculos de sus brazos. Sólo esperaba no haberse puesto demasiado en evidencia. Pero 
le sobraba media hora y no había muchas formas de matar el tiempo en ese lugar. 
 Sacó su libro de francés, lo abrió y trató de concentrarse en la conjugación de los verbos. 
Imposible. Nathan la distraía demasiado. Con disimulo, lo espió de reojo mientras descargaba 
las bandejas sobre el mostrador de atrás. Cuando se volvió para acercarse a ella, Jean bajó la 
vista automáticamente. 
 ― Hola ― la saludó. Sacó su anotador y el lápiz. ― ¿Qué vas a tomar? 
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 ― Una Coca. –Se quedó contemplando su espalda mientras trabajaba. Con movimientos firmes 
y seguros, llenó el vaso con hielo picado. Luego lo colocó debajo de la máquina expendedora. 
Parecía tener mucha confianza en sí mismo. 
 Se volvió y colocó la bebida frente a ella. 
 ― Gracias. 
 Él le sonrió. 
 ― No vives aquí. ― Fue una afirmación, no una pregunta. 
 Jean desenvolvió la pajita y la deslizó dentro del vaso. 
 ― Vivo en el este. 
 ―Con calma Jean ― se dijo ―. Tranquila.‖ 
 ― ¿Qué haces por aquí, entonces? 
 ― Trabajo como voluntaria aquí enfrente. Pero mi turno comienza a las y media. 
 ― ¿Voluntaria? ¿Te refieres al Hogar, a Lavender House? 
 Jean sonrió. 
 ― Sí. ¿Te sorprende? 
 Nathan se encogió de hombros. 
 ― Me pareces muy joven. Eso es todo. 
 ― Tengo diecisiete ― dijo, ganando cada vez más confianza. La mirada de él delataba que 
estaba impresionado. Jean decidió hacer un nuevo avance. ― Además, creo que debemos 
ayudarnos unos a otros, ¿no? 
 ― Claro. ― Nathan tomó la cafetera y vertió un poco más de la humeante bebida en la taza 
del hombre sentado en el extremo de la barra, quien le agradeció entre dientes. ― Pero yo, entre 
el trabajo y la escuela, ayudar al prójimo es un lujo que no puedo darme. Con esto no quiero 
decir que esté mal lo que haces. Al contrario, me parece maravilloso. 
 ― Te hace sentir bien ― acotó Jean. 
 ― Sí, lo sé. Nosotros también aportamos nuestro granito de arena. Henry, el propietario de este 
lugar, a veces me pide que vaya a llevar un pastel o una Tarta al Hogar. No es mucho, pero al 
menos colaboramos. Algunos pacientes vienen a tomar café. Si no estoy muy ocupado, les doy 
charla o jugamos una partida rápida a los naipes. 
 ― Es muy amable de tu parte. ― Apuró un sorbo de Coca. ― ¿A qué colegio vas? 
 ― Landsdale JC. Espero poder ir a Santa Barbara después de eso ― dijo él ―. ¿Cómo te 
llamas? 
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 ― Jean McNab. ¿Y tú? ― preguntó ella, aunque ya lo sabía. 
 ― Nathan Laurie. ― Le obsequió una amplia sonrisa. ― Supongo que te veré muy seguido por 
aquí. Ah… Con respecto al otro día, en el autobús. 
 ― ¿Qué? 
 ―¡Demonios! Se acordó. Ahora creerá que soy una idiota.‖ 
 ― Oh, no es nada. 
 Mientras él atendía un cliente y a otro, conversaron hasta que Jean tuvo que marcharse. Se 
enteró de que Nathan vivía con su madre viuda, que estudiaba en la universidad y que aspiraba a 
convertirse en psicólogo algún día. Notó que había despertado interés en él. Lástima que no 
tuviera auto. Pagó la cuenta y pensó que, si empezaban a salir juntos, tal vez sus padres se 
apiadaran de ella y le devolvieran su licencia de conducir. 
 Estaba de muy buen ánimo cuando subió las escalinatas de Lavender House. Hasta saludó a la 
señora Drake con una sonrisa de oreja a oreja. Sin embargo, su humor cambió cuando le 
asignaron la tarea del día: limpiar los baños. Esperaba recordar como se hacía. La última vez 
que había cumplido con esa tarea tenía doce años. Desde entonces, en su casa contrataron una 
mucama para la limpieza. 
 Una hora y media después, se dio cuenta de que, al fin y al cabo, no había sido tan terrible 
como creyó en un primer momento. Enjuagó el lavabo de la habitación de Jamie Brubaker y se 
quitó los guantes de goma. Al abrir la puerta del baño encontró a Jamie, un paciente con sida, 
descansando muy tranquilo. Momentos antes, luego de una conversación de diez minutos con él, 
había decidido que era una persona muy interesante. Antes de enfermarse, se desempeñaba 
como piloto en una aerolínea. 
 Sin embargo, se alegró de que estuviera dormido. Pobre. Hasta una breve charla lo agotaba. 
 Una vez fuera, colocó el balde con los artículos de limpieza en el carro y tachó la habitación. 
Sólo le quedaban dos y luego podría bajar para preparar las bandejas con la cena. Esa tarea le 
gustaba. Por lo menos, mientras acomodaba los platos y envolvía cubiertos tenía alguien con 
quien hablar. Empujó el carro por el pasillo y frunció el entrecejo al notar que el próximo baño 
que le tocaba era el de Gabriel. Tal como le habían indicado,golpeó suavemente la puerta y 
luego asomó la cabeza. Le habían dicho que, si los pacientes estaban durmiendo, no tenía que 
molestarlos a menos que fuera estrictamente necesario. 
 Gabriel estaba sentado junto a la ventana. 
 ― Pasa ― le dijo, en voz baja. 
 ― Vengo a limpiar tu cuarto ― explicó. 
 ― Adelante. ― Le sonrió con simpatía. 
 Jean apoyó el balde con sus cosas en el piso y comenzó a cerrar la puerta. 
 ― Déjala abierta ― indicó Gabriel. 
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 Jean alzó la cabeza y lo vio de pie afuera. 
 ― ¿Por qué? ― le preguntó ―. ¿Te espanta verme refregando lavabos? 
 ― Lavabos no ― corrigió, apoyado contra el marco ―. Inodoros. 
 ― Muy gracioso. ― Estuvo tentada de cerrarle la puerta en la nariz, pero lo cierto era que se 
alegraba de tener alguien con quien conversar. ― ¿Por qué no estás en la cama? 
 ― Porque no estoy cansado. Y necesito compañía. Hasta la tuya me vendría bien. 
 ― Muchas gracias. ― Roció la bañera con un producto de limpieza. ― Debes de estar muy 
desesperado para sentir necesidad de hablar conmigo. ― Experimentó una repentina irritación. 
De acuerdo, puede que ella estuviera en mejores condiciones que él y tampoco trabajaba allí por 
que era generosa, pero eso no le daba derecho de ser tan… tan… despectivo. ― ¿Qué pasa? 
¿No tienes amigos? 
 Gabriel se rió y apartó un mechón de pelo de sus ojos. El gesto atrajo la mirada de Jean a sus 
manos y brazos. Eran tan delgados, que parecían piel y hueso; las venas de las manos se 
marcaban claramente en su piel morena. La irritación de Jean desapareció al ver la enfermedad. 
Habría apostado su mensualidad entera a que debajo del conjunto deportivo de algodón que 
llevaba puesto, el resto de su cuerpo estaría igualmente arruinado. 
 ― La mayoría de mis amigos viven en Los Ángeles. Y a diferencia de los tuyos, papi no les 
regaló un auto para su decimoséptimo cumpleaños. 
 ― Es bueno que te enteres de que yo viajo en autobús ― refunfuño Jean, despidiéndose de su 
compasión. 
 ― Sí, pero apuesto a que tienes un auto. 
 Ella cerró la boca y colocó el trapo de limpieza debajo del grifo. Moribundo o no, era un 
idiota. Si tenía o no razón, era tema aparte. Claro que tenía auto. ¿Y con eso qué? ¿Acaso tenía 
que sentirse culpable porque sus padres trabajaban mucho y le regalaban cosas bonitas? 
 ― Lo tienes, ¿verdad? ― continúo él ― -. ¿Qué marca es? ¿Un llamativo convertible, un 
juguete que cuesta mucho dinero y que papi no quiere que traigas a un barrio como éste? 
 ― No es un convertible ― contestó ella. Abrió el grifo y enjuagó con abundante agua los 
bordes de la bañera. ― Es un auto chico. 
 ― ¿Entonces por qué vienes en el autobús? 
 Tuvo intenciones de decirle que no quería traerlo a ese barrio humilde por lo que él había 
conjeturado, pero, para su asombro, no le pareció bien mentirle. 
 ― Cuando me arrestaron, mis padres me quitaron la licencia. 
 ― Un golpe bajo, ¿eh? ― murmuró, aunque Jean supo que no sentía ninguna pena por ella ―. 
Por lo menos, la recuperarás cuando hayas cumplido tu condena. A propósito, ¿Cuánto tiempo 
te quedarás aquí? 
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 ― Tengo que cumplir trescientas horas de servicio comunitarios ― contestó, mientras se 
levantaba del piso ―. A razón de veinte horas por semana, saca la cuenta. Si necesitas ayuda, 
puedo prestarte la calculadora que tengo en mi mochila. 
 ― Puedes guardártela. Siempre he tenido diez de promedio en matemáticas ― le contestó. 
Volvió a reírse. 
 Ella se sorprendió. 
 ― ¿De veras? 
 ― Por supuesto ― repuso, orgulloso ―. ¿Qué pensabas? ¿Que los que tenemos nombres 
latinos sólo servimos para atacar a la gente en patota y manejar cascajos? 
 ― Yo no dije eso ― se defendió, molesta porque él estaba acusándola de encasillar a las 
personas en estereotipos racistas. 
 ― ¿Entonces por qué te sorprendieron mis calificaciones? 
 ― Porque sí, eso es todo. ― Gabriel estaba incomodándola. Jean estaba asombrada de sí 
misma. Nunca se había creído prejuiciosa. Pero si así era, ¿por qué se había asombrado tanto al 
enterarse de sus calificaciones? 
 ― De acuerdo ― admitió él, cauteloso ―. Tal vez no me creías un rufián violador de mujeres. 
 ― Y tal vez yo no debí sorprenderme tanto ― concedió ella. Por alguna extraña razón, se 
sentía obligada a ser honesta con ese chico. ― De todas maneras, lamento haberte ofendido. 
 ― No te preocupes. Yo tampoco debí haberte atacado de inmediato. Supongo que soy un poco 
sensible en cuanto a los sajones. Para que sepas, toda mi vida he sido un alumno de diez. Me 
otorgaron una beca para la universidad. ― Se encogió de hombros y concentró su atención en 
las cerámicas del piso. ― Por supuesto, jamás llegaré a usarla. 
 Jean lo miró fijo. No sabía qué decir. Sí bien Gabriel no era santo de su devoción, en ese 
momento le inspiraba una profunda tristeza. Una beca completa y jamás tendría oportunidad de 
poner un pie en la universidad. Recordó su modesto seis cincuenta de promedio y la insistencia 
de sus padres para que lo levantara. Dios, que injusto. Idiota o no, Gabriel Mendoza se había 
quemado las pestañas para ingresar a la universidad. Nadie tenía esas calificaciones si no se 
mataba estudiando. 
 ― Oye, te pido disculpas. Realmente debes de haberte esforzado mucho, tantos diez no pueden 
salir de la galera. 
 ― No me compadezcas ― le dijo él y levantó la mirada buscando la suya. Sus ojos eran 
oscuras cavernas de antigua sabiduría. Infinitamente tristes, infinitamente comprensivos. Jean 
sintió un nudo en la garganta. Movió los labios, luchando por decir algo… pero no hubo 
palabras. No había nada que decir. 
 ― A veces ― continuó Gabriel en un tono suave ―, tú atrapas al león. Otras, el león te atrapa 
a ti. 
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 Jean intentó borrar de su mente esos últimos minutos con Gabriel. Se quitó los guantes de 
goma y miró sus manos. Tenía la piel colorada, irritada. A pesar de todas las precauciones que 
había tomado, fue imposible que no le entrara agua. Tenía que acordarse de humectar sus manos 
con abundante loción una vez que llegara a casa. 
 ―A veces, el león te atrapa a ti.‖ 
 Aquellas palabras hacían eco en sus oídos mientras guardaba los artículos de limpieza en el 
armario. Oyó a la señora Thomas que cantaba en voz baja en la cocina. Se apoyó en el marco de 
la puerta y suspiró. Tenía que dejar de pensar en él. Después de todo, no eran amigos ni nada 
por el estilo. 
 ― Jean ― la llamó la señora Thomas ―. Las bandejas están listas para preparar. 
 Entró de inmediato en la cocina, feliz por tener algo que hacer para mantenerse ocupada. Pero 
no resultó. Acomodar cubiertos no requería tanta destreza mental como para distraer sus 
pensamientos de Gabriel. No podía borrar aquel rostro de su mente. Perecía tan, tan… 
 ― Jean ¿Qué estas haciendo? La voz de la señora Thomas interrumpió sus cavilaciones. 
 ― ¿Eh? ― Se sobresaltó, asustada. Vio a la mujer que miraba azorada la bandeja. ― Oh, me 
distraje. Supongo que Jamie no necesita tres juegos de cubiertos. 
 ― Mmm. Me parece que estabas pensando en algo muy serio ― comentó la señora Thomas, 
con un tono cordial ―. ¿Será que este lugar comienza a afectarte? 
 ― ¿Afectarme? ― repitió Jean. Por supuesto que sí. Afectaría a cualquiera. Santo Dios. 
Acababa de pasar las últimas dos horas refregando inodoros y conversando con gente que 
estaría muerta para Navidad. ― ¿Quiere saber si me deprime? 
 ― Algo así. ― La mujer se dirigió a la cocina y levantó la tapa de la cacerola con los spaghetti. 
― ¿Quieres hablar del tema? 
 Jean la contempló detenidamente. En los tres días que llevaba trabajando allí, siempre había 
visto a la cocinera con una sonrisa a flor de labios y una palabra afectuosa para todo el que 
pasara por allí. 
 ― ¿Cómo hace para

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