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Cuando el demonio ama Miguel Ángel Guerrero Ramos © del texto: Miguel Ángel Guerrero Ramos © de esta edición: La Lluvia de una Noche Diseño de portada: La Lluvia de una Noche 1ª Edición: abril de 2013 5 A mis amigos 6 Cuando el demonio ama 1 Era medianoche, una medianoche de reverberantes delirios, de intenso fuego, de inabarcables secretos, y allí estaba yo, retándome a mí mismo, tratando de escabullirme furtiva y silenciosamente al interior de una iglesia católica, con los nervios a flor de piel y la escaza fe de mi interior recorriéndome desde los pies a la cabeza. Yo pensaba en Cristina. Pensaba en ella con gran intensidad. Pensaba en esa vez cuando obnubilé mis miedos y decidí confesarle a ella, de una vez por todas, todo lo que mi vigoroso corazón en realidad sentía por su aura coqueta y la sedosidad aprimaverada de su ser. Yo pensaba, asimismo, bajo aquella intensísima noche, en esas dolorosas palabras que ella me dijo en ese momento. En ese momento de suma confesión. Claro, ella procuró que sus palabras salieran de sus labios con una atenuante suavidad, aunque no por ello puedo decir que dejaran de ser dolorosas. De cualquier forma, más allá de mis reminiscencias, allí estaba yo, bajo una medianoche de reverberantes delirios e inabarcables secretos, frente a una iglesia católica, persiguiendo una oleada incierta de perfume floral y buscando una nueva oportunidad en el amor. Todo 7 por esa extraña e inaudita costumbre de pensar que siempre hay posibilidades para todos en la vida. Esa costumbre de pensar que las luces no son únicamente a las estrellas, las alas a las aves, los misterios a la luna, las flores a los jardines y los sueños a una confortable y cómoda almohada o a un deslumbrante y sobrecogedor mundo onírico. En fin, todo por esa extraña e inaudita costumbre de pensar que lo imposible no es sino una palabra, una palabra, además, demasiado abstracta y, por ende, demasiado vaga y demasiado vacía. Lo que quiero decir, más exactamente, es que Cristina, y su añorado cabello lacio, y sus sensuales caderas, y sus almendrados ojos, y toda ella, han quedado desde hace ya un buen tiempo en un líquido y errante pasado que fluyó como la corriente de un río que baja briosamente por una ribera desconocida. Lo que quiero decir, es que en ese momento, mientras yo pensaba en todo ello bajo la luz intemporal de una dulce y enigmática luna, lo único que me importaba era una sola cosa: franquear los muros de aquella céntrica iglesia católica que tenía enfrente. Cosa que intenté y conseguí con gran esfuerzo. Sí, luego de tomar el impulso necesario, en menos de un pestañear, y luego de algunos cuantos intentos, logré saltar el muro de la iglesia sin ser descubierto por el típico vecino curioso que, por una u otra razón, suele permanecer en duermevela. Y al hacerlo, sentí un haz de luz incierta, una brizna de infinito, una clarividencia, una premonición extraña y profunda, aunque fortuita, que me instaba a culminar ese extraño camino de imposibles que había sido zurcido con los hilos del deseo. Ese camino que me ha llevado a enamorarme de nuevo, y que muy seguramente tendré tiempo de ir relatándoles a lo largo de esta historia. Un camino que, por otra parte, puede ser la mejor representación que se me pueda ocurrir para lo 8 imposible, pues lo imposible me lo imagino como un camino, un sendero que no figura en un mapa, pero que, al fin y al cabo, se encuentra disponible para cruzarlo en cualquier momento. En otras palabras: lo imposible no es más que una carencia o un vacío de nuestra imaginación. Lo imposible no es sino la forma que adoptan nuestros miedos, aunque, como quiera que sea, el hecho en cuestión es que aquel camino que me ha traído a esta iglesia, es el mismo camino, el mismo sendero que me ha llevado a enamorarme de nuevo. A enamorarme de unos ojos de fuego que he venido a buscar. Unos ojos embargados de lujuria y con un destello trepidante que al verlos por primera vez, me robaron tanto la respiración del cuerpo como la respiración corporalmente irrespirable del alma. Es más, aún recuerdo ese fúlgido e intenso momento del destino en el que aquellos ojos me descubrieron sobre este plano de la existencia. Aquellos ojos de fuego me decían: “Esta iglesia abarrotada de vitrales, cruces y retratos de santos es un buen lugar para un amor feroz, para un amor enardecido, un amor sudoroso y cálido, un amor… que sólo se ame a sí mismo mientras olvida al mundo”. Claro, aquellas dos brasas inextinguibles, es decir, aquellos dos ojos de fuego que he mencionado, eran los ojos de una mujer tan misteriosa como hermosa. Los ojos de una mujer que despedía un ferviente deseo por cada uno de los poros de su piel. Yo no podía, mientras caminaba a hurtadillas al interior de la céntrica iglesia en la cual entré furtivamente, y en un evaporadísimo momento de la noche, más que recordar esos ojos que irradiaban crepitantes y arrobadores fuegos de pasión. Los recordaba cuando me interné en la lívida y soñolienta luz de unas velas que reverberaban por todas 9 partes y deformaban y proyectaban levemente mi sombra por doquier. Los recordaba, y los soñaba, hasta que, muy pronto, di con ella. Con la mujer de mis sueños. Ella estaba junto al altar, apócrifa y libidinosa. Desnuda y recostada boca arriba. De seguro me sintió llegar, pero su esbelto y nacarado cuerpo pareció no darse por enterado. Yo no dije nada y ella tampoco. Me acerqué a ella. Parecía estar en trance. La toqué, pero siguió en silencio. Me dio igual. Ella mantenía sus ojos cerrados. Sus párpados lucían largos. Sus sensuales y húmedos labios parecían tener la textura y el color de la sangre ambarina. Pronto, tras un breve instante de inspección, descubrí un lunar en uno de sus senos. Lo observé como hipnotizado. Como atraído por el punto de máxima singularidad del universo. Ella se levantó entonces, súbitamente, y me abrazó. Yo, por alguna razón, sentía que la conocía a ella desde siempre aun cuando ignoraba su nombre. Quizás fue por eso no me preocupó tanto, por primera vez en mi vida, descubrir o saber a ciencia cierta qué clase de amor era aquel. De modo que decidí besarla. Y la besé, disimulando, en un principio, toda mi ansiedad. Ella, entretanto, y luego de que las pieles ya se encontraron lo suficientemente imantadas, me fue enseñando con su suave perfume y un danzar de mil caricias atrevidas, que los besos no son únicamente a los labios y las caricias a la piel. Me enseñó aquello, de la misma forma en la que también me enseñó que la eternidad no es solo un efímero mañana, allí, bajo la mirada impávida de un Cristo voyerista que nos observaba sin observar y algunas cuantas Marías estupefactas y llenas de rubor. 10 Y así, con tanta pasión y tanto deseo, debo decir, no me percaté del extraño fenómeno. Todo a mí alrededor, mientras ella y yo nos amábamos, cobró una tonalidad roja, tan roja como los labios de mi desconocida amante. Pero: ¿cómo pudo suceder un fenómeno tan extraño y tan sacado de quién sabe dónde, sin que yo no me interesara siquiera en reparar en él? La verdad, no lo sé. Lo único que puedo asegurar es que, en aquella iglesia, haciéndole el amor a aquella mujer, todo a mi alrededor se disfrazó de un momento a otro de oscuridad. Una oscuridad del color de la sangre ambarina. Pero: ¿quién era ella? ¿Quién era esa mujer que me entregaba su cuerpo como si fuera un laberinto para que mis manos o mis labios lo solucionaran? ¿Hasta dónde pretendía llegar ella conmigo? ¿Y por qué me hizo esa curiosa preguntaque, siendo tan obvia hacerla, me cayó por sorpresa? —¿Por qué has venido? —dijo de repente el susurro lujurioso de su voz. —Por el hostigamiento de una duda cruel —le contesté yo a ella mientras acariciaba su fragante cabello. —¿Qué clase de duda? —No tiene importancia. —Claro que sí. Una buena amante debe estar al tanto de las dudas que invaden el cuerpo que ama y al cual se aferra. 11 Ella, debo reconocerlo, me hablaba como si me conociera de toda la vida. —Dime algo —le dije, al cabo de un rato, y sin dejar de acariciar su fragante cabello—, ¿cómo puedes querer estar al tanto de mis dudas, sin conocer siquiera mi nombre? En ese instante, en ese intensísimo instante de seducción, y de vida, y de enfebrecidos perfumes de entrega, ella me quemó con el fuego crepitante de sus ojos mientras me decía: —En eso te equivocas. No solo soy la única persona en este mundo que conoce tu verdadero nombre. Sino que conozco, además, querido mío, la más profunda y enardecida de tus dudas. 2 No hay duda de ello. Aquel fue un colorido mundo de maravillas, un mundo vivido y soñado bajo los designios de la pasión y digno de ser representando con las más hermosas acuarelas. Y lo único que yo pedía al cielo, al hado, al demiurgo de la vida, era volver a soñarlo, para poder distinguir de esa forma, y con toda la claridad del caso, sus prismáticos y avasalladores matices. Debido a ello, y debido al apremiante anhelo que yo tenía de volver a soñar entre los ojos de fuego de aquella misteriosa mujer que amé en una iglesia, la mañana siguiente a la delirante noche de pasión que anteriormente describí, la llamé a ella, es decir, a la hermosa y misteriosa mujer desnuda de la iglesia. No pude 12 esperar siquiera a levantarme y prepararme un café. Apenas desperté de las escasas tres horas que había dormido, busqué en mi billetera el número de teléfono que la mujer de la iglesia me había dejado en un pedazo de papel de cuaderno. Ruth figuraba allí como su nombre. “Hola Ruth, soy yo, Adrián”. “¿Adrián?”. “Sí, el pintor”. “Hum…”. “El joven de la iglesia”. “Ah, hola. Estaba esperando tu llamada”. “¿De veras?”. “Sí, y con bastante ansiedad”. “Ruth, quiero saber si tenemos algo. Quiero decir: si esto es serio”. “Claro que sí, querido mío. Tenemos algo. Pero no es lo que tú imaginas”. “No quiero sonar pesado, y tampoco intenso, Ruth, pero qué sabes tú acerca de lo que yo imagino”. “Mucho”. “Lo dices como si hubiésemos hecho el amor no una sino muchas veces”. “Pues así es, cariño, con la salvedad de que tú lo llamas, evocando algún cercano sentido poético y romántico, hacer el amor, mientras que yo lo llamo, simple y llanamente, tener sexo”. Al escuchar aquello permanecí en silencio unos segundos. No sabía qué decir. De hecho, no sabía a ciencia cierta qué debía sentir y cómo expresar adecuadamente lo que debía sentir. Sin embargo, envalentonado, continué: “Ruth, quiero confesarte aquella duda que, si tú recuerdas, te dije que me hostigaba el corazón. Una duda que nunca me he atrevido a confesarle a nadie”. “Ah, es eso. Pues bueno, si tú recuerdas nuestra pequeña conversación de anoche, querido mío, en ella te he dicho que yo ya conozco la principal duda de tu corazón”. “No es cierto, Ruth, te repito que jamás se la he dicho a nadie”. “Adrián, ¿Adrián te llamas, no es cierto?”. “Sí”. “Adrián, tú no estás y nunca has estado sujeto a la misma condena que todos los demás seres humanos. Tu condena no es la de la agujas del reloj”. 13 Esas últimas palabras, lo reconozco, las pronunció aquella misteriosa mujer en un tono no desprovisto de cierto cariz místico y enigmático. De cualquier forma, ella quedó de verse conmigo en mi apartamento, en una hora en la cual el cielo ya estaría, seguramente, pintándose de ocaso. Era domingo y como cualquier domingo decidí quedarme en la cama viendo televisión. Saraya, la mujer que suelo contratar de vez en cuando para que se ocupe de algunas de las labores de mi apartamento, nunca suele presentarse los domingos; razón por la cual la rutina de mi vida me deparaba para ese día, si no fuera, claro está, porque Ruth se ofreció a visitarme, un domingo usual y común de soledad. Vivo, por cierto, sin más compañía que la que me brindan los múltiples retratos y los diversos paisajes que he pintado a lo largo de los últimos años. La compañía de las pinturas, de mis hábiles pinceladas de acrílicas poesías y sus profundos y dieléctricos enigmas de caricias visuales. La compañía inesencial de unos paisajes de limitadas dimensiones y de unos rostros de gestos imperturbables. Sí, hasta ahora no lo he dicho, pero mi verdadera vocación ha sido y siempre será la pintura, aunque nunca haya podido dedicarme, a la hora de la verdad, a vivir de ella. Mi trabajo actual consiste en diseñar algunos programas informáticos básicos para una empresa de software y en ser el programador de algunos equipos de computación y redes. Sin embargo, pese a que trabajo jornada completa, siempre suelo sacar algo de tiempo para dedicarme a mi verdadera vocación que, no me canso ni me cansaré jamás de decirlo, ha sido y será siempre la pintura. Ahora bien, y cambiando un poco de tema, muchos se preguntarán qué clase de 14 historia es esa que tengo con Ruth, si es que así se llama aquella mujer, claro está. Pues bien, lo único que puedo adelantarles sobre ella, en esta parte de la historia, es el recuerdo que tengo de ese día en el cual la vi por primera vez. Ese día, afuera de aquella iglesia de impresionante estilo gótico, caía un chubasco de padre y señor nuestro, algo verdaderamente impresionante. El frío era inclemente y arreciaba con fuerza. La misa se celebraba en medio de un infierno invernal. En ese momento me fijé en un curioso detalle: ella no dejaba de mirarme con cierta lascivia, con cierto magnetismo pasional. Me miraba, con sus flamígeros y sensuales ojos. Me miraba y me guiñaba uno de ellos, uno de aquellos ojos, con suma complicidad. Sí, ojos así incendiaron Alejandría, o al menos eso fue lo que yo pensé cuando los vi por primera vez. Por otra parte, ella llamó mi atención porque era obvio que de mí, ella no buscaba precisamente mis palabras. Era obvio, además, que ella no era una de esas mujeres que anhelan ver aparecer a un galán que llegue y les resuma un amor absurdamente abstracto con unas cuantas palabras impactantes, memorables y sugestivas, que no por ello dejan de conformar meras frases de cajón. No, ella no era así. Pero lo mejor del cuento, es que ella no era tampoco de las que pretenden pasar por tal, una clase de mujeres que, a decir verdad, abundan por todas partes. Eso me gustó, me gustó mucho porque yo nunca he sido muy bueno para expresar el amor con palabras secas. Generalmente, suelo recurrir a la pintura para sacar lo que hay en mi interior, aun cuando en ninguna de mis obras figure algo parecido a eso que por ahí, en alguno de los pasillos de la existencia, llaman amor. 15 Pero mencionaba que vi a Ruth por primera vez cuando fui a una iglesia, la misma iglesia en la que ella y yo hicimos el amor desbocadamente unos días después. En esa ocasión, cuando la vi a ella por primera vez, ella utilizó un rictus sugestivamente sensual para comunicarse conmigo. Llegó incluso a acariciarse con uno de sus senos, el cual ella frotó en mi cuerpo con cierta ligereza no exenta de un roce provocativo. No puedo decir que lo disfruté porque en ese instante yo estaba más que todo perplejo, anonadado, confundido un poco y no sé qué otras cosas más. Y claro, por mera curiosidad —de esas que suelen matar gatos—, volví a aquella iglesia no una, ni dos, ni tres, sino cuatro veces más en las cuales pude verla a ella, siempre con la misma mirada, su mismo maquillajesuave y los mismos aretes que resplandecían cuando un travieso rayo de sol lograba atravesar las nubes y se encontraba con ellos. Ahora, aquí, tal y como me encuentro, no puedo evitar, al pensar en ella, en aquella hermosa mujer con ojos de fuego, sentir aún en mis manos la apetecible textura de su cuerpo y la tibieza de su piel. Es más, decido, acostado aún en mi cama, que solamente quiero pensar en ello. Decido, asimismo, que no quiero que nada ni nadie me saque de aquel trance, sin embargo, y aun así, el teléfono suena con un aire indiscreto. “Eres un desconsiderado, Adrián. ¿Hace ya cuánto que no me llamas?”. “Disculpa, mamá. Tú sabes que yo nunca he sido de llamar a la gente por teléfono y esas cosas”. “Pues deberías hacerlo, más ahora que Ángela se cambió a otra ciudad”. “No molestes: ¿Ángela se fue a vivir a otra 16 ciudad?”. “Así es, Adrián. Y se llevó consigo a la pequeña y linda Angélica que tanta compañía me hacía”. “Una mala noticia, sin duda. Pero: ¿qué puedo hacer yo ahí?”. “Lastimosamente nada, Adrián. No sé por qué tú y tu hermana no se pueden llevar bien como todos los hermanos”. “Tal parece que no conoces muchos hermanos, ¿verdad, mamá?”. “No te hagas, Adrián. En todo caso el hecho es que tú rara vez haces algo por nosotras”. “Sí, así es. Debo aceptarlo”. “Es el colmo. No te interesa siquiera saber adónde se fue tu hermana”. “No, la verdad no”. “Pues fíjate que no me lo quiso decir”. “Y yo te recuerdo que eso nunca ha sido raro en ella. Siempre hace lo que le viene en gana. Y si no es más, mamá”. “¿Me estás despidiendo, Adrián?”. “Sí. Es que tengo algo muy importante en qué pensar. Algo que no puede esperar”. 3 Ruth llegó haciendo gala de un encanto indecible. Nada más con verla a través del ojo de vidrio de la puerta mi espíritu quedó consternado. Con la máxima premura del mundo, de mi espíritu irrequieto, le abrí la puerta y, antes de decir cualquier cosa, ella me besó larga y profundamente en los labios. Luego me hizo una pregunta que despertó un poco mi inquietud. —Has venido a traer calamidad a esta tierra, ¿no es cierto? —No sé de qué hablas, Ruth. Más que nada y más que nadie, yo… 17 —Chssss. No digas nada. La invité a pasar, a tomar asiento en el sofá de mi sala y a tomarnos una vaporosa taza de café para espantar un poco el frío inclemente que durante todo el día se había tomado la ciudad. Fui a la cocina poco después de conminarla a que se sintiera como en su casa. Preparé el café en menos de lo que se dice amén, pero al volver a la sala no encontré a la bella y libidinosa Ruth por ninguna parte. No obstante, al ver que la puerta del pequeño cuarto en el cual guardo mis pinturas estaba abierta, no tuve que indagar mucho para saber dónde estaba ella. Entré en aquel cuarto y, en efecto, Ruth estaba allí, observando ensimismada mis pinturas. —¿Quieres saber cómo se llaman? —le propuse. Ella asintió. Me acerqué a ella por detrás y la abracé por la cintura. Antes que nada decidí enseñarle los paisajes, tal y como acostumbro cuando le exhibo mis preciadas obras de arte a cualquier persona que quiera conocerlas. Se los fui señalando uno por uno, indicándoles su respectivo nombre, los cuales ella escuchó con suma atención. De izquierda a derecha estos son, le dije yo, Abrazando la tormenta (un paisaje lleno de palmeras azotado por una furiosa tormenta), Ojos que quitan vestidos (una pintura de arte conceptual en la cual sobrepongo un gran número de ojos, y un considerable número de mujeres, en los edificios de una ciudad imaginaria), El balcón de los murmullos (un balcón solitario), La misteriosa calidez de tus besos (una hermosa y radiante playa, tan solitaria como podría ser el paisaje de El balcón de los murmullos), Sol y lágrimas (esta 18 pintura no es más que la rama de un árbol de cuyas verdes y vivas hojas caen algunas cuantas gotas de agua), Cómo se sacia el corazón de arcilla (el paisaje de unas descomunales e imponentes montañas escarpadas) y La distancia más corta entre dos corazones (una pintura que me trae dolorosos recuerdos a la memoria y de la cual, le dije a Ruth, prefería no hablarle aún). Ruth parecía encantada con cada una de mis pinturas de paisajes. De modo que, seguidamente, le señalé las pinturas de retratos y procedí de igual forma que con las de paisajes. De izquierda a derecha estaban: Caricias furtivas de color jade (en el cual retrato dos amantes que se besan apasionadamente), Trayectorias bajo una laguna (una bella y joven mujer bajo el agua de una posible laguna. Por cierto, cabe destacar que dicha mujer es Cristina, la mujer de la que durante mucho tiempo estuve perdida y profundamente enamorado), Preso de tus labios (otro retrato de Cristina en el cual hago énfasis en sus labios) y Vértices de retina (otro retrato más de Cristina en donde hago énfasis, esta vez, en sus ojos de avellana). —Ven conmigo, quiero enseñarte algo —me dijo Ruth, poco después de que yo le terminara de enseñar mis mejores cuadros y mientras ella me abrazaba cariñosamente por el cuello. —Qué quieres enseñarme —le pregunté, ebrio de curiosidad y de pasión. —Tu fuerte unión con el pasado, qué digo el pasado, con la historia y con la humanidad en general. 19 Ruth Edith Monsiváis: una mujer extraña. Una mujer de esas que cuando salen a una noche despejada, la luna y las estrellas se ponen tan celosas por su belleza, que deciden brillar con mucho más ímpetu y con mucha más intensidad para llamar la atención. Una mujer hermosa y despampanante que me conminó a salir aun cuando no me dijo adónde íbamos. Simplemente salimos de mi apartamento. Luego, subimos a su auto, un lujoso Mercedes azul. Acto seguido, pasamos al frente de una discoteca y se me ocurrió pensar que muy seguramente íbamos a un lugar así, para pasarla bien y bailar un rato, lo cual me llenó, más bien, de cierto nerviosismo, puesto que siempre he sido realmente malo para el baile. —¿No me digas que vamos a una discoteca? —decidí preguntar. —¿Sabes? —comenzó a hablar ella con su típico tono misterioso—, cada noche, en ciudades como esta, hay un nuevo y placentero bocado para saborear y un nuevo y encantador perfume en el cual desvanecer los sentidos. Es más, para muchas personas algo así, tan abstracto, tan intenso y tan efímero, es el amor. Una sucesión de distintos lenguajes que conocer en una sórdida discoteca cuyas puertas ven entrar personas y salir parejas. Y ¿sabes algo más? En un desierto de soledades, una noche para conocerse, tomar un martini con una nueva persona, y salir luego a algún motel para alimentar el fuego incesante del amor con el combustible inflamable de la pasión, es el mejor aliciente para el alma. 20 Yo miraba a Ruth, y pensaba, por alguna razón, que el viento se inspiraba profunda y arremolinadamente con la voz de ella. Y así, si al otro día los amantes desconocidos que compartieron alguno que otro efluvio ensoñado y desprevenido en una discoteca, se encuentran y se reconocen, cada uno de ellos volteará su rostro y mirará en forma distraída a otro lado, como quien le temé más a las cenizas de la pasión que al fuego mismo de la vida. 4 “Cuando el corazón ande en otra vida”, eso fue lo que me respondió Ruth cuando le pregunté si íbamos a ser novios. Me parecía lo más normal. Lo más lógico, incluso. Ella y yo parecíamos necesitarnos el uno al otro. Hablábamos ya de nuestras vidas o de algo por el estilo… Nos entendíamos y nos buscábamos… Nos gustábamos y nos agradábamos… Entonces… ¿Por qué no? ¿Por qué no ser novios? ¿Por qué no comenzar a vivir aquella sensacional experiencia? Al menos, eso era lo que se preguntaba mi alma una y otra vez un tanto desconcertada. —Aquí es donde yo vivo—dijo Ruth de repente, aquel día con ocaso de cereza, y sacándome con ello de mis pensamientos. Antes de entrar a aquel lugar, al que ella me conminaba a entrar tomándome del brazo, levanté mi vista y en el umbral 21 de la puerta pude leer un aviso que decía: Perfumes de Harén. —Qué lugar es este —pregunté. —Un solo lugar —respondió ella—: el lugar del delicioso juego del amor. En ese mismo instante comprendí qué lugar era ese exactamente, y me aterré como nunca antes. Mis entrañas se llenaron de pavor. Fui asediado por un sentimiento neblinoso y opalescente que se fue disipando a medida que entraba en aquel oscuro antro. En aquel antro en el que una mezcla de olores florales y exquisitos comenzó a seducirme de un momento a otro y sin tregua alguna. Perfumes de Harén era un edificio de cinco plantas apenas. Lucía un tanto derruido. A simple vista se veía que aquel no era un costoso motel, ni un lujoso club, ni un sexshop o una de esas agencias de acompañantes que figuran en los avisos de los periódicos. Sin embargo, en la entrada, justo al lado del nombre del lugar, figuraba la imagen de una mujer que invitaba con su mirada y su sensual pose a disfrutar de deliciosas pasiones. Una vez dentro, lo primero que llamó mi atención de aquel club, fueron las mujeres que estaban allí. En ese momento no percibí tristeza alguna en ellas, aunque tampoco ningún rastro de alegría. Más bien me pareció que estaban demasiado serias. Ruth, con una mirada displicente, se puso en la tarea de presentármelas a una por una de la misma forma en la cual yo le había hablado de mis cuadros, es 22 decir, se refería a ellas como a obras de arte, como a objetos exquisitos y curiosos, y como nada más. Una forma de presentarlas un tanto deshumanizante, es cierto, pero a la vez mágica y sugerente. Lo que yo desconocía en el momento, era que con el tiempo yo mismo llegaría a conocerlas a todas y a cada una de ellas mucho más íntima y profundamente. “Ella es Silvia”, dijo Ruth. “Un collar de mil amoríos”, agregó luego. Silvia, a decir verdad, era una de las más maduras del lugar. Una mujer de piel y ojos canela, de cejas muy tupidas y anchas caderas. Una mujer que, ya me daría cuenta luego, no dejaba de tomar bebidas alcohólicas a ninguna hora del día, aunque en medidas cantidades. Ella, por cierto, se encontraba en una mesa, vestida con una blusa trasparente y una corta falda que insinuaba sus sedosos muslos de una forma descarada. Celeste fue la segunda en la presentación. Ella era una mujer muy joven de ojos azul profundo. La única en aquel lugar que aún poseía cierto brillo de ternura y de una lejana inocencia en su mirada. Ella, al igual que Silvia, estaba sentada en una de las sillas de una enorme mesa de madera que se encontraba en el rincón más lúgubre de aquella sórdida y penumbrosa estancia. Ella se estaba atusando el cabello cuando Ruth me la presentó. Ella me saludó con esa forma tan coqueta de invitar a la pasión que suelen utilizar las chicas que trabajan en lugares como aquel en el que me encontraba, aunque no sin cierto aire pesaroso. No sé muy bien por qué, pero ella me hizo pensar en un bosque anclado en mitad de la melancolía. Un bosque cuyos árboles son agitados por la más gélida de las brisas y los más dilatados ecos de nostalgia aletargada. Claro, ella, a leguas se veía, era 23 de esa clase de mujeres —de este tipo— que escucha, una a una, las penas de su cliente. Sí, de la clase que no comparte solo su cuerpo sino también su corazón. Tiffany, si es que ese era en realidad su nombre, era una hermosa chica de piel nacarada que parecía que en otro tiempo, no muy lejano, había gozado de una rebosante y volcánica alegría. Si ella, al igual que Celeste, estaba triste, no me lo pareció. Sin embargo, me quedé contemplando la piel de sus pómulos un buen rato. Era una piel muy pálida. Denotaba, sin duda, que aquella era una zona de frecuentes lágrimas. Marleny, por su parte, estaba de pie, con una sonrisa de oreja a oreja, y una botella de licor en una de sus manos. Ella, según pude darme cuenta, era la preferida de los más borrachos. Sí, de esos hombres de aliento acre y alcoholizado que quieren vaciarse de olvidos en ella y cuyos ojos son a la que más escrutan de arriba abajo. De entre todas las mujeres de allí, ella era, digámoslo así, la más inmune a las náuseas que pueden llegar a provocarle aquellos repugnantes tipos a una mujer. Más tarde, luego de aquellas primeras presentaciones, me enteraría por boca de una o de otra de las chicas de aquel lugar, de los nombres de las otras chicas que en el momento no me presentó Ruth. Algunas de ellas, cabe decirlo, permanecían en esos instantes atendiendo a alguno que otro cliente en alguna de las habitaciones del lugar. Otras, en cambio, se ofrecían en un sinuoso y sensual show de baile que llevaban a cabo en una pequeña tarima en el salón principal. Pero, eso sí, para los fines de esta historia, no debo 24 dejar pasar un dato sumamente importante: de todos los personajes de aquel lugar, hubo uno que llamó mi atención como ningún otro. Uno que parecía como si fuera hijo de la oscuridad o como si hubiese salido, al menos, de un piélago infinito de las más oscuras y entenebrecidas sombras. Él era el encargado, sin lugar a dudas, de vigilar y custodiar aquel lugar junto a otros dos o tres tipos que estaban a su mando. Él llevaba un parche en el ojo derecho detrás del cual, por alguna extraña razón, se adivinaba la cuenca de un ojo vacío. Por donde quiera que aquel tétrico y espeluznante sujeto llamado Víctor Monsalve pasaba, el aire se tornaba rancio, abismadamente ensombrecido, oscuro, siniestro y realmente tenso. Perfumes de Harén, según Ruth, un lugar que desde siempre se ha distinguido por tener muchas flores hermosas y apetecibles. Y claro, eso era, como bien podemos suponer, lo que más llamaba la atención del lugar. No obstante, de todas las mujeres de aquel sombrío y sórdido lugar, Ruth era la única cuya mirada derrochaba energía y verdadera sensualidad. Una sensualidad tan misteriosa, y tan mística, como desenfrenada. No hay duda, los clientes de Perfumes de Harén reposan allí bajo un árbol de mil amoríos y, mientras rodean los contornos insospechados de la lujuria, y los vértices de mil ilusiones deslumbrantes, se ven envueltos en uno que otro finísimo trozo de pasión. Es frecuente, por tanto, encontrar en el rostro de alguno de ellos la alegría de un estival amanecer, la fuerza con la que se sumergieron durante un rato inexorable en el aroma envolvente de la seducción, el estremecimiento del mundo que experimentaron durante 25 unos cuantos minutos, o, sencillamente, y, sobre todo, el vórtice de aquel intenso sentimiento en donde, como dice Sábato, todo es alma. Es decir, esa inmensa tristeza que ellos se despojan en aquel lugar, dejándosela sin ninguna misericordia y sin ninguna consideración a ellas, a las mujeres de Perfumes de Harén. Porque, día con día, en aquel sórdido y entenebrecido lugar, las mujeres que allí laboran saben que la profundidad de su tristeza, depende de la fuerza, y solo de la fuerza, con la que esta sea arrojada al lago de la miseria. De su infinita, desdeñosa, implacable y sombría miseria… 5 —Tenemos la conciencia dormida. —No te entiendo, ¿qué quieres decir con eso, Ruth? —Lucas 20, versículo 38: …Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven. —¿No podemos morir?... —No, pero hay cosas peores que la muerte. Cosas mucho peores. Aunque también hay, querido mío, cosas mejores que la vida. —Cosas como qué. 26 —Cosas peores que la muerte como la condena que tú llevas a cuestas. O cosas mejores que la vida como la cálida confesiónde una caricia. —En primer lugar, mi cielo, yo no llevo encima ninguna condena, al menos no que yo sepa. Y en segundo lugar, no sé si te has dado cuenta, Ruth, pero una caricia no puede ser nunca mejor que la vida, porque las caricias involucran que haya justamente eso: vida. —Relájate, Adrián. Sé que no es fácil de entender. Pero mira el lado bueno: aquí, en este lugar, los olvidos no suelen durar. Ruth, luego de aquella corta charla, se quedó en silencio. Luego me tomó de la mano y me condujo a uno de los cuartos de Perfumes de Harén. Un cuarto que permanecía vacío y en cuya entrada figuraba el número 1. Al entrar allí supuse que así serían todos los cuartos en aquel lúgubre y frío lugar. Más adelante me enteraría de que no, de que ese era el único cuarto en todo Perfumes de Harén que no disponía de una cama. Aunque, a decir verdad, vacío lo que se dice vacío, no estaba. Había latas, tubos de pintura, trementina, pinceles, témperas y otros objetos propios de la pintura. Al verlos, una extraña chispa cruzó mi ser y allí, sin más demora, me zambullí en ese terso y apetecible óleo que es el cuerpo de Ruth. Mientras eso hacía, comencé a decirle a ella, a mi primorosa y sensual amante, algunas escuetas palabras de amor que francamente ya no recuerdo cuáles podrían ser. Ella las escuchaba atentamente mientras me quitaba la ropa. Cuando quedamos totalmente desnudos, ella arrojó un bote de pintura verde esmeralda sobre nosotros. 27 Enseguida, yo tomé, por mi parte, uno azul hortensia y lo arrojé en dirección al techo de aquel cuarto. La pintura cayó un instante después en forma abrupta, como una mística lluvia, salpicando todo a su alrededor. Las enormes gotas iban y venían por todas partes y en la forma más azarosa que alguien se pueda imaginar. Ellas se deslizaban con cierta lujuria sobre la gravedad desenfrenada de los humores del sexo. Del sexo desenfrenado y compartido. Y así, abrazados, ambos nos amábamos y dábamos vueltas entre la pintura. Mis cinco sentidos estaban concentrados en esa ardua y placentera tarea del amor. Un amor que, allí, duró bastante, porque a cada nada yo me ponía de píe para comenzar algún cuadro con los materiales que fueron dispuestos por Ruth para ello. Sí, ella tuvo que ser la que planeó que esos materiales estuvieran allí, aunque en ese momento no pensé en si de verdad había sido ella. Algo muy curioso, porque si de hecho había sido ella, solo cabe preguntarse una cosa: ¿cómo llegó aquella misteriosa mujer a saber con tanta anticipación que la pintura era mi principal afición? ¿Quién se lo hubiera podido haber dicho o siquiera insinuado? Quién sabe, quién sabe cómo supo ella aquello o quién se lo hubiera podido haber dicho. Un asunto tan extraño y enigmático como ella misma al cual prefiero no darle tantas vueltas. En ese momento, debo decir, en el cuarto número 1 de Perfumes de Harén, lo único que pensé era que aquellas pinturas y aquellos óleos se encontraban allí, en realidad, por alguna extraña y fortuita coincidencia. De cualquier forma, fuera cual fuera el motivo por el cual aquellas pinturas estaban allí, esa misma noche empecé unos cuantos cuadros que, para ser sincero, nunca tuvieron mucho progreso que digamos. Aun así, allí estaba yo, disfrutando de 28 la pasión, observando una abrumadora oscuridad color sangre ambarina, y realizando aquella tarea de mi vocación de pintor, que no podía realizarse sino de aquella sinestésica y sensual forma que me permitía sumergirme libremente en los colores y en los sabores del placer. —Siempre he tenido el deber de encontrarte, mi querido. —Dime Ruth, si es esa, acaso, una expresión de amor. —No lo es. —Me lo imaginaba… Qué es entonces. —Sólo duerme. Mañana será un largo día, mi niño. —Por qué. —Descubrirás quién eres. —¿Quién soy? —Mi demonio… Mi ángel de la guarda… Aquel que tiene las manos manchadas de sangre. Esa noche el sueño no se me dio tan fácil. Me desperté a la medianoche y me descubrí pensando en Celeste. Por qué estaría ella allí, me pregunté. En un lugar tan atroz, lúgubre y deprimente como Perfumes de Harén. En ese sombrío lugar de deseos latentes y opacidades desmedidas que carcomen las más esenciales fibras del alma. 29 Uno tras otro, a Perfumes de Harén, llegan los clientes a saciar sus ansias y sus más mórbidos deseos. Entretanto, ella, la hermosa Celeste, repasa en su memoria los restos fugitivos de aquel aciago día, de un aciago y nebuloso atardecer, en el cual ella llegó a aquel desconocido país, totalmente colmada de sueños y con el anhelo imperioso y decidido de buscarse una vida mejor. No obstante, el color de la tragedia puede ser sumamente intenso. El color de la tragedia puede ser algo realmente desgarrador y fulminante. Algo verdaderamente digno de una aterradora y demoledora pesadilla. Eso lo supo ella de un momento a otro. Eso lo supo ella cuando fue confinada, en contra de su voluntad y con un mar de lágrimas cayendo sobre su maltrecha inocencia, en una oscura y desabrigada habitación. Una habitación en donde de vez en cuando (mientras transcurre la noche), ella aleja su vista de aquellos hombres, de múltiples clases y ambiciones, que se suceden uno tras otro, viriles y sedientos de su ser, y deja de ver sus erectos e impasibles sexos para observar por la ventana una luna rebosante de belleza. De belleza y de un doloroso y envilecido silencio. 6 A veces, cuando las voracidades de la nostalgia y sus diversos perfumes llaman a mi puerta, suelo recordar muchos matices de mi sencilla y desprevenida infancia. Suelo recordar algunos juguetes rotos y remendados, también a mi madre y a mi hermana mayor. Los recuerdo, ¿saben?, porque todos ellos, sumamente entrañables e insustituibles, son los más fieles habitantes de la espesa 30 neblina del mundo de mi infancia. De esa infancia que discurrió tan suave como un trozo ligero de nube, entre los juegos y el amor fraternal. De esa infancia que se esfumó en la vieja casa en la cual crecí, en la cual crecí junto con mi hermana, mi madre y un loro tímido al que llamábamos Ramón. En esos tiempos, aún lo recuerdo, solo había en mi ser una cosa medianamente clara: la primavera no era para mí, como lo es ahora, una parte que se había escapado del Edén para divertir a los amantes. Debido a ello, la primavera, dentro de mis más ontológicas certezas infantiles, era el tiempo de mi juego preferido, del mío y el de mi querida hermana Ángela. El juego de las escondidas que ella y yo llevábamos a cabo con Braulio y Ernesto que eran los hijos de Rosalba, la vecina que siempre nos regalaba, cada tarde, y sin falta, una de las pequeñas tortas de pan que ella vendía a diario en un pequeño puesto que tenía en la calle. Un juego que entre los cuatro practicábamos como si se tratara de una especie de ritual sagrado infantil. Lo que nunca me he podido explicar, ni siquiera ahora que ya han pasado varios años, es por qué a veces yo me ponía tan celoso y tan furioso cuando veía llegar al novio de Ángela y se interrumpía el juego. Ese mismo novio que al cabo de unos años la dejó a ella embarazada y más tarde se perdió como un náufrago en el mar de los olvidos con forma de sargazos. Claro, yo amaba la hilaridad con la que Ángela sonreía. Amaba esa hermosura inusual y deslumbrante de la que ella hacía gala. No había duda de que ella parecía un ángel. Además de eso, ella era mi única compañía. La única que me abrazaba y me daba ánimos y algo de dinero cuando los chicos más grandes del colegio me quitaban el dinero de la semana. Sí, en aquellos tiempos yo conocía algunas alegrías y sabía del sabor de las sonrisas, pero con el pasar de los años me fui 31 volviendo introspectivo, tímido y apartado. Ya estaba terminandomi infancia, y esta estaba terminando, para colmo de males, con un episodio oscuro y siniestro que jamás podré borrar de mi mente. Todo sucedió un día de primavera, poco después de mi cumpleaños número catorce. No hacía mucho me había interesado en una chica que asistía al mismo colegio al que yo iba cada mañana. Su nombre era Cristina. Ella me evocaba deseo. Ese deseo que tanto descocía y que tanto me sumergía en una inescrutable y abismal curiosidad, y que mientras más aumentaba, más me apasionaba. Y así, con el deseo de la pasión deambulando en mi mente, cierta mañana, cuando jugábamos a las escondidas con Braulio y Ernesto, Ángela y yo nos escondimos debajo de una mesa que tenía un inmaculado mantel de finos bordados sobre ella. Nos hicimos muy juntos y, sin darme cuenta, la toqué en ese lugar en donde no debí haberla tocado nunca, es decir, en una de sus partes de mujer. Pero eso no fue lo malo. Lo malo fue que me quedé mirándola como se mira a una mujer a la cual se desea con pasión, aunque para esos tiempos yo no comprendía muy bien aquello del deseo, y mucho menos aquello de la pasión. De cualquier forma ella lo notó y se sonrojó. Salió de la mesa y dijo que no quería seguir jugando porque tenía muchas tareas para la semana, aunque ambos sabíamos que esa no era la verdadera razón por la cual ella había decidido interrumpir el juego. De ahí en adelante comencé a sentirme vacío. Ángela nunca volvió a abrazarme, a cuidarme, a darme ánimos ni a estar conmigo en los momentos difíciles. 32 No hay duda de que esos fueron los días en los cuales comenzó mi soledad. Nuestra vecina Rosalba, que siempre vivió con la única compañía que le ofrecían sus dos pequeños retoños, conoció a un señor del cual ella se enamoró perdidamente, un señor que luego se la llevó a ella, y a Braulio, y a Ernesto, a vivir a una lejana ciudad, o al menos eso era lo que se rumoraba por ahí. Un buen día, sumido en una densísima soledad, me senté y escuché algo extraño. Miré a lado y lado, pero no hallé a nadie. Sin embargo, yo escuchaba que una voz extraña me llamaba, y que me llamaba por mi nombre. Era la voz de una mujer. En ese momento me concentré en aquella voz para saber si podía soñarla. Luego todo se puso rojo; un rojo que tenía la tonalidad distintiva de la sangre. Al final, no pude saber quién me llamaba, por lo que terminé por pensar que aquella no era sino una voz que salía de mi interior para cruzar una densa y sufrida soledad. 7 —Quiero que todas las noches, y sus más encantadores destellos, se adueñen de nosotros —dijo Ruth. Yo la miré entonces a ella, de hito en hito, añorando pasión, deseando esperanza y viviendo una locura desenfrenada. Era tal como me lo imaginaba. Ruth Monsiváis me había hecho, de repente, la propuesta más extraña que había escuchado en toda mi vida. Ella me instó a quedarme viviendo allí. Viviendo con ella, claro está. Aseguró que aunque sus fondos residían básicamente en las ganancias de 33 Perfumes de Harén, ella no trabajaba vendiendo su cuerpo como las demás mujeres de allí. A veces lo hacía, sí, para qué negarlo, agregó ella sin ningún descaro y sin ningún escrúpulo mientras me hablaba y tomaba uno que otro sorbo de whisky cuyo hielo hacía tintinear contra una fina copa. Según ella misma, Ruth Edith Monsiváis no era más que la dueña y administradora de aquel lugar de perdición y lujuria. Pero su propuesta no terminaba allí. Ella quería que yo dejará de trabajar y le ayudara a administrar aquel lugar. Lancé entonces un vistazo alrededor. Me imaginé viviendo allí y me pareció tétrico. Más que tétrico, espeluznante. Y eso que yo apenas estaba comenzando a darme cuenta de las verdaderas dimensiones de la tragedia que vivían las mujeres que vendían su cuerpo en aquel lugar. Apenas comenzaba a darme cuenta de que aquel oscuro burdel proyectaba una sombra decadente e ineludible sobre todas ellas. Y digo apenas, porque confieso que hasta el momento yo no había hecho otra cosa más que alejar de mí la sombría idea de que ellas eran mujeres desprotegidas, explotadas y esclavizadas. En parte, debido a que no quería hacerme una imagen que dañara la insulsa fantasía en la que Ruth me tenía levitando. —Dime, Adrián, qué deseo quieres —me preguntó Ruth con una pasión enfebrecida trasluciéndose en sus ojos. —Quiero algo de ti… Quizás el afecto de tus ojos… Quizás un poco de tu pasado… Quizás un trozo de tu corazón… O quizás… Sin esperar a que terminara de hablar, Ruth me dio un beso, rotundo y húmedo, como ningún otro, en los labios. 34 A la mañana siguiente llegué a instalarme definitivamente en Perfumes de Harén. Mi intención primera era la de observar con sumo detalle cómo era la vida de las mujeres de aquel lugar. No pasó mucho, sin embargo, para que ante mis ojos desfilara el despotismo con el que Ruth trataba a sus empleadas, si es que a ellas se les podía llamar de esa forma, aunque la verdad no lo sé. No lo sé aun hoy en día, y para aquel entonces tampoco me interesaba saberlo. Lo único que yo parecía entender en el momento era que Ruth me había presentado como “el señor de aquel lugar”. Claro, ella les advirtió a todas las mujeres de Perfumes de Harén que yo estaba en condiciones de exigirles las mismas cosas que ella les exigía. Les advirtió que mi autoridad era incuestionable y que mis deseos, sin importar cuáles fueran, debían cumplirse, de lo contrario… Ruth no terminó su amenaza. Al menos no en mi presencia. De cualquier forma, en mi mirada se adivinada el destello de una pulsión erótica. Algo muy similar a esas extrañas ansias que un alijo de joyas ostentosas y resplandecientes, suele despertar en unos ojos codiciosos. —Este es nuestro nido de amor —dijo Ruth. Aquel, era un cuarto iluminado, al igual que todo el burdel, por una luz sepia y ocre. Un cuarto en el cual había una enorme cama de caoba. Y sobre dicha cama, perfectamente tendido, un cubrecama rojo de suave terciopelo cuyo aroma seductor nublaba mi cerebro. Una habitación que hacía gala de una sensualísima y perfumada decoración. 35 Sí, una vez más, Ruth Edith Monsiváis había logrado cautivar mi curiosidad. Mi curiosidad y mis más inabarcables deseos de pasión. 8 En esos días pude dedicarme por entero a la pintura. Podía sentir que mi alma era inmune a la gravedad de las desazones emocionales. Para mí, Perfumes de Harén era como un suave discurrir por la belleza. Lo que no sabía era que mi lujuria de miel estaba por tornarse agria. Yo había decido formalizar mi extraña relación con Ruth aún sin conocer la historia secreta de sus labios y la historia íntima de los deseos de su piel, había trasladado todas mis cosas a aquel lugar, había renunciado a mi empleo y había despedido a Saraya, la mujer que me ayudaba, de cuando en cuando, con las labores domésticas de mi antigua casa. Había hecho todo eso a ojo cerrado y sin saber, o sospechar siquiera, lo que estaba a punto de descubrir. Esa mañana, esa trágica mañana de un agosto irremediablemente soleado, encontré una nota de Ruth. Me pareció muy extraño. Por qué se valdría ella de una nota para comunicarse conmigo, pensé en ese instante. La nota en cuestión decía apenas dos meras y escuetas palabras: habitación ocho. No perdí tiempo, me duché, me vestí y me dirigí en un santiamén a la habitación número 8 de Perfumes de Harén. Lo que no sabía era que al abrir la puerta de 36 aquella habitación, un horror incontrolado e indescriptible se apoderaría de mí. Claro, en aquel lugar, acostada sobre la cama que había sido dispuesta allí para ejercer el oficio de la prostitución, estaba, ni más ni menos, que mi antiguo amor platónico, el primer amor con el que comencé a soñar los efervescentes contornos dela pasión, es decir, la hermosa Cristina. Ella se veía pésima, tanto en su semblante como en el aura que despedía. Era evidente que estaba drogada, sedada o algo por el estilo. Ella siempre había exhibido en sus radiantes ojos de avellana una inagotable sensación de vivir. Quizá fue por eso que me dolió tanto verla así, con su alma marchita, seca y carente de toda vitalidad. En un pasado no muy lejano, cuando yo estaba totalmente loco de amor y de deseo por ella, hubiera querido tomarla de la mano, invitarla a compartir segundos, y a llenarlos de vida… de amor… Invitarla a compartir sueños y a dominar las más fieras nostalgias, las cuales, por cierto, siempre pensé que a ella le eran ajenas e indiferentes. En ese momento, mientras contemplaba horrorizado a Cristina, Ruth Monsiváis y Víctor Monsalve atravesaron la puerta de entrada de aquella fría habitación que, en el exterior, estaba marcada con un simple y circunspecto número 8. —Te he enseñado —me dijo ella, mi enfebrecida, misteriosa y apasionada amante. —¿Qué? ¿Qué es eso que me has enseñado, Ruth? —Que el corazón es el centro nervioso de la piel. 37 —Qué pensamiento es ese. —El primer pensamiento. Y si me preguntas quién fue el que lo pensó, confórmate con saber que no podría darte, así, de buenas a primeras, una respuesta clara y concisa. Luego de oírla, en mis ojos comenzó a deambular un enojo descomunal. Yo ya no soportaba, ni un segundo más, que Ruth me saliera siempre con sus absurdos acertijos y sus inescrutables secretos. Por eso, yo ya había decidido lo que haría. La insultaría, la mandaría al demonio… Tomaría luego entre mis brazos a Cristina y me iría de allí con ella. Sin embargo, Ruth me envolvió entre sus brazos. Luego, en cuestión de segundos, su aroma almibarado, una caricia traviesa y un húmedo beso suyo, terminaron por calmarme. —Es toda tuya. Toda toda tuya si así lo quieres… La conseguí para ti, solo para ti —dijo Ruth mientras señalaba a Cristina con su mirada y ponía su voz más seductora y, a su vez, la expresión de mayor complicidad que logró hallar en su fino rostro. Ruth no se quedó a esperar una respuesta. Ella y Monsalve salieron de la habitación y me dejaron solo con Cristina. Era muy seguro que Ruth estuviera pensando que la curiosidad y el deseo, como siempre, habían ganado terreno en mis ojos y en mi ser. Sea como fuere, allí estaba yo, y allí estaba Cristina. La hermosa Cristina. La miré. Me recosté junto a ella. Siempre había anhelado sus abrazos. Es más, los había soñado. Siempre me había provocado la sugerencia de sus escotes y ese cuerpo que ahora, más que nunca, se ofrecía por entero ante mí. Parecía una mariposa inerme, cuyas alas 38 hubieran sido arrancadas por un pequeño niño travieso. Lloré, lloré profundamente al verla así. Luego de un rato, tomé una de sus manos. Ella la apretó. Trató de hacer un amague de sonrisa. Respiraba con mucha agitación. De repente se levantó un poco y me abrazó. Me pidió que la hiciera mía. Examiné sus ojos valiéndome de los míos. Estaban desorbitados. No había duda: ella no podía siquiera reconocerme. Yo lloré aún más. No lo pensé mucho. Muy decidido la cargué en mi espalda y salí de la habitación número 8 con ella. Yo estaba dispuesto a todo. Estaba dispuesto a enfrentarme a la misma Ruth si fuera necesario con tal de sacar a Cristina de allí. No obstante, me sorprendió descubrir, a la hora de verdad, mientras caminaba, que el club estaba vacío. Todas las mujeres estaban seguramente en sus habitaciones y todo el ambiente se percibía tranquilo. Y así, en medio de esa tranquilidad, caminé hasta llegar a la puerta principal. Caminé con cierto halo de esperanza rodeando mi ser. Sin embargo, ahí, en el rellano de la puerta, estaba él, con su voz autoritaria, su mirada sádica y su fría sensibilidad. Era Víctor Monsalve, sostenía una escopeta por sobre uno de sus hombros y era evidente que no me dejaría pasar. —¿Sabe una cosa, señor Adrián? —dijo él—. Yo mismo la traje. Por orden de la señora Ruth. Ella misma me dio la orden de buscarla y traerla. También me dio la orden, no solo a mí, sino también a nuestros socios, que son unos tipos que no se andan con rodeos, de que si ella escapaba, o la ayudaban a escapar, la buscáramos de nuevo y la matáramos. Así de sencillo. 39 —Deme permiso, Monsalve. Tengo que pasar. —Usted decide, señor Adrián. Sacarla de aquí sería firmar su muerte. 9 A Tiffany, una de las bellezas de Perfumes de Harén — bueno, si es que de verdad ella se llamaba así—, le gustaba, qué digo le gustaba, le fascinaba caminar desnuda por todo el lugar. Yo siempre pensé, inspirado por el ambiente concupiscente del lugar, que su objetivo no era otro más que el de cautivarme con el agitado vaivén de sus senos libres. Era común, durante aquellos días de ensoñadas y continuas señales de rumorosos y enfebrecidos placeres, que yo me sentara en una de las sillas del lugar para disfrutar, en la noche, de los sensuales espectáculos de baile, o, en las mañanas, para tomar un frugal y placentero desayuno. En ocasiones, mientras estaba sentado, Tiffany me miraba, se aproximaba a mí y se sentaba en mis piernas. Luego me besaba con lascivia, y enseguida se iba mientras mi vida austera y casta del pasado, decía adiós en cada uno de los vaivenes de sus voluminosos senos. Pero, en aquel tiempo, y en aquel sombrío y entenebrecido lugar, también solían decirme adiós los días mismos. Esos días que, en Perfumes de Harén, caían sobre mí como hojas en otoño. Como hojas ocres y sepias. Para la fecha, yo ya sentía a aquel sórdido lugar como mi hogar. Aquel lugar en el que no solo se desbordaban delicias y sensaciones placenteras, sino, como yo ya me había enterado, pesares, 40 melancolías y tristezas infinitas. Yo me había acostumbrado, ya para entonces, a las chicas y a sus clientes. Ya me había vuelto, incluso, amigo de varios de los más asiduos visitantes de Perfumes de Harén. Me había acostumbrado al aliento apestosamente alcoholizado de ellos y a sus miradas retorcidas en cada una de las conversaciones que sosteníamos. Respecto a las chicas, me había acostumbrado no solo a sus seductores cuerpos sino a sus rutinas. No a todas se les permitía el lujo de poder escoger a sus propios clientes. A Cristina y a algunas otras, por ejemplo, no se les permitía. No se les permitía, porque la mayor parte del tiempo ellas siempre estaban confinadas en sus respectivos cuartos, sobre todo Cristina, a quien yo mismo, como cómplice del atroz crimen que se estaba cometiendo con ella, había dado la orden de mantenerla drogada la mayor parte del tiempo. Yo no quería verla. No quería hablarle. Yo sabía que no quedaba nada de la antigua Cristina, ni siquiera dentro de su esencia más imperecedera. Que al igual que muchas de las mujeres de Perfumes de Harén, ella no era ya sino una sombra. Una sombra borrosa, consumida por las fauces de todos aquellos que llegaban sedientos de pasión y de otras descargas no menos desenfrenadas de una corrompida libido. Pero como decía en líneas anteriores, no a todas las chicas se les permitía salir de sus cuartos y no a todas se les permitía salir a refrescar su sudorosa piel en la puerta de aquel edifico de cinco plantas. Una costumbre, esa de salir a la puerta, que para muchas de ellas era como un ritual sagrado. Desde luego, allí, en aquella puerta, solían pararse ellas, es decir, a las que se les permitía hacerlo. Ellas hablaban no sé de qué 41 cosas y se les insinuaban a todo aquel que pasara relativamente cerca, ofreciendo sus favores precisamente como eso: como un favor. Otro de los rituales de ellas, cuando el lugar carecía de clientes, y los habituales sonidos de música y de golpes, gritos ygemidos de placer, a los que, por cierto, ya me había acostumbrado, consistía en jugar a las cartas o en pintarse las uñas. No todas lo hacían, pero a las que sí, se les unía, muy seguida y amigablemente, y como otras más de ellas, mi candente y misteriosa amante, Ruth Monsiváis. Cierto día, Celeste acababa de atender a un cliente. Ella salió entonces de su cuarto con una expresión compungida. Tenía el torso desnudo y las manos sobre sus tersos y blancuzcos senos. Se los tocaba como pensando si era cierto, si era verdad que hacía tan solo unos momentos unas manos mucho más grandes, y calientes, y viscosas, y muy seguramente repugnantes, habían estado sobre ellos. Sí, ella se los tocaba y los miraba con algo de incredulidad y como queriéndoles decir que descansaran. Aquella vista me excitó. Ruth me descubrió viendo de esa forma a Celeste, es decir, con algo de perversión y de lujuria, pero no dijo nada. Esbozó una pequeña sonrisa de complicidad y se marchó a su cuarto, es decir, a nuestro cuarto. Apuré entonces unos cuantos sorbos de coñac, de vermut, o de vino, o de algún otro licor. Me paré. Me dirigí hacia Celeste. La tomé entre mis brazos. Comencé a besarla; a tocar sus partes de mujer. La llevé luego a su cuarto. Ella no se resistió. 42 Era tal y como me lo imaginaba. La incipiente luz de las tinieblas se había apoderado de mí, y me había convertido en el demonio. Esta es la historia del demonio, Adrián. Me refiero al primero, porque en la aventura de la historia humana ha habido muchos de ellos. La leyenda más usual afirma que él era un ángel híbrido que quería trascender su esencia, que quería ser superior a Dios. Debido a ese acto que se interpretó como egoísta, él y la demás parte de la hueste celestial que se reveló contra el Dios único, fue condenada a vivir como ángeles caídos. Esa, desde luego, es la historia que siempre nos han contado. La historia que siempre hemos creído a ciegas. Ahora, mi querido Adrián, te diré la verdad. El Demonio, Belcebú, Lucifer, El Maligno, o como sea que quieras llamarlo, no es sino alguien que aceptó por sí mismo un cruel destino. Alguien sumamente valiente que decidió llevar, sin que nadie lo obligase, la más terrible e implacable de las condenas que un ser humano jamás se pueda imaginar. Sí, él fue condenado, por voluntad de sacrificio propia, a no poder amar. 10 —¿Adónde se han llevado a Turquesa? Respóndeme, Ruth. ¿Dónde está ella? Hacía dos noches había entrado al cuarto de Cristina para ver cómo se encontraba ella. Ella no lo dijo pero yo sé que en ese momento me reconoció. Al preguntarle cómo estaba la llamé por el nombre que le había dado Ruth, es decir, 43 Turquesa. Ella dijo que se encontraba bien aunque me imagino que para no preocuparme y, más que nada, para confirmar que quien estaba allí no era esa Cristina que durante un tiempo me hizo añorar que fuera mi novia, sino una persona distinta que no tenía nada ver conmigo y a la que la gente llamaba, simple y llanamente, Turquesa. Como bien se puede imaginar, si ambos o alguno de nosotros nos dábamos por conocidos (o ella o yo), muy seguramente el alma de ella se desgarraría de dolor y de un sufrimiento infranqueable que la haría deambular entre la vergüenza más infinita y el odio más enconado e insoportable. Según Monsalve, ella le debía a unos sujetos una suma estrambótica de dinero que, a decir verdad, quedaría saldada en unos meses si ella continuaba trabajando como hasta ahora. Esa noche, al ver a Cristina, sentí que aún me quedaba un retazo puro de corazón. —No te hagas la sorda, Ruth. Te exijo que me digas dónde está ella. Hace apenas dos días estuve en su cuarto. —Dime, Adrián: ¿qué quieres de mí? —Eso mismo te pregunto yo a ti: ¿qué quieres de mí? —Una sola cosa, Adrián: tu alma libre y extasiada, más allá de una noche pretérita y profusa de inolvidable y sobrecogedor deseo. 11 44 Fue doloroso. Nunca volví a ver a Cristina. El tiempo se encargó de sacármela de los recuerdos. El tiempo y las delicias que en todo momento me ofrecían las mujeres que trabajaban para Ruth. Claro, luego de unos meses viviendo en Perfumes de Harén, yo ya conocía la textura y el aroma de la piel de cada una de ellas. Yo había pintado, por otra parte, al menos una docena de cuadros entre los que se contaban algunos paisajes urbanos y algunos retratos en los cuales aparecían algunas mujeres ultrajadas. Entretanto, yo seguía la senda de un camino infernal. Un camino que se estiraba poco a poco como una oscura pesadilla. Esto lo digo porque, a decir verdad, yo ya me había sumergido hasta el cuello en el oscuro negocio de Ruth. Sí, yo había ingresado a él con ansiedad, como si aquel negocio se tratara, acaso, de uno de los tibios y prominentes regazos de mis amantes. Lo que quiero decir es que, para la fecha, yo ya me había convertido en un inescrupuloso y pérfido proxeneta más de la ciudad. Aun así, en esos días de pasiones sumergidas en deseo que segundo a segundo se acercaban a mí en Perfumes de Harén, yo sentía que todo marchaba sobre ruedas e iba de maravilla. Varios de mis cuadros habían sido comprados y expuestos en muchas de las más importantes galerías al interior del país. Por otra parte, por mi piel ya habían pasado las pieles y los perfumes de varias mujeres. Yo sentía, por ende, que el deseo y la pasión eran como un juego, algo así como las escondidas, con la salvedad de que ambos, tanto la pasión como el deseo, siempre se dejaban encontrar de mí. Pero lo más importante de todo era, sin duda, que yo sentía que amaba a Ruth y a cada una de las chicas de Perfumes de Harén. Aunque, eso sí, debo decir que no se trataba de un amor puro y desinteresado. 45 De Tiffany comencé a amar sus paulatinos gestos de atención pasional que poco a poco te desinhiben y te enamoran. De Celeste, esa afición que tomé por hacerle el amor en noches de penumbra y de estrellas apagadas. De Claudia, una muchacha de nariz breve y tierna, el brillo seductor de sus ojos inquietos y embriagados de una rara mezcla de pasión y tristeza. De Loli, una chica que permaneció allí si acaso, si no estoy mal, unas semanas apenas, comencé a amar sus labios, pues estos tenían una curiosa gracia: parecían tener ese encanto único e indecible que solo tienen las flores cuando se deciden por un rojo sumamente intenso. De Lorena, comencé a amar su piel tersa y sus senos firmes y turgentes. De Anabel, la pelusa rizada de su pubis. De Sofía, su fragancia exquisita de aloe. Y de todas las mujeres de Perfumes de Harén, en general, la esperanza que cada una de ellas guardaba en las fibras más íntimas de su ser, de poder abandonar algún día aquel desabrigado y lúgubre lugar. Una esperanza que se veía acompañaba por un inconstante desasosiego y que era amparada únicamente por la vaguedad de una luz de tonalidades sepias y ocres. Claro, en aquel lugar de perdición y explotación sexual, era habitual que alguna que otra de las chicas me contara alguna que otra confidencia, de esas que implican un alto grado de complicidad y que suelen rozar el alma. Sin embargo, ya para entonces parecía que yo carecía de alma, o de algo semejante que me permitiera conocer la profundidad del dolor humano. Algo que me sirviera, a su vez, para poder conocer algún día un más allá… Cualquier clase de más allá que le confiriera cierta paz a mi espíritu y a mi ser. 46 Pero eso no es de extrañar. En esos días de pasiones sumergidas en deseo, lo único que aún guardaba algo de mi antigua humanidad y de mi antiguo corazón, eran mis cuadros. —¿Cómo se llama ese? —me preguntó cierto día Ruth. —La ventana por la que se fuga el alma. —Un nombre interesante, Adrián. Se nota que al venir aquí has rasgado las cortinasde la inhibición. Esa que siempre te persiguió desde muy chico. —Al venir aquí, también he puesto mi corazón a pender de un hilo muy fino, Ruth. Por otra parte, yo siempre trato de buscar los mejores nombres para mis obras, tal y como tú misma te has podido fijar con las primeras obras que te enseñé. Sí, allí estaba yo, en Perfumes de Harén, e imbricado en una realidad erótica y sombría. Uniéndome a ella, a esa ligerísima realidad, como cuando se aproxima una tormenta y todas las nubes se llaman entre sí para formar una aterradora, oscura y gigantesca masa portadora de malos presagios. —Quiero saber una cosa, Ruth: ¿quién eres tú? —¿No te has dado cuenta, Adrián? Yo soy la llama interna que quema la piel. 47 —Es en serio, Ruth. ¿Por qué crees que sabes tanto sobre mí? Sobre mí y sobre mis dudas, y mis preocupaciones, y mis deseos, y mis temores. —Te contaré una historia, Adrián. Una historia con la que quizás puedas comprenderme un poco mejor. La historia de un lejano reino en donde se instauró, cierta vez, el llamado “derecho a no ser olvidado”. ¿Sabes algo? Cuando se instauró dicho derecho, en aquel reino, la gente dejó de sentirse sola. Por alguna razón, quienes morían, sabían que podían irse más tranquilos porque tenían la seguridad de que sus seres queridos, colegas y demás conocidos, no los olvidarían nunca. En ese sentido, ya nadie tenía el anhelo de hacer perpetuar una memoria. Nadie tenía siquiera el afán de sentirse eterno. No obstante, en aquel reino nunca habían surgido tantas obras de arte como en aquel momento. Algo curioso, ¿no es cierto? Por otra parte, luego de aquel decreto, quienes soñaban, disfrutaban más y más de sus sueños; quienes amaban, disfrutaban más y más de cada segundo junto a su enamorado; y así sucesivamente. Pero, ¿sabes quiénes eran los que más felices se veían? —No, Ruth, quiénes. —Los que oraban. —¿Los que oraban? —Sí, y si me preguntas por qué, debo decirte que esa es una respuesta que nada más se puede conseguir en medio de las oraciones, o de una pasión carnal lo suficientemente fuerte como para hacernos orar al cielo. 48 12 Cada tanto llegaban a Perfumes de Harén tres personajes muy distinguidos a hablar con Monsalve y con Ruth. Ellos representaban la parte del negocio que tenía que ver con el tráfico de personas y, en general, con el reclutamiento de mujeres, muchas de las cuales eran, por cierto, inmigrantes ilegales. Entre esos tres personajes estaba Myriam Uscategui: una mujer de vestir elegante y con un importante puesto de funcionaria pública del cual nunca me interesé por saber cuál era. Josías Deluze, en cambio, otro de aquellos repulsivos personajes, era el rector de una de las más prestigiosas universidades de la ciudad. Él era el que con más frecuencia visitaba el club. En ocasiones, para cerrar un nuevo negocio en el cual casi siempre estaba involucrada una nueva transferencia de mujeres a Perfumes de Harén, o de Perfumes de Harén hacia otro club. En otras ocasiones, en cambio, él acudía allí para disfrutar de alguno que otro show de baile y de las demás bifurcaciones del deseo que, en aquel lugar, siempre solían tener cuerpo y aroma de mujer. De cuando en cuando Josías solía llevarse a una de las chicas de su preferencia y volvía con ella al cabo de unas cuantas horas o de unos cuantos días. Un privilegio que, según pude darme cuenta, solo se le permitía a él. Ahora bien, el último de aquellos repulsivos personajes que aún me falta por mencionar, es Norberto Ostos. Él tenía un importante cargo en la policía, aparte de eso, no es mucho más lo que yo pueda decir acerca de él, a excepción de que era muy raro que se apareciera en Perfumes de Harén, puesto 49 que, la mayoría de las veces, él solía enviar a algún subalterno suyo de la policía, en su representación. Algo que me sorprendió, cierta vez, en Perfumes de Harén, fue ese primer día que vi llegar a Monsalve tras una de sus típicas salidas que solían durar algunas horas. Lo curioso de aquella llegada era que al entrar él me miró a los ojos y me dijo: “Traigo nueva mercancía para este sitio”. En ese momento no le entendí, aunque más tarde, ese mismo día, caí en la cuenta. Claro, por horrible que parezca, así les decía él a las chicas que laboraban en aquel lugar. Chicas a las cuales él protegía, intimidaba y a veces hasta golpeaba en forma brutal. Él las trataba, sin duda, como a objetos, como a adquisiciones de las cuales había que obtener un usufructo. Pero lo más extraño, al menos a mi parecer, era que él nunca llegó a desear el cuerpo de ninguna de ellas. Se rumoraba entre las mujeres de aquel frío y lúgubre lugar, que su alma, más oscura incluso que la mía, no le permitía siquiera experimentar ninguna clase de deseo, ni sexual ni de ninguna otra clase, ni por ningún hombre ni por ninguna mujer. En fin, cierto día, en una de las “nuevas adquisiciones” de Monsalve, llegó a Perfumes de Harén una mujer cuya belleza aún estaba impregnada por una pizca radiante de alegría. Una pizca inextinguible que hacía hasta lo imposible por escarbar en la ingravidez de lo incierto, y salir en forma fugitiva por su rubicunda mirada. Ella se llamaba Lilian. Antes de su llegada, Silvia era la única que reía por cualquier cosa. Aunque no, no vayamos a sacar conclusiones apresuradas, no era que Lilian, “la nueva del lugar”, también riera por cualquier cosa, pero me llamaba mucho la atención el hecho de que cada vez que ella hablaba conmigo, un 50 extraño deseo de sonreír y de reír se apoderaba de ella. Yo la atraía. Yo la atraía enormemente. Al menos eso pensaba yo. Y no solamente yo, también las demás chicas de Perfumes de Harén, Ruth, y hasta el gañán de Monsalve. Me daba una tristeza infinita y profunda con ella, con la pobre Lilian, porque conmigo ella compartía unas charlas muy amenas y profundas, pero cuando se trataba de atender a algún cliente todo su cuerpo parecía estremecerse de asco y de pavor. Pero Lilian, al igual que todas las mujeres de Perfumes de Harén, con el tiempo se fue resignando. Con el tiempo ella también fue adquiriendo, al igual que las otras chicas que ejercían obligadas o no la prostitución, lo necesario para su oficio: una ligera y llana mansedumbre en su aura, una extraña capacidad para ignorar las náuseas y, sobre todo, unas manos que se volvían más hábiles que las de cualquier hombre. Unas manos que no tenían siquiera que ir directo al sexo masculino para estimular las más férvidas y cálidas pasiones. —Llegó la hora, Adrián, te diré quién eres —me dijo Ruth cierta noche de luna creciente mientras tomaba algún whisky como de costumbre. —Qué bueno Ruth —le respondí—. Ya era hora. Según tú: ¿quién soy yo? —Querido mío, los filamentos del destino no se equivocan. Tú eres el hijo de la semilla oscura. El hacedor del mal. El fuego de la noche. Ese ligero soplo que incita a lo más bajo. Esa fría y vaga tiniebla que hiela los huesos. El demiurgo de la muerte. El antagonista de la obra de la vida. El dueño del 51 averno. El mal puro. Todos los perversos lenguajes que se ocultan en forma secreta en la oscuridad, y el demonio que también decidió encarnarse, como alguna vez lo hizo Cristo, para experimentar este mundo. 13 “Cuando el caos sólo comprende de erotismo, la destrucción es el único fruto que puede deparar la pasión”, esa, tan hermética y nefasta, fue la frase que me dijo alguien que vestía por completo de negro. Alguien que se acercaba poco a poco a mí en un densísimo sueño anclado justo en la mitad de en un tétrico y espeluznante minuto sin tiempo. Un personaje que venía en una canoa por sobre un río de irrealidad ligeramente impensada. Un personaje que llevaba en su gélida cara una herida enla cual podía contemplarse un breve rezago de una oscura y sinuosa maldad. Aparte de aquella frase citada, aquel misterioso personaje no dijo nada más, ni hizo nada más. Luego desperté, desperté de aquel hermético sueño aun cuando lo único que ahora sé, es que ese día no debí despertar. No, ese día debí quedarme sumido en aquel oscuro y nefasto sueño. O debí al menos morir. O debí, más bien, haberme subido en una canoa similar a la de aquel personaje para marcharme a aquel lejano reino en donde, según Ruth, no se permite el olvido. Ese día me levanté, como de costumbre, con la fragancia de la pasión enredada en mis sábanas. Me vestí ligeramente y no sé por qué se me ocurrió entrar, como llevado por una extraña fuerza, en uno de los cuartos. Allí, en aquella desangelada habitación, para desazón de todas mis desazones 52 y para tragedia de todas mis tragedias, me encontré con ella. Me encontré con ella, tal y como hacía ya unos meses había encontrado a Cristina. Su expresión horripilada y sus pómulos de un pálido casi irrisorio deshicieron de inmediato todo mi ser y me desagarraron en lo más profundo sin ninguna piedad. Mi alma, o lo que quedaba de ella, se estremeció por completo. No había duda. Era ELLA. ¡Santo Dios!, ELLA. Y lo único que se me ocurrió hacer en ese instante fue gritar. Gritar el nombre de ella, lleno de pavor y sufrimiento: “¡¡Ángela!! ¡¡Ángela!! ¡Respóndeme, hermana!”. Sí, grité cuanto pude, pero ella, ausente, no me respondía. Su maquillaje estaba corrido. Tenía una moña azul. Su piel tersa, a pesar de las drogas con las que la tenían sedada, aún resplandecía. Yo la miraba anonadado mientras llegaba a mi olfato, o no sé si a mi memoria, el olor a hierbabuena de la vieja casa en la cual crecí y en la cual jugaba a las escondidas junto a ella, junto a mi querida hermana. De repente, llevado por un impulso irreprimible de mi ser, decidí abrazarla. Ella parecía como dormida pero, al sentir mi calor, su cuerpo trató de darme, aun así, una breve señal de que me reconocía. De hecho, de aquel cuerpo emanaba un torrente tibio y familiar que me llenó con una gran seguridad. Sí, yo tenía que sacarla a ella de allí cuanto antes. Yo no podía esperar ni un minuto más. Claro, tenía que ser sigiloso y mucho más decidido que aquella vez cuando intenté sacar a Cristina de allí. Yo sabía que el escape no iba a resultar nada fácil. Solamente en aquella habitación se podía oler la silenciosa y tenebrosa presencia de una amenaza oscura e inminente. Eso me hacía 53 pensar en opciones, en alternativas y en posibilidades, aunque también en la férrea decisión de no rendirme pasara lo que pasara. Entretanto, veía a Ángela dormir. Yo sabía que ella estaba drogada. Parecía que soñaba. Sus gestos estaban llenos de espanto, como si tuviera, acaso, una horrible y abrupta pesadilla. Traté de adivinar sus sueños y al hacerlo, no tuve duda: ella estaba confrontando en lo más profundo de su mente un sinfín de pesadillas incoherentes y neblinosas. Verla así me dolió enormemente porque yo aún la quería más que a nada en el mundo. Tenía el ánimo de que por ahí, en su corazón, anduviera todavía aquel pequeño Adrián jugando con ella a las escondidas. La expresión inerte de su rostro no dejaba de preocuparme. Le moví el brazo. Le pegué dos pequeñas y tiernas cachetadas en sus suaves mejillas para que se moviera, para que reaccionara mientras mis lágrimas caían sobre ella como la lluvia de un gris otoño. Quería que abriera sus ojos para volver a ver ese mundo de ilusiones que de pequeña siempre vibraron de forma incesante en ellos. Pero no los abrió y yo sabía que no podía esperar más. Yo sabía que Monsalve estaría esperándome a la salida del club. Por esa razón, tras comprobar que no había señal alguna de teléfono ni nadie a quien yo pudiera pedir ayuda, la alcé, alcé sobre mi espalda a mi linda y querida hermana, y la llevé, luego, a la habitación que yo compartía con Ruth. Al llegar a ese seductor y perfumado lugar de Perfumes de Harén, me alegré un poco porque no estaba ni Ruth ni nadie. Aquella, por cierto, era la única habitación, en aquel edificio en donde funcionaba aquel sinuoso y pérfido burdel, que tenía una ventana, de modo que lo único que me restaba por hacer, era amarrar algunas cuantas sábanas entre sí para atarlas luego al cuerpo 54 de mi hermana, y al mío también, por supuesto, para salir de allí. Tenía que tener cuidado porque la ventana de aquella habitación se encontraba en el segundo piso del edificio. Sin embargo, aquella tarea de escapar la hice en menos de nada, luego de lo cual me dirigí con mi hermana sobre mi espalda a un Renault que Ruth me había obsequiado algunas cuantas semanas atrás. En ese gélido instante, más exactamente cuando Ángela y yo estuvimos dentro del auto, ella, mi linda y querida hermana, despertó. —Adrián… Adrián, ¿eres tú? —Hermana, te vas a poner bien. Te lo prometo. Ella se quedó mirándome un buen rato. Una lluvia feroz había comenzado a caer y el automóvil nada que encendía. El tiempo apremiaba. Un terror visceral, hierático y aturdidor, entretanto, me carcomía por dentro. Al cabo de unos segundos, de unos segundos sumamente tensos, Ángela exhaló algo de aire y me dijo lo siguiente: —En el bolsillo de mi chaqueta, Adrián, se encuentra la cadena que me regaló mamá. Escúchame, hermano, es toda tuya. —Chssss. Guarda silencio, Ángela. No digas nada. Voy a llevarte a casa. —¿Guardar silencio? Pero sí hay algo, algo muy profundo, que quiero preguntarte, Adrián. 55 —¿Qué? —¿Dónde se supone que debemos esconder esta pasión? Luego de hacer su pregunta, Ángela tocó mi rostro con una de sus suaves manos. Tocó mi rostro como si palpara en él el relieve mismo de la vida, o la más familiar de las esencias de su propio ser. Exhaló algo más de aire y trató de sonreír un poco. Una última sonrisa que ella procuró esbozar para dedicármela a mí. Luego de ello, luego de aquel intento de sonrisa, ella cerró sus ojos y murió. En esos angustiosos y fríos días mamá tuvo que presentir que algo malo, algo sumamente terrible, una oscura, perversa y despreciativa nulificación sin límites, había sucedido, porque ella, lamentablemente, fue la siguiente en morir. Fue a causa de un infarto, ni más ni menos, que ella dejó este mundo mientras dormía. Un suceso trágico que sucedió al cabo de unos cuantos días de que Ángela también dejara este sombrío infierno. Este sombrío y avasallador infierno que de cuando en cuando se viste de paraíso y al que solemos llamar “vida”. Fue muy doloroso. Todo mi mundo se vino cuesta abajo como un castillo de naipes al que le extraen una pieza clave. Todo mi pasado se desdibujó y hasta llegué a pensar que lo había soñado o que quizás le pertenecía a otra persona que guardaba un ligero parecido conmigo. Sin embargo, pese a todos los vaticinios y a las opiniones que podría suscitar un coherente sentido de la lógica, debo decir que, andando contra la corriente de mi profundo sufrimiento y de mis infinitos pesares, una extraña y arrolladora energía 56 proveniente de mi libido me instó a volver a Perfumes de Harén. En el cuarto que yo compartía con Ruth, busqué un lugar desapercibido y apropiado para guardar allí lo único que me ligaba al pasado, es decir, la pequeña cadena que me había dejado Ángela poco antes de morir. En esos momentos, en los que me disponía a ocultar aquel objeto, yo tomaba entre mis manos aquella cadena y recordaba la última pregunta que mi hermana me había hecho en vida, aquella de: “¿Dónde se supone que debemos esconder esta pasión?”. Una pregunta realmente curiosa a la que le he dado mil vueltas y a la que he analizado desde un sinnúmero de perspectivas distintas. Aun así, y aun cuando
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