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Cuando el demonio ama--i

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Cuando el 
demonio ama 
 
 
 
 
Miguel Ángel Guerrero 
Ramos 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
© del texto: Miguel Ángel Guerrero Ramos 
© de esta edición: La Lluvia de una Noche 
 
Diseño de portada: La Lluvia de una Noche 
 
1ª Edición: abril de 2013 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 5 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
A mis amigos 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 6 
 
 
 
 
 
 
 
 
Cuando el demonio ama 
 
1 
 
Era medianoche, una medianoche de reverberantes delirios, 
de intenso fuego, de inabarcables secretos, y allí estaba yo, 
retándome a mí mismo, tratando de escabullirme furtiva y 
silenciosamente al interior de una iglesia católica, con los 
nervios a flor de piel y la escaza fe de mi interior 
recorriéndome desde los pies a la cabeza. Yo pensaba en 
Cristina. Pensaba en ella con gran intensidad. Pensaba en esa 
vez cuando obnubilé mis miedos y decidí confesarle a ella, 
de una vez por todas, todo lo que mi vigoroso corazón en 
realidad sentía por su aura coqueta y la sedosidad 
aprimaverada de su ser. Yo pensaba, asimismo, bajo aquella 
intensísima noche, en esas dolorosas palabras que ella me 
dijo en ese momento. En ese momento de suma confesión. 
Claro, ella procuró que sus palabras salieran de sus labios 
con una atenuante suavidad, aunque no por ello puedo decir 
que dejaran de ser dolorosas. De cualquier forma, más allá 
de mis reminiscencias, allí estaba yo, bajo una medianoche 
de reverberantes delirios e inabarcables secretos, frente a una 
iglesia católica, persiguiendo una oleada incierta de perfume 
floral y buscando una nueva oportunidad en el amor. Todo 
 
 7 
por esa extraña e inaudita costumbre de pensar que siempre 
hay posibilidades para todos en la vida. Esa costumbre de 
pensar que las luces no son únicamente a las estrellas, las 
alas a las aves, los misterios a la luna, las flores a los jardines 
y los sueños a una confortable y cómoda almohada o a un 
deslumbrante y sobrecogedor mundo onírico. En fin, todo 
por esa extraña e inaudita costumbre de pensar que lo 
imposible no es sino una palabra, una palabra, además, 
demasiado abstracta y, por ende, demasiado vaga y 
demasiado vacía. Lo que quiero decir, más exactamente, es 
que Cristina, y su añorado cabello lacio, y sus sensuales 
caderas, y sus almendrados ojos, y toda ella, han quedado 
desde hace ya un buen tiempo en un líquido y errante pasado 
que fluyó como la corriente de un río que baja briosamente 
por una ribera desconocida. Lo que quiero decir, es que en 
ese momento, mientras yo pensaba en todo ello bajo la luz 
intemporal de una dulce y enigmática luna, lo único que me 
importaba era una sola cosa: franquear los muros de aquella 
céntrica iglesia católica que tenía enfrente. Cosa que intenté 
y conseguí con gran esfuerzo. Sí, luego de tomar el impulso 
necesario, en menos de un pestañear, y luego de algunos 
cuantos intentos, logré saltar el muro de la iglesia sin ser 
descubierto por el típico vecino curioso que, por una u otra 
razón, suele permanecer en duermevela. Y al hacerlo, sentí 
un haz de luz incierta, una brizna de infinito, una 
clarividencia, una premonición extraña y profunda, aunque 
fortuita, que me instaba a culminar ese extraño camino de 
imposibles que había sido zurcido con los hilos del deseo. 
Ese camino que me ha llevado a enamorarme de nuevo, y 
que muy seguramente tendré tiempo de ir relatándoles a lo 
largo de esta historia. Un camino que, por otra parte, puede 
ser la mejor representación que se me pueda ocurrir para lo 
 
 8 
imposible, pues lo imposible me lo imagino como un 
camino, un sendero que no figura en un mapa, pero que, al 
fin y al cabo, se encuentra disponible para cruzarlo en 
cualquier momento. En otras palabras: lo imposible no es 
más que una carencia o un vacío de nuestra imaginación. Lo 
imposible no es sino la forma que adoptan nuestros miedos, 
aunque, como quiera que sea, el hecho en cuestión es que 
aquel camino que me ha traído a esta iglesia, es el mismo 
camino, el mismo sendero que me ha llevado a enamorarme 
de nuevo. A enamorarme de unos ojos de fuego que he 
venido a buscar. Unos ojos embargados de lujuria y con un 
destello trepidante que al verlos por primera vez, me robaron 
tanto la respiración del cuerpo como la respiración 
corporalmente irrespirable del alma. Es más, aún recuerdo 
ese fúlgido e intenso momento del destino en el que aquellos 
ojos me descubrieron sobre este plano de la existencia. 
Aquellos ojos de fuego me decían: “Esta iglesia abarrotada 
de vitrales, cruces y retratos de santos es un buen lugar para 
un amor feroz, para un amor enardecido, un amor sudoroso y 
cálido, un amor… que sólo se ame a sí mismo mientras 
olvida al mundo”. 
 
Claro, aquellas dos brasas inextinguibles, es decir, aquellos 
dos ojos de fuego que he mencionado, eran los ojos de una 
mujer tan misteriosa como hermosa. Los ojos de una mujer 
que despedía un ferviente deseo por cada uno de los poros de 
su piel. Yo no podía, mientras caminaba a hurtadillas al 
interior de la céntrica iglesia en la cual entré furtivamente, y 
en un evaporadísimo momento de la noche, más que recordar 
esos ojos que irradiaban crepitantes y arrobadores fuegos de 
pasión. Los recordaba cuando me interné en la lívida y 
soñolienta luz de unas velas que reverberaban por todas 
 
 9 
partes y deformaban y proyectaban levemente mi sombra por 
doquier. Los recordaba, y los soñaba, hasta que, muy pronto, 
di con ella. Con la mujer de mis sueños. 
 
Ella estaba junto al altar, apócrifa y libidinosa. Desnuda y 
recostada boca arriba. De seguro me sintió llegar, pero su 
esbelto y nacarado cuerpo pareció no darse por enterado. Yo 
no dije nada y ella tampoco. Me acerqué a ella. Parecía estar 
en trance. La toqué, pero siguió en silencio. Me dio igual. 
Ella mantenía sus ojos cerrados. Sus párpados lucían largos. 
Sus sensuales y húmedos labios parecían tener la textura y el 
color de la sangre ambarina. Pronto, tras un breve instante de 
inspección, descubrí un lunar en uno de sus senos. Lo 
observé como hipnotizado. Como atraído por el punto de 
máxima singularidad del universo. Ella se levantó entonces, 
súbitamente, y me abrazó. Yo, por alguna razón, sentía que 
la conocía a ella desde siempre aun cuando ignoraba su 
nombre. Quizás fue por eso no me preocupó tanto, por 
primera vez en mi vida, descubrir o saber a ciencia cierta qué 
clase de amor era aquel. De modo que decidí besarla. Y la 
besé, disimulando, en un principio, toda mi ansiedad. Ella, 
entretanto, y luego de que las pieles ya se encontraron lo 
suficientemente imantadas, me fue enseñando con su suave 
perfume y un danzar de mil caricias atrevidas, que los besos 
no son únicamente a los labios y las caricias a la piel. Me 
enseñó aquello, de la misma forma en la que también me 
enseñó que la eternidad no es solo un efímero mañana, allí, 
bajo la mirada impávida de un Cristo voyerista que nos 
observaba sin observar y algunas cuantas Marías 
estupefactas y llenas de rubor. 
 
 
 10 
Y así, con tanta pasión y tanto deseo, debo decir, no me 
percaté del extraño fenómeno. Todo a mí alrededor, mientras 
ella y yo nos amábamos, cobró una tonalidad roja, tan roja 
como los labios de mi desconocida amante. Pero: ¿cómo 
pudo suceder un fenómeno tan extraño y tan sacado de quién 
sabe dónde, sin que yo no me interesara siquiera en reparar 
en él? La verdad, no lo sé. Lo único que puedo asegurar es 
que, en aquella iglesia, haciéndole el amor a aquella mujer, 
todo a mi alrededor se disfrazó de un momento a otro de 
oscuridad. Una oscuridad del color de la sangre ambarina. 
 
Pero: ¿quién era ella? ¿Quién era esa mujer que me 
entregaba su cuerpo como si fuera un laberinto para que mis 
manos o mis labios lo solucionaran? ¿Hasta dónde pretendía 
llegar ella conmigo? ¿Y por qué me hizo esa curiosa 
preguntaque, siendo tan obvia hacerla, me cayó por 
sorpresa? 
 
—¿Por qué has venido? —dijo de repente el susurro 
lujurioso de su voz. 
 
—Por el hostigamiento de una duda cruel —le contesté yo a 
ella mientras acariciaba su fragante cabello. 
 
—¿Qué clase de duda? 
 
—No tiene importancia. 
 
—Claro que sí. Una buena amante debe estar al tanto de las 
dudas que invaden el cuerpo que ama y al cual se aferra. 
 
 
 11 
Ella, debo reconocerlo, me hablaba como si me conociera de 
toda la vida. 
 
—Dime algo —le dije, al cabo de un rato, y sin dejar de 
acariciar su fragante cabello—, ¿cómo puedes querer estar al 
tanto de mis dudas, sin conocer siquiera mi nombre? 
 
En ese instante, en ese intensísimo instante de seducción, y 
de vida, y de enfebrecidos perfumes de entrega, ella me 
quemó con el fuego crepitante de sus ojos mientras me decía: 
 
—En eso te equivocas. No solo soy la única persona en este 
mundo que conoce tu verdadero nombre. Sino que conozco, 
además, querido mío, la más profunda y enardecida de tus 
dudas. 
 
 
 
2 
 
No hay duda de ello. Aquel fue un colorido mundo de 
maravillas, un mundo vivido y soñado bajo los designios de 
la pasión y digno de ser representando con las más hermosas 
acuarelas. Y lo único que yo pedía al cielo, al hado, al 
demiurgo de la vida, era volver a soñarlo, para poder 
distinguir de esa forma, y con toda la claridad del caso, sus 
prismáticos y avasalladores matices. Debido a ello, y debido 
al apremiante anhelo que yo tenía de volver a soñar entre los 
ojos de fuego de aquella misteriosa mujer que amé en una 
iglesia, la mañana siguiente a la delirante noche de pasión 
que anteriormente describí, la llamé a ella, es decir, a la 
hermosa y misteriosa mujer desnuda de la iglesia. No pude 
 
 12 
esperar siquiera a levantarme y prepararme un café. Apenas 
desperté de las escasas tres horas que había dormido, busqué 
en mi billetera el número de teléfono que la mujer de la 
iglesia me había dejado en un pedazo de papel de cuaderno. 
Ruth figuraba allí como su nombre. 
 
“Hola Ruth, soy yo, Adrián”. “¿Adrián?”. “Sí, el pintor”. 
“Hum…”. “El joven de la iglesia”. “Ah, hola. Estaba 
esperando tu llamada”. “¿De veras?”. “Sí, y con bastante 
ansiedad”. “Ruth, quiero saber si tenemos algo. Quiero decir: 
si esto es serio”. “Claro que sí, querido mío. Tenemos algo. 
Pero no es lo que tú imaginas”. “No quiero sonar pesado, y 
tampoco intenso, Ruth, pero qué sabes tú acerca de lo que yo 
imagino”. “Mucho”. “Lo dices como si hubiésemos hecho el 
amor no una sino muchas veces”. “Pues así es, cariño, con la 
salvedad de que tú lo llamas, evocando algún cercano 
sentido poético y romántico, hacer el amor, mientras que yo 
lo llamo, simple y llanamente, tener sexo”. Al escuchar 
aquello permanecí en silencio unos segundos. No sabía qué 
decir. De hecho, no sabía a ciencia cierta qué debía sentir y 
cómo expresar adecuadamente lo que debía sentir. Sin 
embargo, envalentonado, continué: “Ruth, quiero confesarte 
aquella duda que, si tú recuerdas, te dije que me hostigaba el 
corazón. Una duda que nunca me he atrevido a confesarle a 
nadie”. “Ah, es eso. Pues bueno, si tú recuerdas nuestra 
pequeña conversación de anoche, querido mío, en ella te he 
dicho que yo ya conozco la principal duda de tu corazón”. 
“No es cierto, Ruth, te repito que jamás se la he dicho a 
nadie”. “Adrián, ¿Adrián te llamas, no es cierto?”. “Sí”. 
“Adrián, tú no estás y nunca has estado sujeto a la misma 
condena que todos los demás seres humanos. Tu condena no 
es la de la agujas del reloj”. 
 
 13 
 
Esas últimas palabras, lo reconozco, las pronunció aquella 
misteriosa mujer en un tono no desprovisto de cierto cariz 
místico y enigmático. De cualquier forma, ella quedó de 
verse conmigo en mi apartamento, en una hora en la cual el 
cielo ya estaría, seguramente, pintándose de ocaso. Era 
domingo y como cualquier domingo decidí quedarme en la 
cama viendo televisión. Saraya, la mujer que suelo contratar 
de vez en cuando para que se ocupe de algunas de las labores 
de mi apartamento, nunca suele presentarse los domingos; 
razón por la cual la rutina de mi vida me deparaba para ese 
día, si no fuera, claro está, porque Ruth se ofreció a 
visitarme, un domingo usual y común de soledad. Vivo, por 
cierto, sin más compañía que la que me brindan los múltiples 
retratos y los diversos paisajes que he pintado a lo largo de 
los últimos años. La compañía de las pinturas, de mis hábiles 
pinceladas de acrílicas poesías y sus profundos y dieléctricos 
enigmas de caricias visuales. La compañía inesencial de 
unos paisajes de limitadas dimensiones y de unos rostros de 
gestos imperturbables. Sí, hasta ahora no lo he dicho, pero 
mi verdadera vocación ha sido y siempre será la pintura, 
aunque nunca haya podido dedicarme, a la hora de la verdad, 
a vivir de ella. 
 
Mi trabajo actual consiste en diseñar algunos programas 
informáticos básicos para una empresa de software y en ser 
el programador de algunos equipos de computación y redes. 
Sin embargo, pese a que trabajo jornada completa, siempre 
suelo sacar algo de tiempo para dedicarme a mi verdadera 
vocación que, no me canso ni me cansaré jamás de decirlo, 
ha sido y será siempre la pintura. Ahora bien, y cambiando 
un poco de tema, muchos se preguntarán qué clase de 
 
 14 
historia es esa que tengo con Ruth, si es que así se llama 
aquella mujer, claro está. Pues bien, lo único que puedo 
adelantarles sobre ella, en esta parte de la historia, es el 
recuerdo que tengo de ese día en el cual la vi por primera 
vez. 
 
Ese día, afuera de aquella iglesia de impresionante estilo 
gótico, caía un chubasco de padre y señor nuestro, algo 
verdaderamente impresionante. El frío era inclemente y 
arreciaba con fuerza. La misa se celebraba en medio de un 
infierno invernal. En ese momento me fijé en un curioso 
detalle: ella no dejaba de mirarme con cierta lascivia, con 
cierto magnetismo pasional. Me miraba, con sus flamígeros 
y sensuales ojos. Me miraba y me guiñaba uno de ellos, uno 
de aquellos ojos, con suma complicidad. Sí, ojos así 
incendiaron Alejandría, o al menos eso fue lo que yo pensé 
cuando los vi por primera vez. Por otra parte, ella llamó mi 
atención porque era obvio que de mí, ella no buscaba 
precisamente mis palabras. Era obvio, además, que ella no 
era una de esas mujeres que anhelan ver aparecer a un galán 
que llegue y les resuma un amor absurdamente abstracto con 
unas cuantas palabras impactantes, memorables y sugestivas, 
que no por ello dejan de conformar meras frases de cajón. 
No, ella no era así. Pero lo mejor del cuento, es que ella no 
era tampoco de las que pretenden pasar por tal, una clase de 
mujeres que, a decir verdad, abundan por todas partes. Eso 
me gustó, me gustó mucho porque yo nunca he sido muy 
bueno para expresar el amor con palabras secas. 
Generalmente, suelo recurrir a la pintura para sacar lo que 
hay en mi interior, aun cuando en ninguna de mis obras 
figure algo parecido a eso que por ahí, en alguno de los 
pasillos de la existencia, llaman amor. 
 
 15 
 
Pero mencionaba que vi a Ruth por primera vez cuando fui a 
una iglesia, la misma iglesia en la que ella y yo hicimos el 
amor desbocadamente unos días después. En esa ocasión, 
cuando la vi a ella por primera vez, ella utilizó un rictus 
sugestivamente sensual para comunicarse conmigo. Llegó 
incluso a acariciarse con uno de sus senos, el cual ella frotó 
en mi cuerpo con cierta ligereza no exenta de un roce 
provocativo. No puedo decir que lo disfruté porque en ese 
instante yo estaba más que todo perplejo, anonadado, 
confundido un poco y no sé qué otras cosas más. Y claro, por 
mera curiosidad —de esas que suelen matar gatos—, volví a 
aquella iglesia no una, ni dos, ni tres, sino cuatro veces más 
en las cuales pude verla a ella, siempre con la misma mirada, 
su mismo maquillajesuave y los mismos aretes que 
resplandecían cuando un travieso rayo de sol lograba 
atravesar las nubes y se encontraba con ellos. 
 
Ahora, aquí, tal y como me encuentro, no puedo evitar, al 
pensar en ella, en aquella hermosa mujer con ojos de fuego, 
sentir aún en mis manos la apetecible textura de su cuerpo y 
la tibieza de su piel. Es más, decido, acostado aún en mi 
cama, que solamente quiero pensar en ello. Decido, 
asimismo, que no quiero que nada ni nadie me saque de 
aquel trance, sin embargo, y aun así, el teléfono suena con un 
aire indiscreto. 
 
“Eres un desconsiderado, Adrián. ¿Hace ya cuánto que no 
me llamas?”. “Disculpa, mamá. Tú sabes que yo nunca he 
sido de llamar a la gente por teléfono y esas cosas”. “Pues 
deberías hacerlo, más ahora que Ángela se cambió a otra 
ciudad”. “No molestes: ¿Ángela se fue a vivir a otra 
 
 16 
ciudad?”. “Así es, Adrián. Y se llevó consigo a la pequeña y 
linda Angélica que tanta compañía me hacía”. “Una mala 
noticia, sin duda. Pero: ¿qué puedo hacer yo ahí?”. 
“Lastimosamente nada, Adrián. No sé por qué tú y tu 
hermana no se pueden llevar bien como todos los hermanos”. 
“Tal parece que no conoces muchos hermanos, ¿verdad, 
mamá?”. “No te hagas, Adrián. En todo caso el hecho es que 
tú rara vez haces algo por nosotras”. “Sí, así es. Debo 
aceptarlo”. “Es el colmo. No te interesa siquiera saber 
adónde se fue tu hermana”. “No, la verdad no”. “Pues fíjate 
que no me lo quiso decir”. “Y yo te recuerdo que eso nunca 
ha sido raro en ella. Siempre hace lo que le viene en gana. Y 
si no es más, mamá”. “¿Me estás despidiendo, Adrián?”. “Sí. 
Es que tengo algo muy importante en qué pensar. Algo que 
no puede esperar”. 
 
 
3 
 
Ruth llegó haciendo gala de un encanto indecible. Nada más 
con verla a través del ojo de vidrio de la puerta mi espíritu 
quedó consternado. Con la máxima premura del mundo, de 
mi espíritu irrequieto, le abrí la puerta y, antes de decir 
cualquier cosa, ella me besó larga y profundamente en los 
labios. Luego me hizo una pregunta que despertó un poco mi 
inquietud. 
 
—Has venido a traer calamidad a esta tierra, ¿no es cierto? 
 
—No sé de qué hablas, Ruth. Más que nada y más que nadie, 
yo… 
 
 
 17 
—Chssss. No digas nada. 
 
La invité a pasar, a tomar asiento en el sofá de mi sala y a 
tomarnos una vaporosa taza de café para espantar un poco el 
frío inclemente que durante todo el día se había tomado la 
ciudad. Fui a la cocina poco después de conminarla a que se 
sintiera como en su casa. Preparé el café en menos de lo que 
se dice amén, pero al volver a la sala no encontré a la bella y 
libidinosa Ruth por ninguna parte. No obstante, al ver que la 
puerta del pequeño cuarto en el cual guardo mis pinturas 
estaba abierta, no tuve que indagar mucho para saber dónde 
estaba ella. Entré en aquel cuarto y, en efecto, Ruth estaba 
allí, observando ensimismada mis pinturas. 
 
—¿Quieres saber cómo se llaman? —le propuse. Ella asintió. 
 
Me acerqué a ella por detrás y la abracé por la cintura. Antes 
que nada decidí enseñarle los paisajes, tal y como 
acostumbro cuando le exhibo mis preciadas obras de arte a 
cualquier persona que quiera conocerlas. Se los fui 
señalando uno por uno, indicándoles su respectivo nombre, 
los cuales ella escuchó con suma atención. 
 
De izquierda a derecha estos son, le dije yo, Abrazando la 
tormenta (un paisaje lleno de palmeras azotado por una 
furiosa tormenta), Ojos que quitan vestidos (una pintura de 
arte conceptual en la cual sobrepongo un gran número de 
ojos, y un considerable número de mujeres, en los edificios 
de una ciudad imaginaria), El balcón de los murmullos (un 
balcón solitario), La misteriosa calidez de tus besos (una 
hermosa y radiante playa, tan solitaria como podría ser el 
paisaje de El balcón de los murmullos), Sol y lágrimas (esta 
 
 18 
pintura no es más que la rama de un árbol de cuyas verdes y 
vivas hojas caen algunas cuantas gotas de agua), Cómo se 
sacia el corazón de arcilla (el paisaje de unas descomunales 
e imponentes montañas escarpadas) y La distancia más corta 
entre dos corazones (una pintura que me trae dolorosos 
recuerdos a la memoria y de la cual, le dije a Ruth, prefería 
no hablarle aún). 
 
Ruth parecía encantada con cada una de mis pinturas de 
paisajes. De modo que, seguidamente, le señalé las pinturas 
de retratos y procedí de igual forma que con las de paisajes. 
De izquierda a derecha estaban: Caricias furtivas de color 
jade (en el cual retrato dos amantes que se besan 
apasionadamente), Trayectorias bajo una laguna (una bella 
y joven mujer bajo el agua de una posible laguna. Por cierto, 
cabe destacar que dicha mujer es Cristina, la mujer de la que 
durante mucho tiempo estuve perdida y profundamente 
enamorado), Preso de tus labios (otro retrato de Cristina en 
el cual hago énfasis en sus labios) y Vértices de retina (otro 
retrato más de Cristina en donde hago énfasis, esta vez, en 
sus ojos de avellana). 
 
—Ven conmigo, quiero enseñarte algo —me dijo Ruth, poco 
después de que yo le terminara de enseñar mis mejores 
cuadros y mientras ella me abrazaba cariñosamente por el 
cuello. 
 
—Qué quieres enseñarme —le pregunté, ebrio de curiosidad 
y de pasión. 
 
—Tu fuerte unión con el pasado, qué digo el pasado, con la 
historia y con la humanidad en general. 
 
 19 
 
Ruth Edith Monsiváis: una mujer extraña. Una mujer de esas 
que cuando salen a una noche despejada, la luna y las 
estrellas se ponen tan celosas por su belleza, que deciden 
brillar con mucho más ímpetu y con mucha más intensidad 
para llamar la atención. Una mujer hermosa y 
despampanante que me conminó a salir aun cuando no me 
dijo adónde íbamos. Simplemente salimos de mi 
apartamento. Luego, subimos a su auto, un lujoso Mercedes 
azul. Acto seguido, pasamos al frente de una discoteca y se 
me ocurrió pensar que muy seguramente íbamos a un lugar 
así, para pasarla bien y bailar un rato, lo cual me llenó, más 
bien, de cierto nerviosismo, puesto que siempre he sido 
realmente malo para el baile. 
 
—¿No me digas que vamos a una discoteca? —decidí 
preguntar. 
 
—¿Sabes? —comenzó a hablar ella con su típico tono 
misterioso—, cada noche, en ciudades como esta, hay un 
nuevo y placentero bocado para saborear y un nuevo y 
encantador perfume en el cual desvanecer los sentidos. Es 
más, para muchas personas algo así, tan abstracto, tan 
intenso y tan efímero, es el amor. Una sucesión de distintos 
lenguajes que conocer en una sórdida discoteca cuyas 
puertas ven entrar personas y salir parejas. Y ¿sabes algo 
más? En un desierto de soledades, una noche para conocerse, 
tomar un martini con una nueva persona, y salir luego a 
algún motel para alimentar el fuego incesante del amor con 
el combustible inflamable de la pasión, es el mejor aliciente 
para el alma. 
 
 
 20 
Yo miraba a Ruth, y pensaba, por alguna razón, que el viento 
se inspiraba profunda y arremolinadamente con la voz de 
ella. 
 
Y así, si al otro día los amantes desconocidos que 
compartieron alguno que otro efluvio ensoñado y 
desprevenido en una discoteca, se encuentran y se 
reconocen, cada uno de ellos volteará su rostro y mirará en 
forma distraída a otro lado, como quien le temé más a las 
cenizas de la pasión que al fuego mismo de la vida. 
 
 
4 
 
“Cuando el corazón ande en otra vida”, eso fue lo que me 
respondió Ruth cuando le pregunté si íbamos a ser novios. 
Me parecía lo más normal. Lo más lógico, incluso. Ella y yo 
parecíamos necesitarnos el uno al otro. Hablábamos ya de 
nuestras vidas o de algo por el estilo… Nos entendíamos y 
nos buscábamos… Nos gustábamos y nos agradábamos… 
Entonces… ¿Por qué no? ¿Por qué no ser novios? ¿Por qué 
no comenzar a vivir aquella sensacional experiencia? Al 
menos, eso era lo que se preguntaba mi alma una y otra vez 
un tanto desconcertada. 
 
—Aquí es donde yo vivo—dijo Ruth de repente, aquel día 
con ocaso de cereza, y sacándome con ello de mis 
pensamientos. 
 
Antes de entrar a aquel lugar, al que ella me conminaba a 
entrar tomándome del brazo, levanté mi vista y en el umbral 
 
 21 
de la puerta pude leer un aviso que decía: Perfumes de 
Harén. 
 
—Qué lugar es este —pregunté. 
 
—Un solo lugar —respondió ella—: el lugar del delicioso 
juego del amor. 
 
En ese mismo instante comprendí qué lugar era ese 
exactamente, y me aterré como nunca antes. Mis entrañas se 
llenaron de pavor. Fui asediado por un sentimiento neblinoso 
y opalescente que se fue disipando a medida que entraba en 
aquel oscuro antro. En aquel antro en el que una mezcla de 
olores florales y exquisitos comenzó a seducirme de un 
momento a otro y sin tregua alguna. 
 
Perfumes de Harén era un edificio de cinco plantas apenas. 
Lucía un tanto derruido. A simple vista se veía que aquel no 
era un costoso motel, ni un lujoso club, ni un sexshop o una 
de esas agencias de acompañantes que figuran en los avisos 
de los periódicos. Sin embargo, en la entrada, justo al lado 
del nombre del lugar, figuraba la imagen de una mujer que 
invitaba con su mirada y su sensual pose a disfrutar de 
deliciosas pasiones. 
 
Una vez dentro, lo primero que llamó mi atención de aquel 
club, fueron las mujeres que estaban allí. En ese momento no 
percibí tristeza alguna en ellas, aunque tampoco ningún 
rastro de alegría. Más bien me pareció que estaban 
demasiado serias. Ruth, con una mirada displicente, se puso 
en la tarea de presentármelas a una por una de la misma 
forma en la cual yo le había hablado de mis cuadros, es 
 
 22 
decir, se refería a ellas como a obras de arte, como a objetos 
exquisitos y curiosos, y como nada más. Una forma de 
presentarlas un tanto deshumanizante, es cierto, pero a la vez 
mágica y sugerente. Lo que yo desconocía en el momento, 
era que con el tiempo yo mismo llegaría a conocerlas a todas 
y a cada una de ellas mucho más íntima y profundamente. 
 
“Ella es Silvia”, dijo Ruth. “Un collar de mil amoríos”, 
agregó luego. Silvia, a decir verdad, era una de las más 
maduras del lugar. Una mujer de piel y ojos canela, de cejas 
muy tupidas y anchas caderas. Una mujer que, ya me daría 
cuenta luego, no dejaba de tomar bebidas alcohólicas a 
ninguna hora del día, aunque en medidas cantidades. Ella, 
por cierto, se encontraba en una mesa, vestida con una blusa 
trasparente y una corta falda que insinuaba sus sedosos 
muslos de una forma descarada. 
 
Celeste fue la segunda en la presentación. Ella era una mujer 
muy joven de ojos azul profundo. La única en aquel lugar 
que aún poseía cierto brillo de ternura y de una lejana 
inocencia en su mirada. Ella, al igual que Silvia, estaba 
sentada en una de las sillas de una enorme mesa de madera 
que se encontraba en el rincón más lúgubre de aquella 
sórdida y penumbrosa estancia. Ella se estaba atusando el 
cabello cuando Ruth me la presentó. Ella me saludó con esa 
forma tan coqueta de invitar a la pasión que suelen utilizar 
las chicas que trabajan en lugares como aquel en el que me 
encontraba, aunque no sin cierto aire pesaroso. No sé muy 
bien por qué, pero ella me hizo pensar en un bosque anclado 
en mitad de la melancolía. Un bosque cuyos árboles son 
agitados por la más gélida de las brisas y los más dilatados 
ecos de nostalgia aletargada. Claro, ella, a leguas se veía, era 
 
 23 
de esa clase de mujeres —de este tipo— que escucha, una a 
una, las penas de su cliente. Sí, de la clase que no comparte 
solo su cuerpo sino también su corazón. 
 
Tiffany, si es que ese era en realidad su nombre, era una 
hermosa chica de piel nacarada que parecía que en otro 
tiempo, no muy lejano, había gozado de una rebosante y 
volcánica alegría. Si ella, al igual que Celeste, estaba triste, 
no me lo pareció. Sin embargo, me quedé contemplando la 
piel de sus pómulos un buen rato. Era una piel muy pálida. 
Denotaba, sin duda, que aquella era una zona de frecuentes 
lágrimas. 
 
Marleny, por su parte, estaba de pie, con una sonrisa de oreja 
a oreja, y una botella de licor en una de sus manos. Ella, 
según pude darme cuenta, era la preferida de los más 
borrachos. Sí, de esos hombres de aliento acre y 
alcoholizado que quieren vaciarse de olvidos en ella y cuyos 
ojos son a la que más escrutan de arriba abajo. De entre 
todas las mujeres de allí, ella era, digámoslo así, la más 
inmune a las náuseas que pueden llegar a provocarle 
aquellos repugnantes tipos a una mujer. 
 
Más tarde, luego de aquellas primeras presentaciones, me 
enteraría por boca de una o de otra de las chicas de aquel 
lugar, de los nombres de las otras chicas que en el momento 
no me presentó Ruth. Algunas de ellas, cabe decirlo, 
permanecían en esos instantes atendiendo a alguno que otro 
cliente en alguna de las habitaciones del lugar. Otras, en 
cambio, se ofrecían en un sinuoso y sensual show de baile 
que llevaban a cabo en una pequeña tarima en el salón 
principal. Pero, eso sí, para los fines de esta historia, no debo 
 
 24 
dejar pasar un dato sumamente importante: de todos los 
personajes de aquel lugar, hubo uno que llamó mi atención 
como ningún otro. Uno que parecía como si fuera hijo de la 
oscuridad o como si hubiese salido, al menos, de un piélago 
infinito de las más oscuras y entenebrecidas sombras. Él era 
el encargado, sin lugar a dudas, de vigilar y custodiar aquel 
lugar junto a otros dos o tres tipos que estaban a su mando. 
Él llevaba un parche en el ojo derecho detrás del cual, por 
alguna extraña razón, se adivinaba la cuenca de un ojo vacío. 
Por donde quiera que aquel tétrico y espeluznante sujeto 
llamado Víctor Monsalve pasaba, el aire se tornaba rancio, 
abismadamente ensombrecido, oscuro, siniestro y realmente 
tenso. 
 
Perfumes de Harén, según Ruth, un lugar que desde siempre 
se ha distinguido por tener muchas flores hermosas y 
apetecibles. Y claro, eso era, como bien podemos suponer, lo 
que más llamaba la atención del lugar. No obstante, de todas 
las mujeres de aquel sombrío y sórdido lugar, Ruth era la 
única cuya mirada derrochaba energía y verdadera 
sensualidad. Una sensualidad tan misteriosa, y tan mística, 
como desenfrenada. 
 
No hay duda, los clientes de Perfumes de Harén reposan allí 
bajo un árbol de mil amoríos y, mientras rodean los 
contornos insospechados de la lujuria, y los vértices de mil 
ilusiones deslumbrantes, se ven envueltos en uno que otro 
finísimo trozo de pasión. Es frecuente, por tanto, encontrar 
en el rostro de alguno de ellos la alegría de un estival 
amanecer, la fuerza con la que se sumergieron durante un 
rato inexorable en el aroma envolvente de la seducción, el 
estremecimiento del mundo que experimentaron durante 
 
 25 
unos cuantos minutos, o, sencillamente, y, sobre todo, el 
vórtice de aquel intenso sentimiento en donde, como dice 
Sábato, todo es alma. Es decir, esa inmensa tristeza que 
ellos se despojan en aquel lugar, dejándosela sin ninguna 
misericordia y sin ninguna consideración a ellas, a las 
mujeres de Perfumes de Harén. Porque, día con día, en 
aquel sórdido y entenebrecido lugar, las mujeres que allí 
laboran saben que la profundidad de su tristeza, depende de 
la fuerza, y solo de la fuerza, con la que esta sea arrojada al 
lago de la miseria. De su infinita, desdeñosa, implacable y 
sombría miseria… 
 
 
5 
 
—Tenemos la conciencia dormida. 
 
—No te entiendo, ¿qué quieres decir con eso, Ruth? 
 
—Lucas 20, versículo 38: …Dios no es Dios de muertos, 
sino de vivos, pues para él todos viven. 
 
—¿No podemos morir?... 
 
—No, pero hay cosas peores que la muerte. Cosas mucho 
peores. Aunque también hay, querido mío, cosas mejores 
que la vida. 
 
—Cosas como qué. 
 
 
 26 
—Cosas peores que la muerte como la condena que tú llevas 
a cuestas. O cosas mejores que la vida como la cálida 
confesiónde una caricia. 
 
—En primer lugar, mi cielo, yo no llevo encima ninguna 
condena, al menos no que yo sepa. Y en segundo lugar, no sé 
si te has dado cuenta, Ruth, pero una caricia no puede ser 
nunca mejor que la vida, porque las caricias involucran que 
haya justamente eso: vida. 
 
—Relájate, Adrián. Sé que no es fácil de entender. Pero mira 
el lado bueno: aquí, en este lugar, los olvidos no suelen 
durar. 
 
Ruth, luego de aquella corta charla, se quedó en silencio. 
Luego me tomó de la mano y me condujo a uno de los 
cuartos de Perfumes de Harén. Un cuarto que permanecía 
vacío y en cuya entrada figuraba el número 1. Al entrar allí 
supuse que así serían todos los cuartos en aquel lúgubre y 
frío lugar. Más adelante me enteraría de que no, de que ese 
era el único cuarto en todo Perfumes de Harén que no 
disponía de una cama. Aunque, a decir verdad, vacío lo que 
se dice vacío, no estaba. Había latas, tubos de pintura, 
trementina, pinceles, témperas y otros objetos propios de la 
pintura. Al verlos, una extraña chispa cruzó mi ser y allí, sin 
más demora, me zambullí en ese terso y apetecible óleo que 
es el cuerpo de Ruth. Mientras eso hacía, comencé a decirle 
a ella, a mi primorosa y sensual amante, algunas escuetas 
palabras de amor que francamente ya no recuerdo cuáles 
podrían ser. Ella las escuchaba atentamente mientras me 
quitaba la ropa. Cuando quedamos totalmente desnudos, ella 
arrojó un bote de pintura verde esmeralda sobre nosotros. 
 
 27 
Enseguida, yo tomé, por mi parte, uno azul hortensia y lo 
arrojé en dirección al techo de aquel cuarto. La pintura cayó 
un instante después en forma abrupta, como una mística 
lluvia, salpicando todo a su alrededor. Las enormes gotas 
iban y venían por todas partes y en la forma más azarosa que 
alguien se pueda imaginar. Ellas se deslizaban con cierta 
lujuria sobre la gravedad desenfrenada de los humores del 
sexo. Del sexo desenfrenado y compartido. 
 
Y así, abrazados, ambos nos amábamos y dábamos vueltas 
entre la pintura. Mis cinco sentidos estaban concentrados en 
esa ardua y placentera tarea del amor. Un amor que, allí, 
duró bastante, porque a cada nada yo me ponía de píe para 
comenzar algún cuadro con los materiales que fueron 
dispuestos por Ruth para ello. Sí, ella tuvo que ser la que 
planeó que esos materiales estuvieran allí, aunque en ese 
momento no pensé en si de verdad había sido ella. Algo muy 
curioso, porque si de hecho había sido ella, solo cabe 
preguntarse una cosa: ¿cómo llegó aquella misteriosa mujer 
a saber con tanta anticipación que la pintura era mi principal 
afición? ¿Quién se lo hubiera podido haber dicho o siquiera 
insinuado? Quién sabe, quién sabe cómo supo ella aquello o 
quién se lo hubiera podido haber dicho. Un asunto tan 
extraño y enigmático como ella misma al cual prefiero no 
darle tantas vueltas. En ese momento, debo decir, en el 
cuarto número 1 de Perfumes de Harén, lo único que pensé 
era que aquellas pinturas y aquellos óleos se encontraban 
allí, en realidad, por alguna extraña y fortuita coincidencia. 
De cualquier forma, fuera cual fuera el motivo por el cual 
aquellas pinturas estaban allí, esa misma noche empecé unos 
cuantos cuadros que, para ser sincero, nunca tuvieron mucho 
progreso que digamos. Aun así, allí estaba yo, disfrutando de 
 
 28 
la pasión, observando una abrumadora oscuridad color 
sangre ambarina, y realizando aquella tarea de mi vocación 
de pintor, que no podía realizarse sino de aquella sinestésica 
y sensual forma que me permitía sumergirme libremente en 
los colores y en los sabores del placer. 
 
—Siempre he tenido el deber de encontrarte, mi querido. 
 
—Dime Ruth, si es esa, acaso, una expresión de amor. 
 
—No lo es. 
 
—Me lo imaginaba… Qué es entonces. 
 
—Sólo duerme. Mañana será un largo día, mi niño. 
 
—Por qué. 
 
—Descubrirás quién eres. 
 
—¿Quién soy? 
 
—Mi demonio… Mi ángel de la guarda… Aquel que tiene 
las manos manchadas de sangre. 
 
Esa noche el sueño no se me dio tan fácil. Me desperté a la 
medianoche y me descubrí pensando en Celeste. Por qué 
estaría ella allí, me pregunté. En un lugar tan atroz, lúgubre y 
deprimente como Perfumes de Harén. En ese sombrío lugar 
de deseos latentes y opacidades desmedidas que carcomen 
las más esenciales fibras del alma. 
 
 
 29 
Uno tras otro, a Perfumes de Harén, llegan los clientes a 
saciar sus ansias y sus más mórbidos deseos. Entretanto, 
ella, la hermosa Celeste, repasa en su memoria los restos 
fugitivos de aquel aciago día, de un aciago y nebuloso 
atardecer, en el cual ella llegó a aquel desconocido país, 
totalmente colmada de sueños y con el anhelo imperioso y 
decidido de buscarse una vida mejor. No obstante, el color 
de la tragedia puede ser sumamente intenso. El color de la 
tragedia puede ser algo realmente desgarrador y fulminante. 
Algo verdaderamente digno de una aterradora y demoledora 
pesadilla. Eso lo supo ella de un momento a otro. Eso lo 
supo ella cuando fue confinada, en contra de su voluntad y 
con un mar de lágrimas cayendo sobre su maltrecha 
inocencia, en una oscura y desabrigada habitación. Una 
habitación en donde de vez en cuando (mientras transcurre 
la noche), ella aleja su vista de aquellos hombres, de 
múltiples clases y ambiciones, que se suceden uno tras otro, 
viriles y sedientos de su ser, y deja de ver sus erectos e 
impasibles sexos para observar por la ventana una luna 
rebosante de belleza. De belleza y de un doloroso y 
envilecido silencio. 
 
 
6 
 
A veces, cuando las voracidades de la nostalgia y sus 
diversos perfumes llaman a mi puerta, suelo recordar 
muchos matices de mi sencilla y desprevenida infancia. 
Suelo recordar algunos juguetes rotos y remendados, 
también a mi madre y a mi hermana mayor. Los recuerdo, 
¿saben?, porque todos ellos, sumamente entrañables e 
insustituibles, son los más fieles habitantes de la espesa 
 
 30 
neblina del mundo de mi infancia. De esa infancia que 
discurrió tan suave como un trozo ligero de nube, entre los 
juegos y el amor fraternal. De esa infancia que se esfumó en 
la vieja casa en la cual crecí, en la cual crecí junto con mi 
hermana, mi madre y un loro tímido al que llamábamos 
Ramón. En esos tiempos, aún lo recuerdo, solo había en mi 
ser una cosa medianamente clara: la primavera no era para 
mí, como lo es ahora, una parte que se había escapado del 
Edén para divertir a los amantes. Debido a ello, la primavera, 
dentro de mis más ontológicas certezas infantiles, era el 
tiempo de mi juego preferido, del mío y el de mi querida 
hermana Ángela. El juego de las escondidas que ella y yo 
llevábamos a cabo con Braulio y Ernesto que eran los hijos 
de Rosalba, la vecina que siempre nos regalaba, cada tarde, y 
sin falta, una de las pequeñas tortas de pan que ella vendía a 
diario en un pequeño puesto que tenía en la calle. Un juego 
que entre los cuatro practicábamos como si se tratara de una 
especie de ritual sagrado infantil. Lo que nunca me he 
podido explicar, ni siquiera ahora que ya han pasado varios 
años, es por qué a veces yo me ponía tan celoso y tan furioso 
cuando veía llegar al novio de Ángela y se interrumpía el 
juego. Ese mismo novio que al cabo de unos años la dejó a 
ella embarazada y más tarde se perdió como un náufrago en 
el mar de los olvidos con forma de sargazos. Claro, yo 
amaba la hilaridad con la que Ángela sonreía. Amaba esa 
hermosura inusual y deslumbrante de la que ella hacía gala. 
No había duda de que ella parecía un ángel. Además de eso, 
ella era mi única compañía. La única que me abrazaba y me 
daba ánimos y algo de dinero cuando los chicos más grandes 
del colegio me quitaban el dinero de la semana. Sí, en 
aquellos tiempos yo conocía algunas alegrías y sabía del 
sabor de las sonrisas, pero con el pasar de los años me fui 
 
 31 
volviendo introspectivo, tímido y apartado. Ya estaba 
terminandomi infancia, y esta estaba terminando, para 
colmo de males, con un episodio oscuro y siniestro que 
jamás podré borrar de mi mente. 
 
Todo sucedió un día de primavera, poco después de mi 
cumpleaños número catorce. No hacía mucho me había 
interesado en una chica que asistía al mismo colegio al que 
yo iba cada mañana. Su nombre era Cristina. Ella me 
evocaba deseo. Ese deseo que tanto descocía y que tanto me 
sumergía en una inescrutable y abismal curiosidad, y que 
mientras más aumentaba, más me apasionaba. Y así, con el 
deseo de la pasión deambulando en mi mente, cierta mañana, 
cuando jugábamos a las escondidas con Braulio y Ernesto, 
Ángela y yo nos escondimos debajo de una mesa que tenía 
un inmaculado mantel de finos bordados sobre ella. Nos 
hicimos muy juntos y, sin darme cuenta, la toqué en ese 
lugar en donde no debí haberla tocado nunca, es decir, en 
una de sus partes de mujer. Pero eso no fue lo malo. Lo malo 
fue que me quedé mirándola como se mira a una mujer a la 
cual se desea con pasión, aunque para esos tiempos yo no 
comprendía muy bien aquello del deseo, y mucho menos 
aquello de la pasión. De cualquier forma ella lo notó y se 
sonrojó. Salió de la mesa y dijo que no quería seguir jugando 
porque tenía muchas tareas para la semana, aunque ambos 
sabíamos que esa no era la verdadera razón por la cual ella 
había decidido interrumpir el juego. De ahí en adelante 
comencé a sentirme vacío. Ángela nunca volvió a abrazarme, 
a cuidarme, a darme ánimos ni a estar conmigo en los 
momentos difíciles. 
 
 
 32 
No hay duda de que esos fueron los días en los cuales 
comenzó mi soledad. Nuestra vecina Rosalba, que siempre 
vivió con la única compañía que le ofrecían sus dos 
pequeños retoños, conoció a un señor del cual ella se 
enamoró perdidamente, un señor que luego se la llevó a ella, 
y a Braulio, y a Ernesto, a vivir a una lejana ciudad, o al 
menos eso era lo que se rumoraba por ahí. Un buen día, 
sumido en una densísima soledad, me senté y escuché algo 
extraño. Miré a lado y lado, pero no hallé a nadie. Sin 
embargo, yo escuchaba que una voz extraña me llamaba, y 
que me llamaba por mi nombre. Era la voz de una mujer. En 
ese momento me concentré en aquella voz para saber si 
podía soñarla. Luego todo se puso rojo; un rojo que tenía la 
tonalidad distintiva de la sangre. Al final, no pude saber 
quién me llamaba, por lo que terminé por pensar que aquella 
no era sino una voz que salía de mi interior para cruzar una 
densa y sufrida soledad. 
 
 
7 
 
—Quiero que todas las noches, y sus más encantadores 
destellos, se adueñen de nosotros —dijo Ruth. 
 
Yo la miré entonces a ella, de hito en hito, añorando pasión, 
deseando esperanza y viviendo una locura desenfrenada. 
 
Era tal como me lo imaginaba. Ruth Monsiváis me había 
hecho, de repente, la propuesta más extraña que había 
escuchado en toda mi vida. Ella me instó a quedarme 
viviendo allí. Viviendo con ella, claro está. Aseguró que 
aunque sus fondos residían básicamente en las ganancias de 
 
 33 
Perfumes de Harén, ella no trabajaba vendiendo su cuerpo 
como las demás mujeres de allí. A veces lo hacía, sí, para 
qué negarlo, agregó ella sin ningún descaro y sin ningún 
escrúpulo mientras me hablaba y tomaba uno que otro sorbo 
de whisky cuyo hielo hacía tintinear contra una fina copa. 
Según ella misma, Ruth Edith Monsiváis no era más que la 
dueña y administradora de aquel lugar de perdición y lujuria. 
 
Pero su propuesta no terminaba allí. Ella quería que yo 
dejará de trabajar y le ayudara a administrar aquel lugar. 
Lancé entonces un vistazo alrededor. Me imaginé viviendo 
allí y me pareció tétrico. Más que tétrico, espeluznante. Y 
eso que yo apenas estaba comenzando a darme cuenta de las 
verdaderas dimensiones de la tragedia que vivían las mujeres 
que vendían su cuerpo en aquel lugar. Apenas comenzaba a 
darme cuenta de que aquel oscuro burdel proyectaba una 
sombra decadente e ineludible sobre todas ellas. Y digo 
apenas, porque confieso que hasta el momento yo no había 
hecho otra cosa más que alejar de mí la sombría idea de que 
ellas eran mujeres desprotegidas, explotadas y esclavizadas. 
En parte, debido a que no quería hacerme una imagen que 
dañara la insulsa fantasía en la que Ruth me tenía levitando. 
 
—Dime, Adrián, qué deseo quieres —me preguntó Ruth con 
una pasión enfebrecida trasluciéndose en sus ojos. 
 
—Quiero algo de ti… Quizás el afecto de tus ojos… Quizás 
un poco de tu pasado… Quizás un trozo de tu corazón… O 
quizás… 
 
Sin esperar a que terminara de hablar, Ruth me dio un beso, 
rotundo y húmedo, como ningún otro, en los labios. 
 
 34 
 
A la mañana siguiente llegué a instalarme definitivamente en 
Perfumes de Harén. Mi intención primera era la de observar 
con sumo detalle cómo era la vida de las mujeres de aquel 
lugar. No pasó mucho, sin embargo, para que ante mis ojos 
desfilara el despotismo con el que Ruth trataba a sus 
empleadas, si es que a ellas se les podía llamar de esa forma, 
aunque la verdad no lo sé. No lo sé aun hoy en día, y para 
aquel entonces tampoco me interesaba saberlo. Lo único que 
yo parecía entender en el momento era que Ruth me había 
presentado como “el señor de aquel lugar”. Claro, ella les 
advirtió a todas las mujeres de Perfumes de Harén que yo 
estaba en condiciones de exigirles las mismas cosas que ella 
les exigía. Les advirtió que mi autoridad era incuestionable y 
que mis deseos, sin importar cuáles fueran, debían 
cumplirse, de lo contrario… Ruth no terminó su amenaza. Al 
menos no en mi presencia. De cualquier forma, en mi mirada 
se adivinada el destello de una pulsión erótica. Algo muy 
similar a esas extrañas ansias que un alijo de joyas ostentosas 
y resplandecientes, suele despertar en unos ojos codiciosos. 
 
—Este es nuestro nido de amor —dijo Ruth. 
 
Aquel, era un cuarto iluminado, al igual que todo el burdel, 
por una luz sepia y ocre. Un cuarto en el cual había una 
enorme cama de caoba. Y sobre dicha cama, perfectamente 
tendido, un cubrecama rojo de suave terciopelo cuyo aroma 
seductor nublaba mi cerebro. Una habitación que hacía gala 
de una sensualísima y perfumada decoración. 
 
 
 35 
Sí, una vez más, Ruth Edith Monsiváis había logrado 
cautivar mi curiosidad. Mi curiosidad y mis más 
inabarcables deseos de pasión. 
 
 
 
 
 
8 
 
En esos días pude dedicarme por entero a la pintura. Podía 
sentir que mi alma era inmune a la gravedad de las 
desazones emocionales. Para mí, Perfumes de Harén era 
como un suave discurrir por la belleza. Lo que no sabía era 
que mi lujuria de miel estaba por tornarse agria. Yo había 
decido formalizar mi extraña relación con Ruth aún sin 
conocer la historia secreta de sus labios y la historia íntima 
de los deseos de su piel, había trasladado todas mis cosas a 
aquel lugar, había renunciado a mi empleo y había despedido 
a Saraya, la mujer que me ayudaba, de cuando en cuando, 
con las labores domésticas de mi antigua casa. Había hecho 
todo eso a ojo cerrado y sin saber, o sospechar siquiera, lo 
que estaba a punto de descubrir. 
 
Esa mañana, esa trágica mañana de un agosto 
irremediablemente soleado, encontré una nota de Ruth. Me 
pareció muy extraño. Por qué se valdría ella de una nota para 
comunicarse conmigo, pensé en ese instante. La nota en 
cuestión decía apenas dos meras y escuetas palabras: 
habitación ocho. No perdí tiempo, me duché, me vestí y me 
dirigí en un santiamén a la habitación número 8 de Perfumes 
de Harén. Lo que no sabía era que al abrir la puerta de 
 
 36 
aquella habitación, un horror incontrolado e indescriptible se 
apoderaría de mí. Claro, en aquel lugar, acostada sobre la 
cama que había sido dispuesta allí para ejercer el oficio de la 
prostitución, estaba, ni más ni menos, que mi antiguo amor 
platónico, el primer amor con el que comencé a soñar los 
efervescentes contornos dela pasión, es decir, la hermosa 
Cristina. Ella se veía pésima, tanto en su semblante como en 
el aura que despedía. Era evidente que estaba drogada, 
sedada o algo por el estilo. Ella siempre había exhibido en 
sus radiantes ojos de avellana una inagotable sensación de 
vivir. Quizá fue por eso que me dolió tanto verla así, con su 
alma marchita, seca y carente de toda vitalidad. En un 
pasado no muy lejano, cuando yo estaba totalmente loco de 
amor y de deseo por ella, hubiera querido tomarla de la 
mano, invitarla a compartir segundos, y a llenarlos de vida… 
de amor… Invitarla a compartir sueños y a dominar las más 
fieras nostalgias, las cuales, por cierto, siempre pensé que a 
ella le eran ajenas e indiferentes. 
 
En ese momento, mientras contemplaba horrorizado a 
Cristina, Ruth Monsiváis y Víctor Monsalve atravesaron la 
puerta de entrada de aquella fría habitación que, en el 
exterior, estaba marcada con un simple y circunspecto 
número 8. 
 
—Te he enseñado —me dijo ella, mi enfebrecida, misteriosa 
y apasionada amante. 
 
—¿Qué? ¿Qué es eso que me has enseñado, Ruth? 
 
—Que el corazón es el centro nervioso de la piel. 
 
 
 37 
—Qué pensamiento es ese. 
 
—El primer pensamiento. Y si me preguntas quién fue el que 
lo pensó, confórmate con saber que no podría darte, así, de 
buenas a primeras, una respuesta clara y concisa. 
 
Luego de oírla, en mis ojos comenzó a deambular un enojo 
descomunal. Yo ya no soportaba, ni un segundo más, que 
Ruth me saliera siempre con sus absurdos acertijos y sus 
inescrutables secretos. Por eso, yo ya había decidido lo que 
haría. La insultaría, la mandaría al demonio… Tomaría luego 
entre mis brazos a Cristina y me iría de allí con ella. Sin 
embargo, Ruth me envolvió entre sus brazos. Luego, en 
cuestión de segundos, su aroma almibarado, una caricia 
traviesa y un húmedo beso suyo, terminaron por calmarme. 
 
—Es toda tuya. Toda toda tuya si así lo quieres… La 
conseguí para ti, solo para ti —dijo Ruth mientras señalaba a 
Cristina con su mirada y ponía su voz más seductora y, a su 
vez, la expresión de mayor complicidad que logró hallar en 
su fino rostro. 
 
Ruth no se quedó a esperar una respuesta. Ella y Monsalve 
salieron de la habitación y me dejaron solo con Cristina. Era 
muy seguro que Ruth estuviera pensando que la curiosidad y 
el deseo, como siempre, habían ganado terreno en mis ojos y 
en mi ser. Sea como fuere, allí estaba yo, y allí estaba 
Cristina. La hermosa Cristina. La miré. Me recosté junto a 
ella. Siempre había anhelado sus abrazos. Es más, los había 
soñado. Siempre me había provocado la sugerencia de sus 
escotes y ese cuerpo que ahora, más que nunca, se ofrecía 
por entero ante mí. Parecía una mariposa inerme, cuyas alas 
 
 38 
hubieran sido arrancadas por un pequeño niño travieso. 
Lloré, lloré profundamente al verla así. Luego de un rato, 
tomé una de sus manos. Ella la apretó. Trató de hacer un 
amague de sonrisa. Respiraba con mucha agitación. De 
repente se levantó un poco y me abrazó. Me pidió que la 
hiciera mía. Examiné sus ojos valiéndome de los míos. 
Estaban desorbitados. No había duda: ella no podía siquiera 
reconocerme. Yo lloré aún más. 
 
No lo pensé mucho. Muy decidido la cargué en mi espalda y 
salí de la habitación número 8 con ella. Yo estaba dispuesto 
a todo. Estaba dispuesto a enfrentarme a la misma Ruth si 
fuera necesario con tal de sacar a Cristina de allí. No 
obstante, me sorprendió descubrir, a la hora de verdad, 
mientras caminaba, que el club estaba vacío. Todas las 
mujeres estaban seguramente en sus habitaciones y todo el 
ambiente se percibía tranquilo. Y así, en medio de esa 
tranquilidad, caminé hasta llegar a la puerta principal. 
Caminé con cierto halo de esperanza rodeando mi ser. Sin 
embargo, ahí, en el rellano de la puerta, estaba él, con su voz 
autoritaria, su mirada sádica y su fría sensibilidad. Era Víctor 
Monsalve, sostenía una escopeta por sobre uno de sus 
hombros y era evidente que no me dejaría pasar. 
 
—¿Sabe una cosa, señor Adrián? —dijo él—. Yo mismo la 
traje. Por orden de la señora Ruth. Ella misma me dio la 
orden de buscarla y traerla. También me dio la orden, no 
solo a mí, sino también a nuestros socios, que son unos tipos 
que no se andan con rodeos, de que si ella escapaba, o la 
ayudaban a escapar, la buscáramos de nuevo y la matáramos. 
Así de sencillo. 
 
 
 39 
—Deme permiso, Monsalve. Tengo que pasar. 
 
—Usted decide, señor Adrián. Sacarla de aquí sería firmar su 
muerte. 
 
 
9 
 
A Tiffany, una de las bellezas de Perfumes de Harén —
bueno, si es que de verdad ella se llamaba así—, le gustaba, 
qué digo le gustaba, le fascinaba caminar desnuda por todo 
el lugar. Yo siempre pensé, inspirado por el ambiente 
concupiscente del lugar, que su objetivo no era otro más que 
el de cautivarme con el agitado vaivén de sus senos libres. 
Era común, durante aquellos días de ensoñadas y continuas 
señales de rumorosos y enfebrecidos placeres, que yo me 
sentara en una de las sillas del lugar para disfrutar, en la 
noche, de los sensuales espectáculos de baile, o, en las 
mañanas, para tomar un frugal y placentero desayuno. En 
ocasiones, mientras estaba sentado, Tiffany me miraba, se 
aproximaba a mí y se sentaba en mis piernas. Luego me 
besaba con lascivia, y enseguida se iba mientras mi vida 
austera y casta del pasado, decía adiós en cada uno de los 
vaivenes de sus voluminosos senos. 
 
Pero, en aquel tiempo, y en aquel sombrío y entenebrecido 
lugar, también solían decirme adiós los días mismos. Esos 
días que, en Perfumes de Harén, caían sobre mí como hojas 
en otoño. Como hojas ocres y sepias. Para la fecha, yo ya 
sentía a aquel sórdido lugar como mi hogar. Aquel lugar en 
el que no solo se desbordaban delicias y sensaciones 
placenteras, sino, como yo ya me había enterado, pesares, 
 
 40 
melancolías y tristezas infinitas. Yo me había acostumbrado, 
ya para entonces, a las chicas y a sus clientes. Ya me había 
vuelto, incluso, amigo de varios de los más asiduos visitantes 
de Perfumes de Harén. Me había acostumbrado al aliento 
apestosamente alcoholizado de ellos y a sus miradas 
retorcidas en cada una de las conversaciones que 
sosteníamos. Respecto a las chicas, me había acostumbrado 
no solo a sus seductores cuerpos sino a sus rutinas. No a 
todas se les permitía el lujo de poder escoger a sus propios 
clientes. A Cristina y a algunas otras, por ejemplo, no se les 
permitía. No se les permitía, porque la mayor parte del 
tiempo ellas siempre estaban confinadas en sus respectivos 
cuartos, sobre todo Cristina, a quien yo mismo, como 
cómplice del atroz crimen que se estaba cometiendo con ella, 
había dado la orden de mantenerla drogada la mayor parte 
del tiempo. 
 
Yo no quería verla. No quería hablarle. Yo sabía que no 
quedaba nada de la antigua Cristina, ni siquiera dentro de su 
esencia más imperecedera. Que al igual que muchas de las 
mujeres de Perfumes de Harén, ella no era ya sino una 
sombra. Una sombra borrosa, consumida por las fauces de 
todos aquellos que llegaban sedientos de pasión y de otras 
descargas no menos desenfrenadas de una corrompida libido. 
 
Pero como decía en líneas anteriores, no a todas las chicas se 
les permitía salir de sus cuartos y no a todas se les permitía 
salir a refrescar su sudorosa piel en la puerta de aquel edifico 
de cinco plantas. Una costumbre, esa de salir a la puerta, que 
para muchas de ellas era como un ritual sagrado. Desde 
luego, allí, en aquella puerta, solían pararse ellas, es decir, a 
las que se les permitía hacerlo. Ellas hablaban no sé de qué 
 
 41 
cosas y se les insinuaban a todo aquel que pasara 
relativamente cerca, ofreciendo sus favores precisamente 
como eso: como un favor. 
 
Otro de los rituales de ellas, cuando el lugar carecía de 
clientes, y los habituales sonidos de música y de golpes, 
gritos ygemidos de placer, a los que, por cierto, ya me había 
acostumbrado, consistía en jugar a las cartas o en pintarse las 
uñas. No todas lo hacían, pero a las que sí, se les unía, muy 
seguida y amigablemente, y como otras más de ellas, mi 
candente y misteriosa amante, Ruth Monsiváis. 
 
Cierto día, Celeste acababa de atender a un cliente. Ella salió 
entonces de su cuarto con una expresión compungida. Tenía 
el torso desnudo y las manos sobre sus tersos y blancuzcos 
senos. Se los tocaba como pensando si era cierto, si era 
verdad que hacía tan solo unos momentos unas manos 
mucho más grandes, y calientes, y viscosas, y muy 
seguramente repugnantes, habían estado sobre ellos. Sí, ella 
se los tocaba y los miraba con algo de incredulidad y como 
queriéndoles decir que descansaran. Aquella vista me excitó. 
Ruth me descubrió viendo de esa forma a Celeste, es decir, 
con algo de perversión y de lujuria, pero no dijo nada. 
Esbozó una pequeña sonrisa de complicidad y se marchó a 
su cuarto, es decir, a nuestro cuarto. Apuré entonces unos 
cuantos sorbos de coñac, de vermut, o de vino, o de algún 
otro licor. Me paré. Me dirigí hacia Celeste. La tomé entre 
mis brazos. Comencé a besarla; a tocar sus partes de mujer. 
La llevé luego a su cuarto. Ella no se resistió. 
 
 
 42 
Era tal y como me lo imaginaba. La incipiente luz de las 
tinieblas se había apoderado de mí, y me había convertido en 
el demonio. 
 
Esta es la historia del demonio, Adrián. Me refiero al 
primero, porque en la aventura de la historia humana ha 
habido muchos de ellos. La leyenda más usual afirma que él 
era un ángel híbrido que quería trascender su esencia, que 
quería ser superior a Dios. Debido a ese acto que se 
interpretó como egoísta, él y la demás parte de la hueste 
celestial que se reveló contra el Dios único, fue condenada a 
vivir como ángeles caídos. Esa, desde luego, es la historia 
que siempre nos han contado. La historia que siempre hemos 
creído a ciegas. Ahora, mi querido Adrián, te diré la verdad. 
El Demonio, Belcebú, Lucifer, El Maligno, o como sea que 
quieras llamarlo, no es sino alguien que aceptó por sí mismo 
un cruel destino. Alguien sumamente valiente que decidió 
llevar, sin que nadie lo obligase, la más terrible e 
implacable de las condenas que un ser humano jamás se 
pueda imaginar. Sí, él fue condenado, por voluntad de 
sacrificio propia, a no poder amar. 
 
 
10 
 
—¿Adónde se han llevado a Turquesa? Respóndeme, Ruth. 
¿Dónde está ella? 
 
Hacía dos noches había entrado al cuarto de Cristina para ver 
cómo se encontraba ella. Ella no lo dijo pero yo sé que en 
ese momento me reconoció. Al preguntarle cómo estaba la 
llamé por el nombre que le había dado Ruth, es decir, 
 
 43 
Turquesa. Ella dijo que se encontraba bien aunque me 
imagino que para no preocuparme y, más que nada, para 
confirmar que quien estaba allí no era esa Cristina que 
durante un tiempo me hizo añorar que fuera mi novia, sino 
una persona distinta que no tenía nada ver conmigo y a la 
que la gente llamaba, simple y llanamente, Turquesa. Como 
bien se puede imaginar, si ambos o alguno de nosotros nos 
dábamos por conocidos (o ella o yo), muy seguramente el 
alma de ella se desgarraría de dolor y de un sufrimiento 
infranqueable que la haría deambular entre la vergüenza más 
infinita y el odio más enconado e insoportable. Según 
Monsalve, ella le debía a unos sujetos una suma estrambótica 
de dinero que, a decir verdad, quedaría saldada en unos 
meses si ella continuaba trabajando como hasta ahora. Esa 
noche, al ver a Cristina, sentí que aún me quedaba un retazo 
puro de corazón. 
 
—No te hagas la sorda, Ruth. Te exijo que me digas dónde 
está ella. Hace apenas dos días estuve en su cuarto. 
 
—Dime, Adrián: ¿qué quieres de mí? 
 
—Eso mismo te pregunto yo a ti: ¿qué quieres de mí? 
 
—Una sola cosa, Adrián: tu alma libre y extasiada, más allá 
de una noche pretérita y profusa de inolvidable y 
sobrecogedor deseo. 
 
 
11 
 
 
 44 
Fue doloroso. Nunca volví a ver a Cristina. El tiempo se 
encargó de sacármela de los recuerdos. El tiempo y las 
delicias que en todo momento me ofrecían las mujeres que 
trabajaban para Ruth. Claro, luego de unos meses viviendo 
en Perfumes de Harén, yo ya conocía la textura y el aroma 
de la piel de cada una de ellas. Yo había pintado, por otra 
parte, al menos una docena de cuadros entre los que se 
contaban algunos paisajes urbanos y algunos retratos en los 
cuales aparecían algunas mujeres ultrajadas. Entretanto, yo 
seguía la senda de un camino infernal. Un camino que se 
estiraba poco a poco como una oscura pesadilla. Esto lo digo 
porque, a decir verdad, yo ya me había sumergido hasta el 
cuello en el oscuro negocio de Ruth. Sí, yo había ingresado a 
él con ansiedad, como si aquel negocio se tratara, acaso, de 
uno de los tibios y prominentes regazos de mis amantes. Lo 
que quiero decir es que, para la fecha, yo ya me había 
convertido en un inescrupuloso y pérfido proxeneta más de 
la ciudad. Aun así, en esos días de pasiones sumergidas en 
deseo que segundo a segundo se acercaban a mí en Perfumes 
de Harén, yo sentía que todo marchaba sobre ruedas e iba de 
maravilla. Varios de mis cuadros habían sido comprados y 
expuestos en muchas de las más importantes galerías al 
interior del país. Por otra parte, por mi piel ya habían pasado 
las pieles y los perfumes de varias mujeres. Yo sentía, por 
ende, que el deseo y la pasión eran como un juego, algo así 
como las escondidas, con la salvedad de que ambos, tanto la 
pasión como el deseo, siempre se dejaban encontrar de mí. 
Pero lo más importante de todo era, sin duda, que yo sentía 
que amaba a Ruth y a cada una de las chicas de Perfumes de 
Harén. Aunque, eso sí, debo decir que no se trataba de un 
amor puro y desinteresado. 
 
 
 45 
De Tiffany comencé a amar sus paulatinos gestos de 
atención pasional que poco a poco te desinhiben y te 
enamoran. De Celeste, esa afición que tomé por hacerle el 
amor en noches de penumbra y de estrellas apagadas. De 
Claudia, una muchacha de nariz breve y tierna, el brillo 
seductor de sus ojos inquietos y embriagados de una rara 
mezcla de pasión y tristeza. De Loli, una chica que 
permaneció allí si acaso, si no estoy mal, unas semanas 
apenas, comencé a amar sus labios, pues estos tenían una 
curiosa gracia: parecían tener ese encanto único e indecible 
que solo tienen las flores cuando se deciden por un rojo 
sumamente intenso. De Lorena, comencé a amar su piel tersa 
y sus senos firmes y turgentes. De Anabel, la pelusa rizada 
de su pubis. De Sofía, su fragancia exquisita de aloe. Y de 
todas las mujeres de Perfumes de Harén, en general, la 
esperanza que cada una de ellas guardaba en las fibras más 
íntimas de su ser, de poder abandonar algún día aquel 
desabrigado y lúgubre lugar. Una esperanza que se veía 
acompañaba por un inconstante desasosiego y que era 
amparada únicamente por la vaguedad de una luz de 
tonalidades sepias y ocres. 
 
Claro, en aquel lugar de perdición y explotación sexual, era 
habitual que alguna que otra de las chicas me contara alguna 
que otra confidencia, de esas que implican un alto grado de 
complicidad y que suelen rozar el alma. Sin embargo, ya 
para entonces parecía que yo carecía de alma, o de algo 
semejante que me permitiera conocer la profundidad del 
dolor humano. Algo que me sirviera, a su vez, para poder 
conocer algún día un más allá… Cualquier clase de más allá 
que le confiriera cierta paz a mi espíritu y a mi ser. 
 
 
 46 
Pero eso no es de extrañar. En esos días de pasiones 
sumergidas en deseo, lo único que aún guardaba algo de mi 
antigua humanidad y de mi antiguo corazón, eran mis 
cuadros. 
 
—¿Cómo se llama ese? —me preguntó cierto día Ruth. 
 
—La ventana por la que se fuga el alma. 
 
—Un nombre interesante, Adrián. Se nota que al venir aquí 
has rasgado las cortinasde la inhibición. Esa que siempre te 
persiguió desde muy chico. 
 
—Al venir aquí, también he puesto mi corazón a pender de 
un hilo muy fino, Ruth. Por otra parte, yo siempre trato de 
buscar los mejores nombres para mis obras, tal y como tú 
misma te has podido fijar con las primeras obras que te 
enseñé. 
 
Sí, allí estaba yo, en Perfumes de Harén, e imbricado en una 
realidad erótica y sombría. Uniéndome a ella, a esa 
ligerísima realidad, como cuando se aproxima una tormenta 
y todas las nubes se llaman entre sí para formar una 
aterradora, oscura y gigantesca masa portadora de malos 
presagios. 
 
—Quiero saber una cosa, Ruth: ¿quién eres tú? 
 
—¿No te has dado cuenta, Adrián? Yo soy la llama interna 
que quema la piel. 
 
 
 47 
—Es en serio, Ruth. ¿Por qué crees que sabes tanto sobre 
mí? Sobre mí y sobre mis dudas, y mis preocupaciones, y 
mis deseos, y mis temores. 
 
—Te contaré una historia, Adrián. Una historia con la que 
quizás puedas comprenderme un poco mejor. La historia de 
un lejano reino en donde se instauró, cierta vez, el llamado 
“derecho a no ser olvidado”. ¿Sabes algo? Cuando se 
instauró dicho derecho, en aquel reino, la gente dejó de 
sentirse sola. Por alguna razón, quienes morían, sabían que 
podían irse más tranquilos porque tenían la seguridad de que 
sus seres queridos, colegas y demás conocidos, no los 
olvidarían nunca. En ese sentido, ya nadie tenía el anhelo de 
hacer perpetuar una memoria. Nadie tenía siquiera el afán de 
sentirse eterno. No obstante, en aquel reino nunca habían 
surgido tantas obras de arte como en aquel momento. Algo 
curioso, ¿no es cierto? Por otra parte, luego de aquel decreto, 
quienes soñaban, disfrutaban más y más de sus sueños; 
quienes amaban, disfrutaban más y más de cada segundo 
junto a su enamorado; y así sucesivamente. Pero, ¿sabes 
quiénes eran los que más felices se veían? 
 
—No, Ruth, quiénes. 
 
—Los que oraban. 
 
—¿Los que oraban? 
 
—Sí, y si me preguntas por qué, debo decirte que esa es una 
respuesta que nada más se puede conseguir en medio de las 
oraciones, o de una pasión carnal lo suficientemente fuerte 
como para hacernos orar al cielo. 
 
 48 
 
 
12 
 
Cada tanto llegaban a Perfumes de Harén tres personajes 
muy distinguidos a hablar con Monsalve y con Ruth. Ellos 
representaban la parte del negocio que tenía que ver con el 
tráfico de personas y, en general, con el reclutamiento de 
mujeres, muchas de las cuales eran, por cierto, inmigrantes 
ilegales. Entre esos tres personajes estaba Myriam 
Uscategui: una mujer de vestir elegante y con un importante 
puesto de funcionaria pública del cual nunca me interesé por 
saber cuál era. Josías Deluze, en cambio, otro de aquellos 
repulsivos personajes, era el rector de una de las más 
prestigiosas universidades de la ciudad. Él era el que con 
más frecuencia visitaba el club. En ocasiones, para cerrar un 
nuevo negocio en el cual casi siempre estaba involucrada 
una nueva transferencia de mujeres a Perfumes de Harén, o 
de Perfumes de Harén hacia otro club. En otras ocasiones, en 
cambio, él acudía allí para disfrutar de alguno que otro show 
de baile y de las demás bifurcaciones del deseo que, en aquel 
lugar, siempre solían tener cuerpo y aroma de mujer. De 
cuando en cuando Josías solía llevarse a una de las chicas de 
su preferencia y volvía con ella al cabo de unas cuantas 
horas o de unos cuantos días. Un privilegio que, según pude 
darme cuenta, solo se le permitía a él. 
 
Ahora bien, el último de aquellos repulsivos personajes que 
aún me falta por mencionar, es Norberto Ostos. Él tenía un 
importante cargo en la policía, aparte de eso, no es mucho 
más lo que yo pueda decir acerca de él, a excepción de que 
era muy raro que se apareciera en Perfumes de Harén, puesto 
 
 49 
que, la mayoría de las veces, él solía enviar a algún 
subalterno suyo de la policía, en su representación. 
 
Algo que me sorprendió, cierta vez, en Perfumes de Harén, 
fue ese primer día que vi llegar a Monsalve tras una de sus 
típicas salidas que solían durar algunas horas. Lo curioso de 
aquella llegada era que al entrar él me miró a los ojos y me 
dijo: “Traigo nueva mercancía para este sitio”. En ese 
momento no le entendí, aunque más tarde, ese mismo día, 
caí en la cuenta. Claro, por horrible que parezca, así les decía 
él a las chicas que laboraban en aquel lugar. Chicas a las 
cuales él protegía, intimidaba y a veces hasta golpeaba en 
forma brutal. Él las trataba, sin duda, como a objetos, como a 
adquisiciones de las cuales había que obtener un usufructo. 
Pero lo más extraño, al menos a mi parecer, era que él nunca 
llegó a desear el cuerpo de ninguna de ellas. Se rumoraba 
entre las mujeres de aquel frío y lúgubre lugar, que su alma, 
más oscura incluso que la mía, no le permitía siquiera 
experimentar ninguna clase de deseo, ni sexual ni de ninguna 
otra clase, ni por ningún hombre ni por ninguna mujer. 
 
En fin, cierto día, en una de las “nuevas adquisiciones” de 
Monsalve, llegó a Perfumes de Harén una mujer cuya belleza 
aún estaba impregnada por una pizca radiante de alegría. 
Una pizca inextinguible que hacía hasta lo imposible por 
escarbar en la ingravidez de lo incierto, y salir en forma 
fugitiva por su rubicunda mirada. Ella se llamaba Lilian. 
Antes de su llegada, Silvia era la única que reía por cualquier 
cosa. Aunque no, no vayamos a sacar conclusiones 
apresuradas, no era que Lilian, “la nueva del lugar”, también 
riera por cualquier cosa, pero me llamaba mucho la atención 
el hecho de que cada vez que ella hablaba conmigo, un 
 
 50 
extraño deseo de sonreír y de reír se apoderaba de ella. Yo la 
atraía. Yo la atraía enormemente. Al menos eso pensaba yo. 
Y no solamente yo, también las demás chicas de Perfumes 
de Harén, Ruth, y hasta el gañán de Monsalve. Me daba una 
tristeza infinita y profunda con ella, con la pobre Lilian, 
porque conmigo ella compartía unas charlas muy amenas y 
profundas, pero cuando se trataba de atender a algún cliente 
todo su cuerpo parecía estremecerse de asco y de pavor. 
 
Pero Lilian, al igual que todas las mujeres de Perfumes de 
Harén, con el tiempo se fue resignando. Con el tiempo ella 
también fue adquiriendo, al igual que las otras chicas que 
ejercían obligadas o no la prostitución, lo necesario para su 
oficio: una ligera y llana mansedumbre en su aura, una 
extraña capacidad para ignorar las náuseas y, sobre todo, 
unas manos que se volvían más hábiles que las de cualquier 
hombre. Unas manos que no tenían siquiera que ir directo al 
sexo masculino para estimular las más férvidas y cálidas 
pasiones. 
 
—Llegó la hora, Adrián, te diré quién eres —me dijo Ruth 
cierta noche de luna creciente mientras tomaba algún whisky 
como de costumbre. 
 
—Qué bueno Ruth —le respondí—. Ya era hora. Según tú: 
¿quién soy yo? 
 
—Querido mío, los filamentos del destino no se equivocan. 
Tú eres el hijo de la semilla oscura. El hacedor del mal. El 
fuego de la noche. Ese ligero soplo que incita a lo más bajo. 
Esa fría y vaga tiniebla que hiela los huesos. El demiurgo de 
la muerte. El antagonista de la obra de la vida. El dueño del 
 
 51 
averno. El mal puro. Todos los perversos lenguajes que se 
ocultan en forma secreta en la oscuridad, y el demonio que 
también decidió encarnarse, como alguna vez lo hizo Cristo, 
para experimentar este mundo. 
 
 
13 
 
“Cuando el caos sólo comprende de erotismo, la destrucción 
es el único fruto que puede deparar la pasión”, esa, tan 
hermética y nefasta, fue la frase que me dijo alguien que 
vestía por completo de negro. Alguien que se acercaba poco 
a poco a mí en un densísimo sueño anclado justo en la mitad 
de en un tétrico y espeluznante minuto sin tiempo. Un 
personaje que venía en una canoa por sobre un río de 
irrealidad ligeramente impensada. Un personaje que llevaba 
en su gélida cara una herida enla cual podía contemplarse un 
breve rezago de una oscura y sinuosa maldad. Aparte de 
aquella frase citada, aquel misterioso personaje no dijo nada 
más, ni hizo nada más. Luego desperté, desperté de aquel 
hermético sueño aun cuando lo único que ahora sé, es que 
ese día no debí despertar. No, ese día debí quedarme sumido 
en aquel oscuro y nefasto sueño. O debí al menos morir. O 
debí, más bien, haberme subido en una canoa similar a la de 
aquel personaje para marcharme a aquel lejano reino en 
donde, según Ruth, no se permite el olvido. 
 
Ese día me levanté, como de costumbre, con la fragancia de 
la pasión enredada en mis sábanas. Me vestí ligeramente y 
no sé por qué se me ocurrió entrar, como llevado por una 
extraña fuerza, en uno de los cuartos. Allí, en aquella 
desangelada habitación, para desazón de todas mis desazones 
 
 52 
y para tragedia de todas mis tragedias, me encontré con ella. 
Me encontré con ella, tal y como hacía ya unos meses había 
encontrado a Cristina. Su expresión horripilada y sus 
pómulos de un pálido casi irrisorio deshicieron de inmediato 
todo mi ser y me desagarraron en lo más profundo sin 
ninguna piedad. Mi alma, o lo que quedaba de ella, se 
estremeció por completo. No había duda. Era ELLA. ¡Santo 
Dios!, ELLA. Y lo único que se me ocurrió hacer en ese 
instante fue gritar. Gritar el nombre de ella, lleno de pavor y 
sufrimiento: “¡¡Ángela!! ¡¡Ángela!! ¡Respóndeme, 
hermana!”. Sí, grité cuanto pude, pero ella, ausente, no me 
respondía. 
 
Su maquillaje estaba corrido. Tenía una moña azul. Su piel 
tersa, a pesar de las drogas con las que la tenían sedada, aún 
resplandecía. Yo la miraba anonadado mientras llegaba a mi 
olfato, o no sé si a mi memoria, el olor a hierbabuena de la 
vieja casa en la cual crecí y en la cual jugaba a las 
escondidas junto a ella, junto a mi querida hermana. De 
repente, llevado por un impulso irreprimible de mi ser, 
decidí abrazarla. Ella parecía como dormida pero, al sentir 
mi calor, su cuerpo trató de darme, aun así, una breve señal 
de que me reconocía. De hecho, de aquel cuerpo emanaba un 
torrente tibio y familiar que me llenó con una gran 
seguridad. Sí, yo tenía que sacarla a ella de allí cuanto antes. 
Yo no podía esperar ni un minuto más. 
 
Claro, tenía que ser sigiloso y mucho más decidido que 
aquella vez cuando intenté sacar a Cristina de allí. Yo sabía 
que el escape no iba a resultar nada fácil. Solamente en 
aquella habitación se podía oler la silenciosa y tenebrosa 
presencia de una amenaza oscura e inminente. Eso me hacía 
 
 53 
pensar en opciones, en alternativas y en posibilidades, 
aunque también en la férrea decisión de no rendirme pasara 
lo que pasara. Entretanto, veía a Ángela dormir. Yo sabía 
que ella estaba drogada. Parecía que soñaba. Sus gestos 
estaban llenos de espanto, como si tuviera, acaso, una 
horrible y abrupta pesadilla. Traté de adivinar sus sueños y al 
hacerlo, no tuve duda: ella estaba confrontando en lo más 
profundo de su mente un sinfín de pesadillas incoherentes y 
neblinosas. Verla así me dolió enormemente porque yo aún 
la quería más que a nada en el mundo. Tenía el ánimo de que 
por ahí, en su corazón, anduviera todavía aquel pequeño 
Adrián jugando con ella a las escondidas. 
 
La expresión inerte de su rostro no dejaba de preocuparme. 
Le moví el brazo. Le pegué dos pequeñas y tiernas 
cachetadas en sus suaves mejillas para que se moviera, para 
que reaccionara mientras mis lágrimas caían sobre ella como 
la lluvia de un gris otoño. Quería que abriera sus ojos para 
volver a ver ese mundo de ilusiones que de pequeña siempre 
vibraron de forma incesante en ellos. Pero no los abrió y yo 
sabía que no podía esperar más. Yo sabía que Monsalve 
estaría esperándome a la salida del club. Por esa razón, tras 
comprobar que no había señal alguna de teléfono ni nadie a 
quien yo pudiera pedir ayuda, la alcé, alcé sobre mi espalda a 
mi linda y querida hermana, y la llevé, luego, a la habitación 
que yo compartía con Ruth. Al llegar a ese seductor y 
perfumado lugar de Perfumes de Harén, me alegré un poco 
porque no estaba ni Ruth ni nadie. Aquella, por cierto, era la 
única habitación, en aquel edificio en donde funcionaba 
aquel sinuoso y pérfido burdel, que tenía una ventana, de 
modo que lo único que me restaba por hacer, era amarrar 
algunas cuantas sábanas entre sí para atarlas luego al cuerpo 
 
 54 
de mi hermana, y al mío también, por supuesto, para salir de 
allí. Tenía que tener cuidado porque la ventana de aquella 
habitación se encontraba en el segundo piso del edificio. Sin 
embargo, aquella tarea de escapar la hice en menos de nada, 
luego de lo cual me dirigí con mi hermana sobre mi espalda 
a un Renault que Ruth me había obsequiado algunas cuantas 
semanas atrás. En ese gélido instante, más exactamente 
cuando Ángela y yo estuvimos dentro del auto, ella, mi linda 
y querida hermana, despertó. 
 
—Adrián… Adrián, ¿eres tú? 
 
—Hermana, te vas a poner bien. Te lo prometo. 
 
Ella se quedó mirándome un buen rato. Una lluvia feroz 
había comenzado a caer y el automóvil nada que encendía. 
El tiempo apremiaba. Un terror visceral, hierático y 
aturdidor, entretanto, me carcomía por dentro. 
 
Al cabo de unos segundos, de unos segundos sumamente 
tensos, Ángela exhaló algo de aire y me dijo lo siguiente: 
 
—En el bolsillo de mi chaqueta, Adrián, se encuentra la 
cadena que me regaló mamá. Escúchame, hermano, es toda 
tuya. 
 
—Chssss. Guarda silencio, Ángela. No digas nada. Voy a 
llevarte a casa. 
 
—¿Guardar silencio? Pero sí hay algo, algo muy profundo, 
que quiero preguntarte, Adrián. 
 
 
 55 
—¿Qué? 
 
—¿Dónde se supone que debemos esconder esta pasión? 
 
Luego de hacer su pregunta, Ángela tocó mi rostro con una 
de sus suaves manos. Tocó mi rostro como si palpara en él el 
relieve mismo de la vida, o la más familiar de las esencias de 
su propio ser. Exhaló algo más de aire y trató de sonreír un 
poco. Una última sonrisa que ella procuró esbozar para 
dedicármela a mí. Luego de ello, luego de aquel intento de 
sonrisa, ella cerró sus ojos y murió. 
 
 
 
En esos angustiosos y fríos días mamá tuvo que presentir que 
algo malo, algo sumamente terrible, una oscura, perversa y 
despreciativa nulificación sin límites, había sucedido, porque 
ella, lamentablemente, fue la siguiente en morir. Fue a causa 
de un infarto, ni más ni menos, que ella dejó este mundo 
mientras dormía. Un suceso trágico que sucedió al cabo de 
unos cuantos días de que Ángela también dejara este 
sombrío infierno. Este sombrío y avasallador infierno que de 
cuando en cuando se viste de paraíso y al que solemos llamar 
“vida”. Fue muy doloroso. Todo mi mundo se vino cuesta 
abajo como un castillo de naipes al que le extraen una pieza 
clave. Todo mi pasado se desdibujó y hasta llegué a pensar 
que lo había soñado o que quizás le pertenecía a otra persona 
que guardaba un ligero parecido conmigo. Sin embargo, pese 
a todos los vaticinios y a las opiniones que podría suscitar un 
coherente sentido de la lógica, debo decir que, andando 
contra la corriente de mi profundo sufrimiento y de mis 
infinitos pesares, una extraña y arrolladora energía 
 
 56 
proveniente de mi libido me instó a volver a Perfumes de 
Harén. 
 
En el cuarto que yo compartía con Ruth, busqué un lugar 
desapercibido y apropiado para guardar allí lo único que me 
ligaba al pasado, es decir, la pequeña cadena que me había 
dejado Ángela poco antes de morir. En esos momentos, en 
los que me disponía a ocultar aquel objeto, yo tomaba entre 
mis manos aquella cadena y recordaba la última pregunta 
que mi hermana me había hecho en vida, aquella de: 
“¿Dónde se supone que debemos esconder esta pasión?”. 
Una pregunta realmente curiosa a la que le he dado mil 
vueltas y a la que he analizado desde un sinnúmero de 
perspectivas distintas. Aun así, y aun cuando

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