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1 La mística fragancia de los sueños de amor Miguel Ángel Guerrero Ramos 2 © del texto: Miguel Ángel Guerrero Ramos © de esta edición: La Lluvia de una Noche Mail del autor: maguerreror@unal.edu.co Diseño de portada: La Lluvia de una Noche Basada en imagen de Montana: http://www.arteyfotografia.com.ar/12753/fotos/363336/ 1ª Edición: julio de 2013 http://www.arteyfotografia.com.ar/12753/fotos/363336/ 3 La mística fragancia de los sueños de amor —Yo ya había soñado contigo —le dijo él, mejor dicho, le confesó él a su bella y enfebrecida amante de ojos melindrosos que burbujean dulzura. Se lo dijo mientras permanecía envuelto en las alas sinuosas de una aventura tan centelleante como libidinosa y atrevida. Se lo dijo, mejor dicho, se lo confesó mientras encendía un cigarrillo Marlboro sacado al azar de una cajetilla de cigarros, y mientras cubría su cuerpo desnudo y sudoroso con una mística y soñadora sábana de seda. Ella, su hermosa amante de ojos melindrosos que burbujean dulzura, se subió entonces una de sus medias veladas de color verde intenso. Unas medias veladas que ella se subió de forma muy sensual, como imitando el erotismo de una luna recién enamorada o recién invadida por unas ansias sumamente fervorosas de amar. Unas medias veladas que, por cierto, era lo único, además de su peluca violeta, que el terso y nacarado cuerpo de aquella hermosa y sin igual mujer de ardiente alma y ardiente atractivo, llevaba puesto. Lo único que ella llevaba puesto, a decir verdad, tras el arranque desenfrenado e incontrolado de pasión que hacía poco se había tomado aquella habitación en la que ambos estaban, así como la bañera de al lado y alguno que otro de los rincones más vírgenes del infinito. Luego, pasados unos cuantos segundos de 4 que ella se subiera una de sus medias veladas verdes y se echara hacia atrás uno de los mechones de su peluca, ella, valiéndose de su aire más coqueto, le preguntó a él: —¿Cuándo? ¿Cuándo fue, amor mío, que soñaste conmigo? —La otra noche. Antes de conocernos. Antes de que pudiera oler por primera vez tu perfume —contestó él, tranquilamente, enamoradamente, y mientras exhalaba suave y dulcemente el humo de su cigarrillo. Ella lo escuchó encantada. Luego lo volteó a ver. Quería ver sus ojos. Esos ojos color miel que parecen ser los socavones secretos y misteriosos donde se resguarda la esencia de la eternidad. Esos ojos que parecen evocar algún que otro tramo neurálgico e imperecedero del tacto filiforme del alma de él, y algún que otro relampagueante e imperioso brillo inextinguible de la misma. Esos ojos de texturas místicas e intrigantes. Esos ojos que solo alguien como él, en todo el mundo, podría tener. Él, por cierto, tenía, ante la mirada escrutadora de ella, una mirada arrobadora, una mirada expeditiva. Era como si pudiera ver, como si sus ojos absorbieran los reflejos de la realidad o como si captaran al menos las sutilezas más prosaicas de la luz, pero no, él estaba, sin duda, tan ciego como siempre. —Qué romántico —le dijo finalmente ella a él, a modo de respuesta por lo que él le había dicho, poco antes de besarlo y de aferrársele a su cuerpo desnudo y sudoroso con la energía arrolladora de una caricia prohibida. 5 —No, Judy. No es romanticismo, es en serio. Hace tiempo soñé contigo, y cuando digo hace tiempo, me refiero a antes de conocernos. Y cuando digo que soñé contigo, me refiero a que soñé con tu cuerpo, con tus ojos azul marino, con tus pelucas de colores, con tus labios de carmín, con tus distintos juegos de medias veladas verdes, con tu sonrisa envuelta en un extraño manto de seducción primigenia y, sobre todo, con el aroma delicioso e íntimo que envuelve tiernamente a tu cuerpo. —Eres muy chistoso, Sergio. Muy chistoso y muy lindo. Decir que soñaste conmigo con tal exactitud y antes de conocerme… —Es cierto, Judy. Hace ya mucho tiempo que yo sueño con el futuro. Es más, no vayas a pensar que estoy loco, pero lo cierto es que no sólo soñé contigo antes de conocerte. No, claro que no, sino con nuestro primer encuentro en el restaurante italiano aquel donde nos conocimos, con nuestras primeras caricias, nuestros primeros abrazos, y todos los demás encuentros, caricias, pasiones y abrazos que siguieron de ahí en adelante. —Es de locos —dijo ella. —Sí, es de locos —confirmó él. —No, de locos no. De un solo loco —se corrigió ella mientras unos rayos solapados y tamizados de sol se colaban por la ventana y bañaban su cuerpo y 6 la acariciaban con dulzura. Ella sabía que en el edifico de enfrente, un vecino fisgón y voyerista la miraba a ella y a Sergio a través de una persiana. —Me imagino que cuando dices que de un solo loco, te estás refiriendo al loco de mí —soltó Sergio a bocajarro. —No, más bien, amor, me refiero al loco que desde hace rato nos está espiando desde el edifico de enfrente —dijo ella, así, como si nada. —¿¡Qué!? ¡Cómo puede ser, Judy!, por qué no me dijiste que… —Chssss. Tranquilo, cariño, mi intuición me dice que no es un paparazzi o algo así, y que ni siquiera sabe quiénes somos nosotros. —Pero Judy, cómo pudiste dejar la ventana abierta. —Ya, no es para tanto. Aquel tipo debe de pensar que eres uno de esos sujetos que deciden echarse una canita al aire, o que somos una pareja de recién casados. Más bien sígueme contando cómo es eso de que sueñas con el futuro. —Pues así es, Judy. La verdad, para serte sincero, es que puedo soñar con una gran gama de colores, y de formas, y de vivencias proféticas, como si todas esas cosas no fueran sino un río que fluye incansablemente sobre la ineludible corteza del tiempo. Sí, con muchas de las esencias de la realidad 7 puedo soñar, menos con los aromas. Más o menos, querida mía, desde que quedé ciego. —Cuando soñaste conmigo, mi amor, ¿también soñaste con el sabor de mis besos? —No, claro que no. Un beso no puede ser nunca materia de los filamentos del futuro. Ya sabes lo que dicen: que la fantasía es el licor del alma y un buen beso el licor de la memoria. Dichas esas palabras, la hermosa y sensual dominicana Judy Morel se tendió sobre el cuerpo de Sergio como instalándose suavemente en el presente más perenne y sublime. Luego, mientras el vecino voyerista de enfrente seguía observándolos sigilosamente, ella observó a Sergio. La proyección dulce de la noche, así como las más alargadas estelas de lo desconocido y los más atrevidos luceros de lo sublime, se agotaban sin ninguna prisa y sin ningún esfuerzo en la recóndita inmensidad de su mirada. De su ciega y arrobadora mirada. Dicen que solo la brisa que navega entre los árboles frondosos del trópico y que conoce los murmullos que acarician la flora de la cordillera, conoce la historia de la hermosa y radiante Judy de ojos azules, así como la de sus bellas 8 y místicas hermanas. Dicen, incluso, que conocer la historia de las hermosas y atractivas hermanas Morel, significa desvestir poco a poco al olvido y al pecado. Claro, cada una de ellas, de las hermosas y despampanantes hermanas Morel, ha sido marcada con un pecado distinto. El pecado asignado por los astros a la hermosa Judy, por ejemplo, es un pecado que en la leve sombra de la mañana busca la sombra candente y lujuriosa de la tarde, o al menos eso es lo que se murmura en los rincones más verdes y vírgenes de la cordillera tropical. Pero no, no es un pecado que tenga que ver con su sonrisa cristalina ni con su cuerpo de revolucionaria sensualidad, ni con esa incandescente y altiva presencia suya que bien podría llegar a ser la fuente nutricia de los poemas más hermosos. No, es simple y llanamenteel intemperante y voraz pecado de la lujuria que se apoderó de ella desde que su cuerpo comenzó a esbozar el encanto de una promisoria sensualidad. Judy, por cierto, es la menor de las enigmáticas hermanas Morel. La que le sigue en orden ascendente, es decir, de menor a mayor según la edad, es una hermosa mujer de cabello sedoso y mirada penetrante que posee el terrible pecado del asesinato. Luego está, de entre las hermanas Morel, y siguiendo el orden ascendente que hemos propuesto, la que posee el pecado egoísta de la vanidad, luego la del abyecto y nefasto pecado de la avaricia, de la avaricia más extrema, por cierto, que nos podamos imaginar, y finalmente la del pecado de la gula. Cada una de ellas, por supuesto, y como bien podríamos suponer, conoce el pecado que le fue asignado a cada una de sus hermanas, pero es de anotar, para tener en cuenta, que ninguna persona además de las hermosas y despampanantes Morel, conoce aquella inaudita y extraña 9 peculiaridad que ellas poseen. Aquella peculiaridad que las hace místicas y desconcertantes. Aquella peculiaridad de que ninguna de ellas pueda controlar el pecado que les inunda por completo el alma. Sergio Muselman, por otra parte, es un famoso cantante latino de pop que en sus sueños puede ver el futuro con una nitidez impecable y certera. Ese extraño y enigmático don, por llamarlo de alguna forma, él lo adquirió cuando quedó ciego. Al comienzo, cuando él comenzó a manifestar aquella curiosa actividad onírica, fue como si un viento gélido y ajeno soplara dentro de su piel, como si una irrequieta e inquietante aura de anacrónicos pensamientos se apoderara de él. Pero con el discurrir, a veces tedioso y a veces suave y ligero de los días, los meses y los años, él se fue acostumbrando a ese extraño fluir de tiempo que no es sino la capacidad mística y perenne de conocer los sucesos venideros. Él se fue acostumbrando, al punto, de que hoy en día él ya no se sorprende por ver lo que ve, aun cuando es muy pero muy curioso eso de que sus sueños anden por aquí o por allí, hilando los sucesos y dibujándole a Sergio, así, como si nada, los paisajes, las formas y los colores del futuro. Sin embargo, es bien sabido que todo don tiene una limitación y el de Sergio Muselman no es la excepción. Él no puede soñar con los aromas ni con los sabores, aun cuando en el oscuro y nebuloso mundo de su ceguera esas sean las sensaciones más habituales de todas. 10 Ahora bien, cabe preguntarnos si puede que sea por eso que además de su afición por la música y otras artes no menos artísticas, es que Sergio se haya dedicado a buscar desde que quedó ciego, el beso más exquisito que pueda llegar a habitar el refinado paladar de su memoria. Lo ha buscado en un gran número de chicas. Chicas con labios de distintos sabores y matices y texturas, aunque esa tarea de buscar el beso más exquisito, para la fecha, cabe decirlo, ya ha quedado concluida. Ha quedado concluida con Judy, claro está. Ha quedado concluida de una forma feliz y plácida, y a la vez sencilla y hasta desapercibida, aunque magistral. Una abigarrada y sencilla forma de gravitantes sabores. Todo comenzó con uno de esos típicos y extraños sueños admonitorios que de un momento a otro le advirtió a Sergio que conocería a Judy. Un sueño que le reveló a él cómo sería ella con unos detalles increíbles. Un sueño que, a decir verdad, le reveló a Sergio las medias veladas verdes, las pelucas de colores y los paulatinos gestos de ternura de aquella mujer dominicana de apellido Morel. Sin embargo, hay que decir que a pesar de soñarla y de soñar con sus diálogos, Sergio no supo que la besaría a ella hasta que lo hizo, y no supo que ese sería el beso más apasionado y fascinante de toda su vida hasta que lo sintió. Lo que lamentablemente Sergio sí supo, cuando volvió a soñar, días después de la mágica velada que culminó con aquel espléndido, inspirador y lujurioso beso, y como para atormentar su alma y llenar de terror cada una de las fibras de su ser, era que Judy, su hermosa y amada Judy, sería asesinada por él. 11 —¿Por qué cierras la ventana, Sergio? El vecino voyerista de enfrente va a quedar muy aburrido y decepcionado. Si vieras lo mucho que estaba disfrutando. —Ya te he dicho que no me gusta que me observen los vecinos ni nadie cuando hago el amor. Eso es algo enfermo, Judy. Y si no enfermo, por lo menos anormal. Mira que las personas, y más exactamente las parejas, necesitan algo de privacidad. —A mí me parece divertido. —¿Ah, sí?... Pues estás loca. —Ven, mejor vamos otra vez a la bañera. De seguro que allí te relajarás. Sergio guardó silencio y se quedó mirando con sus ojos ciegos y desorbitados a la hermosa Judy. La indiferencia de su ciega mirada no dejaba entrever en qué convulsos y enigmáticos pensamientos navegaba su mente. —¿Te puedo preguntar algo, Judy? —Claro, cariño, dime. 12 —¿Por qué estás conmigo? —Hay, bobito, por qué va hacer. Es muy sencillo. Porque tú tienes una bella y muy elegante estampa, una grandiosa carrera de modelo y cantante, y aparte de eso, eres adinerado y un icono de la moda actual. ¿No te parece suficiente? —¿¡Qué!? ¿Nomás por eso? —No, claro que no, tontico… Claro que yo te amo con todo mi corazón y que te amo por quien eres. —Ahhhh. En ese momento de diálogo amoroso y tierno, sonó el teléfono móvil de Sergio. —Vamos, tómalo —lo instó Judy—. Yo iré a la bañera a inventar las estrellas y cuando ya hayas colgado vas y me alcanzas en una de ellas, ¿vale? —Vale —contestó Sergio y luego atendió la llamada en su móvil. Se trataba de Víctor, el manager de Sergio que llamaba con una voz carrasposa y como preocupada. Sumamente preocupada. —¿Qué pasa, Víctor? 13 —Nada, Sergio. Nada más te llamaba para recordarte que esta tarde tienes que asistir a la inauguración de un restaurante en Maracaibo, y que mañana tienes que dar un concierto aquí en Caracas. —Sí, ya lo sé, hombre. No tienes que andar recordándome mis deberes todo el tiempo. —¿¿Ah, no?? Entonces, por qué no has llamado a reportarte, mi querido Sergio. —He estado un poco ocupado, Víctor. —¿Ah, sí?… Y como en qué, si se puede saber. —He estado ocupado con Judy. Ya sabes, la dominicana aquella de medias veladas verdes, piernas esbeltas y caderas anchas. —Eso es imposible, Sergio. Estás seguro que lo que me dices no es fruto de uno de tus extraños sueños. —No, claro que no, Víctor. Te juro que todo el tiempo he estado aquí con ella. —Sergio, dime una cosa: hasta qué horas estuviste haciendo lo que sea que hayas estado haciendo con ella. 14 —¿Hasta qué horas? —Sí, hasta qué horas estuviste con ella. —Pues la verdad, Víctor, es que en este mismo momento ella está aquí conmigo. Ella está incluso en el baño del hotel. —Pues yo te repito que eso es imposible, Sergio. Judy está aquí conmigo en este mismo momento. Si quieres te la paso. —No me parece gracioso, Víctor. —Es en serio, Sergio. Te puedo decir incluso que en este mismo instante la estoy viendo. Ella tiene puesto, fíjate bien, una de sus usuales pelucas de colores, más exactamente la de color naranja, uno de sus pares de medias veladas verdes y una de sus blusas ceñidas y escotadas. Lo más seguro, mi querido cantante, es que estés con una chica que se ha aprovechado de que no puedes ver. Y siendo ese el caso, no me queda más que recomendarte que tengas mucho cuidado. —Él que está diciendo algo imposible y totalmente descabellado eres tú, mi querido Víctor. La chica que tengo aquí conmigo es indiscutiblemente Judy. Tiene su voz, la tersura de su piel, su ánimo irreverente y, sobre todo, su 15 fragancia exquisita. Créeme, yo nunca me equivoco con eso. Tú sabes queyo podría reconocer un aroma en cualquier parte del mundo. Tras un rato incómodo de silencio, Sergio y Víctor terminaron por despedirse. Claro, no sin que antes Sergio recibiera alguna que otra advertencia de Víctor diciéndole que tenga mucho cuidado. Luego de ello, Sergio se dirigió al baño de su habitación de hotel mientras olfateaba las huellas de una estela seductora y deliciosa, y como persiguiendo el aroma suave de un incienso de avellana. No tardó en cruzar la puerta del baño y en encontrar a Judy allí, descubriendo la forma correcta de aunar mil pompas de jabón entre sí, impregnando de lujuria la atmósfera de aquel baño en el navegar sublime de su sensualidad, y esperando a Sergio con una ansiedad que le ponía el corazón dulce. Sí, ella lo esperaba a él, mientras inventaba estrellas con su distintivo y típico aroma, con una mirada sensual y felina y sus hábiles caricias de fuego dispuestas a trazar las coordenadas exactas del amor. Sergio Muselman, aquel invidente personaje que sueña con el futuro y al que nos hemos estado refiriendo hasta el momento, no siempre fue un importante y reconocido cantante de música pop. Hace ya casi unas dos décadas que él no era más que un niño un poco tímido y ávido de sorpresas y conocimientos que tenía una imaginación tan grande como lo era su infinita curiosidad. Era un niño de mirada rubicunda y alegre que vivía en un pequeño poblado oculto en la 16 espesura verde y álgida de una tierra donde la brisa, aún hoy en día, se insinúa con cierto misticismo entre las flores. Sí, el era un niño de esos que le encanta observar todo a su alrededor. Un niño de esos con los sentidos demasiado despiertos que, de cuando en cuando, intuye que los ojos encendidos de la luna se posan suavemente sobre la piel tersa y sedosa de sus sueños. Sergio era un niño juicioso y poco travieso que cumplía cabalmente con todos sus deberes. Una de sus principales aficiones consistía incluso en levantarse bien temprano cada día para dirigirse al colegio. Aunque es muy seguro que si alguien conociera su historia, nos diría que eso tenía una razón de ser muy exacta y concreta. Nos diría que Sergio no se levantaba tan temprano y llegaba al colegio con suma puntualidad todos los días, para cumplir con sus deberes de estudiante, sino para poder ver a la linda Katherine y poder beber así de la dulce esencia que irradiaban los ojos de aquella linda niña. Sergio nunca podrá olvidar ese día de aterciopelada y sedosa claridad primaveral en el cual vio a Katherine por primera vez. En ese instante, cuando la profesora Jazmín la presentó ante todos los estudiantes de su curso, Sergio quedó inmediatamente flechado con ella, con su tierna piel canela, sus ojos de dulce y mansumisa esencia y su incomparable melena azabache. Desde entonces, Sergio nunca dejó de observarla a ella en el colegio de cuando en cuando desde su pupitre de sobrio color terracota. A veces, cuando él miraba al tablero, en donde algún profesor de turno explicaba alguna lección, su mirada 17 daba pasos despistados y sigilosos hacia ella, hacia la bella Katherine. Para Sergio, ella era simple y llanamente como un ángel que diluía en su ser un extraño espíritu de contemplación. Un espíritu de contemplación y hermosura como el que podría tener una gigantesca y sublime caída de agua enamorada de unos ojos. Claro, la linda Katherine, era una niña muy juiciosa y aplicada que nunca tuvo una mala nota. No había duda, además, de que ella era la niña más bonita del salón y puede incluso que la más tierna, dulce y fantasiosa. Y decimos que la más tierna, dulce y fantasiosa, puesto que una de sus principales aficiones consistía en dibujar tiernos y coloridos corazones en sus cuadernos. Sin embargo, ella era muy silenciosa y nunca hablaba con nadie. Ni siquiera para decirle a alguna de sus amigas o alguno de los profesores que ella tenía su cuaderno de español repleto de corazones de distintas formas y tamaños. No, ella no hablaba. Ni siquiera cuando su padre, una de las pocas personas que desconocían las innegables dotes de dibujante de Katherine, descubrió dicho cuaderno y la reprendió con una severidad exagerada. Le dio tantas bofetadas en la cara que ella terminó con un pequeño hilo de sangre en sus labios y en su fina y respingona nariz. Katherine no dijo nada. Simplemente permaneció con todo su ser y su alma inmutables mientras veía cómo una vaharada de rencor abarcaba de lado a lado el rostro de su estoico padre. Un rostro que él ponía cada vez que la golpeaba a ella ferozmente. Un rostro que se agravaba aún más, a medida que él veía que la pequeña Katherine no lloraba y no perdía la deslumbrante belleza de su terso rostro aun cuando brotara sangre de él. 18 Pero como era de esperarse, luego de la feroz golpiza de su padre, la linda Katherine dejó de dibujar corazones en sus cuadernos, se volvió más silenciosa, solidificó su corazón y se sumió en un aura fría e implacable. En alguna ocasión, Sergio llegó a tomar las manos sedosas de Katherine. Las tomó y descubrió que eran suaves como una brisa ligera. Más plácidas y cálidas, incluso, que los diversos sentires de una nebulosa enamorada. En ese momento, al sentir las manos de él, ella rió con una risa encandilante, preciosa y absoluta. —Vamos a ver el espejo de la fuente del colegio —le sugirió Katherine a Sergio cierta vez cuando él ya se había ganado su confianza y ambos eran amigos. —¿Sabes algo, Katherine? El espejo de los ojos es el único que suele devolverte un reflejo sincero. O al menos eso es lo que decía mi mamá cuando estaba viva. —¿El espejo de los ojos? —preguntó Katherine en esa ocasión. —Sí —dijo Sergio mientras se aguachaba un poco para que sus ojos quedaran a la altura de los de su linda amiga. Ella, por su parte, se quedó viéndolo a él muy concentrada. —¿Qué ves? —preguntó Sergio de repente. 19 Al escuchar aquella pregunta, Katherine no respondió nada, pero sonreía con vigor y Sergio se sentía como si estuviera paseando entre las nubes. La sonrisa de ella era apoteósica para él. Sin embargo, luego de que la linda Katherine se tornara más apartada y silenciosa de lo que ya era, tras la última golpiza de su padre por los corazones en su cuaderno, Sergio se sintió más solo que nunca en aquel radiante paisaje montañoso y tupido de verde en el cual vivía junto a su abuela. Claro, Sergio no sabía que el padre de Katherine la golpeaba a ella severamente y mucho menos que aparte de la golpiza propinada a causa de los corazones en el cuaderno, Rodrigo, que era como se llamaba el padre de Katherine, le había advertido tajantemente a su pequeña hija que no la quería ver hablando con ninguno de los chicos del colegio, porque de lo contrario, hay sí se enteraría ella de quién era él. Luego de ello, fueron muchas las ocasiones en las cuales Sergio se acercó a Katherine con su pequeño y frágil corazón henchido de ilusión para saludarla, pero ella, sumida en un terror psicológico de proporciones insospechadas, ya no le devolvía siquiera el saludo a Sergio y lo trataba, en cambio, con una fría e indolente indiferencia. Sergio no entendía qué diantres estaba pasando. Él aún no soñaba con el futuro. Aún no había quedado ciego, pero sentía que vivía en un profundo mundo de silencio. 20 Sin embargo, a pesar de que Katherine no le hablaba, ni a él ni a nadie, a Sergio le bastaba con verla sonreír y saber que podía nadar en las aguas lozanas y dulces de los ojos de ella. Le bastaba con saber que aunque aquellos ojos irradiaran un profundo temor, él siempre se vería reflejado en ellos con una extraña magia que, para la fecha, él ya sabía por algunas cuestiones básicas de la vida, que le llamaban amor. Todas las noches, Sergio, el famoso y reconocido cantante,tiene un sueño, uno solo, que él sabe muy bien, no es una visión del futuro. Él sueña que naufraga en una isla. Una isla en donde lo espera una hermosa mujer. Una mujer en cuyos ojos se adivina un antojo de desnudez e intimidad y un cúmulo de pasiones rampantes que abrigan suaves y dulces delirios. Una mujer que diseña caricias exquisitas y que él posee bajo los más cautivantes atardeceres que alguien se pueda imaginar. No obstante, cada mañana Sergio se ve obligado a despertar, con unos latidos en su corazón, tan intensos, que no pertenecen a este mundo, y que se resisten, con todo su ser, y con toda su voluntad, a naufragar en esta sobria y aguda realidad. —Usted sabe cómo es la vuelta, viejo Sergio. 21 —¿Ah, sí?... Pues cómo sería. Digo, por si se puede saber. Sergio estaba un poco ansioso por la cena que tendría esa misma noche con una desconocida en un restaurante italiano, y por eso llamó a pedirle alguno que otro consejo a uno de sus amigos colombianos. —Fácil, viejo Sergio. Si la vieja está buena y tiene sexapil, y ojo que eso se nota con la mera voz, usted le hace una conversación bien rica y bien chévere. Eso sí, si antes de despedirse de ella no quedan en nada, y ya sabe a qué me refiero, le pide al menos el número de teléfono. —Bueno, ni que yo fuera un gigoló o algo así, Jaime. —No, claro que no, hermano. Pero es usted el gran Sergio Muselman. Aunque, ahora que lo pienso, no le quedaría nada mal la ayudita de que se animara a pedir un buen aperitivo. Un Johnnie Walker o un buen brandy, podría ser. Claro, cómo no se iba encontrar Sergio nervioso si una de sus fans se había ganado una cena íntima con él, y aunque la empresa de cosméticos que había patrocinado el concurso no le había dicho aún quién era la afortunada ganadora, Sergio, sin embargo, ya había soñado con ella y sabía que era realmente hermosa. No obstante, no sabía si ella era una buena conversadora y hasta dónde pretendía llegar con él. Lo único que sabía, a través de sus premonitorios sueños, era cómo sería ella. No con pelos y señales, pero al 22 menos sí sabía que ella tendría pinta de modelo y una excéntrica manera de vestir. Sergio llegó entonces a la tan esperada cita a eso de las seis y media de la tarde, en aquel restaurante italiano de la ciudad de Buenos Aires. La chica, en cambio, llegó a eso de las siete de la noche, pues la idea era que cuando ella llegara, Sergio, que era parte del premio, ya estuviera allí esperándola a ella. Cuando ella llegó, un equipo de personas se encargó de presentársela a Sergio quien, a su vez, se encargó de saludarla a ella de beso en la mejilla. Él lucía ligeramente informal, y ella, emperifollada hasta no más poder. Sergio quería llevar una charla amena e ir enhebrando uno que otro comentario interesante sobre su persona, mientras que ella, por su parte, se mostraba pletórica de ideas y con un aire de arrasadora sensualidad. Ella, es decir, la hermosa Judy Morel que nació bajo el signo de la lujuria, sabía que no sería difícil arrebujar una de sus sonrisas en el corazón de un hombre que, como Sergio, no podía ver, de modo que se dispuso a intentarlo durante toda la velada. Ninguno de los dos compartió con el otro alguna infidencia importante de su vida, pero para el momento de la despedida, y luego de que ambos hubieran degustado su Fetuccini alla Panna, que fue el plato que ambos pidieron, Sergio ya se encontraba realmente embelesado con la espontaneidad y el perfume floral de Judy. 23 Al momento de despedirse, ella le pidió a él que la acompañara a su hotel, si no era mucha molestia, claro, y él aceptó puesto que, luego de tan maravillosa cena, lo último que Sergio quería era desairarla a ella de alguna forma. Ambos se marcharon entonces en el auto de ella y al llegar al hotel ella lo invitó a él a tomar un brandy o un Johnnie Walker, que, según ella, eran aperitivos que iban más de acuerdo con la ocasión. Sergio aceptó y desde ese mismo momento Judy comenzó a exhalar un deseo ardiente y libidinoso por cada uno de los poros de su piel. En la corta conversación que sostuvieron ella se ufanaba de sus innegables dotes de modelo. Pero luego de un silencio transparente y provocador, ella se abalanzó felinamente sobre Sergio con la clara intención de exorbitar sus sentidos. Él comenzó a besarla a ella en la tersura de su cuello, de su cuello de cisne, y finalmente ambos terminaron haciendo el amor sobre un edredón suave de tafetán rojo y luego en la bañera de aquel cuarto de hotel en el que se encontraban. —Dices que puedes conocer el mundo a través de las fragancias, ¿verdad? — se le ocurrió preguntar a Judy mientras pasaba sus labios húmedos por el pecho de Sergio. —Sí, así es, amor mío —contestó Sergio con absoluta seguridad. 24 —Quiero saber entonces a qué huele la exquisita fragancia del amor. —Por ahora, sólo te puedo decir que huele a ti, Judy de mis sueños. Luego de aquella sucinta pregunta, y de aquella corta y tajante respuesta, Sergio terminó agotando todos sus pensamientos en los labios húmedos de Judy, en la cálida serenidad de sus pechos suaves y enormes y en la desbocada vitalidad de su ardiente sexo. Un sexo de mujer en el que él indago como buscando, allí, entres sus suaves fisuras de placeres contenidos, la humedad que su deseo tanto deseaba palpar, es decir, la humedad con la única fragancia capaz de acoplarse a la fragancia de su propia piel, o quién sabe si una humedad capaz de refrescar el aliento que transpira el alma cuando esta siente que debe amar sin ningún tipo de impedimento. Ella, la hermosa y despampanante Judy, entretanto, se dedicó a colmarlo a él con la urdimbre líquida y deliciosa de sus afectos, así como con las estrellas, titilantes y juguetonas, que ella inventó en una fina bañera de hotel. Unas estrellas que ella inventó muy especialmente para Sergio sobre sus cuerpos fusionados. Ella: la dulce inventora de estrellas que llevan en los matices de su luz un placentero y exquisito pecado. Una pajarita. Para Sergio, la pequeña y tierna Katherine Andrea parecía nada más y nada menos que una pajarita a la que el aire dulce del trópico y la luz del 25 sol que pasaba suavemente sobre su piel, vestían de hermosura. Pero también hay que decir que ella parecía más bien una pajarita a la que le daba miedo desplegar sus radiantes y juguetonas alas. Una pajarita que no quería salir de su nido para revelar su hermosura, puesto que ella se había instalado en un mundo de inescrutable silencio, o como solía pensar Sergio: que ella se había instalado fuera de todos los segundos del tiempo y dentro de un universo de oscura y silenciosa eternidad. Sí, el pequeño y travieso Sergio ya se había dado cuenta de que ella no quería hablarle y que le demostraba incluso cierto temor que ella escudaba en su timidez y en su hermético silencio. Un eterno y perentorio silencio de pajarita herida que sabe, sin embargo, que no hay un juego más real y verdadero que el de jugar a amar. El famoso cantante de música pop latina, Sergio Muselman, ya sabía, cuando soñó que mataría tarde o temprano a su candente e insaciable amante Judy Morel, que ella a veces tendía a saber a ternura y a sinceridad y a veces, en cambio, a una rara mezcla entre intriga y misterio. Quizá fue por eso que la certeza de su sueño lo hizo estar atento a cualquier manifestación de intriga que viera, en sentido figurado, en ella. No obstante, saber a través de uno de sus sueños vaticinadores que asesinaría a Judy, le provocaba a Sergio un cúmulo de emociones encontradas. Sergio soñó, de hecho, cómo sería exactamente el asesinato que él perpetraría. Lo 26 soñó cierta noche y de forma ininterrumpida. Cuando despertó, Sergio logró recordar, como de costumbre,cada una de las acciones, y de los matices y colores que aparecían en su sueño. Lo recordó y aun a pesar de que aquella terrible realidad hostigaba todo lo largo y ancho de su ser y suscitaba en su cabeza las más amargas inquietudes, Sergio no dudó ni por un segundo que aquella nefasta visión terminaría sucediendo. Ya lo único que le quedaba a Sergio Muselman, en consecuencia, era concentrarse en pensar qué motivo podría llegar a tener él para atreverse a asesinar a Judy. Lo pensó mucho pero ninguna respuesta plausible se quiso presentar. Claro, ¿qué razón podría llegar a haber para cometer un acto tan atroz e impensable, en una persona incapaz de hacerle daño a otra como lo es Sergio? Desde luego, y como bien podemos suponer, lo único que Sergio supo aquella mañana, luego de que él despertara de aquel fatídico y horrible sueño, era que aunque él terminara asesinando a Judy, por nada del mundo él la olvidaría a ella en esta vida. O, por lo menos, claro está, no olvidaría nunca sus almibarados y fascinantes besos. Su entrega dulce y sin reparos. En eso pensaba Sergio, cuando se le ocurrió preguntarse a sí mismo por qué rayos un beso siempre ha sido la mejor forma de hacer parte del recuerdo de otra persona. 27 Sergio pensaba que dentro de poco él llegará a matar a Judy. Ella, por su parte, dulce y tiernamente aferrada a él, se quedó mirándolo fijamente. Él sabía que ella lo miraba con suma concentración. Luego, tras unos cuantos segundos inexorables e inciertos, a Judy se le ocurrió decirle a Sergio que le quería contar una historia. —Sí, claro que sí quiero escuchar tu historia, mi bella Judy —dijo Sergio. —Pues, está bien. Ahí va: >Un buen día —dijo Judy—, el Ángel del Exterminio bajó del cielo para darle fin al mundo. Sin embargo, quién sabe si por una extraña fisura en el ánfora que contiene a las más insólitas e inverosímiles coincidencias, o quizá por los más curiosos e inescrutables asuntos del destino, dicho ángel terminó enamorándose perdidamente de una hermosa chica. Sí, una hermosa chica cuyos ojos destellaban dulces mensajes alados y cuya joven e hipnótica figura delataba una exultante, y casi que paradisiaca belleza. Una chica que el Ángel del Exterminio conoció gracias a que, como la misión de él requería que antes del Día del Juicio Final él observara un poco el comportamiento de las personas de cerca, dicho ángel se vio en la necesidad de alquilar una casa colindante a la de la mencionada chica. Sí, a la de la mencionada chica de exultante y casi que paradisiaca belleza de la que él se enamoró perdidamente. Y así, al poco tiempo de vivir en aquella casa, y de haberse encontrado con aquella chica un par de veces, el Ángel del Exterminio supo que ella se llamaba 28 Sara y que le gustaba mucho el canto de las aves en la mañana. De ahí que no resultara nada raro que justo el día en el cual él debía iniciar el tenebroso Día del Juicio Final de la Tierra, el Ángel del Exterminio, inspirado en gran parte por uno de esos primaverales días de brisas suaves, coquetas y ligeras que regalan ilusiones, terminara proponiéndole a aquella hermosa chica llamada Sara que fuera su novia. Ella aceptó —aun sin saber que él era un ángel—, y el ángel del exterminio se vio obligado por su corazón a detener el fin del mundo. Cierto día, sin embargo, cuando el ángel del exterminio salía de un centro comercial con algunos cuantos regalos para su novia, él la vio a ella charlando muy acomedidamente con otro chico, y eso lo puso realmente furioso. El ángel del exterminio llegó, armó tremenda escena de celos y por poco y golpea al chico con el que estaba hablando Sara. Aquella incomoda situación se repitió durante muchos otros días más, y luego de un tiempo considerable de noviazgo, Sara terminó tomando una dura decisión. Sí, al ver que su nuevo novio la seguía a todas partes, que le armaba escenas de celos por doquier, que le prohibía salir y estar casi que en cualquier parte, y que para colmo de males resultó siendo uno de esos novios que no se quieren separar por ningún motivo, ella decidió seguir un plan bastante concreto y cruel para que él, al fin de cuentas, terminara aburriéndose algún día de ella. Dicho plan, pensado desde las más niqueladas reverberaciones de un alma que deseaba sentirse libre, fue el siguiente: si el verdadero problema de la personalidad de aquel ángel eran los celos, entonces ella se los daría a raudales hasta que él ya no lo pudiera soportar más y decidiera dejarla. 29 Ahora bien, como todos podemos imaginar, cuando los celos de aquel ángel ya no puedan más, ya que aún hoy en día ella trata de provocárselos a toda costa, aunque, eso sí, con gran habilidad, ese día llegará, lamentable e irremediablemente, el Día del Juicio Final. Sara, por supuesto, nunca ha tenido ni tendrá la menor idea de ello. La vida del pequeño Sergio se había convertido en un frío decorado de silencio y hermetismo. Los gritos de su profundo e inquietante desasosiego pugnaban por brotar de su corazón. El odiaba al silencio de los demás y al silencio en el que se había sumido la pequeña y linda Katherine. Odiaba al silencio en general. Odiaba al silencio incluso desde hace mucho, más exactamente desde que su tía Magda falleció y él comenzó a vivir con su abuela Esther. La abuela Esther, por cierto, a diferencia de la tía Magda, que era una señora amable y acomedida que cuidó de Sergio hasta poco después de que él cumpliera los seis años, era una mujer ya entrada en años que tenía un genio insoportable. Ella, la terrible abuela Esther, no hacía más que recriminarle al pobre de Sergio cuanta cosa se le ocurría. No era un secreto, para quienes la conocían, que la abuela Esther siempre le tuvo un marcado y enorme rencor a su nieto Sergio. Un rencor que permaneció 30 intacto hasta el día en el cual ella murió a causa de un enfisema pulmonar por fumar mucho tabaco. Sin embargo, Sergio siempre procuró portarse bien y agradar a su malgeniada abuela en todo, aunque al fin de cuentas nada de lo que él hiciera, o nada de lo que él dejara de hacer, hubiera podido atizar el intenso odio que ella le tenía. Un odio que tenía su origen en el padre de Sergio. El padre de Sergio, por cierto, se llamaba Georg Emilio Muselman. Era un sueco que representaba al típico hombre europeo que viene a América Latina para sacar adelante un enorme proyecto económico. En su caso, el venía a instalar algunas fábricas de tejidos, y a ello se dedicaba justamente cuando conoció a la madre de Sergio y quedó profundamente enamorado de ella. Griselda, que era como se llamaba la madre de Sergio, también sintió su sangre alterada y una dicha profunda en su corazón cuando conoció a Georg. Él, cabe decirlo, cabe contárselo al viento y a las más coloridas mariposas del trópico, comenzó a cortejarla a ella apenas la conoció, apenas se topó con su aureada mirada y su presencia de fina flor esmaltada. Ella, que no le era indiferente, le correspondió prontamente a él con las mieles de su amor y la música silente de su candorosa y estival risa de muchacha tímida y enamorada. Esther, que era la madre de Griselda y de algunas otras preciosuras del trópico como Magda, la hermana mayor de Griselda, simpatizó mucho en un principio con el europeo. Y así fue, hasta que los negocios y las empresas de tejidos de Georg comenzaron a irse a pique hacia una quiebra inevitable. En esos momentos, Griselda ya se encontraba embarazada de 31 Sergio. Georg se veía muy entusiasmado con la idea de su primer hijo, pero cada día que pasaba sus negocios fracasaban más y más. Se dice, que para empeorar la grave situación por la que pasaba la familia Muselman, Griselda cayó enferma de un día para otro. Se dice que un médico de la región que la auscultó y la diagnosticó,recomendó un remedio de alto costo que para colmo de males debía mandarse a traer desde los Estados Unidos. Un remedio que debía mandarse a traer cuanto antes, puesto que la enfermedad de ella era extremadamente grave. Georg procedió a sacar entonces todos sus ahorros del banco para pagar aquel remedio, pero cuando lo hizo, unos ladrones que lo esperaban afuera del banco le quitaron hasta la última moneda. Griselda, que siempre trató de apoyar a su marido en todo, le dijo a él que no importaba. Que ella estaría bien sin importar lo que pasara, siempre y cuando hubiera mucho pero mucho amor entre ellos. No obstante, su condición empeoraba cada vez más y más con el pasar del tiempo. Ella lo sabía y aun así soportó su enfermedad sin quejarse ni chistar ni un poco hasta el día en cual nació Sergio. Es decir, el trágico día en el cual ella no pudo aguantar más y partió de este mundo. Poco tiempo después, Georg desapareció misteriosamente. Ninguna de las personas que lo conocieron durante su corta travesía en América Latina pudo explicar o dar el más mínimo indicio sobre qué fue de él. Lo único cierto es que Esther, la madre de Griselda, jamás dejó de odiarlo con toda su alma. Ni a él ni 32 a su pequeño hijo Sergio quien salió idéntico a su padre y jamás dejó de recordárselo con su mera estampa a ella, a su irascible y malgeniada abuela Esther. —Durante el ocaso el horizonte naufraga en mi mirada. —¿Cómo lo sabes? —No sabría explicarlo. Sólo lo sé, Judy. Judy se quedó pensativa. Miraba el lago que parecía dormir enfrente suyo mientras hacía tintinear un hielo en una copa tulipa de cristal. Ambos, Sergio y ella, habían salido a pasear a una remota finca instalada en el algún rincón de los Andes. —¿Sabes? —dijo finalmente Judy—. A veces siento que puedo viajar al mismo fin del universo en tu mirada. —¿De veras? —Sí. Y es algo muy extraño. Yo siempre he pensado que la mirada, es decir, que la mirada de un hombre hacia una mujer o de una mujer hacia un hombre, 33 no es más que la puerta a un desenfrenado vaivén de caricias suaves y ligeras como la espuma. —Ah, ya veo, querida mía, por qué te gusta tanto hacer el amor en la bañera de las habitaciones de más lujo y confort de los hoteles. A ti te encanta la lívida y placentera sensación de sumergirte en espuma. ¿Verdad, cariño? —No, Sergio. Eso no es lo que te quiero decir. Escucha, por mi vida han pasado muchos hombres, y no lo vayas a tomar a mal. Muchos hombres que me han mirado con lujuria, pero tú, que no puedes ver, eres diferente a todos ellos porque se nota que tú amas de verdad. Lo que te quiero decir, amor mío, es que nunca antes, en toda mi vida, había conocido a un hombre que, como tú, fuera capaz de amar no con su vista sino con el alma. Esa mañana, de fresca brisa veraniega, estaban cayendo dulces fragmentos de amanecer sobre el poblado. Luego de acabar con sus deberes, y como para no tener que escuchar las terribles reprimendas de su abuela, el pequeño Sergio salió de su casa a recorrer los alrededores del poblado y a disfrutar de los gajos de la fruta dorada del sol. La brisa fresca que en ese momento compartía un intenso idilio con algunas cuantas de las flores de la región, lo hizo llegar a un peñasco de vivo y tupido verde. Desde allí, el pequeño Sergio Muselman logró ver a lo lejos, en otro peñasco distante, a la pequeña Katherine 34 acurrucada como una pajarita que reposa bajo la sombra de un árbol. Sí, él la vio a ella a lo lejos, tan hermosa y angelical como siempre. El rocío leve de la primavera acariciaba dulcemente su piel. Debajo de ella, brillaba un lago que parecía poseer pequeños pedacitos de alma que dormían a las hojas más tiernas de los árboles. Pedacitos de alma que las hacía dormir con un hipnótico e inaudible arrullo, para hacerlas caer luego hacia dicho lago y empaparlas con la líquida materia de la vida que ellas imitan con su majestuoso verde. Sergio se encaminó rápidamente hacia aquel otro peñasco y en un santiamén logró llegar a donde estaba su amada pajarita. Luego se sentó junto a ella sin decir nada, pero en ese momento, para su pesar, él se percató de que una lágrima caía por la mejilla inerte y sonrosada de ella. Sergio no dijo nada. Sin explicarse cómo, olió la fragancia de la profunda y amarga tristeza de aquella niña, y se preguntó cuántos instantes de triste otoño podrían guardar unos ojos como los de ella. Era la primera vez que Sergio lograba captar la fragancia de un sentimiento y de unos ojos. Las aves, con su cuerpo liviano, surcaban el horizonte y una fruta danzaba jugosamente en una rama sobre ellos cuando Sergio decidió arrojar una pequeña piedra al lago enfrente de ellos. Luego, a los pocos segundos, él, así, como si nada, se atrevió a decir con un dejo infantil de ternura: —¿Sabes algo, Katherine? Nunca se lo he dicho a nadie, pero cuando te veo a ti es como si viera a la vez a una linda y pequeña pajarita. 35 A Katherine le hizo tanta gracia aquel comentario que, a decir verdad, no se esperaba ni tan siquiera un poco, que se sintió inundada por una brisa ligera de suaves palabras y un canto dulce de perfumes, y, en consecuencia, esbozó la sonrisa más bella que Sergio llegara a apreciar en toda su vida con sus ojos de miel. Sergio se acercó a ella. La turgente anatomía de las aguas del lago debajo de ellos, permaneció en reposo. Los sonidos de las aves en el cielo parecían suspiros leves diseñados para colarse en los corazones de aquellos dos chicos. Él se acercaba a ella mientras ambos hacían nudos con sus miradas y amasaban el cariño con la cercanía. Luego, tras sentir la fragancia dulce y eléctrica de un relámpago, él la besó a ella, y ella se sintió a un paso de la luz. Él, entretanto, sentía, en aquella sucesión de segundos detenidos, que una ondulación palpitante, vigorosa y volátil, inundaba las aguas de su joven corazón. Ambos se sintieron ligeros. Sintieron que estaban entre una lluvia de pétalos color aire. Sintieron que dominaban a las alas imperecederas del tiempo y que el perfume del amor entraba poco a poco por los poros de la piel de ambos. No existe la menor duda de que ese fue uno de esos besos diseñados para agujerear intensamente el silencio. Al frío y circunspecto silencio. 36 Ella, la hermosa Judy, se sabe con la suavidad de un pétalo mientras abraza a Sergio. De esa forma, su cuerpo parece convertirse en el pasaporte irremediable a la lujuria. Sergio, entretanto, la acaricia a ella con sus dedos ávidos de piel femenina. Luego, tras saborear la desmesura almibarada de la geografía de Judy, Sergio se sumerge en la fragancia del cuerpo libidinoso de ella. Y se sumerge también en las relucientes pupilas de ámbar de Judy, aun sin poder ver y como si procediera a entrar a un océano por primera vez. Ella, entretanto, no deja de envolver con su alma apasionada y trepidante el cuerpo de Sergio. Ambos se aman, por tanto, con sus corazones indomables y una sucesión de actos instantáneos provenientes de sus propias almas. Finalmente, una lámpara bohemia arroja una luz tenue y dulce sobre sus cuerpos exhaustos. La faena ha terminado. Judy le da un beso rebosante de ternura a Sergio. Ambos saben que de ahí en adelante las horas adquirirán una textura líquida e introspectiva. Puede que sea por ello, incluso, que ambos deciden abrazarse, soñar en el aroma sensualísimo y corporal del otro, hurgar en las zonas más luminosas de sus almas, en lugar de dormir, en lugar de ser una retirada lejanía en la más próxima y palpable cercanía. Sí, ellos deciden abrazarse, de una forma tal, como si los brazos fueran capaces de introducir un cuerpo o un sideral suspiro en el corazón. Sin embargo, en ese momento de etérea y sublime tranquilidad, unaidea absurda pero persistente acaricia la mente de Sergio. Claro, Sergio es un hombre ciego que ha aprendido a potenciar sus otros sentidos. Por esa razón 37 es que se le ocurre oler la fragancia de Judy. Pero al hacerlo da con un escabroso e inesperado hallazgo. La fragancia de la mujer que él tiene al lado y con la que acaba de hacer el amor, no es la fragancia de Judy. De eso no tiene él la menor duda. Se encuentra, por el contrario, totalmente seguro de ello. Pero, si ella no es Judy: ¿quién es esa dulce y tierna chica que tiene su mismo tono de voz, sus mismas expresiones, sus mismos recuerdos de él, su misma forma de entregarse en cuerpo y alma y hasta las mismas formas curvas y suaves de joven mujer que solo podría tener Judy? Sergio se sorprende. Desde que quedó ciego, nunca antes había tropezado con una persona que cambiara de fragancia corporal así como así, de la noche a la mañana. No le queda, por lo tanto, más que una cosa por hacer para cerciorarse de que realmente ella es la mujer que dice ser. Sergio procede entonces a bajar suavemente sus manos por el cuerpo de ella. Las pasa suavemente por la selva húmeda del sexo de ella y luego por sus piernas hasta que logra encontrar la suave textura de sus medias veladas verdes. Ahora Sergio ya no tiene la menor duda de que ella sea Judy. Nada más con sentir tu aroma, yo podría reconocerte en cualquier parte del mundo, Judy mía. 38 Aquellas palabras se las había dicho Sergio a Judy la última vez que él y ella estuvieron a solas en la suite de un hotel. Claro, ese es un recuerdo que ha quedado enquistado en el corazón lujurioso de Judy. Un corazón abarrotado de dulces recuerdos. Ella recuerda, incluso, todos y cada uno de los matices de ese día. De ese primer día en el que ellos estuvieron a solas en la suite de un hotel. Ella recuerda, de hecho, que se sintió realmente llena de dicha, de felicidad, de emoción, cierto día cuando descubrió que a Sergio ya no le interesaba preocuparse por saber cuándo se quedaban o no solos. No, desde hace unas cuantas semanas, Sergio procede a acariciarla a ella sin ningún descaro por encima del vestido, a cualquier hora del día, y mientras explora las sinuosas latitudes de sus labios. De esos labios que le han dado el más exquisito de los besos. —Conozco muy bien esa clase de mirada, Judy. Jamás pensé que la vería en tus ojos. Pero ahora que la veo sólo se me ocurre preguntarte una cosa. Dime, y quiero que me seas sincera: ¿te has enamorado? —No, cómo se te ocurre. —Pues se me ocurre, así de simple. Recuerda que él no es más que un incauto que ha caído en nuestra trampa, Judy. Además, si te enamoras de él, qué vas a hacer luego. Que no se te olvide que tu cargas con el pecado de la lujuria, y ya hace incluso varios días que no has estado sino con él, y nada más que con él, en la intimidad. Y así como van las cosas, no te pongo mucho tiempo para que te lances en los deseosos brazos de otros hombres. 39 —Pues no sé si estás enterada, querida hermana, pero estoy segura de que puedo desfogar mis anhelos lujuriosos en un solo hombre. Para Laura, una de las dos hermanas mayores de Judy con las que ella estaba hablando, era innegable, y no solo innegable sino un hecho absoluto, que su querida hermanita llevaba encima un inabarcable cúmulo de lujuria. Laura Morel pensaba y pensaba tratando de dar con las palabras exactas que tradujeran las dudas de su ser. “¿Pero que se cree ella?”, pensó al fin Laura. “¿Que me voy a comer así de fácil ese cuento de que ella no pretende estar sino con Sergio?”. —Hermanita, intervino de pronto Verónica, la del pecado del asesinato, que llegó exhibiendo un aura desoladora—. Déjame recordarte que si te empeñas en ese anhelo tan lindo y tan ideal de querer enamorarte de Sergio, luego luego, también tendremos que matarte a ti, cariño. Judy guardó silencio. Trató de buscar refugio en el vaivén desenfrenado de sus pensamientos, pero en un cuarto del fondo de la casa en la que ella estaba, se escuchaba un ruido monótono de lavadoras de lavado centrífugo que no la dejaban concentrarse. “Yo amo a Sergio con todo mi corazón. Perfectamente puedo pasar todas las noches que hayan de venir en mi vida, siendo habitada únicamente por los anhelos y la fragante piel de él. Sergio me ha prometido, además, algo muy 40 dulce y tierno. Que me reconocería con tan solo sentir el aroma de mi cuerpo. No, no puedo hacerle eso a él, al amor de mi vida. Definitivamente no puedo matarle”. —¿Y bien, querida hermanita? —preguntó Verónica con su mejor gesto de mirada inquisitiva. “¿Qué decir? Mil respuestas distintas giran en mi cabeza pero en la misma forma en la que aparecen se difuminan rápidamente en una extraña y desconocida espesura. Además, ellas fueron, en primer lugar, las que permitieron que yo me encontrara con Sergio aquella primera vez en aquel restaurante italiano en el que nos conocimos. Ellas fueron las que movieron cielo y tierra para que él y yo llegáramos a tener la relación que hoy en día tenemos. Pero, ellas quieren su muerte… ¿Qué hacer al respecto? Claro, lo único seguro, por ahora, en el centro mismo de mi ser, es que no puedo dejar de amar a Sergio”. —Creo que a él no deberíamos matarlo —dijo Judy. En ese momento, Laura dejo un cigarrillo medio apagado que fumaba sobre una mesa. Parecía descontenta. Tomó una carpeta con papeles en su interior y se la pasó a Judy. —¿¡Qué es esto!? —preguntó Judy, la menor de las Morel. 41 —Son tus papeles de matrimonio —aseguró Laura, mientras volvía a tomar el cigarrillo que había dejado sobre una mesa. La turgente anatomía de las aguas del lago, debajo de ellos, seguía en reposo. Los sonidos de las aves en el cielo seguían pareciendo suspiros leves diseñados para colarse en los corazones de aquellos dos chicos. Ambos se besaban con suavidad, con inconciencia, con dulzura. Ambos se sentían ligeros. Ambos exploraban poco a poco los húmedos contornos de sus labios. Ambos seguían sintiendo que estaban entre una lluvia de pétalos color aire, y que dominaban a las alas imperecederas del tiempo y que el perfume infinito del amor entraba poco a poco por los poros de sus jóvenes pieles. El tiempo parecía no existir para ninguno de los dos cuando, a la distancia, escucharon un grito estremecedor que sacudió la frondosa y verde vida de aquellos parajes, de costa a costa. Una voz que interrumpió aquellos besos que aquellos chicos se daban con la única intención de endulzar la vida silenciosa de los dos. Una voz que desquebrajó el tierno y ligero soplido del amor que allí se respiraba. Una voz imperativa que gritaba: “¡Katherine!!! ¡Katherine!!!”, en forma implacable y certera. Con un enojo desproporcionado. El tiempo pareció detenerse entonces mientras la pequeña Katherine se estremecía de susto. Su padre, entretanto, se acercaba a toda carrera, 42 evadiendo arbustos y surcando aquel verde y fértil valle. Sus ojos evidenciaban, incluso a la distancia, una furia colosal y destructiva. Katherine se dio cuenta al instante y palideció. Sí, no había ninguna duda. Él, el padre de aquella silenciosa y linda niña, la había visto besándose con aquel chico de rubicunda mirada, y ahora el castigo que le impondría sería, con toda seguridad, la paliza más cruel y feroz que él le haya dado en toda su vida. Como él, el enojado e irascible padre de Katherine, estaba cada vez más y más cerca, una ola tsunámica e intempestiva de temor golpeó a Katherine de frente y la empujó suavemente hacia atrás. Sí, ella retrocedía poco a poco, olvidando la pendiente que daba a una caída de más de diez metros, justo a sus espaldas. Justa y exactamente detrás de su aterrorizado y pequeño cuerpo de niña. Las nubes del cielo, por su parte,se arremolinaban entre sí a toda marcha cuando, de un momento a otro, ella dio un paso en falso y comenzó a caer. Las fibras más íntimas del tiempo, del sol y de los demás elementos, enmudecieron. Sergio estaba frente a su querida Katherine, viéndola caer en una eterna y sucesiva cámara lenta. En ese eterno y turbador momento, Sergio vio los ojos de Katherine y comprendió de inmediato por qué estaba ella tan silenciosa últimamente. Por qué el bosque de su alma, tan verde, tan vivo y tan florido como aquel frondoso paraje en el que se encontraban, parecía tener las hojas de las ramas que integran el lenguaje intangible y doloroso del silencio. “¡¡¡Sergio!!!”, gritó Katherine con todas sus fuerzas. Un grito que alcanzó a superar incluso a los de su energúmeno padre. Sergio extendió entonces lo más rápido que pudo uno de sus brazos en el aire. Su mano parecía buscar la 43 intensa luz que hasta hacía poco se colaba dulcemente en su corazón, en la turgente anatomía de su ser. Una mano que buscaba ávida y requirentemente, hasta que logró asir lo que buscaba. Allí, en aquella pendiente, una linda y pequeña niña colgaba del brazo de su amigo… De su amor… Sergio la sostenía a ella con todas sus fuerzas, pero poco a poco estas iban menguando y era evidente que él no soportaría más. Katherine, entretanto, gritaba llena de terror. “Si tuviera algo a lo cual aferrarme”, pensó Sergio mientras buscaba con su mirada un árbol cercano o algo similar a lo cual sostenerse con una de sus manos. Miraba y miraba, pero no encontraba más que pequeñas rocas en el suelo. En un fúlgido instante, Katherine guardó un silencio repentino y asumió el aire tierno de una flor. En ese mismo instante llegó el padre de ella. “Qué bueno, él nos ayudará”, pensó Sergio. No obstante, aquel hombre seguía embargado de furia, y cuando la mente de Sergio reaccionó, él y Katherine estaban cayendo cuesta abajo hacia unas rocas escarpadas y filudas que sobresalían del lago que estaba debajo de ellos. Claro, el padre de Katherine, enceguecido por su brutal furia, no analizó la situación cuando llegó y lo primero que hizo en ese instante, fue propinarle una fuerte patada a Sergio en un costado, y él, aquel chico que tanto despreciaba al silencio de la vida que tanto lo hacía sentir como 44 si fuera una persona con limitación auditiva, comenzó a caer irremediablemente junto a su querida y linda pajarita Katherine. “¡Te quiero! ¡Te quiero con toda mi alma!”, le dijeron los tiernos ojos de Katherine a Sergio mientras ella y él caían, y como si aquellos dos ojos, con su recién adquirida tranquilidad, pudieran comunicarle todas las verdades del universo a Sergio, y pudieran enviarle, además, las cartas más bellas y certeras a un cielo lleno de luz y fantasía. Luego de ello todo se oscureció. Al cabo de unos cuantos días, Sergio despertó profundamente abatido, y descubriéndose totalmente ciego, en uno de los cuartos del hospital de su pequeño y modesto pueblo. Él, a diferencia de Katherine, no había caído sobre las rocas escarpadas que estaban junto al lago, sino sobre el lago mismo. Él, por cierto, había estado soñando intensamente durante los cinco días y las cinco noches que estuvo en coma. En sus sueños él pudo asistir al velorio de su pequeña amiga Katherine y vio cómo se suicidaba el padre de ella a causa del dolor y el arrepentimiento que sentía en su corazón. Sergio también soñó que crecía, que se sobreponía a mil cosas, que un centenar de personas se aglomeraban enfrente suyo para escucharle decir algo… No, para escucharle decir algo no, sino para oírlo cantar. Sí, Sergio soñó con una sucesión interminable de periodistas, flashes y cámaras de televisión. Soñó incluso que alguien que llegaba cierto día, aliviaba un poco su espíritu con unas bellas 45 palabas. Unas palabas que no eran circunstanciales y nimias como tantas otras palabras. Sergio despertó entonces sabiéndose único. Despertó sabiéndose una persona que sueña con las imágenes, los colores y los rostros del futuro sin poder captar ningún olor en el mundo anubarrado de los sueños, para que cuando llegase el momento de cumplirse el futuro, las imágenes que había soñado llegasen a él como una sucesión infinita de fragancias y sabores. Pero Sergio se sentía bastante mal. Su corazón afrontaba una terrible tempestad, razón por la cual él se resignó a esperar a que llegara aquella persona con aquellas palabras que tarde o temprano aliviarían, de una forma u otra, su atormentado y acongojado espíritu. Unas palabras que dirán algo así: “Sergio, no te dejaré solo. Escucha bien, la vida es lo máximo que tienes. Perdiste a alguien importante, pero sigues vivo. Escucha, la vida es un bullir de milagros inconclusos”. La mirada de Judy era tan suave y cristalina como la piel del agua. También parecía aprisionar toda la ternura de un catorce de febrero y daba la ligera impresión de reflejar los latidos tiernos de su corazón, que, por cierto, parecían estar llenos de dulces y suaves promesas. Sin embargo, Víctor Contreras, el manager de Sergio, que acostumbraba a desconfiar de cuanta persona se le 46 cruzara por el frente, no terminaba de creerse el cuento de que Judy fuera tan linda, tan buena y tan santa como se presumía. No, para él, Judy no era más que un lobo disfrazado de oveja, o una arpía que escondía secretos siniestros y tenebrosos, y que no hacía más que rondar a Sergio como un ave de rapiña ante un animal moribundo en el desierto, para aprovecharse de su fama y su prestigio. Eso, era algo de lo cual Víctor no tenía la menor duda. Aunque, para ser sinceros, tampoco era que él hiciera gran cosa para evitar que Sergio se viera con Judy. Claro, por una parte, Víctor sabía que Sergio era un hombre hecho y derecho capaz de tomar sus propias decisiones, y, por otra parte, Víctor sabía que, al fin de cuentas, así debía de ser la vida de un artista. Que no había de otra. Que ni modo. Que los artistas o los deportistas famosos como los grandes jugadores de fútbol, son personas que se hallan expuestas todo el tiempo, a otras personas que quieren exprimirles hasta la última ganancia que de ellos se pueda obtener. Sin embargo, las perspectivas liberales de Víctor llegarían a cambiar del cielo a la tierra cierto día. Cierto día invadido por negros nubarrones en el que la lluvia caía con un suave y ligero susurrar, y en el cual Víctor Contreras se encontraba viendo las noticias del día en su enorme televisor plasma de cincuenta y dos pulgadas. Él mordía una manzana roja con recelo, como si se tratase acaso de los labios insinuantes de una hermosa enamorada, cuando vio a Judy en la televisión. En principio, ello no tendría nada de raro, pero pasaba y sucedía que ella había salido con Sergio de allí, es decir, del penthouse en Puerto Rico de Víctor, hacía tan solo unos cuantos minutos. Ahora, ella aparecía ante la 47 mirada perpleja del manager de Sergio, en una transmisión en vivo y en directo de una lujosa cena de beneficencia a miles de kilómetros de distancia. Lo primero que Víctor hizo en ese momento, fue llamar a la cadena televisiva que transmitía dicho evento, para que le confirmaran que lo que estaba viendo era una imagen simultánea, hablando en términos temporales, claro está. Cuando se lo confirmaron, cuando le confirmaron que aquella era una imagen en vivo y en directo, Víctor supo de inmediato que había mucho por hacer e investigar, y muchos hilos secretos e influencias que mover. Cuando la abuela Esther falleció, Sergio no la extrañó ni un ápice, ni a ella, ni a sus regaños, ni a su irascible personalidad. Sergio había quedado solo en la vida, pero unos vecinos bondadosos decidieron hacerse cargo de él mientras aparecía algún familiar. Pero como el tiempo pasaba ypasaba, a veces como una nube ligera y a veces como el agua de un impetuoso río, y como Sergio se veía tan acongojado por su reciente ceguera y la pérdida de su querida amiga Katherine, ellos mismos decidieron ponerse en la titánica tarea de contactar a alguien. De contactar a alguien que tuviera algún vínculo familiar con Sergio. No fue fácil, ellos lo intentaron por distintos medios hasta que por fin dieron con un tío lejano de aquel chico que últimamente ya ni jugaba, ni salía de casa, ni estudiaba ni 48 hacía nada que no fuera exactamente eso, es decir, nada. Se trataba de Battar, un ciudadano sueco que desconocía tener un sobrino en América Latina, y que no tenía ni la más mínima idea de qué pudo ser de su desaparecido hermano Georg. Apenas Battar Muselman supo que tenía un sobrino en otra parte del mundo, él salió de Suecia con la única finalidad de encontrarse con él. En su corazón brotaban mil anhelos y mil esperanzas distintas, pues él siempre había querido tener hijos, y como no los había logrado tener, por esto o por lo otro, había tomado la sabia y gratificante decisión de tejer un mañana junto aquel chico, y de darle el futuro que su hermano Georg no había podido siquiera ofrecerle. Battar ya sabía que el chico había quedado ciego, por lo que no se le hizo raro encontrarlo tras un muro ennegrecido de tristeza. Tampoco se le hizo raro que en la mirada de Sergio se hubiera inoculado el perfume vacío de la ausencia, ni que su joven rostro reflejara la densa palidez que reflejaba. Battar se sentó a su lado, como no hablaba español, llevó consigo a un traductor que comenzó a soltarle a Sergio las palabras que él, su bienintencionado tío, le iba diciendo. Sin embargo, Sergio ya conocía gran parte del diálogo que él le esgrimía. Sergio ya conocía incluso la silla que Battar escogió para sentarse y el modo que él utilizó para hacerlo. Sabía igualmente cómo venía vestido él y cómo venía vestido el traductor que le iba dando, como si se tratase de un jarabe, las palabras afectuosas de su tío. Palabras que comenzaron así: 49 —Sergio, sé que tu vida ha estado marcada por sobresaltos, y por carencias y situaciones demasiado fuertes para un niño de tu edad. Pero debes tener siempre presente, querido sobrino, que la vida a veces es así. Que ante todo, tú tienes la ventaja de poseer un maravilloso don. Me refiero, por supuesto, al don de estar vivo, lo que de por sí es ya una ganancia demasiado grande. “Sí, un maravilloso don”, pensó Sergio para sí mismo, pensando en la cantidad de formas y colores que se sucedían sin fin en sus sueños. Luego, tomando un poco del aliento que aún le quedaba, dijo: —Lo único que yo puedo decir, es que la vida no es vida si no está Katherine… Dime tío, ¿para qué la vida? ¿¡Ah!? —Escucha, Sergio: algún día entenderás eso que dicen de que no hay mayor fortaleza en una persona, que la de arriesgarse a amar una y otra vez, sin importar nada más. Que sí, que perdiste a alguien importante, pero me tienes a mí y a un centenar de personas más que algún día, te aseguro, llegarán a tu vida. Sergio escuchaba las palabras de su tío, es decir, las palabras que le decía un traductor. De alguna forma, Sergio comenzaba admirar a aquel hombre que llevaba su misma sangre, y que pondría todo a su alcance para hacer de él un gran hombre, e incluso hasta los contactos necesarios para cumplir un sueño que Sergio apenas comenzaba a figurarse, es decir, el de ser cantante. 50 Claro, allí, en aquel hospital, Sergio tuvo una certeza. Él supo, mientras dialogaba con su tío por medio de un traductor, que la música, desde ese nuevo y floreciente instante de la vida, le servirá a él, ante todo, para dejar una ventana abierta en su joven y espejeante corazón. Una ventana que él dejará abierta, por si acaso Katherine, con todo y la dulzura de sus ojos y sus inocentes dibujos, se convierte en una linda y pequeña pajarita y decide, un buen día de estos, volar hacia ella. Judy llenaba a Sergio de calor con la urdimbre líquida y apasionada de sus afectos. Ella se desnudaba poco a poco para su adorado Sergio mientras que Víctor, en un lugar muy pero muy lejano, se dirigía con un investigador a la casa secreta donde se refugiaban las hermanas de aquella sensual y mística chica de pelucas de colores. Sergio, inundado de deseo, también hacía lo propio. Él también se desnudaba a toda prisa, al igual que la bella Judy. —Toca el piano —le ordenó dulcemente y de un momento a otro, Sergio a Judy. Ella no dijo nada, solo se limitó a sentarse frente a un piano completamente desnuda. Bueno… completamente desnuda no. Ella llevaba puestas una de 51 sus medias veladas verdes que le llegaban a la altura de los muslos de sus esbeltas y apetecibles piernas. Y así, como si de una rara y prístina ensoñación se tratara, ella, la hermosa pianista Morel, comenzó a tocar el piano con la destreza de un Beethoven. Las notas le salían del alma. Sergio, entretanto, cantaba y cantaba, completamente desnudo y mientras se aproximaba a ella por la espalda para abrazarla. Víctor, por su parte, entraba sigilosamente con el investigador por él contratado a la casa de las hermanas de Judy. Camelia, era la única de las hermanas que estaba allí. Ella, por cierto, se distingue porque es la mayor de todas las Morel y porque lleva encima el pecado de la gula. En mi mar desorbitado de perfumes, / los fragmentos de mi vida le cantan a las estrellas. Las letras de Sergio sonaban cada vez más y más fuerte. Él cantaba cada vez más y más con su alma mientras acariciaba los senos jugosos de Judy. Ella no se quedaba atrás. Ella también tocaba cada vez más y más con todo su ser, el místico y ensoñador lirismo que seductoramente le arrancaba con su alma a aquel piano. Uno, dos y tres disparos sonaron. El investigador que iba con Víctor se desangraba a borbotones. Estaba herido en un brazo. Los ojos de Camelia flameaban y botaban fuego a raudales. Ella disparaba y disparaba. Disparaba a matar y de eso Víctor no tenía la menor duda. 52 Sergio anhelaba ser uno solo con Judy y con la música. Él utilizaba su mejor voz y su mejor entonación. Él cantaba como si tuviera la magna tarea de describir los ojos de Judy, como si tuviera, acaso, que inventarse el suave rocío de la primavera para cubrirla a ella con él y como si le estuviera arrojando a su sensual amante, dulces y tiernos pedacitos de alma, o de alguna extraña materia espiritual. En mi mar desorbitado de perfumes, / los fragmentos de mi vida le cantan a las estrellas. / En mi mar desorbitado de perfumes, / los sueños caen como plumas y lujuriosos centellean. En mi mar desorbitado de perfumes, / se esconde una ligera bruma que me trae desazón. En mi mundo de oscuras brumas / solo tus besos colisionan en mi corazón. Mientras Sergio cantaba, las notas musicales que Judy le extraía a un enorme piano de cola, no dejaban de ser sublimes. Aquellas notas musicales eran como poemas que viajaban por el aire en forma de ligeros torbellinos. Víctor, por su parte, se envalentonó. Tomó la pistola que el investigador llevaba consigo por si acaso, es decir, por si alguna vieja loca y obesa comenzaba a dispararle a él, y a algún hipotético acompañante, a diestra y siniestra. 53 Música de Judy. Caricias lascivas de Sergio. Las pupilas desorbitadas de él, de Sergio Muselman. Los pezones enhiestos de ella, de Judy Morel. Canto, amor, pasión, música, locura… Las manos de ella se habían vuelto una sola materia con el piano, mientras que las ávidas manos de Sergio, que no dejaba de cantar, se volvían una sola esencia con los senos mansos y obedientes y la suave piel de aquella mujer, de aquella musa, de aquella diosa. Tres balazos le asestó Víctor a Camelia. Dosen el pecho y uno en una pierna. Antes de morir ella se arrastró en un charco de su propia sangre, le marcó a alguien con su teléfono móvil, le dijo algo incierto a ese alguien misterioso, y a los pocos segundos, finalmente, falleció. La música, entretanto, llega, de un momento a otro, como inspirada por un furtivo resplandor celestial, o un tierno hechizo de horizonte azafranado, a su clímax. Judy no deja de tocar el piano en forma frenética mientras que Sergio, con un hábil movimiento, retira la banca en la que ella estaba sentada, para tomar a su amada y penetrarla por atrás. Es de veras impresionante. El parecido es casi fuera de lo común. Si no fuera porque aquella mujer que acaba de morir tiene unos veinte años y unos cincuenta kilos más que Judy, sería exactamente igual a ella. A aquella mujer desnuda que toca el piano. A aquella mujer cuya fragancia es reconocida en todos sus aspectos y matices por Sergio. Claro, la última vez que él había 54 estado con ella haciendo el amor, la fragancia de Judy no era la de Judy sino la de otra mujer. Era la de otra mujer aun cuando aquella otra mujer tenía el cuerpo y las formas de suave tersura de Judy y sus medias veladas verdes de fina textura. Pero ahora es seguro. Ahora es seguro que la mujer que hace el amor y toca el piano allí, no es otra más que la espectacular Judy Morel, y no una de sus hermanas. “Muchos habrán de morir en esta historia”, piensa Víctor muy para entre sí y de repente tras haber experimentado un lúgubre y oscuro presentimiento. “Ella me matará”, piensa Sergio mientras penetra a Judy sin remilgos ni concesiones que aminoren su desbocada y avasalladora pasión. Lo piensa mientras entona la última parte de su extraordinaria canción y recuerda el último sueño admonitorio que tuvo sobre el futuro. Un sueño en donde él podía ver claramente a Judy con un arma de fuego para matarlo, para matarlo a él sin contemplaciones y sin ningún amague o viso de piedad. Un sueño en donde veía cómo debía matarla a ella, él primero. —Has pensado alguna vez en matarme —le preguntó él a ella después de aquel intenso amor que acababan de regalarse el uno al otro. —Sí —contestó ella como si nada. 55 Ahora Judy tenía un violín. Ella lo tocaba con gran maestría. Era formidable verla y escucharla. Su música era exultante e inspiradora. Ella tocaba con su atractivo cuerpo viajando al nebuloso reino de ninguna parte y con su mente ausente en la pasión, en la pasión de su gran amor Sergio, y en la pasión de aquella fresca naturaleza que la circundaba, y en la pasión de aquella cálida y cenicienta brisa que la amaba y, además de ello, reconocía el dulce fragor de su perfume. Debajo de ellos, de la hermosa Judy y del famoso cantante Sergio, se apreciaba un lago de vivo azul que parecía contener un vértigo secreto en su impostada tranquilidad. Era, ni más ni menos que el lago en donde hacía muchos años había muerto la pequeña y linda Katherine. Sergio lo miraba. Lo bebía con su ser. Nadaba en él sin estar en él. En ese momento, una dulce y tierna pajarita se posó en su hombro derecho y él comenzó a pensar, a divagar, a ir de aquí a allá entre los rincones vaporosos e intangibles de su pensamiento. Tenía una colorida golondrina en uno de sus hombros y él no podía evitar pensar en ese día que estaba viviendo. “Sí, hoy es el día. El gran día de la muerte”, pensó él. “Al acabar de tocar el violín Judy sacará un revólver de su bolsa de cosméticos, y me disparará con él hasta matarme. Lo vi en un sueño y Víctor me lo confirmó con sus averiguaciones”. —Que sí, hombre. —Que no, viejo men. Judy no será quien me disparará, lo vi en uno de mis sueños. 56 —¿Ah, sí?... Entonces, según usted, ¿quién será la que le disparará? ¿Ah? —Usted mismo lo dijo, Víctor. Cada una de las hermanas Morel es idéntica a la otra, pero tienen gustos y aficiones diferentes. Claro, esto último me lo dijo Judy, pero el punto es que ella no me matará. No. Será una de sus hermanas. —¿Cuál? —La que tiene el pecado más grave de todos: el del asesinato. El violín seguía sonando. Su música fluía como un caudal de caricias glamurosas que ondulaban suavemente junto a los rumores de las imágenes sobre el agua del lago. “Aficiones distintas. ¡Eso es!”, pensó Sergio. Judy solo toca el piano, por tanto, esa mujer que asegura ser Judy no es sino una de sus hermanas. —¿Y qué vas a hacer entonces? Es decir, cuando tengas a la verdadera asesina enfrente de ti… Yo creo, Sergio, que lo mejor que podemos hacer es dar aviso a la policía. —No, a la policía no, de lo contrario, Judy también iría irremediablemente a la cárcel. Ella me lo confesó. Me dijo que ella se dedicaba a embelesar a los hombres, que les entregaba su ardiente y lujurioso cuerpo para nadar en las proposiciones de placer que ellos fueran capaces de hacerle. Que luego Verónica, la que tiene el pecado del asesinato, los mataba, instigada por Laura, 57 es decir, la que tiene el pecado de la avaricia, la que siempre ha deseado tomar la fortuna de todos los hombres que han caido en los perfumados y cálidos brazos de Judy. Finalmente, Víctor, Judy me dijo que Camelia, la que tú mataste, se dedicaba a disfrutar a sus anchas de las ganancias obtenidas. Las sombras y las fragancias se amalgamaban entre sí viajando vertiginosamente de un lugar a otro. Los sonidos del violín se hacían cada vez más y más agudos, parecían incluso llenar aquel paisaje tropical por entero. Parecían estar hablando de melancolía, de congoja, de muerte y de revancha, pero sobre todo de sexo, y más exactamente, de las facetas extasiadamente espumosas de la seducción. De la seducción femenina, claro. No por nada la piel de aquella hermosa y mística mujer que tocaba el violín había comenzado a oler a pasión. A una pasión tan rampante como íntima y profunda. “Tengo una ventaja enorme”, pensó Sergio de repente. “Si yo no estuviera ciego, pensaría que aquella mujer que toca el violín tan hábilmente, que apenas le lleva un año a Judy y que es idéntica a ella en todo, hasta en la más sinuosa de sus curvas, es ella, mi amada y siempre dulce y atrevida Judy. Además, mis sueños admonitorios, los mismos que adquirí cuando murió Katherine, me permiten anticiparme a las acciones. Gracias a uno de ellos es que conozco el momento exacto de la melodía en el cual ella arrojará el violín al lago, sacará la pistola que lleva en su bolso y comenzará a dispararme a quemarropa e indiscriminadamente con ella”: 58 Los acordes que salían del violín estaban diseñados, sin duda, para cautivar y someter y para hacer el amor con un hombre, con un hombre como Sergio Muselman. El mismo que se encontraba enzarzado en una feroz batalla consigo mismo por sobreponerse a los nervios y a ese sudor frío que le recorría todo el cuerpo. El mismo que se levantaba sigilosamente de donde estaba sentado junto a unas flores que parecían bailar con la música que salía del violín y con el traje de novia que una suave y apacible brisa les estaba tejiendo. El mismo que no podía permitirse tener más que una sola idea en su cabeza: asesinar a aquella mujer antes de que ella lo asesine a él. Sergio se acercó a ella. La turgente anatomía de las aguas del lago debajo de ellos, permaneció en reposo. Los segundos parecían haberse detenido. Él se acercaba a ella mientras sentía, en aquella sucesión de segundos detenidos, que una ondulación palpitante, vigorosa y volátil, inundaba las aguas de su joven corazón. Ella estaba apostada junto a un árbol mientras tocaba su violín. No faltaban más que unos cuantos fúlgidos y decisivos instantes, para llegar al momento determinante en el que uno de los dos tendría que asesinar al otro. Sergio tomó entonces el bolso de ella. La música del violín era absolutamente frenética,
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