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Mannoni M - Testimonios sobre Winnicott Lacan y _679232BA

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Maud Mannoni. Testimonios Sobre Winnicott, Lacan y Mi Propia Trayectoria.
Zona Erógena. Nº 38. 1998.
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1
TESTIMONIOS SOBRE WINNICOTT, LACAN Y
MI PROPIA TRAYECTORIA
MAUD MANNONI
Algunos de ustedes me han pedido que les hable de Winnicott.
Acepté aportar, modestamente, un testimonio: el de un trayecto, el
mío, en los años '60. Muy pronto me vi enfrentada con los límites
del análisis con un tipo de pacientes psicóticos, adolescentes o
adultos a quienes no se les había ofrecido más que un mantenerse en
la familia puntuado por dos o tres sesiones de análisis por semana.
Influenciada por Winnicott, con quien me encontraba regularmente en
Londres, comprendí que algunos pacientes jóvenes tiene necesidad,
en primera instancia, de un lugar en el que se les ofrezca un vivir
afectuoso. Porque el análisis no es posible sin un mínimo de
seguridad existente de antemano en la cotidianeidad de esas vidas.
"El niño, su «enfermedad» y los otros" fue escrito durante
los años en los que tuve como interlocutores privilegiados a
Lacan y Dolto y —pronto también— a Winnicott y Laing.
Algunos capítulos de este libro han sido objeto de un debate en el
Instituto Psicoanalítico de Londres. En esa ocasión, Winnicott me
expresó la pena que le causaba que los adolescentes psicóticos no
pudieran, en sus momentos de crisis, encontrar un lugar en el cual
delirar (sin que ese delirio sea interrumpido inmediatamente por una
terapia farmacológica). Lo apenaba también que el analista estuviera
tan poco preparado para aceptar la profunda crisis de un adolescente.
Él decía que nos preocupamos demasiado por sostener en pie, por
reconducir a un sujeto que demanda una ruptura, que necesita existir
en un primer momento en el rechazo. ¿Por qué —preguntaba él—
hablan de "curar" cuando alcanza con "acompañar" a un ser en su
profunda angustia ?
En el libro en cuestión, intento, en relación al niño por el que se
consulta, poner en evidencia aquello que revela sobre un malestar
colectivo. Intento explicar, a través de ejemplos concretos, que
cuando los padres aportan al analista de su hijo los deseos de muerte
correspondientes al niño, no se trata tanto del niño real sino más bien
del otro (autre) imaginario del progenitor —es decir, la parte
sufriente del progenitor proyectada en el niño. De donde se
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desprende un riesgo de suicidio de este último si su propio malestar
no ha sido tomado en cuenta. En la cura de un niño, sucede en efecto
que la resistencia deba ser leída del lado de los padres o del analista.
Distinguía, en ese momento, dos tipos de discurso:
—Por discurso cerrado entendía un relato hecho frente al
analista más que al analista. Queda entonces del lado de los padres
un rechazo de la experiencia analítica. Van al analista a que éste
confirme un diagnóstico de irrecuperabilidad. Lo cual no quiere decir
que el analista deba detenerse allí (como me hizo notar Winnicott).
—Por discurso dramático entiendo la existencia de un llamado
que pide ayuda. El análisis es entonces posible, y aquello que debe
ser alcanzado en la cura es la palabra del adulto que ha podido
marcar al niño a nivel del cuerpo.
He mostrado luego, con ejemplos concretos (y marcada por la
influencia de Winnicott y Lacan) cómo los límites que el analista
encuentra con tal o cual paciente constituyen en primer lugar, y ante
todo, los límites mismos de lo que el analista puede o no soportar de
la prueba a al que lo somete el paciente. El analista que se deja
interpelar por la locura (y especialmente por la esquizofrenia) acepta,
en efecto, dejarse cuestionar en el campo de lo "inanalizado" que le
es propio. Ese punto ciego del analista, es la rendija a través de la
cual se produce en él la abertura del interés terapéutico. También
sucede que un analista (como le sucedió a Freud con los adultos)
reciba de su paciente un esclarecimiento acerca de aquello que en él,
analista, estaba hasta entonces a salvo de todo cuestionamiento, un
aspecto de su propia "locura".
Retomé de esta manera, sin saberlo, aquello que en esa época
estaba en el núcleo de ciertos debates londinenses. Trabajos del
grupo de Winnicott intentaban en la práctica sustituir la concepción
de los estadios de desarrollo por la escucha de un discurso. Este
intento no estaba aún reflejado en la teoría. Detrás del discurso
sostenido por el enfermo y su familia, hacen surgir la trama de una
situación psicotizante. Esto se ve netamente en los delirios de
influencia, los estados paranoides y las alucinaciones. Los analistas,
en cierto momento de la historia del psicoanálisis, han llegado —del
mismo modo que los psiquiatras— a hablar de la enfermedad y no del
enfermo. Pero si nos ponemos a la escucha de un discurso colectivo,
no es infrecuente encontrar que una paciente descripta en un primer
momento como "buena", "normal", pasa a ser designada,
progresivamente, como "mala" y luego "loca", con el consecuente
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alivio de la familia. Pero hay una verdad en el delirio que el entorno
abona. A partir del instante (por ejemplo) en el que un paciente en
lugar de decir que su madre no lo deja vivir sustituye esto por la idea
de que su madre ha matado a su hijo, los padres no sólo perdonan su
"maldad", sino que aceptan el encierro de un ser que
manifiestamente "no sabe lo que dice". Entonces, la imposibilidad que
sufre el sujeto de proyectar el odio sobre su madre deviene, en ese
momento, el elemento que desencadena un episodio psicótico. Las
acusaciones contra la madre, como justamente señala Laing son la
mayor parte del tiempo acusaciones en las que el sujeto es hablado
por el adulto al que acusa. Hablado por designios diversos, ese sujeto
comienza a vivir esos momentos como un peligro. Identificado a la
vida, pero acusándose de querer destruir, se dice en otro tiempo que
es la vida misma la que lo va a destruir. Allí se da entonces
verdaderamente al entrada en lo que nosotros denominamos
"psicosis".
Ville- Evrard
En 1964 Hélène Chaigneau me abrió generosamente su servicio
de Ville- Evrard. Ella esperaba que yo pudiera ayudar a un cierto tipo
de pacientes adultos que son aquellos que, cuando niños, yo había
descripto en El niño retardado y su madre. Pero me encontré en el
asilo con los esquizofrénicos y paranoicos descriptos por Lacan.
Prisionera de la institución, sentí la amplitud de mi impotencia.
Algunos pacientes hospitalizados desde hacía veinte años, que habían
hecho del asilo su hogar, no querían volver a salir. Pusimos de todos
modos en marcha una estrategia de "cuidados" a través de la rendija
abierta por mediaciones que fuimos introduciendo (clubes, reuniones,
trabajo), cuya función era abrir la relación estereotipada del paciente
hacia una apertura al mundo exterior (lo que los analistas llaman
posibilidades de simbolización). Todo aquello que se sostenía desde el
discurso se inscribía, sin embargo, en un lugar vuelto carcelario por
los usos administrativos.
En el transcurso de esta experiencia, fueron los pacientes los que
me hicieron comprender los límites de un territorio que debía ser
respetado. Me hizo falta tiempo para asimilar el sistema de reglas, de
convenciones y prohibiciones que organizan, en este lugar, las
relaciones de los individuos entre sí. Modelados por la institución
psiquiátrica, los pacientes actúan, en efecto, acrecentando su propia
parálisis. Recuerdo el día que me introduje de manera no concertada
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en la sala de televisión reservada a los enfermos. Fui agredida y le
debo mi salud a un enfermero que estaba de paso. Por otra parte, yo
recibíaa los enfermos en un consultorio: ellos sabían que yo estaba
escribiendo un libro. Me proveyeron de historias y también de
escritos. Fui investida como "experta" por un paciente paranoico, lo
cual marcó con un carácter de intrusión a mi proyecto. El paciente, de
raza negra, veía acrecentadas las persecuciones ejercidas por el
gobierno contra los extranjeros por mi presencia. A partir del
momento en que yo deseaba verlo, él corría el riesgo —según la
lógica de su delirio interpretativo— de ser catalogado por mí como
indeseable, porque cada vez que el paciente intentaba sostenerse
como deseante, era reenviado a una forma de disolución de su
identidad: ser otro, capturado por una imagen materna (narcisista y
rival), no pudiendo su masculinidad ser sostenida de otro modo. En la
treceava sesión, el paciente me hizo saber que es en vano proseguir
con las entrevistas en la institución. Mi sola presencia era percibida
por el paciente como una provocación: "Me hacen —decía—
crueldades mentales que yo acumulo. Mi tía está celosa mí, y
colabora para que yo sea desgraciado. Antes de mi nacimiento, mi
suerte ya estaba echada. Aparezco ante usted como un prisionero,
sin dinero, no puedo ofrecerle siquiera una rosa. Estoy
desguarnecido. Tampoco quiero su caridad. Reclamo que se haga
justicia. Para qué sirve este parloteo, más que para su propio placer?
Usted me quita mi goce y me rechaza como a un perro". Georges me
decía de esta manera que la ambigüedad de mi estatuto lo ponía en
peligro y le despertaba algo que él mismo definía como de naturaleza
persecutoria. Lo que él reivindicaba era el derecho a la rebelión,
dejando escapar allí un decir de verdad. Quedaba a mi cargo el
interrogarme acerca de los efectos producidos por la alienación social
sobre la alienación mental en lo que para él se entretejía como
destino.
Kingsley Hall
Soportaba Ville- Evrard porque se me ofrecía la ocasión de hacer
un pasaje por Kingsley Hall. Este encuentro se lo debo a Winnicott,
que se interesaba en la experiencia institucional que se llevaba a
cabo allí. Recordemos que él lamentaba que no hubiera más lugares
para acoger a pacientes en crisis, que los analistas no fueran más
ingeniosos en sus propias instituciones, y que el menor problema
emocional fuese tan rápidamente medicalizado.
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El alma de Kingsley Hall era, indiscutiblemente, Laing. Su palabra
era tan fuerte que él no residía allí. Una decena de pacientes vivían
allí con psiquiatras, en su mayoría norteamericanos. Recibí, luego de
una puesta a prueba, una acogida afectuosa por parte de los
pacientes. Querían saber si yo llegaba como paciente, curadora o
visitante. De estos últimos, desconfiaban: redoblaban la inquisición.
No les oculté que había sido invitada como tal por Laing, y que no
viviría allí, porque tenía en lo personal una necesidad visceral de un
lugar de reposo fuera de una colectividad en la que la locura se ponía
en juego 24 horas de 24. Se me intentó convencer de que un poco de
hasch o marihuana detendrían esa atmósfera. Respondí que una taza
de té sería mucho mejor, y que ese tipo de "viaje" más bien me
enloquecería. Las preguntas se hacían cada vez más opresivas: me
imaginaba yo que podía estar loca? que podía escuchar voces, tener
alucinaciones visuales?
—"Porqué no?"— contesté. —"Soy capaz de hacer funcionar en mí
un cine interior, de tener miedo, de darme miedo, pero estar
realmente loca, como se describe en los libros, no lo veo tan
evidente. Pertenezco más bien a la clase de gente susceptible de
jugar a estar loca. Estar verdaderamente loco, es un estado de gracia
que no se le da a todo el mundo.
—"Entonces usted no se parece a nosotros?"
—"No sé, lo que sé es que quizás tenga en mí, escondido, un
jardín de locura, pero loca como se describe en los libros, no estoy".
—"Esa es la diferencia", me explicaba un paranoico, "con los
psiquiatras de aquí. Ellos dicen que son como nosotros, pero nosotros
sabemos que no le es dada a todo el mundo la suerte o la desgracia
de estar loco".
Un huésped de la casa me explicó: "en un psiquiatra, incluso un
antipsiquiatra, siempre hay un policía dormido". Me contó riendo la
historia acaecida la noche anterior: los rateros del barrio habían
invadido la casa; los antipsiquiatras llamaron a la policía. "Vea,
nosotros nunca podríamos haber hecho una cosa así”. Vi a Laing en
reuniones de amigos. Mi fobia a la droga lo divertía. Pero más lo
divertía mi deseo de tratar seriamente ciertos temas, como la
psicosis. Me decía que yo confundía "acompañamiento de una perso-
na en angustia profunda" y "cura". ("to heal" y "to cure"). Me
advierte contra un peligro: el de dejarme enrolar en las fuerzas de la
represión (refoulement). Si Winnicott me aconsejaba en ese
momento un tour por el entorno de Laing, era para que perdiera algo
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de mi reaseguro en el saber... Más tarde, él mismo romperá con
Laing, negándose a apoyar la apología de la droga que éste hace en
determinado momento. En el marco de esta ruptura, se mantuvo sin
embargo la amistad entre ellos.
Los debates decisivos de los años ‘60: Londres
Durante este período, el azar hizo que me encontrase en Londres
—a través de Winnicott y Laing— con jóvenes universitarios
comprometidos en una investigación sobre psicoanálisis,
especialmente sobre mis trabajos. Se produjeron debates acerca de
los conceptos de Laing y Lacan, y esto me obligó a definirme en
relación a diferentes corrientes de pensamiento. La literatura inglesa
casi no se difundía más allá de un cierto círculo de iniciados. Por otra
parte, su teoría basada en la biología, en el desarrollo, en el
humanismo, no daba cuenta fehacientemente del trabajo clínico
efectuado. Había un corte entre la práctica, tal como la vemos en la
obra de los grandes clínicos, y una teoría que generalmente no daba
cuenta de esto. Me parece importante no buscar en la práctica una
mera aplicación de la teoría. Las concepciones de Winnicott y
Lacan, que parecen oponerse en lo que hace a determinados
tópicos (por ejemplo, el de la relación de objeto), coinciden en
nociones tales como la de presencia/ausencia o la de la matriz
simbólica necesaria para que el niño, en determinado
momento, pueda sobrevivir a una pérdida sin desaparecer
como sujeto. Dada su formación como pediatra, Winnicott trabajó
especialmente con niños muy pequeños (incluso con lactantes desde
su llegada al mundo). Lacan se ocupó más de lo concerniente al niño
un poco mayor y el adulto, mientras que Dolto aportó por su parte
elementos esenciales para comprender a los niños de cero a tres años
—contribuyendo a su vez a aclarar en muchos puntos los aportes de
Lacan. Una actitud dogmática no podría más que volver al analista
sordo frente a lo que el paciente intenta hacerle escuchar en su
propia lengua, con sus palabras. Es claro que yo me veo Nevada
(según los hechos concretos que se me presentan en la práctica) a
privilegiar a veces el aporte de Lacan, otras el de Bleger, el de
Winnicott, etc. No me prohibo traducir estos diferentes aportes a una
lengua que me es propia. Se puede, según la posición que uno tome,
querer oponer a Winnicott y Lacan, como también se puede querer
aclarar el aporte de uno a través del otro, sin anular nada de las
investigaciones de cada uno. Por ejemplo, la noción de holding de
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Winnicott es coherente con lo que Lacan intentó circunscribir como
captura, como aprehensión de sí en el espejo, teniendo esta
experiencia como referente la presencia de la mirada de la madre que
garantiza al niño la realidad como separada de su propia existencia.
Es en función de esta relacióndel moi al otro (autre) que Lacan hace
surgir un Je en constitución. Cuando me preguntan con qué
referentes trabajo, respondo: bien, con todos estos, sin olvidar
aquellos que nos indica el paciente mismo. Porque es él quien opera
como guía. La teoría permite, luego, encontrar las palabras para
explicar lo que sucedió en una situación que engloba el inconciente
del analista y el de su paciente.
Abordaje de la psicosis
Muy pronto fui sensible al hecho de que el neurótico va a análisis
con una demanda propia (incluso si está atravesada por la palabra de
los otros), mientras que el psicótico (y también el niño) son llevados
al analista por aquellos que constituyen su entorno. No podemos,
entonces (y más aún en el caso del psicótico) abstraernos de la
historia y de la manera en que un sujeto brinda testimonio, a su
turno, de los efectos de una simbolización fallida desde —a veces—
tres generaciones atrás. Un paciente "repara" el rechazo del que fue
objeto su madre, por parte de su propia madre. Otro, no se autoriza
a disfrutar una herencia fruto del trabajo de varias generaciones
porque le parece que ha sido adquirida ilegalmente: dilapida una
fortuna en tiempo récord. Un tercero cae en una depresión gravísima
el día que le retorna el usufructo de una casa comprada poco antes,
cuando mueren sus propietarios. Cuando la "enfermedad" estalla, se
devela un drama, un no- dicho que se pone a hablar en la violencia
del síntoma: soy el niño que mi madre tuvo con mi hermana, soy el
niño que mi padre tuvo con la mucama.
La realidad objetiva no se corresponde por cierto con lo
"vivenciado" que a menudo irrumpe en la violencia, el asesinado o el
suicidio. Pero el sujeto no puede encontrar una palabra propia si no
es interrogando las palabras que, en la sombra, han vehiculizado,
portado, ocultado la historia de una familia (sustituciones de niños,
de padres, muertes camufladas, desapariciones no verbalizadas,
etc.). Un acceso al Je devendrá posible sólo al precio de abrir los ojos
(sin necesariamente quedar ciego como Edipo) a través de un
proceso de desidentificación, de despegue, respecto de un drama que
es de otro. Me llamaba la atención, durante el desarrollo de los
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procesos de cura, las diferentes posiciones del sujeto en los
momentos de tensión, de conflicto. Lo importante es ubicar desde
dónde habla el sujeto, y en ocasiones, por quién es hablado. A veces
alcanza con un poco de humor, o con una palabra concerniente a las
cosas comunes de la vida (es decir, despegada de toda vivencia
persecutoria) para desdramatizar una situación y lograr que el
discurso vuelva a partir desde otras bases. Recuerdo un hombre que
amenazaba con tirarse al vacío desde la torre Eiffel, con su bebé. Se
movilizaron su psiquiatra, los bomberos y la policía. Tal despliegue no
hizo más que acrecentar las amenazas que profería. Llegó una joven
externada de un hospital de París. Sorprendida, le dijo: "tenga
cuidado con las corrientes de aire, el bebé puede tomar frío". La crisis
cedió por completo. No se opuso en absoluto y bajó de lo más calmo.
Es que la palabra de ella venía de un lugar completamente diferente
del imaginario persecutorio de ese hombre desesperado, en cierto
sentido, lo despertó de su delirio. En los momentos de crisis, el
analista —pero puede ser también cualquier miembro de un equipo
terapéutico— al no albergar las proyecciones persecutorias del sujeto,
acepta ser el depositario de las angustias del paciente.
Otro ejemplo: en Bonneuil, un adolescente se negaba todos los
días a permanecer ni un minuto más en la institución. Una valija lista,
que contenía todas sus cosas, esperaba cada día la partida inminente
anunciada por su propietario. Sin embargo, no se necesitaba casi
nada para desanudar la angustia: sugerir una salida alcanzaba para
ayudarlo a no escapar. El núcleo de su angustia psicótica había
apareció en el transcurso de una cura individual con un analista. El
adolescente pudo un día develar en análisis el discurso interior que
escondía cuidadosamente, centrado enteramente en torno a
impresiones de metamorfosis de su rostro. Leía por momentos en el
rostro del otro que su propio rostro había tomado los rasgos de un
monstruo. Esto desencadenaba una compulsión de huida (tomar el
tren) o de suicidio (tirarse bajo un auto). Ese monstruo era, de
alguna manera, su doble. Su primer aparición traumática había
coincidido con la muerte súbita de un amigo amado- odiado. Cada
vez que el sujeto se encontraba confrontado en la realidad con
pruebas (por ejemplo, un examen) reaccionaba con una bouffée
delirante. Lo que el adolescente reclamaba en esos momentos de
tensión, era una matriz: pero más a11á de la matriz real, se
enfrentaba de manera especular a una relación de captura por la
imagen del otro (autre). Cada vez que tenía que elegir, se enfrentaba
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a una amenaza, como si necesitara aceptar, en vivo, pagar un precio
por la muerte de un ser querido. Por eso vivía una vida imposible de
ser vivida. Lo que velaban sus defensas, en último término, era la
muerte, cuya pulsión está siempre allí donde el deseo se pone en
juego. Tales problemas, por difíciles que sean, pueden encontrar una
salida en el análisis. Es necesario que el sujeto se sienta "autorizado
a vivir" por sus padres. Esto implica, en casos graves, ayudar a éstos
a atravesar su propia angustia (en particular en lo relacionado con lo
que sucederá luego de su muerte) para que su hijo pueda exponerse
al riesgo de vivir. Una pensión por invalidez —necesaria en ciertos
casos— puede, al ser otorgada demasiado fácilmente, transformar a
un joven en "asilado en vida" ("jubilarse" a los veinte años, como
ellos mismos lo llaman, no es cosa de todos los días).
Si las cosas se satisfacen a nivel de la necesidad, la adminis-
tración se conduce como una "madre de psicótico". Aporta una
solución allí donde una economía del desorden debería por
desplegarse para que a través de ella el sujeto encuentre un orden
propio, compatible con los requerimientos sociales inherentes a todo
deseo. Este orden del sujeto, sería más exacto acaso definirlo en
términos de una verdad que se abre a un espacio de creación, quizás
opuesto al de los padres.
Terapias familiares, hacia una selección
Volviendo a los años '60, Thomas Szasz me envió unos recortes
de diario, unas caricaturas que advertían a los norteamericanos
contra el despliegue de tests que se abatía sobre las escuelas, desde
la guardería. Desde la cuna, casi se podría decir, el comportamiento
del niño era evaluado desde un punto de vista selectivo. Las madres
se aferraban de libros que les explicaban cómo hacer que su hijo se
volviera más inteligente por medio de diferentes jueguitos. Los efec-
tos de una selección que no se nombraba se hicieron sentir
rápidamente: las madres tenían cada vez más dificultades para
encontrar un lugar para sus hijos en la guardería o la escuela del
barrio. El alumno "medio" ya no tenía lugar: se estaba a la pesca de
"superdotados". Caricaturas feroces inauguraron una era de rebelión.
Las mujeres se preguntaban ¿acaso nuestro hijo tiene que ser un
superdotado para poder ir a la escuela del barrio? Durante estos años
prosperaron los distintos asesoramientos "psi", preparando a los
niños desde la cuna para una vida de competencia. Nunca como
entonces, el niño ha sido tan avasallado por sus padres, deseosos de
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"saberlo todo" acerca de él. Se puso en marcha toda una rutina de
vida. Ya no se trata de que el adulto aprenda del niño. Se le impuso
un modelo. La invención comenzó a inquietar, y se olvidó que la
cultura espara todos como la experiencia o el conocimiento, y que
hay que aprender del error y del fracaso.
Los docentes de Estados Unidos se abocaron para esta misma
época a oponerse a los diktats de los cuestionarios que debían llenar,
y denunciaron un sistema en el que se sentían tan prisioneros como
sus alumnos. ¿Es posible —se preguntaban algunos— abordar con los
alumnos cuestiones tales como el genocidio judío? No es tan
evidente. Se vieron entonces llevados a descubrir que un sistema (del
cual forman parte) prohibe abordar ciertas cuestiones. Esta voluntad
de callar los crímenes cometidos por ciertas generaciones (con la
complicidad de todos) hará surgir (en otra generación) de lo real un
mismo despliegue de violencia inexplicable. John Holt, que fue
maestro sucesivamente en Boston, Massachusetts, Colorado y
California, se situó dentro del movimiento de una protesta contra las
ideas establecidas en materia de educación (y difundidas a millones).
El disoció el aprendizaje de la noción de necesidad y de la de deseo.
No dudó en escribir libros para explicar a los norteamericanos cómo
estaban volviendo débiles a sus niños. Mi verdadera educación, decía,
está situada antes de la escuela, fuera de la escuela y después de la
escuela. Afirmación que es retomada en Mayo del '68 en Francia. En
1987 era el modelo japonés el que fascinaba: el niño identificado a la
computadora, programado desde el nacimiento para transformarse en
"el mejor" (llevando a las madres hasta el suicidio, en ocasiones en
las que su hijo no era el primero de la clase). Los analistas
recolectaron toda una "patología" escolar, a su turno "cuidada",
"reeducada" o "abandonada", según las prioridades económicas y las
ideologías del momento... La asimilación del lenguaje a un tipo de
comportamiento conduce a los comportamentalistas anglosajones (y,
luego, a los franceses) a arrastrar el material que se les ofrece (el
discurso del paciente, y también el de los padres en el caso de un
niño o de un psicótico) hacia una adaptación a una norma, o hacia la
denuncia de una conducta inadecuada. Pero es otra utilización posible
des discurso familiar la que tiende a un develamiento catártico. En el
desanudamiento de un drama revivido en la transferencia se
encuentra la clave de ciertas "curaciones".
En el caso del analista de niños, el analista se ve a menudo
confrontado a un presente a desanudar en el hic et nunc de una
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situación transferencial que engloba a los padres. Ocurre también, en
el caso de todos los niños pequeños, que la intervención no opera
más que sobre los padres. La teoría de aquello que se pone en juego
en la escucha analítica del drama (o del discurso colectivo) no ha sido
hecha y el analista casi no tiene como parámetros más que los
descubiertos por él mismo en su propio análisis. En cuanto a las
hipótesis teóricas, por acertadas que sean, no siempre son suficientes
en sí mismas para permitirle al analista hacer un acto de invención.
Le corresponde, como dice Michel de Certeau, escuchar lo que la
teoría no dice. El hombre, decía Freud, no tiene inclinación a escuchar
la verdad. Esta reenvía a aquello que es callado por la práctica del
lenguaje. Freud daba a entender que a todo "núcleo histórico"
corresponden inscripciones o "impresiones" mudas. La historia o la
novela familiar que se cuentan tendrían una apariencia de semblante,
un intervalo situado entre una verdad muerta y aquello que resta
como saber en la memoria del sujeto.
Si planteamos las preguntas: ¿quién habla, y a quién? y ¿desde
qué lugar (lugar del otro o del Otro)? Lacan nos muestra el eje a
partir del cual debiera ordenarse todo proceso dialéctico. Arranca de
esta manera el discurso del paciente de la cosificación a la que ha
sido sometido (después de Freud) y da a la palabra su dimensión de
juego y de disfraz. Quien habla puede, en efecto, ocupar el lugar de
todos los personajes a la vez, o ser atravesado por un otro que habla
de su lugar, que hasta lo comanda. La dificultad es que el analista (si
se encuentra tomado por la perspectiva de las certidumbres que le
confiere la creencia en un moi fuerte) puede impedir al analizante
hacer su análisis o perturbar a través de intervenciones inoportunas
aquello que Freud, a propósito del delirio, llamaba "el proceso
restitutivo de cura". El interés del proceso de un Winnicott es que
reconduce constantemente al analista a una posición de humildad,
recordando que no es él quien detenta el saber. La verdad, deja él
entender, surge entre el paciente y el analista, no le pertenece a
nadie. Existe, recuerda Winnicott, una "política del análisis", en el
sentido de que el analista debe entregarse continuamente a su
subversión, tanto en el plano de la terapéutica como en el de la
enseñanza y las instituciones.
La dirección de la cura
La situación analítica, tal como se desprende de la obra de
Winnicott, es el movimiento de una relación (la del analista con su
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paciente) y la creación en común de un espacio en el cual se
inscriben los mecanismos más primitivos de amor, de odio, de
introyección, de proyección, de represalia, de desintegración. Pueden
inscribirse allí porque, en un principio, hay una "adaptación" del
analista a la angustia desbordante del paciente. A partir de referentes
mínimos de seguridad, se pone en juego un marco susceptible de
contener las angustias más arcaicas y se desarrolla, en libertad (a
través de lo imprevisto) el proceso analítico (proceso en el cual tiene
un lugar la participación inconciente del analista). Winnicott nos hace
participar de la constitución progresiva de un campo (de palabra) con
su propia lógica. Nos hace seguirlo en el camino clínico que ha
seguido con el paciente, par ver hasta qué punto el verdadero eje del
trabajo efectuado por él gira en torno a la noción de ausencia,
condición del desarrollo del pensamiento simbólico que introduce el
"principio de realidad" (porque la realidad que hay que dominar, es la
de la ausencia de objeto).
Si Winnicott pone el acento, entre otras cosas, en las frus-
traciones reales que un objeto puede infligir al sujeto (en una visión
biologizante), el campo operatorio al que lo conduce su experiencia
es el del objeto transicional, equivalente, pero diferente, del da del
niño observado por Freud. En la teoría analítica, hay entonces una
suerte de bipolaridad un saber que se domina (que se da según el
esquema del desarrollo, de la estructura o de la lingüística), que
constituyen podríamos decir, el texto de una lengua muerta. Harry
Guntrip mostró cómo el analista puede encontrarse prisionero de su
teoría y arrastrar al paciente en su proceso personal de creencia. La
teoría —dice él— encuentra su raíz en nuestra psicopatología, debe
ser una herramienta y no un amo. Se pone en juego otro saber, el
que se desprende de cada trayecto (el del analista y el del paciente),
anudado por las coordenadas de la interpretación construcción (lo
que Freud llamó la construcción arqueológica). En su mejor
movimiento, Winnicott no tiene la ambición de crear una teoría
"totalizante" que tendría respuesta para todo. Sigue, con dificultad,
una ruta y sus obstáculos. Lo que interesa es el "núcleo de verdad"
presente en todo delirio, en todo fantasma. Su exigencia de verdad
se dirige en primer lugar a sí mismo.
El falso self
Los trabajos ingleses se desarrollaron alrededor de una noción
poco utilizada en Francia: la del sí mismo (soi). No se trata del
Maud Mannoni. Testimonios Sobre Winnicott, Lacan y Mi Propia Trayectoria.
Zona Erógena. Nº 38. 1998.
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sujeto, ni del ego, sino de una imagen narcisista funcionando como
defensa, que el sujeto desarrolla; y que para él mismo y para los
otrospermite acentuar la distinción entre la noción de identificación-
incorporación al objeto y la de identificación a la función del padre, de
la madre, del analista, etc. Se trata de un fenómeno subjetivo más
que de una estructura; que muestra bien lo que surge de la
separación entre teoría y práctica: la idea de self, nos recuerda
Winnicott, "surgió de nuestros pacientes". El falso self es una función
de defensa que se establece sobre la base de identificaciones, y cuya
función es proteger el “verdadero self”. El individuo puede, a través
de su éxito social (es decir, gracias a una buena organización del
falso self llegar a abordar a los otros escondiendo su angustia. En la
relación madre- lactante, si la madre no ha dado al niño la posibilidad
"de ser", éste puede desarrollarse identificado a tal punto a las
insignias de la madre que no deberá su existencia más que a la
imitación. El verdadero self sería la posición (en la relación con el
otro) que permite el gesto espontáneo, el juego y la creación. Quien
se presenta en análisis sólo con los ropajes de un falso self (con un
desempeño social perfecto) es casi inanalizable. Pero el reclutamiento
de los candidatos analistas (según los criterios de selección vigentes)
se hace hoy en día cada vez más entre los aspirantes a un falso self.
Estas hipótesis acerca del "verdadero" y el "falso" self, por
insatisfactorias que sean teóricamente, responden a los límites de la
teoría freudiana. Lo que importa es lo que autores como Winnicott
llegan a escuchar a través de un recorrido clínico cuya dificultad es la
de actualizar las dificultades, los obstáculos que nos cuestionan, en el
lugar de nuestros propios impasses y de nuestros propios límites.
El que enseña es el paciente
La mayoría de los trabajos de Winnicott manifiestan una pre-
ocupación didáctica. Se dirigen a los analistas, pero también a los
pediatras, a los psiquiatras, al personal paramédico, a los padres. A
veces intentaba convencer, nunca a doctrinar, porque no tenía una
causa a defender. Trabajaba en solitario, habiendo conservado
durante mucho tiempo una práctica hospitalaria que era un verdadero
lugar de análisis. Recibía el respeto de los pacientes, quienes le
servían para demostrar lo bien fundado de tal o cual teoría
psiquiátrico- analítica. Los pocos alumnos que participaban en sus
consultas se veían envueltos por el "aire de intimidad" creado por el
paciente y eran parte del camino que se elaboraba a partir de esta
Maud Mannoni. Testimonios Sobre Winnicott, Lacan y Mi Propia Trayectoria.
Zona Erógena. Nº 38. 1998.
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dimensión de la "preocupación por el otro": del paciente que dirige un
pedido. Winnicott repetía hasta el cansancio que el analista no ocupa
un lugar de dominación, de enseñanza quien enseña es el paciente. El
psiquiatra no es un curador de síntomas, dice Winnicott. Debe
cuidarse de no tratar al sujeto de manera de dejar de su lado todo
llamado a una seguridad (a través del síntoma) imposible.
Esta advertencia que al analista le es tan familiar, ¿por qué la
olvida cuando trabaja en el hospital, haciéndose el "psiquiatra para
pobres", como si el análisis estuviese reservado para los ricos?
Winnicott denunciaba una práctica hospitalaria en la que el paciente
estaba allí para la promoción universitaria del analista, promoción
que no puede hacerse sin alumnos. El paciente sirve entonces como
materia prima de la enseñanza. Peor si en medicina esta enseñanza
puede servir al mejoramiento del paciente, sabemos que no es el
caso en psiquiatría, donde el paciente sirve a la reproducción de un
saber de amo cuyo único efecto es el de alienar un poco más al
sujeto.
Sabiendo permanecer analista en el hospital, Winnicott marcó
una ruptura con una tradición psiquiátrica hospitalo- universitaria
responsable del estancamiento del análisis (o en todo caso,
responsable de la perversión de su práctica). La pregunta acerca de
la formación del analista debería ser abordada a partir de esta
afirmación.

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