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Cartas a mi psiquiatra Amelia McCallops Amazon KDP Copyright © 2020 Amelia McCallops All rights reserved The characters and events portrayed in this book are fictitious. Any similarity to real persons, living or dead, is coincidental and not intended by the author. No part of this book may be reproduced, or stored in a retrieval system, or transmitted in any form or by any means, electronic, mechanical, photocopying, recording, or otherwise, without express written permission of the publisher. ISBN-13: 9781234567890 ISBN-10: 1477123456 Cover design by: Art Painter Library of Congress Control Number: 2018675309 Printed in the United States of America Hermenegildo Peña es un heroico profesor anónimo, esforzado padre de familia, filósofo de provincias, actor aficionado, horticultor de temporada, pescador de mosca seca y otros roles. Un buen día Hermenegildo, harto del mundo, decide no volver de vacaciones y quedarse en la playa para siempre. Su decisión es firme e irrevocable. Su mujer, alarmada, convence a Hermenegildo para que ponga su caso en manos de un psiquiatra. Herme, incapaz de negarle nada a su “churri”, acepta su consejo y decide ponerse en manos de un excéntrico psiquiatra que le somete a una particular terapia: la “email-terapia”. Fruto de esta innovadora fórmula psiquiátrica son estas Cartas a mi psiquiatra en las que Herme desahoga su espíritu en busca de una baja por depresión. A vuelta de correo (electrónico) Herme recibe consejos de su psiquiatra y unas misteriosas pastillas que debe tomarse para salir del “socavón existencial” en el que se encuentra inmerso. Entre bromas y veras la historia de Herme y su psiquiatra se convierte en un breve tratado sobre como llevarse bien con el mundo y ser medianamente feliz. Amelia McCallops Cartas a mi psiquiatra ISBN: 9798677495045 (Edición impresa) 1ª Ed: Agosto 2020 KDP Amazon Amelia McCallops Cartas a mi psiquiatra A esos locos anónimos que somos todos Índice 1. Yo no estoy loco 2. ¿Qué tal si me firma una baja? 3. El pollo de Villamoronta 4. Adiós, siesta, adiós… 5. Gregarios 6. ¿Acaba usted con el periódico o qué? 7. Cotorras y papagayos 8. ¡Siempre a la contra! 9. Está bueno, pero… 10. Mandones 11. Desobedientes 12. Tener y tener 13. Faltones 14. Groseros y maleducados 15. Envidiosos 16. Yo no tengo la culpa 17. ¿Pesimistas? No, gracias 18. La baja por compasión 19. Epílogo 20. Post-epílogo 21. Cien pildoritas 1 Yo no estoy loco Yo no estoy loco. Quede esto bien claro desde el principio. Reconozco que tengo mis fugas, mis manías, mis fobias y mis filias, como todo el mundo, pero nada de preocupar. Cierto que de vez en cuando me rallo y me paso el día entero encerrado en casa, viendo a Jack Nicholson en “Mejor imposible” una y otra vez, pero al final me canso y vuelvo a ser el de antes. Sócrates, sin ir más lejos, se pasaba días enteros de pie, en medio del ágora, en silencio, sin mover un músculo, y a nadie -que yo sepa- se le ha ocurrido tenerle por loco. Últimamente, sin embargo, me ocurre que cuando me voy de vacaciones a la playa, luego ya no quiero volver. Ya sé que esto es algo que a todo el mundo se le pasa por la cabeza alguna vez en su vida pero, en mi caso, este pensamiento amenaza con hacerse realidad. El año pasado estuve en un tris de quedarme en Rerbes, de vacaciones permanentes y que le dieran morcilla a los exámenes de septiembre y a los alumnos incluidos. Sepan que fui demorando la ingrata tarea de hacer las maletas todo lo que pude. Y que el último día, mis hijos, -con la ayuda de un cuñado muy majo y corpulento que tengo-, tuvieron que sacarme de la playa a rastras y meterme en el coche con dirección a la meseta castellana. Ni siquiera me dejaron cambiarme de indumentaria, así que hice todo el viaje en chanclas y bañador, con la guayabera de florecitas verdes, mi sombrero Panamá y las gafas de sol puestas. Y de esta guisa llegué a Madrid y así me acosté esa noche, sin quitarme nada, ni siquiera el sombrero. Al día siguiente entré en razón, me vestí de persona normal y fui a examinar a ese atajo de vagos y maleantes que tengo por alumnos. La cosa, como puede verse, no fue a mayores. Pero este año vuelvo a la playa otra vez y tengo planeado –secretamente, claro- quedarme allí para siempre y no volver nunca más. Ya no digo que les den morcilla a mis descarriados alumnos –que también-, sino que le den morcilla al mundo, y a ustedes incluidos, si tratan de impedírmelo. Esta vez va en serio. El caso es que mi mujer (que no sabía nada de mis aviesas intenciones) me ha descubierto un tic sospechoso en la ceja izquierda, que se me dispara sin remedio cuando alguien habla de la vuelta al cole, y se ha alarmado. -Te pasa algo, cariño – me dijo un buen día mientras me asía las manos y sonreía. -¿A quién?, ¿a mí? –contesté sobresaltado. -Sí cariñín, a ti. ¿A quien va a ser? ¿Tú ves a alguien más por aquí? -Pues no, la verdad –contesté algo azorado. -Pues dime qué te pasa, amorcito – dijo, según me rodeaba con sus brazos. Luego añadió: -Venga, bomboncito, cuéntale a tu mujercita… Yo, entonces, me derretí como un azucarillo en el café y le conté todo. Ella, que es mujer (y por tanto un ser práctico), me escuchó con atención y luego dijo: -No te preocupes, amor mío, tengo la solución. Y la solución, al parecer, es un psiquiatra. El loquero que me ha caído en suerte es un tal Federico Lampedusa Viñamayor. Tiene su consulta en plena calle de Serrano, lo cual significa que el negocio le va viento en popa a toda vela. No me extraña nada. Este mundo ingrato está repleto de desequilibrados mentales que necesitan ayuda. Yo al principio –como es fácil de suponer- me resistí. El tal Lampedusa me pareció, en mi primera visita, un tipo raro. Era bajito, gordito y bizco. Si a esto le añadimos que lucía chaleco de florecitas, una pajarita y que fumaba en pipa ya se pueden hacer una idea aproximada del personaje. Lo de la pajarita y la pipa me da igual pero lo de la bizquera, no es por nada, me descolocó un tanto. Lo reconozco: lo paso fatal con los bizcos. No consigo saber si me miran a mi o al jarrón de al lado y eso me pone muy nervioso. La cosa es que mi primera reacción fue marcharme de inmediato pero mi mujercita me lo impidió. -No te asustes cariñín, este Lampedusa es un genio de la psiquiatría. La prueba a la vista está. ¿No lo ves? -¿El qué? –dije yo desconcertado. -Pues está claro. Tiene la consulta a tope. Era cierto. Allí no cabía un alfiler. Pero bien pensado, no sé si esto era una prueba de su pericia o un síntoma inequívoco de que el mundo entero está de atar. En fin, no lo sé. La cuestión es que al final, después de mucho hablarlo, por la responsabilidad familiar que tengo, por la dichosa hipoteca, y porque si padezco algún síndrome psicopático del tipo que sea, lo tendré en su fase inicial, decidí hacerle caso a mi mujer y ponerme en sus expertas manos, por si me falta algún tornillo o tengo alguno flojo, que yo – repito- no lo creo. Así que, después de esperar un par de horas, me dispuse a vomitarle todas mis neuras al tal Lampedusa, pero ¡oh sorpresa! el genio me explicó que tenía la consulta hasta la maza y que no tenía un hueco libre hasta dentro de tres años y que, como la clientela siguiera en ascenso, el loco, dentro de nada, sería él, y que eso sería un desastre, porque –se preguntaba- ¿cómo puede un loco curar a otros locos?, y que no me preocupara, que podía seguir un programa nuevo (la “email-terapia”), muy de moda en EE.UU. que es la meca de la psiquiatría mundial, que consiste en poner negro sobre blanco todas mis fobias y remitírselas por Internet. Añadió que no me cortara un pelo y que le contara todo, absolutamente todo lo que me fastidia de este mundo cruel que nos ha tocado vivir. La idea al principio me dejó un poco perplejo pero accedí. La perspectiva de verme frente a Lampedusa y su aviesa mirada, sesión tras sesión,no me atraía lo más mínimo. Por otro lado la email terapia –según me explicaron- era más económica y así, además, me evitaba la vergüenza de ir a la consulta y ver los caretos de otros locos de atar no siendo el caso de que yo no estoy loco. ¿O no? A ver cómo le explicas a alguien en la sala de espera que lo tuyo no es nada. –“Ya, ya…todos dicen lo mismo”, es lo mínimo que te espetan. Y luego está el hecho de que la secretaria de Lampedusa me convenció con sus explicaciones del modo más simple. No sé si fue por su voz o sus ojos azules, o quizás el tic de sus pestañas, o su melena rubia, o su minifalda, o quizás el discreto escote que lucía hasta el ombligo, pero el caso es que en cuanto abrió su boquita quede como hipnotizado, dije que sí sin rechistar, firmé un montón de papeles sin ni siquiera leerlos, y que de acuerdo y que muchas gracias. Que algo debió hacerme tilín de forma inmediata e irresistible eso es seguro, porque al día siguiente me senté frente al ordenador a escribir todas mis neuras. Debo confesarles también que albergaba una esperanza: conseguir del doctor una baja indefinida que me permitiera jubilarme anticipadamente, volverme a la playa y vivir del cuento el resto de mis días. Sea como fuere el caso es que me puse a escribir y el tal Lampedusa a contestarme. Lo que sigue son “mis” y “sus” cartas. Las mías escritas desde la playa de Rerbes y las suyas, supongo, que desde su consulta en Madrid. Yo de vacaciones y él de curro permanente. Que las disfruten, si es que se puede disfrutar algo de esta perra vida. 2 ¿Qué tal si me firma una baja? Estimado Sr: Vaya por delante que yo no estoy loco y que, por lo tanto, no tengo muchas esperanzas de que usted pueda hacer nada por mí. Y sepa también que, si alguna niebla psicológica me envuelve, me temo que será incapaz de disiparla. Terminará, ya lo verá, recetándome alguna pastillita –que no me vendrían nada mal para darme importancia-, pero que me convertirán en una especie de marmota ambulante, con la mirada perdida en el horizonte y, eso sí, con una sonrisa de oreja a oreja que para sí quisiera La Gioconda. Para serle sincero desde el principio le diré lo que me hace falta: unas largas y permanentes vacaciones, y una secretaria como la suya. ¿Sería usted tan amable de invitarla, de mi parte, a venir aquí a Rerbes? A lo mejor así me convence y evita mi atrincheramiento vital en esta aldea marinera, atrincheramiento que sigo pensando es la mejor solución para mi caso. De momento, ¿tendría usted la bondad de enviarme firmada, a vuelta de correo, una baja por depresión? Pues ya no le entretengo más. No olvide dejar leer estas cartas a su secretaria, a lo mejor le gusta mi personalidad sin igual y cae redonda en mis brazos. Adiós, muy buenas. Herme *** Mi querido Herme: El primer síntoma inequívoco de que anda usted un poco grillado o, al menos, en fase de estarlo, es que no reconoce su mal. Ha hecho muy bien en ponerse en mis expertas manos y hará usted muy bien en desahogarse, aunque sea por internet. Este será, sin duda, el primer paso para su completa recuperación. Voy a conseguir, aunque usted ahora no lo crea, la curación de sus dolencias psicológicas que atisbo que son muchas y variadas. Ya lo verá. Cuando termine con usted, después de aplicarle la terapia adecuada, deseará volver a su instituto cuanto antes y, lo que es más sorprendente, verá usted su ánimo completamente transformado. Será usted –ya lo verá- el primero en llegar por la mañana a su centro de trabajo y será el último en marcharse. También subirá usted las escaleras de dos en dos (o de tres en tres, que todo es posible) y se presentará en cada clase con una sonrisa de oreja a oreja y el ánimo a prueba de bomba. Nada ni nadie podrán pararle. No le menciono otros logros de momento pero, si usted sigue mis consejos, experimentará un cambio radical en su vida, un cambio tal que dejará perplejos a propios y extraños. Claro que el primer sorprendido será usted. No lo dude: será usted casi como el lucero del alba, o sea, un centro gravitatorio que irradiará luz y optimismo a todos los que le rodean. De momento no necesita usted baja alguna porque está usted de vacaciones. Y, hasta que no valore si hay que echarle algo de gasolina a su motor, tampoco necesitará pastillas. Pero no las descarto en absoluto. Más adelante se verá. En cuanto a lo de mi secretaria, ni hablar del peluquín. No se engañe a sí mismo. ¿Cree usted, en su comprensible ignorancia, que sus problemas desaparecerán si aparece en su vida una rubia despampanante? Que va, hombre. Lo que sucedería, si accedo a su descabellada petición, es que se metería usted en un buen lío. A su mal presente añadiríamos otro mal. Y, por si no lo sabe, un principio básico de la psiquiatría y de la filosofía (usted debería saberlo) es que no se deben multiplicar los males sin necesidad. Usted no conoce a mi secretaria: es insaciable. ¿Está usted en condiciones de responder a un reto semejante? Lo dudo, sinceramente. Además creo que es usted un hombre casado. No sea imbécil y hágame caso: no ponga en juego, por una secretaria más o menos, uno de los pocos pilares de su existencia que se mantiene en pie. ¿Sabe usted la cantidad de grillados que visitan mi consulta, después de haber dinamitado su matrimonio por echar una canita al aire? Y, ¿sabe usted la brasa que me dan? Cierto que mi trabajo es escucharles, pero, oiga, es que todos dicen lo mismo: que están enamorados a rabiar de sus mujeres. Y lo que sufren y padecen cuando piensan que a sus respectivas se las trajina ahora otro tipo, ni le cuento. No se meta usted en este charco ni aunque le dieran dinero por hacerlo. Piénselo dos veces: ¿a qué a usted no le gustaría que su mujer se la pegara con otro? No, verdad. Pues, aplíquese el cuento. Además tiene usted que ser consciente de que es muy difícil salir del pozo en el que se encuentra sin la ayuda de los que le rodean, y particularmente de su mujercita, que son los que le quieren de verdad. Mi secretaria es un espejismo, un señuelo, una trampa andante. Si yo le contara… Venga, Herme, revuelva en su interior y cuénteme todo lo que le molesta de este mundo traidor en el que nos ha tocado vivir, sin dejarse nada en el tintero, a ver si le ponemos remedio. Soy todo oídos. Hasta pronto. Federico Lampedusa Viñamayor Psiquiatra 3 El pollo de Villamoronta Hola, otra vez: Su primera misiva me ha dejado un tanto desconcertado. Es usted un pillín. No quiere compartir su secretaria con nadie y me suelta el rollo ese de los pilares de mi existencia. Si quiere que le diga la verdad, no sé si está usted en condiciones de curarme. Pero en fin, puesto que ya he adelantado una cantidad en pago de sus honorarios, no es cuestión de tirar el dinero. Le pondré a prueba hasta que se termine la provisión de fondos, no sea que esté usted peor que yo y entonces acabe majareta de verdad. He hecho una lista de las cosas que más me sacan de mis casillas. Unas son, desde luego, relativas a mi vida laboral, pero otras se refieren a las circunstancias que me rodean fuera del curro. Si no le importa comenzaré por las segundas. Solo de pensar en los bárbaros de mis alumnos se me revuelve el estómago. Comprenda: ahora estoy de vacaciones y el tema es tabú. Así que vamos a lo menudo que ya habrá tiempo para hablar de Sodoma y Gomorra. A lo mejor a usted le parecen cosas sin importancia, pero toda juntas forman una bomba de relojería que puede hacer estallar la mente más equilibrada. Comenzaré por una de ellas al azar: no soporto a los gorrones. No sé por qué unos han nacido con la obligación de aflojarse el bolsillo cada dos por tres y otros con el derecho a ser invitados de continuo. Si se fija usted bien, existen dos tipos de personas: los que pagan siempre y los que no se estiran así les maten. Y si cree que exagero o que la cosa no es para tanto, eso es que Usted no ha tenido la mala pata de toparse con algún pollo de Villamoronta.Me explicaré. Sepa Usted que en Villamoronta (Palencia), se crían los mejores pollos de corral del mundo. Debe ser así porque el otro día tuve la ocurrencia de comprar un pollo de corral que no era de Villamoronta, y la que se organizó en la comida fue macanuda. Mi pollo, que me costó una pasta, era de corral, pero tenía el pequeño defecto de no ser de Villamoronta. El caso es que a la hora de comer éramos ciento y la madre. Ya sabe, esas comidas familiares de verano a las que se apunta todo quisqui y en las que unos tienen la buena costumbre de traer algo para comer y otros vienen a plato puesto, sin ni siquiera un pan bajo el brazo. La cosa fue que yo me pasé la mañana asando mi pollo de corral, que ya le digo, no era de Villamoronta, pero, en mi opinión, tampoco estaba mal. El ave en cuestión pesaba casi cuatro kilos, tenía una piel amarillita y yo diría que hasta una mirada inteligente. Desde luego no era la mirada penetrante y avispada que deben tener los pollos de Villamoronta, pero, como poco, pienso yo, la mirada de mi pollo era una mirada aceptable. Vamos, que me parece a mí que mi pollo no era un pollo tarado o algo así. Además, con el chorrito de cerveza que le eché por encima y unas patatitas de adorno que puse alrededor, me quedó de un apetitoso dorado que nada tenía que envidiar a los jabalíes esos que se zampaba Obelix el galo, después de descalabrar romanos. Pues bien, a la hora de comer coloqué mi pollo recién asado encima de la mesa. Tenía, ya le digo, una pinta buenísima, y del pollo no quedó ni rastro en cuestión de minutos. Imagínese la escena: veinte bocas hambrientas, tenedor y cuchillo en ristre, y mi pollo allí, indefenso, en el centro de la mesa, doradito y adornado con unas patatas asadas. Yo más satisfecho que ni sé, por haber cumplido con una obra de misericordia tan básica como es la de dar de comer al hambriento, hasta que escuché lo del pollo de Villamoronta: -Este pollo está bueno –dijo alguien, según masticaba mi pollo a mandíbula batiente y untaba pan en la salsa-, pero no tiene nada que ver con los pollos de Villamoronta. Esos sí que eran pollos. La carne oscurita y ¡qué sabor! Éste también está bueno, eh, pero es que los de Villamoronta…, eso son ya palabras mayores. Entonces, yo, que todavía tenía en mis manos el cuchillo con el que momentos antes había trinchado el único pollo presente en la mesa (porque los pollos de Villamoronta era evidente que debían estar todos en Villamoronta, tan contentos), sentí como si el monstruo del lago Ness surgiera de mi interior y, sin poder evitarlo, se lo juro, levanté mi mano, agarré fuerte el cuchillo y me fui directo a aserrarle la yugular al cenutrio ése, que no había tenido ni tan siquiera la ocurrencia de traer unas aceitunas y que se estaba comiendo mi pollo, a pesar de no ser de Villamoronta. -Hermenegildo, ¿qué haces? –gritó, muerto de miedo. -¿Qué, qué hago? ¡Rajarte! Eso es lo que voy hacer. -Hermenegildo, por Dios. ¡Contente! –gritó, de nuevo. -¿Qué me contenga? –respondí ¡Ni hablar! Aquí mismo te rajo. La cosa no fue a mayores porque mi mujer me miró de soslayo y dijo imperativa: -Herme, deja el cuchillo y vuelve a tu sitio. Ya sabes que estás delicado. Esta tarde le escribes a tu psiquiatra y le cuentas lo sucedido. Ya verás que bien te sientes. Yo, manso como un cordero, solté el cuchillo y me senté sin poder vengar a mi pollo. Usted dirá, mi querido psiquiatra, que no es para tanto y le doy la razón. Pero es que desconoce que días antes el mendrugo ése, que come tan bien y tan barato, hizo lo mismo a cuenta de unos merengues que mi mujercita había tenido la ocurrencia de comprar para postre. Los merengues en cuestión no estaban nada mal, si tenemos en cuenta que desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Pero hete aquí que los merengues tenían la desgracia de no ser de Borge, un mítico pastelero que en estos momentos debe estar criando malvas en algún triste cementerio, posiblemente en el de Villamoronta. -Estos merengues están buenos, pero no tienen nada que ver con los de Borge –dijo el susodicho, mientas devoraba un merengue con sabor a café. Aquellos sí que eran merengues. ¿Te acuerdas? ¡Qué merengues! La cosa no tiene arreglo porque a pesar de mi intento de homicidio a cuenta del pollo, días después -no se lo va usted a creer, me fui de pesca y tuve la suerte de enganchar una auténtica salmo trutta fario en el Pisuerga. Y yo que venía más feliz que una lombriz, con mi trucha de medio kilo, que no sabe Usted lo difícil que está pescar una, ¿sabe lo que escuché? -Oye tú, Herme, menuda trucha que has pillado. Ahora, que las he visto mayores. ¿No será de piscifactoría? -No. Es de río –contesté lacónico. Pero aquí no acabó la cosa. Por la noche enhariné la trucha y la cociné frita con unas lonchas de beicon ahumado alemán, que compré en una delicatessen y que, dicho sea de paso, me costaron una pasta. El salmónido estaba de chuparse los dedos y así debía ser porque, la verdad, desapareció en un santiamén. Entonces, el de siempre, dijo: - Oye, Herme, joé, esta trucha está buena. Pero no es como las de antes. ¿A qué no sabes tú dónde se pescan las truchas más grandes y sabrosas del mundo? -¿En Villamoronta, quizás? –dije yo, a ver si captaba la indirecta. -Pues, no. ¿A qué viene ahora lo de Villamoronta? -Oye, nunca se sabe, a lo mejor, además de magníficos pollos de corral, en Villamoronta hay también espléndidas truchas. -Pues no es el caso –dijo, un poco mosca. En ese momento mi mujercita, a la que no se le escapa una, debió ver con claridad meridiana que se avecinaba tormenta y me arreó un puntapié por debajo de la mesa en toda la espinilla. Yo, claro, me callé. En fin, mi querido psiquiatra, ya ve usted lo difícil que es contenerse en determinadas situaciones. Tanto que, estoy por pensar, que si no es por mi mujercita a lo mejor ahora estaba entre rejas en algún siniestro penal. Posiblemente en el penal de “El Dueso” en Santoña o en Carabanchel, porque en Villamoronta creo que no hay ninguno, por el momento. Y es que cuando menos se lo espera uno salta la liebre o el pollo de Villamoronta, que para el caso es lo mismo. Un abrazo. Herme *** Querido Herme: No puedo dedicarle mucho tiempo porque tengo la consulta a rebosar de piraos. Así que seré breve, pero certero: ha hecho muy bien en contenerse. Veo que su mujer es una persona muy sensata y práctica. Hágala caso en todo y le irá bien. Lo del asesinato hubiera sido su ruina. Tenga en cuenta que la gorronería es una enfermedad. Hágase cargo y sufrirá menos. O sea: no deje que un gorrón le amargue la vida. Huya de ellos como de la peste. Y si no le queda más remedio que soportarles piense que está usted asistiendo a algún necesitado. Si lo sabré yo. Adiós Herme, que se mejore. Federico Lampedusa Viñamayor Psiquiatra P.D.: Para que se anime y para paliar, en la medida de lo posible, el desaguisado económico que le causan esos gorrones que revolotean a su alrededor, esta primera consulta le saldrá a mitad de precio. En vez de los 120 euros convenidos me arreglo con 60. Adiós, buen hombre. 4 Adiós, siesta, adiós… Mi querido psiquiatra: Gracias por el descuento. Ha sido todo un detalle por su parte. Siga en esa línea y comprobará como mi primera impresión sobre usted cambiará a pasos agigantados. No crea que es tan fácil zafarse de los gorrones, pero lo intentaré. Vamos con otro asunto. ¿Sabe que otra cosa detesto de este mundo canalla que me ha tocado vivir? Pues que cuando estoy plácidamente dormido en el sofá de mi casa a la hora de la siesta suene el teléfono y una anónima telefonista me quiera vender la Visa oro o un apartamento en Benidorm. ¡Buah! ¡Esto…! Esto no lo soporto yo, ni creo que usted, ni la propia tiparraca que llama a esas horas tan comerciales. Disculpe si la insulto de esta forma tan fuera de lugar, tan malsonante, tan grosera y tan impropia de un hombre culto como yo. Tengaen cuenta que lo hago para desahogarme y porque por el teléfono no la puedo estrangular. Hágase usted cargo: uno se ha levantado a las 7,30 de la mañana, después de haberse acostado tarde el día anterior; ha dormido –en el mejor de los casos- unas seis horas; ha ido a trabajar toda la mañana por esos mundos de Dios; ha sonreído a sus jefes y se ha tragado sin rechistar todas las indirectas, directas y oblicuas que le han lanzado sus colegas; después, ha salido de trabajar, se ha montado en su coche y ha soportado estoicamente todos los atascos habidos y por haber; ha llegado a su casa casi sin fuerzas para levantar una cuchara y poder llevarse algo a la boca; ha comido y, por fin, se ha tumbado en el sofá, exhausto, dispuesto a disfrutar de un merecido descanso; y cuando sus párpados se han venido felizmente abajo y el mundo y sus tribulaciones han volado de su vida, entonces, en ese justo momento en el que uno comienza a recuperar las energías perdidas y disfruta casi de un nirvana anticipado, va una desaprensiva telefonista, marca tu número de teléfono -como quien empujara la primera piedra de un alud- y en tu casa, en el santuario de tu intimidad, en el reducto inviolable de tu libertad, en el ámbito propio para la armonía vital, la fraternidad, el contento y demás bendiciones de la vida humana, suena un ring insistente y estridente -que no hay quien lo pare- y te devuelve a este mundo cruel y te joroba la siesta bien jorobada. -¡Pero quién leches llama a estas horas! –aúllas cabreado. Después, te incorporas, agarras el teléfono, lo descuelgas y te pones al auricular, más que nada para que deje de sonar de una vez. En ese momento, una voz de plástico –que parece de otro planeta- te da las buenas tardes, te llama “señor” y te regala en muy buenas condiciones de pago un apartamento en La Manga. Y, si encima vas y le dices que si le parecen horas de llamar por teléfono, va la petarda esa del teléfono, que está más despierta que tú, y te dice toda amable: -¿Qué hora es la mejor para llamarle, Señor Peña? Entonces, se lo juro, no sabes si maldecir a su padre, a su madre o a sus tatarabuelos. Pero, como los filósofos somos gente educada y comprendemos muy bien que su padre, su madre y sus tatarabuelos no tienen culpa alguna, vas y te reprimes una vez más y te limitas a colgar el teléfono con tal violencia que ya llevo averiados cincuenta teléfonos, sin exagerar. Ya sé que no es ningún delito llamar a esas horas de la tarde, pero hombre, hay que darse cuenta de que, como poco, es una mamonada. ¿No le parece? *** Querido Herme: ¡Qué cosas me cuenta! Pero, ¿es que no lee usted los periódicos? ¿No ve la televisión? ¿No escucha la radio? ¿No viaja por Internet? ¿No se da usted cuenta de los dramas que ocurren todos los días en el mundo? ¡Y me viene usted con que le interrumpen la siesta! Pero, hombre de Dios, ¿quién puede permitirse en los tiempos que corren dormir la siesta? Alégrese: es usted un privilegiado. Debe saber, además, que la pelma esa que le llama por teléfono a la hora de la siesta, no tiene culpa alguna. El responsable de este atentado contra el equilibrio y la armonía de la persona humana es usted. Sí, sí, usted. No se sobresalte. Y yo. Y todos. Y si no lo entiende lea a Marcuse y empápese bien de su filosofía. Resulta que la bendita esa que le despierta de la siesta lo que hace, al fin y al cabo, es cumplir con la lógica propia del capitalismo voraz que nos circunda. Esa santa está tan explotada o más que usted por una “razón instrumental” impersonal que gobierna nuestras vidas. Su papel, en este ciego engranaje que nos devora, es vender, y el suyo, comprar. De ese modo todos contribuimos al crecimiento de la economía y, por ende, al bienestar general, y seguro que al encumbramiento de algún ejecutivo que se está colgando medallas en su empresa con esta faena. Pero tampoco les eche toda la culpa a estos tiburones del marketing pues, al fin y al cabo, no hacen otra cosa que lo que hacemos todos: tratar de forrarse a toda costa para pagarse una buena casa, un buen coche, buenos trajes, buenas cenas, buenas vacaciones, las corbatas, el rolex, el apartamento de la playa, un segundo y un tercer coche, el cole de los niños, los libros, las clases particulares de inglés (que hay que ver la perra que le ha entrado al personal con esto del inglés), la game boy, el último smartphone del mercado y demás bienes muebles e inmuebles imprescindibles para la felicidad humana, siglo XXI entendida. Claro que sería mucho más bonito que el engranaje funcionase sin tener que despertar a la gente de la siesta y todos tan contentos. Y que no estaría nada mal ponerle límites a este consumismo voraz que nos consume y que los que han parido este sistema de publicidad, tan directo y agresivo, reflexionaran y comprendieran que no cualquier medio es válido para lograr unos objetivos. Pero como esta filosofía está muy lejos de hacerse realidad, para evitar que le de a usted por volar todos los call center con esas proletarias de la sociedad de las telecomunicaciones dentro (lo del cuchillo me tiene preocupado), le daré tres consejos: 1- Pida que le quiten de la guía de teléfonos. 2- Descuelgue el teléfono a la hora de la siesta, por si acaso. 3- No desee más de lo imprescindible para vivir. Para conseguir esto último le propongo un ejercicio: vaya usted al Corte Inglés y salga sin comprar nada. ¡A ver si es capaz! Hágalo de vez en cuando para afianzar su virtud. Siga mis consejos y verá usted como el problema se va arreglando. Para que se consuele le contaré que mi vecino de pareado tiene un pastor alemán en su casa y a la hora menos pensada el animalito se pone a ladrar sin importarle nada si son las cinco de la madrugada, las seis o la hora de la siesta. ¿Sabe lo que he hecho? Pensar que estoy soñando y no darle importancia. Haga usted lo mismo. ¿Qué suena el teléfono? Pues nada, hombre, ni caso y a dormir. Adiós, Herme, que se mejore. Federico Lampedusa Viñamayor Psiquiatra 5 Gregarios Estimado amigo: Seguiré sus consejos y dejaré tranquilos los cuchillos, pero tenga en cuenta que necesito desahogarme de alguna manera y mi mente no se resiste a imaginar las formas más crueles de ajustar las cuentas al personal. Pero dejemos eso ahora. Voy con otro tema. Sepa que hay otra cosa que me fastidia mucho y es que cuando voy al cine, a la sesión de las cinco de la tarde de los lunes, por estar lo más solo posible, las diez o quince personas que van al cine ese día, en vez de dispersarse por la sala, van y se te sientan al lado o justo delante, que eso aún es peor. No sé muy bien si son tontos o me quieren meter mano. Mira que el cine es grande, pues nada, a agruparse lo más posible. Fíjese usted que los filósofos le encontramos explicación a todo, pues a esto aún no le he encontrado una explicación satisfactoria. No sé si será porque todos estos mamones pegadizos son unos solterones empedernidos y van al cine a sentirse acompañados o si se trata de alguna fuerza gravitatoria desconocida que les impulsa a acercarse. También podría ser que, como yo procuro situarme en el centro del cine para tener la mejor visión posible, estos otros seres tengan el mismo pensamiento que yo y no les importe arremolinarse como las ovejas con tal de tener una buena visión. Quizás sea eso, aunque no me cuadra del todo, porque lo mismo que me pasa en el cine, me pasa en el metro, en los autobuses urbanos, en la consulta de mi médico de cabecera, en la playa y en el bar de Berni. Yo no digo que, cuando no haya sitio, haya que arrejuntarse un poco, pero habiendo sitio, ¿cómo es posible que estas lapas humanas, con sus 36,5º centígrados de temperatura corporal de media, se me echen encima sin más ni más? Cuando me pasa esto, si he de serle sincero, me entran unas ganas irresistibles de darles un pisotón disimulado, un codazo a traición o una patada en cierto sitio a ver si se dan por aludidos. Pero como soy profesor defilosofía, y no estaría bien visto que alguien que tiene que dar ejemplo de mesura y buena educación tuviera semejante reacción instintiva y animal, me reprimo todo lo que puedo y, de momento, me aguanto. El otro día, sin ir más lejos, un tío mal oliente, de los que se bañan una vez al año para no gastar agua ni jabón, se me arrimó en la cola del supermercado con todos sus hedores encima. ¡La madre que le parió! No le pedí a la cajera el extintor contra incendios para fumigarle allí mismo de puro milagro. ¡Usted no sabe lo mal que olía el tío ese! No sé, mi querido amigo, qué tipo de psicopatología será ésta y qué terapia tendrá. A mí entender hay que procurar no arremolinarse, si no es imprescindible. Reconozco que hay gente para todo y que a muchos les encanta el agrupamiento y el reagrupamiento. Pero a mí, que quiere que le diga, después de haber leído “La rebelión de la masas” de Ortega y Gasset, todo lo que suena a masas no me gusta nada. Es más, si hay algo a lo que le tengo pánico en este mundo es al movimiento de las masas, sea en la dirección que sea. Además, tengo entendido que las grandes desgracias humanas ocurren cuando el personal está apelotonado. Y si no me cree, váyase Usted a la Meca a dar vueltas con otros dos o tres millones de personas y tenga cuidado de no tropezar, porque como se caiga al suelo, allí mismo que le hacen papilla sin más trámites. Y qué me dice de las pandemias y la que se lía con los virus que saltan de persona en persona precisamente por el amogollonamiento. Así que, si quiere que le diga la verdad, cuando estoy con más de tres o cuatro personas ya empiezo a ponerme nervioso, y si encima van, y teniendo sitio para estar todos sabiamente distribuidos (como los datos estadísticos), se te sientan justo al lado, pues lo dicho: me pongo malo y me entran unas ganas irresistibles de alejarme lo más que pueda. Si esto es una enfermedad, Usted dirá. Un abrazo. Herme *** Querido Herme: Mimetismo. Este es el nombre técnico del problema que me plantea. La gente tiende a arremolinarse por mimetismo. Es una acción inconsciente y carente de cualquier malicia. He de reconocerle que a mí me pasa lo mismo que a Usted. Me saca de mis casillas que se me sienten al lado habiendo sitio libre, Así que lo tengo bien estudiado y he llegado a la conclusión que lo mejor que puede hacer, antes que espantar a estos moscones a leche limpia, es huir disimuladamente. En el cine espérese sentado en su butaca quince minutos después de comenzada la película, para dar tiempo a que lleguen todos los babosos que quedan por llegar, no sea que si cambia de butaca prematuramente vengan otros y le sigan como las ratas al flautista de Hamelín. Además, siempre hay alguien que llega más tarde de lo normal, se pasea por delante de tus narices, se quita de pie el abrigo, como si no tuviera a nadie detrás, y se sienta todo lo estirado que pueda para ver mejor que nadie. Así que, una vez que todos los pájaros estén juntos, y tenga la seguridad de que ya no falta ninguno, levántese y dígale al de al lado: -Perdón, sorry, excuse me, tengo que ir a la toilette, ¿sería tan amable de guardarme el sitio no sea que alguien me lo quite y no tenga donde sentarme? Esto último hay que decirlo con cierto énfasis, a ver si captan la indirecta. Pero no se haga ilusiones. A continuación váyase a la otra punta del cine aunque tenga que ver a Jack Nicholson de forma oblicua. Haga lo mismo en el autobús, en el metro o en el bar de la esquina. Eso sí, como en estos sitios la xuntanza se produce estando de pie, aléjese poco a poco dando pasitos de un centímetro como máximo, de modo que no se note que se mueve. Vamos, como la tortuga de Zenón o el caracol del tío Ambrosio. Cuando se quieran dar cuenta, se habrá esfumado y asunto arreglado. Pero, dicho esto, le aconsejo que no se queje, hombre. Ahora lo va a tener más fácil con las pandemias estas que van y vienen. Las medidas de distanciamiento social le van a quitar de encima a todos los moscones. Aunque, fíjese en lo que le digo: va usted a echar de menos algún que otro abrazo y no poder estar cerca de las personas, al menos de aquellas a las que más quiere. Así que no se vuelva usted un maniático del aislamiento. No es cosa de estar “pegados” (es verdad) pero tampoco tan alejados que nos convirtamos en unos “eremitas”. Busque el término medio como recomendaba su amigo Aristóteles. Los ratos de soledad y aislamiento vienen bien pero también necesitamos los ratos de interacción social. Usted que es filósofo debería saberlo mejor que yo. Adiós, Herme. Suyo afectísimo: Fede Lampedusa Viñamayor Psiquiatra 6 ¿Acaba usted con el periódico o qué? Querido Lampedusa: ¡Oiga esto de la huida funciona! Veo que es usted un psiquiatra muy práctico. Pero reconozca que no todo se puede arreglar mediante la técnica del escaqueo. Por ejemplo, ¿qué puedo hacer cuando llego al bar a desayunar y algún tipo o tipa con suerte se me ha adelantado y está leyéndose el periódico tan a gustito, y uno a verlas venir? Oiga, esta situación me joroba bastante sobre todo si el que está leyendo el periódico comunitario no termina nunca. Reconozco que no es algo que me produzca unas ganas irresistibles de estrangular a nadie, pero últimamente (y por eso se lo cuento) me hace emitir -de forma involuntaria- un gruñido sordo y prolongado. Como si fuera un perro cabreado o algo así. Al principio, el gruñido era mental. Pero, en alguna ocasión, sin darme cuenta, me ha parecido oírlo. Este tránsito involuntario de lo puramente conceptual a lo sonoro, me preocupa. ¿Significa, mi querido psiquiatra, que padezco una cierta incontinencia o falta de dominio sobre la mente y sus pensamientos? No sé a usted, pero a mi me parece, que la cuestión no es menor. Es una incontinencia que se acrecienta cuando ese mamón con suerte, dobla las páginas del periódico sin remilgo alguno, en clara actitud de estudiarse el rotativo. ¡Hombre, no! Una cosa es echarle un vistazo al periódico y otra disponerse a aprendérselo de memoria. Con ser esto una jetada, todavía es peor cuando el que me birla el periódico es algún grupo de marujas o de pensionistas (pueblo errante que puebla las cafeterías del mundo entero precisamente a media mañana) que lo despliegan, como quien extiende la toalla en la playa, y allí se queda el periódico con todas sus noticias calentitas, a la espera de que pase un ángel, se produzca un silencio y alguna cotorra o cotorro vuelva su mirada al periódico en busca de algo con lo que reanudar el cotilleo. Es evidente que un periódico leído al albur de una conversación, es un periódico imposible de recuperar en los diez o quince minutos que las personas normales tenemos para tomarnos un café. No vas a ir y decir: -Perdonen ustedes, ¿están leyendo el periódico? Lo más probable es que alguna grulla de esas te suelte una que te deje el intelecto turulato para unas cuantas semanas. La última vez que intenté algo similar, una de estas zancudas, me dijo: -¿Pero a usted qué le pasa, está ciego o quiere ligar conmigo? Si he de serle sincero aún no he sido capaz de desvelar el hondo significado que esta respuesta debe contener. A lo mejor Usted, que habrá tratado más de una dislexia, me lo puede aclarar. A mí, la verdad, aunque he leído la “Fenomenología del Espíritu” de Hegel cuando estudiaba en Santiago de Compostela y que he llegado a comprender eso de que “el yo es un nosotros y el nosotros es un yo en el momento del Absoluto”, pues esto otro se me escapa. También hay quien agarra el periódico, se va directamente a la página de los pasatiempos y se dispone a hacer todos los crucigramas, autodefinidos, sudokus y jeroglíficos habidos y por haber. Es evidente que recuperar un periódico secuestrado por un ludópata de estos es misión imposible, algo así como recuperar el Peñón de Gibraltar. Y yo me pregunto, si no sería posible redactar un estatuto del lector gorrón o, al menos, un código deontológicoque estableciera un tiempo máximo de gorroneo de los periódicos en los bares, penalizaciones por no pasar página con cierta fluidez, e inhabilitaciones temporales o definitivas para los que retengan un periódico sin ni siquiera leerlo. Como poco, podría hacerse alguna campaña publicitaria con un lema sencillo y llamativo del estilo “lee y pasa” o “no retengas”, que también podría contar con el apoyo -y la financiación- de la “Sociedad Española de Urología”, si es que existe tal sociedad. ¿A usted que le parece? Un saludo. Herme *** Querido Herme: En tanto en cuanto no se constituya esa asociación de lectores de bares, con sus estatutos y códigos deontológicos, puede intentar algo más sencillo. Soborne usted al camarero con la exigua cantidad de 0,50 céntimos de euro, para que le reserve algún periódico y se lo tenga preparado para cuando llegue usted a desayunar. Pero, como esta fórmula solo le valdrá en su bar habitual, en el resto de bares del mundo mundial échele al asunto un poco de cara. Acérquese al gorrón y dígale: -Si es usted tan amable, cuando termine de leer el periódico me lo pasa. No hay prisa. Usted tranqui. Luego dedíquese todo el rato a mirarle fijamente y a sonreírle siempre que levante la mirada, inquieto. Con ese pressing, propio de la selección italiana de fútbol, los periódicos caerán en sus manos con bastante frecuencia a los pocos minutos. No siempre es eficaz, lo reconozco, pero en la mayoría de los casos funciona. Es mejor que reaccione usted así y que no recurra a métodos más expeditivos, como ir aumentando progresivamente la intensidad de los gruñidos, hasta conseguir el periódico dichoso. Por el contrario, sonría (aunque en su interior eche usted espumarajos) y comprobará por si mismo la fuerza irresistible de una sonrisa. Adiós Herme, que se mejore. Federico Lampedusa Viñamayor Psiquiatra P.D. ¡Ah!, se me olvidaba: le adjunto una indicación para que se haga unos análisis y me haga llegar los resultados cuanto antes. 7 Cotorras y papagayos Mi querido doctor: Sepa que, con su última recomendación, me envía usted a la guerra, aunque sea a una guerra psicológica. En fin, suya será la responsabilidad de lo que pueda pasarme. Imagine que alguien conoce su estrategia de intimidación y, solo por fastidiar, tarda más de lo habitual en leer el periódico. A lo mejor me acerco a él y le arreo un guantazo, que una cosa es retener el periódico de forma inconsciente y otra es hacerlo a posta. No sé, no sé… Voy a otro asunto. Otra cosa que me jeringa mogollón, de este ignaro mundo que me ha tocado vivir, son esas cotorras andantes que no tienen otra cosa que hacer que estar todo el día dándole al pico. Ya sabe, ese personal que es incapaz de estar en silencio un minuto seguido y que habla sin parar en cualquier momento y ocasión. Yo, que cada día que pasa, soy un hombre más silencioso y taciturno, no alcanzo a comprender cómo se puede dar la brasa al personal de esta manera tan continua, tan constante, tan pertinaz. El caso es que he observado que estas plastas humanas que dedican su tiempo libre a brasear al que pillen cerca no leen un pimiento. Y, digo yo, ¿cómo es que sin leer nada son capaces de hablar tanto? Yo, que me tengo leídos una montonera de libros, cada vez tengo menos cosas que decir, y estas analfabetas o analfabetos, que si tienen un Quijote en la sala de estar de su casa es de adorno y porque se lo han vendido los del Círculo de Lectores con una cubertería, no paran de castigarnos con su verborrea incontenible. Usted me dirá qué explicación puede tener esta incontinencia verbal. A mi me parece -es una hipótesis propia- que se trata de una especie de mecanismo de defensa freudiano, como consecuencia de algún déficit de conocimiento. Y he llegado incluso a formular una ley de la que me siento muy orgulloso: “Cuanto menos se sabe, más se habla”. Reconozco que es una ley un tanto pedestre y de andar por casa, pero me vale para detectar ignorantes y, a sensu contrario, sabios. Estos loros, cuando están frente a alguien con estudios y conocimientos, tratan por todos los medios de demostrarse a sí mismos que no hace falta hincarla para saber de algo, y lo que hacen es simplificar todos los asuntos e improvisar lo que haga falta. Así que eso que decía Wittgenstein de que de “lo que no se puede hablar, mejor es callarse” se lo pasan por la entrepierna, pues “por qué va a tener razón un fabricante de lavadoras como el Wittgenstein ese”. Y si les dices que ese tal Wittgenstein fue un reputado filósofo, te despachan con un “y a mí qué, esa será su opinión”. Y cómo esto de la distinción entre opinión (doxa) y ciencia (episteme) está muy chungo, en este mundo relativista y multicultural que nos ha tocado vivir, y además es muy difícil de explicar, pues vas y te callas por no tener que dar una clase de filosofía cada vez que te encuentras con un papagayo de éstos. Otra cosa que hacen estos charlatanes es repetir la misma cosa que han dicho una vez de mil formas distintas, para que se te quede bien atornillada en el cerebro y ocupar -así- el mayor tiempo disponible en cualquier conversación. Y como -“quod natura non dat, Salamanca non praestat”- con el paso del tiempo siempre te cuentan las mismas cosas, de modo que al cabo de un tiempo de convivir con ellos ya te los sabes de memoria y te aburres solemnemente. Todo ello, desde luego, con su yo por delante. Que “si yo…” que “si a mí…”, “pues yo lo que digo…”, que llegas a pensar si estas cacatúas no tienen abuela. Usted comprenderá que esta matraca constante no hay Ortega y Gasset que la aguante. Una cosa es que el “yo soy yo y mi circunstancia” sea cierto, y otra es estar todo el día sin salirse de la circunstancia del propio yo. Y no digo que el yo de cada cual no tenga su importancia y que no haya que soltarle el rollo a alguien de vez en cuando. Pero una cosa es contar alguna batallita en alguna ocasión, y otra no parar de hablar de uno mismo a todas horas. Cierto que yo aquí le estoy pegando a usted la brasa con mi yo y sus neuras, pero convendrá conmigo en que pago por ello. Todo legal y asumido. Pero, que yo sepa, estos papagayos no van y dicen: -Oye, ¿cuanto cobras por media hora escuchando mis neuras? Que va, van, te las sueltan y ni un euro por la obra de misericordia. Y tú allí, sin poder meter baza ni poder contar cómo te duele el bazo últimamente. Dígame algo doctor y pronto. Herme P.D. Ya he ido al analista. El picotazo no estuvo nada mal si tenemos en cuenta que la enfermera estuvo muy certera y, a la primera, acertó con mi vena. Luego, para celebrarlo, me tomé un buen pincho de tortilla con un café doble con leche, croissant y zumo de naranja en una terraza frente a la ría. Así que estupendo. Les he dado su dirección para que le remitan los resultados. Ya me dirá. Estoy ansioso por tomarme alguna pastillita. *** Querido Herme: Creo que me habla usted de dos tipos de emplastos humanos diferentes. Uno es el tipo “cotorra” que habla sin saber y otro es el tipo “don yo” o “doña yo” que solo piensa en si mismo y por ende, solo habla de sí mismo. En cuanto al primer espécimen estoy de acuerdo con usted en que es una faena tener un loro de éstos cerca. ¿Cómo explicarles a estos loros que es bueno escuchar al que sabe más que tú o que más vale estar calladito y que no pasa nada si uno no sabe algo? Difícil tarea. Mi recomendación es que antes de mandarles a freír espárragos, debe usted intentar una terapia que consiste en tomarse mucho interés por lo que le cuentan estas cotorras y freírles a preguntas. Un simple “¿estás seguro?, o un “¿tú crees?”, o un “¿por qué?”, o un “¿y…?”, repetidos de forma insistente, son suficientes para que se les quiten las ganas de largar, al menos contigo. Si esto no le funciona debe practicar la huída educada que consiste en levantarse y decir: “perdona pero tengo que ir al excusado ya”. Es importante levantarse primero y luego decir la frasecita porquela huída es ya imparable. Si quiere ser más exquisito no diga lo del excusado -que suena feo- y diga bien alto como asustado: ¡¡el pollo!! “-¿Qué pollo?” le preguntará el o la verbilocuente. Y usted dirá: “¡¡el pollo que tengo en el horno!!” A continuación salga corriendo sin mirar atrás y asunto arreglado. Si le quiere dar una mayor verosimilitud grite: “¡¡Se me ha quemado, se me ha quemado!!” y desaparezca del mapa, sea verdad o mentira que usted está asando un pollo. En cuanto al que solo habla de sí mismo debe ser usted indulgente. Tenga en cuenta que esto de hablar por los codos de uno mismo, tiene su causa profunda en una necesidad de comunicación que todos tenemos. Cierto que hay gente que solo habla de sí misma debido a un egocentrismo muy acendrado que todos, en mayor o menor medida, padecemos. Curarse de esta enfermedad es tarea difícil. Usted es filósofo así que dele una vuelta al tema a ver si es capaz de resolver este complejo problema. En principio pienso que es bueno no pensar tanto en uno mismo y preocuparse un poco, aunque sea un poco, de los demás. Está comprobado que el ser humano experimenta una honda satisfacción si lo hace. Pero, hay que tener cuidado pues también hay que pensar en uno mismo de vez en cuando. Si no lo hacemos, corremos el peligro de ser absorbidos por los demás y sus problemas. Como en todo debe buscar el equilibrio. Hemos de ser altruistas pero sin pasarnos. Hay por ahí especímenes especializados en absorber a los demás en cuanto detectan a una buena persona dispuesta a ayudarles. A veces hacerle bien a alguien consiste en no hacerle ni caso. Pero, ya le digo Herme, este es un complejísimo problema más propio de la filosofía que de la psiquiatría. Así que, mi querido Herme, aquí interrumpo mi incursión en campos vedados a mi sapiencia y le paso a usted el testigo. En principio, y en final, solo se me ocurre decirle que haga usted aquello que le haga sentir bien y no mire a quien. Adiós. Federico L. Viñamayor Psiquiatra P.D. Los análisis están bien, yo diría que casi perfectos. Enhorabuena. Ya puedo descartar las causas somáticas de su enfermedad. Tan solo está un poco bajo de serotonina. 8 ¡Siempre a la contra! Mi querido psiquiatra: Muchas gracias por sus atentas consideraciones. Pensaré en esto de los límites del altruismo. Veo que lo que quiere es que mantenga mi mente ocupada en algo que no sea pensar en mis propias miasmas. No se piense que soy tonto y no he captado la indirecta. Tomo nota, pero vaya con cuidado. Usted fue el que me dijo que revolviera en mi interior y le vomitara todas mis neuras. ¿Recuerda? Así que si no hay contraorden, yo sigo. Otra cosa que me incomoda de este mundo ingrato que me ha tocado vivir, son esos individuos que, digas lo que digas, siempre te llevan la contraria. Con sus rotundas negaciones, estos “don no”, destruyen sin ningún miramiento, la buena armonía de las conversaciones insustanciales, en las que todos asentimos por educación a lo que nos cuentan los demás y esperamos la misma reciprocidad. Son como espadachines emboscados en las calles de Toledo, a la espera de darle pasaporte al Capitán Alatriste. Imagínese: uno, que se ha levantado con el mejor de los espíritus ciudadanos, después de empaparse bien del estoicismo de Epicteto y Séneca; que ha hecho serio propósito de aplicar sus máximas, sobre todo esa que dice que “no hay mejor agua que la que se deja correr”; que ha leído durante media hora una síntesis de los discursos de Gandhi; y, además, para no fallar ha hecho yoga, gimnasia mental, yacusi, hidromasaje, hidroterapia, fisioterapia, sauna, termas, lomi lomi hawaiano y qi chon chino; y que –por si acaso- ha quemado cien bengalas de incienso en su piso hasta lograr que alguien haya llamado a los bomberos; y que, después de hecho todo esto –que lleva su tiempo-, va y sale a la calle con un espíritu conciliador y tolerante, como quien estrena un traje nuevo, con una sonrisa de oreja a oreja en plan pacificador, como si fuera un Quijote de la bonhomía o el mismísimo Buda redivivo; y que camina con una buena voluntad kantiana a prueba de bomba; sale, digo, a ese mundo cruel en el que nos movemos, y va y tiene la mala pata de encontrarse con un espécimen de estos de que le hablo. Entonces, todos tus mecanismos de defensa saltan por los aires. Y si no me cree, escuche la conversación que mantuve hace unos días con un “don no” de esos de que le hablo: - Hace buen día –dije, por iniciar una conversación intrascendente y amistosa. Y va el “don no” y me contesta: -No creas. Al principio me quedé un poco cortado, pero luego dije, por seguir los consejos de Epicteto: -Sí, en verdad, no es tan buen día, hace un poco de frío. Y va el susodicho y me dice: -No, que va, frío no hace, lo que hace es calor. Así que le miré y me dije: “este tío quiere guerra, eso está claro”. Pero, como estás embutido de máximas y consejos orientales y occidentales al cincuenta por ciento, y por tu condición de filósofo, que se supone que te has leído “La Paz Perpetua” de Kant, me contuve y le dije: -Sí, tienes razón, pero es un calor húmedo que me tiene un poco destemplado. Y va el aragonés ese, que es más terco que una mula, y me contesta: -¿Calor húmedo? Que va hombre, es un calor seco, lo que pasa es que estarás enfermo. Entonces, se lo juro, una duda invadió mi mente. La duda era ésta: “¿le arreo ahora el guantazo o lo dejo para luego?” Pero en ese momento me pareció ver a Buda, Gandhi y a San Francisco de Asís conjuntamente, que me decían: “Haya paz, hermano”. Entonces, en razón de esta iluminación, relajé el puño, que ya tenía preparado en el bolsillo -como si de una catapulta romana se tratara- para descargárselo en las narices, y para cerrar la conversación le dije: -Sí, estaré un poco resfriado. Y va el muy cabrito y me contesta: -Que va, a ti lo que te pasa es que tendrás anemia. Y yo, que estoy mejor alimentado que las vacas de Cervera de Pisuerga, ya no sabía si estrangularlo, tirarle por el hueco del ascensor o coger el hacha del equipo contra incendios del edificio y acabar con él, allí mismo. Al fin opté por marcharme, por aquello de no acabar tan joven en la prisión de Alcatraz, donde creo que están encerrados los más renombrados psicópatas asesinos del mundo. Convendrá conmigo en que, a este tipo de personal, no hay quien lo aguante. Adiós, que ahora mismo me voy a preparar una tila. Solo de recordarlo me pongo malo. Herme *** Querido Herme: Otra vez afloran sus instintos asesinos. Si me permite un consejo cuando usted se encuentre con una “mula” de éstas no se deje dominar por sus primeros impulsos, cuente hasta diez, y luego prepare alguna estrategia para desarmar a este personal. Le propongo, por ejemplo, que en la próxima ocasión vaya usted prevenido y diga sin más ni más: -Hace buen día. ¿Verdad que no? Ya verá como el “don no” se queda planchado. Esta rendición anticipada por su parte le provoca al “don no” un cortocircuito mental, que le deja paralizado, como si hubiera embarrancado en el desierto del Sahara con el trono del Cristo del Gran Poder a hombros. Luego, sin darle tiempo a que reorganice sus neuronas, márchese. Ya verá: ¡Un “don no” derrotado por la perspicacia del pensamiento y el raciocinio de un filósofo de provincias! ¿Qué le parece? No me negará que no es mal remedio. Así se evita usted lo de los hachazos y que le encierren de por vida en algún siniestro penal. En cuanto a lo de salir de uno mismo y pensar un poquito más en los demás, no va usted descaminado. Es una buena terapia para superar muchos problemas psicológicos. Sepa usted que las personas que tienen que cumplir con un deber para con los demás suelen ser personas muy felices. Le diré para terminar que no veo causas somáticas que expliquen sus desequilibrios. Lo suyo es más psico que soma. O sea más del coco (la mente, ya sabe) que del cerebro. Sus cartas y los análisis lo indican.Tan solo tiene la serotonina un poco baja, así que a lo mejor le caen unas pastillitas. Pero eso ya se verá. Adiós, Herme. Federico L. Viñamayor Psiquiatra 9 Está bueno, pero… Querido psiquiatra: Así que la serotonina un poco baja, pues ¿a qué espera? Necesito urgentemente algún reconstituyente. Sepa que este verano me toca cocinar a mí, porque mi mujercita –que tiene que trabajar- se ha esfumado, y me ha dejado a cargo del “colegio”. Ya se puede usted imaginar. Estoy que fumo en pipa. Y no es que me disguste esto de la cocina, lo que no soporto es que después de pasarme la mañana en la cocina, luego tenga que soportar críticas o, lo que es peor, un análisis exhaustivo de la calidad de mis platos por parte de un personal (cada día más numeroso) que siempre que está delante de un plato tiene que valorarlo a toda costa. Estos malas tripas siempre le encuentran algún defectillo a la comida que tienen delante. Ya se pueden estar comiendo el plato más elaborado que pueda cocinarse, después de que alguien se haya pasado una mañana entera en la cocina rebozando rape de Ribeira, preparado con un fumet a base de centolla de la ría de Arosa, nécoras de Sada y almejas de Carril, bien machacaditas, con un chorrito de ron jamaicano y un poquito de azafrán de Toledo, traído de urgencia por Seur, para que al plato le falte algo. -Está bueno, pero… le falta sal… te has pasado con el ron o a este plato no le va la nécora. Cuando oyes el “pero” te metes la mano en el bolsillo y buscas la navaja, que también te han mandado de Toledo de regalo con el azafrán, la agarras con suavidad, la acaricias y piensas: “Como siga por ese camino, le rajo aquí mismo”. Esto lo piensas, claro, no porque seas un asesino psicópata, sino porque ya es la enésima vez que te analizan tus platos como si se tratara del examen de acceso a la Universidad. Y, como gota a gota se llena un caldeiro, y una última gota logra desbordarlo, si todavía no tienes la mente como un caldeiro lleno de despiadadas, pero muy educadas críticas, críticas exhaustivas y diarias, “peros” sin cuento que impiden ver la belleza de un cielo azul por una triste nube que se pasea perdida en el horizonte, entonces, digo, si todavía no estás saturado de tan amables críticas culinarias, sueltas la navaja silenciosamente y pospones el asesinato para más adelante. Pero solo en ese caso y porque el caldeiro ese del que le hablo no está aún a rebosar, que si no, allí mismo eres capaz de asestarle más puñaladas que las que le endilgaron a Julio César. El caso es que tengo observado que este personal no solo critica la comida que tiene delante, sino cualquier otra cosa: cómo vistes, como calzas, como andas, cómo te sientas, como te levantas, cómo conduces, cómo hablas y hasta cómo ligas. Se supone, claro, que ellos lo hacen todo muy bien y que tu eres un pobre gilipollas que necesitas un poco de educación. Y lo que sucede es que estos criticones se creen unos seres cuasi perfectos, que a todos exigen una perfección imposible y, sin embargo, consigo mismos son la mar de indulgentes. Sepa usted que estoy harto de estos especimenes. Pensará que exagero y que hay que aguantar al personal un poco. Y le doy la razón. Hay que aguantarles, pero solo un poco. Estoy dispuesto a admitir una cuota de críticas del 0,7 de cada 10 alabanzas y buenas caras. Por ahí paso, pero más allá, ni hablar. Tenga en cuenta que estos insatisfechos de profesión son insaciables y que con sus “constructivas” críticas pueden someterte a una de las peores tiranías que conozco: la imposición del gusto de un hombre sobre el gusto de los demás hombres. Dígame algo pronto porque me encuentro en el ecuador del verano y estoy casi a punto de estallar. Lo noto por un movimiento de los dedos de ambas manos (como el que hacen los pistoleros de la pelis de vaqueros antes de desenfundar su pistola), que me se desata irrusistible (ya ni escribo bien solo de recordarlo), cada vez que escucho un pero o una crítica por cualquier cosa. Hasta pronto. Herme *** Querido Herme: Asunto difícil éste que me plantea usted. Tan difícil y complejo que he necesitado hacer unas consultas. Esa es la razón de que haya tardado un tiempo en contestarle. Tenga en cuenta que esto de protestar de la comida es casi un vicio nacional del que muy pocos están libres. Si el vicio es persistente y cotidiano, tiene usted razón, puede resultar muy perjudicial para una buena relación entre las personas. Para resolver este problema le propongo dos estrategias sucesivas: La primera, consiste en hablar del tema delante de un insatisfecho de la mesa y el mantel, como quien habla de otro. Así, de forma indirecta y educada, puede hacerle saber que detrás de una sartén siempre hay una persona que merece todo nuestro reconocimiento y que no tenemos ningún derecho a hacer pasar un mal rato a nadie en las comidas con nuestras críticas. Y que, si bien alguna indicación de nuestros gustos de vez en cuando no hace daño, la crítica diaria y continua, puede convertir el tiempo de la comida en un verdadero suplicio para ése (que casi siempre es ésa) que consume sus horas en la cocina laborando para hacernos la comida. A ver si, simplemente con esta consideración, una persona inteligente que haya naufragado en este defecto, al verlo desde esta perspectiva, es capaz de cerrar el pico de por vida y no decir nada negativo de las comidas que le hacen otras personas. Otro argumento que puede emplear en esa conversación distendida y terapéutica, es recordar que, cuando alguien se lleva un bocado a la boca, hay millones de personas que en ese mismo instante no tienen nada que comer, y que hay que tener, como poco, la decencia de agradecer al buen Dios, sin rechistar, la comida que tenemos encima de la mesa. Tampoco viene mal explicar que, en esto de las comidas lo importante es la buena intención y el deseo de agradar del que hace la comida, y que es mucho mejor pasar un buen rato a la hora de comer que fastidiar la reunión por un plato de lentejas mal cocinado. En el ámbito doméstico –me parece a mí, vamos- solo cuenta el amor con el que se hacen y dicen las cosas, ni más ni menos. Por último, puede tratar de hacerles comprender que hay muchas formas buenas de hacer un guiso. Y que, por eso, nuestro gusto culinario (la forma concreta que a nosotros nos gusta) no puede considerarse el criterio de la perfección al que todos deben plegarse. Pues, así como el ser se dice de muchas formas (Aristóteles dixit), en cuestiones de gusto, el bien también se dice de muchas maneras. Y, si estas reflexiones son insuficientes y no surten efecto alguno, porque no hay nada más difícil en este mundo que una persona se dé por aludida y pase de la teoría a la praxis, la segunda estrategia que le propongo, es sencillamente invitar a este personal a que se hagan ellos mismos la comida y después criticarles sus platos de forma constante y exhaustiva durante un mes, a ver qué les parece. Esta terapia no suele fallar. Si se fija un poco se dará cuenta de que todos los seres humanos somos muy exigentes con los demás pero muy indulgentes con nosotros mismos. Aproveche este rasgo de la condición humana y ya verá como su problema se arregla. También le recomiendo que enseñe a todos los miembros de su familia a cocinar. Hágalo aunque sus hijos sean pequeños. Comience por cosas sencillas y vaya, poco a poco, enseñándoles todo lo necesario para que sepan hacerse el desayuno y la cena como poco. Después que aprendan a cocinar primeros y segundos platos de la comida. Aunque no lo crea contribuirá usted a su autonomía y de paso evitará que su propia familia se convierta en una factoría de criticones y de “gran jefes culosentados”. Este espécimen, que usted no menciona en su carta, es primo hermano del criticón. Es un tipo que parece que ha nacido con el derecho a que los demás le sirvan y que es incapaz de despegar su culo del asiento y echar una mano. En su vida ha puesto una mesa, ni ha recogidoun plato y jamás se ha hecho la comida. Este espécimen llega a casa y dice: -¿Qué hay de cena? Luego se sienta y que se las den todas. Tenga cuidado Herme con este personal y recuerde que todos los seres humanos nacemos libres e iguales. Adiós Herme. Suerte. Federico Lampedusa Viñamayor Psiquiatra 10 Mandones Querido psiquiatra: He seguido su consejo y he puesto al personal a cocinar. He observado que a todos les encantan sus propios platos. Tiene usted más razón que un santo. La cosa va tan bien que he decidido dedicar este verano a enseñar a mis hijos el arte de hacerse la comida, poner la mesa y recoger la cocina. No quiero que el día de mañana se conviertan en unos “Gran Jefes Culosentados”. ¿Qué le parece? Espero ansioso sus felicitaciones. Cambio de tercio y voy a otro asunto. Hay otro tipo de personal que me irrita especialmente. Son esos mandones de medio pelo, auténticos Napoleones emboscados, que solo se encuentran a gusto si se hace lo que ellos dicen y punto. ¿No se ha topado usted nunca con uno? Mire: este tipo de personal disfruta con dirigir la vida de propios y extraños. Siempre hay que hacer lo que ellos dicen porque si no les haces caso, se cogen tal rebote, que ya puedes dar por concluida la paz y la armonía de tu entorno vital. Yo no digo que los peores mandones sean los dictadores que masacran a sus pueblos, pero es que estos otros mandones cotidianos los tienes ahí, a tu lado, jorobándote día a día, golpe a golpe y verso a verso. Y, aunque no te mandan a la cámara de gas o a construir un canal en Siberia hasta que te mueras de hambre y de frío, están todo el día diciéndote lo que tienes que hacer. Yo sé bien, porque he leído algo a Nietzsche, que en todo ser humano anida un deseo oculto de mandar, una “voluntad de poder”, un deseo irrefrenable de imponerse a los demás. Pero también tengo claro que no trago a los mandones. Así que en nuestra naturaleza también debe anidar algo así como un deseo irrefrenable de oponerse a esa “voluntad de poder” de los mandones, o sea, un deseo de conducirse uno a sí mismo sin que nadie tenga que decirte lo que tienes que hacer a cada instante. Dentro de este tipo general de los mandones hay un tipo particular de mandón, mi querido psiquiatra, al que no aguanto. Es ese mandamás al que se le ha subido el puesto a la cabeza y no para de darte órdenes, dejándote muy clarito que él es el jefe y que tienes que hacer lo que te diga, sin rechistar. Y, como en esto de los jefes está demostrado que cuanto más cafre es uno, más sube, pues resulta que es muy difícil dar con uno que sea medio decente. Yo no creo que sea mucho pedir jefes amables y educados, más coordinadores de un equipo que generales de división, jefes que te consulten, que te den libertad, que te permitan tener iniciativas, que te apoyen, que te ayuden y que valoren tu trabajo felicitándote o haciéndote sugerencias cuando haga falta. Claro que también me toca un poco las narices ese personal que no está nunca a gusto con sus jefes y que, por el mero hecho de tener a alguien por encima de él, ya le mira con reticencia y está siempre a la contra. Tampoco es eso. Le ruego que examine el asunto pronto, porque durante las vacaciones los mandones crecen como las setas. Y yo ahora me encuentro de vacaciones, que para mí –después de un curso entero a la greña con alumnos y demás personal docente y discente- es un período de libertad. Una libertad condicional hasta Septiembre, pero al fin y al cabo una libertad preciosa, que no querría yo ver condicionada en exceso. ¿No le parece? Un abrazo: Herme *** Querido Herme: ¡No lo permita! ¡Resista! ¡No obedezca jamás! ¡Ni harto de whisky! ¿Me oye? Y si no puede con ellos: ¡Huya! No se lo piense dos veces. Huya de los mandones. Le diré, para que esté alerta, que estos dictadores de pacotilla se incuban desde la infancia más tierna. Son esos niños insoportables que todo lo quieren ya y si no selo dan la montan buena. -Quiero un helado, mamá –dicen impertérritos. Y si no hay helado lo que hay es una bronca macanuda, hasta que el niño se sale con la suya y para que se calle, van los papás y ¡toma helado! Al helado le siguen luego cien mil cosas más: la game boy, la play station, la PSP, la moto eléctrica, el ordenador, el móvil con infrarrojos y cámara fotográfica, la radio-Cd, el DVD, el Mp 3, el Mp 4, el IPOD, la tele de pantalla plana, el coche de Fernando Alonso teledirigido y mil inventos más que te van exigiendo conforme aparecen en la dichosa televisión. De jovencitos siguen en la misma línea de manejar a los demás. En la pandilla tienen que ser los que corten el bacalao. Y si no se hace el plan que ellos quieren, no se hace nada. Son tajantes e intransigentes. A sus padres los suelen tener esclavizados a su santa voluntad, con toda suerte de chantajes sentimentales, morros indefinidos y amenazas de todo tipo. -¡No pienso estudiar! ¡Me voy a ir de casa! ¡Me voy a tirar por la ventana! -dicen para amedrentarlos. Y, de mayores, después de haber comprobado la eficacia de sus técnicas de manipulación de personas, siguen en la misma línea con cualquiera que tenga la desdicha de toparse con ellos. Estos faraones son lo que son porque nadie se ha atrevido a decirles sencillamente una palabra: no. Con estos dictadores no caben medias tintas. O se les opone una fuerza equivalente o mayor, o no hay nada que hacer. Por eso –para desactivarlos- no hay más remedio que seguir una terapia de choque, consistente en convertirse uno mismo en un “don no” y oponerse por sistema a lo que mandan, hasta que lleguen a comprender que sus deseos no son órdenes para los demás. Y, si no alcanzan esta elemental sabiduría, pues entonces lo que hay que hacer es redoblar nuestras negativas hasta escuchar un “por favor” o un “si quieres”. Y, si nada de esto se produce, pues lo que hay que hacer es seguir sin obedecerles. Antes muertos que sumisos. En eso de los jefes y los subordinados –como en muchas otras facetas de la vida- sepa usted que lo que cada parte persigue es –como ya decía un amigo suyo llamado Hegel- el reconocimiento mutuo, es decir, respeto y una mínima y reconfortante consideración del otro. De modo que le recomiendo que minimice los conflictos lo más posible, pero sin dejarse avasallar. Mire, estos conflictos son dialécticos, o sea, primero se afirma una fuerza (la de su jefe), luego se le opone otra fuerza (la suya) y, finalmente, no queda más remedio que pasar a una nueva situación en la que el jefe le reconoce a usted como persona (y le trata como tal) y usted hace lo propio con su jefe. Es el momento de la reconciliación en el que el conflicto se resuelve. De modo que, sin ser un quisquilloso, le recomiendo que no deje pasar una, es decir, que si hay que enseñar los dientes de vez en cuando ante los abusos de los que mandan, pues se enseñan. Ya verá cómo le va mejor. Y, en sus vacaciones, pues que quiere que le diga, la libertad de hacer cada uno lo que quiera es, sin duda, uno de sus ingredientes fundamentales. Pero, al mismo tiempo, no olvide que vive en familia y que todos tienen su propia libertad. Aquí el secreto está en compatibilizar sabiamente los planes de todos y no ser demasiado tiquismiquis. Piense que no es tan importante hacer esto o aquello, ir a un sitio o a otro, como estar juntos y pasarlo bien. No merece la pena discutir por nimiedades. En cualquier caso puede hacer una doble experiencia. La primera: haga rotativo el poder y que cada día sea uno el que toma esas pequeñas decisiones como a qué playa ir, qué comida preparar, o qué lugar visitar. La segunda: deje amplios espacios de tiempo libre para que cada cual disponga como quiera de ese tiempo. Adiós Herme, que se mejore. Federico Lampedusa Viñamayor Psiquiatra 11 Desobedientes Mi querido psiquiatra: Ya he repartido el poder todo lo que he podido y de momento la cosa va bien. Nadie se extralimita ni ordena cosas descabelladas. Peroreconózcame que esto de mandar es bastante difícil, porque si hay algo que me tiene quemado de verdad es que mis hijos –o mis alumnos- no me hagan ni puñetero caso cuando les mando hacer alguna cosa que, por mi condición de padre o profesor, me veo obligado a mandarles. Ya le he dicho que a mí no me gusta mandar y que odio a los mandones, pero convendrá conmigo en que en muchas ocasiones no queda más remedio que dirigir un poco el cotarro. ¿Qué me dice? Hasta pronto. Herme. *** Querido Herme: Tiene usted razón. Todos los psicólogos y psiquiatras sensatos opinan lo mismo: si queremos educar personas libres y responsables, los padres o los profes tienen que exigir, poner normas y hacerlas cumplir; en una palabra: mandar. Hace poco he leído un decálogo de la policía de Seattle que me ha puesto los pelos de punta. Estos agentes, hartos de lidiar con adolescentes mal criados, han elaborado unas pautas a seguir para formar delincuentes, a ver si con esa ironía el personal se entera un poco de cómo tiene que educar a sus retoños. En resumen, estos polis recomiendan dar a nuestros hijos todo lo que pidan; reírles todas sus groserías; ni por asomo darles una educación espiritual; por supuesto no reprenderlos nunca no sea que se traumaticen; ahorrarles todo tipo de esfuerzos, para que se piensen que todo el mundo está a su servicio; dejarles ver la tele o leer cualquier basura que caiga en sus manos; reñir delante de ellos con la mujer o el marido, para que ellos hagan lo propio el día de mañana; darles todo el dinero que quieran, no sea que se piensen que hay que trabajar para conseguirlo; satisfacer todos sus caprichos y ponerse de su parte contra sus profesores, vecinos o amigos en cualquier conflicto, aunque ellos tengan la culpa. El decálogo me ha llegado al alma y, como lo último que querría uno en esta vida es hacer de sus hijos o de sus alumnos unos delincuentes, le recomiendo que se sacuda todos los complejos psicopedagógicos de moda y tome algunas medidas. Le contaré mi experiencia personal por si le resulta de ayuda. Lo primero que yo hago, desde luego, es hacerles entrar en razón con la palabra. -Mirad, hijos míos, - les digo en tono solemne- ni yo ni vuestra madre estaremos siempre con vosotros. Hasta que la sensatez decida posarse sobre vuestras cabezas es nuestra obligación dirigir algo vuestras vidas. Pero tened en cuenta que nuestro objetivo es que vosotros seáis los que lleguéis a decidir con responsabilidad lo que queréis hacer en la vida. Hasta que llegue ese momento, no pasa nada porque nos hagáis algo de caso. Los padres tenemos una responsabilidad sobre los hijos que hemos traído al mundo, y una mayor experiencia de la vida, que os puede ser muy útil. Pero no os quepa duda de que uno de los días más felices de nuestra vida será ése en que os veamos a vosotros, libres y responsables, navegar solos en las procelosas aguas de este mundo traidor. Entonces, nos miraremos a los ojos y nos diremos con orgullo: ahí van. No os será fácil. Comenzaréis a sentir el peso de la responsabilidad, porque el precio de la libertad es, precisamente, la responsabilidad. Siempre tendréis en nosotros, desde luego, a unos consejeros, que procuraremos daros los mejores consejos de que seamos capaces. Tenéis una buena razón para fiaros: os queremos más que a nada ni a nadie en este mundo. Después de este rollo, al que atienden inquietos, si no me hacen caso, empleo la vía sentimental: -Venga majote, apaga la tele y ponte a estudiar un poco –digo. -Grrr…grrr… –me contestan. Entonces con una incansable sonrisa, insisto: -Venga, campeón, a estudiar, que ya es hora. -Grrr…brrr –repiten -Venga, sé buen chico y a estudiar un ratito, ¡hala! –insisto de nuevo. Si esta segunda estrategia tampoco da resultado, entonces empleo un viejo truco basado en esa extraña ley de nuestra naturaleza según la cual basta que nos manden algo para que hagamos justo lo contrario. Apoyado en esta sabiduría milenaria, lo que hago es mandarles justo lo contrario de lo que quiero que hagan. - ¡Ni se te ocurra abrir un libro! ¡A jugar de inmediato! –digo. Y si quiero que se vayan a la cama pronto, voy y digo: -¡Hoy no se acuesta aquí nadie hasta las cuatro por lo menos! -Oye papá –me dicen- que mañana tenemos que levantarnos a las ocho de la mañana. -Es igual –respondo. ¡A ver la tele de inmediato! Y si alguien hace ademán de irse a la cama, le espeto: -¡Ni se te ocurra moverte! ¿No quieres ver la tele dos horas más? Entonces me miran como si estuvieran frente a alguien que ha perdido el juicio y, en cuanto me levanto a la cocina a picotear en la nevera, se han escabullido a la cama sin rechistar. Claro que esta táctica no siempre funciona. Si se repite muchas veces llegan a darse cuenta de tu estratagema y te mandan a paseo. Si ninguna de estas estrategias da resultado, pues entonces –qué quiere que le diga-, entonces me cabreo y, ¡qué leches!, a cara de perro me pongo a gritar: -¡Vete a estudiar de una vez! ¡Venga! -¡Calma, calma, que ya voy, que no es para ponerse así! –te dicen, cuando ya te han sacado de tus casillas. Luego, cuando me calmo, les explico que me podían haber evitado el cabreo, que lo crean o no le va a uno minando la moral. Pero salvo estos episodios de confrontación, supongo que inevitables, le juro que mi mayor deseo es no mandar a nadie nada y que cada cual se vaya acostumbrando a decidir por sí mismo. Porque al final, mi querido amigo, la cuestión es que sus hijos o sus alumnos lleguen a decidir por sí mismos. Ese es el objetivo de toda buena educación: su futura libertad. Y, luego, que cada palo aguante su vela. Usted habrá cumplido. ¡Ojalá que los vientos les sean favorables y hagan un buen uso de su libertad! En cualquier caso, aquello que hagan será su responsabilidad no la suya. Adiós, Herme. Federico Lampedusa Viñamayor Psiquiatra 12 Tener y tener Mi querido psiquiatra: Ojalá sea como usted dice, mi querido Federico, si me permite que le llame por su nombre. La libertad, bien lo sabemos los filósofos, e una cosa molto difficile. Si uno abusa de ella, la pierde. Esto es paradójico, pero cierto. Trataré de transmitirles esta sencilla idea, en la medida de mis posibilidades, pero tenga en cuenta que yo y mis colegas nos encontramos completamente indefensos frente a la televisión y sus slogans. No sé si se habrá fijado pero casi todos los mensajes de los mass media invitan a la desmesura. Y en todos se identifica la libertad con hacer lo que nos pida el cuerpo. ¡Si Kant levantara la cabeza! Pero este es un asunto del que hoy no quería hablarle. El tema de mi nueva misiva es que no aguanto a ese personal cuyo único tema de conversación son los precios de las viviendas y cuyo único objetivo vital es forrarse para comprarse casas y coches, coches y casas. No sé si de verdad me estaré volviendo loco, o soy un ave raris, pero el tema me aburre solemnemente. Estos fulanos, cuando no te dan la brasa con la súper casa que se han comprado en cómodos plazos de por vida, te aburren con el cochazo que se han mercado o con el apartamento en la playa que se van a comprar. Y si hay algo que me abruma es que, además de aguantarles el rollo que te sueltan, tenga que ir a ver su casa, suya y del Banco, que a mí no me engañan. Yo, que soy un filósofo que trata de pensar algo de vez en cuando, siempre digo lo mismo: si voy a la casa de alguien es primordialmente a ver a las personas que habitan la casa, que la casa (y sus puñeteros baños, habitaciones, cocina, terraza, jardín y todo eso) me tira del tacón. No digo yo que no me parezca bien que me enseñen su casa. Pero, una vez vista y elogiada, ya no quiero saber nada más de la casa. Porque me reconocerá Usted que tener que soportar la brasa de lo que van a poner aquí y allá es un auténtico tostón, que te dan las tres de la madrugada y no has parado de hablar de la dichosa casa o sea de un ser inerte y ajeno a ti por completo,
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