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Cartas a mi psiquiatra

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Cartas a mi psiquiatra
Amelia McCallops
Amazon KDP
 
Copyright © 2020 Amelia McCallops
All rights reserved
The characters and events portrayed in this book are fictitious. Any similarity to real persons, living
or dead, is coincidental and not intended by the author.
No part of this book may be reproduced, or stored in a retrieval system, or transmitted in any form or
by any means, electronic, mechanical, photocopying, recording, or otherwise, without express written
permission of the publisher.
ISBN-13: 9781234567890
ISBN-10: 1477123456
Cover design by: Art Painter
Library of Congress Control Number: 2018675309
Printed in the United States of America
Hermenegildo Peña es un heroico profesor anónimo, esforzado padre de familia, filósofo
de provincias, actor aficionado, horticultor de temporada, pescador de mosca seca y otros
roles. Un buen día Hermenegildo, harto del mundo, decide no volver de vacaciones y
quedarse en la playa para siempre. Su decisión es firme e irrevocable.
Su mujer, alarmada, convence a Hermenegildo para que ponga su caso en manos de un
psiquiatra.
 
Herme, incapaz de negarle nada a su “churri”, acepta su consejo y decide ponerse en manos
de un excéntrico psiquiatra que le somete a una particular terapia: la “email-terapia”.
 Fruto de esta innovadora fórmula psiquiátrica son estas Cartas a mi psiquiatra en las que
Herme desahoga su espíritu en busca de una baja por depresión. A vuelta de correo
(electrónico) Herme recibe consejos de su psiquiatra y unas misteriosas pastillas que debe
tomarse para salir del “socavón existencial” en el que se encuentra inmerso.
Entre bromas y veras la historia de Herme y su psiquiatra se convierte en un breve tratado
sobre como llevarse bien con el mundo y ser medianamente feliz.
Amelia McCallops
Cartas
a mi psiquiatra
 
ISBN: 9798677495045 (Edición impresa)
1ª Ed: Agosto 2020
KDP Amazon
Amelia McCallops
Cartas
a mi psiquiatra
A esos locos anónimos que somos todos
 
 
Índice
 
 
1. Yo no estoy loco
2. ¿Qué tal si me firma una baja?
3. El pollo de Villamoronta
4. Adiós, siesta, adiós…
5. Gregarios
6. ¿Acaba usted con el periódico o qué?
7. Cotorras y papagayos
8. ¡Siempre a la contra! 
9. Está bueno, pero…
10. Mandones
11. Desobedientes
12. Tener y tener
13. Faltones
14. Groseros y maleducados
15. Envidiosos
16. Yo no tengo la culpa
17. ¿Pesimistas? No, gracias
18. La baja por compasión
19. Epílogo
 
20. Post-epílogo
 
21. Cien pildoritas
 
1
Yo no estoy loco
 
Yo no estoy loco. Quede esto bien claro desde el principio.
Reconozco que tengo mis fugas, mis manías, mis fobias y mis filias, como
todo el mundo, pero nada de preocupar. Cierto que de vez en cuando me
rallo y me paso el día entero encerrado en casa, viendo a Jack Nicholson en
“Mejor imposible” una y otra vez, pero al final me canso y vuelvo a ser el
de antes. Sócrates, sin ir más lejos, se pasaba días enteros de pie, en medio
del ágora, en silencio, sin mover un músculo, y a nadie -que yo sepa- se le
ha ocurrido tenerle por loco.
 
Últimamente, sin embargo, me ocurre que cuando me voy de
vacaciones a la playa, luego ya no quiero volver. Ya sé que esto es algo que
a todo el mundo se le pasa por la cabeza alguna vez en su vida pero, en mi
caso, este pensamiento amenaza con hacerse realidad. El año pasado estuve
en un tris de quedarme en Rerbes, de vacaciones permanentes y que le
dieran morcilla a los exámenes de septiembre y a los alumnos incluidos.
Sepan que fui demorando la ingrata tarea de hacer las maletas todo lo que
pude. Y que el último día, mis hijos, -con la ayuda de un cuñado muy majo
y corpulento que tengo-, tuvieron que sacarme de la playa a rastras y
meterme en el coche con dirección a la meseta castellana. Ni siquiera me
dejaron cambiarme de indumentaria, así que hice todo el viaje en chanclas
y bañador, con la guayabera de florecitas verdes, mi sombrero Panamá y las
gafas de sol puestas. Y de esta guisa llegué a Madrid y así me acosté esa
noche, sin quitarme nada, ni siquiera el sombrero. Al día siguiente entré en
razón, me vestí de persona normal y fui a examinar a ese atajo de vagos y
maleantes que tengo por alumnos.
 
La cosa, como puede verse, no fue a mayores. Pero este año vuelvo
a la playa otra vez y tengo planeado –secretamente, claro- quedarme allí
para siempre y no volver nunca más. Ya no digo que les den morcilla a mis
descarriados alumnos –que también-, sino que le den morcilla al mundo, y a
ustedes incluidos, si tratan de impedírmelo.
 
Esta vez va en serio.
 
El caso es que mi mujer (que no sabía nada de mis aviesas
intenciones) me ha descubierto un tic sospechoso en la ceja izquierda, que
se me dispara sin remedio cuando alguien habla de la vuelta al cole, y se ha
alarmado.
 
-Te pasa algo, cariño – me dijo un buen día mientras me asía las
manos y sonreía.
 
-¿A quién?, ¿a mí? –contesté sobresaltado.
 
-Sí cariñín, a ti. ¿A quien va a ser? ¿Tú ves a alguien más por aquí?
 
-Pues no, la verdad –contesté algo azorado. 
 
-Pues dime qué te pasa, amorcito – dijo, según me rodeaba con sus
brazos.
 
Luego añadió:
 
-Venga, bomboncito, cuéntale a tu mujercita…
 
Yo, entonces, me derretí como un azucarillo en el café y le conté
todo. Ella, que es mujer (y por tanto un ser práctico), me escuchó con
atención y luego dijo:
 
-No te preocupes, amor mío, tengo la solución.
 
Y la solución, al parecer, es un psiquiatra.
 
El loquero que me ha caído en suerte es un tal Federico Lampedusa
Viñamayor. Tiene su consulta en plena calle de Serrano, lo cual significa
que el negocio le va viento en popa a toda vela. No me extraña nada. Este
mundo ingrato está repleto de desequilibrados mentales que necesitan
ayuda.
 
Yo al principio –como es fácil de suponer- me resistí. El tal
Lampedusa me pareció, en mi primera visita, un tipo raro. Era bajito, 
gordito y bizco. Si a esto le añadimos que lucía chaleco de florecitas, una
pajarita y que fumaba en pipa ya se pueden hacer una idea aproximada del
personaje. Lo de la pajarita y la pipa me da igual pero lo de la bizquera, no
es por nada, me descolocó un tanto. Lo reconozco: lo paso fatal con los
bizcos. No consigo saber si me miran a mi o al jarrón de al lado y eso me
pone muy nervioso. La cosa es que mi primera reacción fue marcharme de
inmediato pero mi mujercita me lo impidió.
 
-No te asustes cariñín, este Lampedusa es un genio de la psiquiatría.
La prueba a la vista está. ¿No lo ves?
 
-¿El qué? –dije yo desconcertado.
 
-Pues está claro. Tiene la consulta a tope.
 
Era cierto. Allí no cabía un alfiler. Pero bien pensado, no sé si esto
era una prueba de su pericia o un síntoma inequívoco de que el mundo
entero está de atar. En fin, no lo sé. La cuestión es que al final, después de
mucho hablarlo, por la responsabilidad familiar que tengo, por la dichosa
hipoteca, y porque si padezco algún síndrome psicopático del tipo que sea,
lo tendré en su fase inicial, decidí hacerle caso a mi mujer y ponerme en sus
expertas manos, por si me falta algún tornillo o tengo alguno flojo, que yo –
repito- no lo creo.
 
Así que, después de esperar un par de horas, me dispuse a vomitarle
todas mis neuras al tal Lampedusa, pero ¡oh sorpresa! el genio me explicó
que tenía la consulta hasta la maza y que no tenía un hueco libre hasta
dentro de tres años y que, como la clientela siguiera en ascenso, el loco,
dentro de nada, sería él, y que eso sería un desastre, porque –se preguntaba-
¿cómo puede un loco curar a otros locos?, y que no me preocupara, que 
podía seguir un programa nuevo (la “email-terapia”), muy de moda en
EE.UU. que es la meca de la psiquiatría mundial, que consiste en poner
negro sobre blanco todas mis fobias y remitírselas por Internet. Añadió que
no me cortara un pelo y que le contara todo, absolutamente todo lo que me
fastidia de este mundo cruel que nos ha tocado vivir.
 
La idea al principio me dejó un poco perplejo pero accedí. La
perspectiva de verme frente a Lampedusa y su aviesa mirada, sesión tras
sesión,no me atraía lo más mínimo. Por otro lado la email terapia –según
me explicaron- era más económica y así, además, me evitaba la vergüenza
de ir a la consulta y ver los caretos de otros locos de atar no siendo el caso
de que yo no estoy loco. ¿O no? A ver cómo le explicas a alguien en la sala
de espera que lo tuyo no es nada. –“Ya, ya…todos dicen lo mismo”, es lo
mínimo que te espetan. Y luego está el hecho de que la secretaria de
Lampedusa me convenció con sus explicaciones del modo más simple. No
sé si fue por su voz o sus ojos azules, o quizás el tic de sus pestañas, o su
melena rubia, o su minifalda, o quizás el discreto escote que lucía hasta el
ombligo, pero el caso es que en cuanto abrió su boquita quede como
hipnotizado, dije que sí sin rechistar, firmé un montón de papeles sin ni
siquiera leerlos, y que de acuerdo y que muchas gracias. Que algo debió
hacerme tilín de forma inmediata e irresistible eso es seguro, porque al día
siguiente me senté frente al ordenador a escribir todas mis neuras.
 
Debo confesarles también que albergaba una esperanza: conseguir
del doctor una baja indefinida que me permitiera jubilarme
anticipadamente, volverme a la playa y vivir del cuento el resto de mis
días.
 
Sea como fuere el caso es que me puse a escribir y el tal
Lampedusa a contestarme.
 
Lo que sigue son “mis” y “sus” cartas.
 
Las mías escritas desde la playa de Rerbes y las suyas, supongo, que
desde su consulta en Madrid.
 
Yo de vacaciones y él de curro permanente.
 
Que las disfruten, si es que se puede disfrutar algo de esta perra
vida.
 
2
¿Qué tal si me firma una baja?
 
Estimado Sr:
 
Vaya por delante que yo no estoy loco y que, por lo tanto, no tengo
muchas esperanzas de que usted pueda hacer nada por mí. Y sepa también
que, si alguna niebla psicológica me envuelve, me temo que será incapaz de
disiparla. Terminará, ya lo verá, recetándome alguna pastillita –que no me
vendrían nada mal para darme importancia-, pero que me convertirán en
una especie de marmota ambulante, con la mirada perdida en el horizonte y,
eso sí, con una sonrisa de oreja a oreja que para sí quisiera La Gioconda.
Para serle sincero desde el principio le diré lo que me hace falta: unas largas
y permanentes vacaciones, y una secretaria como la suya. ¿Sería usted tan
amable de invitarla, de mi parte, a venir aquí a Rerbes? A lo mejor así me
convence y evita mi atrincheramiento vital en esta aldea marinera,
atrincheramiento que sigo pensando es la mejor solución para mi caso. De
momento, ¿tendría usted la bondad de enviarme firmada, a vuelta de correo,
una baja por depresión?
 
Pues ya no le entretengo más. No olvide dejar leer estas cartas a su
secretaria, a lo mejor le gusta mi personalidad sin igual y cae redonda en
mis brazos. 
 
Adiós, muy buenas.
 
Herme
 
***
 
Mi querido Herme:
 
El primer síntoma inequívoco de que anda usted un poco grillado o,
al menos, en fase de estarlo, es que no reconoce su mal. Ha hecho muy bien
en ponerse en mis expertas manos y hará usted muy bien en desahogarse,
aunque sea por internet. Este será, sin duda, el primer paso para su completa
recuperación.
 
Voy a conseguir, aunque usted ahora no lo crea, la curación de sus
dolencias psicológicas que atisbo que son muchas y variadas. Ya lo verá.
Cuando termine con usted, después de aplicarle la terapia adecuada, deseará
volver a su instituto cuanto antes y, lo que es más sorprendente, verá usted
su ánimo completamente transformado. Será usted –ya lo verá- el primero
en llegar por la mañana a su centro de trabajo y será el último en marcharse.
También subirá usted las escaleras de dos en dos (o de tres en tres, que todo
es posible) y se presentará en cada clase con una sonrisa de oreja a oreja y
el ánimo a prueba de bomba. Nada ni nadie podrán pararle. No le
menciono otros logros de momento pero, si usted sigue mis consejos,
experimentará un cambio radical en su vida, un cambio tal que dejará
perplejos a propios y extraños. Claro que el primer sorprendido será usted.
No lo dude: será usted casi como el lucero del alba, o sea, un centro
gravitatorio que irradiará luz y optimismo a todos los que le rodean.
 
De momento no necesita usted baja alguna porque está usted de
vacaciones. Y, hasta que no valore si hay que echarle algo de gasolina a su
motor, tampoco necesitará pastillas. Pero no las descarto en absoluto. Más
adelante se verá.
 
En cuanto a lo de mi secretaria, ni hablar del peluquín. No se engañe
a sí mismo. ¿Cree usted, en su comprensible ignorancia, que sus problemas
desaparecerán si aparece en su vida una rubia despampanante? Que va,
hombre. Lo que sucedería, si accedo a su descabellada petición, es que se
metería usted en un buen lío. A su mal presente añadiríamos otro mal. Y,
por si no lo sabe, un principio básico de la psiquiatría y de la filosofía
(usted debería saberlo) es que no se deben multiplicar los males sin
necesidad. Usted no conoce a mi secretaria: es insaciable. ¿Está usted en
condiciones de responder a un reto semejante? Lo dudo, sinceramente.
Además creo que es usted un hombre casado. No sea imbécil y hágame
caso: no ponga en juego, por una secretaria más o menos, uno de los pocos
pilares de su existencia que se mantiene en pie. ¿Sabe usted la cantidad de
grillados que visitan mi consulta, después de haber dinamitado su
matrimonio por echar una canita al aire? Y, ¿sabe usted la brasa que me
dan? Cierto que mi trabajo es escucharles, pero, oiga, es que todos dicen lo
mismo: que están enamorados a rabiar de sus mujeres. Y lo que sufren y
padecen cuando piensan que a sus respectivas se las trajina ahora otro tipo,
ni le cuento. No se meta usted en este charco ni aunque le dieran dinero por
hacerlo. Piénselo dos veces: ¿a qué a usted no le gustaría que su mujer se la
pegara con otro? No, verdad. Pues, aplíquese el cuento. Además tiene usted
que ser consciente de que es muy difícil salir del pozo en el que se
encuentra sin la ayuda de los que le rodean, y particularmente de su
mujercita, que son los que le quieren de verdad. Mi secretaria es un
espejismo, un señuelo, una trampa andante. Si yo le contara…
Venga, Herme, revuelva en su interior y cuénteme todo lo que le
molesta de este mundo traidor en el que nos ha tocado vivir, sin dejarse
nada en el tintero, a ver si le ponemos remedio.
 
Soy todo oídos.
 
Hasta pronto.
 
Federico Lampedusa Viñamayor
 
Psiquiatra
 
3
El pollo de Villamoronta
 
Hola, otra vez:
 
Su primera misiva me ha dejado un tanto desconcertado. Es usted un
pillín. No quiere compartir su secretaria con nadie y me suelta el rollo ese
de los pilares de mi existencia. Si quiere que le diga la verdad, no sé si está
usted en condiciones de curarme. Pero en fin, puesto que ya he adelantado
una cantidad en pago de sus honorarios, no es cuestión de tirar el dinero. Le
pondré a prueba hasta que se termine la provisión de fondos, no sea que esté
usted peor que yo y entonces acabe majareta de verdad.
 
He hecho una lista de las cosas que más me sacan de mis casillas.
Unas son, desde luego, relativas a mi vida laboral, pero otras se refieren a
las circunstancias que me rodean fuera del curro. Si no le importa
comenzaré por las segundas. Solo de pensar en los bárbaros de mis alumnos
se me revuelve el estómago. Comprenda: ahora estoy de vacaciones y el
tema es tabú. Así que vamos a lo menudo que ya habrá tiempo para hablar
de Sodoma y Gomorra.
 
A lo mejor a usted le parecen cosas sin importancia, pero toda juntas
forman una bomba de relojería que puede hacer estallar la mente más
equilibrada. Comenzaré por una de ellas al azar: no soporto a los gorrones. 
No sé por qué unos han nacido con la obligación de aflojarse el bolsillo
cada dos por tres y otros con el derecho a ser invitados de continuo.
 
Si se fija usted bien, existen dos tipos de personas: los que pagan
siempre y los que no se estiran así les maten. Y si cree que exagero o que la
cosa no es para tanto, eso es que Usted no ha tenido la mala pata de toparse
con algún pollo de Villamoronta.Me explicaré. 
 
Sepa Usted que en Villamoronta (Palencia), se crían los mejores
pollos de corral del mundo. Debe ser así porque el otro día tuve la
ocurrencia de comprar un pollo de corral que no era de Villamoronta, y la
que se organizó en la comida fue macanuda. Mi pollo, que me costó una
pasta, era de corral, pero tenía el pequeño defecto de no ser de
Villamoronta.
 
El caso es que a la hora de comer éramos ciento y la madre. Ya sabe,
esas comidas familiares de verano a las que se apunta todo quisqui y en las
que unos tienen la buena costumbre de traer algo para comer y otros vienen
a plato puesto, sin ni siquiera un pan bajo el brazo.
 
La cosa fue que yo me pasé la mañana asando mi pollo de corral,
que ya le digo, no era de Villamoronta, pero, en mi opinión, tampoco estaba
mal. El ave en cuestión pesaba casi cuatro kilos, tenía una piel amarillita y
yo diría que hasta una mirada inteligente. Desde luego no era la mirada
penetrante y avispada que deben tener los pollos de Villamoronta, pero,
como poco, pienso yo, la mirada de mi pollo era una mirada aceptable.
Vamos, que me parece a mí que mi pollo no era un pollo tarado o algo así.
Además, con el chorrito de cerveza que le eché por encima y unas patatitas
de adorno que puse alrededor, me quedó de un apetitoso dorado que nada
tenía que envidiar a los jabalíes esos que se zampaba Obelix el galo,
después de descalabrar romanos.
 
Pues bien, a la hora de comer coloqué mi pollo recién asado
encima de la mesa. Tenía, ya le digo, una pinta buenísima, y del pollo no
quedó ni rastro en cuestión de minutos. Imagínese la escena: veinte bocas
hambrientas, tenedor y cuchillo en ristre, y mi pollo allí, indefenso, en el
centro de la mesa, doradito y adornado con unas patatas asadas. Yo más
satisfecho que ni sé, por haber cumplido con una obra de misericordia tan
básica como es la de dar de comer al hambriento, hasta que escuché lo del
pollo de Villamoronta:
 
-Este pollo está bueno –dijo alguien, según masticaba mi pollo a
mandíbula batiente y untaba pan en la salsa-, pero no tiene nada que ver con
los pollos de Villamoronta. Esos sí que eran pollos. La carne oscurita y ¡qué
sabor! Éste también está bueno, eh, pero es que los de Villamoronta…, eso 
son ya palabras mayores.
 
Entonces, yo, que todavía tenía en mis manos el cuchillo con el que
momentos antes había trinchado el único pollo presente en la mesa (porque
los pollos de Villamoronta era evidente que debían estar todos en
Villamoronta, tan contentos), sentí como si el monstruo del lago Ness
surgiera de mi interior y, sin poder evitarlo, se lo juro, levanté mi mano,
agarré fuerte el cuchillo y me fui directo a aserrarle la yugular al cenutrio
ése, que no había tenido ni tan siquiera la ocurrencia de traer unas aceitunas
y que se estaba comiendo mi pollo, a pesar de no ser de Villamoronta.
 
-Hermenegildo, ¿qué haces? –gritó, muerto de miedo.
 
-¿Qué, qué hago? ¡Rajarte! Eso es lo que voy hacer.
 
-Hermenegildo, por Dios. ¡Contente! –gritó, de nuevo.
 
-¿Qué me contenga? –respondí ¡Ni hablar! Aquí mismo te rajo.
 
La cosa no fue a mayores porque mi mujer me miró de soslayo y
dijo imperativa:
 
-Herme, deja el cuchillo y vuelve a tu sitio. Ya sabes que estás
delicado. Esta tarde le escribes a tu psiquiatra y le cuentas lo sucedido. Ya
verás que bien te sientes.
 
Yo, manso como un cordero, solté el cuchillo y me senté sin poder vengar a
mi pollo.
 
Usted dirá, mi querido psiquiatra, que no es para tanto y le doy la razón.
Pero es que desconoce que días antes el mendrugo ése, que come tan bien y
tan barato, hizo lo mismo a cuenta de unos merengues que mi mujercita
había tenido la ocurrencia de comprar para postre. Los merengues en
cuestión no estaban nada mal, si tenemos en cuenta que desaparecieron en
un abrir y cerrar de ojos. Pero hete aquí que los merengues tenían la
desgracia de no ser de Borge, un mítico pastelero que en estos momentos
debe estar criando malvas en algún triste cementerio, posiblemente en el de
Villamoronta.
 
-Estos merengues están buenos, pero no tienen nada que ver con los de
Borge –dijo el susodicho, mientas devoraba un merengue con sabor a café.
Aquellos sí que eran merengues. ¿Te acuerdas? ¡Qué merengues!
 
La cosa no tiene arreglo porque a pesar de mi intento de homicidio a
cuenta del pollo, días después -no se lo va usted a creer, me fui de pesca y
tuve la suerte de enganchar una auténtica salmo trutta fario en el Pisuerga.
Y yo que venía más feliz que una lombriz, con mi trucha de medio kilo, que
no sabe Usted lo difícil que está pescar una, ¿sabe lo que escuché?
 
-Oye tú, Herme, menuda trucha que has pillado. Ahora, que las he visto
mayores. ¿No será de piscifactoría?
 
-No. Es de río –contesté lacónico.
 
Pero aquí no acabó la cosa. Por la noche enhariné la trucha y la
cociné frita con unas lonchas de beicon ahumado alemán, que compré en
una delicatessen y que, dicho sea de paso, me costaron una pasta. El
salmónido estaba de chuparse los dedos y así debía ser porque, la verdad,
desapareció en un santiamén.
 
Entonces, el de siempre, dijo:
 
- Oye, Herme, joé, esta trucha está buena. Pero no es como las de
antes. ¿A qué no sabes tú dónde se pescan las truchas más grandes y
sabrosas del mundo?
 
-¿En Villamoronta, quizás? –dije yo, a ver si captaba la indirecta.
 
-Pues, no. ¿A qué viene ahora lo de Villamoronta?
 
-Oye, nunca se sabe, a lo mejor, además de magníficos pollos de corral,
en Villamoronta hay también espléndidas truchas.
 
-Pues no es el caso –dijo, un poco mosca.
 
En ese momento mi mujercita, a la que no se le escapa una, debió
ver con claridad meridiana que se avecinaba tormenta y me arreó un
puntapié por debajo de la mesa en toda la espinilla. Yo, claro, me callé.
 
En fin, mi querido psiquiatra, ya ve usted lo difícil que es contenerse
en determinadas situaciones. Tanto que, estoy por pensar, que si no es por
mi mujercita a lo mejor ahora estaba entre rejas en algún siniestro penal.
Posiblemente en el penal de “El Dueso” en Santoña o en Carabanchel,
porque en Villamoronta creo que no hay ninguno, por el momento. Y es que
cuando menos se lo espera uno salta la liebre o el pollo de Villamoronta,
que para el caso es lo mismo.
 
Un abrazo.
 
Herme
 
***
 
Querido Herme:
 
No puedo dedicarle mucho tiempo porque tengo la consulta a
rebosar de piraos. Así que seré breve, pero certero: ha hecho muy bien en
contenerse. Veo que su mujer es una persona muy sensata y práctica.
Hágala caso en todo y le irá bien. Lo del asesinato hubiera sido su ruina.
 
Tenga en cuenta que la gorronería es una enfermedad. Hágase cargo
y sufrirá menos. O sea: no deje que un gorrón le amargue la vida. Huya de
ellos como de la peste. Y si no le queda más remedio que soportarles piense
que está usted asistiendo a algún necesitado.
 
Si lo sabré yo.
 
Adiós Herme, que se mejore.
 
Federico Lampedusa Viñamayor
 
Psiquiatra
 
P.D.: Para que se anime y para paliar, en la medida de lo posible, el
desaguisado económico que le causan esos gorrones que revolotean a su
alrededor, esta primera consulta le saldrá a mitad de precio. En vez de los
120 euros convenidos me arreglo con 60.
 
Adiós, buen hombre.
 
4
Adiós, siesta, adiós…
 
Mi querido psiquiatra:
 
Gracias por el descuento. Ha sido todo un detalle por su parte. Siga
en esa línea y comprobará como mi primera impresión sobre usted cambiará
a pasos agigantados. No crea que es tan fácil zafarse de los gorrones, pero
lo intentaré.
 
Vamos con otro asunto.
 
¿Sabe que otra cosa detesto de este mundo canalla que me ha tocado
vivir? Pues que cuando estoy plácidamente dormido en el sofá de mi casa a
la hora de la siesta suene el teléfono y una anónima telefonista me quiera
vender la Visa oro o un apartamento en Benidorm. ¡Buah! ¡Esto…! Esto no
lo soporto yo, ni creo que usted, ni la propia tiparraca que llama a esas
horas tan comerciales. Disculpe si la insulto de esta forma tan fuera de
lugar, tan malsonante, tan grosera y tan impropia de un hombre culto como
yo. Tengaen cuenta que lo hago para desahogarme y porque por el teléfono
no la puedo estrangular.
 
Hágase usted cargo: uno se ha levantado a las 7,30 de la mañana,
después de haberse acostado tarde el día anterior; ha dormido –en el mejor
de los casos- unas seis horas; ha ido a trabajar toda la mañana por esos
mundos de Dios; ha sonreído a sus jefes y se ha tragado sin rechistar todas
las indirectas, directas y oblicuas que le han lanzado sus colegas; después,
ha salido de trabajar, se ha montado en su coche y ha soportado
estoicamente todos los atascos habidos y por haber; ha llegado a su casa
casi sin fuerzas para levantar una cuchara y poder llevarse algo a la boca; 
ha comido y, por fin, se ha tumbado en el sofá, exhausto, dispuesto a
disfrutar de un merecido descanso; y cuando sus párpados se han venido
felizmente abajo y el mundo y sus tribulaciones han volado de su vida,
entonces, en ese justo momento en el que uno comienza a recuperar las
energías perdidas y disfruta casi de un nirvana anticipado, va una
desaprensiva telefonista, marca tu número de teléfono -como quien
empujara la primera piedra de un alud- y en tu casa, en el santuario de tu
intimidad, en el reducto inviolable de tu libertad, en el ámbito propio para 
la armonía vital, la fraternidad, el contento y demás bendiciones de la vida
humana, suena un ring insistente y estridente -que no hay quien lo pare- y te
devuelve a este mundo cruel y te joroba la siesta bien jorobada.
 
-¡Pero quién leches llama a estas horas! –aúllas cabreado.
 
Después, te incorporas, agarras el teléfono, lo descuelgas y te pones
al auricular, más que nada para que deje de sonar de una vez. En ese
momento, una voz de plástico –que parece de otro planeta- te da las
buenas tardes, te llama “señor” y te regala en muy buenas condiciones de
pago un apartamento en La Manga. Y, si encima vas y le dices que si le
parecen horas de llamar por teléfono, va la petarda esa del teléfono, que está
más despierta que tú, y te dice toda amable:
 
-¿Qué hora es la mejor para llamarle, Señor Peña?
 
Entonces, se lo juro, no sabes si maldecir a su padre, a su madre o a
sus tatarabuelos. Pero, como los filósofos somos gente educada y
comprendemos muy bien que su padre, su madre y sus tatarabuelos no
tienen culpa alguna, vas y te reprimes una vez más y te limitas a colgar el
teléfono con tal violencia que ya llevo averiados cincuenta teléfonos, sin
exagerar. 
 
Ya sé que no es ningún delito llamar a esas horas de la tarde, pero
hombre, hay que darse cuenta de que, como poco, es una mamonada. 
 
¿No le parece? 
 
***
 
Querido Herme:
 
¡Qué cosas me cuenta! Pero, ¿es que no lee usted los periódicos?
¿No ve la televisión? ¿No escucha la radio? ¿No viaja por Internet? ¿No se
da usted cuenta de los dramas que ocurren todos los días en el mundo? ¡Y
me viene usted con que le interrumpen la siesta! Pero, hombre de Dios,
¿quién puede permitirse en los tiempos que corren dormir la siesta? 
Alégrese: es usted un privilegiado.
 
Debe saber, además, que la pelma esa que le llama por teléfono a la
hora de la siesta, no tiene culpa alguna. El responsable de este atentado
contra el equilibrio y la armonía de la persona humana es usted. Sí, sí,
usted. No se sobresalte. Y yo. Y todos. Y si no lo entiende lea a Marcuse y
empápese bien de su filosofía. Resulta que la bendita esa que le despierta de
la siesta lo que hace, al fin y al cabo, es cumplir con la lógica propia del
capitalismo voraz que nos circunda. Esa santa está tan explotada o más que
usted por una “razón instrumental” impersonal que gobierna nuestras vidas.
Su papel, en este ciego engranaje que nos devora, es vender, y el suyo,
comprar. De ese modo todos contribuimos al crecimiento de la economía y,
por ende, al bienestar general, y seguro que al encumbramiento de algún
ejecutivo que se está colgando medallas en su empresa con esta faena.
 
Pero tampoco les eche toda la culpa a estos tiburones del marketing
pues, al fin y al cabo, no hacen otra cosa que lo que hacemos todos: tratar
de forrarse a toda costa para pagarse una buena casa, un buen coche, buenos
trajes, buenas cenas, buenas vacaciones, las corbatas, el rolex, el
apartamento de la playa, un segundo y un tercer coche, el cole de los niños,
los libros, las clases particulares de inglés (que hay que ver la perra que le
ha entrado al personal con esto del inglés), la game boy, el último
smartphone del mercado y demás bienes muebles e inmuebles
imprescindibles para la felicidad humana, siglo XXI entendida.
 
Claro que sería mucho más bonito que el engranaje funcionase sin
tener que despertar a la gente de la siesta y todos tan contentos. Y que no
estaría nada mal ponerle límites a este consumismo voraz que nos consume 
y que los que han parido este sistema de publicidad, tan directo y agresivo,
reflexionaran y comprendieran que no cualquier medio es válido para lograr
unos objetivos. Pero como esta filosofía está muy lejos de hacerse realidad,
para evitar que le de a usted por volar todos los call center con esas
proletarias de la sociedad de las telecomunicaciones dentro (lo del cuchillo
me tiene preocupado), le daré tres consejos:
 
1- Pida que le quiten de la guía de teléfonos.
2- Descuelgue el teléfono a la hora de la siesta, por si acaso.
3- No desee más de lo imprescindible para vivir.
Para conseguir esto último le propongo un ejercicio: vaya usted al
Corte Inglés y salga sin comprar nada. ¡A ver si es capaz! Hágalo de vez
en cuando para afianzar su virtud.
 
Siga mis consejos y verá usted como el problema se va arreglando.
 
Para que se consuele le contaré que mi vecino de pareado tiene un
pastor alemán en su casa y a la hora menos pensada el animalito se pone a
ladrar sin importarle nada si son las cinco de la madrugada, las seis o la
hora de la siesta. ¿Sabe lo que he hecho? Pensar que estoy soñando y no
darle importancia. Haga usted lo mismo. ¿Qué suena el teléfono? Pues
nada, hombre, ni caso y a dormir.
 
Adiós, Herme, que se mejore.
 
Federico Lampedusa Viñamayor
 
Psiquiatra
 
5
Gregarios
 
Estimado amigo:
 
Seguiré sus consejos y dejaré tranquilos los cuchillos, pero tenga en
cuenta que necesito desahogarme de alguna manera y mi mente no se
resiste a imaginar las formas más crueles de ajustar las cuentas al personal.
Pero dejemos eso ahora. Voy con otro tema.
 
Sepa que hay otra cosa que me fastidia mucho y es que cuando voy
al cine, a la sesión de las cinco de la tarde de los lunes, por estar lo más solo
posible, las diez o quince personas que van al cine ese día, en vez de
dispersarse por la sala, van y se te sientan al lado o justo delante, que eso
aún es peor. No sé muy bien si son tontos o me quieren meter mano. Mira
que el cine es grande, pues nada, a agruparse lo más posible.
 
Fíjese usted que los filósofos le encontramos explicación a todo, pues a
esto aún no le he encontrado una explicación satisfactoria. No sé si será
porque todos estos mamones pegadizos son unos solterones empedernidos y
van al cine a sentirse acompañados o si se trata de alguna fuerza gravitatoria
desconocida que les impulsa a acercarse. También podría ser que, como yo
procuro situarme en el centro del cine para tener la mejor visión posible,
estos otros seres tengan el mismo pensamiento que yo y no les importe
arremolinarse como las ovejas con tal de tener una buena visión. Quizás sea
eso, aunque no me cuadra del todo, porque lo mismo que me pasa en el
cine, me pasa en el metro, en los autobuses urbanos, en la consulta de mi
médico de cabecera, en la playa y en el bar de Berni. Yo no digo que,
cuando no haya sitio, haya que arrejuntarse un poco, pero habiendo sitio,
¿cómo es posible que estas lapas humanas, con sus 36,5º centígrados de
temperatura corporal de media, se me echen encima sin más ni más?
 
Cuando me pasa esto, si he de serle sincero, me entran unas ganas
irresistibles de darles un pisotón disimulado, un codazo a traición o una
patada en cierto sitio a ver si se dan por aludidos. Pero como soy profesor
defilosofía, y no estaría bien visto que alguien que tiene que dar ejemplo de
mesura y buena educación tuviera semejante reacción instintiva y animal,
me reprimo todo lo que puedo y, de momento, me aguanto.
 
El otro día, sin ir más lejos, un tío mal oliente, de los que se bañan
una vez al año para no gastar agua ni jabón, se me arrimó en la cola del
supermercado con todos sus hedores encima. ¡La madre que le parió! No le
pedí a la cajera el extintor contra incendios para fumigarle allí mismo de
puro milagro. ¡Usted no sabe lo mal que olía el tío ese!
 
No sé, mi querido amigo, qué tipo de psicopatología será ésta y qué
terapia tendrá. A mí entender hay que procurar no arremolinarse, si no es
imprescindible. Reconozco que hay gente para todo y que a muchos les
encanta el agrupamiento y el reagrupamiento. Pero a mí, que quiere que le
diga, después de haber leído “La rebelión de la masas” de Ortega y Gasset,
todo lo que suena a masas no me gusta nada. Es más, si hay algo a lo que le
tengo pánico en este mundo es al movimiento de las masas, sea en la
dirección que sea. Además, tengo entendido que las grandes desgracias
humanas ocurren cuando el personal está apelotonado. Y si no me cree,
váyase Usted a la Meca a dar vueltas con otros dos o tres millones de
personas y tenga cuidado de no tropezar, porque como se caiga al suelo, allí
mismo que le hacen papilla sin más trámites.
 
Y qué me dice de las pandemias y la que se lía con los virus que
saltan de persona en persona precisamente por el amogollonamiento.
 
Así que, si quiere que le diga la verdad, cuando estoy con más de
tres o cuatro personas ya empiezo a ponerme nervioso, y si encima van, y
teniendo sitio para estar todos sabiamente distribuidos (como los datos
estadísticos), se te sientan justo al lado, pues lo dicho: me pongo malo y me
entran unas ganas irresistibles de alejarme lo más que pueda. Si esto es una
enfermedad, Usted dirá.
 
Un abrazo.
 
Herme
 
***
 
Querido Herme:
 
Mimetismo. Este es el nombre técnico del problema que me plantea.
La gente tiende a arremolinarse por mimetismo. Es una acción inconsciente
y carente de cualquier malicia. He de reconocerle que a mí me pasa lo
mismo que a Usted. Me saca de mis casillas que se me sienten al lado
habiendo sitio libre, Así que lo tengo bien estudiado y he llegado a la
conclusión que lo mejor que puede hacer, antes que espantar a estos
moscones a leche limpia, es huir disimuladamente.
 
En el cine espérese sentado en su butaca quince minutos después de
comenzada la película, para dar tiempo a que lleguen todos los babosos que
quedan por llegar, no sea que si cambia de butaca prematuramente vengan
otros y le sigan como las ratas al flautista de Hamelín. Además, siempre hay
alguien que llega más tarde de lo normal, se pasea por delante de tus
narices, se quita de pie el abrigo, como si no tuviera a nadie detrás, y se
sienta todo lo estirado que pueda para ver mejor que nadie. Así que, una
vez que todos los pájaros estén juntos, y tenga la seguridad de que ya no
falta ninguno, levántese y dígale al de al lado:
 
-Perdón, sorry, excuse me, tengo que ir a la toilette, ¿sería tan
amable de guardarme el sitio no sea que alguien me lo quite y no tenga
donde sentarme?
 
Esto último hay que decirlo con cierto énfasis, a ver si captan la
indirecta. Pero no se haga ilusiones. A continuación váyase a la otra punta
del cine aunque tenga que ver a Jack Nicholson de forma oblicua. Haga lo
mismo en el autobús, en el metro o en el bar de la esquina. Eso sí, como en
estos sitios la xuntanza se produce estando de pie, aléjese poco a poco
dando pasitos de un centímetro como máximo, de modo que no se note que
se mueve. Vamos, como la tortuga de Zenón o el caracol del tío Ambrosio.
Cuando se quieran dar cuenta, se habrá esfumado y asunto arreglado.
 
Pero, dicho esto, le aconsejo que no se queje, hombre. Ahora lo va a
tener más fácil con las pandemias estas que van y vienen. Las medidas de
distanciamiento social le van a quitar de encima a todos los moscones.
Aunque, fíjese en lo que le digo: va usted a echar de menos algún que otro
abrazo y no poder estar cerca de las personas, al menos de aquellas a las
que más quiere. Así que no se vuelva usted un maniático del aislamiento.
No es cosa de estar “pegados” (es verdad) pero tampoco tan alejados que
nos convirtamos en unos “eremitas”. Busque el término medio como
recomendaba su amigo Aristóteles. Los ratos de soledad y aislamiento
vienen bien pero también necesitamos los ratos de interacción social. Usted
que es filósofo debería saberlo mejor que yo. 
 
Adiós, Herme.
 
Suyo afectísimo:
 
Fede Lampedusa Viñamayor
 
Psiquiatra
 
6
¿Acaba usted con el periódico o qué?
 
Querido Lampedusa:
 
¡Oiga esto de la huida funciona! Veo que es usted un psiquiatra muy
práctico. Pero reconozca que no todo se puede arreglar mediante la técnica
del escaqueo. Por ejemplo, ¿qué puedo hacer cuando llego al bar a
desayunar y algún tipo o tipa con suerte se me ha adelantado y está
leyéndose el periódico tan a gustito, y uno a verlas venir? Oiga, esta
situación me joroba bastante sobre todo si el que está leyendo el periódico
comunitario no termina nunca. Reconozco que no es algo que me produzca
unas ganas irresistibles de estrangular a nadie, pero últimamente (y por eso
se lo cuento) me hace emitir -de forma involuntaria- un gruñido sordo y
prolongado. Como si fuera un perro cabreado o algo así. 
 
Al principio, el gruñido era mental. Pero, en alguna ocasión, sin
darme cuenta, me ha parecido oírlo. Este tránsito involuntario de lo
puramente conceptual a lo sonoro, me preocupa. ¿Significa, mi querido
psiquiatra, que padezco una cierta incontinencia o falta de dominio sobre
la mente y sus pensamientos? No sé a usted, pero a mi me parece, que la
cuestión no es menor. Es una incontinencia que se acrecienta cuando ese
mamón con suerte, dobla las páginas del periódico sin remilgo alguno, en
clara actitud de estudiarse el rotativo. ¡Hombre, no! Una cosa es echarle un
vistazo al periódico y otra disponerse a aprendérselo de memoria.
 
Con ser esto una jetada, todavía es peor cuando el que me birla el
periódico es algún grupo de marujas o de pensionistas (pueblo errante que
puebla las cafeterías del mundo entero precisamente a media mañana) que
lo despliegan, como quien extiende la toalla en la playa, y allí se queda el
periódico con todas sus noticias calentitas, a la espera de que pase un ángel,
se produzca un silencio y alguna cotorra o cotorro vuelva su mirada al
periódico en busca de algo con lo que reanudar el cotilleo. Es evidente que
un periódico leído al albur de una conversación, es un periódico imposible
de recuperar en los diez o quince minutos que las personas normales
tenemos para tomarnos un café. No vas a ir y decir:
 
-Perdonen ustedes, ¿están leyendo el periódico? 
 
Lo más probable es que alguna grulla de esas te suelte una que te
deje el intelecto turulato para unas cuantas semanas. La última vez que
intenté algo similar, una de estas zancudas, me dijo:
 
-¿Pero a usted qué le pasa, está ciego o quiere ligar conmigo?
 
Si he de serle sincero aún no he sido capaz de desvelar el hondo
significado que esta respuesta debe contener. A lo mejor Usted, que habrá
tratado más de una dislexia, me lo puede aclarar. A mí, la verdad, aunque
he leído la “Fenomenología del Espíritu” de Hegel cuando estudiaba en
Santiago de Compostela y que he llegado a comprender eso de que “el yo
es un nosotros y el nosotros es un yo en el momento del Absoluto”, pues
esto otro se me escapa.
 
También hay quien agarra el periódico, se va directamente a la
página de los pasatiempos y se dispone a hacer todos los crucigramas,
autodefinidos, sudokus y jeroglíficos habidos y por haber. Es evidente que
recuperar un periódico secuestrado por un ludópata de estos es misión
imposible, algo así como recuperar el Peñón de Gibraltar.
 
Y yo me pregunto, si no sería posible redactar un estatuto del lector
gorrón o, al menos, un código deontológicoque estableciera un tiempo
máximo de gorroneo de los periódicos en los bares, penalizaciones por no
pasar página con cierta fluidez, e inhabilitaciones temporales o definitivas
para los que retengan un periódico sin ni siquiera leerlo. Como poco, podría
hacerse alguna campaña publicitaria con un lema sencillo y llamativo del
estilo “lee y pasa” o “no retengas”, que también podría contar con el apoyo
-y la financiación- de la “Sociedad Española de Urología”, si es que existe
tal sociedad.
 
¿A usted que le parece?
 
Un saludo.
 
Herme
 
***
 
Querido Herme:
 
En tanto en cuanto no se constituya esa asociación de lectores de
bares, con sus estatutos y códigos deontológicos, puede intentar algo más
sencillo. Soborne usted al camarero con la exigua cantidad de 0,50 céntimos
de euro, para que le reserve algún periódico y se lo tenga preparado para
cuando llegue usted a desayunar. Pero, como esta fórmula solo le valdrá en
su bar habitual, en el resto de bares del mundo mundial échele al asunto un
poco de cara. Acérquese al gorrón y dígale:
 
-Si es usted tan amable, cuando termine de leer el periódico me lo
pasa. No hay prisa. Usted tranqui.
 
Luego dedíquese todo el rato a mirarle fijamente y a sonreírle
siempre que levante la mirada, inquieto. Con ese pressing, propio de la
selección italiana de fútbol, los periódicos caerán en sus manos con bastante
frecuencia a los pocos minutos. No siempre es eficaz, lo reconozco, pero en
la mayoría de los casos funciona.
 
Es mejor que reaccione usted así y que no recurra a métodos más
expeditivos, como ir aumentando progresivamente la intensidad de los
gruñidos, hasta conseguir el periódico dichoso. Por el contrario, sonría
(aunque en su interior eche usted espumarajos) y comprobará por si mismo
la fuerza irresistible de una sonrisa. 
 
Adiós Herme, que se mejore.
 
Federico Lampedusa Viñamayor
 
Psiquiatra
 
P.D. ¡Ah!, se me olvidaba: le adjunto una indicación para que se
haga unos análisis y me haga llegar los resultados cuanto antes.
 
7
Cotorras y papagayos
 
Mi querido doctor:
 
Sepa que, con su última recomendación, me envía usted a la guerra,
aunque sea a una guerra psicológica. En fin, suya será la responsabilidad de
lo que pueda pasarme. Imagine que alguien conoce su estrategia de
intimidación y, solo por fastidiar, tarda más de lo habitual en leer el
periódico. A lo mejor me acerco a él y le arreo un guantazo, que una cosa es
retener el periódico de forma inconsciente y otra es hacerlo a posta. No sé,
no sé…
 
Voy a otro asunto. Otra cosa que me jeringa mogollón, de este
ignaro mundo que me ha tocado vivir, son esas cotorras andantes que no
tienen otra cosa que hacer que estar todo el día dándole al pico. Ya sabe, ese
personal que es incapaz de estar en silencio un minuto seguido y que habla
sin parar en cualquier momento y ocasión. Yo, que cada día que pasa, soy
un hombre más silencioso y taciturno, no alcanzo a comprender cómo se
puede dar la brasa al personal de esta manera tan continua, tan constante,
tan pertinaz.
 
El caso es que he observado que estas plastas humanas que dedican su
tiempo libre a brasear al que pillen cerca no leen un pimiento. Y, digo yo,
¿cómo es que sin leer nada son capaces de hablar tanto? Yo, que me tengo
leídos una montonera de libros, cada vez tengo menos cosas que decir, y
estas analfabetas o analfabetos, que si tienen un Quijote en la sala de estar
de su casa es de adorno y porque se lo han vendido los del Círculo de
Lectores con una cubertería, no paran de castigarnos con su verborrea
incontenible.
 
Usted me dirá qué explicación puede tener esta incontinencia verbal. A
mi me parece -es una hipótesis propia- que se trata de una especie de
mecanismo de defensa freudiano, como consecuencia de algún déficit de
conocimiento. Y he llegado incluso a formular una ley de la que me siento
muy orgulloso: “Cuanto menos se sabe, más se habla”. Reconozco que es
una ley un tanto pedestre y de andar por casa, pero me vale para detectar
ignorantes y, a sensu contrario, sabios.
 
Estos loros, cuando están frente a alguien con estudios y conocimientos,
tratan por todos los medios de demostrarse a sí mismos que no hace falta
hincarla para saber de algo, y lo que hacen es simplificar todos los asuntos e
improvisar lo que haga falta. Así que eso que decía Wittgenstein de que de
“lo que no se puede hablar, mejor es callarse” se lo pasan por la
entrepierna, pues “por qué va a tener razón un fabricante de lavadoras como
el Wittgenstein ese”. Y si les dices que ese tal Wittgenstein fue un reputado
filósofo, te despachan con un “y a mí qué, esa será su opinión”. Y cómo
esto de la distinción entre opinión (doxa) y ciencia (episteme) está muy
chungo, en este mundo relativista y multicultural que nos ha tocado vivir, y
además es muy difícil de explicar, pues vas y te callas por no tener que dar
una clase de filosofía cada vez que te encuentras con un papagayo de éstos.
 
Otra cosa que hacen estos charlatanes es repetir la misma cosa que han
dicho una vez de mil formas distintas, para que se te quede bien atornillada
en el cerebro y ocupar -así- el mayor tiempo disponible en cualquier
conversación. Y como -“quod natura non dat, Salamanca non praestat”- con
el paso del tiempo siempre te cuentan las mismas cosas, de modo que al
cabo de un tiempo de convivir con ellos ya te los sabes de memoria y te
aburres solemnemente. Todo ello, desde luego, con su yo por delante. Que
“si yo…” que “si a mí…”, “pues yo lo que digo…”, que llegas a pensar si
estas cacatúas no tienen abuela.
 
Usted comprenderá que esta matraca constante no hay Ortega y
Gasset que la aguante. Una cosa es que el “yo soy yo y mi circunstancia”
sea cierto, y otra es estar todo el día sin salirse de la circunstancia del
propio yo. 
 
Y no digo que el yo de cada cual no tenga su importancia y que no
haya que soltarle el rollo a alguien de vez en cuando. Pero una cosa es
contar alguna batallita en alguna ocasión, y otra no parar de hablar de uno
mismo a todas horas. Cierto que yo aquí le estoy pegando a usted la brasa
con mi yo y sus neuras, pero convendrá conmigo en que pago por ello. Todo
legal y asumido. Pero, que yo sepa, estos papagayos no van y dicen:
 
-Oye, ¿cuanto cobras por media hora escuchando mis neuras?
 
Que va, van, te las sueltan y ni un euro por la obra de misericordia.
Y tú allí, sin poder meter baza ni poder contar cómo te duele el bazo
últimamente.
 
Dígame algo doctor y pronto.
 
Herme
 
P.D. Ya he ido al analista. El picotazo no estuvo nada mal si tenemos
en cuenta que la enfermera estuvo muy certera y, a la primera, acertó con mi
vena. Luego, para celebrarlo, me tomé un buen pincho de tortilla con un
café doble con leche, croissant y zumo de naranja en una terraza frente a la
ría. Así que estupendo. Les he dado su dirección para que le remitan los
resultados. Ya me dirá. Estoy ansioso por tomarme alguna pastillita.
 
***
 
Querido Herme:
 
Creo que me habla usted de dos tipos de emplastos humanos
diferentes. Uno es el tipo “cotorra” que habla sin saber y otro es el tipo 
“don yo” o “doña yo” que solo piensa en si mismo y por ende, solo habla
de sí mismo.
 
En cuanto al primer espécimen estoy de acuerdo con usted en que es
una faena tener un loro de éstos cerca. ¿Cómo explicarles a estos loros que
es bueno escuchar al que sabe más que tú o que más vale estar calladito y
que no pasa nada si uno no sabe algo? Difícil tarea. 
 
Mi recomendación es que antes de mandarles a freír espárragos, debe
usted intentar una terapia que consiste en tomarse mucho interés por lo que
le cuentan estas cotorras y freírles a preguntas. Un simple “¿estás seguro?, o
un “¿tú crees?”, o un “¿por qué?”, o un “¿y…?”, repetidos de forma
insistente, son suficientes para que se les quiten las ganas de largar, al
menos contigo.
 
Si esto no le funciona debe practicar la huída educada que consiste en
levantarse y decir: “perdona pero tengo que ir al excusado ya”. Es
importante levantarse primero y luego decir la frasecita porquela huída es
ya imparable. Si quiere ser más exquisito no diga lo del excusado -que
suena feo- y diga bien alto como asustado: ¡¡el pollo!! “-¿Qué pollo?” le
preguntará el o la verbilocuente. Y usted dirá: “¡¡el pollo que tengo en el
horno!!” A continuación salga corriendo sin mirar atrás y asunto arreglado.
Si le quiere dar una mayor verosimilitud grite: “¡¡Se me ha quemado, se me
ha quemado!!” y desaparezca del mapa, sea verdad o mentira que usted está
asando un pollo.
 
En cuanto al que solo habla de sí mismo debe ser usted indulgente.
Tenga en cuenta que esto de hablar por los codos de uno mismo, tiene su
causa profunda en una necesidad de comunicación que todos tenemos.
Cierto que hay gente que solo habla de sí misma debido a un egocentrismo
muy acendrado que todos, en mayor o menor medida, padecemos. Curarse
de esta enfermedad es tarea difícil.
 
Usted es filósofo así que dele una vuelta al tema a ver si es capaz de
resolver este complejo problema. En principio pienso que es bueno no
pensar tanto en uno mismo y preocuparse un poco, aunque sea un poco, de
los demás. Está comprobado que el ser humano experimenta una honda
satisfacción si lo hace. Pero, hay que tener cuidado pues también hay que
pensar en uno mismo de vez en cuando. Si no lo hacemos, corremos el
peligro de ser absorbidos por los demás y sus problemas. Como en todo
debe buscar el equilibrio. Hemos de ser altruistas pero sin pasarnos. Hay
por ahí especímenes especializados en absorber a los demás en cuanto
detectan a una buena persona dispuesta a ayudarles. A veces hacerle bien a
alguien consiste en no hacerle ni caso. Pero, ya le digo Herme, este es un
complejísimo problema más propio de la filosofía que de la psiquiatría. 
 
Así que, mi querido Herme, aquí interrumpo mi incursión en
campos vedados a mi sapiencia y le paso a usted el testigo.
 
En principio, y en final, solo se me ocurre decirle que haga usted
aquello que le haga sentir bien y no mire a quien. 
 
Adiós.
 
Federico L. Viñamayor
 
Psiquiatra
 
P.D. Los análisis están bien, yo diría que casi perfectos.
Enhorabuena. Ya puedo descartar las causas somáticas de su enfermedad.
Tan solo está un poco bajo de serotonina. 
 
8
¡Siempre a la contra!
 
Mi querido psiquiatra:
 
Muchas gracias por sus atentas consideraciones. Pensaré en esto de
los límites del altruismo. Veo que lo que quiere es que mantenga mi mente
ocupada en algo que no sea pensar en mis propias miasmas. No se piense
que soy tonto y no he captado la indirecta. Tomo nota, pero vaya con
cuidado. Usted fue el que me dijo que revolviera en mi interior y le
vomitara todas mis neuras.
 
¿Recuerda?
 
Así que si no hay contraorden, yo sigo.
 
Otra cosa que me incomoda de este mundo ingrato que me ha tocado
vivir, son esos individuos que, digas lo que digas, siempre te llevan la
contraria. Con sus rotundas negaciones, estos “don no”, destruyen sin
ningún miramiento, la buena armonía de las conversaciones insustanciales,
en las que todos asentimos por educación a lo que nos cuentan los demás y
esperamos la misma reciprocidad. Son como espadachines emboscados en
las calles de Toledo, a la espera de darle pasaporte al Capitán Alatriste.
 
Imagínese: uno, que se ha levantado con el mejor de los espíritus
ciudadanos, después de empaparse bien del estoicismo de Epicteto y
Séneca; que ha hecho serio propósito de aplicar sus máximas, sobre todo
esa que dice que “no hay mejor agua que la que se deja correr”; que ha
leído durante media hora una síntesis de los discursos de Gandhi; y,
además, para no fallar ha hecho yoga, gimnasia mental, yacusi,
hidromasaje, hidroterapia, fisioterapia, sauna, termas, lomi lomi hawaiano y
qi chon chino; y que –por si acaso- ha quemado cien bengalas de incienso
en su piso hasta lograr que alguien haya llamado a los bomberos; y que,
después de hecho todo esto –que lleva su tiempo-, va y sale a la calle con un
espíritu conciliador y tolerante, como quien estrena un traje nuevo, con una
sonrisa de oreja a oreja en plan pacificador, como si fuera un Quijote de la
bonhomía o el mismísimo Buda redivivo; y que camina con una buena
voluntad kantiana a prueba de bomba; sale, digo, a ese mundo cruel en el
que nos movemos, y va y tiene la mala pata de encontrarse con un
espécimen de estos de que le hablo. Entonces, todos tus mecanismos de
defensa saltan por los aires. Y si no me cree, escuche la conversación que
mantuve hace unos días con un “don no” de esos de que le hablo: 
 
- Hace buen día –dije, por iniciar una conversación intrascendente y
amistosa.
 
Y va el “don no” y me contesta:
 
-No creas.
 
Al principio me quedé un poco cortado, pero luego dije, por seguir
los consejos de Epicteto:
 
-Sí, en verdad, no es tan buen día, hace un poco de frío.
 
Y va el susodicho y me dice:
 
-No, que va, frío no hace, lo que hace es calor.
 
Así que le miré y me dije: “este tío quiere guerra, eso está claro”.
Pero, como estás embutido de máximas y consejos orientales y occidentales
al cincuenta por ciento, y por tu condición de filósofo, que se supone que te
has leído “La Paz Perpetua” de Kant, me contuve y le dije:
 
-Sí, tienes razón, pero es un calor húmedo que me tiene un poco
destemplado.
 
Y va el aragonés ese, que es más terco que una mula, y me contesta:
 
-¿Calor húmedo? Que va hombre, es un calor seco, lo que pasa es
que estarás enfermo.
 
Entonces, se lo juro, una duda invadió mi mente. La duda era ésta:
“¿le arreo ahora el guantazo o lo dejo para luego?” Pero en ese momento
me pareció ver a Buda, Gandhi y a San Francisco de Asís conjuntamente,
que me decían: “Haya paz, hermano”. Entonces, en razón de esta
iluminación, relajé el puño, que ya tenía preparado en el bolsillo -como si
de una catapulta romana se tratara- para descargárselo en las narices, y para
cerrar la conversación le dije:
 
-Sí, estaré un poco resfriado.
 
Y va el muy cabrito y me contesta:
 
-Que va, a ti lo que te pasa es que tendrás anemia.
 
Y yo, que estoy mejor alimentado que las vacas de Cervera de
Pisuerga, ya no sabía si estrangularlo, tirarle por el hueco del ascensor o
coger el hacha del equipo contra incendios del edificio y acabar con él, allí
mismo. Al fin opté por marcharme, por aquello de no acabar tan joven en la
prisión de Alcatraz, donde creo que están encerrados los más renombrados
psicópatas asesinos del mundo.
 
Convendrá conmigo en que, a este tipo de personal, no hay quien lo
aguante.
 
Adiós, que ahora mismo me voy a preparar una tila. Solo de
recordarlo me pongo malo.
 
Herme
 
***
 
Querido Herme:
 
Otra vez afloran sus instintos asesinos. Si me permite un consejo
cuando usted se encuentre con una “mula” de éstas no se deje dominar por
sus primeros impulsos, cuente hasta diez, y luego prepare alguna estrategia
para desarmar a este personal. Le propongo, por ejemplo, que en la próxima
ocasión vaya usted prevenido y diga sin más ni más:
 
-Hace buen día. ¿Verdad que no?
 
Ya verá como el “don no” se queda planchado. Esta rendición
anticipada por su parte le provoca al “don no” un cortocircuito mental, que
le deja paralizado, como si hubiera embarrancado en el desierto del Sahara
con el trono del Cristo del Gran Poder a hombros. Luego, sin darle tiempo a
que reorganice sus neuronas, márchese.
 
Ya verá: ¡Un “don no” derrotado por la perspicacia del pensamiento
y el raciocinio de un filósofo de provincias! ¿Qué le parece? No me negará
que no es mal remedio. Así se evita usted lo de los hachazos y que le
encierren de por vida en algún siniestro penal.
 
En cuanto a lo de salir de uno mismo y pensar un poquito más en los
demás, no va usted descaminado. Es una buena terapia para superar muchos
problemas psicológicos. Sepa usted que las personas que tienen que cumplir
con un deber para con los demás suelen ser personas muy felices.
 
Le diré para terminar que no veo causas somáticas que expliquen
sus desequilibrios. Lo suyo es más psico que soma. O sea más del coco (la
mente, ya sabe) que del cerebro. Sus cartas y los análisis lo indican.Tan
solo tiene la serotonina un poco baja, así que a lo mejor le caen unas
pastillitas.
 
Pero eso ya se verá.
 
Adiós, Herme.
 
Federico L. Viñamayor
 
Psiquiatra
 
9
Está bueno, pero…
 
Querido psiquiatra:
 
Así que la serotonina un poco baja, pues ¿a qué espera? Necesito
urgentemente algún reconstituyente. Sepa que este verano me toca cocinar a
mí, porque mi mujercita –que tiene que trabajar- se ha esfumado, y me ha
dejado a cargo del “colegio”. Ya se puede usted imaginar. Estoy que fumo
en pipa. Y no es que me disguste esto de la cocina, lo que no soporto es
que después de pasarme la mañana en la cocina, luego tenga que soportar
críticas o, lo que es peor, un análisis exhaustivo de la calidad de mis platos
por parte de un personal (cada día más numeroso) que siempre que está
delante de un plato tiene que valorarlo a toda costa.
 
Estos malas tripas siempre le encuentran algún defectillo a la
comida que tienen delante. Ya se pueden estar comiendo el plato más
elaborado que pueda cocinarse, después de que alguien se haya pasado una
mañana entera en la cocina rebozando rape de Ribeira, preparado con un
fumet a base de centolla de la ría de Arosa, nécoras de Sada y almejas de
Carril, bien machacaditas, con un chorrito de ron jamaicano y un poquito de
azafrán de Toledo, traído de urgencia por Seur, para que al plato le falte
algo.
 
-Está bueno, pero… le falta sal… te has pasado con el ron o a este
plato no le va la nécora.
 
Cuando oyes el “pero” te metes la mano en el bolsillo y buscas la
navaja, que también te han mandado de Toledo de regalo con el azafrán, la
agarras con suavidad, la acaricias y piensas: “Como siga por ese camino,
le rajo aquí mismo”.
 
Esto lo piensas, claro, no porque seas un asesino psicópata, sino
porque ya es la enésima vez que te analizan tus platos como si se tratara del
examen de acceso a la Universidad. Y, como gota a gota se llena un
caldeiro, y una última gota logra desbordarlo, si todavía no tienes la mente
como un caldeiro lleno de despiadadas, pero muy educadas críticas, críticas
exhaustivas y diarias, “peros” sin cuento que impiden ver la belleza de un
cielo azul por una triste nube que se pasea perdida en el horizonte, entonces,
digo, si todavía no estás saturado de tan amables críticas culinarias, sueltas
la navaja silenciosamente y pospones el asesinato para más adelante. Pero
solo en ese caso y porque el caldeiro ese del que le hablo no está aún a
rebosar, que si no, allí mismo eres capaz de asestarle más puñaladas que las
que le endilgaron a Julio César.
 
El caso es que tengo observado que este personal no solo critica la
comida que tiene delante, sino cualquier otra cosa: cómo vistes, como
calzas, como andas, cómo te sientas, como te levantas, cómo conduces,
cómo hablas y hasta cómo ligas. Se supone, claro, que ellos lo hacen todo
muy bien y que tu eres un pobre gilipollas que necesitas un poco de
educación. Y lo que sucede es que estos criticones se creen unos seres 
cuasi perfectos, que a todos exigen una perfección imposible y, sin
embargo, consigo mismos son la mar de indulgentes.
 
Sepa usted que estoy harto de estos especimenes. Pensará que
exagero y que hay que aguantar al personal un poco. Y le doy la razón. Hay
que aguantarles, pero solo un poco. Estoy dispuesto a admitir una cuota de
críticas del 0,7 de cada 10 alabanzas y buenas caras. Por ahí paso, pero más
allá, ni hablar. Tenga en cuenta que estos insatisfechos de profesión son
insaciables y que con sus “constructivas” críticas pueden someterte a una de
las peores tiranías que conozco: la imposición del gusto de un hombre sobre
el gusto de los demás hombres.
 
Dígame algo pronto porque me encuentro en el ecuador del verano y
estoy casi a punto de estallar. Lo noto por un movimiento de los dedos de
ambas manos (como el que hacen los pistoleros de la pelis de vaqueros
antes de desenfundar su pistola), que me se desata irrusistible (ya ni escribo
bien solo de recordarlo), cada vez que escucho un pero o una crítica por
cualquier cosa.
 
Hasta pronto.
 
Herme
 
***
 
Querido Herme:
 
Asunto difícil éste que me plantea usted. Tan difícil y complejo que
he necesitado hacer unas consultas. Esa es la razón de que haya tardado un
tiempo en contestarle. Tenga en cuenta que esto de protestar de la comida es
casi un vicio nacional del que muy pocos están libres. Si el vicio es
persistente y cotidiano, tiene usted razón, puede resultar muy perjudicial
para una buena relación entre las personas. Para resolver este problema le
propongo dos estrategias sucesivas:
 
La primera, consiste en hablar del tema delante de un insatisfecho
de la mesa y el mantel, como quien habla de otro. Así, de forma indirecta y
educada, puede hacerle saber que detrás de una sartén siempre hay una
persona que merece todo nuestro reconocimiento y que no tenemos ningún
derecho a hacer pasar un mal rato a nadie en las comidas con nuestras
críticas. Y que, si bien alguna indicación de nuestros gustos de vez en
cuando no hace daño, la crítica diaria y continua, puede convertir el tiempo
de la comida en un verdadero suplicio para ése (que casi siempre es ésa)
que consume sus horas en la cocina laborando para hacernos la comida. A
ver si, simplemente con esta consideración, una persona inteligente que
haya naufragado en este defecto, al verlo desde esta perspectiva, es capaz
de cerrar el pico de por vida y no decir nada negativo de las comidas que le
hacen otras personas. 
 
Otro argumento que puede emplear en esa conversación distendida y
terapéutica, es recordar que, cuando alguien se lleva un bocado a la boca, 
hay millones de personas que en ese mismo instante no tienen nada que
comer, y que hay que tener, como poco, la decencia de agradecer al buen
Dios, sin rechistar, la comida que tenemos encima de la mesa.
 
Tampoco viene mal explicar que, en esto de las comidas lo
importante es la buena intención y el deseo de agradar del que hace la
comida, y que es mucho mejor pasar un buen rato a la hora de comer que
fastidiar la reunión por un plato de lentejas mal cocinado. En el ámbito
doméstico –me parece a mí, vamos- solo cuenta el amor con el que se hacen
y dicen las cosas, ni más ni menos.
 
Por último, puede tratar de hacerles comprender que hay muchas
formas buenas de hacer un guiso. Y que, por eso, nuestro gusto culinario (la
forma concreta que a nosotros nos gusta) no puede considerarse el criterio
de la perfección al que todos deben plegarse. Pues, así como el ser se dice
de muchas formas (Aristóteles dixit), en cuestiones de gusto, el bien
también se dice de muchas maneras. 
 
Y, si estas reflexiones son insuficientes y no surten efecto alguno,
porque no hay nada más difícil en este mundo que una persona se dé por
aludida y pase de la teoría a la praxis, la segunda estrategia que le
propongo, es sencillamente invitar a este personal a que se hagan ellos
mismos la comida y después criticarles sus platos de forma constante y
exhaustiva durante un mes, a ver qué les parece.
 
Esta terapia no suele fallar. Si se fija un poco se dará cuenta de que
todos los seres humanos somos muy exigentes con los demás pero muy
indulgentes con nosotros mismos. Aproveche este rasgo de la condición
humana y ya verá como su problema se arregla.
 
También le recomiendo que enseñe a todos los miembros de su
familia a cocinar. Hágalo aunque sus hijos sean pequeños. Comience por
cosas sencillas y vaya, poco a poco, enseñándoles todo lo necesario para
que sepan hacerse el desayuno y la cena como poco. Después que aprendan
a cocinar primeros y segundos platos de la comida. Aunque no lo crea
contribuirá usted a su autonomía y de paso evitará que su propia familia se
convierta en una factoría de criticones y de “gran jefes culosentados”. Este
espécimen, que usted no menciona en su carta, es primo hermano del
criticón. Es un tipo que parece que ha nacido con el derecho a que los
demás le sirvan y que es incapaz de despegar su culo del asiento y echar
una mano. En su vida ha puesto una mesa, ni ha recogidoun plato y jamás
se ha hecho la comida. Este espécimen llega a casa y dice:
 
-¿Qué hay de cena?
 
Luego se sienta y que se las den todas.
 
Tenga cuidado Herme con este personal y recuerde que todos los
seres humanos nacemos libres e iguales. 
 
Adiós Herme.
 
Suerte.
 
Federico Lampedusa Viñamayor
 
Psiquiatra
 
10
Mandones
Querido psiquiatra:
 
He seguido su consejo y he puesto al personal a cocinar. He
observado que a todos les encantan sus propios platos. Tiene usted más
razón que un santo. La cosa va tan bien que he decidido dedicar este
verano a enseñar a mis hijos el arte de hacerse la comida, poner la mesa y
recoger la cocina. No quiero que el día de mañana se conviertan en unos
“Gran Jefes Culosentados”. ¿Qué le parece? Espero ansioso sus
felicitaciones.
 
Cambio de tercio y voy a otro asunto. Hay otro tipo de personal que me
irrita especialmente. Son esos mandones de medio pelo, auténticos
Napoleones emboscados, que solo se encuentran a gusto si se hace lo que
ellos dicen y punto. ¿No se ha topado usted nunca con uno? 
 
Mire: este tipo de personal disfruta con dirigir la vida de propios y
extraños. Siempre hay que hacer lo que ellos dicen porque si no les haces
caso, se cogen tal rebote, que ya puedes dar por concluida la paz y la
armonía de tu entorno vital.
 
Yo no digo que los peores mandones sean los dictadores que masacran a
sus pueblos, pero es que estos otros mandones cotidianos los tienes ahí, a tu
lado, jorobándote día a día, golpe a golpe y verso a verso. Y, aunque no te
mandan a la cámara de gas o a construir un canal en Siberia hasta que te
mueras de hambre y de frío, están todo el día diciéndote lo que tienes que
hacer.
 
Yo sé bien, porque he leído algo a Nietzsche, que en todo ser
humano anida un deseo oculto de mandar, una “voluntad de poder”, un
deseo irrefrenable de imponerse a los demás. Pero también tengo claro que
no trago a los mandones. Así que en nuestra naturaleza también debe
anidar algo así como un deseo irrefrenable de oponerse a esa “voluntad de
poder” de los mandones, o sea, un deseo de conducirse uno a sí mismo sin
que nadie tenga que decirte lo que tienes que hacer a cada instante. 
 
Dentro de este tipo general de los mandones hay un tipo particular
de mandón, mi querido psiquiatra, al que no aguanto. Es ese mandamás al
que se le ha subido el puesto a la cabeza y no para de darte órdenes,
dejándote muy clarito que él es el jefe y que tienes que hacer lo que te diga,
sin rechistar. Y, como en esto de los jefes está demostrado que cuanto más
cafre es uno, más sube, pues resulta que es muy difícil dar con uno que sea
medio decente. Yo no creo que sea mucho pedir jefes amables y educados,
más coordinadores de un equipo que generales de división, jefes que te
consulten, que te den libertad, que te permitan tener iniciativas, que te
apoyen, que te ayuden y que valoren tu trabajo felicitándote o haciéndote
sugerencias cuando haga falta. Claro que también me toca un poco las
narices ese personal que no está nunca a gusto con sus jefes y que, por el
mero hecho de tener a alguien por encima de él, ya le mira con reticencia y
está siempre a la contra. Tampoco es eso. 
 
Le ruego que examine el asunto pronto, porque durante las vacaciones
los mandones crecen como las setas. Y yo ahora me encuentro de
vacaciones, que para mí –después de un curso entero a la greña con
alumnos y demás personal docente y discente- es un período de libertad.
Una libertad condicional hasta Septiembre, pero al fin y al cabo una libertad
preciosa, que no querría yo ver condicionada en exceso. 
 
¿No le parece?
 
Un abrazo:
 
Herme
 
***
 
Querido Herme:
 
¡No lo permita! ¡Resista! ¡No obedezca jamás! ¡Ni harto de whisky!
¿Me oye? Y si no puede con ellos: ¡Huya! No se lo piense dos veces. Huya
de los mandones.
 
Le diré, para que esté alerta, que estos dictadores de pacotilla se
incuban desde la infancia más tierna. Son esos niños insoportables que todo
lo quieren ya y si no selo dan la montan buena.
 
-Quiero un helado, mamá –dicen impertérritos.
 
Y si no hay helado lo que hay es una bronca macanuda, hasta que el
niño se sale con la suya y para que se calle, van los papás y ¡toma helado!
Al helado le siguen luego cien mil cosas más: la game boy, la play station,
la PSP, la moto eléctrica, el ordenador, el móvil con infrarrojos y cámara 
fotográfica, la radio-Cd, el DVD, el Mp 3, el Mp 4, el IPOD, la tele de
pantalla plana, el coche de Fernando Alonso teledirigido y mil inventos más
que te van exigiendo conforme aparecen en la dichosa televisión.
 
De jovencitos siguen en la misma línea de manejar a los demás. En
la pandilla tienen que ser los que corten el bacalao. Y si no se hace el plan
que ellos quieren, no se hace nada. Son tajantes e intransigentes. A sus
padres los suelen tener esclavizados a su santa voluntad, con toda suerte de
chantajes sentimentales, morros indefinidos y amenazas de todo tipo.
 
-¡No pienso estudiar! ¡Me voy a ir de casa! ¡Me voy a tirar por la
ventana! -dicen para amedrentarlos. 
 
Y, de mayores, después de haber comprobado la eficacia de sus
técnicas de manipulación de personas, siguen en la misma línea con
cualquiera que tenga la desdicha de toparse con ellos. Estos faraones son lo
que son porque nadie se ha atrevido a decirles sencillamente una palabra:
no. Con estos dictadores no caben medias tintas. O se les opone una fuerza
equivalente o mayor, o no hay nada que hacer. Por eso –para desactivarlos-
no hay más remedio que seguir una terapia de choque, consistente en
convertirse uno mismo en un “don no” y oponerse por sistema a lo que
mandan, hasta que lleguen a comprender que sus deseos no son órdenes
para los demás. Y, si no alcanzan esta elemental sabiduría, pues entonces lo
que hay que hacer es redoblar nuestras negativas hasta escuchar un “por
favor” o un “si quieres”. Y, si nada de esto se produce, pues lo que hay que
hacer es seguir sin obedecerles. Antes muertos que sumisos.
 
En eso de los jefes y los subordinados –como en muchas otras
facetas de la vida- sepa usted que lo que cada parte persigue es –como ya
decía un amigo suyo llamado Hegel- el reconocimiento mutuo, es decir,
respeto y una mínima y reconfortante consideración del otro. De modo que
le recomiendo que minimice los conflictos lo más posible, pero sin dejarse
avasallar. Mire, estos conflictos son dialécticos, o sea, primero se afirma
una fuerza (la de su jefe), luego se le opone otra fuerza (la suya) y,
finalmente, no queda más remedio que pasar a una nueva situación en la
que el jefe le reconoce a usted como persona (y le trata como tal) y usted
hace lo propio con su jefe. Es el momento de la reconciliación en el que el
conflicto se resuelve.
 
De modo que, sin ser un quisquilloso, le recomiendo que no deje
pasar una, es decir, que si hay que enseñar los dientes de vez en cuando ante
los abusos de los que mandan, pues se enseñan. Ya verá cómo le va mejor.
 
Y, en sus vacaciones, pues que quiere que le diga, la libertad de
hacer cada uno lo que quiera es, sin duda, uno de sus ingredientes
fundamentales. Pero, al mismo tiempo, no olvide que vive en familia y que
todos tienen su propia libertad. Aquí el secreto está en compatibilizar
sabiamente los planes de todos y no ser demasiado tiquismiquis. Piense que
no es tan importante hacer esto o aquello, ir a un sitio o a otro, como estar
juntos y pasarlo bien. No merece la pena discutir por nimiedades. En
cualquier caso puede hacer una doble experiencia. La primera: haga rotativo
el poder y que cada día sea uno el que toma esas pequeñas decisiones como
a qué playa ir, qué comida preparar, o qué lugar visitar. La segunda: deje
amplios espacios de tiempo libre para que cada cual disponga como quiera
de ese tiempo. 
 
Adiós Herme, que se mejore.
 
Federico Lampedusa Viñamayor
 
Psiquiatra
 
11
Desobedientes
 
Mi querido psiquiatra:
 
Ya he repartido el poder todo lo que he podido y de momento la cosa va
bien. Nadie se extralimita ni ordena cosas descabelladas. Peroreconózcame
que esto de mandar es bastante difícil, porque si hay algo que me tiene
quemado de verdad es que mis hijos –o mis alumnos- no me hagan ni
puñetero caso cuando les mando hacer alguna cosa que, por mi condición
de padre o profesor, me veo obligado a mandarles. 
 
Ya le he dicho que a mí no me gusta mandar y que odio a los
mandones, pero convendrá conmigo en que en muchas ocasiones no queda
más remedio que dirigir un poco el cotarro.
 
¿Qué me dice?
 
Hasta pronto.
 
Herme.
 
***
 
Querido Herme:
 
Tiene usted razón. Todos los psicólogos y psiquiatras sensatos
opinan lo mismo: si queremos educar personas libres y responsables, los
padres o los profes tienen que exigir, poner normas y hacerlas cumplir; en
una palabra: mandar.
 
Hace poco he leído un decálogo de la policía de Seattle que me ha
puesto los pelos de punta. Estos agentes, hartos de lidiar con adolescentes
mal criados, han elaborado unas pautas a seguir para formar delincuentes, a
ver si con esa ironía el personal se entera un poco de cómo tiene que educar
a sus retoños. En resumen, estos polis recomiendan dar a nuestros hijos
todo lo que pidan; reírles todas sus groserías; ni por asomo darles una
educación espiritual; por supuesto no reprenderlos nunca no sea que se
traumaticen; ahorrarles todo tipo de esfuerzos, para que se piensen que todo
el mundo está a su servicio; dejarles ver la tele o leer cualquier basura que
caiga en sus manos; reñir delante de ellos con la mujer o el marido, para
que ellos hagan lo propio el día de mañana; darles todo el dinero que
quieran, no sea que se piensen que hay que trabajar para conseguirlo;
satisfacer todos sus caprichos y ponerse de su parte contra sus profesores,
vecinos o amigos en cualquier conflicto, aunque ellos tengan la culpa. El
decálogo me ha llegado al alma y, como lo último que querría uno en esta
vida es hacer de sus hijos o de sus alumnos unos delincuentes, le
recomiendo que se sacuda todos los complejos psicopedagógicos de moda y
tome algunas medidas.
 
Le contaré mi experiencia personal por si le resulta de ayuda. Lo
primero que yo hago, desde luego, es hacerles entrar en razón con la
palabra. 
 
-Mirad, hijos míos, - les digo en tono solemne- ni yo ni vuestra
madre estaremos siempre con vosotros. Hasta que la sensatez decida
posarse sobre vuestras cabezas es nuestra obligación dirigir algo vuestras
vidas. Pero tened en cuenta que nuestro objetivo es que vosotros seáis los
que lleguéis a decidir con responsabilidad lo que queréis hacer en la vida. 
Hasta que llegue ese momento, no pasa nada porque nos hagáis algo de
caso. Los padres tenemos una responsabilidad sobre los hijos que hemos
traído al mundo, y una mayor experiencia de la vida, que os puede ser muy
útil. Pero no os quepa duda de que uno de los días más felices de nuestra
vida será ése en que os veamos a vosotros, libres y responsables, navegar
solos en las procelosas aguas de este mundo traidor. Entonces, nos
miraremos a los ojos y nos diremos con orgullo: ahí van. No os será fácil.
Comenzaréis a sentir el peso de la responsabilidad, porque el precio de la
libertad es, precisamente, la responsabilidad. Siempre tendréis en nosotros,
desde luego, a unos consejeros, que procuraremos daros los mejores
consejos de que seamos capaces. Tenéis una buena razón para fiaros: os
queremos más que a nada ni a nadie en este mundo. 
 
Después de este rollo, al que atienden inquietos, si no me hacen
caso, empleo la vía sentimental:
 
-Venga majote, apaga la tele y ponte a estudiar un poco –digo.
 
-Grrr…grrr… –me contestan.
 
Entonces con una incansable sonrisa, insisto:
 
-Venga, campeón, a estudiar, que ya es hora.
 
-Grrr…brrr –repiten
 
-Venga, sé buen chico y a estudiar un ratito, ¡hala! –insisto de
nuevo.
 
Si esta segunda estrategia tampoco da resultado, entonces empleo un
viejo truco basado en esa extraña ley de nuestra naturaleza según la cual
basta que nos manden algo para que hagamos justo lo contrario. Apoyado
en esta sabiduría milenaria, lo que hago es mandarles justo lo contrario de
lo que quiero que hagan.
 
- ¡Ni se te ocurra abrir un libro! ¡A jugar de inmediato! –digo.
 
Y si quiero que se vayan a la cama pronto, voy y digo:
 
-¡Hoy no se acuesta aquí nadie hasta las cuatro por lo menos!
 
-Oye papá –me dicen- que mañana tenemos que levantarnos a las
ocho de la mañana.
 
-Es igual –respondo. ¡A ver la tele de inmediato!
 
Y si alguien hace ademán de irse a la cama, le espeto:
 
-¡Ni se te ocurra moverte! ¿No quieres ver la tele dos horas más?
 
Entonces me miran como si estuvieran frente a alguien que ha
perdido el juicio y, en cuanto me levanto a la cocina a picotear en la nevera,
se han escabullido a la cama sin rechistar. Claro que esta táctica no siempre
funciona. Si se repite muchas veces llegan a darse cuenta de tu estratagema
y te mandan a paseo.
 
Si ninguna de estas estrategias da resultado, pues entonces –qué
quiere que le diga-, entonces me cabreo y, ¡qué leches!, a cara de perro me
pongo a gritar:
 
-¡Vete a estudiar de una vez! ¡Venga!
 
-¡Calma, calma, que ya voy, que no es para ponerse así! –te dicen,
cuando ya te han sacado de tus casillas.
 
Luego, cuando me calmo, les explico que me podían haber evitado
el cabreo, que lo crean o no le va a uno minando la moral. Pero salvo estos
episodios de confrontación, supongo que inevitables, le juro que mi mayor
deseo es no mandar a nadie nada y que cada cual se vaya acostumbrando a
decidir por sí mismo. Porque al final, mi querido amigo, la cuestión es que
sus hijos o sus alumnos lleguen a decidir por sí mismos. Ese es el objetivo
de toda buena educación: su futura libertad.
 
Y, luego, que cada palo aguante su vela.
 
Usted habrá cumplido.
 
¡Ojalá que los vientos les sean favorables y hagan un buen uso de su
libertad!
 
En cualquier caso, aquello que hagan será su responsabilidad no la
suya.
 
Adiós, Herme.
 
Federico Lampedusa Viñamayor
 
Psiquiatra
 
12
Tener y tener
 
Mi querido psiquiatra:
 
Ojalá sea como usted dice, mi querido Federico, si me permite que le
llame por su nombre. La libertad, bien lo sabemos los filósofos, e una cosa
molto difficile. Si uno abusa de ella, la pierde. Esto es paradójico, pero
cierto. Trataré de transmitirles esta sencilla idea, en la medida de mis
posibilidades, pero tenga en cuenta que yo y mis colegas nos encontramos
completamente indefensos frente a la televisión y sus slogans. No sé si se
habrá fijado pero casi todos los mensajes de los mass media invitan a la
desmesura. Y en todos se identifica la libertad con hacer lo que nos pida el
cuerpo. ¡Si Kant levantara la cabeza! Pero este es un asunto del que hoy no
quería hablarle. El tema de mi nueva misiva es que no aguanto a ese
personal cuyo único tema de conversación son los precios de las viviendas
y cuyo único objetivo vital es forrarse para comprarse casas y coches,
coches y casas. No sé si de verdad me estaré volviendo loco, o soy un ave
raris, pero el tema me aburre solemnemente.
 
Estos fulanos, cuando no te dan la brasa con la súper casa que se han
comprado en cómodos plazos de por vida, te aburren con el cochazo que se
han mercado o con el apartamento en la playa que se van a comprar. Y si
hay algo que me abruma es que, además de aguantarles el rollo que te
sueltan, tenga que ir a ver su casa, suya y del Banco, que a mí no me
engañan. Yo, que soy un filósofo que trata de pensar algo de vez en cuando,
siempre digo lo mismo: si voy a la casa de alguien es primordialmente a ver
a las personas que habitan la casa, que la casa (y sus puñeteros baños,
habitaciones, cocina, terraza, jardín y todo eso) me tira del tacón. No digo
yo que no me parezca bien que me enseñen su casa. Pero, una vez vista y
elogiada, ya no quiero saber nada más de la casa. Porque me reconocerá
Usted que tener que soportar la brasa de lo que van a poner aquí y allá es un
auténtico tostón, que te dan las tres de la madrugada y no has parado de
hablar de la dichosa casa o sea de un ser inerte y ajeno a ti por completo,