Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
Claude Lévi-Strauss La antropología frente a los problemas del mundo moderno Prólogo de Maurice Olender Traducido por Agustina Blanco Lévi-Strauss, Claude La antropología frente a los problemas del mundo moderno / Claude Lévi-Strauss. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2017. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga y online Traducción de: Agustina Blanco Etchegaray. ISBN 978-987-599-499-7 1. Antropología. I. Blanco Etchegaray, Agustina, trad. II. Título. CDD 301 Je remercie Monique Lévi-Strauss qui a accompagné avec autant d´attention que de générosité chaque étape de la publication de ce volume. M.O. Agradezco a Monique Lévi-Strauss que acompañó con tanta atención como generosidad cada etapa de la publicación del presente volumen. M.O. Les titres des trois chapitres de ce livre sont de Claude Lévi-Strauss ; les intertitres sont de l´éditeur. Los títulos de los tres capítulos de este libro son de Claude Lévi-Strauss; los intertítulos son del editor. Traducción: Agustina Blanco Foto de tapa: gentileza de Edmundo Magaña © Editions du Seuil Collection La Librairie du XXIe siècle, sous la direction de Maurice Olender. Prohibida su venta en otros países excepto Argentina y Uruguay © Libros del Zorzal, 2011 Buenos Aires, Argentina Printed in Argentina Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de este libro, escríbanos a: <info@delzorzal.com.ar> También puede visitar nuestra página web: <www.delzorzal.com> Índice Prólogo | 7 I. El fin de la supremacía cultural de Occidente | 9 Aprender del otro | 10 Hechos singulares y extraños | 13 Un denominador común | 19 “Autenticidad” e “inautenticidad” | 25 “En la perspectiva occidental que me es propia” | 31 Un “nivel óptimo de diversidad” | 38 II. Tres grandes problemas contemporáneos: la sexualidad, el desarrollo económico y el pensamiento mítico | 43 Progenitor, útero portador y filiación social | 45 Procreación artificial: mujeres vírgenes y parejas homosexuales | 49 De los sílex de la prehistoria a la cadena industrial moderna | 54 Carácter ambiguo de la “naturaleza” | 60 “Nuestras sociedades están hechas para cambiar” | 63 ¿Qué afinidades existen entre pensamiento científico, histórico y mítico? | 69 III. Reconocimiento de la diversidad cultural:lo que nos enseña la civilización japonesa | 76 Antropólogos y genetistas | 77 Raza, un término impropio | 82 El escándalo de la diversidad | 87 “El arte de lo imperfecto” | 94 Relativismo cultural y juicio moral | 99 Agradezco a Monique Lévi-Strauss, quien acompañó con atención y generosidad cada etapa de la publicación del presente volumen. M. O. Prólogo Con motivo de su cuarta estadía en Japón, en la primavera de 1986, Claude Lévi- Strauss escribió los tres capítulos que componen el presente volumen: tres conferencias dictadas en Tokio, invitado por la Fundación Ishizaka. Escogió para estas ponencias el título que lleva el libro: La antropología frente a los problemas del mundo moderno. Para identificar las grandes temáticas de su obra, comentarlas y actualizarlas, Claude Lévi-Strauss se remite libremente a sus escritos. De este modo, relee algunos de los textos que lo hicieron célebre, retomando los principales temas de sociedad que siempre lo inquietaron, en particular, aquello que atañe a la relación entre “raza”, historia y cultura. También medita sobre el posible futuro de nuevas formas de humanismo, en un mundo en plena transformación. Si los lectores de Lévi-Strauss encontrarán aquí las cuestiones que sirven de fundamento a sus trabajos, las nuevas generaciones podrán descubrir la visión de futuro propuesta por el famoso antropólogo. Sin dejar de subrayar la importancia de la antropología como nuevo “humanismo democrático”, el autor se cuestiona acerca del “fin de la supremacía cultural de Occidente” y de los nexos entre relativismo cultural y juicio moral. Al examinar los problemas de una sociedad que se ha vuelto mundial, también interroga las prácticas económicas, las cuestiones relativas a la procreación artificial, el vínculo entre pensamiento científico y pensamiento mítico. Por último, en estas tres conferencias, Claude Lévi-Strauss comparte sus inquietudes en torno a los problemas cruciales de un mundo a punto de ingresar en el siglo xxi, las afinidades entre las diversas formas de “explosión ideológica” y el devenir de los integrismos. Mundialmente reconocida, la obra de Lévi-Strauss constituye hoy en día un laboratorio de pensamiento abierto al futuro. Sin lugar a duda, este libro será, para los estudiantes y las jóvenes generaciones, la mejor introducción a la inteligencia sensible de su mundo. Maurice Olender I. El fin de la supremacía cultural de Occidente Mis primeras palabras serán de agradecimiento a la Fundación Ishizaka, por el inmenso honor que me hace al encomendarme este año las conferencias donde, desde 1977, se distinguieron un sinnúmero de eminentes personalidades. También le agradezco haberme propuesto como tema el modo en que la antropología, disciplina a la que he dedicado mi vida, encara los problemas fundamentales con los cuales confronta la humanidad de hoy. Para comenzar, les comentaré la manera en que la antropología formula dichos problemas dentro de una perspectiva particular que le es propia. Luego, intentaré definir qué es la antropología y trataré de demostrar en qué medida dirige una mirada original hacia los problemas del mundo contemporáneo, sin pretender resolverlos por sí misma, sino con la esperanza de comprenderlos mejor. Aprender del otro Desde hace casi dos siglos, la civilización occidental se ha definido a sí misma como la civilización del progreso. Congregadas en torno al mismo ideal, otras civilizaciones creyeron que debían tomarla como modelo. Todas compartieron la convicción de que la ciencia y las técnicas no dejarían de avanzar, procurando al hombre más poder y felicidad; de que las instituciones políticas, las formas de organización social que surgieron a finales del siglo xviii en Francia y Estados Unidos y la filosofía que las inspiraba darían a todos los miembros de cada sociedad una mayor libertad en la conducción de su vida personal y más responsabilidad en la gestión de los asuntos comunes; de que el juicio moral, la sensibilidad estética, en pocas palabras, el amor por lo bueno, lo bello y lo verdadero, se propagarían mediante un movimiento irresistible y coparían toda la superficie de la tierra poblada. Los acontecimientos que tuvieron por escenario al mundo en el transcurso del presente siglo desmintieron estas previsiones optimistas. Se difundieron ideologías totalitarias y, en varias regiones del mundo, aún se siguen difundiendo. Los hombres se exterminaron en cantidades que ascienden a decenas de millones, se entregaron a pavorosos genocidios. Y una vez la paz reestablecida, ya ni siquiera les resulta cierto que la ciencia y la técnica sólo aporten beneficios, ni que los principios filosóficos, las instituciones políticas y las formas de vida social nacidos durante el siglo xviii constituyan soluciones definitivas a los grandes problemas que plantea la condición humana. La ciencia y la técnica han ampliado de manera prodigiosa nuestro conocimiento del mundo físico y biológico. Nos han dado un poder sobre la naturaleza que nadie hubiera podido sospechar hace tan sólo un siglo. Sin embargo, estamos comenzando a sopesar el precio que hemos debido pagar para obtenerlo. Se está planteando cada vez más la necesidad de saber si dichas conquistas no han tenido efectos deletéreos. Éstas han puesto a disposición del hombre medios de destrucción masiva que, aun cuando no se utilicen, con su mera presencia amenazan la supervivencia de nuestra especie. De forma más insidiosa pero real, esta supervivencia también se ve amenazada por la escasez o contaminación de los bienes más esenciales: espacio, aire, agua, riqueza y diversidad de los recursos naturales. En parte gracias a los adelantoshechos por la medicina, la cantidad de seres humanos no ha dejado de incrementarse, a tal punto que en varias regiones del mundo ya no es posible satisfacer las necesidades elementales de poblaciones presas del hambre. En otros lugares, ya en regiones capaces de asegurar su propia subsistencia, un desequilibrio de igual tenor se manifiesta en el hecho de que para dar trabajo a cantidades de individuos cada vez mayores es menester producir cada vez más. De tal modo, nos vemos arrastrados hacia una productividad creciente en una carrera sin fin. La producción llama al consumo, el cual exige aún más producción. Fracciones de población cada vez más masivas se ven como aspiradas por las necesidades directas o indirectas de la industria y terminan concentrándose en enormes aglomeraciones urbanas que les imponen una existencia artificial y deshumanizada. Por su parte, el funcionamiento de las instituciones democráticas, las necesidades de la protección social acarrean la creación de una burocracia invasiva, que tiende a parasitar y a paralizar el cuerpo social. Así, uno llega a preguntarse si las sociedades modernas basadas en este modelo pronto no correrán el riesgo de convertirse en ingobernables. Por consiguiente, la creencia en un progreso material y moral condenado a no interrumpirse jamás, que durante largos años constituyó un acto de fe, está atravesando su crisis más seria. La civilización de tipo occidental ha perdido el modelo que ella misma se había dado, y ya no se atreve a ofrecer ese modelo a los demás. ¿No conviene, entonces, mirar en otras direcciones, ampliar el marco tradicional dentro del cual se encerraban nuestras reflexiones sobre la condición humana? ¿No debemos integrar a él experiencias sociales distintas de las nuestras y más variadas que aquellas en cuyo estrecho horizonte nos hemos recluido durante tanto tiempo? Desde el momento en que la civilización de tipo occidental ya no encuentra en su propio fondo un medio para regenerarse y adquirir un nuevo impulso, ¿puede aprender algo acerca del hombre en general, y acerca de sí misma en particular, a partir de esas sociedades humildes y durante tanto tiempo despreciadas que, hasta una época relativamente reciente, habían escapado a su influencia? Estas son las preguntas que se plantean desde hace algunas décadas los pensadores, eruditos u hombres de acción, que los incitan a interrogar a la antropología, puesto que las demás ciencias sociales, más centradas en el mundo contemporáneo, no les brindan respuesta alguna. ¿Qué es, entonces, esta disciplina que durante tantos años permaneció en la sombra y respecto de la cual hoy nos percatamos que acaso tenga algo que decir sobre estos problemas? Hechos singulares y extraños Por más lejos que nos vayamos en el tiempo y en el espacio para buscar ejemplos, la vida y la actividad del hombre se inscriben en marcos que arrojan caracteres comunes. Siempre y en todo lugar, el hombre es un ser dotado de un lenguaje articulado. Vive en sociedad. La reproducción de la especie no queda librada al azar, sino que está sujeta a reglas que excluyen un determinado número de uniones biológicamente viables. El hombre fabrica y utiliza herramientas que emplea siguiendo técnicas variadas. Su vida social se ejerce en organizaciones institucionales, cuyo contenido puede variar de un grupo al otro, pero cuya forma general es constante. Mediante diferentes procedimientos se llevan a cabo ciertas funciones con regularidad: económica, educativa, política, religiosa. Entendida en su sentido más amplio, la antropología es la disciplina dedicada al estudio de ese “fenómeno humano” que, sin duda, forma parte del conjunto de los fenómenos naturales. No obstante, con respecto a las demás formas de vida animal, dicho fenómeno presenta caracteres constantes y específicos, los cuales justifican que lo estudiemos de manera independiente. En ese sentido, se puede decir que la antropología es tan vieja como la humanidad misma. En épocas de las que contamos con testimonios históricos, preocupaciones de una índole que hoy llamaríamos antropológica quedan de manifiesto en los cronistas que acompañaron a Alejandro Magno a Asia, así como en Jenofonte, Heródoto, Pausanias y, desde una óptica más filosófica, en Aristóteles y Lucrecio. En el mundo árabe, Ibn Batuta, gran viajero, e Ibn Khaldun, historiador y filósofo, dan cuenta de un espíritu auténticamente antropológico en el siglo xvi, al igual que, varios siglos antes, los monjes budistas chinos que viajaron a India para documentarse sobre su religión; y los monjes japoneses que, con idéntico propósito, visitaron China. En aquella época, los intercambios entre Japón y China se hacían, sobre todo, a través de Corea y, en este último país, la curiosidad antropológica quedó certificada desde el siglo vii de nuestra era. Dicen las antiguas crónicas que el medio hermano del rey Munmu sólo aceptó el cargo de Primer Ministro tras haber viajado de incógnito por el reino, para observar la vida popular. Podemos ver allí una primera investigación etnográfica, aun cuando, a decir verdad, los etnógrafos actuales a menudo no reciban del anfitrión indígena que los acoge una encantadora concubina para compartir la cama, como le sucedió al mencionado dignatario coreano... Siempre refiriéndonos a las crónicas coreanas, se cuenta que el hijo de cierto monje que confeccionaba libros sobre las costumbres populares de China y Silla fue colocado, por tal motivo, entre los diez grandes sabios del reino. En la Edad Media, Europa descubre Oriente. Primero, a raíz de las Cruzadas, más adelante, a través de los relatos de emisarios enviados por el Papa y el Rey de Francia a tierras de los mongoles en el siglo xiii y, sobre todo, gracias a la larga estadía de Marco Polo en China durante el siglo xiv. En los albores del Renacimiento, comenzamos a distinguir las muy diversas fuentes de las cuales, en adelante, derivará la reflexión antropológica. Por ejemplo, la literatura que suscitan las invasiones turcas en Europa Oriental y el Mediterráneo, las fantasías del folclore medieval que prolongan aquellas de la Antigüedad, relativas a las “razas plinianas”, llamadas así porque Plinio el Viejo las había descripto con complacencia como pueblos salvajes monstruosos por su anatomía y por sus hábitos, en su Historia natural que data del siglo i de nuestra era. Al Japón, tales imaginaciones no le fueron ajenas y, sin duda, sobrevivieron más tiempo en el espíritu popular porque el país se mantuvo voluntariamente aislado del resto del mundo. Durante mi primera estadía en Japón, me regalaron una enciclopedia publicada en 1789, titulada Zôho Kunmo Zui. En la parte dedicada a la geografía, se consideran reales pueblos exóticos gigantes o dotados de brazos y piernas de un largo desmesurado. En la misma época, Europa, mejor informada, acumulaba el conocimiento positivo que, desde el siglo xvi, comenzaba a afluir de África, América y Oceanía, con motivo de los grandes descubrimientos. Muy rápido, las compilaciones de los relatos de viajes tuvieron una prodigiosa fama en Alemania, Suiza, Inglaterra y Francia. Esa vasta literatura de viaje alimentará la reflexión antropológica que se inicia en Francia con Rabelais y Montaigne y se extiende por toda Europa a partir del siglo xviii. Por lo demás, de esto hallamos eco en Japón, en viajes presentados como imaginarios, a falta de conocimiento directo de los países lejanos. Testimonio de ello es el viaje ficticio de Ôe Bunpa al país de Harashirya, palabra detrás de la cual se reconoce a Brasil, habitado por indígenas que “ignoran el cultivo de cereales, se alimentan de raíces secas, no tienen rey y sólo toman por nobles a los más hábiles en tiro al arco”. Con alguna que otra salvedad, es lo mismo que relataba Montaigne dos siglos antes, tras haber conversado con los indios brasileños traídos a Francia por un navegador. Aunque los inicios de la antropología tal y como se practica en la actualidad se sitúen en el siglo xix, ésta tuvo como primer móvil lo que podríamosdenominar una curiosidad de anticuario. Resultaba patente que las grandes disciplinas clásicas, como la historia, la arqueología, la filología –ciencias que gozaban de pleno derecho de ciudadanía en los claustros universitarios– dejaban de lado todo tipo de residuos, de restos. Un poco cual cirujas, algunos curiosos se dedicaban a recoger esos trozos de conocimiento, esos fragmentos de problemas, esos pintorescos detalles que las demás ciencias arrojaban con desdén a su basurero intelectual. En sus orígenes, la antropología seguramente no fue más que dicha recolección de hechos singulares y extraños. Sin embargo, poco a poco, se fue descubriendo que esos restos, esos residuos, eran más importantes de lo que se creía. Y no es difícil entender el porqué. Lo que llama la atención al hombre en el espectáculo de otros hombres son los puntos en los que éstos se le asemejan. Los historiadores, arqueólogos, filósofos, moralistas y hombres de letras primero pidieron a los pueblos recientemente descubiertos una confirmación de sus propias creencias sobre el pasado de la humanidad. Esto explica que los relatos de los primeros viajeros, fruto de los grandes descubrimientos del Renacimiento, no causaran mayor sorpresa: más que creer que se descubrían nuevos mundos, se pensaba que nos reencontrábamos con el pasado del mundo antiguo. Los tipos de vida de los pueblos salvajes demostraban que la Biblia y los autores griegos y latinos estaban en lo cierto cuando describían el jardín del Edén, la Edad de Oro, la fuente de la eterna juventud, la Atlántida, las Islas Afortunadas, etcétera. Se desatendían y hasta se negaban las diferencias que, sin embargo, son esenciales siempre que se trate de estudiar al hombre. Ya que, como más adelante diría Jean-Jacques Rousseau, “se han de observar primero las diferencias para descubrir las propiedades”. También se iba a hacer otro descubrimiento: esas singularidades, esas extrañezas se ordenaban entre sí de una forma mucho más coherente que esos fenómenos únicos que se consideraban importantes y en los cuales se había focalizado la atención. Hechos desatendidos o apenas estudiados, tal como el modo en que los distintos pueblos se reparten el trabajo entre los sexos –en una sociedad dada, ¿son los hombres o las mujeres quienes se dedican a la alfarería, al tejido o al cultivo de la tierra?– permiten comparar y clasificar las sociedades humanas según criterios mucho más sólidos que antaño. Acabo de citar la división del trabajo, también podría hablar de las reglas de residencia. Cuando se celebra un matrimonio, ¿dónde van a vivir los jóvenes esposos? ¿Con los padres del marido? ¿Con los padres de la mujer? ¿O establecen ellos una residencia independiente? Lo mismo sucede con las reglas de filiación y de matrimonio, durante mucho tiempo descuidadas por parecer caprichosas y desprovistas de sentido. ¿Por qué una gran cantidad de pueblos distingue a los primos en dos categorías, según desciendan de dos hermanos o de dos hermanas o bien de un hermano y una hermana? ¿Por qué, de ser así, condenan el matrimonio entre primos del primer tipo y lo preconizan, cuando no lo imponen, entre primos del segundo tipo? ¿Y por qué prácticamente sólo el mundo árabe hace una excepción a esta regla? Lo mismo sucede con las prohibiciones alimentarias, las cuales demuestran que no existe pueblo en el mundo que no pretenda afirmar su originalidad proscribiendo tal o cual categoría de alimento: la leche para los chinos, el cerdo para los judíos y los musulmanes, el pescado para algunas tribus americanas, la carne de cérvido para otras, y así sucesivamente. Todas estas singularidades conforman las diferencias entre los pueblos. Y sin embargo, dichas diferencias son comparables entre sí, en la medida en que casi no existe pueblo donde no se observen. De ahí el interés que suscitan en los antropólogos las variaciones de apariencia fútil, pero que permiten obtener clasificaciones relativamente simples, capaces de introducir en la diversidad de las sociedades humanas un orden comparable a aquel que los zoólogos y los botánicos emplean para clasificar las especies naturales. En ese orden de ideas, las investigaciones más eficaces fueron aquellas que versan sobre las reglas de filiación y matrimonio. En efecto, las sociedades que estudian los antropólogos pueden tener poblaciones muy variables, que oscilan entre algunas decenas y varios cientos o miles de personas. Empero, comparadas con las nuestras, esas sociedades tienen dimensiones muy reducidas, de modo que las relaciones humanas ofrecen un carácter personal. Nada lo demuestra mejor que la tendencia de las sociedades sin escritura a articular las relaciones entre sus miembros en torno al modelo de parentesco: todo el mundo es hermano, hermana, primo, prima, tío o tía de todo el mundo. Y si uno no es pariente, es un extranjero y, por ende, un potencial enemigo. Ni siquiera hay necesidad de trazar las genealogías: en muchas de esas sociedades, existen reglas simples que permiten atribuir tal o cual categoría a cada individuo, en razón de su nacimiento, entre las cuales prevalecen vínculos equiparables a los de parentesco. Ahora bien, por más modesto que sea su nivel técnico y económico y por más distintas que sean sus costumbres sociales y creencias religiosas, no existe sociedad alguna que no posea una nomenclatura de parentesco y reglas de matrimonio que distingan a los individuos emparentados en cónyuges permitidos y cónyuges prohibidos. Tenemos allí, pues, un primer medio para distinguir a las sociedades entre sí y darle a cada una un lugar propio dentro de una tipología. Un denominador común ¿Cuáles son, entonces, esas sociedades que prefieren estudiar los antropólogos y que, a causa de una larga tradición, nos hemos acostumbrado a calificar de “primitivas”, término que muchos recusan en la actualidad y que, en todo caso, sería necesario definir con precisión? Por lo general, así se designa a los agrupamientos humanos que difieren de los nuestros, sobre todo, por la ausencia de escritura y medios mecánicos, pero de los cuales es conveniente no olvidar algunas verdades primeras: esas sociedades ofrecen el único modelo para comprender la forma en que los hombres vivieron juntos durante un período histórico que corresponde, sin duda, al 99% de la duración total de la vida de la humanidad y, desde un punto de vista geográfico y hasta una época aún reciente, en las tres cuartas partes de la superficie habitada del planeta. La enseñanza que nos aportan dichas sociedades no radica en el hecho de que podrían ilustrar las etapas de nuestro pasado remoto. Más bien ilustran una situación general, un denominador común de la condición humana. Vistas dentro de esta perspectiva, son las altas civilizaciones de Occidente y Oriente las que constituyen excepciones. En realidad, los avances de las investigaciones etnológicas nos convencen cada vez más de que esas sociedades consideradas atrasadas, “dejadas de lado” por la evolución, relegadas en regiones marginales y destinadas a la extinción, constituyen formas de vida social originales. Son perfectamente viables, siempre y cuando, no se vean amenazadas desde el exterior. Intentemos, entonces, delimitar mejor sus contornos. En definitiva, consisten en pequeños grupos que abarcan entre decenas y centenas de personas. Están separados entre sí por varios días de viaje a pie, y la densidad demográfica se sitúa alrededor de 0,1 habitante por kilómetro cuadrado. La tasa de crecimiento es muy baja, netamente inferior al 1%, de manera que el aumento de la población compensa de alguna forma las pérdidas. Por consiguiente, la cantidad de habitantes no varía mucho. Esta constancia demográfica se asegura, de modo consciente o inconsciente, por medio de diversos procedimientos: tabúes sexuales posteriores al parto, lactancia prolongada que retrasa en la mujer el reestablecimiento de los ritmos fisiológicos. Resulta sorprendente que en todos los casos observados un incremento demográfico no incite al grupo areorganizarse en torno a nuevas bases. Cuando se vuelve más numeroso, el grupo se escinde y da origen a dos pequeñas sociedades del mismo tamaño que la anterior. Esos grupos reducidos poseen una capacidad espontánea para eliminar de su interior las enfermedades infecciosas. Los epidemiólogos han encontrado la explicación: los virus de esas enfermedades sólo sobreviven en cada individuo durante una cantidad limitada de días y, por lo tanto, han de circular de manera constante para mantenerse en el conjunto de la población. Esto es posible siempre y cuando el ritmo anual de nacimientos sea lo suficientemente elevado, condición que se cumple a partir de un total demográfico de varios cientos de miles de personas. Cabe añadir que las especies vegetales y animales son muy diversas en medios ecológicos complejos, como aquellos donde viven los pueblos cuyas creencias y prácticas apuntan a preservar los recursos naturales, y que nosotros cometemos el error de tomar por supersticiones. Pero, bajo los trópicos, cada una de esas especies sólo cuenta con un escaso número de individuos por unidad de superficie, y lo mismo se aplica a las especies infecciosas o parásitas. Así, las infecciones pueden ser múltiples y, a la vez, tener un bajo nivel clínico. La enfermedad denominada SIDA, en inglés, AIDS, brinda un ejemplo vigente. Esta enfermedad viral, localizada en algunos focos de África tropical donde probablemente vivía en equilibrio con las poblaciones indígenas desde hace milenios, se convirtió en un riesgo mayor cuando los azares de la historia la introdujeron en sociedades más voluminosas. En lo que atañe a las enfermedades no infecciosas, por lo general, brillan por su ausencia por varias razones: gran actividad física, régimen alimentario mucho más variado que el de los pueblos agricultores, compuesto de unas cien especies animales y vegetales, a veces más, pobre en grasas, rico en fibras y sales minerales, lo cual les asegura un aporte suficiente en proteínas y calorías. De ahí la ausencia de obesidad, hipertensión y trastornos circulatorios. No es de extrañar, entonces, que un viajero francés que visitara las Indias del Brasil en el siglo xvi pudiera admirar que ese pueblo, lo cito, “compuesto de los mismos elementos que nosotros [...] jamás [...] se viera afectado por lepra, parálisis, letargo, enfermedades que forman chancros, ni úlceras u otros vicios del cuerpo que se ven superficialmente y en el exterior”; mientras que, un siglo o un siglo y medio después del descubrimiento de América, las poblaciones de México y Perú disminuyeron de casi cien a cuatro o cinco millones, bajo el efecto no tanto de los conquistadores sino de las enfermedades importadas, que adquirían mayor virulencia a raíz de los nuevos modos de vida impuestos por los colonizadores: viruela, rubéola, escarlatina, tuberculosis, malaria, gripe, paperas, fiebre amarilla, cólera, peste, difteria, por sólo citar algunas. Cometeríamos un error, pues, al infravalorar esas sociedades por haberlas conocido en un estado miserable. Lo que les confiere un valor inestimable, aun empobrecidas, es que esas miles de sociedades que existieron y de las cuales todavía existen cientos en la superficie de la Tierra constituyen experiencias ya listas. Y son las únicas que nos quedan, puesto que, a diferencia de nuestros colegas de las ciencias físicas y naturales, los antropólogos no podemos fabricar nuestros objetos de estudio, es decir, las sociedades, y hacerlos funcionar en el laboratorio. Esas experiencias extraídas de sociedades que escogemos por ser las más distintas de las nuestras nos procuran el medio para estudiar a los hombres y sus obras colectivas, para tratar de comprender cómo la mente humana funciona en las situaciones concretas más diversas, allí donde la historia y la geografía la han colocado. Ahora bien, siempre y en todo lugar, la explicación científica se apoya en lo que se podría denominar buenas simplificaciones. Desde ese ángulo, la antropología hace de la necesidad una virtud. Como acabo de mencionar, una fracción importante de las sociedades que esta disciplina elige estudiar son pequeñas por su volumen y se conciben a sí mismas bajo el patrón de la estabilidad. Esas sociedades exóticas están alejadas del antropólogo que las observa. Los separa una distancia no sólo geográfica, sino también intelectual y moral, y esa lejanía reduce nuestra percepción a algunos contornos esenciales. Diría sin más que, para el conjunto de las ciencias sociales y humanas, el antropólogo ocupa un lugar comparable al que le corresponde al astrónomo en las ciencias físicas y naturales. Pues si la astronomía se pudo constituir como ciencia desde la más remota Antigüedad, eso se debe a que incluso a falta de un método científico aún inexistente, la lejanía de los cuerpos celestes permitía obtener de ellos una vista simplificada. Los fenómenos que observamos están sumamente lejos de nosotros. Lejos, he dicho en primer lugar, desde un punto de vista geográfico, puesto que hace largos años había que viajar durante semanas o meses para alcanzar nuestros objetos de estudio. Pero lejos, sobre todo, en un sentido psicológico, en tanto esos menudos detalles, esos humildes hechos en los cuales fijamos nuestra atención, reposan en motivaciones de las cuales los individuos no tienen conciencia alguna, o al menos no claramente. Nosotros estudiamos los idiomas, pero los hombres que los hablan no tienen conciencia de las reglas que aplican para hablar y ser comprendidos. Tampoco tenemos mayor conciencia de las razones que nos llevan a adoptar tal alimento y a proscribir otros. No somos conscientes del origen ni de la función real de nuestras reglas de cortesía ni de los modales que empleamos en la mesa. Todos estos hechos, que se enraízan en lo más profundo del inconsciente de los individuos y los grupos, son los mismos que tratamos de analizar y comprender, a pesar de una distancia psíquica interna que, en otro plano, redobla la lejanía geográfica. Incluso en nuestras sociedades, donde no existe esa distancia psíquica entre el observador y su objeto, subsisten fenómenos comparables a aquellos que vamos a buscar muy lejos. La antropología recobra sus derechos y vuelve a tener una función allí donde los usos, tipos de vida, prácticas y técnicas no han sido barridos por los cambios históricos o económicos radicales, demostrando así que corresponden a algo lo suficientemente profundo en el pensamiento y la vida de los hombres como para resistir a las fuerzas de destrucción; también allí donde la vida colectiva de la gente común y corriente –aquellos que el ilustre antropólogo Yanagita Kunio llamaba jômin– aún reposa, ante todo, en los contactos personales, los vínculos familiares, las relaciones de vecindad, tanto en las aldeas como en los barrios de las ciudades. En suma, en los medios tradicionales reducidos donde todavía se mantiene la tradición oral. Por lo demás, me parece propio de las relaciones de simetría que se observan entre Europa Occidental y Japón que la investigación antropológica tenga sus orígenes en la misma época, el siglo xviii, pero en Europa Occidental, bajo el impulso de los grandes viajes que permiten acceder al conocimiento de las culturas más diversas; mientras que en Japón, entonces replegado sobre sí mismo, el estudio antropológico tal vez se enraíce en la escuela Kokugaku. En la continuidad de esta última también parece inscribirse, un siglo después, la monumental empresa de Yanagita Kunio, al menos a los ojos del observador occidental. Asimismo, es en el siglo xviii que la investigación antropológica se inicia en Corea, con los trabajos de la escuela de Silhak, que tratan sobre la vida rural y las costumbres populares en el propio país y no en pueblos lejanos, como era el caso de Europa. Al recopilar un sinnúmero de menudos hechos que durante mucho tiempo los historiadores juzgaron indignos de atención, al suplir las lagunas e insuficiencias de los documentos escritos mediante la observación directa, al intentar conocerel modo en que la gente rememora el pasado de su pequeño grupo –o lo que se imaginan de él– y también el modo en que vive el presente, logramos constituir un tipo de archivo original y erigir aquello que Yanagita Kunio, por citarlo una vez más, llamaba bunkagaku, ‘ciencia de la cultura’, es decir, en una palabra, la antropología. “Autenticidad” e “inautenticidad” Llegados a este punto, estamos en mejores condiciones de comprender qué es la antropología y en qué radica su originalidad. La primera ambición de la antropología es alcanzar la objetividad. Mas no se trata sólo de una objetividad que permita a quien la practique hacer abstracción de sus creencias, preferencias y prejuicios. Tal es la objetividad que caracteriza a todas las ciencias sociales, de lo contrario, no podrían aspirar al nombre de ciencia. El tipo de objetividad al que aspira la antropología va más lejos. No se contenta exclusivamente con elevarla por encima de los valores propios de una sociedad o del medio social del observador, sino de sus métodos de pensamiento: alcanzar formulaciones válidas no sólo para un observador honesto y objetivo, sino para todos los observadores posibles. Así, lo antropológico, además de acallar los sentimientos, da forma a nuevas categorías mentales, contribuye a introducir nociones de espacio y tiempo, oposición y contradicción, tan ajenas a su pensamiento tradicional como aquellas que encontramos hoy en día en ciertas ramas de las ciencias físicas y naturales. Esta relación entre la manera en que los mismos problemas se plantean en disciplinas muy distantes fue percibida de modo ejemplar por el gran físico Niels Böhr cuando escribía, en 1939: “The tradicional differences of human cultures [...] in many ways resemble the different equivalent modes in which physical experience can be described”.¹ La segunda ambición de la antropología es la totalidad. En efecto, ve en la vida social un sistema cuyos aspectos están orgánicamente ligados. Reconoce con naturalidad que para profundizar en el conocimiento de cierto tipo de fenómenos es indispensable fragmentar un todo, como hacen el jurista, el economista, el demógrafo, el especialista en ciencia política. Pero lo que el antropólogo busca es la forma común, las propiedades invariantes que se manifiestan detrás de los tipos de vida social más diversos. Para ilustrar con un ejemplo consideraciones que pueden parecerles demasiado abstractas, veamos la forma en que un antropólogo aprehende ciertos aspectos de la cultura japonesa. Es cierto que no es necesario ser antropólogo para notar que el carpintero japonés utiliza la sierra y el cepillo al revés que sus colegas occidentales: serrucha y cepilla haciendo un movimiento hacia sí mismo y no empujando la herramienta hacia el exterior. Este hecho ya había asombrado a Basil Hall Chamberlain a finales del siglo xix. El profesor de la Universidad de Tokio, sagaz observador de la vida y cultura japonesas, era une eminente filólogo. En su famoso libro Things Japanese, dentro de la sección “Topsy-turvidom”, que traduzco de modo aproximativo como “donde todo está patas arriba”, registra este hecho, junto con varios otros, como una rareza a la cual no atribuye una significación particular. En suma, no va mucho más lejos que Heródoto cuando destaca, hace más de veinticuatro siglos que, con respecto a sus compatriotas griegos, los antiguos egipcios hacían todo al revés. Por su parte, algunos especialistas del idioma japonés han subrayado como una curiosidad el hecho de que un japonés que se ausenta por un breve momento (para arrojar una carta al buzón, para comprar el periódico o un paquete de cigarrillos) dirá sin dudarlo algo así como “Itte mairimasu”, a lo cual se le responderá “Itte irasshai”. El acento no se pone, como se haría en las lenguas occidentales en las mismas circunstancias, en la decisión de salir, sino en la intención de regresar pronto. Asimismo, un especialista en literatura japonesa antigua hará hincapié en que allí el viaje se vive como una dolorosa experiencia de desgarro y se ve acechado por la obsesión de regresar al país. Por último, en ese orden de ideas y a escala más prosaica, la cocinera japonesa, según afirman, no dice como en Europa “echar en el aceite” sino “levantar” o “elevar” (ageru) fuera del aceite... El antropólogo se negará a considerar esos menudos hechos como variables independientes o particularidades aisladas. Por el contrario, le llamará la atención aquello que tienen en común. En campos distintos y bajo modalidades diferentes, siempre se trata de traer hacia sí o de ir uno mismo hacia el interior. En lugar de colocar el yo al principio, como una entidad autónoma y ya constituida, todo parece indicar que el japonés construye su yo partiendo del exterior. Así, el yo japonés aparece no como un dato primitivo, sino como un resultado hacia el cual uno tiende sin tener la certeza de alcanzar. No es de extrañar que, como me han afirmado, la famosa propuesta de Descartes “pienso, luego existo” sea imposible de traducir al japonés. En ámbitos tan variados como el idioma hablado, las técnicas artesanales, las preparaciones culinarias, la historia de las ideas (podría agregar la arquitectura doméstica si pienso en las numerosas acepciones que ustedes dan a la palabra uchi) se manifiesta una diferencia, o más exactamente, un sistema de diferencias invariantes a un nivel profundo entre lo que llamaría, para simplificar, el alma occidental y el alma japonesa. Se puede resumir en la oposición que existe entre un movimiento centrípeto y un movimiento centrífugo. Este esquema servirá al antropólogo como hipótesis de trabajo para tratar de comprender mejor la relación entre ambas civilizaciones. Por último, para el antropólogo la búsqueda de una objetividad total sólo se puede situar a una escala donde los fenómenos conserven un significado para una conciencia individual. He aquí una diferencia esencial entre el tipo de objetividad a la cual aspira la antropología y aquella con la que se contentan las demás ciencias sociales. Las realidades a las que apuntan la ciencia económica o la demografía, por ejemplo, no son menos objetivas. Sin embargo, a ellas no se nos ocurre pedirles que tengan sentido en la experiencia vivida del sujeto, que no encuentra en la realidad objetos tales como el valor, la rentabilidad, la productividad marginal o la población máxima. Esas son nociones abstractas, situadas fuera del ámbito de las relaciones personales, de los vínculos concretos entre los individuos, que son la marca distintiva de las sociedades que interesan a los antropólogos. En nuestras sociedades modernas, sólo de manera ocasional y fragmentaria, las relaciones con el otro se fundan en esa experiencia global, esa aprehensión concreta de los sujetos entre sí. En la mayoría de los casos resultan de reconstrucciones indirectas por medio de documentos escritos. Estamos unidos con nuestro pasado no a través de una tradición oral que supone un contacto vivido con personas, sino a través de libros y demás documentos apilados en bibliotecas, mediante los cuales la crítica se esmera en reconstituir el rostro de sus autores. Y en el presente, nos comunicamos con la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos utilizando toda suerte de intermediarios –documentos escritos o mecanismos administrativos– que multiplican en gran medida los contactos, pero que, a su vez, les confieren un carácter de inautenticidad. Esto último es lo que, en adelante, caracteriza las relaciones entre el ciudadano y los poderes públicos. La pérdida de autonomía, la distensión del equilibrio interno que han resultado de la expansión de las formas indirectas de comunicación (libro, fotografía, prensa, radio, televisión) resaltan entre las preocupaciones mayores de los teóricos de la comunicación. A partir de 1948, quedan plasmadas en la pluma del gran matemático Norbert Wiener, creador de la cibernética con Von Neumann y de la teoría de la información con Claude Shannon. Razonando a partir de bases muy distintasde las del antropólogo, Wiener sostenía en el último capítulo de su libro fundamental Cybernetics. Control and Communication in the Animal and the Machine (1948: 187-188): “Thus closely knit communities have a very considerable measure of homeostasis; and this, whether they are highly literate communities in a civilized country, or villages of primitive savages”.² Y prosigue: “It is no wonder, then, that the larger communities, subject to disruptive influence, contain far less communally available information than the smaller communities, to say nothing of the human elements of which all communities are built up”.³ Es cierto que las sociedades modernas no son completamente inauténticas. Hoy en día, la antropología se aplica en detectar y aislar niveles de autenticidad cuando se dedica al estudio de sociedades modernas. Lo que permite al antropólogo encontrar un terreno familiar al estudiar una aldea o un barrio de una gran ciudad es que todos o casi todos se conocen entre sí. Un antropólogo se siente cómodo en una aldea de quinientos habitantes, mientras que una ciudad grande o incluso mediana se le resiste. ¿Por qué? Porque cincuenta mil personas no constituyen una sociedad de igual manera que quinientas. En el primer supuesto, la comunicación no se establece principalmente entre las personas o sobre la base del modelo de comunicación interpersonal. La realidad social de los “emisores” y de los “receptores” (para hablar en el lenguaje de los teóricos de la comunicación) desaparece detrás de la complejidad de los “códigos” y los “repetidores”. Sin duda, el futuro juzgará que la contribución teórica más importante de la antropología a las ciencias sociales proviene de esta distinción capital entre dos modalidades de existencia social: un tipo de vida percibido primeramente como tradicional y arcaico, pero que es el propio de las sociedades auténticas, y formas de aparición más reciente, de las cuales el primer tipo no está excluido, pero donde grupos imperfecta e incompletamente auténticos emergen a la superficie como islotes, dentro de un conjunto más amplio, teñido de inautenticidad. “En la perspectiva occidental que me es propia” Sin embargo, no habría que reducir la antropología al estudio de supervivencias que se van a buscar muy lejos o muy cerca. Lo que importa, ante todo, no es el arcaísmo de dichas formas de vida, sino las diferencias que ofrecen entre ellas o con aquellas que hoy son las nuestras. Los primeros trabajos sistemáticamente consagrados a las costumbres y creencias de los pueblos salvajes no se remontan mucho más atrás de 1850, es decir, a la época en que Darwin sentaba las bases del evolucionismo biológico, al cual respondía, en la mente de sus contemporáneos, la creencia en una evolución social y cultural. Es más tarde aún, en el primer cuarto del siglo xx, que se otorgó un valor estético a los objetos denominados “tribales” o “primitivos”. Nos equivocaríamos si de todo esto concluyéramos que la antropología es una ciencia nueva que deriva de las curiosidades del hombre moderno. Cuando uno se toma la molestia de ponerla en perspectiva, de asignarle un lugar en la historia de las ideas, la antropología aparece, por el contrario, como la expresión más general y el punto cúlmine de una actitud intelectual y moral que se originó hace varios siglos y que designamos mediante el vocablo humanismo. Permítanme colocarme un momento en la perspectiva occidental que me es propia. Cuando en Europa los hombres del Renacimiento redescubrieron la antigüedad greco-romana, y cuando los jesuitas hicieron del latín la base de la formación escolar y universitaria, ¿acaso no utilizaban ya entonces un enfoque antropológico? Reconocían que una civilización no puede pensarse a sí misma si no dispone de una o varias otras que le sirvan como término de comparación. Para conocer y comprender la propia cultura, hay que aprender a mirarla desde el punto de vista de otra: un poco a la manera del actor de Nô, al que se refiere el gran Zeami, quien para juzgar su actuación debe aprender a verse a sí mismo como si fuera el espectador. De hecho, cuando buscaba qué título poner a un libro publicado en 1983 para que el lector pudiera asir la doble esencia de la reflexión antropológica, que consiste, por un lado, en que el observador mire muy lejos hacia culturas muy diferentes de la propia y, por otro, en que mire la propia cultura desde lejos, como si él mismo perteneciera a una cultura diferente, finalmente escogí La mirada alejada, inspirándome en la lectura de Zeami. Con la ayuda de mis colegas especialistas del Japón, simplemente plasmé en francés la fórmula riken no ken, que él emplea para designar la mirada del actor mirándose a sí mismo, como si fuera el público. De igual modo, los pensadores del Renacimiento nos enseñaron a poner nuestra cultura en perspectiva, a confrontar nuestras costumbres y creencias con aquellas de otros tiempos y de otros lugares. En pocas palabras, crearon las herramientas de lo que podríamos llamar una técnica del exilio. ¿Acaso también no fue así en Japón, cuando la escuela denominada “nativista”, de Motoori Norinaga, se dedicó a identificar los caracteres específicos, a sus ojos, de la cultura y la civilización japonesa? Lo logra precisamente entablando un apasionante diálogo con China. Motoori confronta las dos culturas y al desglosar ciertos rasgos típicos que percibe de la cultura china –“pomposa verbosidad”, como dice, gusto por el taoísmo para las afirmaciones tajantes y arbitrarias–, justamente consigue definir, por contraste, la esencia de la cultura japonesa: sobriedad, concisión, discreción, economía de medios, sentimiento de impermanencia y carácter desgarrador de las cosas (mono no aware), relatividad de todo saber, etcétera. Esta forma de considerar a China como medio para afirmar la especificidad de la cultura japonesa fue vulgarizada de modo muy sugestivo en las estampas relativas a temas chinos –ilustraciones de la novela Suikoden y de los relatos guerreros extraídos del Kanjo– producidas por Kuniyoshi y Kunisada, alrededor de 1830. Allí, se manifiesta un marcado gusto por el énfasis, el estilo flamígero, el barroco exacerbado, la riqueza y la complicación de los detalles indumentarios, muy alejados de las tradiciones del ukiyo-e. Esas estampas reflejan una interpretación tendenciosa de la cultura china antigua, es cierto, pero pretende ser etnográfica. En los tiempos de Motoori, Japón sólo tenía conocimiento directo o indirecto de China y de Corea. También en Europa la diferencia entre cultura clásica y cultura antropológica depende de las dimensiones del mundo conocidas en épocas correspondientes. Al comienzo del Renacimiento, el universo humano está circunscripto por los límites de la cuenca mediterránea. Del resto, sólo se sospecha su existencia. Pero ya se ha entendido que ninguna fracción de la humanidad puede aspirar a comprenderse sino por referencia a otras. El humanismo se extiende en los siglos xviii y xix, con el avance de la exploración geográfica. Progresivamente, se van inscribiendo en el cuadro China, India, Japón. Al interesarse hoy en día por las últimas civilizaciones mal conocidas o desatendidas, la antropología conduce al humanismo hacia su tercera etapa. Sin lugar a dudas, ésta será también la última, puesto que tras ella el hombre ya no tendrá nada más que descubrir sobre sí mismo, al menos en extensión (pues existe otra investigación, que se realiza en profundidad, cuya meta estamos lejos de alcanzar). El problema incluye otro aspecto. Los dos primeros humanismos, aquel limitado al mundo mediterráneo y aquel que engloba a Oriente y Extremo Oriente, veían su extensión restringida tanto en superficie como en naturaleza. Como las civilizaciones antiguas habían desaparecido, sólo se podían alcanzar a través de textos y monumentos. En cuanto a Oriente y Extremo Oriente, donde no se tropezaba con esa primera dificultad, el método seguía siendo el mismo porque se creía que civilizaciones tan lejanas y tan distintas sólomerecían interés por sus producciones más sabias y refinadas. El campo de la antropología comprende civilizaciones de otro tipo, que también plantean otros problemas. Por no practicar la escritura, no brindan documentos escritos. Y como su nivel técnico, por lo general, es muy bajo, la mayoría no ha dejado monumentos figurados. De ahí la necesidad de dotar al humanismo de nuevas herramientas de investigación. Los medios de los que dispone la antropología son a la vez más exteriores y más interiores (también se podría decir más gruesos y más finos) que aquellos de sus predecesoras, la filología y la historia. Para penetrar en sociedades de difícil acceso, la antropología debe colocarse muy por fuera (como hacen la antropología psíquica, la prehistoria, la tecnología) y también muy por dentro, a través de la identificación del etnólogo con el grupo con quien comparte la existencia y de la importancia que debe atribuir –a falta de otros medios de información– a los mínimos matices de la vida psíquica de los indígenas. Siempre más allá de las fronteras del humanismo tradicional, la antropología lo desborda en todos los sentidos. Su campo abarca la totalidad del planeta habitado, mientras que su método reúne procedimientos que derivan de todas las formas del saber: ciencias humanas y ciencias naturales. Por sucederse en el tiempo, los tres humanismos se integran y suponen un progreso para el conocimiento del hombre en tres direcciones. En superficie, desde luego, pero se trata del aspecto más “superficial”, tanto en sentido propio como en sentido figurado. En riqueza de medios de investigación, puesto que poco a poco nos vamos percatando de que si la antropología se ha visto obligada a forjar nuevos modos de conocimiento en función de los caracteres particulares de las sociedades “residuales” que les tocaron en la repartición, esos modos de conocimiento pueden ser aplicados con provecho al estudio de todas las sociedades, incluida la nuestra. Pero hay más: el humanismo clásico no era acotado únicamente en cuanto al objeto, sino también en cuanto a los beneficiarios, que formaban la clase privilegiada. El humanismo exótico del siglo xix se vio ligado a los intereses industriales y comerciales que le servían de apoyo y a los cuales debía su existencia. Después del humanismo aristocrático del Renacimiento y del humanismo burgués del siglo xix, la antropología marca, pues, para el mundo finito en que se ha convertido nuestro planeta, el advenimiento de un humanismo doblemente universal. Al buscar inspiración en el seno de las sociedades más humildes y durante largos años desdeñadas, la antropología proclama que nada de lo humano puede ser ajeno al hombre. De tal forma, funda un humanismo democrático que supera a los que lo precedieron, creados para los privilegiados, a partir de civilizaciones privilegiadas. Y al movilizar métodos y técnicas que toma prestados de otras ciencias para hacerlos servir al conocimiento del hombre, la antropología llama a la reconciliación del hombre con la naturaleza, dentro de un humanismo generalizado. Si entiendo bien el tema que me han pedido que aborde en estas conferencias, la pregunta que se nos plantea es la de saber si esta tercera forma de humanismo que constituye la antropología se mostrará mejor capacitada que las formas precedentes para aportar soluciones a los grandes problemas que ha de afrontar la humanidad en la actualidad. Durante tres siglos, el pensamiento humanista habrá nutrido e inspirado la reflexión y la acción del hombre occidental. Mas hoy comprobamos que se ha mostrado impotente a la hora de evitar las masacres a escala planetaria que fueron las guerras mundiales, la miseria y la subalimentación que azotan de manera crónica a una gran parte de la tierra habitada, la contaminación del aire y del agua, el saqueo de los recursos y las bellezas naturales, etcétera. El humanismo antropológico, ¿tendrá mayor capacidad que los demás para aportar respuestas a las interrogaciones que nos aquejan? En las próximas conferencias intentaré definir y delimitar algunas grandes cuestiones que la antropología, creo yo, puede ayudarnos a responder. Hoy, para concluir, me gustaría destacar una contribución de la antropología que, por ser modesta, al menos ofrece la ventaja de ser cierta; ya que uno de los beneficios de la antropología –a fin de cuentas, acaso sea su beneficio esencial– es el de inspirarnos cierta humildad y el de enseñarnos cierta sabiduría a nosotros, miembros de civilizaciones ricas y poderosas. Los antropólogos están para dar testimonio de que el modo en que vivimos, los valores en los que creemos no son los únicos posibles; que otros tipos de vida, otros sistemas de valores han permitido y permiten aún a algunas comunidades humanas alcanzar la felicidad. La antropología nos invita, pues, a atemperar nuestra vanagloria, a respetar otras formas de vivir, a cuestionarnos a través del conocimiento de otros usos que nos asombran, nos chocan o nos repugnan; un poco al modo de Jean-Jacques Rousseau, que prefería creer que los gorilas recientemente descriptos por los viajeros de su tiempo eran hombres, en lugar de correr el riesgo de negar la calidad de hombres a seres que, quizá, revelaban un aspecto aún desconocido de la naturaleza humana. Las sociedades que estudian los antropólogos imparten lecciones tanto más dignas de ser escuchadas cuanto que mediante todo tipo de reglas que, como he dicho, sería un error tildar de meras supersticiones, han sabido conseguir un equilibrio entre el hombre y el medio natural que nosotros ya no sabemos garantizar. Me detendré un momento en este punto. Un “nivel óptimo de diversidad” En el siglo xix, el filósofo Auguste Comte formuló en Francia una ley relativa a la evolución humana denominada “de los tres estados”, según la cual la humanidad habría pasado por dos estados sucesivos: religioso, luego metafísico, y estaría a punto de ingresar en un tercero, positivo y científico. Acaso la antropología nos revele una evolución de la misma índole, por más que el contenido y el significado de cada estado difieran de aquellos concebidos por Comte. Hoy en día, sabemos que algunos pueblos designados como “primitivos”, que ignoran la agricultura y la ganadería, o que tan sólo practican una agricultura rudimentaria, a veces sin conocimientos de alfarería ni tejido y que, principalmente, viven de la caza, la pesca y la recolección de productos silvestres, no están atenazados por el miedo a morir de hambre y la angustia de no poder sobrevivir en un medio hostil. Su escaso índice demográfico, su prodigioso conocimiento de los recursos naturales les permiten vivir en lo que seguramente dudaríamos en calificar como abundancia. Y sin embargo, como quedó demostrado con una serie de estudios minuciosos realizados en Australia, América del Sur, Melanesia y África, de dos a cuatro horas de trabajo cotidiano bastan sobradamente a sus miembros activos para asegurar la subsistencia de todas las familias, incluyendo a niños y ancianos, que aún no participan o ya han dejado de participar en la producción alimentaria. ¡Qué diferencia con el tiempo que nuestros contemporáneos pasan en una fábrica o en una oficina! Sería incorrecto, pues, creer que esos pueblos son esclavos de los imperativos del entorno. Muy por el contrario, gozan de una mayor independencia respecto de él que los cultivadores y criadores de ganado. Disponen de más actividades de ocio que les permiten dar gran cabida al imaginario, interponer entre ellos y el mundo exterior, como un cojín amortiguador, creencias, ensoñación, ritos, en pocas palabras, todas esas formas de actividad que llamaríamos religiosa o artística. Desde esta perspectiva, admitamos que la humanidad haya vivido en un estado comparable durante cientos de milenios. Observaríamos entonces que, a través de la agricultura, la ganadería y, más adelante, la industrialización, ha podido “impactar” cada vez más de cerca, me atrevería a decir, en la realidad. Pero, en el siglo xix y hasta nuestrosdías, dicho impacto se manifestaba de manera indirecta, por medio de concepciones filosóficas e ideológicas. Distinto es el mundo al que estamos ingresando en el presente: un mundo donde la humanidad se encuentra abruptamente confrontada a determinismos más duros, aquellos resultantes de su elevadísimo índice demográfico, de la cantidad cada vez más limitada de espacio libre, aire puro, agua no contaminada de que dispone para satisfacer sus necesidades biológicas y psíquicas. En ese sentido, es dable preguntarse si las explosiones ideológicas que se manifiestan desde hace casi un siglo y que continúan manifestándose – comunismo, marxismo, totalitarismo, que no han perdido su fuerza en el Tercer Mundo, y más recientemente el integrismo islámico– no constituyen reacciones de revuelta frente a una serie de condiciones de existencia que se hallan en brutal ruptura con las del pasado. Se ha producido un divorcio, se ha abierto un abismo entre los datos de la sensibilidad, que ya no tienen para nosotros significado general alguno fuera de aquellos, restringidos y rudimentarios, que nos brindan acerca del estado de nuestro organismo, y un pensamiento abstracto donde se concentran todos nuestros esfuerzos por conocer y entender el universo. Nada nos aleja más de esos pueblos que estudian los antropólogos, para quienes cada color, cada textura, cada olor, cada sabor tienen un sentido. Este divorcio, ¿será irrevocable? Acaso nuestro mundo vaya hacia un cataclismo demográfico o una guerra atómica que exterminará a tres cuartos de la humanidad. En ese caso, el cuarto restante volverá a encontrar condiciones de existencia no tan diferentes de aquellas propias de las sociedades en vías de desaparición que he mencionado. Pero, aun si descartáramos hipótesis tan aterradoras como ésta, cabría preguntarse si sociedades que se vuelven enormes por su parte y que tienden a asemejarse entre sí no recrearán fatalmente, en su propio seno, diferencias situadas sobre ejes distintos de aquellos donde se desarrollan las similitudes. Quizá exista un grado óptimo de diversidad que, siempre y en todo lugar, se impone a la humanidad para que ésta siga siendo viable. Este grado óptimo variaría en función de la cantidad de sociedades, de su importancia numérica, de su lejanía geográfica y de los medios de comunicación de los que dispone. Pero el problema de la diversidad no se plantea únicamente con respecto a las culturas que estamos considerando en sus relaciones recíprocas. También se plantea en cada sociedad que reúne en su interior a grupos o subgrupos que no son homogéneos: castas, clases, medios profesionales o confesionales, etcétera. Dichos grupos desarrollan entre sí diferencias a las cuales confieren una gran importancia, y podría suceder que tal diversificación interna tienda a acrecentarse a medida que la sociedad se vuelve más voluminosa y más homogénea desde otras perspectivas. Sin duda, los hombres elaboraron culturas diferentes en razón de la lejanía geográfica, de las características particulares del medio donde se hallaban, de la ignorancia de otros tipos de sociedades. Pero paralelamente a esas diferencias debidas al aislamiento, tenemos aquellas, igual de importantes, que se deben a la proximidad: deseo de oponerse, de distinguirse, de ser uno mismo. Muchas costumbres nacieron no de alguna necesidad interna o accidente favorable, sino de la mera voluntad de no ser menos que un grupo vecino que sometía a normas precisas un ámbito de pensamiento o actividad que a uno ni siquiera se le había ocurrido reglamentar. La atención y el respeto que el antropólogo presta a las diferencias entre las culturas, así como a aquellas propias de cada una, constituyen la esencia de su enfoque. Así, el antropólogo no busca establecer una lista de recetas de la cual cada sociedad iría a extraer algo según su humor toda vez que percibe en su interior una imperfección o una laguna. Las fórmulas pertenecientes a cada sociedad no son extrapolables a cualquier otra. La antropología sólo invita a cada sociedad a no creer que sus instituciones, costumbres y creencias son las únicas posibles; la disuade de imaginarse que por el hecho de creerlas buenas, esas instituciones, costumbres y creencias están inscriptas en la naturaleza de las cosas y uno puede imponerlas con impunidad a otras sociedades cuyo sistema de valores es incompatible con el propio. He dicho que la más alta ambición de la antropología es inspirar cierta sabiduría a los individuos y gobiernos. No puedo ofrecerles un mejor ejemplo que el testimonio de un antropólogo americano que fue Public Affairs Officer del general MacArthur durante la ocupación de Japón. Leí de él una entrevista donde cuenta cómo, en 1946, la publicación del célebre libro de Ruth Benedict, The Chrysanthemum and the Sword, disuadió al ocupante americano de imponer a Japón la abolición del régimen imperial, contrariamente a su primera intención. Ruth Benedict, a quien conocí bien, nunca había ido a Japón antes de escribir su libro; y, hasta donde yo sé, había trabajado en campos muy distintos. Pero era antropóloga, y por ende podemos atribuir al espíritu antropológico, a su inspiración y métodos, por el mero hecho de aproximarse a una cultura desde muy lejos y sin experiencia previa, el mérito de haber sabido penetrar su estructura y haberle evitado un desmoronamiento cuyas consecuencias quizá hubieran sido aún más trágicas que la derrota militar. Como primera lección, la antropología nos enseña que cada costumbre, cada creencia, por más chocante o irracional que pueda parecernos al compararlas con las nuestras, forma parte de un sistema cuyo equilibrio interno se fue asentando con el paso de los siglos, y de ese todo no se puede suprimir un elemento sin correr el riesgo de destruir el resto. Aun si no aportara otras enseñanzas, esta sola bastaría para justificar el lugar cada vez más importante que la antropología ocupa entre las ciencias del hombre y de la sociedad. II. Tres grandes problemas contemporáneos: la sexualidad, el desarrollo económico y el pensamiento mítico En mi primera conferencia dije que trataría de definir y acotar algunos problemas que se plantean al hombre moderno y a los cuales el estudio de las sociedades sin escritura puede contribuir, en parte, a hallar una solución. Para ello tendré que considerar a dichas sociedades bajo tres ópticas: su organización familiar y social, su vida económica y, por último, su pensamiento religioso. Cuando los caracteres comunes a las sociedades que estudian los antropólogos se contemplan desde un punto de vista muy general, se impone una observación: como ya he indicado escuetamente, esas sociedades se remiten al parentesco de un modo mucho más sistemático que nosotros en la actualidad. En primer lugar, utilizan las relaciones de parentesco y alianza para definir la pertenencia o no pertenencia al grupo. Muchas de esas sociedades niegan a los pueblos extranjeros la calidad de seres humanos. Y así como la humanidad cesa en las fronteras del grupo, ésta se refuerza en su interior con una cualidad suplementaria: los miembros del grupo no son solamente los únicos humanos, los únicos verdaderos, los únicos excelentes. No son sólo conciudadanos, sino también parientes de hecho o de derecho. En segundo lugar, esas sociedades toman al parentesco y a sus nociones vinculadas como anteriores y exteriores a las relaciones biológicas –como la filiación por la sangre– a las cuales nosotros mismos tendemos a reducir. Los lazos biológicos brindan el modelo sobre el cual se conciben las relaciones de parentesco, pero éstas ofrecen al pensamiento un marco de clasificación lógica. Una vez concebido, ese marco permite distribuir a los individuos en categorías preestablecidas, asignando a cada uno un lugar en el seno de la familia y la sociedad. Por último, esas relaciones y nociones impregnan todo el campo de la vida y las actividades sociales. Reales, postuladas o inferidas, implican derechos y deberes bien definidos, distintos para cadatipo de pariente. De una manera más general, se puede decir que en esas sociedades el parentesco y la alianza constituyen un lenguaje común, apto para expresar todas las relaciones sociales: económicas, políticas, religiosas, etcétera; y no exclusivamente familiares. Progenitor, útero portador y filiación social La primera exigencia que se impone a las sociedades humanas es la de reproducirse, dicho en otros términos, la de mantenerse en la continuidad. Toda sociedad debe poseer, pues, una regla de filiación que le permita definir la pertenencia de cada nuevo miembro al grupo, un sistema de parentesco que determine el modo en que se clasificarán los parientes, consanguíneos o políticos y, por último, reglas que definan las modalidades de la alianza matrimonial, estipulando con quién uno se puede casar o no. Asimismo, toda sociedad ha de contar con mecanismos para remediar la esterilidad. Ahora bien, precisamente el problema de los medios contra la esterilidad se está planteando de manera muy severa en las sociedades occidentales desde que descubrieron métodos para favorecer la procreación u obtenerla artificialmente. Desconozco qué ocurre en Japón, pero este tema es una obsesión en Europa, Estados Unidos, Australia, países donde se constituyeron comisiones oficiales para debatir la cuestión. Las asambleas parlamentarias, la prensa y la opinión pública dan gran cabida a esos debates. ¿De qué se trata exactamente? En la actualidad, es posible –o pronto lo será a través de ciertos procedimientos– procurar hijos a una pareja donde uno de los miembros, o ambos, son estériles. Para ello se emplean diversos métodos: inseminación artificial, donación de óvulos, préstamo o alquiler de útero, congelamiento de embriones, fecundación in vitro con espermatozoides provenientes del marido o de otro hombre u óvulos provenientes de la esposa o de otra mujer. Los niños nacidos de tales manipulaciones podrán, pues, tener un padre y una madre, como es lo normal, una madre y dos padres, dos madres y un padre, dos madres y dos padres, tres madres y un padre e incluso tres madres y dos padres cuando el progenitor no es el mismo hombre que el padre y cuando intervienen tres mujeres: quien dona el óvulo, quien presta el útero y quien será la madre legal del niño. Pero eso no es todo, ya que también nos hallamos confrontados a situaciones donde una mujer pide ser inseminada con el esperma congelado de su difunto marido, o bien donde dos mujeres homosexuales solicitan la posibilidad de tener juntas un hijo proveniente del óvulo de una, fecundado artificialmente por un donante anónimo e implantado en el útero de la otra. Tampoco vemos por qué el esperma congelado de un bisabuelo no podría ser utilizado un siglo después para fecundar a una bisnieta; ese niño sería, entonces, el tío abuelo de su madre y el hermano de su propio bisabuelo. Así planteados, los problemas son de dos órdenes: unos, de naturaleza jurídica, otros de naturaleza psicológica y moral. Desde la primera perspectiva, los ordenamientos de los países europeos se contradicen. En el derecho inglés, la paternidad social no existe, ni siquiera como ficción jurídica. Por consiguiente, el donante de esperma podría reivindicar legalmente al niño o bien estar obligado a satisfacer sus necesidades. En Francia, por el contrario, el Código Napoleón, fiel al antiguo adagio Pater is est quem nuptiae demonstrant, estipula que el marido de la madre es el padre legal del niño. Pero el derecho francés se contradice a sí mismo, ya que una ley de 1972 autoriza las acciones de averiguación de paternidad. Así pues, no sabemos qué relación prima, si la social o la biológica. Es un hecho que en las sociedades contemporáneas la idea de que la filiación deriva de un vínculo biológico tiende a prevalecer sobre aquella que ve en la filiación un vínculo social. Pero entonces, ¿cómo resolver los problemas planteados por la procreación asistida, donde, precisamente, el padre legal ya no es el progenitor del niño y donde la madre, en el sentido social y moral del término, no ha aportado su propio óvulo ni, quizá, el útero en el cual se desenvuelve la gestación? Por otra parte, ¿cuáles son los respectivos derechos y deberes de los padres sociales y biológicos, hoy disociados? ¿Cómo deberá pronunciarse un tribunal si quien presta el útero entrega un niño mal formado y si la pareja que ha apelado a sus servicios lo rechaza? O, por el contrario, ¿y si una mujer fecundada con el esperma de un marido se echara atrás y pretendiera quedarse con el niño como si fuera propio? Por último, cualquiera de estas prácticas, a partir del momento en que es posible, ¿puede ser empleada libremente o acaso la ley debe autorizar algunas y prohibir otras? En Inglaterra, la comisión denominada Warnock (por su presidente) recomendó prohibir el préstamo del útero fundándose en la distinción entre la maternidad genética, la maternidad fisiológica y la maternidad social, y considerando que, de las tres, la maternidad fisiológica es aquella que crea el vínculo más íntimo entre la madre y el niño. Si en su mayoría la opinión francesa acepta la procreación asistida para permitir que una pareja casada resuelva un problema de esterilidad, también se muestra indecisa frente al caso de una pareja que vive en unión libre o de una mujer que desea ser fecundada con el semen congelado de su difunto marido. Y la opinión se torna francamente negativa tratándose de una mujer sola, de una pareja que quiere tener un hijo después de la menopausia de la mujer o bien de una pareja homosexual. Desde el punto de vista psicológico y moral, pareciera que la cuestión crucial es la de la transparencia. La donación de esperma o de óvulos, el préstamo de útero, ¿deben ser anónimos, o los parientes sociales y, eventualmente, el propio niño pueden conocer la identidad de quienes intervienen en ella? Suecia ha renunciado al anonimato, la tendencia inglesa parece ir en ese mismo sentido, mientras que en Francia la opinión pública y la ley van en sentido opuesto. Pero incluso los países que admiten la transparencia parecen estar de acuerdo con los demás en disociar procreación de sexualidad y, hasta se podría decir, de sensualidad. Porque limitándose al caso más sencillo, el de la donación de esperma, la opinión sólo la juzga admisible si tiene lugar en el laboratorio y mediando la intervención de un médico: método artificial que excluye todo contacto personal, todo intercambio emotivo y erótico entre el donante y la receptora. Ahora bien, tanto para la donación de semen como de óvulo, la preocupación por que las cosas sucedan en el anonimato parece contraria a datos universales que indican que, incluso en nuestras sociedades y aunque no se diga, este tipo de favores se hacen “en familia” más a menudo de lo que uno cree. A título de ejemplo, citaré una novela inacabada de Balzac, que comienza en 1843, época en que los prejuicios sociales eran mucho más fuertes que en la Francia actual. Titulada de manera significativa Los pequeños burgueses, esta novela sumamente documental cuenta el acuerdo al que llegaron dos parejas de amigos, una fecunda, la otra estéril. A la mujer fecunda le tocó concebir un hijo con el marido de la mujer estéril, la hija nacida de esa unión fue rodeada de igual ternura por ambas parejas, que residían en el mismo edificio, y todas las personas a su alrededor conocían la situación. Son las nuevas técnicas de procreación asistida, hoy posibles gracias al progreso de la biología, las que provocan desazón en el pensamiento contemporáneo. En un ámbito vital para el mantenimiento del orden social, nuestras ideas jurídicas, nuestras creencias morales y filosóficas se revelan incapaces de encontrar respuestas a situaciones novedosas. ¿Cómo definir la relación entre el parentesco biológico y la filiación social, hoy en día diferenciadas? ¿Cuáles serán las consecuencias morales y sociales de la disociación de la sexualidad y la procreación? ¿Se debe o no reconocer al individuo el derecho a procrear, si se pudieradecir, “solo”? ¿Un niño tiene derecho a acceder a la información esencial relativa al origen étnico y a la salud genética de su procreador? ¿Hasta qué punto y con qué límites se pueden transgredir reglas biológicas que los fieles de la mayoría de las religiones continúan considerando de institución divina? Procreación artificial: mujeres vírgenes y parejas homosexuales Los antropólogos tienen mucho que decir sobre todas estas cuestiones, pues las sociedades que estudian se han planteado estos problemas y ofrecen soluciones al respecto. Desde luego que esas sociedades ignoran las técnicas modernas de fecundación in vitro, extracción de óvulo o embrión, transferencia, implantación y congelación. Pero han imaginado y puesto en práctica fórmulas equivalentes, al menos desde un punto de vista jurídico y psicológico. Permítanme dar algunos ejemplos. La inseminación con donante tiene su equivalente en África, en la población samo de Burkina Faso, estudiada por mi colega, la Sra. Françoise Héritier-Augé, que me sucedió en el Collège de France. En esa sociedad, toda jovencita se casa a muy temprana edad, pero antes de ir a vivir a lo de su esposo debe tener un amante que escoge y que está oficialmente reconocido como tal, durante tres años como máximo. Aporta a su marido el primer hijo nacido por obra de su amante, pero aquel será considerado el primero de la unión legítima. Por su parte, un hombre puede tener varias esposas legítimas, pero si ellas lo dejan, seguirá siendo el padre legal de todos los niños que ellas traigan al mundo en adelante. En otras poblaciones africanas, el marido también tiene un derecho sobre todos los hijos por venir, siempre y cuando ese derecho sea reinstaurado luego de cada nacimiento, a través de la primera relación sexual post partum. Esta relación designa al hombre que será el padre legal del próximo hijo. Así, un hombre casado cuya mujer es estéril puede, mediando un pago, ponerse de acuerdo con una mujer fecunda para que ella lo designe. En ese caso, el marido legal es el donante inseminador, y la mujer alquila su vientre a otro hombre o a una pareja sin hijos. De tal modo, aquí no se plantea el dilema, candente en Francia, de si la mujer que presta el útero debe hacerlo gratuitamente o si puede percibir una remuneración a cambio. Para los indígenas Tupi-Kawahib de Brasil, que visité en 1938, un hombre se puede casar simultánea o sucesivamente con varias hermanas o con una madre y su hija de una unión precedente. A mi parecer, esas mujeres comparten la crianza de sus hijos sin preocuparse demasiado por si el niño del que se ocupa tal mujer es propio o pertenece a otra esposa de su marido. Una situación simétrica prevalece en el Tíbet, donde varios hermanos comparten una única esposa. Todos los hijos se atribuyen al mayor de ellos, al que llaman padre; los demás maridos se llaman tíos. En tales casos, se ignora o no se tiene en cuenta la paternidad y la maternidad individuales. Volvamos a África, donde los nuer de Sudán asimilan la mujer estéril a un hombre. En calidad de “tío paterno”, ella recibe el ganado que representa “el precio de la novia” (en inglés, bride price), pagado por el marido de sus sobrinas, y lo utiliza para comprar una mujer que le dará hijos gracias a los servicios remunerados de un hombre, a menudo extranjero. En la población yoruba, de Nigeria, las mujeres ricas también pueden adquirir esposas, a quienes obligan a vivir en pareja con un hombre. Cuando nacen los hijos, la mujer, “esposo” legal, los reivindica, y los procreadores reales, si quieren quedárselos, deben pagar una generosa suma. En todos estos casos, parejas formadas por dos mujeres y que, literalmente hablando, llamaríamos homosexuales, practican la procreación asistida para concebir hijos, los cuales tendrán a una mujer por padre legal y a la otra por madre biológica. Las sociedades sin escritura también conocen equivalentes de la inseminación post mortem que los tribunales franceses prohíben, mientras que, en Inglaterra, el comité Warnock propone que una ley excluya de la sucesión y la herencia del padre a todo hijo que no se hallara en estado fetal, dentro del útero de la madre, en el momento de su muerte. Pese a ello, el levirato, institución probada desde hace milenios (pues ya existía en los antiguos hebreos), permitía e incluso a veces imponía al hermano menor engendrar en nombre de su hermano muerto. En cuanto a los nuer sudaneses, a los cuales ya me he referido, si un hombre moría soltero o sin descendencia, un pariente próximo podía retener suficiente ganado del difunto como para comprar una esposa. Ese “matrimonio fantasma”, como dicen los nuer, lo autorizaba a engendrar en nombre del difunto, puesto que este último había aportado la compensación matrimonial creadora de la filiación. Si bien en todos los ejemplos citados, el estatus familiar y social del niño se determina en función del padre legal (aun si este último es una mujer), no por eso ese niño desconoce la identidad de su progenitor, y está unido a él por un vínculo afectivo. Contrariamente a lo que se teme, la transparencia no suscita conflictos en el niño por ser su procreador biológico y su padre social individuos distintos. Esas sociedades tampoco experimentan un temor similar al que engendra en nosotros la inseminación del esperma congelado del marido difunto, e incluso hablando en términos teóricos, de un antepasado remoto: para muchas de ellas, los hijos son la supuesta encarnación de un ancestro que escoge revivir en ese niño. Y el “matrimonio fantasma” de los nuer admite un refinamiento adicional en el supuesto de que el hermano, sustituto del difunto, no hubiera engendrado por cuenta propia. Ese hijo engendrado en nombre del difunto (y que su padre biológico considera, pues, como su sobrino) podrá hacerle el mismo favor al padre biológico. Como entonces ese progenitor es el hermano de su padre legal, los hijos que éste traerá al mundo serán legalmente sus primos. Todas estas fórmulas ofrecen imágenes metafóricas anticipadas de las técnicas modernas. Así, comprobamos que el conflicto entre la procreación biológica y la paternidad social que tanto nos confunde no existe en las sociedades que estudian los antropólogos, que sin dudarlo dan primacía a lo social, sin que ambos aspectos choquen en la ideología del grupo o en la mente de los individuos. Si me entretuve tanto en estos problemas es porque, a mi entender, demuestran muy bien qué tipo de contribución la sociedad contemporánea puede esperar de las investigaciones antropológicas. El antropólogo no propone a sus contemporáneos adoptar las ideas y costumbres de tal o cual población exótica. Nuestra contribución es mucho más modesta y se ejerce en dos direcciones. Primero, la antropología revela que aquello que consideramos “natural”, fundado en el orden de las cosas, se reduce a limitaciones y hábitos mentales propios de nuestra cultura. De tal modo, nos ayuda a quitarnos las anteojeras, a comprender cómo y por qué otras sociedades pueden tener por simples y obvios usos que a nosotros nos parecen inconcebibles e incluso escandalosos. En segundo lugar, los hechos que recogemos representan una experiencia humana muy vasta, puesto que provienen de miles de sociedades que se han ido sucediendo con el transcurso de los siglos, a veces de los milenios, y que se reparten en toda la extensión del planeta habitado. Así, ayudamos a dilucidar lo que se puede considerar como los “universales” de la naturaleza humana y podemos sugerir en qué marco se desarrollarán ciertas evoluciones aún inciertas, pero que sería un error tildar por anticipado de desviaciones o perversiones. El gran debate que se está llevando a cabo en la actualidad en torno a la procreación asistida consiste en determinar si conviene legislar, sobre qué y en qué sentido. Las comisiones y demás organismos instituidos por los poderes públicos de varios países están integrados por representantes de la opinión pública, abogados, médicos, sociólogos, a veces, antropólogos. Es asombroso
Compartir