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Claude	Lévi-Strauss
La	antropología	frente	a	los	problemas	del	mundo	moderno
Prólogo	de	Maurice	Olender
Traducido	por	Agustina	Blanco
Lévi-Strauss,	Claude	La	antropología	frente	a	los	problemas	del	mundo	moderno	/	Claude	Lévi-Strauss.	-	1a	ed	.	-	Ciudad	Autónoma	de	Buenos	Aires	:	Libros	del	Zorzal,	2017.	Libro	digital,	EPUB	Archivo	Digital:	descarga	y	online	Traducción	de:	Agustina	Blanco	Etchegaray.	ISBN	978-987-599-499-7	1.	Antropología.	I.	Blanco	Etchegaray,	Agustina,	trad.	II.	Título.	CDD	301
Je	remercie	Monique	Lévi-Strauss	qui	a	accompagné	avec	autant	d´attention	que
de	générosité	chaque	étape	de	la	publication	de	ce	volume.	M.O.
Agradezco	a	Monique	Lévi-Strauss	que	acompañó	con	tanta	atención	como
generosidad	cada	etapa	de	la	publicación	del	presente	volumen.	M.O.
Les	titres	des	trois	chapitres	de	ce	livre	sont	de	Claude	Lévi-Strauss	;	les
intertitres	sont	de	l´éditeur.
Los	títulos	de	los	tres	capítulos	de	este	libro	son	de	Claude	Lévi-Strauss;	los
intertítulos	son	del	editor.
Traducción:	Agustina	Blanco
Foto	de	tapa:	gentileza	de	Edmundo	Magaña
©	Editions	du	Seuil
Collection	La	Librairie	du	XXIe	siècle,	sous	la	direction	de	Maurice	Olender.
Prohibida	su	venta	en	otros	países	excepto	Argentina	y	Uruguay
©	Libros	del	Zorzal,	2011
Buenos	Aires,	Argentina
Printed	in	Argentina
Hecho	el	depósito	que	previene	la	ley	11.723
Para	sugerencias	o	comentarios	acerca	del	contenido	de
este	libro,	escríbanos	a:	<info@delzorzal.com.ar>
También	puede	visitar	nuestra	página	web:	<www.delzorzal.com>
Índice
Prólogo	|	7
I.	El	fin	de	la	supremacía	cultural	de	Occidente	|	9
Aprender	del	otro	|	10
Hechos	singulares	y	extraños	|	13
Un	denominador	común	|	19
“Autenticidad”	e	“inautenticidad”	|	25
“En	la	perspectiva	occidental	que	me	es	propia”	|	31
Un	“nivel	óptimo	de	diversidad”	|	38
II.	Tres	grandes	problemas	contemporáneos:	la	sexualidad,	el	desarrollo
económico	y	el	pensamiento	mítico	|	43
Progenitor,	útero	portador	y	filiación	social	|	45
Procreación	artificial:	mujeres	vírgenes	y	parejas	homosexuales	|	49
De	los	sílex	de	la	prehistoria	a	la	cadena	industrial	moderna	|	54
Carácter	ambiguo	de	la	“naturaleza”	|	60
“Nuestras	sociedades	están	hechas	para	cambiar”	|	63
¿Qué	afinidades	existen	entre	pensamiento	científico,	histórico	y	mítico?	|	69
III.	Reconocimiento	de	la	diversidad	cultural:lo	que	nos	enseña	la	civilización
japonesa	|	76
Antropólogos	y	genetistas	|	77
Raza,	un	término	impropio	|	82
El	escándalo	de	la	diversidad	|	87
“El	arte	de	lo	imperfecto”	|	94
Relativismo	cultural	y	juicio	moral	|	99
Agradezco	a	Monique	Lévi-Strauss,	quien	acompañó	con	atención	y	generosidad
cada	etapa	de	la	publicación	del	presente	volumen.
M.	O.
Prólogo
Con	motivo	de	su	cuarta	estadía	en	Japón,	en	la	primavera	de	1986,	Claude	Lévi-
Strauss	escribió	los	tres	capítulos	que	componen	el	presente	volumen:	tres
conferencias	dictadas	en	Tokio,	invitado	por	la	Fundación	Ishizaka.	Escogió	para
estas	ponencias	el	título	que	lleva	el	libro:	La	antropología	frente	a	los
problemas	del	mundo	moderno.
Para	identificar	las	grandes	temáticas	de	su	obra,	comentarlas	y	actualizarlas,
Claude	Lévi-Strauss	se	remite	libremente	a	sus	escritos.	De	este	modo,	relee
algunos	de	los	textos	que	lo	hicieron	célebre,	retomando	los	principales	temas	de
sociedad	que	siempre	lo	inquietaron,	en	particular,	aquello	que	atañe	a	la
relación	entre	“raza”,	historia	y	cultura.	También	medita	sobre	el	posible	futuro
de	nuevas	formas	de	humanismo,	en	un	mundo	en	plena	transformación.
Si	los	lectores	de	Lévi-Strauss	encontrarán	aquí	las	cuestiones	que	sirven	de
fundamento	a	sus	trabajos,	las	nuevas	generaciones	podrán	descubrir	la	visión	de
futuro	propuesta	por	el	famoso	antropólogo.	Sin	dejar	de	subrayar	la	importancia
de	la	antropología	como	nuevo	“humanismo	democrático”,	el	autor	se	cuestiona
acerca	del	“fin	de	la	supremacía	cultural	de	Occidente”	y	de	los	nexos	entre
relativismo	cultural	y	juicio	moral.	Al	examinar	los	problemas	de	una	sociedad
que	se	ha	vuelto	mundial,	también	interroga	las	prácticas	económicas,	las
cuestiones	relativas	a	la	procreación	artificial,	el	vínculo	entre	pensamiento
científico	y	pensamiento	mítico.
Por	último,	en	estas	tres	conferencias,	Claude	Lévi-Strauss	comparte	sus
inquietudes	en	torno	a	los	problemas	cruciales	de	un	mundo	a	punto	de	ingresar
en	el	siglo	xxi,	las	afinidades	entre	las	diversas	formas	de	“explosión	ideológica”
y	el	devenir	de	los	integrismos.
Mundialmente	reconocida,	la	obra	de	Lévi-Strauss	constituye	hoy	en	día	un
laboratorio	de	pensamiento	abierto	al	futuro.
Sin	lugar	a	duda,	este	libro	será,	para	los	estudiantes	y	las	jóvenes	generaciones,
la	mejor	introducción	a	la	inteligencia	sensible	de	su	mundo.
Maurice	Olender
I.	El	fin	de	la	supremacía	cultural	de	Occidente
Mis	primeras	palabras	serán	de	agradecimiento	a	la	Fundación	Ishizaka,	por	el
inmenso	honor	que	me	hace	al	encomendarme	este	año	las	conferencias	donde,
desde	1977,	se	distinguieron	un	sinnúmero	de	eminentes	personalidades.
También	le	agradezco	haberme	propuesto	como	tema	el	modo	en	que	la
antropología,	disciplina	a	la	que	he	dedicado	mi	vida,	encara	los	problemas
fundamentales	con	los	cuales	confronta	la	humanidad	de	hoy.
Para	comenzar,	les	comentaré	la	manera	en	que	la	antropología	formula	dichos
problemas	dentro	de	una	perspectiva	particular	que	le	es	propia.	Luego,	intentaré
definir	qué	es	la	antropología	y	trataré	de	demostrar	en	qué	medida	dirige	una
mirada	original	hacia	los	problemas	del	mundo	contemporáneo,	sin	pretender
resolverlos	por	sí	misma,	sino	con	la	esperanza	de	comprenderlos	mejor.
Aprender	del	otro
Desde	hace	casi	dos	siglos,	la	civilización	occidental	se	ha	definido	a	sí	misma
como	la	civilización	del	progreso.	Congregadas	en	torno	al	mismo	ideal,	otras
civilizaciones	creyeron	que	debían	tomarla	como	modelo.	Todas	compartieron	la
convicción	de	que	la	ciencia	y	las	técnicas	no	dejarían	de	avanzar,	procurando	al
hombre	más	poder	y	felicidad;	de	que	las	instituciones	políticas,	las	formas	de
organización	social	que	surgieron	a	finales	del	siglo	xviii	en	Francia	y	Estados
Unidos	y	la	filosofía	que	las	inspiraba	darían	a	todos	los	miembros	de	cada
sociedad	una	mayor	libertad	en	la	conducción	de	su	vida	personal	y	más
responsabilidad	en	la	gestión	de	los	asuntos	comunes;	de	que	el	juicio	moral,	la
sensibilidad	estética,	en	pocas	palabras,	el	amor	por	lo	bueno,	lo	bello	y	lo
verdadero,	se	propagarían	mediante	un	movimiento	irresistible	y	coparían	toda	la
superficie	de	la	tierra	poblada.
Los	acontecimientos	que	tuvieron	por	escenario	al	mundo	en	el	transcurso	del
presente	siglo	desmintieron	estas	previsiones	optimistas.	Se	difundieron
ideologías	totalitarias	y,	en	varias	regiones	del	mundo,	aún	se	siguen
difundiendo.	Los	hombres	se	exterminaron	en	cantidades	que	ascienden	a
decenas	de	millones,	se	entregaron	a	pavorosos	genocidios.	Y	una	vez	la	paz
reestablecida,	ya	ni	siquiera	les	resulta	cierto	que	la	ciencia	y	la	técnica	sólo
aporten	beneficios,	ni	que	los	principios	filosóficos,	las	instituciones	políticas	y
las	formas	de	vida	social	nacidos	durante	el	siglo	xviii	constituyan	soluciones
definitivas	a	los	grandes	problemas	que	plantea	la	condición	humana.
La	ciencia	y	la	técnica	han	ampliado	de	manera	prodigiosa	nuestro	conocimiento
del	mundo	físico	y	biológico.	Nos	han	dado	un	poder	sobre	la	naturaleza	que
nadie	hubiera	podido	sospechar	hace	tan	sólo	un	siglo.	Sin	embargo,	estamos
comenzando	a	sopesar	el	precio	que	hemos	debido	pagar	para	obtenerlo.	Se	está
planteando	cada	vez	más	la	necesidad	de	saber	si	dichas	conquistas	no	han
tenido	efectos	deletéreos.	Éstas	han	puesto	a	disposición	del	hombre	medios	de
destrucción	masiva	que,	aun	cuando	no	se	utilicen,	con	su	mera	presencia
amenazan	la	supervivencia	de	nuestra	especie.	De	forma	más	insidiosa	pero	real,
esta	supervivencia	también	se	ve	amenazada	por	la	escasez	o	contaminación	de
los	bienes	más	esenciales:	espacio,	aire,	agua,	riqueza	y	diversidad	de	los
recursos	naturales.
En	parte	gracias	a	los	adelantoshechos	por	la	medicina,	la	cantidad	de	seres
humanos	no	ha	dejado	de	incrementarse,	a	tal	punto	que	en	varias	regiones	del
mundo	ya	no	es	posible	satisfacer	las	necesidades	elementales	de	poblaciones
presas	del	hambre.	En	otros	lugares,	ya	en	regiones	capaces	de	asegurar	su
propia	subsistencia,	un	desequilibrio	de	igual	tenor	se	manifiesta	en	el	hecho	de
que	para	dar	trabajo	a	cantidades	de	individuos	cada	vez	mayores	es	menester
producir	cada	vez	más.	De	tal	modo,	nos	vemos	arrastrados	hacia	una
productividad	creciente	en	una	carrera	sin	fin.	La	producción	llama	al	consumo,
el	cual	exige	aún	más	producción.	Fracciones	de	población	cada	vez	más
masivas	se	ven	como	aspiradas	por	las	necesidades	directas	o	indirectas	de	la
industria	y	terminan	concentrándose	en	enormes	aglomeraciones	urbanas	que	les
imponen	una	existencia	artificial	y	deshumanizada.	Por	su	parte,	el
funcionamiento	de	las	instituciones	democráticas,	las	necesidades	de	la
protección	social	acarrean	la	creación	de	una	burocracia	invasiva,	que	tiende	a
parasitar	y	a	paralizar	el	cuerpo	social.	Así,	uno	llega	a	preguntarse	si	las
sociedades	modernas	basadas	en	este	modelo	pronto	no	correrán	el	riesgo	de
convertirse	en	ingobernables.
Por	consiguiente,	la	creencia	en	un	progreso	material	y	moral	condenado	a	no
interrumpirse	jamás,	que	durante	largos	años	constituyó	un	acto	de	fe,	está
atravesando	su	crisis	más	seria.	La	civilización	de	tipo	occidental	ha	perdido	el
modelo	que	ella	misma	se	había	dado,	y	ya	no	se	atreve	a	ofrecer	ese	modelo	a
los	demás.	¿No	conviene,	entonces,	mirar	en	otras	direcciones,	ampliar	el	marco
tradicional	dentro	del	cual	se	encerraban	nuestras	reflexiones	sobre	la	condición
humana?	¿No	debemos	integrar	a	él	experiencias	sociales	distintas	de	las
nuestras	y	más	variadas	que	aquellas	en	cuyo	estrecho	horizonte	nos	hemos
recluido	durante	tanto	tiempo?	Desde	el	momento	en	que	la	civilización	de	tipo
occidental	ya	no	encuentra	en	su	propio	fondo	un	medio	para	regenerarse	y
adquirir	un	nuevo	impulso,	¿puede	aprender	algo	acerca	del	hombre	en	general,
y	acerca	de	sí	misma	en	particular,	a	partir	de	esas	sociedades	humildes	y
durante	tanto	tiempo	despreciadas	que,	hasta	una	época	relativamente	reciente,
habían	escapado	a	su	influencia?	Estas	son	las	preguntas	que	se	plantean	desde
hace	algunas	décadas	los	pensadores,	eruditos	u	hombres	de	acción,	que	los
incitan	a	interrogar	a	la	antropología,	puesto	que	las	demás	ciencias	sociales,
más	centradas	en	el	mundo	contemporáneo,	no	les	brindan	respuesta	alguna.
¿Qué	es,	entonces,	esta	disciplina	que	durante	tantos	años	permaneció	en	la
sombra	y	respecto	de	la	cual	hoy	nos	percatamos	que	acaso	tenga	algo	que	decir
sobre	estos	problemas?
Hechos	singulares	y	extraños
Por	más	lejos	que	nos	vayamos	en	el	tiempo	y	en	el	espacio	para	buscar
ejemplos,	la	vida	y	la	actividad	del	hombre	se	inscriben	en	marcos	que	arrojan
caracteres	comunes.	Siempre	y	en	todo	lugar,	el	hombre	es	un	ser	dotado	de	un
lenguaje	articulado.	Vive	en	sociedad.	La	reproducción	de	la	especie	no	queda
librada	al	azar,	sino	que	está	sujeta	a	reglas	que	excluyen	un	determinado
número	de	uniones	biológicamente	viables.	El	hombre	fabrica	y	utiliza
herramientas	que	emplea	siguiendo	técnicas	variadas.	Su	vida	social	se	ejerce	en
organizaciones	institucionales,	cuyo	contenido	puede	variar	de	un	grupo	al	otro,
pero	cuya	forma	general	es	constante.	Mediante	diferentes	procedimientos	se
llevan	a	cabo	ciertas	funciones	con	regularidad:	económica,	educativa,	política,
religiosa.
Entendida	en	su	sentido	más	amplio,	la	antropología	es	la	disciplina	dedicada	al
estudio	de	ese	“fenómeno	humano”	que,	sin	duda,	forma	parte	del	conjunto	de
los	fenómenos	naturales.	No	obstante,	con	respecto	a	las	demás	formas	de	vida
animal,	dicho	fenómeno	presenta	caracteres	constantes	y	específicos,	los	cuales
justifican	que	lo	estudiemos	de	manera	independiente.
En	ese	sentido,	se	puede	decir	que	la	antropología	es	tan	vieja	como	la
humanidad	misma.	En	épocas	de	las	que	contamos	con	testimonios	históricos,
preocupaciones	de	una	índole	que	hoy	llamaríamos	antropológica	quedan	de
manifiesto	en	los	cronistas	que	acompañaron	a	Alejandro	Magno	a	Asia,	así
como	en	Jenofonte,	Heródoto,	Pausanias	y,	desde	una	óptica	más	filosófica,	en
Aristóteles	y	Lucrecio.
En	el	mundo	árabe,	Ibn	Batuta,	gran	viajero,	e	Ibn	Khaldun,	historiador	y
filósofo,	dan	cuenta	de	un	espíritu	auténticamente	antropológico	en	el	siglo	xvi,
al	igual	que,	varios	siglos	antes,	los	monjes	budistas	chinos	que	viajaron	a	India
para	documentarse	sobre	su	religión;	y	los	monjes	japoneses	que,	con	idéntico
propósito,	visitaron	China.
En	aquella	época,	los	intercambios	entre	Japón	y	China	se	hacían,	sobre	todo,	a
través	de	Corea	y,	en	este	último	país,	la	curiosidad	antropológica	quedó
certificada	desde	el	siglo	vii	de	nuestra	era.	Dicen	las	antiguas	crónicas	que	el
medio	hermano	del	rey	Munmu	sólo	aceptó	el	cargo	de	Primer	Ministro	tras
haber	viajado	de	incógnito	por	el	reino,	para	observar	la	vida	popular.	Podemos
ver	allí	una	primera	investigación	etnográfica,	aun	cuando,	a	decir	verdad,	los
etnógrafos	actuales	a	menudo	no	reciban	del	anfitrión	indígena	que	los	acoge
una	encantadora	concubina	para	compartir	la	cama,	como	le	sucedió	al
mencionado	dignatario	coreano...	Siempre	refiriéndonos	a	las	crónicas	coreanas,
se	cuenta	que	el	hijo	de	cierto	monje	que	confeccionaba	libros	sobre	las
costumbres	populares	de	China	y	Silla	fue	colocado,	por	tal	motivo,	entre	los
diez	grandes	sabios	del	reino.
En	la	Edad	Media,	Europa	descubre	Oriente.	Primero,	a	raíz	de	las	Cruzadas,
más	adelante,	a	través	de	los	relatos	de	emisarios	enviados	por	el	Papa	y	el	Rey
de	Francia	a	tierras	de	los	mongoles	en	el	siglo	xiii	y,	sobre	todo,	gracias	a	la
larga	estadía	de	Marco	Polo	en	China	durante	el	siglo	xiv.	En	los	albores	del
Renacimiento,	comenzamos	a	distinguir	las	muy	diversas	fuentes	de	las	cuales,
en	adelante,	derivará	la	reflexión	antropológica.	Por	ejemplo,	la	literatura	que
suscitan	las	invasiones	turcas	en	Europa	Oriental	y	el	Mediterráneo,	las	fantasías
del	folclore	medieval	que	prolongan	aquellas	de	la	Antigüedad,	relativas	a	las
“razas	plinianas”,	llamadas	así	porque	Plinio	el	Viejo	las	había	descripto	con
complacencia	como	pueblos	salvajes	monstruosos	por	su	anatomía	y	por	sus
hábitos,	en	su	Historia	natural	que	data	del	siglo	i	de	nuestra	era.	Al	Japón,	tales
imaginaciones	no	le	fueron	ajenas	y,	sin	duda,	sobrevivieron	más	tiempo	en	el
espíritu	popular	porque	el	país	se	mantuvo	voluntariamente	aislado	del	resto	del
mundo.	Durante	mi	primera	estadía	en	Japón,	me	regalaron	una	enciclopedia
publicada	en	1789,	titulada	Zôho	Kunmo	Zui.	En	la	parte	dedicada	a	la
geografía,	se	consideran	reales	pueblos	exóticos	gigantes	o	dotados	de	brazos	y
piernas	de	un	largo	desmesurado.
En	la	misma	época,	Europa,	mejor	informada,	acumulaba	el	conocimiento
positivo	que,	desde	el	siglo	xvi,	comenzaba	a	afluir	de	África,	América	y
Oceanía,	con	motivo	de	los	grandes	descubrimientos.	Muy	rápido,	las
compilaciones	de	los	relatos	de	viajes	tuvieron	una	prodigiosa	fama	en
Alemania,	Suiza,	Inglaterra	y	Francia.	Esa	vasta	literatura	de	viaje	alimentará	la
reflexión	antropológica	que	se	inicia	en	Francia	con	Rabelais	y	Montaigne	y	se
extiende	por	toda	Europa	a	partir	del	siglo	xviii.
Por	lo	demás,	de	esto	hallamos	eco	en	Japón,	en	viajes	presentados	como
imaginarios,	a	falta	de	conocimiento	directo	de	los	países	lejanos.	Testimonio	de
ello	es	el	viaje	ficticio	de	Ôe	Bunpa	al	país	de	Harashirya,	palabra	detrás	de	la
cual	se	reconoce	a	Brasil,	habitado	por	indígenas	que	“ignoran	el	cultivo	de
cereales,	se	alimentan	de	raíces	secas,	no	tienen	rey	y	sólo	toman	por	nobles	a
los	más	hábiles	en	tiro	al	arco”.	Con	alguna	que	otra	salvedad,	es	lo	mismo	que
relataba	Montaigne	dos	siglos	antes,	tras	haber	conversado	con	los	indios
brasileños	traídos	a	Francia	por	un	navegador.
Aunque	los	inicios	de	la	antropología	tal	y	como	se	practica	en	la	actualidad	se
sitúen	en	el	siglo	xix,	ésta	tuvo	como	primer	móvil	lo	que	podríamosdenominar
una	curiosidad	de	anticuario.	Resultaba	patente	que	las	grandes	disciplinas
clásicas,	como	la	historia,	la	arqueología,	la	filología	–ciencias	que	gozaban	de
pleno	derecho	de	ciudadanía	en	los	claustros	universitarios–	dejaban	de	lado
todo	tipo	de	residuos,	de	restos.	Un	poco	cual	cirujas,	algunos	curiosos	se
dedicaban	a	recoger	esos	trozos	de	conocimiento,	esos	fragmentos	de	problemas,
esos	pintorescos	detalles	que	las	demás	ciencias	arrojaban	con	desdén	a	su
basurero	intelectual.
En	sus	orígenes,	la	antropología	seguramente	no	fue	más	que	dicha	recolección
de	hechos	singulares	y	extraños.	Sin	embargo,	poco	a	poco,	se	fue	descubriendo
que	esos	restos,	esos	residuos,	eran	más	importantes	de	lo	que	se	creía.	Y	no	es
difícil	entender	el	porqué.
Lo	que	llama	la	atención	al	hombre	en	el	espectáculo	de	otros	hombres	son	los
puntos	en	los	que	éstos	se	le	asemejan.	Los	historiadores,	arqueólogos,	filósofos,
moralistas	y	hombres	de	letras	primero	pidieron	a	los	pueblos	recientemente
descubiertos	una	confirmación	de	sus	propias	creencias	sobre	el	pasado	de	la
humanidad.	Esto	explica	que	los	relatos	de	los	primeros	viajeros,	fruto	de	los
grandes	descubrimientos	del	Renacimiento,	no	causaran	mayor	sorpresa:	más
que	creer	que	se	descubrían	nuevos	mundos,	se	pensaba	que	nos
reencontrábamos	con	el	pasado	del	mundo	antiguo.	Los	tipos	de	vida	de	los
pueblos	salvajes	demostraban	que	la	Biblia	y	los	autores	griegos	y	latinos
estaban	en	lo	cierto	cuando	describían	el	jardín	del	Edén,	la	Edad	de	Oro,	la
fuente	de	la	eterna	juventud,	la	Atlántida,	las	Islas	Afortunadas,	etcétera.
Se	desatendían	y	hasta	se	negaban	las	diferencias	que,	sin	embargo,	son
esenciales	siempre	que	se	trate	de	estudiar	al	hombre.	Ya	que,	como	más
adelante	diría	Jean-Jacques	Rousseau,	“se	han	de	observar	primero	las
diferencias	para	descubrir	las	propiedades”.
También	se	iba	a	hacer	otro	descubrimiento:	esas	singularidades,	esas	extrañezas
se	ordenaban	entre	sí	de	una	forma	mucho	más	coherente	que	esos	fenómenos
únicos	que	se	consideraban	importantes	y	en	los	cuales	se	había	focalizado	la
atención.	Hechos	desatendidos	o	apenas	estudiados,	tal	como	el	modo	en	que	los
distintos	pueblos	se	reparten	el	trabajo	entre	los	sexos	–en	una	sociedad	dada,
¿son	los	hombres	o	las	mujeres	quienes	se	dedican	a	la	alfarería,	al	tejido	o	al
cultivo	de	la	tierra?–	permiten	comparar	y	clasificar	las	sociedades	humanas
según	criterios	mucho	más	sólidos	que	antaño.
Acabo	de	citar	la	división	del	trabajo,	también	podría	hablar	de	las	reglas	de
residencia.	Cuando	se	celebra	un	matrimonio,	¿dónde	van	a	vivir	los	jóvenes
esposos?	¿Con	los	padres	del	marido?	¿Con	los	padres	de	la	mujer?	¿O
establecen	ellos	una	residencia	independiente?
Lo	mismo	sucede	con	las	reglas	de	filiación	y	de	matrimonio,	durante	mucho
tiempo	descuidadas	por	parecer	caprichosas	y	desprovistas	de	sentido.	¿Por	qué
una	gran	cantidad	de	pueblos	distingue	a	los	primos	en	dos	categorías,	según
desciendan	de	dos	hermanos	o	de	dos	hermanas	o	bien	de	un	hermano	y	una
hermana?	¿Por	qué,	de	ser	así,	condenan	el	matrimonio	entre	primos	del	primer
tipo	y	lo	preconizan,	cuando	no	lo	imponen,	entre	primos	del	segundo	tipo?	¿Y
por	qué	prácticamente	sólo	el	mundo	árabe	hace	una	excepción	a	esta	regla?
Lo	mismo	sucede	con	las	prohibiciones	alimentarias,	las	cuales	demuestran	que
no	existe	pueblo	en	el	mundo	que	no	pretenda	afirmar	su	originalidad
proscribiendo	tal	o	cual	categoría	de	alimento:	la	leche	para	los	chinos,	el	cerdo
para	los	judíos	y	los	musulmanes,	el	pescado	para	algunas	tribus	americanas,	la
carne	de	cérvido	para	otras,	y	así	sucesivamente.
Todas	estas	singularidades	conforman	las	diferencias	entre	los	pueblos.	Y	sin
embargo,	dichas	diferencias	son	comparables	entre	sí,	en	la	medida	en	que	casi
no	existe	pueblo	donde	no	se	observen.	De	ahí	el	interés	que	suscitan	en	los
antropólogos	las	variaciones	de	apariencia	fútil,	pero	que	permiten	obtener
clasificaciones	relativamente	simples,	capaces	de	introducir	en	la	diversidad	de
las	sociedades	humanas	un	orden	comparable	a	aquel	que	los	zoólogos	y	los
botánicos	emplean	para	clasificar	las	especies	naturales.
En	ese	orden	de	ideas,	las	investigaciones	más	eficaces	fueron	aquellas	que
versan	sobre	las	reglas	de	filiación	y	matrimonio.	En	efecto,	las	sociedades	que
estudian	los	antropólogos	pueden	tener	poblaciones	muy	variables,	que	oscilan
entre	algunas	decenas	y	varios	cientos	o	miles	de	personas.	Empero,	comparadas
con	las	nuestras,	esas	sociedades	tienen	dimensiones	muy	reducidas,	de	modo
que	las	relaciones	humanas	ofrecen	un	carácter	personal.	Nada	lo	demuestra
mejor	que	la	tendencia	de	las	sociedades	sin	escritura	a	articular	las	relaciones
entre	sus	miembros	en	torno	al	modelo	de	parentesco:	todo	el	mundo	es
hermano,	hermana,	primo,	prima,	tío	o	tía	de	todo	el	mundo.	Y	si	uno	no	es
pariente,	es	un	extranjero	y,	por	ende,	un	potencial	enemigo.	Ni	siquiera	hay
necesidad	de	trazar	las	genealogías:	en	muchas	de	esas	sociedades,	existen	reglas
simples	que	permiten	atribuir	tal	o	cual	categoría	a	cada	individuo,	en	razón	de
su	nacimiento,	entre	las	cuales	prevalecen	vínculos	equiparables	a	los	de
parentesco.
Ahora	bien,	por	más	modesto	que	sea	su	nivel	técnico	y	económico	y	por	más
distintas	que	sean	sus	costumbres	sociales	y	creencias	religiosas,	no	existe
sociedad	alguna	que	no	posea	una	nomenclatura	de	parentesco	y	reglas	de
matrimonio	que	distingan	a	los	individuos	emparentados	en	cónyuges	permitidos
y	cónyuges	prohibidos.	Tenemos	allí,	pues,	un	primer	medio	para	distinguir	a	las
sociedades	entre	sí	y	darle	a	cada	una	un	lugar	propio	dentro	de	una	tipología.
Un	denominador	común
¿Cuáles	son,	entonces,	esas	sociedades	que	prefieren	estudiar	los	antropólogos	y
que,	a	causa	de	una	larga	tradición,	nos	hemos	acostumbrado	a	calificar	de
“primitivas”,	término	que	muchos	recusan	en	la	actualidad	y	que,	en	todo	caso,
sería	necesario	definir	con	precisión?	Por	lo	general,	así	se	designa	a	los
agrupamientos	humanos	que	difieren	de	los	nuestros,	sobre	todo,	por	la	ausencia
de	escritura	y	medios	mecánicos,	pero	de	los	cuales	es	conveniente	no	olvidar
algunas	verdades	primeras:	esas	sociedades	ofrecen	el	único	modelo	para
comprender	la	forma	en	que	los	hombres	vivieron	juntos	durante	un	período
histórico	que	corresponde,	sin	duda,	al	99%	de	la	duración	total	de	la	vida	de	la
humanidad	y,	desde	un	punto	de	vista	geográfico	y	hasta	una	época	aún	reciente,
en	las	tres	cuartas	partes	de	la	superficie	habitada	del	planeta.
La	enseñanza	que	nos	aportan	dichas	sociedades	no	radica	en	el	hecho	de	que
podrían	ilustrar	las	etapas	de	nuestro	pasado	remoto.	Más	bien	ilustran	una
situación	general,	un	denominador	común	de	la	condición	humana.	Vistas	dentro
de	esta	perspectiva,	son	las	altas	civilizaciones	de	Occidente	y	Oriente	las	que
constituyen	excepciones.
En	realidad,	los	avances	de	las	investigaciones	etnológicas	nos	convencen	cada
vez	más	de	que	esas	sociedades	consideradas	atrasadas,	“dejadas	de	lado”	por	la
evolución,	relegadas	en	regiones	marginales	y	destinadas	a	la	extinción,
constituyen	formas	de	vida	social	originales.	Son	perfectamente	viables,	siempre
y	cuando,	no	se	vean	amenazadas	desde	el	exterior.
Intentemos,	entonces,	delimitar	mejor	sus	contornos.
En	definitiva,	consisten	en	pequeños	grupos	que	abarcan	entre	decenas	y
centenas	de	personas.	Están	separados	entre	sí	por	varios	días	de	viaje	a	pie,	y	la
densidad	demográfica	se	sitúa	alrededor	de	0,1	habitante	por	kilómetro
cuadrado.	La	tasa	de	crecimiento	es	muy	baja,	netamente	inferior	al	1%,	de
manera	que	el	aumento	de	la	población	compensa	de	alguna	forma	las	pérdidas.
Por	consiguiente,	la	cantidad	de	habitantes	no	varía	mucho.	Esta	constancia
demográfica	se	asegura,	de	modo	consciente	o	inconsciente,	por	medio	de
diversos	procedimientos:	tabúes	sexuales	posteriores	al	parto,	lactancia
prolongada	que	retrasa	en	la	mujer	el	reestablecimiento	de	los	ritmos
fisiológicos.	Resulta	sorprendente	que	en	todos	los	casos	observados	un
incremento	demográfico	no	incite	al	grupo	areorganizarse	en	torno	a	nuevas
bases.	Cuando	se	vuelve	más	numeroso,	el	grupo	se	escinde	y	da	origen	a	dos
pequeñas	sociedades	del	mismo	tamaño	que	la	anterior.
Esos	grupos	reducidos	poseen	una	capacidad	espontánea	para	eliminar	de	su
interior	las	enfermedades	infecciosas.	Los	epidemiólogos	han	encontrado	la
explicación:	los	virus	de	esas	enfermedades	sólo	sobreviven	en	cada	individuo
durante	una	cantidad	limitada	de	días	y,	por	lo	tanto,	han	de	circular	de	manera
constante	para	mantenerse	en	el	conjunto	de	la	población.	Esto	es	posible
siempre	y	cuando	el	ritmo	anual	de	nacimientos	sea	lo	suficientemente	elevado,
condición	que	se	cumple	a	partir	de	un	total	demográfico	de	varios	cientos	de
miles	de	personas.
Cabe	añadir	que	las	especies	vegetales	y	animales	son	muy	diversas	en	medios
ecológicos	complejos,	como	aquellos	donde	viven	los	pueblos	cuyas	creencias	y
prácticas	apuntan	a	preservar	los	recursos	naturales,	y	que	nosotros	cometemos
el	error	de	tomar	por	supersticiones.	Pero,	bajo	los	trópicos,	cada	una	de	esas
especies	sólo	cuenta	con	un	escaso	número	de	individuos	por	unidad	de
superficie,	y	lo	mismo	se	aplica	a	las	especies	infecciosas	o	parásitas.	Así,	las
infecciones	pueden	ser	múltiples	y,	a	la	vez,	tener	un	bajo	nivel	clínico.	La
enfermedad	denominada	SIDA,	en	inglés,	AIDS,	brinda	un	ejemplo	vigente.
Esta	enfermedad	viral,	localizada	en	algunos	focos	de	África	tropical	donde
probablemente	vivía	en	equilibrio	con	las	poblaciones	indígenas	desde	hace
milenios,	se	convirtió	en	un	riesgo	mayor	cuando	los	azares	de	la	historia	la
introdujeron	en	sociedades	más	voluminosas.
En	lo	que	atañe	a	las	enfermedades	no	infecciosas,	por	lo	general,	brillan	por	su
ausencia	por	varias	razones:	gran	actividad	física,	régimen	alimentario	mucho
más	variado	que	el	de	los	pueblos	agricultores,	compuesto	de	unas	cien	especies
animales	y	vegetales,	a	veces	más,	pobre	en	grasas,	rico	en	fibras	y	sales
minerales,	lo	cual	les	asegura	un	aporte	suficiente	en	proteínas	y	calorías.	De	ahí
la	ausencia	de	obesidad,	hipertensión	y	trastornos	circulatorios.
No	es	de	extrañar,	entonces,	que	un	viajero	francés	que	visitara	las	Indias	del
Brasil	en	el	siglo	xvi	pudiera	admirar	que	ese	pueblo,	lo	cito,	“compuesto	de	los
mismos	elementos	que	nosotros	[...]	jamás	[...]	se	viera	afectado	por	lepra,
parálisis,	letargo,	enfermedades	que	forman	chancros,	ni	úlceras	u	otros	vicios
del	cuerpo	que	se	ven	superficialmente	y	en	el	exterior”;	mientras	que,	un	siglo	o
un	siglo	y	medio	después	del	descubrimiento	de	América,	las	poblaciones	de
México	y	Perú	disminuyeron	de	casi	cien	a	cuatro	o	cinco	millones,	bajo	el
efecto	no	tanto	de	los	conquistadores	sino	de	las	enfermedades	importadas,	que
adquirían	mayor	virulencia	a	raíz	de	los	nuevos	modos	de	vida	impuestos	por	los
colonizadores:	viruela,	rubéola,	escarlatina,	tuberculosis,	malaria,	gripe,	paperas,
fiebre	amarilla,	cólera,	peste,	difteria,	por	sólo	citar	algunas.
Cometeríamos	un	error,	pues,	al	infravalorar	esas	sociedades	por	haberlas
conocido	en	un	estado	miserable.	Lo	que	les	confiere	un	valor	inestimable,	aun
empobrecidas,	es	que	esas	miles	de	sociedades	que	existieron	y	de	las	cuales
todavía	existen	cientos	en	la	superficie	de	la	Tierra	constituyen	experiencias	ya
listas.	Y	son	las	únicas	que	nos	quedan,	puesto	que,	a	diferencia	de	nuestros
colegas	de	las	ciencias	físicas	y	naturales,	los	antropólogos	no	podemos	fabricar
nuestros	objetos	de	estudio,	es	decir,	las	sociedades,	y	hacerlos	funcionar	en	el
laboratorio.	Esas	experiencias	extraídas	de	sociedades	que	escogemos	por	ser	las
más	distintas	de	las	nuestras	nos	procuran	el	medio	para	estudiar	a	los	hombres	y
sus	obras	colectivas,	para	tratar	de	comprender	cómo	la	mente	humana	funciona
en	las	situaciones	concretas	más	diversas,	allí	donde	la	historia	y	la	geografía	la
han	colocado.
Ahora	bien,	siempre	y	en	todo	lugar,	la	explicación	científica	se	apoya	en	lo	que
se	podría	denominar	buenas	simplificaciones.	Desde	ese	ángulo,	la	antropología
hace	de	la	necesidad	una	virtud.	Como	acabo	de	mencionar,	una	fracción
importante	de	las	sociedades	que	esta	disciplina	elige	estudiar	son	pequeñas	por
su	volumen	y	se	conciben	a	sí	mismas	bajo	el	patrón	de	la	estabilidad.
Esas	sociedades	exóticas	están	alejadas	del	antropólogo	que	las	observa.	Los
separa	una	distancia	no	sólo	geográfica,	sino	también	intelectual	y	moral,	y	esa
lejanía	reduce	nuestra	percepción	a	algunos	contornos	esenciales.	Diría	sin	más
que,	para	el	conjunto	de	las	ciencias	sociales	y	humanas,	el	antropólogo	ocupa
un	lugar	comparable	al	que	le	corresponde	al	astrónomo	en	las	ciencias	físicas	y
naturales.	Pues	si	la	astronomía	se	pudo	constituir	como	ciencia	desde	la	más
remota	Antigüedad,	eso	se	debe	a	que	incluso	a	falta	de	un	método	científico	aún
inexistente,	la	lejanía	de	los	cuerpos	celestes	permitía	obtener	de	ellos	una	vista
simplificada.
Los	fenómenos	que	observamos	están	sumamente	lejos	de	nosotros.	Lejos,	he
dicho	en	primer	lugar,	desde	un	punto	de	vista	geográfico,	puesto	que	hace
largos	años	había	que	viajar	durante	semanas	o	meses	para	alcanzar	nuestros
objetos	de	estudio.	Pero	lejos,	sobre	todo,	en	un	sentido	psicológico,	en	tanto
esos	menudos	detalles,	esos	humildes	hechos	en	los	cuales	fijamos	nuestra
atención,	reposan	en	motivaciones	de	las	cuales	los	individuos	no	tienen
conciencia	alguna,	o	al	menos	no	claramente.	Nosotros	estudiamos	los	idiomas,
pero	los	hombres	que	los	hablan	no	tienen	conciencia	de	las	reglas	que	aplican
para	hablar	y	ser	comprendidos.	Tampoco	tenemos	mayor	conciencia	de	las
razones	que	nos	llevan	a	adoptar	tal	alimento	y	a	proscribir	otros.	No	somos
conscientes	del	origen	ni	de	la	función	real	de	nuestras	reglas	de	cortesía	ni	de
los	modales	que	empleamos	en	la	mesa.	Todos	estos	hechos,	que	se	enraízan	en
lo	más	profundo	del	inconsciente	de	los	individuos	y	los	grupos,	son	los	mismos
que	tratamos	de	analizar	y	comprender,	a	pesar	de	una	distancia	psíquica	interna
que,	en	otro	plano,	redobla	la	lejanía	geográfica.
Incluso	en	nuestras	sociedades,	donde	no	existe	esa	distancia	psíquica	entre	el
observador	y	su	objeto,	subsisten	fenómenos	comparables	a	aquellos	que	vamos
a	buscar	muy	lejos.	La	antropología	recobra	sus	derechos	y	vuelve	a	tener	una
función	allí	donde	los	usos,	tipos	de	vida,	prácticas	y	técnicas	no	han	sido
barridos	por	los	cambios	históricos	o	económicos	radicales,	demostrando	así	que
corresponden	a	algo	lo	suficientemente	profundo	en	el	pensamiento	y	la	vida	de
los	hombres	como	para	resistir	a	las	fuerzas	de	destrucción;	también	allí	donde	la
vida	colectiva	de	la	gente	común	y	corriente	–aquellos	que	el	ilustre	antropólogo
Yanagita	Kunio	llamaba	jômin–	aún	reposa,	ante	todo,	en	los	contactos
personales,	los	vínculos	familiares,	las	relaciones	de	vecindad,	tanto	en	las
aldeas	como	en	los	barrios	de	las	ciudades.	En	suma,	en	los	medios	tradicionales
reducidos	donde	todavía	se	mantiene	la	tradición	oral.
Por	lo	demás,	me	parece	propio	de	las	relaciones	de	simetría	que	se	observan
entre	Europa	Occidental	y	Japón	que	la	investigación	antropológica	tenga	sus
orígenes	en	la	misma	época,	el	siglo	xviii,	pero	en	Europa	Occidental,	bajo	el
impulso	de	los	grandes	viajes	que	permiten	acceder	al	conocimiento	de	las
culturas	más	diversas;	mientras	que	en	Japón,	entonces	replegado	sobre	sí
mismo,	el	estudio	antropológico	tal	vez	se	enraíce	en	la	escuela	Kokugaku.	En	la
continuidad	de	esta	última	también	parece	inscribirse,	un	siglo	después,	la
monumental	empresa	de	Yanagita	Kunio,	al	menos	a	los	ojos	del	observador
occidental.	Asimismo,	es	en	el	siglo	xviii	que	la	investigación	antropológica	se
inicia	en	Corea,	con	los	trabajos	de	la	escuela	de	Silhak,	que	tratan	sobre	la	vida
rural	y	las	costumbres	populares	en	el	propio	país	y	no	en	pueblos	lejanos,	como
era	el	caso	de	Europa.
Al	recopilar	un	sinnúmero	de	menudos	hechos	que	durante	mucho	tiempo	los
historiadores	juzgaron	indignos	de	atención,	al	suplir	las	lagunas	e	insuficiencias
de	los	documentos	escritos	mediante	la	observación	directa,	al	intentar	conocerel	modo	en	que	la	gente	rememora	el	pasado	de	su	pequeño	grupo	–o	lo	que	se
imaginan	de	él–	y	también	el	modo	en	que	vive	el	presente,	logramos	constituir
un	tipo	de	archivo	original	y	erigir	aquello	que	Yanagita	Kunio,	por	citarlo	una
vez	más,	llamaba	bunkagaku,	‘ciencia	de	la	cultura’,	es	decir,	en	una	palabra,	la
antropología.
“Autenticidad”	e	“inautenticidad”
Llegados	a	este	punto,	estamos	en	mejores	condiciones	de	comprender	qué	es	la
antropología	y	en	qué	radica	su	originalidad.
La	primera	ambición	de	la	antropología	es	alcanzar	la	objetividad.	Mas	no	se
trata	sólo	de	una	objetividad	que	permita	a	quien	la	practique	hacer	abstracción
de	sus	creencias,	preferencias	y	prejuicios.	Tal	es	la	objetividad	que	caracteriza	a
todas	las	ciencias	sociales,	de	lo	contrario,	no	podrían	aspirar	al	nombre	de
ciencia.	El	tipo	de	objetividad	al	que	aspira	la	antropología	va	más	lejos.	No	se
contenta	exclusivamente	con	elevarla	por	encima	de	los	valores	propios	de	una
sociedad	o	del	medio	social	del	observador,	sino	de	sus	métodos	de	pensamiento:
alcanzar	formulaciones	válidas	no	sólo	para	un	observador	honesto	y	objetivo,
sino	para	todos	los	observadores	posibles.	Así,	lo	antropológico,	además	de
acallar	los	sentimientos,	da	forma	a	nuevas	categorías	mentales,	contribuye	a
introducir	nociones	de	espacio	y	tiempo,	oposición	y	contradicción,	tan	ajenas	a
su	pensamiento	tradicional	como	aquellas	que	encontramos	hoy	en	día	en	ciertas
ramas	de	las	ciencias	físicas	y	naturales.	Esta	relación	entre	la	manera	en	que	los
mismos	problemas	se	plantean	en	disciplinas	muy	distantes	fue	percibida	de
modo	ejemplar	por	el	gran	físico	Niels	Böhr	cuando	escribía,	en	1939:	“The
tradicional	differences	of	human	cultures	[...]	in	many	ways	resemble	the
different	equivalent	modes	in	which	physical	experience	can	be	described”.¹
La	segunda	ambición	de	la	antropología	es	la	totalidad.	En	efecto,	ve	en	la	vida
social	un	sistema	cuyos	aspectos	están	orgánicamente	ligados.	Reconoce	con
naturalidad	que	para	profundizar	en	el	conocimiento	de	cierto	tipo	de	fenómenos
es	indispensable	fragmentar	un	todo,	como	hacen	el	jurista,	el	economista,	el
demógrafo,	el	especialista	en	ciencia	política.	Pero	lo	que	el	antropólogo	busca
es	la	forma	común,	las	propiedades	invariantes	que	se	manifiestan	detrás	de	los
tipos	de	vida	social	más	diversos.
Para	ilustrar	con	un	ejemplo	consideraciones	que	pueden	parecerles	demasiado
abstractas,	veamos	la	forma	en	que	un	antropólogo	aprehende	ciertos	aspectos	de
la	cultura	japonesa.
Es	cierto	que	no	es	necesario	ser	antropólogo	para	notar	que	el	carpintero
japonés	utiliza	la	sierra	y	el	cepillo	al	revés	que	sus	colegas	occidentales:
serrucha	y	cepilla	haciendo	un	movimiento	hacia	sí	mismo	y	no	empujando	la
herramienta	hacia	el	exterior.	Este	hecho	ya	había	asombrado	a	Basil	Hall
Chamberlain	a	finales	del	siglo	xix.	El	profesor	de	la	Universidad	de	Tokio,
sagaz	observador	de	la	vida	y	cultura	japonesas,	era	une	eminente	filólogo.	En	su
famoso	libro	Things	Japanese,	dentro	de	la	sección	“Topsy-turvidom”,	que
traduzco	de	modo	aproximativo	como	“donde	todo	está	patas	arriba”,	registra
este	hecho,	junto	con	varios	otros,	como	una	rareza	a	la	cual	no	atribuye	una
significación	particular.	En	suma,	no	va	mucho	más	lejos	que	Heródoto	cuando
destaca,	hace	más	de	veinticuatro	siglos	que,	con	respecto	a	sus	compatriotas
griegos,	los	antiguos	egipcios	hacían	todo	al	revés.
Por	su	parte,	algunos	especialistas	del	idioma	japonés	han	subrayado	como	una
curiosidad	el	hecho	de	que	un	japonés	que	se	ausenta	por	un	breve	momento
(para	arrojar	una	carta	al	buzón,	para	comprar	el	periódico	o	un	paquete	de
cigarrillos)	dirá	sin	dudarlo	algo	así	como	“Itte	mairimasu”,	a	lo	cual	se	le
responderá	“Itte	irasshai”.	El	acento	no	se	pone,	como	se	haría	en	las	lenguas
occidentales	en	las	mismas	circunstancias,	en	la	decisión	de	salir,	sino	en	la
intención	de	regresar	pronto.
Asimismo,	un	especialista	en	literatura	japonesa	antigua	hará	hincapié	en	que	allí
el	viaje	se	vive	como	una	dolorosa	experiencia	de	desgarro	y	se	ve	acechado	por
la	obsesión	de	regresar	al	país.	Por	último,	en	ese	orden	de	ideas	y	a	escala	más
prosaica,	la	cocinera	japonesa,	según	afirman,	no	dice	como	en	Europa	“echar	en
el	aceite”	sino	“levantar”	o	“elevar”	(ageru)	fuera	del	aceite...
El	antropólogo	se	negará	a	considerar	esos	menudos	hechos	como	variables
independientes	o	particularidades	aisladas.	Por	el	contrario,	le	llamará	la
atención	aquello	que	tienen	en	común.	En	campos	distintos	y	bajo	modalidades
diferentes,	siempre	se	trata	de	traer	hacia	sí	o	de	ir	uno	mismo	hacia	el	interior.
En	lugar	de	colocar	el	yo	al	principio,	como	una	entidad	autónoma	y	ya
constituida,	todo	parece	indicar	que	el	japonés	construye	su	yo	partiendo	del
exterior.	Así,	el	yo	japonés	aparece	no	como	un	dato	primitivo,	sino	como	un
resultado	hacia	el	cual	uno	tiende	sin	tener	la	certeza	de	alcanzar.	No	es	de
extrañar	que,	como	me	han	afirmado,	la	famosa	propuesta	de	Descartes	“pienso,
luego	existo”	sea	imposible	de	traducir	al	japonés.	En	ámbitos	tan	variados	como
el	idioma	hablado,	las	técnicas	artesanales,	las	preparaciones	culinarias,	la
historia	de	las	ideas	(podría	agregar	la	arquitectura	doméstica	si	pienso	en	las
numerosas	acepciones	que	ustedes	dan	a	la	palabra	uchi)	se	manifiesta	una
diferencia,	o	más	exactamente,	un	sistema	de	diferencias	invariantes	a	un	nivel
profundo	entre	lo	que	llamaría,	para	simplificar,	el	alma	occidental	y	el	alma
japonesa.	Se	puede	resumir	en	la	oposición	que	existe	entre	un	movimiento
centrípeto	y	un	movimiento	centrífugo.	Este	esquema	servirá	al	antropólogo
como	hipótesis	de	trabajo	para	tratar	de	comprender	mejor	la	relación	entre
ambas	civilizaciones.
Por	último,	para	el	antropólogo	la	búsqueda	de	una	objetividad	total	sólo	se
puede	situar	a	una	escala	donde	los	fenómenos	conserven	un	significado	para
una	conciencia	individual.	He	aquí	una	diferencia	esencial	entre	el	tipo	de
objetividad	a	la	cual	aspira	la	antropología	y	aquella	con	la	que	se	contentan	las
demás	ciencias	sociales.	Las	realidades	a	las	que	apuntan	la	ciencia	económica	o
la	demografía,	por	ejemplo,	no	son	menos	objetivas.	Sin	embargo,	a	ellas	no	se
nos	ocurre	pedirles	que	tengan	sentido	en	la	experiencia	vivida	del	sujeto,	que	no
encuentra	en	la	realidad	objetos	tales	como	el	valor,	la	rentabilidad,	la
productividad	marginal	o	la	población	máxima.	Esas	son	nociones	abstractas,
situadas	fuera	del	ámbito	de	las	relaciones	personales,	de	los	vínculos	concretos
entre	los	individuos,	que	son	la	marca	distintiva	de	las	sociedades	que	interesan	a
los	antropólogos.
En	nuestras	sociedades	modernas,	sólo	de	manera	ocasional	y	fragmentaria,	las
relaciones	con	el	otro	se	fundan	en	esa	experiencia	global,	esa	aprehensión
concreta	de	los	sujetos	entre	sí.	En	la	mayoría	de	los	casos	resultan	de
reconstrucciones	indirectas	por	medio	de	documentos	escritos.	Estamos	unidos
con	nuestro	pasado	no	a	través	de	una	tradición	oral	que	supone	un	contacto
vivido	con	personas,	sino	a	través	de	libros	y	demás	documentos	apilados	en
bibliotecas,	mediante	los	cuales	la	crítica	se	esmera	en	reconstituir	el	rostro	de
sus	autores.	Y	en	el	presente,	nos	comunicamos	con	la	inmensa	mayoría	de
nuestros	contemporáneos	utilizando	toda	suerte	de	intermediarios	–documentos
escritos	o	mecanismos	administrativos–	que	multiplican	en	gran	medida	los
contactos,	pero	que,	a	su	vez,	les	confieren	un	carácter	de	inautenticidad.	Esto
último	es	lo	que,	en	adelante,	caracteriza	las	relaciones	entre	el	ciudadano	y	los
poderes	públicos.
La	pérdida	de	autonomía,	la	distensión	del	equilibrio	interno	que	han	resultado
de	la	expansión	de	las	formas	indirectas	de	comunicación	(libro,	fotografía,
prensa,	radio,	televisión)	resaltan	entre	las	preocupaciones	mayores	de	los
teóricos	de	la	comunicación.	A	partir	de	1948,	quedan	plasmadas	en	la	pluma	del
gran	matemático	Norbert	Wiener,	creador	de	la	cibernética	con	Von	Neumann	y
de	la	teoría	de	la	información	con	Claude	Shannon.
Razonando	a	partir	de	bases	muy	distintasde	las	del	antropólogo,	Wiener
sostenía	en	el	último	capítulo	de	su	libro	fundamental	Cybernetics.	Control	and
Communication	in	the	Animal	and	the	Machine	(1948:	187-188):	“Thus	closely
knit	communities	have	a	very	considerable	measure	of	homeostasis;	and	this,
whether	they	are	highly	literate	communities	in	a	civilized	country,	or	villages	of
primitive	savages”.²	Y	prosigue:	“It	is	no	wonder,	then,	that	the	larger
communities,	subject	to	disruptive	influence,	contain	far	less	communally
available	information	than	the	smaller	communities,	to	say	nothing	of	the	human
elements	of	which	all	communities	are	built	up”.³
Es	cierto	que	las	sociedades	modernas	no	son	completamente	inauténticas.	Hoy
en	día,	la	antropología	se	aplica	en	detectar	y	aislar	niveles	de	autenticidad
cuando	se	dedica	al	estudio	de	sociedades	modernas.	Lo	que	permite	al
antropólogo	encontrar	un	terreno	familiar	al	estudiar	una	aldea	o	un	barrio	de
una	gran	ciudad	es	que	todos	o	casi	todos	se	conocen	entre	sí.	Un	antropólogo	se
siente	cómodo	en	una	aldea	de	quinientos	habitantes,	mientras	que	una	ciudad
grande	o	incluso	mediana	se	le	resiste.	¿Por	qué?	Porque	cincuenta	mil	personas
no	constituyen	una	sociedad	de	igual	manera	que	quinientas.	En	el	primer
supuesto,	la	comunicación	no	se	establece	principalmente	entre	las	personas	o
sobre	la	base	del	modelo	de	comunicación	interpersonal.	La	realidad	social	de
los	“emisores”	y	de	los	“receptores”	(para	hablar	en	el	lenguaje	de	los	teóricos
de	la	comunicación)	desaparece	detrás	de	la	complejidad	de	los	“códigos”	y	los
“repetidores”.
Sin	duda,	el	futuro	juzgará	que	la	contribución	teórica	más	importante	de	la
antropología	a	las	ciencias	sociales	proviene	de	esta	distinción	capital	entre	dos
modalidades	de	existencia	social:	un	tipo	de	vida	percibido	primeramente	como
tradicional	y	arcaico,	pero	que	es	el	propio	de	las	sociedades	auténticas,	y	formas
de	aparición	más	reciente,	de	las	cuales	el	primer	tipo	no	está	excluido,	pero
donde	grupos	imperfecta	e	incompletamente	auténticos	emergen	a	la	superficie
como	islotes,	dentro	de	un	conjunto	más	amplio,	teñido	de	inautenticidad.
“En	la	perspectiva	occidental	que	me	es	propia”
Sin	embargo,	no	habría	que	reducir	la	antropología	al	estudio	de	supervivencias
que	se	van	a	buscar	muy	lejos	o	muy	cerca.	Lo	que	importa,	ante	todo,	no	es	el
arcaísmo	de	dichas	formas	de	vida,	sino	las	diferencias	que	ofrecen	entre	ellas	o
con	aquellas	que	hoy	son	las	nuestras.
Los	primeros	trabajos	sistemáticamente	consagrados	a	las	costumbres	y
creencias	de	los	pueblos	salvajes	no	se	remontan	mucho	más	atrás	de	1850,	es
decir,	a	la	época	en	que	Darwin	sentaba	las	bases	del	evolucionismo	biológico,	al
cual	respondía,	en	la	mente	de	sus	contemporáneos,	la	creencia	en	una	evolución
social	y	cultural.	Es	más	tarde	aún,	en	el	primer	cuarto	del	siglo	xx,	que	se
otorgó	un	valor	estético	a	los	objetos	denominados	“tribales”	o	“primitivos”.
Nos	equivocaríamos	si	de	todo	esto	concluyéramos	que	la	antropología	es	una
ciencia	nueva	que	deriva	de	las	curiosidades	del	hombre	moderno.	Cuando	uno
se	toma	la	molestia	de	ponerla	en	perspectiva,	de	asignarle	un	lugar	en	la	historia
de	las	ideas,	la	antropología	aparece,	por	el	contrario,	como	la	expresión	más
general	y	el	punto	cúlmine	de	una	actitud	intelectual	y	moral	que	se	originó	hace
varios	siglos	y	que	designamos	mediante	el	vocablo	humanismo.
Permítanme	colocarme	un	momento	en	la	perspectiva	occidental	que	me	es
propia.	Cuando	en	Europa	los	hombres	del	Renacimiento	redescubrieron	la
antigüedad	greco-romana,	y	cuando	los	jesuitas	hicieron	del	latín	la	base	de	la
formación	escolar	y	universitaria,	¿acaso	no	utilizaban	ya	entonces	un	enfoque
antropológico?	Reconocían	que	una	civilización	no	puede	pensarse	a	sí	misma	si
no	dispone	de	una	o	varias	otras	que	le	sirvan	como	término	de	comparación.
Para	conocer	y	comprender	la	propia	cultura,	hay	que	aprender	a	mirarla	desde	el
punto	de	vista	de	otra:	un	poco	a	la	manera	del	actor	de	Nô,	al	que	se	refiere	el
gran	Zeami,	quien	para	juzgar	su	actuación	debe	aprender	a	verse	a	sí	mismo
como	si	fuera	el	espectador.
De	hecho,	cuando	buscaba	qué	título	poner	a	un	libro	publicado	en	1983	para
que	el	lector	pudiera	asir	la	doble	esencia	de	la	reflexión	antropológica,	que
consiste,	por	un	lado,	en	que	el	observador	mire	muy	lejos	hacia	culturas	muy
diferentes	de	la	propia	y,	por	otro,	en	que	mire	la	propia	cultura	desde	lejos,
como	si	él	mismo	perteneciera	a	una	cultura	diferente,	finalmente	escogí	La
mirada	alejada,	inspirándome	en	la	lectura	de	Zeami.	Con	la	ayuda	de	mis
colegas	especialistas	del	Japón,	simplemente	plasmé	en	francés	la	fórmula	riken
no	ken,	que	él	emplea	para	designar	la	mirada	del	actor	mirándose	a	sí	mismo,
como	si	fuera	el	público.
De	igual	modo,	los	pensadores	del	Renacimiento	nos	enseñaron	a	poner	nuestra
cultura	en	perspectiva,	a	confrontar	nuestras	costumbres	y	creencias	con	aquellas
de	otros	tiempos	y	de	otros	lugares.	En	pocas	palabras,	crearon	las	herramientas
de	lo	que	podríamos	llamar	una	técnica	del	exilio.
¿Acaso	también	no	fue	así	en	Japón,	cuando	la	escuela	denominada	“nativista”,
de	Motoori	Norinaga,	se	dedicó	a	identificar	los	caracteres	específicos,	a	sus
ojos,	de	la	cultura	y	la	civilización	japonesa?	Lo	logra	precisamente	entablando
un	apasionante	diálogo	con	China.	Motoori	confronta	las	dos	culturas	y	al
desglosar	ciertos	rasgos	típicos	que	percibe	de	la	cultura	china	–“pomposa
verbosidad”,	como	dice,	gusto	por	el	taoísmo	para	las	afirmaciones	tajantes	y
arbitrarias–,	justamente	consigue	definir,	por	contraste,	la	esencia	de	la	cultura
japonesa:	sobriedad,	concisión,	discreción,	economía	de	medios,	sentimiento	de
impermanencia	y	carácter	desgarrador	de	las	cosas	(mono	no	aware),	relatividad
de	todo	saber,	etcétera.
Esta	forma	de	considerar	a	China	como	medio	para	afirmar	la	especificidad	de	la
cultura	japonesa	fue	vulgarizada	de	modo	muy	sugestivo	en	las	estampas
relativas	a	temas	chinos	–ilustraciones	de	la	novela	Suikoden	y	de	los	relatos
guerreros	extraídos	del	Kanjo–	producidas	por	Kuniyoshi	y	Kunisada,	alrededor
de	1830.	Allí,	se	manifiesta	un	marcado	gusto	por	el	énfasis,	el	estilo	flamígero,
el	barroco	exacerbado,	la	riqueza	y	la	complicación	de	los	detalles
indumentarios,	muy	alejados	de	las	tradiciones	del	ukiyo-e.	Esas	estampas
reflejan	una	interpretación	tendenciosa	de	la	cultura	china	antigua,	es	cierto,	pero
pretende	ser	etnográfica.
En	los	tiempos	de	Motoori,	Japón	sólo	tenía	conocimiento	directo	o	indirecto	de
China	y	de	Corea.	También	en	Europa	la	diferencia	entre	cultura	clásica	y
cultura	antropológica	depende	de	las	dimensiones	del	mundo	conocidas	en
épocas	correspondientes.
Al	comienzo	del	Renacimiento,	el	universo	humano	está	circunscripto	por	los
límites	de	la	cuenca	mediterránea.	Del	resto,	sólo	se	sospecha	su	existencia.	Pero
ya	se	ha	entendido	que	ninguna	fracción	de	la	humanidad	puede	aspirar	a
comprenderse	sino	por	referencia	a	otras.
El	humanismo	se	extiende	en	los	siglos	xviii	y	xix,	con	el	avance	de	la
exploración	geográfica.	Progresivamente,	se	van	inscribiendo	en	el	cuadro
China,	India,	Japón.	Al	interesarse	hoy	en	día	por	las	últimas	civilizaciones	mal
conocidas	o	desatendidas,	la	antropología	conduce	al	humanismo	hacia	su
tercera	etapa.	Sin	lugar	a	dudas,	ésta	será	también	la	última,	puesto	que	tras	ella
el	hombre	ya	no	tendrá	nada	más	que	descubrir	sobre	sí	mismo,	al	menos	en
extensión	(pues	existe	otra	investigación,	que	se	realiza	en	profundidad,	cuya
meta	estamos	lejos	de	alcanzar).
El	problema	incluye	otro	aspecto.	Los	dos	primeros	humanismos,	aquel	limitado
al	mundo	mediterráneo	y	aquel	que	engloba	a	Oriente	y	Extremo	Oriente,	veían
su	extensión	restringida	tanto	en	superficie	como	en	naturaleza.	Como	las
civilizaciones	antiguas	habían	desaparecido,	sólo	se	podían	alcanzar	a	través	de
textos	y	monumentos.	En	cuanto	a	Oriente	y	Extremo	Oriente,	donde	no	se
tropezaba	con	esa	primera	dificultad,	el	método	seguía	siendo	el	mismo	porque
se	creía	que	civilizaciones	tan	lejanas	y	tan	distintas	sólomerecían	interés	por
sus	producciones	más	sabias	y	refinadas.
El	campo	de	la	antropología	comprende	civilizaciones	de	otro	tipo,	que	también
plantean	otros	problemas.	Por	no	practicar	la	escritura,	no	brindan	documentos
escritos.	Y	como	su	nivel	técnico,	por	lo	general,	es	muy	bajo,	la	mayoría	no	ha
dejado	monumentos	figurados.	De	ahí	la	necesidad	de	dotar	al	humanismo	de
nuevas	herramientas	de	investigación.
Los	medios	de	los	que	dispone	la	antropología	son	a	la	vez	más	exteriores	y	más
interiores	(también	se	podría	decir	más	gruesos	y	más	finos)	que	aquellos	de	sus
predecesoras,	la	filología	y	la	historia.	Para	penetrar	en	sociedades	de	difícil
acceso,	la	antropología	debe	colocarse	muy	por	fuera	(como	hacen	la
antropología	psíquica,	la	prehistoria,	la	tecnología)	y	también	muy	por	dentro,	a
través	de	la	identificación	del	etnólogo	con	el	grupo	con	quien	comparte	la
existencia	y	de	la	importancia	que	debe	atribuir	–a	falta	de	otros	medios	de
información–	a	los	mínimos	matices	de	la	vida	psíquica	de	los	indígenas.
Siempre	más	allá	de	las	fronteras	del	humanismo	tradicional,	la	antropología	lo
desborda	en	todos	los	sentidos.	Su	campo	abarca	la	totalidad	del	planeta
habitado,	mientras	que	su	método	reúne	procedimientos	que	derivan	de	todas	las
formas	del	saber:	ciencias	humanas	y	ciencias	naturales.
Por	sucederse	en	el	tiempo,	los	tres	humanismos	se	integran	y	suponen	un
progreso	para	el	conocimiento	del	hombre	en	tres	direcciones.	En	superficie,
desde	luego,	pero	se	trata	del	aspecto	más	“superficial”,	tanto	en	sentido	propio
como	en	sentido	figurado.	En	riqueza	de	medios	de	investigación,	puesto	que
poco	a	poco	nos	vamos	percatando	de	que	si	la	antropología	se	ha	visto	obligada
a	forjar	nuevos	modos	de	conocimiento	en	función	de	los	caracteres	particulares
de	las	sociedades	“residuales”	que	les	tocaron	en	la	repartición,	esos	modos	de
conocimiento	pueden	ser	aplicados	con	provecho	al	estudio	de	todas	las
sociedades,	incluida	la	nuestra.
Pero	hay	más:	el	humanismo	clásico	no	era	acotado	únicamente	en	cuanto	al
objeto,	sino	también	en	cuanto	a	los	beneficiarios,	que	formaban	la	clase
privilegiada.
El	humanismo	exótico	del	siglo	xix	se	vio	ligado	a	los	intereses	industriales	y
comerciales	que	le	servían	de	apoyo	y	a	los	cuales	debía	su	existencia.	Después
del	humanismo	aristocrático	del	Renacimiento	y	del	humanismo	burgués	del
siglo	xix,	la	antropología	marca,	pues,	para	el	mundo	finito	en	que	se	ha
convertido	nuestro	planeta,	el	advenimiento	de	un	humanismo	doblemente
universal.
Al	buscar	inspiración	en	el	seno	de	las	sociedades	más	humildes	y	durante	largos
años	desdeñadas,	la	antropología	proclama	que	nada	de	lo	humano	puede	ser
ajeno	al	hombre.	De	tal	forma,	funda	un	humanismo	democrático	que	supera	a
los	que	lo	precedieron,	creados	para	los	privilegiados,	a	partir	de	civilizaciones
privilegiadas.	Y	al	movilizar	métodos	y	técnicas	que	toma	prestados	de	otras
ciencias	para	hacerlos	servir	al	conocimiento	del	hombre,	la	antropología	llama	a
la	reconciliación	del	hombre	con	la	naturaleza,	dentro	de	un	humanismo
generalizado.
Si	entiendo	bien	el	tema	que	me	han	pedido	que	aborde	en	estas	conferencias,	la
pregunta	que	se	nos	plantea	es	la	de	saber	si	esta	tercera	forma	de	humanismo
que	constituye	la	antropología	se	mostrará	mejor	capacitada	que	las	formas
precedentes	para	aportar	soluciones	a	los	grandes	problemas	que	ha	de	afrontar
la	humanidad	en	la	actualidad.	Durante	tres	siglos,	el	pensamiento	humanista
habrá	nutrido	e	inspirado	la	reflexión	y	la	acción	del	hombre	occidental.	Mas
hoy	comprobamos	que	se	ha	mostrado	impotente	a	la	hora	de	evitar	las	masacres
a	escala	planetaria	que	fueron	las	guerras	mundiales,	la	miseria	y	la
subalimentación	que	azotan	de	manera	crónica	a	una	gran	parte	de	la	tierra
habitada,	la	contaminación	del	aire	y	del	agua,	el	saqueo	de	los	recursos	y	las
bellezas	naturales,	etcétera.
El	humanismo	antropológico,	¿tendrá	mayor	capacidad	que	los	demás	para
aportar	respuestas	a	las	interrogaciones	que	nos	aquejan?
En	las	próximas	conferencias	intentaré	definir	y	delimitar	algunas	grandes
cuestiones	que	la	antropología,	creo	yo,	puede	ayudarnos	a	responder.	Hoy,	para
concluir,	me	gustaría	destacar	una	contribución	de	la	antropología	que,	por	ser
modesta,	al	menos	ofrece	la	ventaja	de	ser	cierta;	ya	que	uno	de	los	beneficios	de
la	antropología	–a	fin	de	cuentas,	acaso	sea	su	beneficio	esencial–	es	el	de
inspirarnos	cierta	humildad	y	el	de	enseñarnos	cierta	sabiduría	a	nosotros,
miembros	de	civilizaciones	ricas	y	poderosas.
Los	antropólogos	están	para	dar	testimonio	de	que	el	modo	en	que	vivimos,	los
valores	en	los	que	creemos	no	son	los	únicos	posibles;	que	otros	tipos	de	vida,
otros	sistemas	de	valores	han	permitido	y	permiten	aún	a	algunas	comunidades
humanas	alcanzar	la	felicidad.	La	antropología	nos	invita,	pues,	a	atemperar
nuestra	vanagloria,	a	respetar	otras	formas	de	vivir,	a	cuestionarnos	a	través	del
conocimiento	de	otros	usos	que	nos	asombran,	nos	chocan	o	nos	repugnan;	un
poco	al	modo	de	Jean-Jacques	Rousseau,	que	prefería	creer	que	los	gorilas
recientemente	descriptos	por	los	viajeros	de	su	tiempo	eran	hombres,	en	lugar	de
correr	el	riesgo	de	negar	la	calidad	de	hombres	a	seres	que,	quizá,	revelaban	un
aspecto	aún	desconocido	de	la	naturaleza	humana.
Las	sociedades	que	estudian	los	antropólogos	imparten	lecciones	tanto	más
dignas	de	ser	escuchadas	cuanto	que	mediante	todo	tipo	de	reglas	que,	como	he
dicho,	sería	un	error	tildar	de	meras	supersticiones,	han	sabido	conseguir	un
equilibrio	entre	el	hombre	y	el	medio	natural	que	nosotros	ya	no	sabemos
garantizar.	Me	detendré	un	momento	en	este	punto.
Un	“nivel	óptimo	de	diversidad”
En	el	siglo	xix,	el	filósofo	Auguste	Comte	formuló	en	Francia	una	ley	relativa	a
la	evolución	humana	denominada	“de	los	tres	estados”,	según	la	cual	la
humanidad	habría	pasado	por	dos	estados	sucesivos:	religioso,	luego	metafísico,
y	estaría	a	punto	de	ingresar	en	un	tercero,	positivo	y	científico.
Acaso	la	antropología	nos	revele	una	evolución	de	la	misma	índole,	por	más	que
el	contenido	y	el	significado	de	cada	estado	difieran	de	aquellos	concebidos	por
Comte.
Hoy	en	día,	sabemos	que	algunos	pueblos	designados	como	“primitivos”,	que
ignoran	la	agricultura	y	la	ganadería,	o	que	tan	sólo	practican	una	agricultura
rudimentaria,	a	veces	sin	conocimientos	de	alfarería	ni	tejido	y	que,
principalmente,	viven	de	la	caza,	la	pesca	y	la	recolección	de	productos
silvestres,	no	están	atenazados	por	el	miedo	a	morir	de	hambre	y	la	angustia	de
no	poder	sobrevivir	en	un	medio	hostil.
Su	escaso	índice	demográfico,	su	prodigioso	conocimiento	de	los	recursos
naturales	les	permiten	vivir	en	lo	que	seguramente	dudaríamos	en	calificar	como
abundancia.	Y	sin	embargo,	como	quedó	demostrado	con	una	serie	de	estudios
minuciosos	realizados	en	Australia,	América	del	Sur,	Melanesia	y	África,	de	dos
a	cuatro	horas	de	trabajo	cotidiano	bastan	sobradamente	a	sus	miembros	activos
para	asegurar	la	subsistencia	de	todas	las	familias,	incluyendo	a	niños	y
ancianos,	que	aún	no	participan	o	ya	han	dejado	de	participar	en	la	producción
alimentaria.	¡Qué	diferencia	con	el	tiempo	que	nuestros	contemporáneos	pasan
en	una	fábrica	o	en	una	oficina!
Sería	incorrecto,	pues,	creer	que	esos	pueblos	son	esclavos	de	los	imperativos
del	entorno.	Muy	por	el	contrario,	gozan	de	una	mayor	independencia	respecto
de	él	que	los	cultivadores	y	criadores	de	ganado.	Disponen	de	más	actividades	de
ocio	que	les	permiten	dar	gran	cabida	al	imaginario,	interponer	entre	ellos	y	el
mundo	exterior,	como	un	cojín	amortiguador,	creencias,	ensoñación,	ritos,	en
pocas	palabras,	todas	esas	formas	de	actividad	que	llamaríamos	religiosa	o
artística.
Desde	esta	perspectiva,	admitamos	que	la	humanidad	haya	vivido	en	un	estado
comparable	durante	cientos	de	milenios.	Observaríamos	entonces	que,	a	través
de	la	agricultura,	la	ganadería	y,	más	adelante,	la	industrialización,	ha	podido
“impactar”	cada	vez	más	de	cerca,	me	atrevería	a	decir,	en	la	realidad.	Pero,	en
el	siglo	xix	y	hasta	nuestrosdías,	dicho	impacto	se	manifestaba	de	manera
indirecta,	por	medio	de	concepciones	filosóficas	e	ideológicas.
Distinto	es	el	mundo	al	que	estamos	ingresando	en	el	presente:	un	mundo	donde
la	humanidad	se	encuentra	abruptamente	confrontada	a	determinismos	más
duros,	aquellos	resultantes	de	su	elevadísimo	índice	demográfico,	de	la	cantidad
cada	vez	más	limitada	de	espacio	libre,	aire	puro,	agua	no	contaminada	de	que
dispone	para	satisfacer	sus	necesidades	biológicas	y	psíquicas.
En	ese	sentido,	es	dable	preguntarse	si	las	explosiones	ideológicas	que	se
manifiestan	desde	hace	casi	un	siglo	y	que	continúan	manifestándose	–
comunismo,	marxismo,	totalitarismo,	que	no	han	perdido	su	fuerza	en	el	Tercer
Mundo,	y	más	recientemente	el	integrismo	islámico–	no	constituyen	reacciones
de	revuelta	frente	a	una	serie	de	condiciones	de	existencia	que	se	hallan	en	brutal
ruptura	con	las	del	pasado.
Se	ha	producido	un	divorcio,	se	ha	abierto	un	abismo	entre	los	datos	de	la
sensibilidad,	que	ya	no	tienen	para	nosotros	significado	general	alguno	fuera	de
aquellos,	restringidos	y	rudimentarios,	que	nos	brindan	acerca	del	estado	de
nuestro	organismo,	y	un	pensamiento	abstracto	donde	se	concentran	todos
nuestros	esfuerzos	por	conocer	y	entender	el	universo.	Nada	nos	aleja	más	de
esos	pueblos	que	estudian	los	antropólogos,	para	quienes	cada	color,	cada
textura,	cada	olor,	cada	sabor	tienen	un	sentido.
Este	divorcio,	¿será	irrevocable?	Acaso	nuestro	mundo	vaya	hacia	un	cataclismo
demográfico	o	una	guerra	atómica	que	exterminará	a	tres	cuartos	de	la
humanidad.	En	ese	caso,	el	cuarto	restante	volverá	a	encontrar	condiciones	de
existencia	no	tan	diferentes	de	aquellas	propias	de	las	sociedades	en	vías	de
desaparición	que	he	mencionado.
Pero,	aun	si	descartáramos	hipótesis	tan	aterradoras	como	ésta,	cabría
preguntarse	si	sociedades	que	se	vuelven	enormes	por	su	parte	y	que	tienden	a
asemejarse	entre	sí	no	recrearán	fatalmente,	en	su	propio	seno,	diferencias
situadas	sobre	ejes	distintos	de	aquellos	donde	se	desarrollan	las	similitudes.
Quizá	exista	un	grado	óptimo	de	diversidad	que,	siempre	y	en	todo	lugar,	se
impone	a	la	humanidad	para	que	ésta	siga	siendo	viable.	Este	grado	óptimo
variaría	en	función	de	la	cantidad	de	sociedades,	de	su	importancia	numérica,	de
su	lejanía	geográfica	y	de	los	medios	de	comunicación	de	los	que	dispone.	Pero
el	problema	de	la	diversidad	no	se	plantea	únicamente	con	respecto	a	las	culturas
que	estamos	considerando	en	sus	relaciones	recíprocas.	También	se	plantea	en
cada	sociedad	que	reúne	en	su	interior	a	grupos	o	subgrupos	que	no	son
homogéneos:	castas,	clases,	medios	profesionales	o	confesionales,	etcétera.
Dichos	grupos	desarrollan	entre	sí	diferencias	a	las	cuales	confieren	una	gran
importancia,	y	podría	suceder	que	tal	diversificación	interna	tienda	a
acrecentarse	a	medida	que	la	sociedad	se	vuelve	más	voluminosa	y	más
homogénea	desde	otras	perspectivas.
Sin	duda,	los	hombres	elaboraron	culturas	diferentes	en	razón	de	la	lejanía
geográfica,	de	las	características	particulares	del	medio	donde	se	hallaban,	de	la
ignorancia	de	otros	tipos	de	sociedades.	Pero	paralelamente	a	esas	diferencias
debidas	al	aislamiento,	tenemos	aquellas,	igual	de	importantes,	que	se	deben	a	la
proximidad:	deseo	de	oponerse,	de	distinguirse,	de	ser	uno	mismo.	Muchas
costumbres	nacieron	no	de	alguna	necesidad	interna	o	accidente	favorable,	sino
de	la	mera	voluntad	de	no	ser	menos	que	un	grupo	vecino	que	sometía	a	normas
precisas	un	ámbito	de	pensamiento	o	actividad	que	a	uno	ni	siquiera	se	le	había
ocurrido	reglamentar.
La	atención	y	el	respeto	que	el	antropólogo	presta	a	las	diferencias	entre	las
culturas,	así	como	a	aquellas	propias	de	cada	una,	constituyen	la	esencia	de	su
enfoque.	Así,	el	antropólogo	no	busca	establecer	una	lista	de	recetas	de	la	cual
cada	sociedad	iría	a	extraer	algo	según	su	humor	toda	vez	que	percibe	en	su
interior	una	imperfección	o	una	laguna.	Las	fórmulas	pertenecientes	a	cada
sociedad	no	son	extrapolables	a	cualquier	otra.
La	antropología	sólo	invita	a	cada	sociedad	a	no	creer	que	sus	instituciones,
costumbres	y	creencias	son	las	únicas	posibles;	la	disuade	de	imaginarse	que	por
el	hecho	de	creerlas	buenas,	esas	instituciones,	costumbres	y	creencias	están
inscriptas	en	la	naturaleza	de	las	cosas	y	uno	puede	imponerlas	con	impunidad	a
otras	sociedades	cuyo	sistema	de	valores	es	incompatible	con	el	propio.
He	dicho	que	la	más	alta	ambición	de	la	antropología	es	inspirar	cierta	sabiduría
a	los	individuos	y	gobiernos.	No	puedo	ofrecerles	un	mejor	ejemplo	que	el
testimonio	de	un	antropólogo	americano	que	fue	Public	Affairs	Officer	del
general	MacArthur	durante	la	ocupación	de	Japón.	Leí	de	él	una	entrevista
donde	cuenta	cómo,	en	1946,	la	publicación	del	célebre	libro	de	Ruth	Benedict,
The	Chrysanthemum	and	the	Sword,	disuadió	al	ocupante	americano	de	imponer
a	Japón	la	abolición	del	régimen	imperial,	contrariamente	a	su	primera	intención.
Ruth	Benedict,	a	quien	conocí	bien,	nunca	había	ido	a	Japón	antes	de	escribir	su
libro;	y,	hasta	donde	yo	sé,	había	trabajado	en	campos	muy	distintos.	Pero	era
antropóloga,	y	por	ende	podemos	atribuir	al	espíritu	antropológico,	a	su
inspiración	y	métodos,	por	el	mero	hecho	de	aproximarse	a	una	cultura	desde
muy	lejos	y	sin	experiencia	previa,	el	mérito	de	haber	sabido	penetrar	su
estructura	y	haberle	evitado	un	desmoronamiento	cuyas	consecuencias	quizá
hubieran	sido	aún	más	trágicas	que	la	derrota	militar.
Como	primera	lección,	la	antropología	nos	enseña	que	cada	costumbre,	cada
creencia,	por	más	chocante	o	irracional	que	pueda	parecernos	al	compararlas	con
las	nuestras,	forma	parte	de	un	sistema	cuyo	equilibrio	interno	se	fue	asentando
con	el	paso	de	los	siglos,	y	de	ese	todo	no	se	puede	suprimir	un	elemento	sin
correr	el	riesgo	de	destruir	el	resto.	Aun	si	no	aportara	otras	enseñanzas,	esta	sola
bastaría	para	justificar	el	lugar	cada	vez	más	importante	que	la	antropología
ocupa	entre	las	ciencias	del	hombre	y	de	la	sociedad.
II.	Tres	grandes	problemas	contemporáneos:	la
sexualidad,	el	desarrollo	económico	y	el	pensamiento
mítico
En	mi	primera	conferencia	dije	que	trataría	de	definir	y	acotar	algunos
problemas	que	se	plantean	al	hombre	moderno	y	a	los	cuales	el	estudio	de	las
sociedades	sin	escritura	puede	contribuir,	en	parte,	a	hallar	una	solución.	Para
ello	tendré	que	considerar	a	dichas	sociedades	bajo	tres	ópticas:	su	organización
familiar	y	social,	su	vida	económica	y,	por	último,	su	pensamiento	religioso.
Cuando	los	caracteres	comunes	a	las	sociedades	que	estudian	los	antropólogos	se
contemplan	desde	un	punto	de	vista	muy	general,	se	impone	una	observación:
como	ya	he	indicado	escuetamente,	esas	sociedades	se	remiten	al	parentesco	de
un	modo	mucho	más	sistemático	que	nosotros	en	la	actualidad.
En	primer	lugar,	utilizan	las	relaciones	de	parentesco	y	alianza	para	definir	la
pertenencia	o	no	pertenencia	al	grupo.	Muchas	de	esas	sociedades	niegan	a	los
pueblos	extranjeros	la	calidad	de	seres	humanos.	Y	así	como	la	humanidad	cesa
en	las	fronteras	del	grupo,	ésta	se	refuerza	en	su	interior	con	una	cualidad
suplementaria:	los	miembros	del	grupo	no	son	solamente	los	únicos	humanos,
los	únicos	verdaderos,	los	únicos	excelentes.	No	son	sólo	conciudadanos,	sino
también	parientes	de	hecho	o	de	derecho.
En	segundo	lugar,	esas	sociedades	toman	al	parentesco	y	a	sus	nociones
vinculadas	como	anteriores	y	exteriores	a	las	relaciones	biológicas	–como	la
filiación	por	la	sangre–	a	las	cuales	nosotros	mismos	tendemos	a	reducir.	Los
lazos	biológicos	brindan	el	modelo	sobre	el	cual	se	conciben	las	relaciones	de
parentesco,	pero	éstas	ofrecen	al	pensamiento	un	marco	de	clasificación	lógica.
Una	vez	concebido,	ese	marco	permite	distribuir	a	los	individuos	en	categorías
preestablecidas,	asignando	a	cada	uno	un	lugar	en	el	seno	de	la	familia	y	la
sociedad.
Por	último,	esas	relaciones	y	nociones	impregnan	todo	el	campo	de	la	vida	y	las
actividades	sociales.	Reales,	postuladas	o	inferidas,	implican	derechos	y	deberes
bien	definidos,	distintos	para	cadatipo	de	pariente.	De	una	manera	más	general,
se	puede	decir	que	en	esas	sociedades	el	parentesco	y	la	alianza	constituyen	un
lenguaje	común,	apto	para	expresar	todas	las	relaciones	sociales:	económicas,
políticas,	religiosas,	etcétera;	y	no	exclusivamente	familiares.
Progenitor,	útero	portador	y	filiación	social
La	primera	exigencia	que	se	impone	a	las	sociedades	humanas	es	la	de
reproducirse,	dicho	en	otros	términos,	la	de	mantenerse	en	la	continuidad.	Toda
sociedad	debe	poseer,	pues,	una	regla	de	filiación	que	le	permita	definir	la
pertenencia	de	cada	nuevo	miembro	al	grupo,	un	sistema	de	parentesco	que
determine	el	modo	en	que	se	clasificarán	los	parientes,	consanguíneos	o	políticos
y,	por	último,	reglas	que	definan	las	modalidades	de	la	alianza	matrimonial,
estipulando	con	quién	uno	se	puede	casar	o	no.	Asimismo,	toda	sociedad	ha	de
contar	con	mecanismos	para	remediar	la	esterilidad.
Ahora	bien,	precisamente	el	problema	de	los	medios	contra	la	esterilidad	se	está
planteando	de	manera	muy	severa	en	las	sociedades	occidentales	desde	que
descubrieron	métodos	para	favorecer	la	procreación	u	obtenerla	artificialmente.
Desconozco	qué	ocurre	en	Japón,	pero	este	tema	es	una	obsesión	en	Europa,
Estados	Unidos,	Australia,	países	donde	se	constituyeron	comisiones	oficiales
para	debatir	la	cuestión.	Las	asambleas	parlamentarias,	la	prensa	y	la	opinión
pública	dan	gran	cabida	a	esos	debates.
¿De	qué	se	trata	exactamente?	En	la	actualidad,	es	posible	–o	pronto	lo	será	a
través	de	ciertos	procedimientos–	procurar	hijos	a	una	pareja	donde	uno	de	los
miembros,	o	ambos,	son	estériles.	Para	ello	se	emplean	diversos	métodos:
inseminación	artificial,	donación	de	óvulos,	préstamo	o	alquiler	de	útero,
congelamiento	de	embriones,	fecundación	in	vitro	con	espermatozoides
provenientes	del	marido	o	de	otro	hombre	u	óvulos	provenientes	de	la	esposa	o
de	otra	mujer.
Los	niños	nacidos	de	tales	manipulaciones	podrán,	pues,	tener	un	padre	y	una
madre,	como	es	lo	normal,	una	madre	y	dos	padres,	dos	madres	y	un	padre,	dos
madres	y	dos	padres,	tres	madres	y	un	padre	e	incluso	tres	madres	y	dos	padres
cuando	el	progenitor	no	es	el	mismo	hombre	que	el	padre	y	cuando	intervienen
tres	mujeres:	quien	dona	el	óvulo,	quien	presta	el	útero	y	quien	será	la	madre
legal	del	niño.
Pero	eso	no	es	todo,	ya	que	también	nos	hallamos	confrontados	a	situaciones
donde	una	mujer	pide	ser	inseminada	con	el	esperma	congelado	de	su	difunto
marido,	o	bien	donde	dos	mujeres	homosexuales	solicitan	la	posibilidad	de	tener
juntas	un	hijo	proveniente	del	óvulo	de	una,	fecundado	artificialmente	por	un
donante	anónimo	e	implantado	en	el	útero	de	la	otra.	Tampoco	vemos	por	qué	el
esperma	congelado	de	un	bisabuelo	no	podría	ser	utilizado	un	siglo	después	para
fecundar	a	una	bisnieta;	ese	niño	sería,	entonces,	el	tío	abuelo	de	su	madre	y	el
hermano	de	su	propio	bisabuelo.
Así	planteados,	los	problemas	son	de	dos	órdenes:	unos,	de	naturaleza	jurídica,
otros	de	naturaleza	psicológica	y	moral.
Desde	la	primera	perspectiva,	los	ordenamientos	de	los	países	europeos	se
contradicen.	En	el	derecho	inglés,	la	paternidad	social	no	existe,	ni	siquiera
como	ficción	jurídica.	Por	consiguiente,	el	donante	de	esperma	podría
reivindicar	legalmente	al	niño	o	bien	estar	obligado	a	satisfacer	sus	necesidades.
En	Francia,	por	el	contrario,	el	Código	Napoleón,	fiel	al	antiguo	adagio	Pater	is
est	quem	nuptiae	demonstrant,	estipula	que	el	marido	de	la	madre	es	el	padre
legal	del	niño.	Pero	el	derecho	francés	se	contradice	a	sí	mismo,	ya	que	una	ley
de	1972	autoriza	las	acciones	de	averiguación	de	paternidad.	Así	pues,	no
sabemos	qué	relación	prima,	si	la	social	o	la	biológica.
Es	un	hecho	que	en	las	sociedades	contemporáneas	la	idea	de	que	la	filiación
deriva	de	un	vínculo	biológico	tiende	a	prevalecer	sobre	aquella	que	ve	en	la
filiación	un	vínculo	social.	Pero	entonces,	¿cómo	resolver	los	problemas
planteados	por	la	procreación	asistida,	donde,	precisamente,	el	padre	legal	ya	no
es	el	progenitor	del	niño	y	donde	la	madre,	en	el	sentido	social	y	moral	del
término,	no	ha	aportado	su	propio	óvulo	ni,	quizá,	el	útero	en	el	cual	se
desenvuelve	la	gestación?
Por	otra	parte,	¿cuáles	son	los	respectivos	derechos	y	deberes	de	los	padres
sociales	y	biológicos,	hoy	disociados?	¿Cómo	deberá	pronunciarse	un	tribunal	si
quien	presta	el	útero	entrega	un	niño	mal	formado	y	si	la	pareja	que	ha	apelado	a
sus	servicios	lo	rechaza?	O,	por	el	contrario,	¿y	si	una	mujer	fecundada	con	el
esperma	de	un	marido	se	echara	atrás	y	pretendiera	quedarse	con	el	niño	como	si
fuera	propio?
Por	último,	cualquiera	de	estas	prácticas,	a	partir	del	momento	en	que	es	posible,
¿puede	ser	empleada	libremente	o	acaso	la	ley	debe	autorizar	algunas	y	prohibir
otras?	En	Inglaterra,	la	comisión	denominada	Warnock	(por	su	presidente)
recomendó	prohibir	el	préstamo	del	útero	fundándose	en	la	distinción	entre	la
maternidad	genética,	la	maternidad	fisiológica	y	la	maternidad	social,	y
considerando	que,	de	las	tres,	la	maternidad	fisiológica	es	aquella	que	crea	el
vínculo	más	íntimo	entre	la	madre	y	el	niño.	Si	en	su	mayoría	la	opinión	francesa
acepta	la	procreación	asistida	para	permitir	que	una	pareja	casada	resuelva	un
problema	de	esterilidad,	también	se	muestra	indecisa	frente	al	caso	de	una	pareja
que	vive	en	unión	libre	o	de	una	mujer	que	desea	ser	fecundada	con	el	semen
congelado	de	su	difunto	marido.	Y	la	opinión	se	torna	francamente	negativa
tratándose	de	una	mujer	sola,	de	una	pareja	que	quiere	tener	un	hijo	después	de
la	menopausia	de	la	mujer	o	bien	de	una	pareja	homosexual.
Desde	el	punto	de	vista	psicológico	y	moral,	pareciera	que	la	cuestión	crucial	es
la	de	la	transparencia.	La	donación	de	esperma	o	de	óvulos,	el	préstamo	de	útero,
¿deben	ser	anónimos,	o	los	parientes	sociales	y,	eventualmente,	el	propio	niño
pueden	conocer	la	identidad	de	quienes	intervienen	en	ella?	Suecia	ha
renunciado	al	anonimato,	la	tendencia	inglesa	parece	ir	en	ese	mismo	sentido,
mientras	que	en	Francia	la	opinión	pública	y	la	ley	van	en	sentido	opuesto.	Pero
incluso	los	países	que	admiten	la	transparencia	parecen	estar	de	acuerdo	con	los
demás	en	disociar	procreación	de	sexualidad	y,	hasta	se	podría	decir,	de
sensualidad.	Porque	limitándose	al	caso	más	sencillo,	el	de	la	donación	de
esperma,	la	opinión	sólo	la	juzga	admisible	si	tiene	lugar	en	el	laboratorio	y
mediando	la	intervención	de	un	médico:	método	artificial	que	excluye	todo
contacto	personal,	todo	intercambio	emotivo	y	erótico	entre	el	donante	y	la
receptora.	Ahora	bien,	tanto	para	la	donación	de	semen	como	de	óvulo,	la
preocupación	por	que	las	cosas	sucedan	en	el	anonimato	parece	contraria	a	datos
universales	que	indican	que,	incluso	en	nuestras	sociedades	y	aunque	no	se	diga,
este	tipo	de	favores	se	hacen	“en	familia”	más	a	menudo	de	lo	que	uno	cree.	A
título	de	ejemplo,	citaré	una	novela	inacabada	de	Balzac,	que	comienza	en	1843,
época	en	que	los	prejuicios	sociales	eran	mucho	más	fuertes	que	en	la	Francia
actual.	Titulada	de	manera	significativa	Los	pequeños	burgueses,	esta	novela
sumamente	documental	cuenta	el	acuerdo	al	que	llegaron	dos	parejas	de	amigos,
una	fecunda,	la	otra	estéril.	A	la	mujer	fecunda	le	tocó	concebir	un	hijo	con	el
marido	de	la	mujer	estéril,	la	hija	nacida	de	esa	unión	fue	rodeada	de	igual
ternura	por	ambas	parejas,	que	residían	en	el	mismo	edificio,	y	todas	las
personas	a	su	alrededor	conocían	la	situación.
Son	las	nuevas	técnicas	de	procreación	asistida,	hoy	posibles	gracias	al	progreso
de	la	biología,	las	que	provocan	desazón	en	el	pensamiento	contemporáneo.	En
un	ámbito	vital	para	el	mantenimiento	del	orden	social,	nuestras	ideas	jurídicas,
nuestras	creencias	morales	y	filosóficas	se	revelan	incapaces	de	encontrar
respuestas	a	situaciones	novedosas.	¿Cómo	definir	la	relación	entre	el	parentesco
biológico	y	la	filiación	social,	hoy	en	día	diferenciadas?	¿Cuáles	serán	las
consecuencias	morales	y	sociales	de	la	disociación	de	la	sexualidad	y	la
procreación?	¿Se	debe	o	no	reconocer	al	individuo	el	derecho	a	procrear,	si	se
pudieradecir,	“solo”?	¿Un	niño	tiene	derecho	a	acceder	a	la	información
esencial	relativa	al	origen	étnico	y	a	la	salud	genética	de	su	procreador?	¿Hasta
qué	punto	y	con	qué	límites	se	pueden	transgredir	reglas	biológicas	que	los	fieles
de	la	mayoría	de	las	religiones	continúan	considerando	de	institución	divina?
Procreación	artificial:	mujeres	vírgenes	y	parejas	homosexuales
Los	antropólogos	tienen	mucho	que	decir	sobre	todas	estas	cuestiones,	pues	las
sociedades	que	estudian	se	han	planteado	estos	problemas	y	ofrecen	soluciones
al	respecto.	Desde	luego	que	esas	sociedades	ignoran	las	técnicas	modernas	de
fecundación	in	vitro,	extracción	de	óvulo	o	embrión,	transferencia,	implantación
y	congelación.	Pero	han	imaginado	y	puesto	en	práctica	fórmulas	equivalentes,
al	menos	desde	un	punto	de	vista	jurídico	y	psicológico.	Permítanme	dar	algunos
ejemplos.
La	inseminación	con	donante	tiene	su	equivalente	en	África,	en	la	población
samo	de	Burkina	Faso,	estudiada	por	mi	colega,	la	Sra.	Françoise	Héritier-Augé,
que	me	sucedió	en	el	Collège	de	France.	En	esa	sociedad,	toda	jovencita	se	casa
a	muy	temprana	edad,	pero	antes	de	ir	a	vivir	a	lo	de	su	esposo	debe	tener	un
amante	que	escoge	y	que	está	oficialmente	reconocido	como	tal,	durante	tres
años	como	máximo.	Aporta	a	su	marido	el	primer	hijo	nacido	por	obra	de	su
amante,	pero	aquel	será	considerado	el	primero	de	la	unión	legítima.	Por	su
parte,	un	hombre	puede	tener	varias	esposas	legítimas,	pero	si	ellas	lo	dejan,
seguirá	siendo	el	padre	legal	de	todos	los	niños	que	ellas	traigan	al	mundo	en
adelante.	En	otras	poblaciones	africanas,	el	marido	también	tiene	un	derecho
sobre	todos	los	hijos	por	venir,	siempre	y	cuando	ese	derecho	sea	reinstaurado
luego	de	cada	nacimiento,	a	través	de	la	primera	relación	sexual	post	partum.
Esta	relación	designa	al	hombre	que	será	el	padre	legal	del	próximo	hijo.	Así,	un
hombre	casado	cuya	mujer	es	estéril	puede,	mediando	un	pago,	ponerse	de
acuerdo	con	una	mujer	fecunda	para	que	ella	lo	designe.	En	ese	caso,	el	marido
legal	es	el	donante	inseminador,	y	la	mujer	alquila	su	vientre	a	otro	hombre	o	a
una	pareja	sin	hijos.	De	tal	modo,	aquí	no	se	plantea	el	dilema,	candente	en
Francia,	de	si	la	mujer	que	presta	el	útero	debe	hacerlo	gratuitamente	o	si	puede
percibir	una	remuneración	a	cambio.
Para	los	indígenas	Tupi-Kawahib	de	Brasil,	que	visité	en	1938,	un	hombre	se
puede	casar	simultánea	o	sucesivamente	con	varias	hermanas	o	con	una	madre	y
su	hija	de	una	unión	precedente.	A	mi	parecer,	esas	mujeres	comparten	la	crianza
de	sus	hijos	sin	preocuparse	demasiado	por	si	el	niño	del	que	se	ocupa	tal	mujer
es	propio	o	pertenece	a	otra	esposa	de	su	marido.	Una	situación	simétrica
prevalece	en	el	Tíbet,	donde	varios	hermanos	comparten	una	única	esposa.
Todos	los	hijos	se	atribuyen	al	mayor	de	ellos,	al	que	llaman	padre;	los	demás
maridos	se	llaman	tíos.	En	tales	casos,	se	ignora	o	no	se	tiene	en	cuenta	la
paternidad	y	la	maternidad	individuales.
Volvamos	a	África,	donde	los	nuer	de	Sudán	asimilan	la	mujer	estéril	a	un
hombre.	En	calidad	de	“tío	paterno”,	ella	recibe	el	ganado	que	representa	“el
precio	de	la	novia”	(en	inglés,	bride	price),	pagado	por	el	marido	de	sus	sobrinas,
y	lo	utiliza	para	comprar	una	mujer	que	le	dará	hijos	gracias	a	los	servicios
remunerados	de	un	hombre,	a	menudo	extranjero.	En	la	población	yoruba,	de
Nigeria,	las	mujeres	ricas	también	pueden	adquirir	esposas,	a	quienes	obligan	a
vivir	en	pareja	con	un	hombre.	Cuando	nacen	los	hijos,	la	mujer,	“esposo”	legal,
los	reivindica,	y	los	procreadores	reales,	si	quieren	quedárselos,	deben	pagar	una
generosa	suma.
En	todos	estos	casos,	parejas	formadas	por	dos	mujeres	y	que,	literalmente
hablando,	llamaríamos	homosexuales,	practican	la	procreación	asistida	para
concebir	hijos,	los	cuales	tendrán	a	una	mujer	por	padre	legal	y	a	la	otra	por
madre	biológica.
Las	sociedades	sin	escritura	también	conocen	equivalentes	de	la	inseminación
post	mortem	que	los	tribunales	franceses	prohíben,	mientras	que,	en	Inglaterra,
el	comité	Warnock	propone	que	una	ley	excluya	de	la	sucesión	y	la	herencia	del
padre	a	todo	hijo	que	no	se	hallara	en	estado	fetal,	dentro	del	útero	de	la	madre,
en	el	momento	de	su	muerte.	Pese	a	ello,	el	levirato,	institución	probada	desde
hace	milenios	(pues	ya	existía	en	los	antiguos	hebreos),	permitía	e	incluso	a
veces	imponía	al	hermano	menor	engendrar	en	nombre	de	su	hermano	muerto.
En	cuanto	a	los	nuer	sudaneses,	a	los	cuales	ya	me	he	referido,	si	un	hombre
moría	soltero	o	sin	descendencia,	un	pariente	próximo	podía	retener	suficiente
ganado	del	difunto	como	para	comprar	una	esposa.	Ese	“matrimonio	fantasma”,
como	dicen	los	nuer,	lo	autorizaba	a	engendrar	en	nombre	del	difunto,	puesto
que	este	último	había	aportado	la	compensación	matrimonial	creadora	de	la
filiación.
Si	bien	en	todos	los	ejemplos	citados,	el	estatus	familiar	y	social	del	niño	se
determina	en	función	del	padre	legal	(aun	si	este	último	es	una	mujer),	no	por
eso	ese	niño	desconoce	la	identidad	de	su	progenitor,	y	está	unido	a	él	por	un
vínculo	afectivo.	Contrariamente	a	lo	que	se	teme,	la	transparencia	no	suscita
conflictos	en	el	niño	por	ser	su	procreador	biológico	y	su	padre	social	individuos
distintos.
Esas	sociedades	tampoco	experimentan	un	temor	similar	al	que	engendra	en
nosotros	la	inseminación	del	esperma	congelado	del	marido	difunto,	e	incluso
hablando	en	términos	teóricos,	de	un	antepasado	remoto:	para	muchas	de	ellas,
los	hijos	son	la	supuesta	encarnación	de	un	ancestro	que	escoge	revivir	en	ese
niño.	Y	el	“matrimonio	fantasma”	de	los	nuer	admite	un	refinamiento	adicional
en	el	supuesto	de	que	el	hermano,	sustituto	del	difunto,	no	hubiera	engendrado
por	cuenta	propia.	Ese	hijo	engendrado	en	nombre	del	difunto	(y	que	su	padre
biológico	considera,	pues,	como	su	sobrino)	podrá	hacerle	el	mismo	favor	al
padre	biológico.	Como	entonces	ese	progenitor	es	el	hermano	de	su	padre	legal,
los	hijos	que	éste	traerá	al	mundo	serán	legalmente	sus	primos.
Todas	estas	fórmulas	ofrecen	imágenes	metafóricas	anticipadas	de	las	técnicas
modernas.	Así,	comprobamos	que	el	conflicto	entre	la	procreación	biológica	y	la
paternidad	social	que	tanto	nos	confunde	no	existe	en	las	sociedades	que
estudian	los	antropólogos,	que	sin	dudarlo	dan	primacía	a	lo	social,	sin	que
ambos	aspectos	choquen	en	la	ideología	del	grupo	o	en	la	mente	de	los
individuos.
Si	me	entretuve	tanto	en	estos	problemas	es	porque,	a	mi	entender,	demuestran
muy	bien	qué	tipo	de	contribución	la	sociedad	contemporánea	puede	esperar	de
las	investigaciones	antropológicas.	El	antropólogo	no	propone	a	sus
contemporáneos	adoptar	las	ideas	y	costumbres	de	tal	o	cual	población	exótica.
Nuestra	contribución	es	mucho	más	modesta	y	se	ejerce	en	dos	direcciones.
Primero,	la	antropología	revela	que	aquello	que	consideramos	“natural”,	fundado
en	el	orden	de	las	cosas,	se	reduce	a	limitaciones	y	hábitos	mentales	propios	de
nuestra	cultura.	De	tal	modo,	nos	ayuda	a	quitarnos	las	anteojeras,	a	comprender
cómo	y	por	qué	otras	sociedades	pueden	tener	por	simples	y	obvios	usos	que	a
nosotros	nos	parecen	inconcebibles	e	incluso	escandalosos.	En	segundo	lugar,
los	hechos	que	recogemos	representan	una	experiencia	humana	muy	vasta,
puesto	que	provienen	de	miles	de	sociedades	que	se	han	ido	sucediendo	con	el
transcurso	de	los	siglos,	a	veces	de	los	milenios,	y	que	se	reparten	en	toda	la
extensión	del	planeta	habitado.	Así,	ayudamos	a	dilucidar	lo	que	se	puede
considerar	como	los	“universales”	de	la	naturaleza	humana	y	podemos	sugerir	en
qué	marco	se	desarrollarán	ciertas	evoluciones	aún	inciertas,	pero	que	sería	un
error	tildar	por	anticipado	de	desviaciones	o	perversiones.
El	gran	debate	que	se	está	llevando	a	cabo	en	la	actualidad	en	torno	a	la
procreación	asistida	consiste	en	determinar	si	conviene	legislar,	sobre	qué	y	en
qué	sentido.	Las	comisiones	y	demás	organismos	instituidos	por	los	poderes
públicos	de	varios	países	están	integrados	por	representantes	de	la	opinión
pública,	abogados,	médicos,	sociólogos,	a	veces,	antropólogos.	Es	asombroso

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