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reforma-o-revolucion (1)

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Puede	que	el	título	del	presente	escrito	sorprenda	a	primera	vista.	¿Reforma
social	o	revolución?	¿Es	que	la	socialdemocracia	puede	estar	en	contra	de	la
reforma	social?	¿O	acaso	puede	enfrentar	la	reforma	social	a	la	revolución
social,	esa	transformación	del	orden	existente	que	constituye	su	objetivo	final?
Desde	luego	que	no.	La	lucha	práctica	de	todos	los	días	por	las	reformas
sociales,	por	la	mejora	de	la	situación	del	pueblo	trabajador	aunque	sea	sobre	la
base	de	la	existente,	por	las	instituciones	democráticas,	esa	lucha	constituye	el
único	camino	por	el	que	llegar	a	la	lucha	de	clases	del	proletariado	y	por	el	que
trabajar	para	conseguir	su	objetivo	final:	la	conquista	del	poder	político	y	la
abolición	del	sistema	salarial.	Para	la	socialdemocracia	existe	una	relación
inseparable	entre	la	reforma	social	y	la	revolución	social,	en	tanto	que	para	ella
la	lucha	por	la	reforma	social	es	el	medio,	la	transformación	social,	el	fin.
Una	confrontación	de	esos	dos	momentos	del	movimiento	obrero	no	la
encontramos	más	que	en	la	teoría	de	Eduard	Bernstein,	tal	como	la	ha	expuesto
en	sus	ensayos	sobre	Problemas	del	socialismo,	publicados	en	Die	Neue	Zeit
entre	1896	y	1897,	y	concretamente	en	su	libro	Las	premisas	del	socialismo	y	las
tareas	de	la	socialdemocracia.[1]	Toda	esa	teoría	prácticamente	no	conduce	a
otra	cosa	más	que	a	aconsejar	que	se	abandone	la	transformación	social,	objetivo
final	de	la	socialdemocracia	y,	por	el	contrario,	hacer	que	la	reforma	social	pase
de	ser	un	medio	de	lucha	social	a	su	objetivo.	El	propio	Bernstein	formuló	sus
puntos	de	vista	de	la	manera	más	certera	y	clara	al	escribir:	«Para	mí	el	objetivo
final,	sea	cual	sea,	no	es	nada,	el	movimiento	lo	es	todo».[2]
Pero	como	el	objetivo	final	del	socialismo	es	el	único	momento	decisivo	que
diferencia	el	movimiento	socialdemócrata	de	la	democracia	burguesa	y	del
radicalismo	burgués,	que	hace	que	todo	el	movimiento	obrero	pase	de	ser	un
laborioso	trabajo	de	remiendos	en	pro	de	la	salvación	del	orden	capitalista	a	una
lucha	de	clases	contra	ese	orden	justamente	con	el	fin	de	abolirlo	para	la
socialdemocracia,	la	pregunta	«¿reforma	social	o	revolución?»	en	sentido
bernsteiniano	se	convierte	también	en	la	de	ser	o	no	ser.	En	la	confrontación	con
Bernstein	y	sus	partidarios	no	se	trata	en	último	término	de	esta	o	de	aquella
forma	de	luchar,	no	de	esta	o	aquella	táctica,	sino	de	la	existencia	absoluta	del
movimiento	socialdemócrata.
Doblemente	importante	es	que	los	trabajadores	reconozcan	esto,	porque
justamente	se	trata	de	ellos	y	de	su	influencia	en	el	movimiento,	porque	es	su
propio	pellejo	el	que	aquí	está	en	juego.	La	corriente	oportunista	del	partido
formulada	de	manera	teórica	por	Bernstein	no	es	otra	cosa	que	un	esfuerzo
inconsciente	de	asegurar	la	supremacía	a	los	elementos	pequeñoburgueses	que
han	llegado	al	partido,	de	modelar	en	su	espíritu	la	práctica	y	los	objetivos	del
partido.	La	cuestión	de	la	reforma	social	y	la	revolución,	del	objetivo	final	y	del
movimiento	es,	en	suma,	la	cuestión	del	carácter	pequeñoburgués	o	proletario
del	movimiento	obrero.
ROSA	LUXEMBURG
18	de	abril	de	1899
[1]	Eduard	Bernstein	(1850-1932)	fue	un	político	alemán	de
origen	judío	perteneciente	al	SPD	(Partido	Socialista	Alemán),	al	que	hoy	en	día
se	considera	el	padre	del	revisionismo	y	uno	de	los	principales	fundadores	de
la	socialdemocracia.	Luxemburg	se	refiere	en	este	prólogo	a	sus	obras	Probleme
des	Sozialismus	(Problemas	del	socialismo)	y	Die	Voraussetzungen	des
Sozialismus	und	die	Aufgaben	der	Sozialdemokratie	(Las	premisas	del
socialismo	y	las	tareas	de	la	socialdemocracia,	1899).	[A	menos	que	se	exprese
otra	autoría,	esta	nota,	al	igual	que	todas	las	siguientes,	es	de	la	traductora].
[2]	La	cita	es	de	su	obra	Der	Kampf	der	Sozialdemokratie	und	die	Revolution
der	Gesellschaft	(La	lucha	de	la	socialdemocracia	y	la	revolución	de	la	sociedad,
1897-1898).	Bernstein	no	veía	las	ventajas	de	una	lucha	política	de	la	clase
obrera,	sino	que,	en	su	opinión,	bastaba	con	luchar	cada	día	un	poco	por	las
mejoras	económicas,	de	manera	que	abandonaba	el	objetivo	final	socialista:	la
conquista	del	poder	político	por	el	proletariado.	De	ahí	esta	afirmación	de	que	no
importa	el	fin,	sino	solo	el	movimiento.
PRIMERA	PARTE
[3]
[3]	El	texto	incluye	dos	series	de	artículos	que	Luxemburg	escribió	refutando	las
teorías	revisionistas	que	Bernstein	publicó	entre	1896	y	1898,	con	las	que
establecía	una	delimitación	estricta	entre	las	clases	sociales	al	tiempo	que
diferenciaba	entre	la	sociedad	capitalista	y	la	socialista	de	manera	absoluta	y
defendía	un	Estado	que	debía	constituirse	por	encima	de	las	clases.	La	autora
preparó	dos	ediciones	de	esta	obra,	una	en	1900	y	otra	en	1908.	En	esta	última
introdujo	algunos	cambios	derivados	de	sus	propias	experiencias,	sobre	todo	en
lo	relativo	a	las	crisis	económicas,	y	eliminó	los	pasajes	en	los	que	hacía
referencia	a	la	exclusión	de	los	reformistas.	Es	en	esta	segunda	edición	en	la	que
nos	hemos	basado	para	la	presente	traducción.
1
EL	MÉTODO	OPORTUNISTA
Si,	en	el	cerebro	humano,	las	teorías	son	reflejos	de	las	manifestaciones	del
mundo	exterior,	a	la	vista	de	la	teoría	de	Eduard	Bernstein	habría	que	añadir	que
a	veces	son	reflejos	invertidos.	¡Una	teoría	de	la	introducción	del	socialismo	a
través	de	reformas	sociales,	después	del	estancamiento	definitivo	de	la	reforma
social	alemana,[4]	del	control	del	proceso	de	producción	por	parte	de	los
sindicatos,	después	de	la	derrota	de	los	ingenieros	ingleses,[5]	de	la	mayoría
parlamentaria	socialdemócrata,	después	de	la	revisión	de	la	Constitución
sajona[6]	y	de	los	atentados	contra	el	sufragio	universal![7]	Solo	que	lo	esencial
de	los	planteamientos	de	Bernstein	no	está,	a	nuestro	modo	de	ver,	en	sus
opiniones	sobre	las	tareas	prácticas	de	la	socialdemocracia,	sino	en	lo	que	dice
acerca	del	proceso	objetivo	de	evolución	de	la	sociedad	capitalista,	hecho	con	el
que	sus	opiniones	están	en	muy	estrecha	relación.
Según	Bernstein	cada	vez	resulta	más	improbable	un	desmoronamiento	general
del	capitalismo	y	de	su	proceso	de	evolución,	porque	el	sistema	capitalista,	por
un	lado,	muestra	siempre	mayor	capacidad	de	adaptación;	por	otro,	la
producción	se	diferencia	cada	vez	más.	La	capacidad	de	adaptación	del
capitalismo	se	manifiesta,	según	Bernstein,	en	primer	lugar	en	la	desaparición	de
las	crisis	generalizadas	debido	al	desarrollo	del	sistema	crediticio,	de	las
asociaciones	de	empresas	y	de	los	medios	de	transporte	y	los	servicios	de
información;	en	segundo,	en	la	tenacidad	de	la	clase	media	como	consecuencia
de	la	continua	diferenciación	de	las	ramas	de	producción,	así	como	del	acceso	de
grandes	capas	del	proletariado	a	la	clase	media;	en	tercero,	finalmente,	en	la
mejora	política	de	la	situación	del	proletariado	como	resultado	de	la	lucha
sindical.
Para	la	lucha	práctica	de	la	socialdemocracia	resulta	de	ello	la	advertencia
generalizada	de	que	su	actividad	no	ha	de	orientarse	hacia	la	toma	del	poder
político	del	Estado,	sino	hacia	la	mejora	de	la	situación	de	la	clase	obrera	y	hacia
la	introducción	del	socialismo,	no	por	medio	de	una	crisis	política	y	social,	sino
por	medio	de	la	aplicación	progresiva	del	principio	cooperativista.
El	propio	Bernstein	no	ve	nada	nuevo	en	sus	planteamientos,	más	bien	piensa
que	coinciden	tanto	con	algunas	observaciones	de	Marx	y	Engels	como	con	la
tendencia	general	hasta	ahora	de	la	socialdemocracia.	Entretanto,	a	nuestro	modo
de	ver,	será	difícil	negar	que	la	concepción	de	Bernstein	está	de	hecho	en
contradicción	absoluta	con	el	ideario	del	socialismo	científico.
Si	toda	la	revisión	de	Bernstein	se	resumiera	en	que	el	transcurso	del	desarrollo
del	capitalismo	es	mucho	más	lento	de	lo	que	uno	se	ha	acostumbrado	a	suponer,
esto,	de	hecho,	no	significaría	más	que	un	aplazamiento	de	la	toma	del	poder
político,	hasta	ahora	supuesta,	por	parte	del	proletariado,	de	lo	que	podría
derivarse	en	la	práctica	un	compás	de	lucha	más	lento.	Pero	no	es	este	el	caso.
Lo	que	Bernstein	ha	cuestionado	no	es	la	rapidez	del	desarrollo,	sino	elproceso
mismo	de	desarrollo	de	la	sociedad	capitalista	y,	en	relación	con	ello,	el	paso	al
orden	socialista.
Si	la	teoría	socialista	ha	supuesto	hasta	ahora	que	el	punto	de	partida	de	la
transformación	socialista	sería	una	crisis	generalizada	y	destructora,	a	nuestro
modo	de	ver	hay	que	diferenciar	dos	tipos:	la	idea	básica	que	encierra	y	su	forma
externa.
La	idea	consiste	en	suponer	que	el	orden	capitalista,	por	la	fuerza	de	sus	propias
contradicciones,	generará	el	momento	en	que	se	desarticulará,	en	que	será
sencillamente	imposible.	El	hecho	de	que	uno	se	imaginara	ese	momento	en
forma	de	una	crisis	comercial	estremecedora	y	generalizada	seguro	que	tenía	sus
buenos	motivos,	pero	no	por	ello	deja	de	ser	menos	insustancial	y	secundaria	en
relación	con	la	idea	principal.
Porque	es	sabido	que	el	argumento	científico	del	socialismo	se	apoya	en	tres
resultados	de	la	evolución	del	capitalismo:	principalmente	en	la	creciente
anarquía	de	la	economía	capitalista,	que	hace	de	su	declive	un	resultado
irremediable;	en	segundo	lugar,	en	la	progresiva	socialización	de	del	proceso	de
producción,	que	genera	las	bases	positivas	del	futuro	orden	social,	y,	en	tercero,
en	la	creciente	organización	y	conciencia	de	clase	del	proletariado,	que
constituye	el	factor	activo	de	la	transformación	que	se	avecina.
Es	el	primero	de	los	denominados	pilares	básicos	del	socialismo	científico	el	que
Bernstein	deja	a	un	lado	al	afirmar	que	el	desarrollo	capitalista	no	camina	hacia
un	crac	económico	general.
Pero	con	ello	no	solo	desecha	la	forma	concreta	del	declive	capitalista,	sino	ese
declive	en	sí.	Afirma	expresamente:
Ahora	podría	objetarse	que,	cuando	se	habla	del	colapso	de	la	sociedad	actual	se
tiene	más	en	el	punto	de	mira	una	crisis	comercial	generalizada	y	más	fuerte	que
las	anteriores,	esto	es,	un	colapso	total	del	sistema	capitalista	debido	a	sus
propias	contradicciones.
Y	a	ello	responde:
Que	al	mismo	tiempo	se	aproxime	un	colapso	total	del	actual	sistema	de
producción	no	resulta	probable	gracias	al	desarrollo	progresivo,	sino	más	bien
improbable,	porque	este,	por	un	lado,	aumenta	la	capacidad	de	adaptación;	por
otro,	o,	mejor	dicho,	al	mismo	tiempo,	la	diferenciación	de	la	industria.[8]
Pero	luego	surge	una	importante	cuestión:	¿cómo	y	por	qué	aun	con	todo
llegamos	al	objetivo	final	de	nuestros	propósitos?	Desde	el	punto	de	vista	del
socialismo	científico	la	necesidad	histórica	de	la	transformación	socialista	se
manifiesta	sobre	todo	en	la	creciente	anarquía	del	sistema	capitalista,	que	se
mete	en	un	callejón	sin	salida.	Si,	no	obstante,	suponemos	con	Bernstein	que	la
evolución	del	capitalismo	no	se	dirige	hacia	su	propia	destrucción,	entonces	el
socialismo	deja	de	ser	objetivamente	necesario.	Así	pues,	de	los	pilares
fundamentales	de	su	fundamentación	científica	quedan	tan	solo	los	otros	dos
resultados	del	orden	capitalista:	el	proceso	de	producción	socializada	y	la
conciencia	de	clase	del	proletariado.	Esto	también	lo	considera	Bernstein	cuando
dice:
El	ideario	socialista	no	pierde	en	nada	su	fuerza	de	convicción	[al	dejar	al
margen	la	teoría	del	colapso	(N.	de	la	A.)].	Pues,	visto	en	detalle,	¿qué	son	todos
esos	factores	que	hemos	enumerado	para	erradicar	o	modificar	las	viejas	crisis?
Todo	son	cosas	que	representan	a	la	vez	presupuestos	y,	en	parte,	incluso
principios	de	socialización	de	la	producción	y	el	intercambio.[9]
Entretanto,	basta	con	considerarlo	brevemente	para	que	se	demuestre	que	esta
también	es	una	conclusión	errónea.	¿En	qué	radica	la	importancia	de	los
síntomas	denominados	por	Bernstein	como	medios	capitalistas	de	adaptación:
los	cárteles,	el	crédito,	los	medios	de	transporte	perfeccionados,	la	mejora	de	la
clase	trabajadora,	etc.?	Evidentemente	en	el	hecho	de	que	eliminan	o,	al	menos,
disminuyen	las	contradicciones	internas	de	la	economía	capitalista,	de	que	evitan
su	evolución	y	su	agravamiento.	De	este	modo,	eliminar	las	crisis	supondría
erradicar	la	contradicción	entre	producción	e	intercambio	en	base	capitalista,
supondría	mejorar	la	situación	de	la	clase	trabajadora	en	parte	dejándola	como
tal,	en	parte	elevándola	a	la	clase	media,	el	silenciamiento	de	la	contradicción
entre	capital	y	trabajo.	En	tanto	que	con	eso	los	cárteles,	el	sistema	crediticio,	los
sindicatos,	etc.,	erradican	las	contradicciones	capitalistas,	esto	es,	salvan	de	su
declive	el	sistema	capitalista	y	conservan	el	capitalismo	(por	eso	Bernstein	los
denomina	«medios	de	adaptación»),	¿cómo	pueden	representar	a	un	tiempo	otros
tantos	«presupuestos	y,	en	parte,	incluso	planteamientos»	del	socialismo?
Evidentemente	tan	solo	en	el	sentido	en	que	expresan	con	más	fuerza	el	carácter
social.	Pero,	en	tanto	que	lo	conservan	en	su	forma	capitalista,	hacen	que,	por	el
contrario,	el	paso	de	esa	producción	socializada	a	la	forma	socialista	resulte
superfluo	en	la	misma	medida.	De	ahí	que	representen	los	planteamientos	y	los
presupuestos	del	orden	socialista	únicamente	en	sentido	conceptual,	no	histórico,
es	decir,	fenómenos	de	los	que,	debido	a	nuestra	idea	del	socialismo,	sabemos
que	le	son	afines,	pero	que,	en	realidad,	no	solo	no	conllevan	la	transformación
socialista,	sino	que	más	bien	la	hacen	superflua.	Entonces	no	queda	como
fundamento	del	socialismo	más	que	la	conciencia	de	clase	del	proletariado.	Pero,
dado	el	caso,	tampoco	esta	es	el	simple	reflejo	mental	de	las	contradicciones	del
capitalismo,	cada	vez	más	acusadas,	y	el	declive	que	le	acecha	(y	que	se	evita
gracias	a	los	medios	de	adaptación),	sino	un	mero	ideal,	cuya	fuerza	de
convicción	radica	en	todas	las	perfecciones	que	le	atribuimos.
En	resumen:	lo	que	nos	llega	por	ese	camino	es	una	justificación	del	programa
socialista	por	el	«puro	conocimiento»,	lo	que	significa,	dicho	sencillamente,	una
justificación	idealista,	mientras	que	la	necesidad	objetiva,	esto	es,	la	justificación
debida	al	proceso	de	desarrollo	social	y	material,	queda	erradicada.	La	teoría
revisionista	se	encuentra	ante	un	dilema.	O	bien	la	revolución	socialista	surge,
igual	que	antes,	de	las	contradicciones	internas	del	orden	capitalista,	y	entonces,
con	este	orden,	se	desarrollan	también	sus	contradicciones,	de	manera	que	un
colapso,	sea	de	la	forma	que	sea,	resulta	una	consecuencia	inevitable	en
cualquier	momento,	aunque	entonces	los	«medios	de	adaptación»	resultan
inútiles	y	la	teoría	del	colapso	cierta,	o	bien	los	medios	de	adaptación	son
auténticamente	capaces	de	evitar	un	colapso	del	sistema	capitalista,	esto	es,	de
hacer	al	capitalismo	capaz	de	existir,	de	erradicar	sus	contradicciones,	de	modo
que	el	socialismo	dejará	de	ser	una	necesidad	histórica	para	ser	entonces	todo	lo
que	se	quiera,	excepto	el	resultado	del	desarrollo	material	de	la	sociedad.	Este
dilema	desemboca	en	otro:	el	revisionismo,	o	bien	tiene	razón	en	lo	referente	al
curso	del	desarrollo	capitalista	y	entonces	la	configuración	socialista	de	la
sociedad	se	transforma	en	una	utopía,	o	el	socialismo	no	es	una	utopía,	pero
entonces	la	teoría	de	los	«medios	de	adaptación»	no	tiene	fundamento.	That	is
the	question,	esa	es	la	cuestión.
[4]	El	industrial	amigo	del	emperador	Guillermo	II	y	fundador	del	Partido	del
Imperio	Alemán	(Deutsche	Reichspartei)	Karl	Freiherr	von	Stumm	(1836-1901)
y	el	Secretario	de	Estado	y	vicecanciller	Arthur	Graf	von	Possadowsky-Wehner
(1845-1932)	combatieron	ferozmente	la	actividad	de	los	sindicatos	y	de	la
socialdemocracia	con	la	violencia	más	brutal	a	fin	de	someter	a	la	clase	obrera.
[5]	Entre	julio	de	1897	y	enero	de	1898	unos	setenta	mil	trabajadores	ingleses
llevaron	a	cabo	una	larga	huelga	con	la	que	pretendían	conseguir	la	reducción	de
la	jornada	laboral	a	ocho	horas	diarias.	A	pesar	de	las	manifestaciones	de
solidaridad	por	parte	de	movimientos	obreros	tanto	ingleses	como	alemanes,	la
huelga	terminó	en	un	fracaso	absoluto.
[6]	El	27	de	marzo	de	1896	se	introdujo	en	Sajonia	el	sistema	prusiano	de
sufragio	de	tres	clases,	contra	el	que	había	habido	manifestaciones	masivas	a
mediados	de	diciembre	de	1895.
[7]	En	su	calidad	de	secretario	de	Estado,	el	conde	Possadowsky	envió	un	escritoprivado	a	los	Gobiernos	de	los	diferentes	Estados	alemanes	en	el	que	proponía
una	serie	de	medidas	legales	para	abolir	el	derecho	de	huelga	y	la	libertad	de
coalición.	La	socialdemocracia	alemana	logró	hacerse	con	el	documento	y	lo
hizo	público	el	15	de	enero	de	1898.	El	6	de	septiembre	el	emperador	Guillermo
II	anunció	en	un	discurso	las	disposiciones	legales	previstas	para	1899,	el	último
intento	por	detener	el	ascenso	de	la	socialdemocracia	y	el	poder	de	los
sindicatos.
[8]	Ambos	fragmentos	publicados	en	Die	Neue	Zeit,	n.º	18,	p.	555.
[9]	Ibid.,	p.	554.
2
ADAPTACIÓN	DEL	CAPITALISMO
Los	medios	más	importantes	que,	según	Bernstein,	provocan	la	adaptación	de	la
economía	capitalista	son	el	sistema	crediticio,	la	mejora	de	los	medios	de
comunicación	y	las	asociaciones	empresariales.
Empezando	por	el	crédito,	este	cumple	funciones	muy	diversas	en	la	sociedad
capitalista,	pero	es	sabido	que	la	más	importante	consiste	en	el	aumento	de	la
capacidad	expansiva	de	la	producción	y	en	mediar	y	facilitar	el	intercambio.	Allí
donde	la	tendencia	intrínseca	de	la	producción	capitalista	a	la	expansión	sin
límites	choca	con	las	barreras	de	la	propiedad	privada,	con	el	ámbito	limitado	del
capital	privado,	el	crédito	se	convierte	en	el	medio	para	superar	estas	barreras	de
manera	capitalista,	fundiendo	en	uno	solo	muchos	capitales	privados	(sociedad
de	acciones)	y	permitiendo	a	un	capitalista	disponer	de	capital	ajeno	(crédito
industrial).	Por	otro	lado,	como	crédito	comercial,	acelera	el	intercambio	de
mercancías,	es	decir,	el	retorno	del	capital	a	la	producción	o,	lo	que	es	lo	mismo,
todo	el	ciclo	del	proceso	de	producción.	Es	fácil	no	ver	el	efecto	que	estas	dos
importantes	funciones	del	crédito	tienen	en	la	generación	de	una	crisis.	Si	las
crisis,	como	es	sabido,	surgen	de	la	contradicción	entre	la	capacidad	de
expansión,	la	tendencia	a	la	expansión	de	la	producción	y	la	capacidad	limitada
de	consumo,	el	crédito	es	justamente,	después	del	antes	mencionado,	el	medio
más	adecuado	para	que	esta	contradicción	se	manifieste	con	la	mayor	frecuencia
posible.	Ante	todo	aumenta	la	capacidad	expansiva	de	la	producción	hasta
niveles	tremendos	y	constituye	la	fuerza	interna	que	lo	empuja	a	saltar
continuamente	los	límites	del	mercado.	Pero	actúa	en	dos	frentes.	Si	como	factor
del	proceso	de	producción	ya	ha	provocado	una	superproducción,	entonces,
durante	la	crisis,	en	su	calidad	de	mediador	del	intercambio	de	mercancías,
destruirá	con	mucho	más	ahínco	las	fuerzas	productivas	a	las	que	él	mismo	ha
dado	vida.	Al	primer	síntoma	de	estancamiento	el	crédito	se	encoge,	deja	al
intercambio	en	la	estacada	allí	donde	sería	necesario,	se	demuestra	como
inefectivo	y	carente	de	objetivos	allí	donde	aún	se	ofrece	y,	de	ese	modo,	durante
la	crisis	reduce	al	mínimo	la	capacidad	de	consumo.
Aparte	de	estos	dos	importantísimos	resultados,	el	crédito	tiene	efectos	muy
diversos	en	lo	que	se	refiere	a	la	generación	de	crisis.	No	solo	ofrece	el	recurso
técnico	para	que	un	capitalista	pueda	disponer	de	capitales	ajenos,	sino	que	al
mismo	tiempo	se	convierte	para	él	en	el	acicate	para	utilizar	de	forma	audaz	y
desconsiderada	la	propiedad	ajena,	es	decir,	para	especulaciones	temerarias.
Como	el	medio	pérfido	de	intercambio	de	mercancías	que	es,	no	solo	agudiza	la
crisis,	sino	que	facilita	su	llegada	y	su	difusión,	en	tanto	que	transforma	todo	el
intercambio	en	una	maquinaria	extremadamente	complicada	y	artificial	con	un
mínimo	de	dinero	metálico	como	base	real,	y	provoca	su	interrupción	por	la	más
mínima	causa.
De	este	modo	el	crédito,	muy	lejos	de	ser	un	medio	para	erradicar	o	al	menos
suavizar	las	crisis,	es,	por	el	contrario,	un	factor	de	generación	particularmente
importante.	Y	eso	tampoco	puede	ser	de	otro	modo.	La	función	específica	del
crédito	(dicho	de	manera	muy	general)	no	es	otra	que	desterrar	lo	que	quede	de
sólido	en	todas	las	relaciones	capitalistas	y	dotar	a	todo	de	la	mayor	flexibilidad
posible,	haciendo	que	todas	las	fuerzas	capitalistas	sean	extensibles,	relativas	y
sensibles	en	grado	sumo.	Es	evidente	que	con	ello	las	crisis,	que	no	son	otra	cosa
más	que	el	choque	periódico	de	las	fuerzas	antagónicas	de	la	economía
capitalista,	solo	pueden	aliviarse	o	agudizarse.
Pero	esto,	a	su	vez,	nos	conduce	a	otra	cuestión:	cómo	el	crédito	puede
manifestarse	como	un	«medio	de	adaptación»	del	capitalismo.	Sea	cual	sea	la
relación	y	la	forma	en	que	se	imagina	siempre	esta	«adaptación»	con	ayuda	del
crédito,	es	evidente	que	su	esencia	solo	puede	consistir	en	que	cualquier	relación
antagónica	de	la	economía	capitalista	quede	compensada,	cualquiera	de	sus
contradicciones	erradicada	o	silenciada	y	a	las	fuerzas	oprimidas	se	les	otorgue,
de	ese	modo,	libre	espacio	de	actuación	sobre	cualquier	cuestión.	Si	en	la	actual
economía	capitalista	hay	un	medio	que	aumente	todas	sus	contradicciones	hasta
el	máximo,	ese	es	justamente	el	crédito.	Aumenta	el	antagonismo	entre	modo	de
producción	y	modo	de	intercambio,	en	tanto	que	tensa	la	producción	hasta	el
máximo,	pero	paraliza	el	intercambio	a	la	mínima	ocasión.	Aumenta	el
antagonismo	entre	forma	de	producción	y	de	apropiación,	en	tanto	que	separa
producción	de	propiedad,	en	tanto	que	transforma	el	capital	de	la	producción	en
un	capital	social,	aunque	una	parte	del	beneficio	adquiera	la	forma	de	intereses
del	capital,	es	decir,	en	un	auténtico	título	de	propiedad.	Aumenta	el
antagonismo	entre	la	propiedad	y	los	modos	de	producción,	en	tanto	que	reúne
inmensas	fuerzas	productivas	en	unas	pocas	manos	gracias	a	la	expropiación	de
muchos	pequeños	capitalistas.	Aumenta	el	antagonismo	entre	el	carácter	social	y
la	producción	y	la	propiedad	privada	capitalista,	en	tanto	que	hace	necesaria	la
intervención	del	Estado	en	la	producción	(sociedad	de	acciones).
En	resumen,	el	crédito	reproduce	todos	los	antagonismos	cardinales	del	mundo
capitalista,	los	lleva	hasta	el	extremo	y	acelera	el	paso	por	el	que	este	se	apresura
hacia	su	propia	destrucción	(el	colapso).	El	primer	medio	de	adaptación	para	el
capitalismo	en	lo	referente	al	crédito	debería	consistir	por	tanto	en	abolir	el
crédito,	anularlo.	Tal	como	es,	no	constituye	un	medio	de	adaptación,	sino	de
destrucción,	de	sumo	efecto	revolucionario.	No	obstante,	este	carácter
revolucionario,	que	va	más	allá	del	capitalismo	en	sí,	ha	inducido	incluso	a	unos
planes	de	reforma	de	tinte	socialista,	y	ha	hecho	aparecer	a	grandes
representantes	del	crédito,	como	Isaac	Péreire[10]	en	Francia,	mitad	como
profetas,	mitad	como	canallas,	tal	como	dice	Marx.
Igual	de	débil	se	ve	el	segundo	«medio	de	adaptación»	de	la	producción
capitalista	si	se	observa	de	cerca:	las	asociaciones	empresariales.[11]	Según
Bernstein,	deben	poner	freno	a	la	anarquía	y	evitar	las	crisis	regulando	la
producción.	Claro	que	el	desarrollo	de	los	cárteles	y	los	trust	es	un	fenómeno
aún	sin	investigar	en	sus	múltiples	efectos	económicos.	Constituye	un	problema
que	solo	puede	solucionarse	de	la	mano	de	la	doctrina	marxista.	En	cualquier
caso	está	claro	que	solo	podría	hablarse	de	una	contención	de	la	anarquía
capitalista	en	la	medida	en	que	los	cárteles,	trust,	etc.,	empezaran	a	convertirse
en	una	forma	de	producción	dominante,	generalizada.	Pero	precisamente	esto
queda	excluido	por	la	naturaleza	propia	del	cártel.	El	único	fin	económico,	así
como	la	eficacia	de	las	asociaciones	empresariales,	consiste	en	influir	en	la
distribución	de	la	masa	de	beneficios	que	se	consigue	en	el	mercado	de
productos	excluyendo	a	la	competencia	en	el	ámbito	de	una	rama	concreta,	de
manera	que	aumente	con	ello	la	parte	de	los	beneficios	de	esa	rama	de	la
industria.	En	cualquier	rama	de	la	industria	una	organización	solo	puede	tener
beneficios	a	costa	de	otras	y,	por	eso,	no	puede	generalizarse	en	modo	alguno.
Ampliada	a	todas	las	ramas	más	importantes	de	la	producción,	neutralizaría	su
propia	influencia.
Pero	también	en	los	límites	de	su	aplicación	práctica	las	asociaciones	de
empresarios	influyen	precisamente	de	manera	contraria	en	la	erradicación	de	la
anarquía	industrial.	Los	cárteles	persiguen	por	logeneral	el	mencionado
aumento	de	los	beneficios	en	el	mercado	interno	produciendo	para	el	extranjero
las	partes	de	capital	que	no	pueden	emplear	para	las	necesidades	internas	con
unos	beneficios	más	bajos,	es	decir,	vendiendo	sus	mercancías	en	el	extranjero
mucho	más	baratas	que	en	el	propio	país.	El	resultado	es	la	competencia	más
acentuada	en	el	extranjero,	el	aumento	de	la	anarquía	en	el	mercado	mundial,	es
decir,	precisamente	lo	contrario	de	lo	que	se	pretende.	Un	ejemplo	de	ello	nos	lo
da	la	industria	azucarera	internacional.
Finalmente,	como	forma	en	la	que	se	manifiesta	de	manera	conjunta	el	modo	de
producción	capitalista,	las	asociaciones	empresariales	pueden	concebirse	solo
como	una	fase	de	transición,	como	una	determinada	fase	del	desarrollo
capitalista.	¡En	efecto!	Visto	en	último	extremo,	los	cárteles	son,	en	realidad,	un
vehículo	de	la	forma	de	producción	capitalista	para	frenar	la	fatídica	caída	de
beneficios	en	determinadas	ramas	de	la	producción.	Pero	¿cuál	es	el	método	del
que	se	sirven	los	cárteles	a	este	fin?	En	el	fondo	no	es	otro	que	el	de	dejar	parada
una	parte	del	capital	acumulado,	es	decir,	el	mismo	método	que	se	aplica	en	las
crisis	de	diferente	forma.	Pero	un	remedio	tal	se	asemeja	a	la	enfermedad	como
un	huevo	a	otro	huevo,	y	solo	hasta	cierto	punto	puede	considerarse	como	el	mal
menor.	Si	el	mercado	de	consumo	empieza	a	constreñirse	porque	el	mercado
mundial	está	saturado	y	agotado	hasta	el	extremo	por	la	competencia	de	los
países	capitalistas	(y	que	este	momento	llegará	tarde	o	temprano	es	algo	que,
evidentemente,	no	puede	negarse),	entonces	el	capital	parado,	en	parte	de	forma
obligada,	adquiere	tales	proporciones	que	la	misma	medicina	se	transforma	en
enfermedad	y	el	capital	ya	bien	socializado	por	la	organización	se	transforma	en
capital	privado.	Ante	las	escasas	posibilidades	de	encontrar	para	sí	un	mínimo
lugar	en	el	mercado	de	consumo,	cada	porción	de	capital	privado	prefiere	probar
suerte	por	sí	misma.	Las	organizaciones	entonces	estallarán	y	volverán	a	dejar
sitio	a	la	libre	competencia	de	forma	potenciada.[12]
Así	pues,	los	cárteles,	al	igual	que	el	crédito,	se	manifiestan	como	determinadas
fases	de	desarrollo	que,	en	último	término,	no	hacen	más	que	aumentar	la
anarquía	del	mundo	capitalista	poniendo	de	manifiesto	y	madurando	todas	sus
contradicciones	internas.	Acentúan	el	antagonismo	entre	el	modo	de	producción
y	el	modo	de	intercambio,	llevando	al	límite	la	lucha	entre	los	productores	y	los
consumidores,	tal	como	lo	vemos	en	particular	en	los	Estados	Unidos	de
América.	Es	más,	acentúan	la	contradicción	entre	los	medios	de	producción	y	de
apropiación	enfrentando	de	forma	brutal	a	los	obreros	con	la	supremacía	del
capital	organizado	y	aumentando	así	la	oposición	entre	capital	y	trabajo.
Finalmente	acentúa	el	antagonismo	entre	el	carácter	internacional	de	la
economía	mundial	capitalista	y	el	carácter	nacional	del	Estado	capitalista	al	tener
como	efecto	colateral	una	guerra	aduanera	generalizada	y	llevar	así	hasta	el
extremo	las	contrariedades	entre	los	diferentes	Estados	capitalistas.	A	esto	hay
que	añadir	el	efecto	directo,	extremadamente	revolucionario	de	los	cárteles	sobre
la	concentración	de	la	producción,	el	perfeccionamiento	técnico,	etc.
De	este	modo,	los	cárteles	y	trust,	con	su	efecto	final	sobre	la	economía
capitalista,	no	solo	no	se	manifiestan	como	un	«medio	de	adaptación»	que	diluye
sus	contradicciones,	sino	precisamente	como	uno	de	los	medios	que	ellos
mismos	han	creado	para	aumentar	la	propia	anarquía,	para	dirimir	sus	propias
contradicciones	internas,	para	acelerar	el	propio	declive.
Pero	si	el	sistema	crediticio,	los	cárteles	y	similares	no	pueden	acabar	con	la
anarquía	de	la	economía	capitalista,	¿cómo	es	posible	que	durante	dos	décadas
(desde	1873)	no	hayamos	tenido	ninguna	crisis	global?	¿No	es	esto	una	señal	de
que	el	modo	de	producción	capitalista,	al	menos	en	la	cuestión	fundamental,	se
«adapta»	en	efecto	a	las	necesidades	de	la	sociedad	y	ha	superado	el	análisis	de
Marx?	La	respuesta	no	tardó	en	llegar.	En	1898,	apenas	acababa	Bernstein	de
hacer	chatarra	con	la	teoría	marxista	de	las	crisis,	cuando	en	el	año	1900	dio
comienzo	una	tremenda	crisis	global,	y	siete	años	más	tarde,	en	1907,	invadió	el
mercado	mundial	una	nueva	crisis	procedente	de	los	Estados	Unidos.	De	ese
modo,	con	hechos	que	hablaban	por	sí	solos,	quedó	erradicada	la	teoría	de	la
«adaptación»	del	capitalismo.	Al	mismo	tiempo	se	demostró	con	ello	que
quienes	habían	dado	de	lado	la	teoría	marxista	de	las	crisis	solo	porque	había
fallado	en	dos	supuestos	«plazos	de	vencimiento»,	confundían	el	núcleo	de	esta
teoría	con	un	detalle	externo	e	irrelevante:	el	ciclo	de	diez	años.	Pero	la
formulación	de	la	corriente	de	la	moderna	industria	capitalista	como	un	periodo
de	diez	años	fue	para	Marx	y	Engels,	durante	los	años	sesenta	y	setenta,	una
sencilla	constatación	de	los	hechos	que,	por	su	parte,	no	se	basaban	en	una	serie
de	circunstancias	históricas	concretas,	que	estaban	en	relación	con	la	expansión,
a	tropezones,	del	joven	capitalismo.
En	efecto,	la	crisis	de	1825	fue	resultado	de	las	grandes	inversiones	en	la
construcción	de	carreteras,	canales	y	gaseoductos,	que	se	habían	llevado	a	cabo
durante	la	década	anterior,	sobre	todo	en	Inglaterra,	igual	que	la	crisis	misma.	La
crisis	siguiente	de	1836	a	1839	fue	igualmente	un	resultado	de	obras	colosales	al
invertir	en	nuevos	medios	de	transporte.	La	crisis	de	1847	fue	ocasionada,	como
es	sabido,	por	la	fiebre	de	obras	ferroviarias	inglesas	(1844-1847,	es	decir,	¡solo
en	tres	años	el	parlamento	otorgó	concesiones	para	nuevos	ferrocarriles	por	valor
de	1.500	millones	de	táleros!).	En	estos	tres	casos	se	trata,	pues,	de	diferentes
formas	de	nueva	constitución	de	la	economía	del	capital,	del	establecimiento	de
nuevos	fundamentos	para	el	desarrollo	capitalista	que	las	crisis	trajeron	consigo.
En	el	año	1857	fue	la	repentina	apertura	de	nuevos	mercados	de	consumo	en
América	y	Australia	como	consecuencia	del	descubrimiento	de	minas	de	oro;	en
Francia,	en	particular,	la	construcción	de	ferrocarriles,	en	la	que	se	siguió	el
ejemplo	de	Inglaterra	(entre	1852	y	1856	se	construyeron	en	Francia	nuevos
ferrocarriles	por	un	valor	de	1.250	millones	de	francos).	Finalmente,	la	gran
crisis	de	1873[13]	fue,	como	es	sabido,	una	consecuencia	directa	de	la	nueva
Constitución,	de	la	primera	ofensiva	de	la	gran	industria	en	Alemania	y	en
Austria,	que	siguió	a	los	acontecimientos	políticos	de	1866[14]	y	1871.[15]
Así	pues,	en	todas	estas	ocasiones	ha	sido	la	súbita	ampliación	del	terreno	de	la
economía	capitalista	y	no	la	apropiación	de	su	ámbito	de	actuación,	no	su
agotamiento,	lo	que	hasta	ahora	ha	propiciado	que	surgieran	estas	crisis
comerciales.	El	hecho	de	que	esas	crisis	internacionales	se	repitan	justamente
cada	diez	años	es	en	sí	una	manifestación	puramente	externa,	casual.	El	esquema
marxista	sobre	la	generación	de	crisis,	tal	como	lo	han	expuesto	Engels	en	el
Anti-Dühring	y	Marx	en	los	volúmenes	primero	y	tercero	de	El	capital,	puede
aplicarse	a	todas	las	crisis	en	tanto	que,	al	poner	al	descubierto	sus	mecanismos
internos	y	sus	causas	generales	y	más	profundas,	estas	crisis	pueden	repetirse
cada	diez,	cada	cinco	o,	alternativamente,	cada	veinte	y	cada	ocho	años.	Pero	lo
que	convierte	la	teoría	de	Bernstein	en	incuestionablemente	ineficaz	es	el	hecho
de	que	la	crisis	más	reciente,	la	de	los	años	1907	y	1908,	se	manifestó	con	más
fuerza	en	el	país	en	el	que	los	famosos	«medios	de	adaptación»	del	crédito,	de
los	servicios	de	noticias	y	los	trust	están	mejor	formados.
En	general,	la	idea	de	que	la	producción	capitalista	podría	«adaptarse»	al
intercambio,	presupone	una	de	las	dos:	o	bien	que	el	mercado	mundial	crezca
ilimitadamente	y	hasta	el	infinito	o,	por	el	contrario,	que	las	fuerzas	productivas
se	frenen	en	su	crecimiento,	para	que	no	salten	los	límites	del	mercado.	Lo
primero	es	una	imposibilidad	física;	a	lo	último	se	opone	el	hecho	de	que	a	cada
paso	tienen	lugar	transformaciones	técnicas	y	despiertan	cada	día	nuevas
fuerzas.Según	Bernstein,	otra	manifestación	contradice	el	curso	señalado	de	los	asuntos
capitalistas:	la	«falange	casi	inamovible»	de	la	mediana	empresa	a	la	que	este
hace	referencia.	Ve	en	ello	una	señal	de	que	el	desarrollo	de	la	gran	industria	no
tiene	un	efecto	tan	revolucionario	y	concentrado	como	podría	haberse	esperado
de	la	«teoría	del	colapso».	Solo	que	también	aquí	sería	víctima	de	su	propia
confusión.	De	hecho,	se	concebiría	de	manera	completamente	errónea	el
desarrollo	de	la	gran	industria	si	se	esperase	que	la	mediana	empresa
desapareciera	progresivamente	de	la	superficie.
En	el	curso	general	del	desarrollo	capitalista,	los	pequeños	capitales
desempeñan,	según	las	ideas	de	Marx,	el	papel	de	pioneros	de	la	revolución
técnica	y,	por	cierto,	en	un	doble	sentido,	tanto	en	relación	con	nuevos	métodos
de	producción	en	ramas	antiguas	y	asentadas,	firmemente	radicadas,	como
también	en	relación	con	la	generación	de	nuevas	ramas	de	producción	aún	no
explotadas	por	grandes	capitales.	Completamente	falsa	es	la	idea	de	que	la
historia	de	la	mediana	empresa	capitalista	se	dirige	en	línea	recta	hasta	el	declive
progresivo.	El	curso	efectivo	de	su	evolución	es	más	bien,	también	aquí,
puramente	dialéctico	y	se	mueve	siempre	entre	contrarios.	La	mediana	empresa
capitalista	se	encuentra	exactamente	igual	que	la	clase	obrera	bajo	el	influjo	de
dos	tendencias	opuestas,	una	que	la	hace	subir	y	otra	que	la	hace	bajar.	La
tendencia	que	la	hace	bajar	es,	dado	el	caso,	el	aumento	constante	de	la	escala	de
niveles	de	la	producción,	que	sobrepasa	periódicamente	el	ámbito	de	los
capitales	medianos	y,	de	ese	modo,	los	expulsa	una	y	otra	vez	de	la	competencia.
La	tendencia	que	la	hace	subir	es	la	desvalorización	periódica	del	capital
existente,	que	hunde	la	escala	de	niveles	de	la	producción	(según	el	valor	del
mínimo	capital	necesario)	una	y	otra	vez	durante	un	tiempo,	así	como	la	entrada
de	la	producción	capitalista	en	nuevas	esferas.	La	lucha	de	la	mediana	empresa
con	el	gran	capital	no	puede	imaginarse	como	una	batalla	regular,	en	la	que	la
tropa	de	la	parte	más	débil	se	va	diezmando	cada	vez	más	directa	y
cuantitativamente,	sino	más	bien	como	una	siega	periódica	de	pequeños
capitales,	que	luego	no	cesan	de	germinar	a	toda	velocidad	para	que	la	guadaña
de	la	gran	industria	vuelva	a	segarlos	de	nuevo.	De	estas	dos	tendencias,	que
juegan	a	la	pelota	con	la	clase	media	capitalista,	la	que	triunfa	en	último	término
(al	contrario	que	la	evolución	de	la	clase	obrera)	es	la	tendencia	a	la	baja.	Pero
esto	no	necesita	en	absoluto	manifestarse	en	una	mengua	numérica	total	de	la
mediana	empresa,	sino,	en	primer	lugar,	en	el	mínimo	de	capital	que	va
aumentando	progresivamente,	necesario	para	que	las	empresas	de	las	viejas
ramas	puedan	subsistir;	en	segundo,	en	el	plazo	de	tiempo	cada	vez	más	breve,
durante	el	cual	los	pequeños	capitales	gozan	de	la	explotación	de	nuevas	ramas
con	total	libertad.	De	ello	resulta	un	plazo	de	vida	cada	vez	más	corto	para	el
pequeño	capital	individual	y	un	cambio	cada	vez	más	rápido	de	los	métodos	de
producción	como	formas	de	inversión	y,	en	general,	un	metabolismo	social	cada
vez	más	acelerado	para	esta	clase.
Esto	último	lo	sabe	muy	bien	Bernstein,	y	él	mismo	lo	afirma.	Pero	lo	que
parece	olvidar	es	que	con	ello	se	articula	la	propia	ley	del	movimiento	de	la
mediana	empresa	capitalista.	Si	los	pequeños	capitales	son,	pues,	la	vanguardia
del	progreso	técnico	y	el	progreso	técnico	es	la	pulsación	vital	de	la	economía
capitalista,	es	evidente	que	los	pequeños	capitales	constituyen	un	fenómeno
inseparable	del	desarrollo	capitalista,	que	solo	puede	desaparecer	con	él.	La
desaparición	gradual	de	las	medianas	empresas	(en	el	sentido	de	la	estadística
sumaria	más	absoluta	de	la	que	habla	Bernstein)	significaría,	no	como	dice
Bernstein,	el	transcurso	de	un	desarrollo	revolucionario	del	capitalismo,	sino
precisamente	al	contrario,	un	estancamiento,	un	adormecimiento	de	este	último:
La	cuota	de	beneficio,	es	decir,	el	aumento	proporcional	de	capital	es,	sobre
todo,	importante	para	todos	los	nuevos	brotes	de	capital	agrupados
autónomamente.	Y,	tan	pronto	como	la	formación	de	capitales	cayera
exclusivamente	en	manos	de	unos	pocos	grandes	capitales	ya	preparados,	el
fuego	avivador	de	la	producción	quedaría	apagado.	Se	adormecería.[16]
[10]	Isaac	Péreire	(1806-1880)	fue	un	financiero	francés,	seguidor	de	Saint-
Simon,	que	desempeñó,	junto	con	su	hermano	Émile,	un	importante	papel	en	el
desarrollo	del	ferrocarril	y	contribuyó	a	la	creación	de	la	Société	Générale	du
Crédit	Mobilier,	con	el	objetivo	principal	de	hacer	competencia	a	la	familia
Rothschild.
[11]	Luxemburg	utiliza	aquí	este	concepto	para	referirse	a	los	cárteles,	trust	y
organizaciones	similares.
[12]	En	una	nota	al	tercer	volumen	de	El	capital	Friedrich	Engels	escribió	en
1894:	«Desde	que	se	escribió	lo	antes	mencionado	[el	primer	volumen]	(1863)	la
competencia	ha	aumentado	significativamente	en	el	mercado	mundial	debido	al
rápido	desarrollo	de	la	industria	en	todos	los	países	cultos,	especialmente	en	los
Estados	Unidos	y	Alemania.	El	hecho	de	que	las	modernas	formas	de
producción,	que	crecen	de	manera	rápida	y	agigantada,	aumenten	día	a	día	las
leyes	del	intercambio	capitalista	de	mercancías,	en	el	marco	de	las	cuales	han	de
moverse,	este	hecho	pesa	hoy	cada	vez	más	en	la	conciencia	de	los	propios
capitalistas.	Ello	se	demuestra	palpablemente	en	dos	síntomas.	Primero,	en	la
nueva	manía	generalizada	de	control	aduanero,	que	se	diferencia	de	la	vieja
política	arancelaria	en	el	hecho	de	que	protege	sobre	todo	los	artículos	aptos	para
la	exportación.	Segundo,	en	los	cárteles	(trust)	de	los	fabricantes	de	esferas	de
producción	muy	amplias	para	regular	la	producción	y,	con	ello,	los	precios	y	los
beneficios.	Naturalmente	estos	experimentos	solo	pueden	llevarse	a	cabo	en	un
clima	económico	relativamente	favorable.	La	primera	tormenta	lo	echará	todo
por	la	borda	y	demostrará	que,	aunque	la	producción	precisa	de	una	regulación,
seguro	que	no	es	la	de	la	clase	capitalista	llamada	a	ello.	Entretanto	esos	cárteles
solo	tienen	la	finalidad	de	cuidarse	de	que	los	grandes	no	se	coman	aún	más
rápido	a	los	pequeños».	(N.	de	la	A.).	Karl	Marx,	El	capital,	vol.	III,	en	Karl
Marx	y	Friedrich	Engels,	Werke,	Berlín:	Dietz,	1964,	vol.	25,	p.	130.
[13]	El	denominado	crac	fundacional	de	1873	supuso	para	Alemania	la	peor
crisis	de	sobreproducción	cíclica	del	siglo	XIX,	originada	como	consecuencia	de
un	desarrollo	desproporcionado	a	favor	de	la	industria	pesada	y	de	armamento	en
medio	de	las	tormentas	del	auge	económico	que	tuvo	lugar	tras	la	unidad	del
Imperio	en	1871	y	la	posterior	fundación	del	Estado	alemán.
[14]	La	derrota	de	Austria	ante	Prusia	por	la	hegemonía	en	Alemania	supuso	una
importante	etapa	en	el	camino	a	la	unificación	del	Imperio	y	tuvo	como
consecuencia	directa	la	constitución	de	la	Alianza	del	Norte	de	Alemania.
[15]	El	18	de	enero	de	1871	fue	proclamado	en	Versalles	el	Imperio	Alemán	y,
con	él,	la	unificación	de	Alemania	bajo	hegemonía	prusiana.	El	rey	de	Prusia,
Guillermo	I,	fue	proclamado	emperador	alemán.	El	nuevo	Estado	nacional	quedó
en	manos	de	las	clases	más	reaccionarias	y	agresivas:	la	nobleza	del	campo	y	la
alta	burguesía.
[16]	Karl	Marx,	El	capital,	p.	269.
3
INTRODUCCIÓN	DEL
SOCIALISMO	A	TRAVÉS
DE	REFORMAS	SOCIALES
Bernstein	repudia	la	«teoría	del	colapso»	como	el	camino	histórico	para	la
realización	de	la	sociedad	socialista.	¿Cuál	es	el	camino	que	conduce	a	ella
desde	el	punto	de	vista	de	la	«teoría	de	la	adaptación	del	capitalismo»?	Bernstein
ha	respondido	a	esta	pregunta	tan	solo	con	insinuaciones;	el	intento	de	definirla
más	detalladamente	en	el	sentido	de	Bernstein	lo	ha	llevado	a	cabo	Konrad
Schmidt.[17]	Según	este,	«la	lucha	sindical	y	la	lucha	política	por	las	reformas
sociales»	posibilitarán	«un	control	social	cada	vez	más	extenso	de	las
condiciones	de	producción»	y	por	medio	de	leyes	«limitará	cada	vez	más	los
derechos	de	los	dueños	del	capital	hasta	reducirlos	cada	vez	más	al	papel	de	un
administrador»	hastaque	finalmente	«el	capitalista,	ya	desgastado,	apartado	de
la	dirección	y	la	administración	de	la	empresa	ve	cómo	su	propiedad	tiene	cada
vez	menos	valor	para	él»,	y	de	ese	modo	se	introduce	definitivamente	la	empresa
social.
Así	pues,	los	sindicatos,	las	reformas	sociales	y	además,	como	añade	Bernstein,
la	democratización	política	del	Estado,	son	los	medios	para	introducir
gradualmente	el	socialismo.
Empezando	por	los	sindicatos,	su	función	más	importante	(y	esto	no	lo	ha
demostrado	nadie	mejor	que	el	propio	Bernstein	en	el	año	1891	en	Die	Neue
Zeit[18])	consiste	en	ser,	del	lado	de	los	trabajadores,	el	medio	por	el	que	hacer
realidad	la	ley	capitalista	del	salario,	es	decir,	la	venta	de	mano	de	obra	según	el
correspondiente	precio	de	mercado.	Para	lo	que	los	sindicatos	sirven	al
proletariado	es	para	aprovechar	para	sí	las	coyunturas	que	ofrece	el	mercado	en
cada	momento.	Pero	esas	coyunturas,	esto	es,	por	un	lado	la	demanda	de	mano
de	obra	condicionada	por	el	estado	de	la	producción,	por	otro	la	oferta	de	mano
de	obra	generada	por	la	proletarización	y	la	reproducción	natural	de	las	clases
medias,	y	por	último	también	el	grado	correspondiente	de	productividad	en	el
trabajo,	quedan	fuera	del	radio	de	influencia	de	los	sindicatos.	Por	eso	no	pueden
acabar	con	la	ley	salarial;	en	el	mejor	de	los	casos	pueden	contener	la
explotación	capitalista	en	los	límites	«normales»,	pero	en	modo	alguno	acabar
gradualmente	con	la	explotación	en	sí.
Es	verdad	que	Konrad	Schmidt	denomina	como	un	«débil	estado	inicial»	al
actual	movimiento	sindical,	y	espera	que	en	el	futuro	«el	sindicalismo
conseguirá	una	influencia	cada	vez	mayor	en	la	regulación	de	la	producción
misma».	Pero	por	regulación	de	la	producción	pueden	entenderse	dos	cosas:	la
intromisión	en	el	aspecto	técnico	del	proceso	de	producción	y	la	erradicación	del
ámbito	de	producción	en	sí.	¿De	qué	naturaleza	puede	ser	la	influencia	de	los
sindicatos	en	esas	dos	cuestiones?	Está	claro	que,	en	lo	referente	a	la	técnica	de
la	producción,	el	interés	del	capitalista	coincide,	con	ciertas	limitaciones,	con	el
progreso	y	el	desarrollo	de	la	economía	capitalista.	Es	la	propia	necesidad	la	que
lo	estimula	a	las	mejoras	técnicas.	Por	el	contrario,	la	postura	del	trabajador	por
sí	solo	es	precisamente	la	contraria:	cada	transformación	técnica	contradice	los
intereses	del	trabajador	directamente	afectado	por	ella	y	empeora	su	situación
inmediata,	en	tanto	que	desvaloriza	la	mano	de	obra	y	hace	el	trabajo	más
intensivo,	monótono	y	torturante.	Siempre	que	el	sindicato	pueda	inmiscuirse	en
el	aspecto	técnico	de	la	producción,	evidentemente	solo	podrá	actuar	en	este
último	sentido,	es	decir,	en	el	sentido	del	grupo	de	trabajadores	particulares
directamente	interesados	en	ello,	o	sea,	oponiéndose	a	las	mejoras.	Pero	en	este
sentido	no	actúa	en	interés	de	la	clase	trabajadora	en	su	conjunto	ni	de	su
emancipación,	que	coinciden	mucho	más	con	el	progreso	técnico,	esto	es,	con	el
interés	del	capitalista	privado,	sino	justo	lo	contrario,	en	sentido	reaccionario.	Y,
en	efecto,	ahí	está	ese	esfuerzo	por	influir	en	el	lado	técnico	de	la	producción	no
en	el	futuro,	donde	lo	busca	Konrad	Schmidt,	sino	en	el	pasado	del	movimiento
sindical.	Este	determina	la	fase	más	antigua	del	sindicalismo	inglés	(hasta	los
años	sesenta),	cuando	aún	seguía	ligado	a	restos	de	las	asociaciones	gremiales
medievales	y	se	regía	por	el	anticuado	principio	del	«derecho	adquirido	a	un
trabajo	adecuado».[19]	El	empeño	de	los	sindicatos	por	determinar	el	ámbito	de
la	producción	y	los	precios	de	las	mercancías	es,	por	el	contrario,	un	fenómeno
de	fecha	reciente.	Solo	en	los	ultimísimos	tiempos	vemos	surgir	(otra	vez	solo	en
Inglaterra)	intentos	que	no	fructifican.	Pero	por	su	carácter	y	su	tendencia	estos
esfuerzos	son	iguales	que	aquellos.[20]	Pues	¿a	qué	se	reduce	necesariamente	la
participación	activa	de	los	sindicatos	en	la	determinación	del	ámbito	y	de	los
precios	de	la	producción	de	mercancías?	A	un	cártel	de	trabajadores	y
empresarios	contra	los	consumidores	y,	por	cierto,	utilizando	medidas	coercitivas
contra	los	empresarios	de	la	competencia,	que	no	le	van	a	la	zaga	a	los	métodos
de	las	asociaciones	empresariales	legales.	En	el	fondo,	no	es	una	lucha	más	entre
trabajo	y	capital,	sino	una	lucha	solidaria	del	capital	y	de	la	mano	de	obra	contra
la	sociedad	de	consumo.	Por	su	valor	social	es	un	comienzo	reaccionario,	que
por	eso	no	puede	constituir	una	etapa	en	la	lucha	por	la	emancipación	del
proletariado,	pues	representa	más	bien	exactamente	todo	lo	contrario	de	una
lucha	de	clases.	Por	su	valor	práctico	es	una	utopía	que,	si	se	reflexiona	un	poco,
nunca	podrá	extenderse	a	ramas	mayores	que	produzcan	para	el	mercado
mundial.
La	actividad	de	los	sindicatos	se	limita,	por	tanto,	en	lo	principal,	a	la	lucha
salarial	y	a	la	reducción	de	la	jornada	laboral,	es	decir,	simplemente	a	la
regulación	de	la	explotación	capitalista	en	función	de	las	condiciones	del
mercado;	no	pueden	influir	en	el	proceso	de	producción	debido	a	la	naturaleza
de	las	cosas.	Sí,	más	aún,	todo	el	curso	del	desarrollo	sindical	se	orienta
precisamente	hacia	lo	contrario,	tal	como	supone	Konrad	Schmidt,	hacia	la
absoluta	liberación	del	mercado	laboral	de	toda	relación	inmediata	con	el	resto
del	mercado.	Lo	más	representativo	en	este	sentido	es	el	hecho	de	que	incluso	la
aspiración	a	relacionar	directamente,	al	menos	de	forma	pasiva,	el	contrato	de
trabajo	con	el	estado	general	de	la	producción	por	medio	del	sistema	de	las	listas
salariales	flexibles,[21]	ha	sido	ya	superada	en	su	evolución	y	que	los	trade
unions	ingleses	se	alejan	cada	vez	más	de	ellas.[22]
Pero	incluso	dentro	de	los	límites	efectivos	de	su	influencia	el	movimiento
obrero	no	se	dirige,	como	presupone	la	teoría	de	la	adaptación	del	capital,	hacia
la	expansión	ilimitada.	¡Todo	lo	contrario!	Si	se	consideran	sectores	más	amplios
del	desarrollo	social,	no	se	puede	dejar	de	reconocer	el	hecho	de	que,	en	general,
no	se	avecinan	tiempos	de	un	victorioso	despliegue	de	fuerzas,	sino	de	crecientes
dificultades	para	el	movimiento	sindical.	Si	el	desarrollo	de	la	industria	alcanza
su	punto	álgido	y	empieza	para	el	capital	la	«cuesta	abajo»	en	el	mercado
mundial,	entonces	la	lucha	sindical	será	doblemente	difícil:	en	primer	lugar,	se
empeoran	las	coyunturas	objetivas	del	mercado	para	la	mano	de	obra,	en	tanto
que	la	demanda	se	vuelve	más	lenta,	aunque	la	oferta	sea	más	rápida	de	lo	que
ahora	es	el	caso;	en	segundo,	el	propio	capital,	para	resarcirse	de	las	pérdidas	en
el	mercado	mundial,	recurre	con	tanto	mayor	encono	a	la	parte	del	producto	que
corresponde	al	trabajador.	¡Pues	la	reducción	del	salario	laboral	es	uno	de	los
medios	más	importantes	para	frenar	la	caída	de	beneficios![23]	Inglaterra	ya	nos
ofrece	la	imagen	del	segundo	estadio	inicial	del	movimiento	sindicalista.
Obligado	por	la	necesidad,	se	reduce	cada	vez	más	a	la	simple	defensa	de	lo	que
ya	ha	conseguido,	y	esta	también	se	vuelve	cada	vez	más	difícil.	El	curso	de	los
acontecimientos	ya	descrito	es	lo	contrario	de	lo	que	debe	ser	para	que	la	lucha
de	las	clases	política	y	socialista	cobre	auge.
Konrad	Schmidt	comete	el	mismo	error	de	la	perspectiva	histórica	contraria	en
lo	tocante	a	la	reforma	social,	de	la	que	se	espera	que	«mano	a	mano	con	las
coaliciones	sindicales	de	obreros	imponga	a	la	clase	capitalista	las	condiciones
bajo	las	que	únicamente	puede	emplear	mano	de	obra».	En	este	sentido	de	la
reforma	social	así	concebida,	Bernstein	denomina	las	leyes	de	la	fábrica	un
fragmento	de	«control	social»	y,	como	tal,	un	fragmento	de	socialismo.	También
Konrad	Schmidt	habla	de	«control	social»	en	todos	los	sitios	en	los	que	se	refiere
a	la	protección	oficial	de	los	trabajadores	y,	una	vez	que	ha	transformado	a
capricho	el	Estado	en	sociedad,	añade	sin	miedo	alguno:	«la	clase	obrera	en
auge»,	y	con	esta	operación	se	transforman	las	inocentes	medidas	de	protección
laboral	del	Senado	alemán	en	medidas	de	transición	al	socialismo	del
proletariado	alemán.
El	engaño	es	evidente.	El	Estado	actual	no	es	precisamenteuna	«sociedad»	en	el
sentido	de	una	«clase	trabajadora	en	auge»,	sino	un	representante	de	la	sociedad
capitalista,	esto	es,	del	Estado	de	clases.	Por	eso,	la	reforma	social	que	aplica	no
es	una	actividad	del	«control	social»,	es	decir,	del	control	de	la	libre	sociedad
trabajadora,	sobre	el	propio	proceso	laboral,	sino	un	control	de	la	organización
de	clase	del	capital	sobre	el	proceso	de	producción	capitalista.	En	esto,	es	decir,
en	los	intereses	del	capital	la	reforma	social	encuentra	también	sus	límites
naturales.	Naturalmente,	Bernstein	y	Konrad	Schmidt	no	ven	en	esa	relación	con
el	presente	más	que	un	«débil	estadio	inicial»	y	esperan	que	el	futuro	traiga	una
reforma	social	en	aumento	hasta	el	infinito	a	favor	de	la	clase	trabajadora.	Solo
que	en	ello	cometen	el	mismo	error	al	suponer	un	despliegue	de	poder	ilimitado
del	movimiento	sindical.
La	teoría	de	la	introducción	progresiva	del	socialismo	pone	como	condición,	y
aquí	radica	lo	esencial,	un	determinado	desarrollo	objetivo	tanto	de	la	propiedad
capitalista	como	del	Estado.	En	relación	al	primero,	el	esquema	del	desarrollo
futuro,	como	Konrad	Schmidt	presupone,	pasa	por	presionar	«al	dueño	del
capital	limitando	sus	derechos	cada	vez	más,	hasta	reducirlo	al	papel	de	un
administrador».	A	la	vista	de	la	supuesta	imposibilidad	de	la	expropiación	súbita
y	única	de	los	medios	de	producción,	Konrad	Schmidt	establece	una	teoría	de
expropiación	progresiva.	Para	ello	se	forja	como	presupuesto	necesario	un
fraccionamiento	del	derecho	de	propiedad	como	una	«propiedad	suprema»,	que
adjudica	a	la	«sociedad»	y	que	imagina	cada	vez	más	extendido,	y	un	derecho	de
usufructo,	que,	en	manos	del	capitalista,	se	reduce	hasta	quedar	en	la	mera
administración	de	su	empresa.	Ahora	bien,	esta	construcción	o	bien	es	un
inocente	juego	de	palabras	sin	trascendencia	ninguna,	y	entonces	la	teoría	de	la
expropiación	progresiva	no	sirve	para	nada,	o	bien	un	esquema	bien	planteado
del	desarrollo	jurídico,	y	entonces	es	completamente	errónea.	El	fraccionamiento
de	las	diferentes	facultades	subyacentes	tras	el	derecho	de	propiedad,	al	que
recurre	Konrad	Schmidt	para	su	«expropiación	gradual»	del	capital,	es
característico	de	la	sociedad	feudal	de	economía	natural,	en	la	que	la	división	del
producto	se	llevaba	a	cabo	entre	los	señores	feudales	y	sus	siervos.	La
descomposición	de	la	propiedad	en	diversos	derechos	parciales	se	debió	en	este
caso	al	hecho	de	que	el	reparto	de	la	riqueza	social	estaba	organizado	de
antemano.	Con	la	transición	a	la	producción	de	mercancías	y	la	disolución	de
todos	los	vínculos	personales	entre	cada	uno	de	los	participantes	en	el	proceso	de
producción,	se	afianzó,	por	el	contrario,	la	relación	entre	individuo	y	objeto:	la
propiedad	privada.	En	tanto	que	el	reparto	ya	no	se	lleva	a	cabo	a	través	de
relaciones	personales,	sino	a	través	del	intercambio,	los	diferentes	derechos	de
participación	en	la	riqueza	social	ya	no	se	miden	en	pedacitos	de	derecho	de
propiedad	sobre	un	objeto	común,	sino	en	el	valor	que	cada	uno	lleva	al
mercado.	El	primer	cambio	en	las	relaciones	jurídicas	que	acompañan	a	la
aparición	de	la	producción	de	mercancías	en	las	comunas	de	la	Edad	Media	fue
también	la	formación	de	un	derecho	cerrado	y	absoluto	en	el	seno	de	las
relaciones	jurídicas	feudales	con	la	partición	de	la	propiedad.	Pero	en	la
producción	capitalista	continúa	este	desarrollo.	Cuanto	más	se	socializa	el
proceso	de	producción,	más	descansa	el	proceso	de	reparto	en	el	puro
intercambio	y	cuanto	más	intocable	y	cerrada	se	vuelve	la	propiedad	privada
capitalista,	tanto	más	se	transforma	la	propiedad	de	capital	surgida	del	derecho	al
producto	del	propio	trabajo	en	un	puro	derecho	de	apropiación	frente	al	trabajo
ajeno.	Mientras	el	capitalista	mismo	dirige	la	fábrica,	el	reparto	está	atado	hasta
un	grado	determinado	a	la	participación	personal	en	el	proceso	de	producción.
En	la	medida	en	que	la	dirección	personal	del	fabricante	resulta	superflua,	y	esto
es	algo	absoluto	en	las	sociedades	de	acciones,	la	propiedad	de	capital,	como
título	de	derecho	de	reparto,	se	desvincula	por	completo	de	las	relaciones
personales	con	la	producción	y	se	manifiesta	en	su	forma	más	pura	y	rigurosa.
En	el	capital	de	acciones	y	en	el	crédito	de	capital	industrial	es	donde	el	derecho
de	propiedad	capitalista	alcanza	su	máxima	perfección.
El	esquema	histórico	de	la	evolución	del	capitalismo,	tal	como	lo	describe
Konrad	Schmidt,	«de	propietario	a	simple	administrador»,	se	manifiesta	de	este
modo	como	el	desarrollo	efectivo	interpretado	al	revés,	lo	cual,	por	el	contrario,
conduce	de	propietario	y	administrador	a	simple	propietario.	A	Konrad	Schmidt
le	sucede	lo	que	a	Goethe:
Como	algo	lejano	ve	todo	lo	que	tiene,
real	para	él	es	todo	aquello	que	pierde.[24]
Y	como	su	esquema	histórico	retrocede,	en	el	aspecto	económico,	de	la	moderna
sociedad	de	acciones	a	la	fábrica	de	manufactura	o	incluso	al	taller	artesano,
pretende	por	derecho	que	el	mundo	capitalista	retroceda	hasta	el	cascarón	de	la
economía	natural	del	feudalismo.
También	desde	este	punto	de	vista	la	«sociedad	de	control»	se	manifiesta	con
otra	luz	diferente	a	aquella	con	la	que	lo	ve	Konrad	Schmidt.	Lo	que	hoy
funciona	como	«control	social»	(la	protección	al	obrero,	la	supervisión	de	las
sociedades	de	acciones,	etc.),	en	efecto	no	tiene	nada	que	ver	con	una	parte	del
derecho	de	propiedad,	con	la	«propiedad	suprema».	No	actúa	como	limitación	de
la	propiedad	capitalista,	sino,	al	contrario,	como	su	protección.	O,	dicho	en
términos	económicos,	no	constituye	un	ataque	a	la	explotación	capitalista,	sino
una	regulación,	un	ordenamiento	de	esa	explotación.	Y	si	Bernstein	se	plantea	la
cuestión	de	si	en	una	ley	de	fábricas	hay	más	o	menos	socialismo,	podemos
asegurarle	que	en	la	mejor	ley	de	fábricas	hay	tanto	socialismo	como	en	las
disposiciones	municipales	sobre	la	limpieza	de	calles	y	el	alumbrado	de	las
farolas,	cosa	que	también	es	«control	social».
[17]	En	el	Vorwärts	del	20	de	febrero	de	1898.	Sección	literaria.	Creemos	poder
considerar	las	explicaciones	de	Konrad	Schmidt	tanto	más	en	consonancia	con
las	de	Bernstein,	en	cuanto	que	Bernstein	no	puso	objeción	alguna	a	los
comentarios	de	sus	opiniones	en	Vorwärts.	(N.	de	la	A.).	Conrad	o	Konrad
Schmidt	(1863-1932)	fue	un	economista,	filósofo	y	periodista	alemán,	afín	a	las
teorías	marxistas.
[18]	Eduard	Bernstein,	Zur	Frage	des	ehernen	Lohngesetzes	[Sobre	la	cuestión
de	la	férrea	ley	salarial],	«VI.	Conclusiones»,	en:	Die	Neue	Zeit	(Stuttgart),	n.º	9
(1890-1891),	vol.	1,	pp.	600-605.
[19]	Sidney	James	Webb,	Industrial	Democracy	(1897).	Webb	(1859-1947)	fue
un	político	socialista	británico.	Junto	con	su	esposa,	Beatrice,	también	militante
del	Partido	Laborista,	escribió	numerosas	obras	en	las	que	recogió	la	historia	del
sindicalismo	británico.
[20]	A	partir	de	1890	las	asociaciones	de	empresarios	y	las	asociaciones	de	la
industria	metalúrgica	sellaron	en	Birmingham	unas	alianzas	que	tenían	como
misión	aumentar	los	precios	de	venta	y	regular	los	salarios	sobre	esa	base
supuestamente	para	asegurar	mayores	beneficios	a	los	fabricantes	y	salarios	más
altos	a	los	obreros.
[21]	La	base	de	este	sistema	fue	el	pacto	establecido	entre	empresarios	y	obreros
para	que	el	nivel	de	los	salarios	dependiera	de	una	relación	determinada	con	las
variaciones	de	los	precios	del	mercado.	Dejaba	abierta	la	posibilidad	de
manipulación	contra	los	obreros	y	por	eso	estos	lo	rechazaron	de	plano.
[22]	Webb,	Industrial	Democracy,	p.	115.
[23]	Karl	Marx,	El	capital,	p.	245.
[24]	Goethes	Werke,	ed.	realizada	por	encargo	de	la	Gran	Duquesa	Sophie	von
Sachsen,	Weimar,	1887,	parte	I,	vol.	14,	p.	6.
4
POLÍTICA	ADUANERA
Y	MILITARISMO
La	segunda	premisa	para	la	progresiva	introducción	del	socialismo,	según
Eduard	Bernstein,	es	la	evolución	del	Estado	hacia	la	sociedad.	El	hecho	de	que
el	Estado	actual	es	un	Estado	de	clases	se	ha	convertido	ya	en	un	tópico.
Entretanto,	a	nuestro	modo	de	ver,	este	concepto,	igual	que	todo	lo	referente	a	la
sociedad	capitalista,	no	debería	concebirse	con	una	validezabsoluta	e
inamovible,	sino	en	un	proceso	de	desarrollo	continuo.
Con	la	victoria	política	de	la	burguesía,	el	Estado	se	convirtió	en	Estado
capitalista.	Naturalmente,	el	propio	desarrollo	capitalista	transforma
esencialmente	la	naturaleza	del	Estado,	ampliando	cada	vez	más	su	radio	de
acción	al	adjudicarle	nuevas	funciones,	haciendo	su	intervención	y	su	control
cada	vez	más	necesarios	principalmente	en	lo	relativo	a	la	vida	económica.
Mientras	tanto,	va	preparándose	poco	a	poco	la	futura	fusión	del	Estado	con	la
sociedad.	En	esa	dirección	puede	hablarse	también	del	desarrollo	del	Estado
capitalista	hacia	la	sociedad,	y	sin	duda	en	este	sentido	dice	Marx	que	la
protección	al	trabajador	es	la	primera	intervención	consciente	«de	la	sociedad»
en	su	proceso	de	vida	social,	una	frase	a	la	que	se	refiere	Bernstein.
Pero,	por	otra	parte,	en	la	esencia	del	Estado	se	lleva	a	cabo	otra	transformación
más	por	medio	del	mismo	desarrollo	capitalista.	En	primer	lugar,	el	Estado
actual	es	una	organización	de	la	clase	capitalista	dominante.	Si	el	Estado	se	hace
cargo	de	diversas	funciones	de	interés	general	en	aras	del	desarrollo	social	es
solo	porque	y	en	tanto	que	esos	intereses	y	el	desarrollo	social	coincidan	con	los
intereses	de	la	clase	dominante	en	general.	La	protección	al	obrero,	por	ejemplo,
radica	por	igual	en	el	interés	inmediato	de	los	capitalistas	como	clase	y	en	la
sociedad	en	su	conjunto.	Pero	esa	armonía	solo	dura	hasta	un	punto	determinado
del	desarrollo	capitalista.	Una	vez	que	el	desarrollo	alcanza	un	punto	álgido
concreto,	los	intereses	de	la	burguesía	como	clase	y	los	del	progreso	económico
empiezan	también	a	separarse	en	sentido	capitalista.	Creemos	que	esa	fase	ya	ha
comenzado	y	ello	se	manifiesta	en	los	dos	fenómenos	más	importantes	de	la
actual	vida	social:	en	la	política	aduanera	y	el	militarismo.	Ambos,	política
aduanera	y	militarismo,	han	desempeñado	en	la	historia	del	capitalismo	un	papel
irrenunciable	y,	en	ese	sentido,	revolucionario	y	progresivo.	Sin	la	protección
aduanera	apenas	hubiera	sido	posible	que	surgiera	la	gran	industria	en	los
diferentes	países.	Pero	hoy	las	cosas	son	diferentes.	Hoy	la	protección	aduanera
no	sirve	para	llevar	a	las	jóvenes	industrias	hasta	lo	más	alto,	sino	para	conservar
de	manera	artificial	las	antiguas	formas	de	producción.	Desde	el	punto	de	vista
del	desarrollo	capitalista,	es	decir,	desde	el	punto	de	vista	de	la	economía
mundial,	hoy	resulta	completamente	indiferente	si	Alemania	exporta	más
mercancías	a	Inglaterra	o	Inglaterra	a	Alemania.	Así	pues,	desde	el	punto	de
vista	del	propio	desarrollo	ya	ha	cumplido	su	función	y	podría	marcharse.	Es
más,	debería	marcharse.	Con	la	actual	dependencia	mutua	de	las	diferentes
ramas	de	la	industria,	la	protección	aduanera	sobre	cualquier	mercancía	ha	de
encarecer	la	producción	de	otras	mercancías	en	el	interior,	es	decir,	volver	a
maniatar	la	industria.	Pero	no	así	desde	el	punto	de	vista	de	los	intereses	de	la
clase	capitalista.	La	industria	no	necesita	de	la	protección	aduanera	para	su
desarrollo,	pero	sí	los	empresarios	para	la	protección	de	sus	ventas.	Esto
significa	que	las	aduanas	hoy	ya	no	sirven	como	medio	de	protección	de	una
producción	capitalista	incipiente	frente	a	una	más	madura,	sino	como	medio	de
lucha	de	un	grupo	capitalista	nacional	frente	a	otro.	Las	aduanas	ya	no	son
necesarias	como	medio	de	protección	de	la	industria	para	constituir	y	conquistar
un	mercado	interior,	pero	sí	como	medio	imprescindible	para	cartelizar	la
industria,	es	decir,	para	la	lucha	de	los	productores	capitalistas	con	la	sociedad
de	consumo.	Finalmente,	lo	que	determina	de	forma	más	llamativa	el	carácter
específico	de	la	actual	política	aduanera	es	el	hecho	de	que	ahora	en	todas	partes
el	papel	más	importante	no	lo	desempeña	la	industria,	sino	la	agricultura,	es
decir,	que	la	política	aduanera	en	realidad	se	ha	convertido	en	un	medio	para
fundir	intereses	feudales	en	forma	capitalista	y	darles	vida.
La	misma	transformación	ha	tenido	lugar	con	el	militarismo.	Si	contemplamos	la
Historia,	no	como	hubiera	podido	o	debido	ser,	sino	como	en	efecto	ha	sido,
hemos	de	constatar	que	la	guerra	ha	constituido	el	factor	imprescindible	para	el
desarrollo	capitalista.	Los	Estados	Unidos	de	Norteamérica	y	Alemania,	Italia	y
los	Estados	balcánicos,	Rusia	y	Polonia,	todos	deben	las	condiciones	o	el
impulso	para	el	desarrollo	capitalista	a	las	guerras,	da	igual	si	a	la	victoria	o	a	la
derrota.	En	tanto	que	ha	habido	países	que	han	tenido	que	superar	su
desmembramiento	interno	o	su	aislamiento	económico	natural,	el	militarismo
también	ha	desempeñado	un	papel	revolucionario	en	sentido	capitalista.	También
en	ese	aspecto	las	cosas	hoy	son	diferentes.	Cuando	la	política	mundial	se	ha
convertido	en	escenario	de	conflictos	amenazantes,	no	se	trata	tanto	de	abrir	el
capitalismo	a	nuevos	países	como	de	contrariedades	existentes	en	Europa,	que	se
han	trasplantado	a	otras	partes	del	mundo	en	las	que	han	logrado	imponerse	con
éxito.	Los	que	hoy	compiten	entre	sí	con	armas	en	la	mano,	da	igual	en	Europa
que	en	otras	partes	del	mundo,	no	son	por	un	lado	los	países	capitalistas	y	por
otro	los	de	economía	natural,	sino	Estados	que,	precisamente	debido	a	la
semejanza	de	su	elevado	desarrollo	capitalista,	han	sido	empujados	al	conflicto.
Naturalmente,	bajo	esas	circunstancias	el	conflicto,	si	llega	a	darse,	solo	puede
ser	de	trascendencia	fatal	para	el	proceso	de	evolución	en	sí,	en	tanto	que	llevará
consigo	una	profunda	conmoción	y	una	transformación	de	la	vida	económica	en
todos	los	países	capitalistas.	Pero	la	cuestión	se	ve	de	manera	diferente	desde	el
punto	de	vista	de	la	clase	capitalista.	Para	esta	el	militarismo	se	ha	vuelto	hoy
imprescindible	en	tres	sentidos:	en	primer	lugar,	como	medio	de	lucha	para	los
intereses	«nacionales»	en	competencia	con	otros	grupos	también	nacionales;	en
segundo,	como	el	modo	de	inversión	más	importante	tanto	para	el	capital
financiero	como	para	el	industrial;	y,	en	tercero,	como	herramienta	de
dominación	clasista	en	el	interior	del	país	frente	al	pueblo	trabajador;	intereses
todos	que,	en	sí,	no	tienen	nada	en	común	con	el	progreso	de	los	modos	de
producción	capitalista.	Y	lo	que,	por	otra	parte,	mejor	pone	en	evidencia	ese
carácter	específico	del	militarismo	actual	es,	en	primer	lugar,	un	crecimiento
generalizado	y	sin	freno	en	todos	los	países	debido	a,	por	así	decirlo,	un	impulso
mecánico	interno	y	propio,	un	fenómeno	que	hace	unas	décadas	aún	era
completamente	desconocido;	en	segundo,	la	imposibilidad	de	determinar	la
fatalidad	de	la	explosión	que	se	va	aproximando,	dada	la	indeterminación
absoluta	del	motivo,	de	los	Estados	implicados,	del	objeto	de	disputa	y	de	todas
las	circunstancias	que	lo	rodean.	El	militarismo	también	ha	pasado	de	ser	una
fuerza	motriz	del	desarrollo	capitalista	a	una	enfermedad	capitalista.
En	el	dilema	ya	expuesto	entre	el	desarrollo	social	y	los	intereses	de	clase
imperantes,	el	Estado	se	sitúa	al	lado	de	estos	últimos.	Con	su	política,	igual	que
la	burguesía,	entra	en	oposición	con	el	desarrollo	social,	de	manera	que	va
perdiendo	cada	vez	más	su	carácter	de	representante	del	conjunto	de	la	sociedad
y,	en	la	misma	medida,	va	convirtiéndose	cada	vez	más	en	un	puro	Estado	de
clase.	O,	mejor	dicho,	esas	dos	cualidades	suyas	se	distancian	y	se	agudizan
hasta	llegar	a	una	contradicción	en	el	marco	de	la	esencia	del	Estado.	La
mencionada	contradicción	se	acentúa	cada	día	que	pasa.	Pues,	por	un	lado,
aumentan	las	funciones	de	carácter	general	del	Estado,	su	intervención	en	la	vida
social,	su	«control»	sobre	ello;	por	otro,	sin	embargo,	su	carácter	de	clase	lo
obliga	cada	vez	más	a	desplazar	el	núcleo	de	su	actividad	y	sus	medios
coercitivos	a	ámbitos	que	solo	benefician	a	los	intereses	de	clase	de	la	burguesía,
pero	que	para	la	sociedad	solo	son	de	trascendencia	negativa	(el	militarismo,	la
política	aduanera	y	colonial).	Por	otro,	el	carácter	de	clase	influye	y	domina	cada
vez	más	también	su	«control	social»	gracias	a	ello	(véase	cómo	se	aplica	la
protección	al	trabajador	en	todoslos	países).
La	transformación	señalada	en	la	esencia	del	Estado	no	contradice,	sino	que	más
bien	se	corresponde	por	completo	con	la	construcción	de	la	democracia,	en	la
que	Bernstein	ve	también	el	medio	para	la	introducción	progresiva	del
socialismo.
Según	explica	Konrad	Schmidt,	conseguir	una	mayoría	socialdemócrata	en	el
Parlamento	debe	ser	incluso	el	camino	directo	para	la	socialización	progresiva
de	la	sociedad.	Las	formas	democráticas	de	la	vida	política	son,	sin	duda,	un
fenómeno	que	manifiesta	con	mucha	fuerza	el	desarrollo	del	Estado	hacia	la
sociedad	y,	en	ese	sentido,	constituye	una	etapa	para	la	transformación	socialista.
Solo	que	la	brecha	en	la	esencia	del	Estado	capitalista	que	hemos	definido	está
presente	en	el	parlamentarismo	moderno	de	una	forma	mucho	más	llamativa.
Cierto	que	en	su	forma	el	parlamentarismo	sirve	para	dar	voz	en	la	organización
estatal	a	los	intereses	del	conjunto	de	la	sociedad.	Por	otro	lado,	sin	embargo,	es
solo	a	la	sociedad	capitalista,	esto	es,	una	sociedad	en	la	que	los	intereses
capitalistas	son	determinantes,	a	la	que	da	voz.	Las	instituciones	democráticas	se
convierten	así,	según	su	contenido,	en	herramientas	de	los	intereses	de	clase
dominantes.	Esto	se	manifiesta	de	forma	palpable	en	el	hecho	de	que,	tan	pronto
como	la	democracia	muestra	su	tendencia	a	negar	su	carácter	de	clase	y
convertirse	en	una	herramienta	de	los	intereses	efectivos	del	pueblo,	se	sacrifican
las	propias	formas	democráticas	de	la	burguesía	y	su	representación	estatal.	A	la
vista	de	esto,	la	idea	de	una	mayoría	parlamentaria	socialdemócrata	se	manifiesta
como	un	cálculo	que,	completamente	en	el	espíritu	del	liberalismo	burgués,
cuenta	con	el	aspecto	formal	de	la	democracia,	pero	deja	completamente	al
margen	el	otro	aspecto,	su	contenido	real.	Y	el	parlamentarismo	en	su	conjunto
no	se	presenta	como	un	elemento	directamente	socialista	que	va	impregnando
progresivamente	la	sociedad	capitalista,	como	supone	Bernstein,	sino,	al
contrario,	como	un	medio	específico	del	Estado	de	clase	burgués,	que	hace
madurar	y	formarse	las	contradicciones	capitalistas.
A	la	vista	de	este	desarrollo	objetivo	del	Estado,	la	frase	de	Bernstein	y	de
Konrad	Schmidt	sobre	el	creciente	«control	social»	que	introducirá	directamente
el	socialismo	se	transforma	en	una	frase	que,	día	a	día,	contradice	más	la
realidad.
La	teoría	de	la	introducción	progresiva	del	socialismo	se	dirige	hacia	una
reforma	progresiva	de	la	propiedad	capitalista	y	del	Estado	capitalista	en	sentido
socialista.	Ambas	se	desarrollan,	sin	embargo,	por	la	fuerza	objetiva	de	los
acontecimientos	de	la	sociedad	actual	en	una	dirección	opuesta.	El	proceso	de
producción	se	socializará	cada	vez	más	y	la	intervención,	el	control	del	Estado
sobre	ese	proceso	de	producción,	se	hará	cada	vez	más	extensa.	Pero	al	mismo
tiempo,	la	propiedad	privada	se	convertirá	cada	vez	más	en	una	forma	de	pura
explotación	capitalista	del	trabajo	ajeno	y	el	control	estatal	se	verá	cada	vez	más
invadido	por	intereses	de	clase	exclusivos.	En	tanto	que	con	ello	el	Estado,	es
decir,	la	organización	política	y	las	relaciones	de	propiedad,	es	decir,	la
organización	jurídica	del	capitalismo	se	vuelve	cada	vez	más	capitalistas	y	no
más	socialistas,	contrapone	dos	dificultades	insuperables	a	la	teoría	de	la
introducción	progresiva	del	socialismo.
La	idea	de	Fourier	de	convertir	en	limonada	toda	el	agua	del	mar	que	rodea	la
tierra	por	medio	del	sistema	de	falansterios[25]	era	fantástica.	Pero	la	idea	de
Bernstein	de	transformar	el	mar	de	la	amargura	capitalista	echándole	botellas	de
limonada	de	reforma	social	a	un	mar	de	dulzura	socialista	es	solo	de	peor	gusto,
pero	ni	en	lo	más	mínimo	deja	de	ser	menos	fantasiosa	que	ella.
Las	relaciones	de	producción	de	la	sociedad	capitalista	se	acercan	cada	vez	más
a	las	socialistas;	por	el	contrario,	construyen	un	muro	cada	vez	más	alto	entre	la
sociedad	socialista	y	la	capitalista.	Ese	muro	no	lo	taladran	ni	la	evolución	de	las
reformas	sociales	ni	la	de	la	democracia,	sino	que,	al	contrario,	se	vuelve	cada
vez	más	firme	y	sólido.	Así	pues,	solo	puede	derribarlo	el	mazazo	de	la
revolución,	esto	es,	la	conquista	del	poder	político	por	el	proletariado.
[25]	El	sistema	de	falansterios	ideado	por	el	francés	Charles	Fourier	(1772-1837)
parte	de	la	posibilidad	de	un	trabajo	conjunto	y	armónico	del	capital	y	la	mano
de	obra.	La	célula	básica	de	la	comunidad	la	constituirían	cooperativas	de
producción	y	de	consumo	agrícola	e	industrial	en	las	que	habría	una
organización	colectiva	del	trabajo.
5
CONSECUENCIAS	PRÁCTICAS
Y	CARÁCTER	GENERAL
DEL	REVISIONISMO
En	el	primer	capítulo	hemos	tratado	de	demostrar	que	la	teoría	de	Bernstein
desplaza	el	programa	socialista	de	su	base	material	y	lo	sitúa	sobre	una	base
ideal.	Esto	en	lo	referente	a	la	fundamentación	teórica.	Pero	¿cómo	es	la	teoría
llevada	a	la	práctica?	De	manera	inmediata	y	formal	no	se	diferencia	en	absoluto
de	la	práctica,	hasta	ahora	habitual,	de	la	lucha	socialdemócrata.	Los	sindicatos,
la	lucha	por	la	reforma	social	y	por	la	democratización	de	las	instituciones
políticas	es	lo	mismo	que	conforma	el	contenido	formal	de	la	actividad	del
partido	socialdemócrata.	Así	pues,	la	diferencia	no	está	en	el	qué,	pero	sí	en	el
cómo.	Según	están	ahora	las	cosas,	la	lucha	sindical	y	parlamentaria	se	concibe
como	un	medio	para	educar	y	conducir	progresivamente	al	proletariado	a	la	toma
de	poder	de	la	fuerza	política.	A	la	vista	de	la	imposibilidad	y	la	falta	de	sentido
de	esa	conquista	del	poder,	deben	tratar,	según	la	concepción	revisionista,	de
conseguir	simplemente	resultados	inmediatos,	esto	es,	de	mejorar	la	situación
material	de	los	trabajadores	y	de	limitar	progresivamente	la	explotación
capitalista	y	la	ampliación	del	control	social.	Si	prescindimos	de	la	finalidad	de
la	mejora	inmediata	de	la	situación	de	los	trabajadores,	puesto	que	es	común	a
ambas	concepciones,	la	seguida	hasta	ahora	en	el	partido	y	la	revisionista,	la
diferencia	radica	en	resumen	en	que,	según	la	opinión	común,	la	trascendencia
socialista	de	la	lucha	política	y	sindical	consiste	en	que	el	proletariado,	esto	es,	el
factor	subjetivo	de	la	transformación	socialista,	se	está	preparando	para	hacer	su
aparición.	Según	Bernstein	consiste	en	que	la	lucha	sindical	y	política	limitan
progresivamente	la	explotación	capitalista	en	sí,	despojando	cada	vez	más	a	la
sociedad	capitalista	de	su	carácter	de	tal	y	dándole	la	impronta	del	socialista;	en
resumen,	han	de	introducir	la	transformación	socialista	en	sentido	objetivo.	Si	se
observa	la	cuestión	más	de	cerca,	ambas	concepciones	incluso	son	radicalmente
opuestas.	Según	la	concepción	al	uso	en	el	partido,	el	proletariado	llega	a	través
de	la	lucha	política	y	sindical	a	la	convicción	de	la	imposibilidad	de	configurar
su	situación	desde	la	base	por	medio	de	esa	lucha,	así	como	de	lo	inevitable	de
una	conquista	definitiva	de	los	instrumentos	del	poder	político.	En	la	concepción
de	Bernstein	se	parte	de	la	imposibilidad	de	conquistar	el	poder	como
presupuesto	para	introducir	el	orden	socialista	por	medio	de	la	simple	lucha
política	y	sindical.
El	carácter	socialista	de	la	lucha	sindical	y	parlamentaria	radica,	por	tanto,	según
la	concepción	bernsteiniana,	en	la	fe	en	su	efecto	de	socialización	progresiva
sobre	la	economía	capitalista.	Pero	tal	influencia	es,	como	hemos	tratado	de
explicar,	una	mera	fantasía.	Las	organizaciones	capitalistas	de	Estado	y
propiedad	evolucionan	en	direcciones	opuestas.	Pero	con	ello	la	lucha	práctica
cotidiana	de	la	socialdemocracia	pierde	en	último	término	toda	relación	con	el
socialismo.	La	gran	trascendencia	socialista	de	la	lucha	sindical	y	política
consiste	en	socializar	el	conocimiento,	la	conciencia	del	proletariado,	organizarlo
como	clase.	En	tanto	que	se	concibe	como	medio	de	la	socialización	inmediata
de	la	economía	capitalista	no	solo	no	producen	el	efecto	supuesto,	sino	que,	al
mismo	tiempo,	expiarán	también	la	otra	trascendencia:	dejarán	de	ser	medios
para	educar	a	la	clase	obrera	trabajadora	para	la	conquista	proletaria	delpoder.
Por	eso	es	un	completo	equívoco	cuando	Eduard	Bernstein	y	Konrad	Schmidt
dicen	tan	tranquilos	que	el	objetivo	final	no	se	pierde	para	el	movimiento	obrero
al	limitar	toda	la	lucha	a	la	reforma	social	y	los	sindicatos,	porque	cada	paso	por
esa	vía	repercute	sobre	este	y	el	objetivo	socialista	es	inmanente	a	la	tendencia
del	propio	movimiento.	Ciertamente	ese	es	el	caso	de	la	táctica	actual	de	la
socialdemocracia	alemana	en	toda	su	magnitud,	es	decir,	cuando	el	esfuerzo	por
conquistar	el	poder	político	precede,	a	manera	de	guía,	a	la	lucha	sindical	y	a	la
reforma	social.	Sin	embargo,	si	uno	desliga	del	movimiento	este	intento	dado	de
antemano	y	se	coloca	primero	la	reforma	social	como	finalidad	en	sí,	no	solo	no
conducirá	a	la	realización	del	objetivo	final	socialista,	sino	más	bien	al	contrario.
Konrad	Schmidt	se	confía	sencillamente,	por	así	decirlo,	en	el	movimiento
mecánico	que,	una	vez	puesto	en	marcha,	no	puede	parar	por	sí	solo	y	basándose
simplemente	en	el	sencillo	argumento	de	que	comiendo	se	abre	el	apetito	y	que
la	clase	obrera	no	puede	darse	por	satisfecha	en	tanto	que	la	transformación
socialista	no	esté	completa.	La	última	premisa	es	cierta,	sin	duda,	y	eso	lo	avala
la	insuficiencia	de	la	reforma	social	capitalista.	Pero	la	consecuencia	que	se
extrae	de	ello	solo	podría	entonces	ser	cierta	si	pudiera	construirse	una	cadena
ininterrumpida	de	reformas	sociales	constantes	y	progresivas	que	fuera	del	actual
orden	social	directamente	al	socialista.	Pero	eso	es	fantasía,	la	cadena	se	rompe
muy	pronto	por	la	propia	naturaleza	de	las	cosas,	y	los	caminos	que	el
movimiento	puede	tomar	a	partir	de	ese	punto	son	muy	variados.
Más	fácil	y	más	probable	será	entonces	un	desplazamiento	en	la	táctica
encaminado	a	posibilitar	por	todos	los	medios	las	reformas	sociales,	los
resultados	prácticos	de	la	lucha.	El	punto	de	vista	clasista,	irreconciliable	y
brusco,	que	solo	tiene	sentido	en	relación	con	la	conquista	del	poder	político,	se
convierte	cada	vez	más	en	un	mero	impedimento,	tan	pronto	como	las
consecuencias	inmediatamente	prácticas	constituyan	su	finalidad	principal.	Así
pues,	el	siguiente	paso	es	una	«política	de	compensación»,	dicho	con	claridad,
una	política	chanchullera	y	una	actitud	conciliadora,	políticamente	inteligente.
Pero	el	movimiento	no	puede	permanecer	mucho	tiempo	inactivo.	Pues	como
para	el	mundo	capitalista	la	reforma	social	es	una	cáscara	vacía	y	lo	seguirá
siendo	siempre,	se	emplee	la	táctica	que	se	emplee,	el	siguiente	paso	lógico	es	la
decepción,	también	respecto	de	la	reforma	social,	esto	es,	de	ese	puerto	tranquilo
donde	atracaron	los	profesores	Schmoller	y	compañía,[26]	que	también
estudiaban	el	mundo	grande	y	pequeño	sobre	aguas	de	reformas	sociales,	para,
finalmente,	dejar	que	todo	quedara	a	la	voluntad	de	Dios.[27]	Así	pues,	el
socialismo	no	surge	en	absoluto	de	la	lucha	cotidiana	de	la	clase	obrera	por	sí
sola,	ni	bajo	cualquier	circunstancia.	Solo	resulta	de	contradicciones	que	se
agudizan	cada	vez	más	y	del	convencimiento	de	la	clase	obrera	de	que	es
imprescindible	que	desaparezcan	gracias	a	una	transformación	social.	Si	se	niega
lo	uno	y	se	desecha	lo	otro,	tal	como	hace	el	revisionismo,	entonces	el
movimiento	obrero	se	reduce	directamente	a	un	simple	sindicalismo	y	a	un
reformismo	social	y,	en	último	término,	conduce	por	su	propio	peso	al	abandono
de	la	perspectiva	de	clase.
Estas	consecuencias	se	ven	con	claridad	también	cuando	la	teoría	revisionista	se
observa	desde	otro	punto	de	vista	y	se	hace	uno	la	pregunta	de	cuál	es	el	carácter
general	de	esa	concepción.	Está	claro	que	el	revisionismo	no	descansa	sobre	las
relaciones	capitalistas	y	no	niega	sus	contradicciones	con	los	economistas
burgueses.	En	su	teoría	parte	más	bien,	igual	que	la	concepción	marxista,	de	la
existencia	de	esas	contradicciones	como	premisa.	Pero	por	otro	lado,	y	esto
constituye	tanto	el	núcleo	de	su	concepción	como	la	diferencia	básica	con	la
concepción	al	uso	hasta	ahora,	no	se	apoya	en	su	formulación	teórica	sobre	la
anulación	de	esas	contradicciones	como	consecuencia	de	su	propia	evolución.
Su	teoría	se	sitúa	en	el	centro,	entre	ambos	extremos,	no	pretende	que	las
contradicciones	capitalistas	lleguen	a	madurar	por	completo	ni	llevarlas	a	un
extremo	por	medio	de	un	golpe	revolucionario,	sino	quebrar	ese	extremo,
truncarlo.	De	ese	modo	la	desaparición	de	las	crisis	y	la	organización
empresarial	erradicarán	la	contradicción	entre	la	producción	y	el	intercambio	y	la
mejora	de	la	situación	del	proletariado,	la	supervivencia	de	la	clase	media,	la
contradicción	entre	capital	y	trabajo,	el	control	creciente	y	la	democracia,	la
contradicción	entre	Estado	de	clases	y	sociedad.
Naturalmente,	la	táctica	socialdemócrata	al	uso	no	consiste	en	esperar	que	las
contradicciones	capitalistas	se	desarrollen	hasta	el	máximo	extremo	y	esperen
luego	su	transformación.	Al	contrario,	nos	apoyamos	simplemente	en	la	ya
conocida	dirección	del	movimiento,	pero	luego	llevamos	sus	consecuencias	en	la
lucha	política	hasta	el	extremo,	hecho	en	el	que	consiste,	por	encima	de	todo,	la
esencia	de	toda	táctica	revolucionaria.	Así,	por	ejemplo,	la	socialdemocracia
combate	las	aduanas	y	el	militarismo	en	todo	momento,	no	solo	cuando	su
carácter	reaccionario	llega	a	manifestarse	en	su	plenitud.	Pero	Bernstein,	en	su
táctica,	no	se	apoya	en	el	desarrollo	ni	en	la	profundización,	sino	en	la
erradicación	de	las	contradicciones	capitalistas.	Él	mismo	lo	ha	definido	de	la
manera	más	certera	al	hablar	de	una	«adaptación»	de	la	economía	capitalista.
¿Cuándo	sería	cierta	esta	concepción?	Todas	las	contradicciones	de	la	sociedad
actual	son	resultado	del	modo	de	producción	capitalista.	Si	presuponemos	que
estas	formas	de	producción	se	desarrollan	en	la	dirección	dada	hasta	ahora,
entonces	todas	sus	consecuencias	han	de	desarrollarse	inseparablemente	con
ellas,	las	contradicciones	han	de	agudizarse	y	hacerse	más	profundas	en	lugar	de
erradicarse.	Así	pues,	en	último	término	se	presupone	como	condición	contraria
que	el	modo	de	producción	capitalista	se	vea	frenado	en	su	mismo	desarrollo.	En
resumen,	la	premisa	más	común	de	la	teoría	de	Bernstein	es	un	alto	en	el
progreso	capitalista.
Pero	así	la	teoría	se	juzga	por	sí	misma,	y	además	en	un	doble	sentido.	Pues,	en
primer	lugar,	deja	al	descubierto	su	carácter	utópico	en	relación	con	el	objetivo
final	socialista	(queda	claro	desde	el	principio	que	un	desarrollo	capitalista
estancado	no	puede	conducir	a	la	transformación	socialista),	y	aquí	tenemos	la
confirmación	de	nuestra	descripción	de	la	consecuencia	práctica	de	la	teoría.	En
segundo	lugar,	descubre	su	carácter	reaccionario	en	relación	con	el	desarrollo
capitalista	que,	en	efecto,	se	lleva	a	cabo	con	mucha	rapidez.	Entonces	surge	la
cuestión	de	cómo	puede	explicarse	o,	más	bien,	caracterizarse,	la	concepción
bernsteiniana,	a	la	vista	de	ese	desarrollo	capitalista	efectivo.
El	hecho	de	que	los	presupuestos	económicos,	de	los	que	parte	Bernstein	en	su
análisis	de	las	actuales	relaciones	sociales	(su	teoría	de	la	«adaptación»
capitalista),	no	son	sólidos,	creemos	haberlo	demostrado	ya	en	el	primer
capítulo.	Hemos	visto	que	ni	el	sistema	crediticio	ni	los	cárteles	como	«medio	de
adaptación»	de	la	economía	capitalista,	ni	la	desaparición	temporal	de	las	crisis
ni	la	supervivencia	de	la	clase	media	pueden	concebirse	como	síntomas	de	la
adaptación	capitalista.	Pero,	tras	todos	estos	detalles	mencionados	de	la	teoría	de
la	adaptación,	con	excepción	de	su	capacidad	directa	de	error,	subyace	aún	un
detalle	característico	común.	Esta	teoría	comprende	todas	las	manifestaciones
estudiadas	de	la	vida	económica	no	en	su	incorporación	orgánica	al	desarrollo
capitalista	en	su	conjunto	y	en	su	relación	con	todo	el	mecanismo	económico,
sino	extraído	de	ese	conjunto,	en	una	existencia	independiente,	como	disjecta
membra	(partes	dispersas)	de	una	máquina	sin	vida.	Así,	por	ejemplo,	la
concepción	del	efecto	de	adaptación	del	crédito.	Si	se	contempla	el	crédito	como
un	nivel	superior	por	naturaleza	del	intercambio	y	en	relación	con	todas

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