Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
Puede que el título del presente escrito sorprenda a primera vista. ¿Reforma social o revolución? ¿Es que la socialdemocracia puede estar en contra de la reforma social? ¿O acaso puede enfrentar la reforma social a la revolución social, esa transformación del orden existente que constituye su objetivo final? Desde luego que no. La lucha práctica de todos los días por las reformas sociales, por la mejora de la situación del pueblo trabajador aunque sea sobre la base de la existente, por las instituciones democráticas, esa lucha constituye el único camino por el que llegar a la lucha de clases del proletariado y por el que trabajar para conseguir su objetivo final: la conquista del poder político y la abolición del sistema salarial. Para la socialdemocracia existe una relación inseparable entre la reforma social y la revolución social, en tanto que para ella la lucha por la reforma social es el medio, la transformación social, el fin. Una confrontación de esos dos momentos del movimiento obrero no la encontramos más que en la teoría de Eduard Bernstein, tal como la ha expuesto en sus ensayos sobre Problemas del socialismo, publicados en Die Neue Zeit entre 1896 y 1897, y concretamente en su libro Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia.[1] Toda esa teoría prácticamente no conduce a otra cosa más que a aconsejar que se abandone la transformación social, objetivo final de la socialdemocracia y, por el contrario, hacer que la reforma social pase de ser un medio de lucha social a su objetivo. El propio Bernstein formuló sus puntos de vista de la manera más certera y clara al escribir: «Para mí el objetivo final, sea cual sea, no es nada, el movimiento lo es todo».[2] Pero como el objetivo final del socialismo es el único momento decisivo que diferencia el movimiento socialdemócrata de la democracia burguesa y del radicalismo burgués, que hace que todo el movimiento obrero pase de ser un laborioso trabajo de remiendos en pro de la salvación del orden capitalista a una lucha de clases contra ese orden justamente con el fin de abolirlo para la socialdemocracia, la pregunta «¿reforma social o revolución?» en sentido bernsteiniano se convierte también en la de ser o no ser. En la confrontación con Bernstein y sus partidarios no se trata en último término de esta o de aquella forma de luchar, no de esta o aquella táctica, sino de la existencia absoluta del movimiento socialdemócrata. Doblemente importante es que los trabajadores reconozcan esto, porque justamente se trata de ellos y de su influencia en el movimiento, porque es su propio pellejo el que aquí está en juego. La corriente oportunista del partido formulada de manera teórica por Bernstein no es otra cosa que un esfuerzo inconsciente de asegurar la supremacía a los elementos pequeñoburgueses que han llegado al partido, de modelar en su espíritu la práctica y los objetivos del partido. La cuestión de la reforma social y la revolución, del objetivo final y del movimiento es, en suma, la cuestión del carácter pequeñoburgués o proletario del movimiento obrero. ROSA LUXEMBURG 18 de abril de 1899 [1] Eduard Bernstein (1850-1932) fue un político alemán de origen judío perteneciente al SPD (Partido Socialista Alemán), al que hoy en día se considera el padre del revisionismo y uno de los principales fundadores de la socialdemocracia. Luxemburg se refiere en este prólogo a sus obras Probleme des Sozialismus (Problemas del socialismo) y Die Voraussetzungen des Sozialismus und die Aufgaben der Sozialdemokratie (Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, 1899). [A menos que se exprese otra autoría, esta nota, al igual que todas las siguientes, es de la traductora]. [2] La cita es de su obra Der Kampf der Sozialdemokratie und die Revolution der Gesellschaft (La lucha de la socialdemocracia y la revolución de la sociedad, 1897-1898). Bernstein no veía las ventajas de una lucha política de la clase obrera, sino que, en su opinión, bastaba con luchar cada día un poco por las mejoras económicas, de manera que abandonaba el objetivo final socialista: la conquista del poder político por el proletariado. De ahí esta afirmación de que no importa el fin, sino solo el movimiento. PRIMERA PARTE [3] [3] El texto incluye dos series de artículos que Luxemburg escribió refutando las teorías revisionistas que Bernstein publicó entre 1896 y 1898, con las que establecía una delimitación estricta entre las clases sociales al tiempo que diferenciaba entre la sociedad capitalista y la socialista de manera absoluta y defendía un Estado que debía constituirse por encima de las clases. La autora preparó dos ediciones de esta obra, una en 1900 y otra en 1908. En esta última introdujo algunos cambios derivados de sus propias experiencias, sobre todo en lo relativo a las crisis económicas, y eliminó los pasajes en los que hacía referencia a la exclusión de los reformistas. Es en esta segunda edición en la que nos hemos basado para la presente traducción. 1 EL MÉTODO OPORTUNISTA Si, en el cerebro humano, las teorías son reflejos de las manifestaciones del mundo exterior, a la vista de la teoría de Eduard Bernstein habría que añadir que a veces son reflejos invertidos. ¡Una teoría de la introducción del socialismo a través de reformas sociales, después del estancamiento definitivo de la reforma social alemana,[4] del control del proceso de producción por parte de los sindicatos, después de la derrota de los ingenieros ingleses,[5] de la mayoría parlamentaria socialdemócrata, después de la revisión de la Constitución sajona[6] y de los atentados contra el sufragio universal![7] Solo que lo esencial de los planteamientos de Bernstein no está, a nuestro modo de ver, en sus opiniones sobre las tareas prácticas de la socialdemocracia, sino en lo que dice acerca del proceso objetivo de evolución de la sociedad capitalista, hecho con el que sus opiniones están en muy estrecha relación. Según Bernstein cada vez resulta más improbable un desmoronamiento general del capitalismo y de su proceso de evolución, porque el sistema capitalista, por un lado, muestra siempre mayor capacidad de adaptación; por otro, la producción se diferencia cada vez más. La capacidad de adaptación del capitalismo se manifiesta, según Bernstein, en primer lugar en la desaparición de las crisis generalizadas debido al desarrollo del sistema crediticio, de las asociaciones de empresas y de los medios de transporte y los servicios de información; en segundo, en la tenacidad de la clase media como consecuencia de la continua diferenciación de las ramas de producción, así como del acceso de grandes capas del proletariado a la clase media; en tercero, finalmente, en la mejora política de la situación del proletariado como resultado de la lucha sindical. Para la lucha práctica de la socialdemocracia resulta de ello la advertencia generalizada de que su actividad no ha de orientarse hacia la toma del poder político del Estado, sino hacia la mejora de la situación de la clase obrera y hacia la introducción del socialismo, no por medio de una crisis política y social, sino por medio de la aplicación progresiva del principio cooperativista. El propio Bernstein no ve nada nuevo en sus planteamientos, más bien piensa que coinciden tanto con algunas observaciones de Marx y Engels como con la tendencia general hasta ahora de la socialdemocracia. Entretanto, a nuestro modo de ver, será difícil negar que la concepción de Bernstein está de hecho en contradicción absoluta con el ideario del socialismo científico. Si toda la revisión de Bernstein se resumiera en que el transcurso del desarrollo del capitalismo es mucho más lento de lo que uno se ha acostumbrado a suponer, esto, de hecho, no significaría más que un aplazamiento de la toma del poder político, hasta ahora supuesta, por parte del proletariado, de lo que podría derivarse en la práctica un compás de lucha más lento. Pero no es este el caso. Lo que Bernstein ha cuestionado no es la rapidez del desarrollo, sino elproceso mismo de desarrollo de la sociedad capitalista y, en relación con ello, el paso al orden socialista. Si la teoría socialista ha supuesto hasta ahora que el punto de partida de la transformación socialista sería una crisis generalizada y destructora, a nuestro modo de ver hay que diferenciar dos tipos: la idea básica que encierra y su forma externa. La idea consiste en suponer que el orden capitalista, por la fuerza de sus propias contradicciones, generará el momento en que se desarticulará, en que será sencillamente imposible. El hecho de que uno se imaginara ese momento en forma de una crisis comercial estremecedora y generalizada seguro que tenía sus buenos motivos, pero no por ello deja de ser menos insustancial y secundaria en relación con la idea principal. Porque es sabido que el argumento científico del socialismo se apoya en tres resultados de la evolución del capitalismo: principalmente en la creciente anarquía de la economía capitalista, que hace de su declive un resultado irremediable; en segundo lugar, en la progresiva socialización de del proceso de producción, que genera las bases positivas del futuro orden social, y, en tercero, en la creciente organización y conciencia de clase del proletariado, que constituye el factor activo de la transformación que se avecina. Es el primero de los denominados pilares básicos del socialismo científico el que Bernstein deja a un lado al afirmar que el desarrollo capitalista no camina hacia un crac económico general. Pero con ello no solo desecha la forma concreta del declive capitalista, sino ese declive en sí. Afirma expresamente: Ahora podría objetarse que, cuando se habla del colapso de la sociedad actual se tiene más en el punto de mira una crisis comercial generalizada y más fuerte que las anteriores, esto es, un colapso total del sistema capitalista debido a sus propias contradicciones. Y a ello responde: Que al mismo tiempo se aproxime un colapso total del actual sistema de producción no resulta probable gracias al desarrollo progresivo, sino más bien improbable, porque este, por un lado, aumenta la capacidad de adaptación; por otro, o, mejor dicho, al mismo tiempo, la diferenciación de la industria.[8] Pero luego surge una importante cuestión: ¿cómo y por qué aun con todo llegamos al objetivo final de nuestros propósitos? Desde el punto de vista del socialismo científico la necesidad histórica de la transformación socialista se manifiesta sobre todo en la creciente anarquía del sistema capitalista, que se mete en un callejón sin salida. Si, no obstante, suponemos con Bernstein que la evolución del capitalismo no se dirige hacia su propia destrucción, entonces el socialismo deja de ser objetivamente necesario. Así pues, de los pilares fundamentales de su fundamentación científica quedan tan solo los otros dos resultados del orden capitalista: el proceso de producción socializada y la conciencia de clase del proletariado. Esto también lo considera Bernstein cuando dice: El ideario socialista no pierde en nada su fuerza de convicción [al dejar al margen la teoría del colapso (N. de la A.)]. Pues, visto en detalle, ¿qué son todos esos factores que hemos enumerado para erradicar o modificar las viejas crisis? Todo son cosas que representan a la vez presupuestos y, en parte, incluso principios de socialización de la producción y el intercambio.[9] Entretanto, basta con considerarlo brevemente para que se demuestre que esta también es una conclusión errónea. ¿En qué radica la importancia de los síntomas denominados por Bernstein como medios capitalistas de adaptación: los cárteles, el crédito, los medios de transporte perfeccionados, la mejora de la clase trabajadora, etc.? Evidentemente en el hecho de que eliminan o, al menos, disminuyen las contradicciones internas de la economía capitalista, de que evitan su evolución y su agravamiento. De este modo, eliminar las crisis supondría erradicar la contradicción entre producción e intercambio en base capitalista, supondría mejorar la situación de la clase trabajadora en parte dejándola como tal, en parte elevándola a la clase media, el silenciamiento de la contradicción entre capital y trabajo. En tanto que con eso los cárteles, el sistema crediticio, los sindicatos, etc., erradican las contradicciones capitalistas, esto es, salvan de su declive el sistema capitalista y conservan el capitalismo (por eso Bernstein los denomina «medios de adaptación»), ¿cómo pueden representar a un tiempo otros tantos «presupuestos y, en parte, incluso planteamientos» del socialismo? Evidentemente tan solo en el sentido en que expresan con más fuerza el carácter social. Pero, en tanto que lo conservan en su forma capitalista, hacen que, por el contrario, el paso de esa producción socializada a la forma socialista resulte superfluo en la misma medida. De ahí que representen los planteamientos y los presupuestos del orden socialista únicamente en sentido conceptual, no histórico, es decir, fenómenos de los que, debido a nuestra idea del socialismo, sabemos que le son afines, pero que, en realidad, no solo no conllevan la transformación socialista, sino que más bien la hacen superflua. Entonces no queda como fundamento del socialismo más que la conciencia de clase del proletariado. Pero, dado el caso, tampoco esta es el simple reflejo mental de las contradicciones del capitalismo, cada vez más acusadas, y el declive que le acecha (y que se evita gracias a los medios de adaptación), sino un mero ideal, cuya fuerza de convicción radica en todas las perfecciones que le atribuimos. En resumen: lo que nos llega por ese camino es una justificación del programa socialista por el «puro conocimiento», lo que significa, dicho sencillamente, una justificación idealista, mientras que la necesidad objetiva, esto es, la justificación debida al proceso de desarrollo social y material, queda erradicada. La teoría revisionista se encuentra ante un dilema. O bien la revolución socialista surge, igual que antes, de las contradicciones internas del orden capitalista, y entonces, con este orden, se desarrollan también sus contradicciones, de manera que un colapso, sea de la forma que sea, resulta una consecuencia inevitable en cualquier momento, aunque entonces los «medios de adaptación» resultan inútiles y la teoría del colapso cierta, o bien los medios de adaptación son auténticamente capaces de evitar un colapso del sistema capitalista, esto es, de hacer al capitalismo capaz de existir, de erradicar sus contradicciones, de modo que el socialismo dejará de ser una necesidad histórica para ser entonces todo lo que se quiera, excepto el resultado del desarrollo material de la sociedad. Este dilema desemboca en otro: el revisionismo, o bien tiene razón en lo referente al curso del desarrollo capitalista y entonces la configuración socialista de la sociedad se transforma en una utopía, o el socialismo no es una utopía, pero entonces la teoría de los «medios de adaptación» no tiene fundamento. That is the question, esa es la cuestión. [4] El industrial amigo del emperador Guillermo II y fundador del Partido del Imperio Alemán (Deutsche Reichspartei) Karl Freiherr von Stumm (1836-1901) y el Secretario de Estado y vicecanciller Arthur Graf von Possadowsky-Wehner (1845-1932) combatieron ferozmente la actividad de los sindicatos y de la socialdemocracia con la violencia más brutal a fin de someter a la clase obrera. [5] Entre julio de 1897 y enero de 1898 unos setenta mil trabajadores ingleses llevaron a cabo una larga huelga con la que pretendían conseguir la reducción de la jornada laboral a ocho horas diarias. A pesar de las manifestaciones de solidaridad por parte de movimientos obreros tanto ingleses como alemanes, la huelga terminó en un fracaso absoluto. [6] El 27 de marzo de 1896 se introdujo en Sajonia el sistema prusiano de sufragio de tres clases, contra el que había habido manifestaciones masivas a mediados de diciembre de 1895. [7] En su calidad de secretario de Estado, el conde Possadowsky envió un escritoprivado a los Gobiernos de los diferentes Estados alemanes en el que proponía una serie de medidas legales para abolir el derecho de huelga y la libertad de coalición. La socialdemocracia alemana logró hacerse con el documento y lo hizo público el 15 de enero de 1898. El 6 de septiembre el emperador Guillermo II anunció en un discurso las disposiciones legales previstas para 1899, el último intento por detener el ascenso de la socialdemocracia y el poder de los sindicatos. [8] Ambos fragmentos publicados en Die Neue Zeit, n.º 18, p. 555. [9] Ibid., p. 554. 2 ADAPTACIÓN DEL CAPITALISMO Los medios más importantes que, según Bernstein, provocan la adaptación de la economía capitalista son el sistema crediticio, la mejora de los medios de comunicación y las asociaciones empresariales. Empezando por el crédito, este cumple funciones muy diversas en la sociedad capitalista, pero es sabido que la más importante consiste en el aumento de la capacidad expansiva de la producción y en mediar y facilitar el intercambio. Allí donde la tendencia intrínseca de la producción capitalista a la expansión sin límites choca con las barreras de la propiedad privada, con el ámbito limitado del capital privado, el crédito se convierte en el medio para superar estas barreras de manera capitalista, fundiendo en uno solo muchos capitales privados (sociedad de acciones) y permitiendo a un capitalista disponer de capital ajeno (crédito industrial). Por otro lado, como crédito comercial, acelera el intercambio de mercancías, es decir, el retorno del capital a la producción o, lo que es lo mismo, todo el ciclo del proceso de producción. Es fácil no ver el efecto que estas dos importantes funciones del crédito tienen en la generación de una crisis. Si las crisis, como es sabido, surgen de la contradicción entre la capacidad de expansión, la tendencia a la expansión de la producción y la capacidad limitada de consumo, el crédito es justamente, después del antes mencionado, el medio más adecuado para que esta contradicción se manifieste con la mayor frecuencia posible. Ante todo aumenta la capacidad expansiva de la producción hasta niveles tremendos y constituye la fuerza interna que lo empuja a saltar continuamente los límites del mercado. Pero actúa en dos frentes. Si como factor del proceso de producción ya ha provocado una superproducción, entonces, durante la crisis, en su calidad de mediador del intercambio de mercancías, destruirá con mucho más ahínco las fuerzas productivas a las que él mismo ha dado vida. Al primer síntoma de estancamiento el crédito se encoge, deja al intercambio en la estacada allí donde sería necesario, se demuestra como inefectivo y carente de objetivos allí donde aún se ofrece y, de ese modo, durante la crisis reduce al mínimo la capacidad de consumo. Aparte de estos dos importantísimos resultados, el crédito tiene efectos muy diversos en lo que se refiere a la generación de crisis. No solo ofrece el recurso técnico para que un capitalista pueda disponer de capitales ajenos, sino que al mismo tiempo se convierte para él en el acicate para utilizar de forma audaz y desconsiderada la propiedad ajena, es decir, para especulaciones temerarias. Como el medio pérfido de intercambio de mercancías que es, no solo agudiza la crisis, sino que facilita su llegada y su difusión, en tanto que transforma todo el intercambio en una maquinaria extremadamente complicada y artificial con un mínimo de dinero metálico como base real, y provoca su interrupción por la más mínima causa. De este modo el crédito, muy lejos de ser un medio para erradicar o al menos suavizar las crisis, es, por el contrario, un factor de generación particularmente importante. Y eso tampoco puede ser de otro modo. La función específica del crédito (dicho de manera muy general) no es otra que desterrar lo que quede de sólido en todas las relaciones capitalistas y dotar a todo de la mayor flexibilidad posible, haciendo que todas las fuerzas capitalistas sean extensibles, relativas y sensibles en grado sumo. Es evidente que con ello las crisis, que no son otra cosa más que el choque periódico de las fuerzas antagónicas de la economía capitalista, solo pueden aliviarse o agudizarse. Pero esto, a su vez, nos conduce a otra cuestión: cómo el crédito puede manifestarse como un «medio de adaptación» del capitalismo. Sea cual sea la relación y la forma en que se imagina siempre esta «adaptación» con ayuda del crédito, es evidente que su esencia solo puede consistir en que cualquier relación antagónica de la economía capitalista quede compensada, cualquiera de sus contradicciones erradicada o silenciada y a las fuerzas oprimidas se les otorgue, de ese modo, libre espacio de actuación sobre cualquier cuestión. Si en la actual economía capitalista hay un medio que aumente todas sus contradicciones hasta el máximo, ese es justamente el crédito. Aumenta el antagonismo entre modo de producción y modo de intercambio, en tanto que tensa la producción hasta el máximo, pero paraliza el intercambio a la mínima ocasión. Aumenta el antagonismo entre forma de producción y de apropiación, en tanto que separa producción de propiedad, en tanto que transforma el capital de la producción en un capital social, aunque una parte del beneficio adquiera la forma de intereses del capital, es decir, en un auténtico título de propiedad. Aumenta el antagonismo entre la propiedad y los modos de producción, en tanto que reúne inmensas fuerzas productivas en unas pocas manos gracias a la expropiación de muchos pequeños capitalistas. Aumenta el antagonismo entre el carácter social y la producción y la propiedad privada capitalista, en tanto que hace necesaria la intervención del Estado en la producción (sociedad de acciones). En resumen, el crédito reproduce todos los antagonismos cardinales del mundo capitalista, los lleva hasta el extremo y acelera el paso por el que este se apresura hacia su propia destrucción (el colapso). El primer medio de adaptación para el capitalismo en lo referente al crédito debería consistir por tanto en abolir el crédito, anularlo. Tal como es, no constituye un medio de adaptación, sino de destrucción, de sumo efecto revolucionario. No obstante, este carácter revolucionario, que va más allá del capitalismo en sí, ha inducido incluso a unos planes de reforma de tinte socialista, y ha hecho aparecer a grandes representantes del crédito, como Isaac Péreire[10] en Francia, mitad como profetas, mitad como canallas, tal como dice Marx. Igual de débil se ve el segundo «medio de adaptación» de la producción capitalista si se observa de cerca: las asociaciones empresariales.[11] Según Bernstein, deben poner freno a la anarquía y evitar las crisis regulando la producción. Claro que el desarrollo de los cárteles y los trust es un fenómeno aún sin investigar en sus múltiples efectos económicos. Constituye un problema que solo puede solucionarse de la mano de la doctrina marxista. En cualquier caso está claro que solo podría hablarse de una contención de la anarquía capitalista en la medida en que los cárteles, trust, etc., empezaran a convertirse en una forma de producción dominante, generalizada. Pero precisamente esto queda excluido por la naturaleza propia del cártel. El único fin económico, así como la eficacia de las asociaciones empresariales, consiste en influir en la distribución de la masa de beneficios que se consigue en el mercado de productos excluyendo a la competencia en el ámbito de una rama concreta, de manera que aumente con ello la parte de los beneficios de esa rama de la industria. En cualquier rama de la industria una organización solo puede tener beneficios a costa de otras y, por eso, no puede generalizarse en modo alguno. Ampliada a todas las ramas más importantes de la producción, neutralizaría su propia influencia. Pero también en los límites de su aplicación práctica las asociaciones de empresarios influyen precisamente de manera contraria en la erradicación de la anarquía industrial. Los cárteles persiguen por logeneral el mencionado aumento de los beneficios en el mercado interno produciendo para el extranjero las partes de capital que no pueden emplear para las necesidades internas con unos beneficios más bajos, es decir, vendiendo sus mercancías en el extranjero mucho más baratas que en el propio país. El resultado es la competencia más acentuada en el extranjero, el aumento de la anarquía en el mercado mundial, es decir, precisamente lo contrario de lo que se pretende. Un ejemplo de ello nos lo da la industria azucarera internacional. Finalmente, como forma en la que se manifiesta de manera conjunta el modo de producción capitalista, las asociaciones empresariales pueden concebirse solo como una fase de transición, como una determinada fase del desarrollo capitalista. ¡En efecto! Visto en último extremo, los cárteles son, en realidad, un vehículo de la forma de producción capitalista para frenar la fatídica caída de beneficios en determinadas ramas de la producción. Pero ¿cuál es el método del que se sirven los cárteles a este fin? En el fondo no es otro que el de dejar parada una parte del capital acumulado, es decir, el mismo método que se aplica en las crisis de diferente forma. Pero un remedio tal se asemeja a la enfermedad como un huevo a otro huevo, y solo hasta cierto punto puede considerarse como el mal menor. Si el mercado de consumo empieza a constreñirse porque el mercado mundial está saturado y agotado hasta el extremo por la competencia de los países capitalistas (y que este momento llegará tarde o temprano es algo que, evidentemente, no puede negarse), entonces el capital parado, en parte de forma obligada, adquiere tales proporciones que la misma medicina se transforma en enfermedad y el capital ya bien socializado por la organización se transforma en capital privado. Ante las escasas posibilidades de encontrar para sí un mínimo lugar en el mercado de consumo, cada porción de capital privado prefiere probar suerte por sí misma. Las organizaciones entonces estallarán y volverán a dejar sitio a la libre competencia de forma potenciada.[12] Así pues, los cárteles, al igual que el crédito, se manifiestan como determinadas fases de desarrollo que, en último término, no hacen más que aumentar la anarquía del mundo capitalista poniendo de manifiesto y madurando todas sus contradicciones internas. Acentúan el antagonismo entre el modo de producción y el modo de intercambio, llevando al límite la lucha entre los productores y los consumidores, tal como lo vemos en particular en los Estados Unidos de América. Es más, acentúan la contradicción entre los medios de producción y de apropiación enfrentando de forma brutal a los obreros con la supremacía del capital organizado y aumentando así la oposición entre capital y trabajo. Finalmente acentúa el antagonismo entre el carácter internacional de la economía mundial capitalista y el carácter nacional del Estado capitalista al tener como efecto colateral una guerra aduanera generalizada y llevar así hasta el extremo las contrariedades entre los diferentes Estados capitalistas. A esto hay que añadir el efecto directo, extremadamente revolucionario de los cárteles sobre la concentración de la producción, el perfeccionamiento técnico, etc. De este modo, los cárteles y trust, con su efecto final sobre la economía capitalista, no solo no se manifiestan como un «medio de adaptación» que diluye sus contradicciones, sino precisamente como uno de los medios que ellos mismos han creado para aumentar la propia anarquía, para dirimir sus propias contradicciones internas, para acelerar el propio declive. Pero si el sistema crediticio, los cárteles y similares no pueden acabar con la anarquía de la economía capitalista, ¿cómo es posible que durante dos décadas (desde 1873) no hayamos tenido ninguna crisis global? ¿No es esto una señal de que el modo de producción capitalista, al menos en la cuestión fundamental, se «adapta» en efecto a las necesidades de la sociedad y ha superado el análisis de Marx? La respuesta no tardó en llegar. En 1898, apenas acababa Bernstein de hacer chatarra con la teoría marxista de las crisis, cuando en el año 1900 dio comienzo una tremenda crisis global, y siete años más tarde, en 1907, invadió el mercado mundial una nueva crisis procedente de los Estados Unidos. De ese modo, con hechos que hablaban por sí solos, quedó erradicada la teoría de la «adaptación» del capitalismo. Al mismo tiempo se demostró con ello que quienes habían dado de lado la teoría marxista de las crisis solo porque había fallado en dos supuestos «plazos de vencimiento», confundían el núcleo de esta teoría con un detalle externo e irrelevante: el ciclo de diez años. Pero la formulación de la corriente de la moderna industria capitalista como un periodo de diez años fue para Marx y Engels, durante los años sesenta y setenta, una sencilla constatación de los hechos que, por su parte, no se basaban en una serie de circunstancias históricas concretas, que estaban en relación con la expansión, a tropezones, del joven capitalismo. En efecto, la crisis de 1825 fue resultado de las grandes inversiones en la construcción de carreteras, canales y gaseoductos, que se habían llevado a cabo durante la década anterior, sobre todo en Inglaterra, igual que la crisis misma. La crisis siguiente de 1836 a 1839 fue igualmente un resultado de obras colosales al invertir en nuevos medios de transporte. La crisis de 1847 fue ocasionada, como es sabido, por la fiebre de obras ferroviarias inglesas (1844-1847, es decir, ¡solo en tres años el parlamento otorgó concesiones para nuevos ferrocarriles por valor de 1.500 millones de táleros!). En estos tres casos se trata, pues, de diferentes formas de nueva constitución de la economía del capital, del establecimiento de nuevos fundamentos para el desarrollo capitalista que las crisis trajeron consigo. En el año 1857 fue la repentina apertura de nuevos mercados de consumo en América y Australia como consecuencia del descubrimiento de minas de oro; en Francia, en particular, la construcción de ferrocarriles, en la que se siguió el ejemplo de Inglaterra (entre 1852 y 1856 se construyeron en Francia nuevos ferrocarriles por un valor de 1.250 millones de francos). Finalmente, la gran crisis de 1873[13] fue, como es sabido, una consecuencia directa de la nueva Constitución, de la primera ofensiva de la gran industria en Alemania y en Austria, que siguió a los acontecimientos políticos de 1866[14] y 1871.[15] Así pues, en todas estas ocasiones ha sido la súbita ampliación del terreno de la economía capitalista y no la apropiación de su ámbito de actuación, no su agotamiento, lo que hasta ahora ha propiciado que surgieran estas crisis comerciales. El hecho de que esas crisis internacionales se repitan justamente cada diez años es en sí una manifestación puramente externa, casual. El esquema marxista sobre la generación de crisis, tal como lo han expuesto Engels en el Anti-Dühring y Marx en los volúmenes primero y tercero de El capital, puede aplicarse a todas las crisis en tanto que, al poner al descubierto sus mecanismos internos y sus causas generales y más profundas, estas crisis pueden repetirse cada diez, cada cinco o, alternativamente, cada veinte y cada ocho años. Pero lo que convierte la teoría de Bernstein en incuestionablemente ineficaz es el hecho de que la crisis más reciente, la de los años 1907 y 1908, se manifestó con más fuerza en el país en el que los famosos «medios de adaptación» del crédito, de los servicios de noticias y los trust están mejor formados. En general, la idea de que la producción capitalista podría «adaptarse» al intercambio, presupone una de las dos: o bien que el mercado mundial crezca ilimitadamente y hasta el infinito o, por el contrario, que las fuerzas productivas se frenen en su crecimiento, para que no salten los límites del mercado. Lo primero es una imposibilidad física; a lo último se opone el hecho de que a cada paso tienen lugar transformaciones técnicas y despiertan cada día nuevas fuerzas.Según Bernstein, otra manifestación contradice el curso señalado de los asuntos capitalistas: la «falange casi inamovible» de la mediana empresa a la que este hace referencia. Ve en ello una señal de que el desarrollo de la gran industria no tiene un efecto tan revolucionario y concentrado como podría haberse esperado de la «teoría del colapso». Solo que también aquí sería víctima de su propia confusión. De hecho, se concebiría de manera completamente errónea el desarrollo de la gran industria si se esperase que la mediana empresa desapareciera progresivamente de la superficie. En el curso general del desarrollo capitalista, los pequeños capitales desempeñan, según las ideas de Marx, el papel de pioneros de la revolución técnica y, por cierto, en un doble sentido, tanto en relación con nuevos métodos de producción en ramas antiguas y asentadas, firmemente radicadas, como también en relación con la generación de nuevas ramas de producción aún no explotadas por grandes capitales. Completamente falsa es la idea de que la historia de la mediana empresa capitalista se dirige en línea recta hasta el declive progresivo. El curso efectivo de su evolución es más bien, también aquí, puramente dialéctico y se mueve siempre entre contrarios. La mediana empresa capitalista se encuentra exactamente igual que la clase obrera bajo el influjo de dos tendencias opuestas, una que la hace subir y otra que la hace bajar. La tendencia que la hace bajar es, dado el caso, el aumento constante de la escala de niveles de la producción, que sobrepasa periódicamente el ámbito de los capitales medianos y, de ese modo, los expulsa una y otra vez de la competencia. La tendencia que la hace subir es la desvalorización periódica del capital existente, que hunde la escala de niveles de la producción (según el valor del mínimo capital necesario) una y otra vez durante un tiempo, así como la entrada de la producción capitalista en nuevas esferas. La lucha de la mediana empresa con el gran capital no puede imaginarse como una batalla regular, en la que la tropa de la parte más débil se va diezmando cada vez más directa y cuantitativamente, sino más bien como una siega periódica de pequeños capitales, que luego no cesan de germinar a toda velocidad para que la guadaña de la gran industria vuelva a segarlos de nuevo. De estas dos tendencias, que juegan a la pelota con la clase media capitalista, la que triunfa en último término (al contrario que la evolución de la clase obrera) es la tendencia a la baja. Pero esto no necesita en absoluto manifestarse en una mengua numérica total de la mediana empresa, sino, en primer lugar, en el mínimo de capital que va aumentando progresivamente, necesario para que las empresas de las viejas ramas puedan subsistir; en segundo, en el plazo de tiempo cada vez más breve, durante el cual los pequeños capitales gozan de la explotación de nuevas ramas con total libertad. De ello resulta un plazo de vida cada vez más corto para el pequeño capital individual y un cambio cada vez más rápido de los métodos de producción como formas de inversión y, en general, un metabolismo social cada vez más acelerado para esta clase. Esto último lo sabe muy bien Bernstein, y él mismo lo afirma. Pero lo que parece olvidar es que con ello se articula la propia ley del movimiento de la mediana empresa capitalista. Si los pequeños capitales son, pues, la vanguardia del progreso técnico y el progreso técnico es la pulsación vital de la economía capitalista, es evidente que los pequeños capitales constituyen un fenómeno inseparable del desarrollo capitalista, que solo puede desaparecer con él. La desaparición gradual de las medianas empresas (en el sentido de la estadística sumaria más absoluta de la que habla Bernstein) significaría, no como dice Bernstein, el transcurso de un desarrollo revolucionario del capitalismo, sino precisamente al contrario, un estancamiento, un adormecimiento de este último: La cuota de beneficio, es decir, el aumento proporcional de capital es, sobre todo, importante para todos los nuevos brotes de capital agrupados autónomamente. Y, tan pronto como la formación de capitales cayera exclusivamente en manos de unos pocos grandes capitales ya preparados, el fuego avivador de la producción quedaría apagado. Se adormecería.[16] [10] Isaac Péreire (1806-1880) fue un financiero francés, seguidor de Saint- Simon, que desempeñó, junto con su hermano Émile, un importante papel en el desarrollo del ferrocarril y contribuyó a la creación de la Société Générale du Crédit Mobilier, con el objetivo principal de hacer competencia a la familia Rothschild. [11] Luxemburg utiliza aquí este concepto para referirse a los cárteles, trust y organizaciones similares. [12] En una nota al tercer volumen de El capital Friedrich Engels escribió en 1894: «Desde que se escribió lo antes mencionado [el primer volumen] (1863) la competencia ha aumentado significativamente en el mercado mundial debido al rápido desarrollo de la industria en todos los países cultos, especialmente en los Estados Unidos y Alemania. El hecho de que las modernas formas de producción, que crecen de manera rápida y agigantada, aumenten día a día las leyes del intercambio capitalista de mercancías, en el marco de las cuales han de moverse, este hecho pesa hoy cada vez más en la conciencia de los propios capitalistas. Ello se demuestra palpablemente en dos síntomas. Primero, en la nueva manía generalizada de control aduanero, que se diferencia de la vieja política arancelaria en el hecho de que protege sobre todo los artículos aptos para la exportación. Segundo, en los cárteles (trust) de los fabricantes de esferas de producción muy amplias para regular la producción y, con ello, los precios y los beneficios. Naturalmente estos experimentos solo pueden llevarse a cabo en un clima económico relativamente favorable. La primera tormenta lo echará todo por la borda y demostrará que, aunque la producción precisa de una regulación, seguro que no es la de la clase capitalista llamada a ello. Entretanto esos cárteles solo tienen la finalidad de cuidarse de que los grandes no se coman aún más rápido a los pequeños». (N. de la A.). Karl Marx, El capital, vol. III, en Karl Marx y Friedrich Engels, Werke, Berlín: Dietz, 1964, vol. 25, p. 130. [13] El denominado crac fundacional de 1873 supuso para Alemania la peor crisis de sobreproducción cíclica del siglo XIX, originada como consecuencia de un desarrollo desproporcionado a favor de la industria pesada y de armamento en medio de las tormentas del auge económico que tuvo lugar tras la unidad del Imperio en 1871 y la posterior fundación del Estado alemán. [14] La derrota de Austria ante Prusia por la hegemonía en Alemania supuso una importante etapa en el camino a la unificación del Imperio y tuvo como consecuencia directa la constitución de la Alianza del Norte de Alemania. [15] El 18 de enero de 1871 fue proclamado en Versalles el Imperio Alemán y, con él, la unificación de Alemania bajo hegemonía prusiana. El rey de Prusia, Guillermo I, fue proclamado emperador alemán. El nuevo Estado nacional quedó en manos de las clases más reaccionarias y agresivas: la nobleza del campo y la alta burguesía. [16] Karl Marx, El capital, p. 269. 3 INTRODUCCIÓN DEL SOCIALISMO A TRAVÉS DE REFORMAS SOCIALES Bernstein repudia la «teoría del colapso» como el camino histórico para la realización de la sociedad socialista. ¿Cuál es el camino que conduce a ella desde el punto de vista de la «teoría de la adaptación del capitalismo»? Bernstein ha respondido a esta pregunta tan solo con insinuaciones; el intento de definirla más detalladamente en el sentido de Bernstein lo ha llevado a cabo Konrad Schmidt.[17] Según este, «la lucha sindical y la lucha política por las reformas sociales» posibilitarán «un control social cada vez más extenso de las condiciones de producción» y por medio de leyes «limitará cada vez más los derechos de los dueños del capital hasta reducirlos cada vez más al papel de un administrador» hastaque finalmente «el capitalista, ya desgastado, apartado de la dirección y la administración de la empresa ve cómo su propiedad tiene cada vez menos valor para él», y de ese modo se introduce definitivamente la empresa social. Así pues, los sindicatos, las reformas sociales y además, como añade Bernstein, la democratización política del Estado, son los medios para introducir gradualmente el socialismo. Empezando por los sindicatos, su función más importante (y esto no lo ha demostrado nadie mejor que el propio Bernstein en el año 1891 en Die Neue Zeit[18]) consiste en ser, del lado de los trabajadores, el medio por el que hacer realidad la ley capitalista del salario, es decir, la venta de mano de obra según el correspondiente precio de mercado. Para lo que los sindicatos sirven al proletariado es para aprovechar para sí las coyunturas que ofrece el mercado en cada momento. Pero esas coyunturas, esto es, por un lado la demanda de mano de obra condicionada por el estado de la producción, por otro la oferta de mano de obra generada por la proletarización y la reproducción natural de las clases medias, y por último también el grado correspondiente de productividad en el trabajo, quedan fuera del radio de influencia de los sindicatos. Por eso no pueden acabar con la ley salarial; en el mejor de los casos pueden contener la explotación capitalista en los límites «normales», pero en modo alguno acabar gradualmente con la explotación en sí. Es verdad que Konrad Schmidt denomina como un «débil estado inicial» al actual movimiento sindical, y espera que en el futuro «el sindicalismo conseguirá una influencia cada vez mayor en la regulación de la producción misma». Pero por regulación de la producción pueden entenderse dos cosas: la intromisión en el aspecto técnico del proceso de producción y la erradicación del ámbito de producción en sí. ¿De qué naturaleza puede ser la influencia de los sindicatos en esas dos cuestiones? Está claro que, en lo referente a la técnica de la producción, el interés del capitalista coincide, con ciertas limitaciones, con el progreso y el desarrollo de la economía capitalista. Es la propia necesidad la que lo estimula a las mejoras técnicas. Por el contrario, la postura del trabajador por sí solo es precisamente la contraria: cada transformación técnica contradice los intereses del trabajador directamente afectado por ella y empeora su situación inmediata, en tanto que desvaloriza la mano de obra y hace el trabajo más intensivo, monótono y torturante. Siempre que el sindicato pueda inmiscuirse en el aspecto técnico de la producción, evidentemente solo podrá actuar en este último sentido, es decir, en el sentido del grupo de trabajadores particulares directamente interesados en ello, o sea, oponiéndose a las mejoras. Pero en este sentido no actúa en interés de la clase trabajadora en su conjunto ni de su emancipación, que coinciden mucho más con el progreso técnico, esto es, con el interés del capitalista privado, sino justo lo contrario, en sentido reaccionario. Y, en efecto, ahí está ese esfuerzo por influir en el lado técnico de la producción no en el futuro, donde lo busca Konrad Schmidt, sino en el pasado del movimiento sindical. Este determina la fase más antigua del sindicalismo inglés (hasta los años sesenta), cuando aún seguía ligado a restos de las asociaciones gremiales medievales y se regía por el anticuado principio del «derecho adquirido a un trabajo adecuado».[19] El empeño de los sindicatos por determinar el ámbito de la producción y los precios de las mercancías es, por el contrario, un fenómeno de fecha reciente. Solo en los ultimísimos tiempos vemos surgir (otra vez solo en Inglaterra) intentos que no fructifican. Pero por su carácter y su tendencia estos esfuerzos son iguales que aquellos.[20] Pues ¿a qué se reduce necesariamente la participación activa de los sindicatos en la determinación del ámbito y de los precios de la producción de mercancías? A un cártel de trabajadores y empresarios contra los consumidores y, por cierto, utilizando medidas coercitivas contra los empresarios de la competencia, que no le van a la zaga a los métodos de las asociaciones empresariales legales. En el fondo, no es una lucha más entre trabajo y capital, sino una lucha solidaria del capital y de la mano de obra contra la sociedad de consumo. Por su valor social es un comienzo reaccionario, que por eso no puede constituir una etapa en la lucha por la emancipación del proletariado, pues representa más bien exactamente todo lo contrario de una lucha de clases. Por su valor práctico es una utopía que, si se reflexiona un poco, nunca podrá extenderse a ramas mayores que produzcan para el mercado mundial. La actividad de los sindicatos se limita, por tanto, en lo principal, a la lucha salarial y a la reducción de la jornada laboral, es decir, simplemente a la regulación de la explotación capitalista en función de las condiciones del mercado; no pueden influir en el proceso de producción debido a la naturaleza de las cosas. Sí, más aún, todo el curso del desarrollo sindical se orienta precisamente hacia lo contrario, tal como supone Konrad Schmidt, hacia la absoluta liberación del mercado laboral de toda relación inmediata con el resto del mercado. Lo más representativo en este sentido es el hecho de que incluso la aspiración a relacionar directamente, al menos de forma pasiva, el contrato de trabajo con el estado general de la producción por medio del sistema de las listas salariales flexibles,[21] ha sido ya superada en su evolución y que los trade unions ingleses se alejan cada vez más de ellas.[22] Pero incluso dentro de los límites efectivos de su influencia el movimiento obrero no se dirige, como presupone la teoría de la adaptación del capital, hacia la expansión ilimitada. ¡Todo lo contrario! Si se consideran sectores más amplios del desarrollo social, no se puede dejar de reconocer el hecho de que, en general, no se avecinan tiempos de un victorioso despliegue de fuerzas, sino de crecientes dificultades para el movimiento sindical. Si el desarrollo de la industria alcanza su punto álgido y empieza para el capital la «cuesta abajo» en el mercado mundial, entonces la lucha sindical será doblemente difícil: en primer lugar, se empeoran las coyunturas objetivas del mercado para la mano de obra, en tanto que la demanda se vuelve más lenta, aunque la oferta sea más rápida de lo que ahora es el caso; en segundo, el propio capital, para resarcirse de las pérdidas en el mercado mundial, recurre con tanto mayor encono a la parte del producto que corresponde al trabajador. ¡Pues la reducción del salario laboral es uno de los medios más importantes para frenar la caída de beneficios![23] Inglaterra ya nos ofrece la imagen del segundo estadio inicial del movimiento sindicalista. Obligado por la necesidad, se reduce cada vez más a la simple defensa de lo que ya ha conseguido, y esta también se vuelve cada vez más difícil. El curso de los acontecimientos ya descrito es lo contrario de lo que debe ser para que la lucha de las clases política y socialista cobre auge. Konrad Schmidt comete el mismo error de la perspectiva histórica contraria en lo tocante a la reforma social, de la que se espera que «mano a mano con las coaliciones sindicales de obreros imponga a la clase capitalista las condiciones bajo las que únicamente puede emplear mano de obra». En este sentido de la reforma social así concebida, Bernstein denomina las leyes de la fábrica un fragmento de «control social» y, como tal, un fragmento de socialismo. También Konrad Schmidt habla de «control social» en todos los sitios en los que se refiere a la protección oficial de los trabajadores y, una vez que ha transformado a capricho el Estado en sociedad, añade sin miedo alguno: «la clase obrera en auge», y con esta operación se transforman las inocentes medidas de protección laboral del Senado alemán en medidas de transición al socialismo del proletariado alemán. El engaño es evidente. El Estado actual no es precisamenteuna «sociedad» en el sentido de una «clase trabajadora en auge», sino un representante de la sociedad capitalista, esto es, del Estado de clases. Por eso, la reforma social que aplica no es una actividad del «control social», es decir, del control de la libre sociedad trabajadora, sobre el propio proceso laboral, sino un control de la organización de clase del capital sobre el proceso de producción capitalista. En esto, es decir, en los intereses del capital la reforma social encuentra también sus límites naturales. Naturalmente, Bernstein y Konrad Schmidt no ven en esa relación con el presente más que un «débil estadio inicial» y esperan que el futuro traiga una reforma social en aumento hasta el infinito a favor de la clase trabajadora. Solo que en ello cometen el mismo error al suponer un despliegue de poder ilimitado del movimiento sindical. La teoría de la introducción progresiva del socialismo pone como condición, y aquí radica lo esencial, un determinado desarrollo objetivo tanto de la propiedad capitalista como del Estado. En relación al primero, el esquema del desarrollo futuro, como Konrad Schmidt presupone, pasa por presionar «al dueño del capital limitando sus derechos cada vez más, hasta reducirlo al papel de un administrador». A la vista de la supuesta imposibilidad de la expropiación súbita y única de los medios de producción, Konrad Schmidt establece una teoría de expropiación progresiva. Para ello se forja como presupuesto necesario un fraccionamiento del derecho de propiedad como una «propiedad suprema», que adjudica a la «sociedad» y que imagina cada vez más extendido, y un derecho de usufructo, que, en manos del capitalista, se reduce hasta quedar en la mera administración de su empresa. Ahora bien, esta construcción o bien es un inocente juego de palabras sin trascendencia ninguna, y entonces la teoría de la expropiación progresiva no sirve para nada, o bien un esquema bien planteado del desarrollo jurídico, y entonces es completamente errónea. El fraccionamiento de las diferentes facultades subyacentes tras el derecho de propiedad, al que recurre Konrad Schmidt para su «expropiación gradual» del capital, es característico de la sociedad feudal de economía natural, en la que la división del producto se llevaba a cabo entre los señores feudales y sus siervos. La descomposición de la propiedad en diversos derechos parciales se debió en este caso al hecho de que el reparto de la riqueza social estaba organizado de antemano. Con la transición a la producción de mercancías y la disolución de todos los vínculos personales entre cada uno de los participantes en el proceso de producción, se afianzó, por el contrario, la relación entre individuo y objeto: la propiedad privada. En tanto que el reparto ya no se lleva a cabo a través de relaciones personales, sino a través del intercambio, los diferentes derechos de participación en la riqueza social ya no se miden en pedacitos de derecho de propiedad sobre un objeto común, sino en el valor que cada uno lleva al mercado. El primer cambio en las relaciones jurídicas que acompañan a la aparición de la producción de mercancías en las comunas de la Edad Media fue también la formación de un derecho cerrado y absoluto en el seno de las relaciones jurídicas feudales con la partición de la propiedad. Pero en la producción capitalista continúa este desarrollo. Cuanto más se socializa el proceso de producción, más descansa el proceso de reparto en el puro intercambio y cuanto más intocable y cerrada se vuelve la propiedad privada capitalista, tanto más se transforma la propiedad de capital surgida del derecho al producto del propio trabajo en un puro derecho de apropiación frente al trabajo ajeno. Mientras el capitalista mismo dirige la fábrica, el reparto está atado hasta un grado determinado a la participación personal en el proceso de producción. En la medida en que la dirección personal del fabricante resulta superflua, y esto es algo absoluto en las sociedades de acciones, la propiedad de capital, como título de derecho de reparto, se desvincula por completo de las relaciones personales con la producción y se manifiesta en su forma más pura y rigurosa. En el capital de acciones y en el crédito de capital industrial es donde el derecho de propiedad capitalista alcanza su máxima perfección. El esquema histórico de la evolución del capitalismo, tal como lo describe Konrad Schmidt, «de propietario a simple administrador», se manifiesta de este modo como el desarrollo efectivo interpretado al revés, lo cual, por el contrario, conduce de propietario y administrador a simple propietario. A Konrad Schmidt le sucede lo que a Goethe: Como algo lejano ve todo lo que tiene, real para él es todo aquello que pierde.[24] Y como su esquema histórico retrocede, en el aspecto económico, de la moderna sociedad de acciones a la fábrica de manufactura o incluso al taller artesano, pretende por derecho que el mundo capitalista retroceda hasta el cascarón de la economía natural del feudalismo. También desde este punto de vista la «sociedad de control» se manifiesta con otra luz diferente a aquella con la que lo ve Konrad Schmidt. Lo que hoy funciona como «control social» (la protección al obrero, la supervisión de las sociedades de acciones, etc.), en efecto no tiene nada que ver con una parte del derecho de propiedad, con la «propiedad suprema». No actúa como limitación de la propiedad capitalista, sino, al contrario, como su protección. O, dicho en términos económicos, no constituye un ataque a la explotación capitalista, sino una regulación, un ordenamiento de esa explotación. Y si Bernstein se plantea la cuestión de si en una ley de fábricas hay más o menos socialismo, podemos asegurarle que en la mejor ley de fábricas hay tanto socialismo como en las disposiciones municipales sobre la limpieza de calles y el alumbrado de las farolas, cosa que también es «control social». [17] En el Vorwärts del 20 de febrero de 1898. Sección literaria. Creemos poder considerar las explicaciones de Konrad Schmidt tanto más en consonancia con las de Bernstein, en cuanto que Bernstein no puso objeción alguna a los comentarios de sus opiniones en Vorwärts. (N. de la A.). Conrad o Konrad Schmidt (1863-1932) fue un economista, filósofo y periodista alemán, afín a las teorías marxistas. [18] Eduard Bernstein, Zur Frage des ehernen Lohngesetzes [Sobre la cuestión de la férrea ley salarial], «VI. Conclusiones», en: Die Neue Zeit (Stuttgart), n.º 9 (1890-1891), vol. 1, pp. 600-605. [19] Sidney James Webb, Industrial Democracy (1897). Webb (1859-1947) fue un político socialista británico. Junto con su esposa, Beatrice, también militante del Partido Laborista, escribió numerosas obras en las que recogió la historia del sindicalismo británico. [20] A partir de 1890 las asociaciones de empresarios y las asociaciones de la industria metalúrgica sellaron en Birmingham unas alianzas que tenían como misión aumentar los precios de venta y regular los salarios sobre esa base supuestamente para asegurar mayores beneficios a los fabricantes y salarios más altos a los obreros. [21] La base de este sistema fue el pacto establecido entre empresarios y obreros para que el nivel de los salarios dependiera de una relación determinada con las variaciones de los precios del mercado. Dejaba abierta la posibilidad de manipulación contra los obreros y por eso estos lo rechazaron de plano. [22] Webb, Industrial Democracy, p. 115. [23] Karl Marx, El capital, p. 245. [24] Goethes Werke, ed. realizada por encargo de la Gran Duquesa Sophie von Sachsen, Weimar, 1887, parte I, vol. 14, p. 6. 4 POLÍTICA ADUANERA Y MILITARISMO La segunda premisa para la progresiva introducción del socialismo, según Eduard Bernstein, es la evolución del Estado hacia la sociedad. El hecho de que el Estado actual es un Estado de clases se ha convertido ya en un tópico. Entretanto, a nuestro modo de ver, este concepto, igual que todo lo referente a la sociedad capitalista, no debería concebirse con una validezabsoluta e inamovible, sino en un proceso de desarrollo continuo. Con la victoria política de la burguesía, el Estado se convirtió en Estado capitalista. Naturalmente, el propio desarrollo capitalista transforma esencialmente la naturaleza del Estado, ampliando cada vez más su radio de acción al adjudicarle nuevas funciones, haciendo su intervención y su control cada vez más necesarios principalmente en lo relativo a la vida económica. Mientras tanto, va preparándose poco a poco la futura fusión del Estado con la sociedad. En esa dirección puede hablarse también del desarrollo del Estado capitalista hacia la sociedad, y sin duda en este sentido dice Marx que la protección al trabajador es la primera intervención consciente «de la sociedad» en su proceso de vida social, una frase a la que se refiere Bernstein. Pero, por otra parte, en la esencia del Estado se lleva a cabo otra transformación más por medio del mismo desarrollo capitalista. En primer lugar, el Estado actual es una organización de la clase capitalista dominante. Si el Estado se hace cargo de diversas funciones de interés general en aras del desarrollo social es solo porque y en tanto que esos intereses y el desarrollo social coincidan con los intereses de la clase dominante en general. La protección al obrero, por ejemplo, radica por igual en el interés inmediato de los capitalistas como clase y en la sociedad en su conjunto. Pero esa armonía solo dura hasta un punto determinado del desarrollo capitalista. Una vez que el desarrollo alcanza un punto álgido concreto, los intereses de la burguesía como clase y los del progreso económico empiezan también a separarse en sentido capitalista. Creemos que esa fase ya ha comenzado y ello se manifiesta en los dos fenómenos más importantes de la actual vida social: en la política aduanera y el militarismo. Ambos, política aduanera y militarismo, han desempeñado en la historia del capitalismo un papel irrenunciable y, en ese sentido, revolucionario y progresivo. Sin la protección aduanera apenas hubiera sido posible que surgiera la gran industria en los diferentes países. Pero hoy las cosas son diferentes. Hoy la protección aduanera no sirve para llevar a las jóvenes industrias hasta lo más alto, sino para conservar de manera artificial las antiguas formas de producción. Desde el punto de vista del desarrollo capitalista, es decir, desde el punto de vista de la economía mundial, hoy resulta completamente indiferente si Alemania exporta más mercancías a Inglaterra o Inglaterra a Alemania. Así pues, desde el punto de vista del propio desarrollo ya ha cumplido su función y podría marcharse. Es más, debería marcharse. Con la actual dependencia mutua de las diferentes ramas de la industria, la protección aduanera sobre cualquier mercancía ha de encarecer la producción de otras mercancías en el interior, es decir, volver a maniatar la industria. Pero no así desde el punto de vista de los intereses de la clase capitalista. La industria no necesita de la protección aduanera para su desarrollo, pero sí los empresarios para la protección de sus ventas. Esto significa que las aduanas hoy ya no sirven como medio de protección de una producción capitalista incipiente frente a una más madura, sino como medio de lucha de un grupo capitalista nacional frente a otro. Las aduanas ya no son necesarias como medio de protección de la industria para constituir y conquistar un mercado interior, pero sí como medio imprescindible para cartelizar la industria, es decir, para la lucha de los productores capitalistas con la sociedad de consumo. Finalmente, lo que determina de forma más llamativa el carácter específico de la actual política aduanera es el hecho de que ahora en todas partes el papel más importante no lo desempeña la industria, sino la agricultura, es decir, que la política aduanera en realidad se ha convertido en un medio para fundir intereses feudales en forma capitalista y darles vida. La misma transformación ha tenido lugar con el militarismo. Si contemplamos la Historia, no como hubiera podido o debido ser, sino como en efecto ha sido, hemos de constatar que la guerra ha constituido el factor imprescindible para el desarrollo capitalista. Los Estados Unidos de Norteamérica y Alemania, Italia y los Estados balcánicos, Rusia y Polonia, todos deben las condiciones o el impulso para el desarrollo capitalista a las guerras, da igual si a la victoria o a la derrota. En tanto que ha habido países que han tenido que superar su desmembramiento interno o su aislamiento económico natural, el militarismo también ha desempeñado un papel revolucionario en sentido capitalista. También en ese aspecto las cosas hoy son diferentes. Cuando la política mundial se ha convertido en escenario de conflictos amenazantes, no se trata tanto de abrir el capitalismo a nuevos países como de contrariedades existentes en Europa, que se han trasplantado a otras partes del mundo en las que han logrado imponerse con éxito. Los que hoy compiten entre sí con armas en la mano, da igual en Europa que en otras partes del mundo, no son por un lado los países capitalistas y por otro los de economía natural, sino Estados que, precisamente debido a la semejanza de su elevado desarrollo capitalista, han sido empujados al conflicto. Naturalmente, bajo esas circunstancias el conflicto, si llega a darse, solo puede ser de trascendencia fatal para el proceso de evolución en sí, en tanto que llevará consigo una profunda conmoción y una transformación de la vida económica en todos los países capitalistas. Pero la cuestión se ve de manera diferente desde el punto de vista de la clase capitalista. Para esta el militarismo se ha vuelto hoy imprescindible en tres sentidos: en primer lugar, como medio de lucha para los intereses «nacionales» en competencia con otros grupos también nacionales; en segundo, como el modo de inversión más importante tanto para el capital financiero como para el industrial; y, en tercero, como herramienta de dominación clasista en el interior del país frente al pueblo trabajador; intereses todos que, en sí, no tienen nada en común con el progreso de los modos de producción capitalista. Y lo que, por otra parte, mejor pone en evidencia ese carácter específico del militarismo actual es, en primer lugar, un crecimiento generalizado y sin freno en todos los países debido a, por así decirlo, un impulso mecánico interno y propio, un fenómeno que hace unas décadas aún era completamente desconocido; en segundo, la imposibilidad de determinar la fatalidad de la explosión que se va aproximando, dada la indeterminación absoluta del motivo, de los Estados implicados, del objeto de disputa y de todas las circunstancias que lo rodean. El militarismo también ha pasado de ser una fuerza motriz del desarrollo capitalista a una enfermedad capitalista. En el dilema ya expuesto entre el desarrollo social y los intereses de clase imperantes, el Estado se sitúa al lado de estos últimos. Con su política, igual que la burguesía, entra en oposición con el desarrollo social, de manera que va perdiendo cada vez más su carácter de representante del conjunto de la sociedad y, en la misma medida, va convirtiéndose cada vez más en un puro Estado de clase. O, mejor dicho, esas dos cualidades suyas se distancian y se agudizan hasta llegar a una contradicción en el marco de la esencia del Estado. La mencionada contradicción se acentúa cada día que pasa. Pues, por un lado, aumentan las funciones de carácter general del Estado, su intervención en la vida social, su «control» sobre ello; por otro, sin embargo, su carácter de clase lo obliga cada vez más a desplazar el núcleo de su actividad y sus medios coercitivos a ámbitos que solo benefician a los intereses de clase de la burguesía, pero que para la sociedad solo son de trascendencia negativa (el militarismo, la política aduanera y colonial). Por otro, el carácter de clase influye y domina cada vez más también su «control social» gracias a ello (véase cómo se aplica la protección al trabajador en todoslos países). La transformación señalada en la esencia del Estado no contradice, sino que más bien se corresponde por completo con la construcción de la democracia, en la que Bernstein ve también el medio para la introducción progresiva del socialismo. Según explica Konrad Schmidt, conseguir una mayoría socialdemócrata en el Parlamento debe ser incluso el camino directo para la socialización progresiva de la sociedad. Las formas democráticas de la vida política son, sin duda, un fenómeno que manifiesta con mucha fuerza el desarrollo del Estado hacia la sociedad y, en ese sentido, constituye una etapa para la transformación socialista. Solo que la brecha en la esencia del Estado capitalista que hemos definido está presente en el parlamentarismo moderno de una forma mucho más llamativa. Cierto que en su forma el parlamentarismo sirve para dar voz en la organización estatal a los intereses del conjunto de la sociedad. Por otro lado, sin embargo, es solo a la sociedad capitalista, esto es, una sociedad en la que los intereses capitalistas son determinantes, a la que da voz. Las instituciones democráticas se convierten así, según su contenido, en herramientas de los intereses de clase dominantes. Esto se manifiesta de forma palpable en el hecho de que, tan pronto como la democracia muestra su tendencia a negar su carácter de clase y convertirse en una herramienta de los intereses efectivos del pueblo, se sacrifican las propias formas democráticas de la burguesía y su representación estatal. A la vista de esto, la idea de una mayoría parlamentaria socialdemócrata se manifiesta como un cálculo que, completamente en el espíritu del liberalismo burgués, cuenta con el aspecto formal de la democracia, pero deja completamente al margen el otro aspecto, su contenido real. Y el parlamentarismo en su conjunto no se presenta como un elemento directamente socialista que va impregnando progresivamente la sociedad capitalista, como supone Bernstein, sino, al contrario, como un medio específico del Estado de clase burgués, que hace madurar y formarse las contradicciones capitalistas. A la vista de este desarrollo objetivo del Estado, la frase de Bernstein y de Konrad Schmidt sobre el creciente «control social» que introducirá directamente el socialismo se transforma en una frase que, día a día, contradice más la realidad. La teoría de la introducción progresiva del socialismo se dirige hacia una reforma progresiva de la propiedad capitalista y del Estado capitalista en sentido socialista. Ambas se desarrollan, sin embargo, por la fuerza objetiva de los acontecimientos de la sociedad actual en una dirección opuesta. El proceso de producción se socializará cada vez más y la intervención, el control del Estado sobre ese proceso de producción, se hará cada vez más extensa. Pero al mismo tiempo, la propiedad privada se convertirá cada vez más en una forma de pura explotación capitalista del trabajo ajeno y el control estatal se verá cada vez más invadido por intereses de clase exclusivos. En tanto que con ello el Estado, es decir, la organización política y las relaciones de propiedad, es decir, la organización jurídica del capitalismo se vuelve cada vez más capitalistas y no más socialistas, contrapone dos dificultades insuperables a la teoría de la introducción progresiva del socialismo. La idea de Fourier de convertir en limonada toda el agua del mar que rodea la tierra por medio del sistema de falansterios[25] era fantástica. Pero la idea de Bernstein de transformar el mar de la amargura capitalista echándole botellas de limonada de reforma social a un mar de dulzura socialista es solo de peor gusto, pero ni en lo más mínimo deja de ser menos fantasiosa que ella. Las relaciones de producción de la sociedad capitalista se acercan cada vez más a las socialistas; por el contrario, construyen un muro cada vez más alto entre la sociedad socialista y la capitalista. Ese muro no lo taladran ni la evolución de las reformas sociales ni la de la democracia, sino que, al contrario, se vuelve cada vez más firme y sólido. Así pues, solo puede derribarlo el mazazo de la revolución, esto es, la conquista del poder político por el proletariado. [25] El sistema de falansterios ideado por el francés Charles Fourier (1772-1837) parte de la posibilidad de un trabajo conjunto y armónico del capital y la mano de obra. La célula básica de la comunidad la constituirían cooperativas de producción y de consumo agrícola e industrial en las que habría una organización colectiva del trabajo. 5 CONSECUENCIAS PRÁCTICAS Y CARÁCTER GENERAL DEL REVISIONISMO En el primer capítulo hemos tratado de demostrar que la teoría de Bernstein desplaza el programa socialista de su base material y lo sitúa sobre una base ideal. Esto en lo referente a la fundamentación teórica. Pero ¿cómo es la teoría llevada a la práctica? De manera inmediata y formal no se diferencia en absoluto de la práctica, hasta ahora habitual, de la lucha socialdemócrata. Los sindicatos, la lucha por la reforma social y por la democratización de las instituciones políticas es lo mismo que conforma el contenido formal de la actividad del partido socialdemócrata. Así pues, la diferencia no está en el qué, pero sí en el cómo. Según están ahora las cosas, la lucha sindical y parlamentaria se concibe como un medio para educar y conducir progresivamente al proletariado a la toma de poder de la fuerza política. A la vista de la imposibilidad y la falta de sentido de esa conquista del poder, deben tratar, según la concepción revisionista, de conseguir simplemente resultados inmediatos, esto es, de mejorar la situación material de los trabajadores y de limitar progresivamente la explotación capitalista y la ampliación del control social. Si prescindimos de la finalidad de la mejora inmediata de la situación de los trabajadores, puesto que es común a ambas concepciones, la seguida hasta ahora en el partido y la revisionista, la diferencia radica en resumen en que, según la opinión común, la trascendencia socialista de la lucha política y sindical consiste en que el proletariado, esto es, el factor subjetivo de la transformación socialista, se está preparando para hacer su aparición. Según Bernstein consiste en que la lucha sindical y política limitan progresivamente la explotación capitalista en sí, despojando cada vez más a la sociedad capitalista de su carácter de tal y dándole la impronta del socialista; en resumen, han de introducir la transformación socialista en sentido objetivo. Si se observa la cuestión más de cerca, ambas concepciones incluso son radicalmente opuestas. Según la concepción al uso en el partido, el proletariado llega a través de la lucha política y sindical a la convicción de la imposibilidad de configurar su situación desde la base por medio de esa lucha, así como de lo inevitable de una conquista definitiva de los instrumentos del poder político. En la concepción de Bernstein se parte de la imposibilidad de conquistar el poder como presupuesto para introducir el orden socialista por medio de la simple lucha política y sindical. El carácter socialista de la lucha sindical y parlamentaria radica, por tanto, según la concepción bernsteiniana, en la fe en su efecto de socialización progresiva sobre la economía capitalista. Pero tal influencia es, como hemos tratado de explicar, una mera fantasía. Las organizaciones capitalistas de Estado y propiedad evolucionan en direcciones opuestas. Pero con ello la lucha práctica cotidiana de la socialdemocracia pierde en último término toda relación con el socialismo. La gran trascendencia socialista de la lucha sindical y política consiste en socializar el conocimiento, la conciencia del proletariado, organizarlo como clase. En tanto que se concibe como medio de la socialización inmediata de la economía capitalista no solo no producen el efecto supuesto, sino que, al mismo tiempo, expiarán también la otra trascendencia: dejarán de ser medios para educar a la clase obrera trabajadora para la conquista proletaria delpoder. Por eso es un completo equívoco cuando Eduard Bernstein y Konrad Schmidt dicen tan tranquilos que el objetivo final no se pierde para el movimiento obrero al limitar toda la lucha a la reforma social y los sindicatos, porque cada paso por esa vía repercute sobre este y el objetivo socialista es inmanente a la tendencia del propio movimiento. Ciertamente ese es el caso de la táctica actual de la socialdemocracia alemana en toda su magnitud, es decir, cuando el esfuerzo por conquistar el poder político precede, a manera de guía, a la lucha sindical y a la reforma social. Sin embargo, si uno desliga del movimiento este intento dado de antemano y se coloca primero la reforma social como finalidad en sí, no solo no conducirá a la realización del objetivo final socialista, sino más bien al contrario. Konrad Schmidt se confía sencillamente, por así decirlo, en el movimiento mecánico que, una vez puesto en marcha, no puede parar por sí solo y basándose simplemente en el sencillo argumento de que comiendo se abre el apetito y que la clase obrera no puede darse por satisfecha en tanto que la transformación socialista no esté completa. La última premisa es cierta, sin duda, y eso lo avala la insuficiencia de la reforma social capitalista. Pero la consecuencia que se extrae de ello solo podría entonces ser cierta si pudiera construirse una cadena ininterrumpida de reformas sociales constantes y progresivas que fuera del actual orden social directamente al socialista. Pero eso es fantasía, la cadena se rompe muy pronto por la propia naturaleza de las cosas, y los caminos que el movimiento puede tomar a partir de ese punto son muy variados. Más fácil y más probable será entonces un desplazamiento en la táctica encaminado a posibilitar por todos los medios las reformas sociales, los resultados prácticos de la lucha. El punto de vista clasista, irreconciliable y brusco, que solo tiene sentido en relación con la conquista del poder político, se convierte cada vez más en un mero impedimento, tan pronto como las consecuencias inmediatamente prácticas constituyan su finalidad principal. Así pues, el siguiente paso es una «política de compensación», dicho con claridad, una política chanchullera y una actitud conciliadora, políticamente inteligente. Pero el movimiento no puede permanecer mucho tiempo inactivo. Pues como para el mundo capitalista la reforma social es una cáscara vacía y lo seguirá siendo siempre, se emplee la táctica que se emplee, el siguiente paso lógico es la decepción, también respecto de la reforma social, esto es, de ese puerto tranquilo donde atracaron los profesores Schmoller y compañía,[26] que también estudiaban el mundo grande y pequeño sobre aguas de reformas sociales, para, finalmente, dejar que todo quedara a la voluntad de Dios.[27] Así pues, el socialismo no surge en absoluto de la lucha cotidiana de la clase obrera por sí sola, ni bajo cualquier circunstancia. Solo resulta de contradicciones que se agudizan cada vez más y del convencimiento de la clase obrera de que es imprescindible que desaparezcan gracias a una transformación social. Si se niega lo uno y se desecha lo otro, tal como hace el revisionismo, entonces el movimiento obrero se reduce directamente a un simple sindicalismo y a un reformismo social y, en último término, conduce por su propio peso al abandono de la perspectiva de clase. Estas consecuencias se ven con claridad también cuando la teoría revisionista se observa desde otro punto de vista y se hace uno la pregunta de cuál es el carácter general de esa concepción. Está claro que el revisionismo no descansa sobre las relaciones capitalistas y no niega sus contradicciones con los economistas burgueses. En su teoría parte más bien, igual que la concepción marxista, de la existencia de esas contradicciones como premisa. Pero por otro lado, y esto constituye tanto el núcleo de su concepción como la diferencia básica con la concepción al uso hasta ahora, no se apoya en su formulación teórica sobre la anulación de esas contradicciones como consecuencia de su propia evolución. Su teoría se sitúa en el centro, entre ambos extremos, no pretende que las contradicciones capitalistas lleguen a madurar por completo ni llevarlas a un extremo por medio de un golpe revolucionario, sino quebrar ese extremo, truncarlo. De ese modo la desaparición de las crisis y la organización empresarial erradicarán la contradicción entre la producción y el intercambio y la mejora de la situación del proletariado, la supervivencia de la clase media, la contradicción entre capital y trabajo, el control creciente y la democracia, la contradicción entre Estado de clases y sociedad. Naturalmente, la táctica socialdemócrata al uso no consiste en esperar que las contradicciones capitalistas se desarrollen hasta el máximo extremo y esperen luego su transformación. Al contrario, nos apoyamos simplemente en la ya conocida dirección del movimiento, pero luego llevamos sus consecuencias en la lucha política hasta el extremo, hecho en el que consiste, por encima de todo, la esencia de toda táctica revolucionaria. Así, por ejemplo, la socialdemocracia combate las aduanas y el militarismo en todo momento, no solo cuando su carácter reaccionario llega a manifestarse en su plenitud. Pero Bernstein, en su táctica, no se apoya en el desarrollo ni en la profundización, sino en la erradicación de las contradicciones capitalistas. Él mismo lo ha definido de la manera más certera al hablar de una «adaptación» de la economía capitalista. ¿Cuándo sería cierta esta concepción? Todas las contradicciones de la sociedad actual son resultado del modo de producción capitalista. Si presuponemos que estas formas de producción se desarrollan en la dirección dada hasta ahora, entonces todas sus consecuencias han de desarrollarse inseparablemente con ellas, las contradicciones han de agudizarse y hacerse más profundas en lugar de erradicarse. Así pues, en último término se presupone como condición contraria que el modo de producción capitalista se vea frenado en su mismo desarrollo. En resumen, la premisa más común de la teoría de Bernstein es un alto en el progreso capitalista. Pero así la teoría se juzga por sí misma, y además en un doble sentido. Pues, en primer lugar, deja al descubierto su carácter utópico en relación con el objetivo final socialista (queda claro desde el principio que un desarrollo capitalista estancado no puede conducir a la transformación socialista), y aquí tenemos la confirmación de nuestra descripción de la consecuencia práctica de la teoría. En segundo lugar, descubre su carácter reaccionario en relación con el desarrollo capitalista que, en efecto, se lleva a cabo con mucha rapidez. Entonces surge la cuestión de cómo puede explicarse o, más bien, caracterizarse, la concepción bernsteiniana, a la vista de ese desarrollo capitalista efectivo. El hecho de que los presupuestos económicos, de los que parte Bernstein en su análisis de las actuales relaciones sociales (su teoría de la «adaptación» capitalista), no son sólidos, creemos haberlo demostrado ya en el primer capítulo. Hemos visto que ni el sistema crediticio ni los cárteles como «medio de adaptación» de la economía capitalista, ni la desaparición temporal de las crisis ni la supervivencia de la clase media pueden concebirse como síntomas de la adaptación capitalista. Pero, tras todos estos detalles mencionados de la teoría de la adaptación, con excepción de su capacidad directa de error, subyace aún un detalle característico común. Esta teoría comprende todas las manifestaciones estudiadas de la vida económica no en su incorporación orgánica al desarrollo capitalista en su conjunto y en su relación con todo el mecanismo económico, sino extraído de ese conjunto, en una existencia independiente, como disjecta membra (partes dispersas) de una máquina sin vida. Así, por ejemplo, la concepción del efecto de adaptación del crédito. Si se contempla el crédito como un nivel superior por naturaleza del intercambio y en relación con todas
Compartir