Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
[1] CAPITULO: INTERACCIONISMO SIMBOLICO Magister Ernesto Lentini 1. Presentación del paradigma Durante las tres primeras décadas del siglo XX, en Estados Unidos, se produjo la fase de desarrollo y apogeo de un paradigma psicosocial que tuvo a George H. Mead (1863-1931) como uno de sus representantes de mayor relieve. Dicho paradigma, surgido en la Escuela de Chicago e inmerso en la perspectiva filosófica más amplia del pragmatismo, ha sido conocido como Interaccionismo Simbólico, a partir de la denominación que acuñara Herbert Blumer (discípulo de Mead) en 1937 para definir esta corriente de pensamiento e investigación. Entre los rasgos principales que caracterizan al Interaccionismo Simbólico, y que dan testimonio de la riqueza y originalidad de sus aportes al campo de la Psicología Social, caben destacar su enfoque interpretativo, su inspiración reformista y voluntarista, la importancia moral y política que asigna a las ciencias sociales para la vida colectiva, su recurso a un diversificado repertorio de metodologías de carácter cualitativo, su perspectiva histórica -en clave evolucionista- en el análisis y descripción de la vida social. En conjunto, tales rasgos dan fisonomía a una Psicología Social no academicista, alejada de tecnicismos y abstracciones y proyectada hacia los escenarios concretos de la vida cotidiana, los ámbitos naturales donde cursan y se entrelazan los procesos de interacción; una corriente que, al poner el acento en una noción sustantiva (no formal) de democracia, da impulso a una decidida orientación a la intervención y transformación de la realidad social, concebida ésta como sensible a la acción cooperativa de los individuos y los grupos. Si se toma en consideración que las condiciones de configuración del campo disciplinario de la Psicología Social han sido en gran medida tributarias de la reflexión desarrollada acerca de la dicotomía entre individuo y sociedad, se puede entonces dimensionar la relevancia del concepto de interacción desarrollado por Mead, y el valor de su contribución al terreno psicosociológico. En efecto, a distancia de las concepciones que tematizaban la relación entre individuo y sociedad en base a la primacía de uno de dichos términos sobre el restante (tal el caso de las posturas contrapuestas que animaron la célebre polémica entre Tarde y Durkheim), el concepto de interacción permite zanjar la distinción u oposición excluyente entre ambos términos, destacando la necesidad de considerar el acto social como una totalidad compleja. Toma forma así una perspectiva que concilia la socialización con la individuación (Habermas, 1987), dando lugar a un enfoque del individuo en tanto actor-agente, cuyas principales características son la creatividad, la intencionalidad, la actividad orientada en [2] forma cooperativa. Los alcances de esta contribución a la Psicología Social han sido ejemplarmente sintetizados por Rucker, cuando afirma que la corriente del Interaccionismo Simbólico “[…] representó un importante cambio en el pensamiento, que dejó de creer en el mundo como una realidad externa dada y en la mente como una realidad interna diferente” (en Plummer, 1989, p. 59). A su vez, la noción de interacción aparece en este paradigma articulada con una perspectiva evolutiva, según la cual tanto la mente y el sujeto social (el espíritu y la persona respectivamente, en la traducción de la obra de Mead) como la sociedad son producto de una génesis que testimonia su historicidad constitutiva. Como correlato, las condiciones materiales y simbólicas en que se despliega la vida social, al tiempo que constituyen la expresión de una procesualidad que no puede soslayarse, se proyectan sobre un horizonte indeterminado; devenir y porvenir, por tanto, enraizados en unos procesos de interacción en continuo movimiento. De este modo, la connotación histórica que adquiere el concepto de interacción no sólo refleja el rechazo a cualquier forma de conocimiento edificada en torno a abstracciones, reificaciones, principios absolutos o verdades a priori, sino que señala, fundamentalmente, la necesidad de reconocer el carácter simbólico de la realidad social. Ello implica, en términos de Plummer, asumir “[…] que el significado ha de ser elaborado de común acuerdo y, aunque provisionalmente aceptado, está en flujo permanente y nunca permanece fijo; que las vidas, y por supuesto el orden social, están siempre abiertos y son siempre negociables” (1989, p. 60). Aunque extensa, la caracterización que Joas (1987) formula sobre el Interaccionismo Simbólico describe con apreciable justeza los rasgos principales de esta corriente: […] su principal objeto de estudio son los procesos de interacción -acción social que se caracteriza por una orientación inmediatamente recíproca-, y las investigaciones de estos procesos se basan en un particular concepto de interpretación que subraya el carácter simbólico de la acción social. El caso prototípico es el de las relaciones sociales en las que la acción no adopta la forma de mera traducción de reglas fijas en acciones, sino en el caso en que las definiciones de las relaciones son propuestas y establecidas colectiva y recíprocamente. Por tanto, se considera que las relaciones sociales no quedan establecidas de una vez por todas, sino abiertas y sometidas al continuo reconocimiento por parte de los miembros de la comunidad (pp. 114-115). A partir de la década del ‘30 del siglo pasado, el centro de gravedad de la teoría social comenzó a desplazarse de Chicago hacia Harvard, al compás de la formulación por Talcott Parsons de su teoría estructural-funcionalista. En ello incidió, en gran medida, la publicación [3] de La estructura de la acción social (Parsons, 1937), a partir de la cual la sociología norteamericana comenzará a referenciarse cada vez más por la impronta parsoniana, al tiempo que la Escuela de Chicago irá perdiendo progresivamente la centralidad que tuvo durante las tres primeras décadas del siglo XX. Sin embargo, el legado del Interaccionismo Simbólico no desaparece, y en la década del ’60 muchos de sus aportes más medulares a la Psicología Social serán recuperados en la obra de Erving Goffman, especialmente a través de su modelo dramatúrgico de análisis de las interacciones en la vida cotidiana. 2. La escuela de Chicago En el año 1892 se estableció en la Universidad de Chicago el primer departamento de sociología, bajo el liderazgo de Albion Small. Fue ése el espacio de convergencia de un heterogéneo grupo interdisciplinar de teóricos, investigadores sociales y reformadores sociales, a la vez que el punto de partida de una tradición de investigación y producción que habría de adquirir un perfil singular, y que ejercería una influencia determinante en las ciencias sociales norteamericanas durante las primeras décadas del siglo XX. Como señala Joas (1987), las condiciones institucionales de la recientemente fundada Universidad de Chicago favorecieron la orientación hacia la investigación cooperativa y la interdisciplinariedad; en tal contexto, las ciencias sociales hallaron un escenario fértil para trascender las propias fronteras disciplinarias y proyectarse en un diálogo constante y fructífero que articulaba y relacionaba desarrollos provenientes de la sociología, la economía política, la etnología, la filosofía y la teoría de la educación. En virtud de tales características, la Escuela de Chicago no giraba alrededor de una figura teórica inequívocamente decisiva, como tampoco contaba con un programa de investigación claramente delimitado; constituía más bien el ámbito de confluencia de un variado entramado de pensadores e investigadores, entre los cuales se hallaban referentes de la importancia de George Mead, John Dewey, Charles Peirce y Charles Cooley, entre otros. Sin embargo, fue William Thomas la primera figura significativadel departamento, ya que la publicación en 1918 de El campesino polaco, realizado en colaboración con el investigador polaco Znaniecki, resultaría gravitante para la orientación subsiguiente que habría de adquirir la reflexión y la investigación empírica surgida de la Escuela de Chicago. En efecto, en su trabajo de carácter etnográfico sobre el campesino polaco en Europa y en Estados Unidos, se sitúan algunos de los temas que ocuparán un lugar central en la producción teórica y empírica de las siguientes dos décadas, como lo son la indagación de los procesos de asimilación de inmigrantes, la desorganización de subculturas étnicas y las pautas emergentes de un orden [4] social de barrio bajo, el estudio de la ciudad, la exploración de la relación existente entre marginación, desorganización de la personalidad y la aparición de conductas “desviadas”; así también, desde el punto de vista metodológico, esta obra aportó una herramienta crucial que habría de guiar el trabajo de varias generaciones de investigadores: el modelo de estudio de casos, a través del trabajo de campo y del análisis de documentos personales e historias de vida. A su vez, la filosofía del pragmatismo constituye una baliza insoslayable para la comprensión de los lineamientos que orientan la producción de la Escuela de Chicago; en efecto, en dicha doctrina filosófica convergen, por una parte, el énfasis en la acción como vector de transformación de la realidad y, por la otra, una concepción del conocimiento que, en tanto inserto en la experiencia social, encuentra su razón de ser en la resolución cooperativa de los problemas de la sociedad. “No podemos partir de la duda absoluta” afirmaba Peirce; daba cuenta, de este modo, de la necesidad de superar la concepción cartesiana de un yo pensante como fundamento del proceso de construcción de conocimiento. Así, desde la perspectiva pragmatista, “[…] se sustituye el concepto rector del cartesianismo, el del yo que duda en solitario, por la idea de una búsqueda cooperativa de la verdad a fin de enfrentarse con problemas reales que surgen en el curso de la acción” (Joas, 1987, p. 118). Dos derivaciones principales se desprenden de este enfoque filosófico. La primera, referida al modo en que queda transformada toda la relación entre conocimiento y realidad: el concepto de verdad ya no expresa una correcta representación cognoscitiva de la realidad, sino que se valida en términos de su eficacia, concebida como “[…] un aumento del poder para actuar en relación con un entorno” (Joas, 1987, p. 118), lo que implica, como señala Plummer (1989, p. 59), ubicar a “[…] la experiencia como árbitro de la verdad”. La segunda, vinculada con la temática del orden social: la idea de acción autorregulada expresa un ideal normativo consistente con la orientación política reformista de la Escuela de Chicago, toda vez que la teoría pragmatista del orden social está guiada por una concepción del control social en el sentido de autorregulación colectiva y resolución colectiva de problemas. De este modo, se advierte la importancia que la Escuela de Chicago y, dentro de ella, la corriente del Interaccionismo Simbólico han tenido para las ciencias sociales: ella reside, fundamentalmente, en su capacidad para transformar aquellas ideas fundamentales de la filosofía del pragmatismo en una teoría concreta de la ciencia social y en investigación empírica. 3. Referencias teóricas del pensamiento de Mead [5] La lectura que este escrito propone acerca del Interaccionismo Simbólico se apoya en algunos de los aportes más relevantes de la obra de Mead, habida cuenta de la centralidad que su trabajo ha tenido para la configuración y el ulterior despliegue de esta perspectiva psicosociológica. No obstante ello, resulta necesario reseñar algunas de las líneas de diálogo que han surcado su producción, y que han constituido las referencias en virtud de las cuales el pensamiento de Mead adquiere un valor singular. En efecto, el enfoque interaccionista de Mead recupera múltiples aportaciones provenientes de la psicología, la biología, la filosofía y las ciencias sociales, a la vez que las inscribe en una perspectiva novedosa que permitirá expandir y enriquecer el terreno teórico y empírico de la Psicología Social. Una de las líneas de diálogo a las que Mead recurre para la formulación y sistematización de su teoría se conecta con la propia producción de la Escuela de Chicago, y con los aportes que más ampliamente la filosofía del pragmatismo realiza a diversos desarrollos en el campo de las ciencias sociales. Aunque una reconstrucción exhaustiva de tales influencias excedería holgadamente los márgenes de este trabajo, resulta ineludible la mención de algunas de las aportaciones cruciales provenientes de esta tradición. En tal sentido, la crítica al esquema del arco reflejo que desarrolla Dewey en su trabajo The reflex arc concept in Psychology, de 1896, ofrece una sólida fundamentación para las concepciones que Mead formulará acerca de la acción como totalidad y de la interacción mediada en lo simbólico. Allí, Dewey orienta su crítica hacia una psicología que, en tanto guiada por la pretensión de establecer relaciones de causalidad entre los estímulos ambientales y las reacciones del organismo, despoja al sujeto social del carácter agencial, activo, respecto de su conducta, al tiempo que segmenta y descompone de modo arbitrario la totalidad de la acción hasta reducirla al nexo causal entre un estímulo externo y la reacción que dicho estímulo desencadena en el organismo. El interés que tanto Dewey como Mead dedicaron al juego infantil resulta ilustrativo de su postura, toda vez que dicho juego aportaba un modelo de acción en el cual la orientación a la consecución de fines inequívocos era muy escasa; en base a ello, desarrollaron una definición de la inteligencia reflexiva o creativa en términos de la superación de los problemas de la acción a través de la invención de nuevas posibilidades de acción. Cooley, por su parte, realiza algunos aportes centrales a la corriente del Interaccionismo Simbólico, tanto a través del desarrollo de una teoría del yo y de su dependencia de grupos primarios, como de la importancia que asigna a la comunicación en la producción del orden social. En particular, su concepto de yo-espejo (looking-glass self) ofrece una vertiente de comprensión de la dimensión social del yo, tal como se fragua en su interacción con los [6] grupos primarios y en contextos de socialización mediados por procesos de comunicación. Aunque con otra terminología, estos planteos muestran una notoria afinidad con la descripción que Mead presenta sobre la génesis de la persona, y el papel que allí juega la noción de otro generalizado. A su vez, algunos aportes de James y Peirce a la filosofía del pragmatismo aparecen vertebrando la lectura de Mead acerca de los procesos de interacción mediada simbólicamente. William James postula que el dualismo tradicional entre sujeto y objeto no constituye más que una barrera para arribar a una sólida concepción del conocimiento; por ello, señala que es preciso abandonar la idea de una conciencia concebida como una entidad opuesta al mundo material. Peirce, por su parte, desarrolla una teoría de los signos que “[…] contiene, además del objeto significado y la peculiaridad cualitativa del significante, una conciencia interpretativa perteneciente a un sujeto que desea comunicar su intención a otro o a sí mismo” (Joas, 1987, pp. 121-122). Esta concepción triádica del signo, en tanto anclada y sustentada en procesos comunicativos, impone reconocer que el significado de un concepto deberá rastrearse en el plano de sus consecuencias prácticas, en el terreno de la acción interpersonal y, al mismo tiempo, autorreflexiva. Otra línea de diálogo que Mead recorre es aquella en la cual emprende una revisióncrítica de los aportes de Wundt, Darwin y Watson, con miras a establecer los fundamentos de su propio proyecto teórico. Frente a la psicología de la conciencia y al método introspectivo diseñado por Wilhelm Wundt, Mead impulsará el estudio de la conducta humana en el medio en que ésta se produce; sin embargo, retomará de Wundt el concepto de gesto como parte del acto social, que ocupará un lugar clave en su teoría de la comunicación simbólica. Asimismo, el paralelismo psicofísico que Wundt formula, y que se dirige a establecer la correlación existente entre los contenidos psíquicos y los orgánicos, es retomado por Mead y ampliado de modo tal de incorporar también la dimensión de lo social; así, toma forma un paralelismo socio-psico- físico, que permitirá dar cuenta de la experiencia del individuo en tanto referida al entramado social del que forma parte. La teoría evolucionista de Darwin, a su vez, aporta los fundamentos para restituir la cohesión entre las dimensiones biológica y social del ser humano, a la vez que proyectar en un plano histórico la génesis del individuo y de la sociedad, así como la procesualidad de sus transformaciones. En tal sentido, la teoría de la evolución, tal como aparece incorporada en el enfoque de Mead, “[…] permitirá concebir al hombre como parte de la naturaleza, pero al [7] mismo tiempo como un ser inacabado cuya incompletud debe ser explicada” (Galtieri, 1992, p. 10). Finalmente, en relación al conductismo watsoniano, Mead reivindicará la importancia de su centramiento en el estudio de la conducta observable; sin embargo, cuestionará a Watson el descuido que dicho programa impone al estudio de la experiencia interna del sujeto, así como el efecto de atomización y fragmentación que produce en su análisis de la conducta. Es por ello que Mead definirá su postura en términos de un conductismo social, concebido éste como el estudio de la experiencia y la conducta del individuo, en tanto dependiente del grupo social al que pertenece. Dicha definición, en efecto, sintetiza con claridad el proyecto que Mead se traza, y que aparece minuciosamente expuesto en su artículo La génesis del self y el control social (1991), del año 1925: el de superar las ambigüedades que la psicología moderna -en su oscilación entre la filosofía de la conciencia y la ciencia experimental- mantiene irresueltas. Para ello, el recorrido que Mead propone para el estudio de la experiencia subjetiva estará dado por su sistemática articulación con aquello que constituye su marco natural: el campo de la experiencia social. 4. Conceptos fundamentales de su teoría Aunque Mead no escribió libros, una parte sustancial de su pensamiento ha quedado plasmada en Mind, Self and Society (Espíritu, Persona y Sociedad, en la peculiar terminología adoptada para su traducción al castellano); un texto que, en base a las notas de sus alumnos y a las copias taquigráficas de sus clases, recupera y reconstruye el complejo andamiaje conceptual contenido en el curso sobre Psicología Social que Mead dictó durante varios años en la Universidad de Chicago. En la perspectiva psicosociológica de Mead, la interacción concebida como comunicación mediada simbólicamente constituye una referencia crucial para dar cuenta de la génesis del espíritu, de la persona y de la sociedad. Y si bien, en virtud de su adhesión al enfoque evolucionista, Mead establece vías de continuidad entre el desarrollo del ser humano y el de los organismos inferiores, así como entre sus respectivas formas de organización social, desarrolla al mismo tiempo una vertiente de análisis pragmático de las situaciones de interacción social y autorreflexión individual que permite abordar, en su especificidad, las características que la acción y la comunicación imprimen a la experiencia humana. El conductismo social propuesto por Mead, en tanto proyectado hacia el análisis de las conductas involucradas en el acto social, sitúa a la conversación de símbolos significantes como rasgo distintivo del pensamiento humano. En tal sentido, la distingue de la conversación [8] de gestos (aquella sucesión de acciones y reacciones por parte de dos organismos tal como puede observarse, por ejemplo, en una riña de perros), ya que el símbolo significante “[…] involucra la adopción por cada uno de los miembros que lo llevan a cabo, de las actitudes de los otros hacia él” (Mead, 1934/1993, 89); de este modo, la comunicación -concebida como participación en el otro, como inserción en una perspectiva común- constituye el mecanismo esencial en el que se asienta la sociedad humana, y la acción intersubjetiva se encauza a través de una concomitancia entre la autoconciencia y la coordinación de las actividades sociales de los individuos. El espíritu, el pensamiento, debe su génesis a la existencia de símbolos significantes, pues sólo a través de ellos puede el individuo devenir autoconciente y autorreflexivo. De modo análogo, la persona (self) no constituye un dato inicial: antes bien, para Mead, el organismo fisiológico deviene persona a través de un proceso de desarrollo sustentado en procesos comunicativos. Tal como Mead lo formula, el concepto de persona aparece desarrollado a través de la conjunción de dos perspectivas de análisis: la primera, que permite dar cuenta del proceso de su génesis en forma diacrónica; la segunda, que describe en términos sincrónicos las condiciones en que se plasma su conducta. Desde una perspectiva genética o diacrónica, la persona surge de la experiencia social (esto es: de la inserción del organismo en el proceso de interacción mediado en lo simbólico) y se caracteriza por poseer conciencia de sí, entendida como la capacidad del individuo de verse a sí mismo desde el punto de vista de los otros. Mead grafica este proceso genético mediante el recurso a una metáfora que localiza al juego y al deporte como etapas que jalonan el proceso de progresiva incorporación del otro a la experiencia del organismo; mientras el primero alude a la incorporación de los atributos de un otro concreto (por ejemplo, la mamá, el papá, etc.) que suele observarse en el juego infantil (juego de roles, en términos de Mead, ya que allí el niño representa alternativamente el propio rol y el de su partenaire), el segundo ilustra la creciente abstracción del otro que supone la práctica del deporte (o juego de reglas), toda vez que requiere de cada jugador que haya incorporado en sí las actitudes de los restantes participantes de la actividad, de modo tal de definir su propia posición en términos de su cooperación al conjunto. Como extensión de esta lógica, Mead (1934/1993) planteará que la conformación de la persona estará dada por la internalización del otro generalizado, es decir, por la incorporación de las actitudes organizadas de la comunidad. En tal sentido, afirma que “[…] esa incorporación de las actividades amplias de cualquier todo social dado, o sociedad organizada, al campo experiencial de cualquiera de los individuos involucrados o incluidos en [9] ese todo es, en otras palabras, la base esencial y prerrequisito para el pleno desarrollo de la persona” (p. 185). A su vez, desde una perspectiva estructural o sincrónica, la persona constituye el escenario de interjuego entre dos fases: el yo (I) y el mi (me). Mientras el mi aparece como la instancia en la cual convergen los aspectos convencionales, normativos, vinculados con la regulación colectiva de las relaciones sociales, el yo constituye la instancia de expresión de la acción y, por lo mismo, la vertiente de plasmación de la creatividad, la espontaneidad, la innovación inherente al sujeto social. Como puede advertirse, el concepto de persona desarrollado por Mead es consustancial con el ideario democrático y reformista que orienta su pensamiento, y que se manifiesta en la potencialidad creativa e innovadora de un sujetosocial, cuya acción aparece ya proyectada sobre un trasfondo de actividad cooperativa que contempla las actitudes generalizadas de la comunidad. En esta clave, el control social no es sino el autocontrol del sujeto respecto de su propia conducta, en tanto orientada intersubjetivamente. Así como el espíritu y la persona surgen en el seno de la experiencia social y dan cuenta del proceso evolutivo en el cual se constituyen, la formulación trazada por Mead acerca de la sociedad es tributaria del mismo enfoque genético. De este modo, propone visualizar el proceso histórico de constitución de la sociedad como guiado a través de la comunicación, en base a la progresiva complejización y extensión de la actividad cooperativa humana y de sus producciones. A distancia de las concepciones contractualistas, que conciben lo social como institución de una realidad ya representada en la conciencia de los sujetos, Mead resalta la mutua implicación en la constitución y transformación del espíritu, la persona y la sociedad. Como señala Sánchez de la Yncera (1991), en la perspectiva de Mead se despliega una teoría acerca de la intersubjetividad y del carácter creativo de la acción social, solidaria de una concepción que sitúa a la comunicación como el eje de la sociedad y como vector de construcción y profundización de la democracia. Cobra aquí relieve la importancia que Mead atribuye al periodismo, la literatura, la historia: en efecto, dichas producciones aportan las condiciones de comunicación que permiten trascender las restricciones espacio-temporales del otro generalizado, toda vez que conectan la experiencia social en curso con aquellas que, en tanto provenientes de otros contextos geográficos y/o históricos, le incorporan nuevas perspectivas, contribuyendo de este modo a operar efectos de expansión y complejización del otro generalizado. 5. Entramado socio-histórico del surgimiento de la Escuela de Chicago [10] En Europa, el proceso de configuración del campo de las ciencias sociales se dio en el marco de las profundas transformaciones sociales, políticas y económicas sobrevenidas con el advenimiento de la modernidad. La instauración de un nuevo orden social, al compás de los efectos combinados de la Revolución Industrial en el plano económico y de la Revolución Francesa en el terreno político (Nisbet, 1990, p. 37), se edifica sobre las ruinas del sistema feudal y en franca ruptura con sus instituciones. Se advierte allí el entramado socio-histórico en el que tendrá lugar lo que Donzelot (2007) denomina la invención de lo social, como punto de partida de la conformación de un vasto corpus de pensamiento sociológico guiado por el esfuerzo de construir el andamiaje científico requerido para la comprensión y el análisis de una realidad social cuyos fundamentos y legitimidad ya no pueden considerarse inmutables ni, mucho menos, incuestionables. Del otro lado del Atlántico, las condiciones históricas en que se produce el proceso de colonización de Norteamérica y la posterior consolidación territorial de los Estados Unidos recorren un derrotero diferente. Como señala Forni (1982, p. 106), “[…] sin pasado ni instituciones feudales que los bloquearan, los colonos que se instalaron al Nordeste del actual territorio eran portadores, a través de sus concepciones religiosas puritanas, de los gérmenes de un orden social burgués revolucionario en sus consecuencias”. Ese orden social, cuyo principio básico se inspiraba en la igualdad de oportunidades, habrá de constituir el fundamento de un acentuado individualismo. De este modo, la libre iniciativa y el ideario del progreso (proyectados sobre un territorio que, a través de la continua expansión de sus fronteras, se ofrece a la imaginación como “la tierra de las oportunidades”), proveen a la configuración de un imaginario fuertemente individualista que, como señala Alexander (1991), encuentra no pocas veces expresión en la ideología del individualismo de mercado, funcional a las condiciones necesarias para la acumulación de riqueza. Esta singular convergencia de factores permite, al tiempo que explicar la ausencia de teorías o doctrinas de alcance colectivista o sociológico en Norteamérica a lo largo del siglo XIX, dimensionar la originalidad y la relevancia de la producción de la Escuela de Chicago, en tanto escenario de configuración de la primera orientación de carácter colectivista y reformista en las ciencias sociales en Estados Unidos. Tras la finalización de la guerra civil (1861-1865), la expansión económica y la acumulación de poder y riqueza -especialmente en aquellas ciudades donde confluyen las actividades del comercio y la industria- da impulso a la consolidación de un capitalismo industrial y financiero fuertemente concentrado y, con ella, al surgimiento de una nueva aristocracia. Al mismo tiempo, y como requerimiento propio de una economía en continua expansión, se [11] producen masivos movimientos de inmigración, inicialmente originarios de Inglaterra, Irlanda, Alemania, Canadá y Escandinavia, y hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX provenientes sobre todo de Italia y Polonia y, en menor medida, de Japón y México. Así, la enorme afluencia de inmigrantes hacia las ciudades no sólo incide en el paso de una sociedad donde lo rural era demográfica y culturalmente dominante a una en la que el medio urbano, de dimensiones muchas veces metropolitanas, aparece centralizando la vida social, sino que también determina el surgimiento de un numeroso proletariado urbano de variado origen étnico (Forni, 1982). En tales condiciones, se sentaron las bases de una profunda modificación de la estructura de clases de la sociedad americana, tornándose manifiesta la creciente contradicción entre el proceso de acumulación y el principio de la igualdad de oportunidades. Debido a este proceso de acelerada industrialización, en pocos años los medios urbanos experimentaron cambios vertiginosos; Chicago, en particular, “[…] de ser en 1833 un pequeño puerto de madera situado en un lago pantanoso, había crecido hasta convertirse en una de las ciudades más grandes del mundo a finales del siglo XIX” (Plummer, 1989, p. 58). Pero, al mismo tiempo, Chicago fue un paradigma de los problemas del desarrollo urbano en Estados Unidos: ese impresionante crecimiento basado en su privilegiada ubicación geográfica, su variada actividad comercial y su sólido desarrollo industrial (en ferrocarriles y en industrias siderúrgicas, frigoríficas, madereras, etc.), atrajo masivas oleadas de inmigrantes, de forma tal que los diversos grupos étnicos, distribuidos por el orden de sus llegadas, se hacinaban en barrios pobres; a su vez, como señala Forni (1982, pp. 111-112), “[…] la corrupción regía su vida política y la violencia menor de las barras callejeras, y la mayor del crimen organizado, reinaban en su vida cotidiana”. Así, Chicago se convierte rápidamente en una ciudad surcada por acuciantes problemas sociales (vinculados con el crecimiento demográfico, los conflictos sociales, la desigualdad y la pobreza, la segregación étnica, la violencia, la marginalidad, la fragmentación social) al ritmo del proceso sostenido de desarrollo industrial. Este es el contexto histórico en el cual surge y se desarrolla la perspectiva de la Escuela de Chicago, y respecto del cual adquieren un cabal sentido sus planteamientos y sus aspiraciones. Cuando Robert Park (1921/1999) definía a Chicago como un laboratorio social, expresaba con nitidez la concepción sobre el conocimiento que caracterizaba a esta corriente: la de una ciencia social proyectada hacia los escenarios concretos y cotidianos de la realidad social, y orientada a la resolución cooperativa de los problemas colectivos. El Interaccionismo Simbólico, de este modo, constituye la primera reacción antiindividualista surgida en el campo de las ciencias sociales en EstadosUnidos. Al enfatizar la potencialidad [12] transformadora de la acción e impulsar una fusión más sintética entre la persona y la sociedad, esta corriente da sustento a una concepción alternativa a la ideología del individualismo económico, postulando que la vida social no descansa en una regulación espontánea guiada según la lógica del mercado, sino que es precisa la experiencia humana concreta, a fin de generar formas de autorregulación cooperativa mediante la acción dirigida a la resolución de los problemas de la comunidad. En John Dewey y Charles Cooley, esta postura se expresa en su crítica a la naturalización del mercado y a la pretensión de presentarlo como mecanismo autorregulador de resolución de problemas; en Mead, por su parte, toma forma a partir de su concepción de la comunicación como vertiente de expansión del otro generalizado y de democratización, y, por consiguiente, como vector decisivo en el proceso de configuración y transformación de los sujetos sociales y de la sociedad. 6. Historia e historicidad en la Psicología Social de Mead En Espíritu, Persona y Sociedad, donde aparece más sistemáticamente desarrollada la perspectiva psicosociológica de Mead, pueden rastrearse dos dimensiones de análisis acerca de lo histórico que, aunque se despliegan en planos diferenciados a lo largo del texto, presentan entre sí múltiples puntos de articulación y convergencia. La primera de dichas dimensiones se relaciona con la importancia social que Mead atribuye a la historia. Como fuera ya señalado, el proceso de constitución de la persona está ligado a la incorporación en sí de las actitudes de los otros participantes del proceso social o, lo que es lo mismo, a la internalización del otro generalizado. Ahora bien: el otro generalizado, según Mead, no constituye una configuración estática ni clausurada, sino que -tal como se evidencia en la génesis de la persona- resulta susceptible de expansión y de progresiva complejización. Aquí reside, para Mead, la relevancia de aquellas producciones culturales tales como la historia, el periodismo o la literatura, ya que, en tanto expresión de procesos sociales acontecidos en otros contextos geográficos y/o históricos, permiten trascender las restricciones espacio-temporales que la socialización de la persona -por hallarse referenciada por su propio entramado relacional- impone a la incorporación de las actitudes de los otros; a ello alude Mead cuando señala que “[…] la historia se ocupa en gran medida de rastrear desarrollos que no podían estar presentes en la experiencia real de los miembros de la comunidad en el momento acerca del cual escribe el historiador” (1934/1993, p. 274). Desde esta perspectiva, la historia interpela a la vida colectiva aportándole un inmenso caudal de alteridad y diversidad, enriqueciendo y ampliando en extensión y profundidad la experiencia subjetiva y social. [13] La segunda dimensión de análisis de lo histórico que puede aplicarse al enfoque desarrollado por Mead se conecta con la gravitación que la doctrina evolucionista tiene en la formulación de su teoría. En efecto, Mead no sólo define al espíritu, la persona y la sociedad como tributarios de una génesis que los constituye, sino que al mismo tiempo los despoja de cualquier connotación esencialista, ya que -en consistencia con los postulados de la filosofía pragmatista- la acción aparece como vector de una continua innovación y transformación de la experiencia social. En tal sentido, para Mead las condiciones antecedentes nunca determinan “el qué” de lo que ocurrirá; todo acontecimiento es nuevo y, por lo mismo, aporta consigo una perspectiva nueva que, como afirma Sánchez de la Yncera, “[…] implica una historia y un futuro de posibilidades abiertas desde su novedad” (1991, p. 145). Ello impone la necesidad de considerar que las modalidades de configuración y de expresión de los sujetos sociales y de sus formas de organización colectiva no representan otra cosa que las manifestaciones contingentes de un proceso abierto y en continuo movimiento; su historicidad exige, por consiguiente, interrogar y problematizar lo dado, toda vez que constituye el punto de precipitación de una procesualidad que no puede soslayarse. Mead emprende, desde un enfoque evolucionista, una explicación del proceso filogenético de desarrollo del ser humano; de este modo, y a través de una serie de comparaciones y analogías con las conductas sociales de los insectos y de los animales vertebrados, habilita la posibilidad de inscribir el desarrollo de la mente humana en continuidad con la naturaleza, a la vez que presentarla como la cúspide de un proceso de evolución emergente. Dicho proceso evolutivo aparece dado por la mediación de la experiencia y la apertura a la simbolización posibilitadas por las características de la mano humana, cuyo pulgar oponible o antepuesto -al poder no solamente actuar en el medio, sino fundamentalmente transformarlo- provee al desarrollo singular de la inteligencia humana y, con ella, a la configuración de un ambiente propio, un mundo surcado por la presencia inteligente del hombre: un mundo que, al compás de las producciones emergentes de la socialidad humana, constituye el ámbito de la innovación y la creatividad permanentes. A su vez, como señala Sánchez de la Yncera (1991, p. 146), “[…] esa forma peculiar de socialidad, que permite al sujeto humano actuar teniendo en cuenta diversas perspectivas de conducta a la vez, se hace posible únicamente en una sociedad cuya organización está mediada por la comunicación, por el proceso continuado de la adopción de roles”. En tal sentido, la dimensión histórica de la inteligencia humana aparece proyectada en Mead hacia un horizonte ético: en efecto, al hacer propias las actitudes de los otros, puede el sujeto tomar conciencia de sí, verse a sí mismo desde el lugar del otro; a ello alude Mead cuando afirma que “[…] la tarea de la inteligencia consiste en usar la creciente conciencia de [14] interdependencia para formular los problemas de todos en términos de los problemas de cada uno” (en Sánchez de la Yncera, 1991, p. 157). Este ideal de comunicación, como se advierte, no resulta distinguible de una noción sustantiva sobre la democracia, concebida como participación cooperativa, consciente y autorreflexiva en el proyecto colectivo. Referencias bibliográficas Alexander, Jeffrey (1989): Las teorías sociológicas desde la segunda guerra mundial, Barcelona, Gedisa, 1991. Carabaña, Julio y Lamo de Espinosa, Emilio (1978): “Resumen y valoración crítica del interaccionismo simbólico”. En José Jiménez Blanco y Carlos Moya (dirs.): Teoría sociológica contemporánea, Madrid, Tecnos. Donzelot, Jacques (1994): La invención de lo social, Buenos Aires, Nueva Visión, 2007. Forni, Floreal (1982): “La contribución de la Escuela de Chicago a la sociología norteamericana. La psicología social interaccionista. El estudio de los problemas urbanos y la metodología cualitativa”. Revista Paraguaya de Sociología, Nº 55, Asunción. Galtieri, María (1992): “Estudio preliminar”. En Psicología Social. Modelos de interacción, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina. Habermas, Jürgen (1981): Teoría de la acción comunicativa (Tomo 2), Madrid, Taurus, 1987. Joas, Hans (1987): “Interaccionismo Simbólico”. En Anthony Giddens et al.: La teoría social hoy, Madrid, Alianza. Mead, George (1934): Espíritu, persona y sociedad, Buenos Aires, Paidós, 1993. — (1925): “La génesis del self y el control social”. Revista Española de Investigaciones Sociológicas, Nº 55, Madrid, 1991. Nisbet, Robert (1969): La formación del pensamiento sociológico (Tomo 1), Buenos Aires, Amorrortu, 1990. Park, Robert (1921): La ciudad y otros ensayos de ecología urbana, Barcelona, Serbal, 1999. Plummer, Ken (1989): Los documentos personales, Madrid, Siglo XXI. Sánchez de la Yncera,Ignacio (1991): “Interdependencia y comunicación. Notas para leer a George Mead”. Revista Española de Investigaciones Sociológicas, Nº 55, Madrid.
Compartir