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des pudieran creer, con ánimo tranquilo, que habían apren- dido algo nuevo. No, justamente porque son ustedes princi- piantes quise mostrarles nuestra ciencia tal como es, con sus escabrosidades y asperezas, con sus requerimientos y reparos. Yo sé, en efecto, que en ninguna ciencia las cosas son de otro modo, y particularmente en sus comienzos no pueden ser de otro modo. También sé que la enseñanza suele empeñarse en ocultar al principio a los alumnos estas dificultades e imperfecciones. Pero eso no sirve en el psicoanálisis. Por consiguiente, yo adopté de hecho dos premisas, una dentro de la otra, y aquel a quien el todo le parezca demasiado trabajoso e incierto, o esté habituado a certidumbres mayo- res y deducciones más elegantes, no necesita seguir acom- pañándonos. Aunque opino que deberá dejar en paz en ge- neral los problemas psicológicos, pues temo que no encuen- tre transitables aquí esos caminos exactos y seguros que está dispuesto a recorrer. Además, es ocioso que una ciencia que tiene algo para ofrecer ande requiriendo audiencia y par- tidarios. Son sus resultados los que tienen que hacerla acree- dora al beneplácito, y puede aguardar hasta que ellos im- pongan atención. Pero a aquellos que quieran perseverar en la cosa debo advertirles que mis dos supuestos no son de igual valor. El primero, que el sueño es un fenómeno anímico, es la pre- misa que queremos demostrar con el resultado de nuestro trabajo. El otro fue demostrado ya en otro ámbito, y aquí sólo me tomo la libertad de trasferirlo a nuestro problema. ¿Dónde, en qué ámbito, hubo de aportarse la prueba de que existe un saber del que empero el hombre nada sabe, como hemos querido suponerlo respecto del soñante? Sería ese, qué duda cabe, un hecho asombroso, sorprendente, que trastornaría nuestra concepción de la vida anímica, y que no se podría haber ocultado. Y además un hecho que se anula a sí mismo en su propio enunciado y no obstante pretende ser algo real: una contradictio in adjecto. Ahora bien, ese hecho no se oculta en modo alguno. No es asunto de él si nada se sabe al respecto o si no se le ha prestado suficiente atención. Tampoco es culpa nuestra que todos estos pro- blemas psicológicos pasen por cosa juzgada debido a per- sonas que permanecieron ajenas a todas las observaciones y experiencias decisivas en este punto. La prueba ha sido aportada en el ámbito de los fenóme- nos hipnóticos. Cuando yo presencié en 1889 las extraordi- nariamente impresionantes demostraciones de Liébeault y Bernheim en Nancy,3 fui también testigo del siguiente ex- s [Cf. 16, pág. 254.] 93 incomprensible. Por lo tanto, si abandonamos la valoración ética unilateral, podremos hallar sin duda la fórmula más correcta en cuanto a la proporción del mal y el bien en la naturaleza humana. Así pues, eso queda en pie. No nos hace falta renunciar a los resultados de nuestro trabajo en la interpretación del sue- ño, aunque no podamos menos que hallarlos sorprendentes. Quizá más adelante, por otros caminos, nos aproximemos a su comprensión. Provisionalmente establezcamos: La desfi- guración onírica es una consecuencia de la censura ejercida por tendencias admitidas del yo en contra de mociones de deseo cualesquiera, chocantes, que se agitan en nosotros por las noches, mientras dormimos. En cuanto a por qué pre- cisamente por las noches, y a la proveniencia de estos deseos reprobables, mucho queda ahí todavía por preguntar y por investigar. Pero haríamos mal si omitiéramos destacar ahora debida- mente otro resultado de estas indagaciones. Los deseos oní- ricos que quieren perturbarnos mientras dormimos nos son desconocidos, únicamente por la interpretación del sueño nos enteramos de ellos; es preciso definirlos, por tanto, co- mo inconcientes por el momento, en el sentido ya dicho. Pero tenemos que decirnos que son inconcientes más que por el momento. El soñante desmiente su realidad, según lo hemos experimentado tantas veces, después de haber llegado a conocerlos por la interpretación del sueño. Así se repite el caso con que tropezamos por primera vez, en la interpre- tación del trastrabarse «eructar» [pág. 44] , cuando el que hizo el discurso del brindis aseguraba, indignado, que ni en- tonces ni antes de entonces había tenido conciencia de un conato irreverente hacia su jefe. Ya en esa ocasión habíamos puesto en duda el valor de un aseguramiento así, y lo ha- bíamos sustituido por el supuesto de que el orador perma- nentemente no sabe nada de esta moción presente en él. Lo mismo se repite ahora a raíz de la interpretación de todo sueño fuertemente desfigurado, y cobra entonces importan- cia para nuestra concepción. Ahora estamos preparados para suponer que en la vida anímica existen procesos, tendencias, de los que uno no sabe absolutamente nada, no sabe nada desde hace mucho tiempo y aun quizá nunca ha sabido nada. Así lo inconciente adquiere para nosotros un nuevo sentido; el «por el momento» o «temporariamente» se esfuma de su esencia: puede significar permanentemente inconciente, y no sólo «latente por el momento». Desde luego, tendremos que hablar de nuevo sobre esto. 135
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