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29- Las Tesis del Jugar Utges M-2

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LAS TESIS DEL JUGAR
Recopilación: Utges M.
Cátedra de Paidopsiquiatría. Facultad de Ciencias Médicas, U.N.R. 
Un estudio minucioso de las funciones del jugar no puede detenerse en los umbrales de la adolescencia, como si ésta no le concerniera. Si esto suele ocurrir es debido probablemente a la excesiva ligazón que 
se ha hecho entre jugar y juguetes, lo que hizo lo suyo para que la función del jugar en la adolescencia quedase 
marginada. Para no incurrir en la misma equivocación, por de pronto hay dos órdenes de cuestiones que es 
preciso considerar. La primera es que la crisis de la pubertad golpea con sus repercusiones todos y absolu-
tamente cada uno de los niveles previos de la estructuración subjetiva, retomándolos, dislocándolos, en otro 
nivel, a otra altura de aguas del desarrollo simbólico. No hay adquisición que no deba replantearse.
Esto implica que todas las funciones del jugar se vuelven a desplegar y son llamadas a nuevas exigencias de 
trabajo, con prescindencia de cuestiones psicopatológicas de fondo. En segundo lugar, hay un cambio radical 
en los materiales mismos que se utilizan a lo largo de los momentos de la subjetivación. De hecho esto no cesó 
nunca de ocurrir, desde el bebé que jugaba con las propias partes de su cuerpo y las del Otro, hasta aquel 
pequeño que lo hacía con una puerta, o el niño volcado a las personificaciones con soldaditos u otros objetos, 
o bien al dibujo o al modelado. Pero en tiempos de la adolescencia se da un salto de especial magnitud.
Ilumina de un modo diferente el complejo panorama de la adolescencia ver como se replantean todos los 
puntos de estructuración que hasta ahora suponíamos más o menos consolidados. Veamos por Ej. que ocurre, 
en relación con la primera función del jugar, o sea la problemática de armar superficies, habida cuenta de la 
profunda crisis en la especularidad. Hasta ese momento el espejo funcionaba como promesa, como anticipo 
de una cierta unificación lejos aún de la experiencia efectiva del propio sujeto. A partir de la metamorfosis de la 
pubertad, esta función del espejo se desarticula y se subvierte; lo que de él retorna no sirve ya como realización 
adelantada de unificación individuante, más bien, por el contrario, acentúa e intensifica el defasaje, la desar-
monía, la falta inclusive. De allí que lo habitual sea que el vínculo del adolescente con el espejo, en el sentido 
más concreto, se manifieste como un vínculo intrínsecamente conflictivo: aquel devuelve una especie de niño 
a medias, perdido disyunto, también del ser grande, cuando no directamente un desconocido.
Esto nos acerca a lo más específico de la función del jugar durante ese tiempo de la constitución subjetiva. 
Dijimos, por una parte, que se vuelven a plantear viejas funciones en nuevos niveles, pero hay también algo di-
ferencial en aquella, aprehensible en el itinerario de identificaciones que hemos destacado. Lo más importante 
en mi concepto es volver materia de juego algo que de otro modo quedaría inevitablemente inscripto en la di-
mensión de significante de superyo, sobre todo porque no cesan las múltiples demandas del Otro, presionando 
para que normalice su posición sexual y tantas otras cosas que hacen a su ubicación y rendimiento social. Si 
el sujeto no consigue metabolizar estas demandas y transformarlas en algo propio a través del jugar, queda de 
adaptación al ideal atrapado en lo que funciona como mandamiento superyoico de adaptación al ideal.
Con esto rozamos otra función del jugar en la adolescencia: lograr que el trabajo, cualquiera sea, pueda 
investirse como juego; función capital entonces para derrumbar por anticipado la dicotomía jugar/trabajar, que 
hace estragos en la existencia del adulto. [Qué quiere decir esto: que nuestro trabajo en la adolescencia o en 
la vida de adultos debe gustarnos tanto como nos gustaba jugar cuando éramos niños, o dicho de otra manera, 
encontrar placer en lo que hacemos cotidianamente, de ahí la importancia de lo vocacional y de elegir para nuestras 
vidas lo que verdaderamente nos gusta, porque lo que elegimos ahora será lo que haremos durante toda nuestra 
vida, de no ser así nuestro trabajo se nos planteará como pesado, insoportable y finalmente alienante] Aclaración 
del docente.
Efectivamente en muchos discursos de los grandes se escucha contraponer el dichoso (por despreocupado) 
jugar de los chicos al “serio” trabajo posterior, plagado de desdichas. Después de haber podido analizarlo minu-
ciosamente en varios tratamientos, he llegado a la conclusión de que una tarea importante en la adolescencia, 
es lograr que aquello que se convierta en su trabajo para él mantenga en su inconsciente radicalmente ligado 
al jugar en toda su fuerza desiderativa, pues si se ve separado de ella el trabajo acarreará, en más o menos, 
alienación y empobrecimiento al sujeto.
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Al psicoanálisis le ha faltado hasta ahora encarar más a fondo, y con sus herramientas la categoría del tra-
bajar. Ahora bien, psicoanalíticamente hablando hay sólo una manera de tomar al toro por las astas: ligar la 
categoría mítico-histórica del trabajo al deseo, o al desear mejor aún, como eje de la producción subjetiva.
Nuestra primera operación consistió en cómo el orden y el campo íntegro del jugar infantil están atravesados 
por el deseo inconsciente originariamente, al igual que si éste estuviese entubado en columna vertebral de 
aquel. Nos alejamos así al máximo de cómo el fenómeno lúdico fue concebido en las psicologías de tipo evolu-
tivo, me refiero a pensarlo en términos de actividad preparatoria para la vida adulta, actividad por ende eminen-
temente adaptativa y completamente al margen o completamente marginante de la problemática desiderativa. 
Nos sirvió de apuntalamiento un hecho clínico fundamental: si se quiere conocer acerca del deseo de un niño, 
lo conseguiremos a través de sorprender sus jugares. No existe vía más segura. La referencia, por ej. a su 
escolaridad, a su aprendizaje en sentido general, aún al más exitoso, es sustancialmente insegura, porque ahí 
puede estar en germen la escisión patogénica trabajo/juego que tantas veces domina el decurso de la existen-
cia humana. Pero aún en el terreno de lo que describimos al decir “este chico está jugando”, la detección de la 
presencia o ausencia de la espontaneidad es imprescindible al diagnóstico diferencial, pues el niño bien puede 
estar haciendo los gestos del jugar, y en realidad aplicarse a llevar las demandas que supone en el adulto.
En ese caso, hará todos los movimientos del que juega, pero eso no quiere decir que haya “sujeto jugante 
allí”; no ha de ser tampoco la presencia de juguetes lo que dé garantías. Repitámoslo (ya que tanto se lo olvi-
da); el único criterio válido para decir que algo pertenece al registro lúdico es descubrir allí circulación libidinal, 
despliegue, y no sólo deseo familiar que toma al sujeto de blanco. Este es un punto muy importante, porque 
la división disociativa e irreductible juego/trabajo se encuentra en muchos casos preparada y como preanun-
ciada en ciertos empobrecimientos que suelen perfilarse y constituirse durante la latencia, cada vez que en el 
aprendizaje todo queda capturado bajo el régimen de una actividad sólo adaptativa comandada por el superyó 
al servicio del Otro. Cuando así ocurre, la actividad escolar, no se ve penetrada, no es intrincada al jugar, pese 
a todo, el niño podrá tener “buenas notas”, pero en nada remedian la disyunción que una vez planteada tiende 
a crecer y a propagarse por toda la esfera cognitiva y por toda la praxis del trabajo.
Vale detenerse en un comentario o, mejor dicho, en una consigna característica del período escolar: “con esto 
no se juega”; “ahora no estamos jugando”. Es una puntuaciónya por sí iatrogénica: el recreo es para jugar y 
además se lo concibe como una válvula de escape, con mero valor de descarga. La hora escolar en cambio 
no es para jugar, de un modo tan rudimentario se asienta la primera sacralización del trabajo. En los márgenes 
de esta burocratización, pese a todo, algunos docentes logran que un poquito al menos de lo del jugar entre 
en la hora de clase, y no es casual que el latente o el adolescente, por lo general los reconozca espontánea y 
rápidamente. Son aquellos que provocan una experiencia de aprendizaje y el saldo de una marca que no es la 
del superyó, pero sí confirmatoria de lo que estoy desarrollando: para hacerlo tienen que socavar la disyunción 
entre tiempo para jugar y tiempo para el trabajo escolar.
La disyunción no es sólo estructural; también (para peor) es histórica. En efecto, recordemos que el pequeño 
lo adquirió todo jugando (si verdaderamente es una adquisición subjetiva y no un amaestramiento): comer, 
cepillarse los dientes, vestirse, habilidades a su vez apuntaladas en una sólida fijación del ser al cuerpo que la 
práctica lúdica conquistó. No hay, por tanto, razones de deseo para cambiar de rumbo ni para variar el procedi-
miento. Si se esgrimen, pues, argumentos, serán los del superyó.
Bibliografía
RODULFO R. El niño y el significante. Ed. Paidos. Extracto del capítulo 11: “Las Tesis del jugar” (v): Transicio-
nalidades.
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