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TRABAJO
Prof. Fleitas Mirta. Cátedra de Medicina y Sociedad. Facultad de Ciencias Médicas. UNR.
Introducción
Se nos ocurre que la importancia que se le otorga al trabajo en las sociedades modernas es algo que siempre 
ha sucedido así. Sin embargo, para que ello sucediera, a lo largo de siglos sucedieron acontecimientos dignos 
de tener en cuenta en Occidente hasta que las sociedades se organizaran alrededor de la producción, hasta 
que el lugar y valoración que obtuvieran los individuos giraran alrededor de su puesto de trabajo y de la cate-
gorización que el mismo tenía dentro del conjunto de actividades de una sociedad. 
Se ha dicho: “El hombre es lo que hace”, y siguiendo ese criterio nos presentamos o somos presentados en 
sociedad. Ante los demás, nuestra identidad pasa por ser arquitectos, médicos o albañiles, y tomamos ello 
con naturalidad. Pero para esto tuvieron que darse una serie de procesos de los cuales pueden nombrarse: la 
separación del hombre de la naturaleza, la distinción dentro del individuo de fuerzas que podían modelar los 
elementos y de una voluntad que podía guiarlas, la transformación de las fuerzas corporales en mercancía (es 
decir, que podían ser compradas y vendidas en un mercado), el desprendimiento de los fenómenos naturales 
de la influencia divina, el desarrollo extraordinario de las ciencias y las técnicas. Todos estos procesos deter-
minaron el fin de las relaciones políticas de dependencia entre amo y esclavo y de los vínculos de posesión y 
de tutela entre señor y vasallo a favor del ciudadano; aunque para los pobres (la gran mayoría de esos ciuda-
danos) el cambio consistió en la libertad de entregar el único bien que tenían -su fuerza de trabajo- a quien se 
la comprara, a cambio de un salario. 
Los antiguos desnivelamientos sociales se reprodujeron a través de las relaciones establecidas en la produc-
ción, entre los dueños capitalistas y los obreros. La condición de asalariado se extendió por toda la sociedad 
y con él, una serie de atributos y de beneficios que pasaron a acompañarlo en forma estable. Hoy, en que el 
salario y los beneficios sociales están en crisis, se plantea el futuro y las consecuencias de una relación con 
el trabajo que se ha vuelto precaria e inestable. Las repercusiones sobre la salud física y mental adquieren, 
entonces, nuevas significaciones y urgencias.
Trabajar: ¿la primera necesidad del hombre?
Ocios y ociosidad
“Hay algo de salvajismo indio, peculiar de la sangre de los pieles rojas, en la manera con que los norteameri-
canos ambicionan el oro. Su ansia de trabajo, que llega hasta hacerles echar los bofes, empieza ya a contagiar 
a Europa y a propagar por ella un singular error. Ahora nos avergonzamos del reposo, la meditación prolongada 
casi produce remordimientos. Se medita reloj en mano mientras se come, con los ojos fijos en las cotizaciones 
de la Bolsa; se vive como si se temiera dejar escapar a cada instante una cosa. “Más vale hacer cualquier cosa 
que no hacer nada”; esta máxima es el ardid para dar el golpe de gracia a todas las aficiones superiores. Y así 
como con esa precipitación en el trabajo desaparecen las formas para los ojos, sucumbe también el sentido 
de la forma y se pierden la vista y el oído para la melodía del movimiento. La prueba está en la tosca precisión 
que ahora se exige en todo, siempre que el hombre quiere ser leal con el prójimo en su relación con amigos, 
mujeres, parientes, niños, en las de maestros y discípulos, en las de directores y los príncipes. 
Ya no hay tiempo ni constancia para las ceremonias, ni para los rodeos de la cortesía, ni para el ingenio en 
la conversación, ni para otium alguno. La vida a caza de ganancias obliga a la inteligencia a una tensión abru-
madora, a un disimulo constante y al cuidado de engañarse o apercibirse; el verdadero mérito consiste ahora 
en hacer algo en menos tiempo que otro. Sólo quedan, por consiguiente, muy escasas horas de lealtad lícita, 
y en esas horas se está cansado y se aspira no sólo a dejarse llevar, sino a tenderse pesadamente a la larga. 
Con arreglo a esta inclinación se redacta ahora la correspondencia, y el estilo y el espíritu de las cartas será 
siempre la verdadera señal de los tiempos. Si el trato social y las artes nos placen todavía, el deleite que nos 
proporcionan es placer de esclavos fatigados por el trabajo. Da vergüenza entregarse a la alegría entre cultos 
e ignorantes; avergüenza la desconfianza creciente de toda alegría. El trabajo monopoliza, cada día más, la 
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tranquilidad de conciencia; la inclinación a la alegría ya se llama necesidad de reponerse, y empieza a aver-
gonzarse de sí misma. “Su salud se lo exige”, es lo que suele decirse cuando a uno le sorprenden pasando un 
día en el campo. Sí, se llegará pronto a no ceder a la inclinación a la vida contemplativa (es decir a pasearse en 
compañía de pensamientos y de amigos), sin despreciarse a sí mismo y sentir intranquila la conciencia. Pues 
bien, antes sucedía lo contrario: el trabajo era quien no tenía tranquila la conciencia. Un hombre de noble origen 
se ocultaba para trabajar, cuando a ello lo forzaba la pobreza. El esclavo trabajaba abrumado bajo el peso del 
sentimiento que hacía una cosa despreciable. Hacer era despreciable. Sólo en el ocio y en la guerra hay honra 
y nobleza. Así hablaba la preocupación antigua”.
 Fredrich Nietzche, La gaya ciencia, 1886.
El sentido de la palabra trabajo fue variando con el correr del tiempo. La palabra viene del latín trepalium, 
nombre de un instrumento de tortura llamado tripalis (tres piezas). Trabajar significaba inmovilizar con trepalium 
a animales de gran porte para realizar sobre ellos ciertas operaciones. Su uso con los hombres se asoció a 
situaciones de humillación, de dolor, de preocupación obsesiva. Por esto los significados más antiguos del 
nombre se refieren al estado de aquél que sufría, que era atormentado, a la actividad penosa, a la fatiga; se 
extendía, también al parto, al período de contracciones uterinas necesarias para la expulsión del feto (siglo XII). 
En la Antigüedad (en Grecia, Roma y Cercano Oriente), la situación social no estaba determinada sólo por el 
tipo de trabajo y el lugar que el trabajador ocupaba en la producción, como lo imaginamos ahora. Si bien el nivel 
más bajo era el de los esclavos, esta categoría ofrecía diversas acepciones según los lugares y las épocas. 
Así como la ocupación no lo era todo (había hombres libres que realizaban iguales trabajos que los esclavos), 
tampoco la disposición de riquezas: existían esclavos ricos o quienes lo eran por residir en territorios ocupados; 
los había definitivos y temporarios, que se movían en los ámbitos privados o públicos (adquiridos por el Estado) 
y quienes estaban más cerca de ser declarados libres que otros. El rasgo más sobresaliente parece que fue la 
condición de extranjero, aunque los hubo del mismo país. 
Si bien la relación amo-esclavo fue frecuente e importante en las sociedades antiguas, y aunque el objetivo 
no explícito de la esclavitud fuera la ocupación en ciertas tareas, sin embargo en los documentos escritos ello 
no aparece como lo principal, ni parece que en realidad lo fuera. Predominaba una lógica de la reciprocidad 
(deudas contraídas, pago de sanciones, compromisos de diversa índole) con un sinnúmero de categorizaciones 
para las situaciones y las personas, así como también varios términos solían referirse a parecidas condiciones. 
Lo cierto es que, a diferencia del obrero moderno, se compraba la persona de los esclavos, no su fuerza de tra-
bajo y, por supuesto, carecían de toda posibilidad de ejercer derechos políticos. Para llegar al actual trabajador 
fue necesariouna escisión, una división en la persona que permitiera disponer en forma separada de su fuerza 
de trabajo y de su libertad.
Para el siglo XV se usaba el término “trabajo” para un conjunto de actividades humanas coordinadas con el fin 
de producir o contribuir a producir lo que era útil. A partir de allí, pasó a utilizarse referido a cualquier actividad, 
acción o labor física o intelectual. Tanto en lo referente al proceso en sí y sus formas (método o plan de trabajo) 
como al producto (obra, estudio, reparación).
En el siglo de las Luces (siglo XVIII) nace una división entre los hombres y la naturaleza. Hasta ese entonces, 
la naturaleza era concebida como una serie de leyes que permitían entender el mundo, que abarcaban a los 
hombres y a las cosas relacionadas entre sí, siempre con un afán de alcanzar un equilibrio. Pero la Naturaleza 
de los iluministas se separó del hombre y se mostró como un conjunto de fuerzas liberadas. Frente a ella, a los 
hombres no le quedaba más que domarla mediante la Técnica y la Ciencia intervinientes en el acto de producir 
con el fin de volverla útil, operativa, sujeta a los objetivos de su voluntad de dominio. Esta operación fue básica 
en la construcción y realización del individuo moderno. La producción transformó a la naturaleza en una cosa 
ajena al hombre, la colocó fuera de él (la objetivó) como el referente más importante de la realidad; fue la Reali-
dad misma. A su vez, el cuerpo del hombre, su componente natural, fue sometido al mismo trato y consideración 
que la naturaleza en general: fue disciplinado, domesticado, orientado para que sus fuerzas sean aprovechadas 
con el máximo de utilidad. Este gran cambio de significados contribuyó a la formación de dos polos, hombres y 
naturaleza, unidos por la producción. 
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Es más, sin este proceso intelectual sería impensable la noción de individuo tal cual lo conocemos hoy 
día, pues como ya lo había afirmado Descartes (s. XVII), por medio del trabajo el hombre sale de sí mismo, 
conquista su independencia y se vuelve amo y poseedor de la naturaleza. La producción sintetiza en sus pro-
ductos las fuerzas de los elementos, pero sobre todo el poder humano que las doblega. Soy dueño de mí en 
la medida que me apropio de cosas. A partir de entonces, los productos unirán a los hombres y a la naturaleza 
en una interdependencia perpetua, y así como no podemos imaginarnos un hombre que no sea movido por la 
necesidad, el mundo se nos ofrece para ser dominado, explotado, apropiado, consumido, en pos de satisfacer 
nuestras necesidades. Los objetos de la producción garantizan una doble utilidad: la de satisfactor de las nece-
sidades de los sujetos, y la de una naturaleza que se modela con la fuerza del trabajo. Para nosotros, industria 
y civilización son la misma cosa. 
La lógica consecuente es la siguiente: un hombre es bueno si es trabajador, productivo, si ocupa su tiempo 
y evalúa sus fuerzas con un cálculo ajustado, si sabe hacer buen uso de sí mismo, de sus potencialidades; es 
decir, si es dócil y previsible. Quien se retrae de este juego, es inmediatamente sospechado de peligrosidad. 
En el otro extremo, los fenómenos naturales, cuando no responden al trabajo y escapan a la previsión de 
los conocimientos técnicos, se transforman en catástrofes intolerables, en acontecimientos monstruosos. Los 
hombres (burgueses) terminaron con su vasallaje, pero han creado un imperativo moral tan fuerte como las 
cadenas que acaban de romper.
También fue en el siglo XVIII, que a partir de estas concepciones, se entendió el trabajo como la acción 
continua y progresiva de una causa natural que alcanzaba un efecto constatable. Ello implicaba tanto el fun-
cionamiento como el efecto logrado (trabajo de fermentación, de las aguas, del bosque, de los vientos). El 
desarrollo de la Física hizo que el concepto se aplicara a los efectos útiles logrados por aplicación de fuerzas, 
estableciendo una alianza perdurable entre el cuerpo humano y las máquinas (trabajo de un mecanismo, de 
una máquina, del cuerpo, de los músculos, medición del trabajo, unidades de trabajo).
Fue en el siglo XIX que aparecieron las acepciones más especializadas. La noción de trabajo pasó a aplicarse 
a la actividad organizada al interior de un grupo social de manera reglada, preferentemente a la actividad labo-
ral profesional retribuida (asalariada). La economía hizo del trabajo la actividad de los hombres (apoyadas o no 
por las máquinas) que aportaba beneficio y utilidad social. De ella se derivaron palabras que son hoy de uso 
corriente (salario, contrato de trabajo, factor de producción, trabajo en cadena, población activa, productividad, 
obrero, patrón, mano de obra) o que integraron campos del conocimiento aplicado (trabajo fisiológico, trabajo 
del inconsciente, trabajo social, trabajo de las máquinas, derecho del trabajo, sociología del trabajo).
Los términos contrarios al de trabajo son: inacción, ocio, descanso, vacaciones, holgazanería, vagancia, paro.
En síntesis: al principio la palabra “trabajo” no designaba lo que hoy se conoce como tal; parecía más en 
relación con el carácter penoso y hasta denigrante de ciertas actividades del hombre y del animal, además de 
la expulsión del feto en el parto. 
El primer paso fue destacar la relación con la utilidad y la programación de acciones tendientes a obtener 
elementos útiles, desarrollándose el artesanado dentro de un mercado limitado y un sistema político social 
altamente jerarquizado. Es en el siglo XVIII que, previa separación entre la naturaleza y los hombres, se de-
sarrolla una observación y un conocimiento científico que permite un gran desarrollo de todos los elementos 
implicados en el proceso de trabajo y de la producción. El trabajo aparece como entidad separada y claramente 
armada en el siglo XIX: es el período de madurez de la industria. La organización de la sociedad, los valores 
predominantes, la actividad política de las ciudades y de los países giró alrededor del mismo y de la posesión 
de las riquezas. La noción de trabajo, con el tiempo, se extendió a casi todas las actividades humanas, se la 
tomó en los más diversos campos del conocimiento y abarcó todos los sectores sociales. En tanto, la palabra 
“propiedad” antes referida a la tierra y a los inmuebles, se aplicó también a la fuerza de trabajo.
El ocio también es una palabra muy antigua, proveniente del latín ser permitido. Significa “posibilidad o per-
miso para realizar o no cualquier cosa; posibilidad de disponer de tiempo propio” (siglo XI). De hecho, en la 
Antigua Grecia, se debía vivir muy bien para poder disponer de todo el tiempo para la discusión de los asuntos 
de la ciudad: sólo el 10% de la población estaba en condiciones de ociosidad. El ciudadano debía tener una 
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de desprenderse de quienes no alcancen las nuevas normas de excelencia. En condiciones de competitividad 
máxima se replantea la cuestión de la función integradora de la empresa, pues no quedan márgenes para la 
concertación de las aspiraciones del personal y los objetivos de la empresa; en una palabra, se tensa al extremo 
el antagonismo entre el capital y el trabajo.
Es curioso que en momentos en que se realiza más la apología de la empresa como escuela del éxito, como 
modelo de eficacia y de competitividad, adquiere las dimensiones de máquina de vulnerabilizar y de excluir. Por 
un lado, por la exigencia de ajustes permanentes en respuesta a las necesidades de la demanda, a las que se 
pretende contrarrestar con formación. Pero creer que la masa de desocupados va a encontrar empleo porque 
se perfecciona es una ilusión: a lo sumo aumentará la calificación de los desempleados y eternizará la situación 
de losmenos calificados. Para colmo el capital globalizado realiza inversiones en cualquier lugar de la tierra que 
pueda convenirle y con la misma facilidad puede partir. Las consecuencias de estas partidas no sólo se sienten 
en los países periféricos, sino también en los centrales.
Aparentemente, lo que se pretende lograr es una gran diferenciación de la productividad y de las funciones 
sociales. Pero centrar el funcionamiento social en las empresas es un error. En realidad se termina inventando, 
por un lado, un tecnócrata polivalente que se encarga de todas las decisiones, y por otro, un desechado, un 
descalificado social, un irresponsable al que se le concederá la ilusión de participación y de formación. La cohe-
sión social no se consigue con el mercado y los lazos solidarios no se construyen en términos de competitividad 
y rentabilidad. 
La desestabilización de los estables y la precarización laboral es de tal magnitud que ya no se puede hablar 
de una reserva a utilizar en el momento oportuno; ya hay una proporción de mano de obra que está fuera, que 
ha perdido su identidad mediante el trabajo o está por perderla. Lo angustiante es que toda la vida de las per-
sonas, los ámbitos de relación están marcados por él: las salidas, los lugares de reunión, hasta la familia. Los 
reacomodamientos producidos en el seno de la misma en las últimas décadas y las tensiones que amortigua 
hace que se recargue con alteraciones de las relaciones, distorsiones y hasta la dispersión familiar. 
La actual etapa de desarrollo del capital monopólico se centra en la previsión de la demanda y el consumo. En 
la etapa productiva (antes de la crisis de 1930) no se contaba con formas de aplacar las contradicciones que 
generaban demandas imposibles de satisfacer. El capital monopólico dispone de nuevos elementos culturales, 
saberes e información para adelantarse a las demandas, ofreciéndoles opciones que les quitan todo contenido 
revulsivo, desviándolas. El consumo se instaura como forma de socialización (de la cual la moda, la publicidad, 
las formas de “participación” mediática son sus manifestaciones espectaculares), y todos deben adherir. 
Ya ninguna idea o conducta es desdeñada; son integradas al sistema, pero quitándosele sus apariencias con-
testatarias, convertidas en atributos banales, simpáticos o a lo sumo raros. De esta forma se pasa a un control 
adelantándose a los hechos y se crean anticuerpos mediante dosis homeopáticas de protesta montada como 
espectáculo. La transparencia y la libertad de expresión se transforman en una simulación, pues a la vez que 
se crea la situación crítica se producen las respuestas. Es como actúan los medios: la respuesta ya está en las 
preguntas. 
En cuanto a los trabajadores, hoy son muchos los que no realizan tareas productivas, pero se les asigna a 
su situación y a ellos mismos una explicación productiva. Se ha llegado a que la sociedad subsidie el paro, 
mediante los seguros de parados prolongados o continuos: así neutraliza a sectores productivos enteros, pero 
los mantiene como consumidores, como una clientela ociosa y relegada.
A este fracaso de la socialización por la producción material y el aprovechamiento de la fuerza de trabajo, el 
sistema lo ha suplido por la extensión de un domesticamiento que abarca la familia, la intimidad del cuerpo y 
hasta las mínimas acciones de la cotidianeidad. A esta altura no es tan importante que se produzca, sino que 
se entre en el juego propuesto para cada cosa o actividad; se trata de una enorme simulación. Entonces el 
trabajador es contratado precariamente para ciertas tareas: el Estado hace como que lo contrata y el pseudo 
obrero hace como que trabaja. 
En medio de esta realidad aparecen otros valores: nuevas formas de sexualidad, problemas específicos de 
mujeres, de la juventud, de grupos étnicos o raciales. Estas reivindicaciones son mucho más primarias que las 
del trabajo porque aluden centralmente al por qué y al para qué de la existencia de las personas. Las caracte-
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rísticas de mujer o negro no se borran con el mejoramiento económico; la condición de joven es una posibilidad 
revulsiva que atraviesa todos lo grupos sociales, es decir, es extendida. La larga experiencia de marginalidad 
respecto del mercado formal de trabajo, hace aparecer una diferencia, una contradicción entre los trabajadores 
y el mundo juvenil. 
No es trabajo lo que suelen pedir los jóvenes: su rebelión es contra una forma de vida impuesta desde todos 
lados (familia, escuela, TV, propaganda, vacaciones planificadas, etc.), contra un conformismo, una docilidad 
que no mengua ni cambia con la productividad. Se produce así un estado de resistencia, de paso al costado 
crónico, nostálgico de palabras que digan algo y de violencia, de regocijo y pavor ante los enfrentamientos y la 
destrucción. Y eso sucede a cada paso, en forma imprevista; ante la sorpresa y mirada de todos.
Esta situación (la actual) es vista desde dos perspectivas: una interpreta que se trata de una etapa de deses-
tructuración del sistema que se organizará nuevamente manteniendo la centralidad del trabajo; para otros, en 
cambio, el sistema ha entrado en autodisolución. Para ellos, insistir en el eje de la actividad laboral es prolongar 
la decadencia de una sociedad que ya está muerta. Sería entonces, el momento de pensar en otros valores 
organizadores de la vida humana, en pos de su sobrevivencia como especie, en un planeta ya devastado por, 
justamente, la historia desarrollada hasta aquí.
Bibliografía
FEITAS M. Hay un solo trabajo. Mimeo, Cátedra Medicina y Sociedad, Facultad de Ciencias Médicas, UNR, 
2003.
Bibliografía de referencia
BAUDRILLARD J. El espejo de la producción. Barcelona, Gedisa, 1980.
ROBERT P. Diccionario. París, SNL, 1978.
GODIO J. Sociología del trabajo y política. Buenos Aires, Atuel, 2001.
FINLEY M. La Grecia antigua. Barcelona, Crítica, 2000.
CASTEL R, HAROCHE C. Propiedad privada, propiedad social, propiedad de sí mismo. Conversaciones sobre 
la construcción del individuo moderno. Rosario, Homo Sapiens, 2003.
CASTEL R. La metamorfosis de la cuestión social. Buenos Aires, Paidós, 1997.
MARX K. Trabajo asalariado y capital.
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