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Siglos XIX y XX

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HISTORIA DEL PENSAMIENTO JURÍDICO
2. Siglos XIX y XX
2
BIBLIOTECA NUEVA UNIVERSIDAD
OBRAS DE REFERENCIA
3
José María Rodríguez Paniagua
HISTORIA DEL PENSAMIENTO
JURÍDICO
2. Siglos XIX y XX
BIBLIOTECA NUEVA
4
Este libro ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte
Cubierta: Gracia Fernández
© José María Rodríguez Paniagua, 2015
© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2015
Almagro, 38
28010 Madrid
www.bibliotecanueva.es
editorial@bibliotecanueva.es
ISBN: 978-84-9940-625-1
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación
pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La
infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y
sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los
citados derechos.
5
Índice
23.—La filosofía del Derecho en Hegel
24.—El utilitarismo de Jeremy Bentham y su aplicación a la política y al Derecho
25.—La polémica sobre la codificación en Alemania. La escuela de la exegesis en Francia
25.1 LA POSTURA DE SAVIGNY
25.2. EL POSITIVISMO JURÍDICO EN GENERAL
25.3. LA ESCUELA DE LA EXEGESIS EN PARTICULAR
26.—John Austin
27.—John Stuart Mill: Su utilitarismo, su ética, su filosofía política
28.—De la escuela histórica a la jurisprudencia de conceptos
29.—Rudolf von Ihering
30.—Marxismo y Derecho
31.—El restablecimiento de la Filosofía del Derecho en Alemania por Rodolfo Stammler
32.—La filosofía jurídica de Giorgio del Vecchio
33.—La Filosofía del Derecho en la escuela sudoccidental alemana
34.—La filosofía fenomenológica de los valores y el Derecho
35.—La Filosofía del Derecho de la neoescolástica
36.—Existencialismo y Derecho
37.—La teoría del Derecho en la Unión Soviética
38.—La jurisprudencia sociológica y el realismo jurídico norteamericano
38.1. UN PRECURSOR: EL JUEZ OLIVER WENDEL HOLMES
38.2. LA JURISPRUDENCIA SOCIOLÓGICA
38.3. EL REALISMO JURÍDICO NORTEAMERICANO
39.—Hans Kelsen: La teoría pura del Derecho
40.—Alf Ross como representante de la escuela escandinava
41.—La filosofía alemana del Derecho después de la Segunda Guerra Mundial
41.1. GUSTAVO RADBRUCH
41.2. HELMUT COING
41.3. HANS WELZEL
42.—La filosofía lingüística y la teoría del Derecho analítica: H. L. A. Hart
43.—John Rawls: una teoría de la justicia
6
23
La filosofía del Derecho en Hegel
Jorge Guillermo Federico Hegel (1770-1831) significa un cambio de vertiente, tanto
en el pensamiento jurídico como en la historia de la filosofía en general. Esta
importancia para la filosofía de nuestra época, de toda la Edad Contemporánea, es la que
refleja la frase de Xavier Zubiri: «Toda auténtica filosofía comienza hoy por ser una
conversación con Hegel»1. En efecto, la corriente existencialista surge a mediados del
siglo XIX, con Sören Kierkegaard, en conexión con Hegel, aunque solo sea por vía de
reacción; y cuando en el siglo XX, por los años de entreguerras y los primeros años
siguientes a la Segunda Guerra Mundial, el existencialismo pasa a convertirse en la
filosofía de moda, entronca de nuevo con Hegel, y no ya solo por vía negativa de
reacción, sino también por la positiva del influjo directo, como puede apreciarse en
Heidegger y en Sartre. Si del existencialismo pasamos al marxismo, vemos que el influjo
de Hegel es aún más patente y directo. Para Marx, la filosofía de Hegel era la filosofía de
su época, e incluso la filosofía por antonomasia; y aun cuando en su madurez Karl Marx
sustituyó su pasión por la filosofía por la de la economía, todavía en alguna carta de esa
época relata haber releído la Lógica de Hegel y manifiesta su deseo de exponerla de una
manera más compendiada y asequible; además, en un escrito posterior a la publicación
del primer tomo de El Capital, Marx reconoce expresamente su admiración por Hegel y
su conexión con él en cuanto al método2.
Las obras que nos interesan de Hegel son todas las importantes, en concreto la
Fenomenología del espíritu (1807), la Ciencia de la lógica (1813-1816), la Enciclopedia de las ciencias
filosóficas (1.ª edición, 1817) y, de manera destacada, Derecho natural o ciencia del Estado, que
lleva también como otro título, que es el que se ha impuesto, Fundamentos de la filosofía del
Derecho (1821). A estas, publicadas en vida, hay que añadir dos grandes obras póstumas
publicadas por apuntes de sus discípulos: Lecciones sobre la filosofía de la historia universal y
Lecciones sobre la historia de la filosofía. Conviene también tener en cuenta un extenso
artículo de los años de juventud (1802-1803) que versa «Sobre las maneras de tratar
científicamente el Derecho natural».
El método de Hegel es dialéctico, la famosa dialéctica hegeliana. Se ha creído ver
contradicción entre este método y el sistema de la filosofía desarrollado por Hegel. Cabe
asimismo discutir, sobre todo si se parte de la admisión de esa contradicción, a qué se ha
de dar preferencia, si al método o al sistema. De hecho, unos hegelianos se han decidido
por el sistema, y en ello puede verse una señal de orientación preferentemente
7
conservadora («derecha» hegeliana); otros, en cambio, han optado ante todo por el
método, pudiendo ser considerados por ello como más progresistas o revolucionarios (la
«izquierda» hegeliana); este es el caso del marxismo. Por nuestra parte, veremos en
primer lugar el método hegeliano en general y expondremos luego brevemente el sistema
en lo que se refiere al Derecho, tal como está contenido, ante todo, en la obra Filosofía del
Derecho.
Las discusiones en torno a la interpretación del método de Hegel arrancan de los
mismos años que siguieron a su muerte; en concreto de Schelling (1775-1854). Este era
cinco años más joven, pero triunfó mucho más pronto que Hegel, siendo ambos amigos
hasta que Hegel publicó su primera obra importante: Fenomenología del espíritu. Luego la
fama y la importancia de Schelling fue superada con mucho por la de Hegel. Pero a su
muerte se le empezó a ver mal, por considerarse peligrosa su filosofía para la religión y
para la patria. Entonces se llamó a la Universidad de Berlín a Schelling, que por aquellos
años estaba en una nueva etapa de su pensamiento, bastante conservadora, con el
propósito de que contrarrestara el influjo de Hegel. Al exponer la filosofía hegeliana, con
el propósito de refutarla, Schelling atribuyó a la dialéctica de Hegel que se desarrollaba
sobre el concepto, mientras la suya se apoyaba en el desarrollo del espíritu. Sin embargo,
esta contraposición entre el concepto y el espíritu parece un contrasentido, atribuido sin
fundamento suficiente a Hegel. Cuando este habla de la «dialéctica del concepto», como
«desarrollo y progreso inmanente», como «principio motor del concepto», etc.3, no
parece que intente en absoluto separar el concepto de la actividad de la razón o del
espíritu, sino que lo que quiere decir es que las determinaciones no le vienen al concepto
de algo exterior que se le añada, sino de la propia virtualidad de su contenido.
Por otro lado, las explicaciones vulgarizadas de la dialéctica de Hegel la exponen
además como un mecanismo formalista que repite incesantemente los modelos
uniformes de tesis, antítesis y síntesis. Pero, en primer lugar, esa terminología no es la de
Hegel, que habla más bien de afirmación o posición, negación y negación de la negación.
Y, sobre todo, esa manera de presentar la dialéctica de Hegel como algo esquemático y
formalista que repite sin cesar los mismos modelos es lo más opuesto al modo como él
la entendía; y expresamente rechazó Hegel ese formalismo y esquematismo que ahora se
le atribuye4.
La exposición de lo que efectivamente Hegel entendía por dialéctica no es, desde
luego, fácil, no está exenta de complicación; porque Hegel la aplicó como método, pero
no explicó nunca detalladamente en qué consistía. Hoy se considera como uno de los
pasajes clave,en que Hegel desvela un poco lo que él entendía por dialéctica, una nota
del final del capítulo primero del libro I de la Ciencia de la lógica, en que se refiere al
sentido del término alemán aufheben, que «significa tanto la idea de conservar, mantener,
como, al mismo tiempo, la de hacer cesar, poner fin»5. Otro de los lugares
fundamentales para conocer cómo entendía Hegel la dialéctica es el prólogo a la
Fenomenología del espíritu. Allí aparece puesta en conexión con el sentido de otro término:
«refutar» (widerlegen), que Hegel explana de la siguiente manera: «El capullo desaparece al
8
abrirse la flor, y podría decirse que aquel es refutado por esta; del mismo modo que el
fruto hace aparecer la flor como un falso ser allí de la planta, mostrándose como la
verdad de esta en vez de aquella. Estas formas no solo se distinguen entre sí, sino que se
eliminan las unas a las otras como incompatibles. Pero, en su fluir, constituyen al mismo
tiempo otros tantos momentos de una unidad orgánica, en la que, lejos de contradecirse,
son todos igualmente necesarios, y esta igual necesidad es cabalmente la que constituye la
vida del todo»6. Así entendida la refutación, es presentada por Hegel como equivalente
de «desarrollo», otro término expresivo de la dialéctica: «La refutación deberá ser, pues,
en rigor, el desarrollo del mismo principio refutado, completando sus deficiencias, pues
de otro modo la refutación se equivocará acerca de sí misma y tendrá en cuenta
solamente su acción negativa, sin cobrar conciencia del progreso que ella representa y de
su resultado, atendiendo también al aspecto positivo. Y, a la inversa, el desarrollo
propiamente positivo del conocimiento es al mismo tiempo una actitud igualmente
negativa con respecto a él, es decir, con respecto a su forma unilateral, que consiste en
ser solo de un modo inmediato o en ser solamente fin»7.
De acuerdo con estos principios de la dialéctica, entiende Hegel el desarrollo del
saber humano. Las diversas teorías y doctrinas se refutan unas a otras, pero a la vez, o
por eso mismo, se completan, se integran en una unidad superior, desarrollan el saber.
Este desarrollo se verifica en lo que Hegel llama «el individuo universal», o «el espíritu»
en general, o «el espíritu universal». Frente a él, «el individuo singular», para su
formación, no tiene más que «recorrer, en cuanto a su contenido, las fases de formación
del espíritu universal, pero como figuras ya dominadas por el espíritu, como etapas de un
camino ya trillado y allanado; vemos así cómo, en lo que se refiere a los conocimientos,
lo que en épocas pasadas preocupaba al espíritu maduro de los hombres desciende ahora
al plano de los conocimientos, ejercicios e incluso juegos propios de la infancia, y en las
etapas progresivas pedagógicas reconoceremos la historia de la cultura proyectada como
en contornos de sombras»8. Aun así, el individuo singular a veces se impacienta y se
niega a incorporar esas conquistas del pasado; quiere que se le sirvan directamente los
resultados, sin darse cuenta de que el resultado no es nada concreto sin su desarrollo
previo o, mejor, como lo expresa Hegel, no es más que una forma muerta, «el cadáver de
la tendencia». La impaciencia, pues, «se afana en lo imposible» cuando intenta «llegar al
fin sin los medios». «No hay más remedio que resignarse a la largura de este camino, en
el que cada momento es necesario» y, por otro lado, «hay que detenerse en cada
momento, ya que cada uno de ellos constituye de por sí una figura total individual y solo
es considerado de un modo absoluto en cuanto que su determinabilidad se considera
como un todo o algo concreto o cuando se considera el todo en lo que esta
determinación tiene de peculiar»9.
Otro peligro que acecha a la formación del individuo en su incorporación de lo
logrado por el espíritu universal es conformarse con conocer «en términos generales».
Esta clase de saber que se da por satisfecho con solo identificar a qué se refieren esos
términos generales, que busca el poder dar algo como conocido, aun cuando no sea
9
«reconocido», que reduce el aprender y el examinar a ver si lo que se dice concuerda con
nuestra propia representación, es un saber que no progresa, que «no se mueve del sitio».
Frente a ese proceder recomienda Hegel descomponer la representación en sus
«elementos originarios», «retrotraerla a sus momentos, que por lo menos no poseen la
representación ya encontrada»10.
Todo esto es dialéctica en Hegel, que en la «Introducción» a la Ciencia de la Lógica la
describe así de manera general:
La única manera de lograr el progreso científico —y cuya sencillísima inteligencia merece nuestra
esencial preocupación— es el reconocimiento de la proposición lógica que afirma que lo negativo es a la
vez positivo, o que lo contradictorio no se resuelve en un cero, en una nada abstracta, sino solo
esencialmente en la negación de su contenido particular; es decir, que tal negación no es cualquier
negación, sino la negación de aquella cosa determinada, que se resuelve, y por eso es una negación
determinada. Por consiguiente, en el resultado está contenido esencialmente aquello de lo cual resulta; lo
que en realidad es una tautología, porque de otro modo sería un inmediato, no un resultado. Al mismo
tiempo que la resultante, es decir, la negación, es una negación determinada, tiene un contenido. Es un
nuevo concepto, pero un concepto superior, más rico que el precedente; porque se ha enriquecido con la
negación de dicho concepto precedente, o sea, con su contrario; en consecuencia, lo contiene, pero
contiene algo más que él, y es la unidad de sí mismo y de su contrario. Por este procedimiento ha de
formarse, en general, el sistema de los conceptos, y completarse por un curso incesante, puro, sin
introducir nada del exterior11.
La concepción que Hegel tiene de la filosofía y de su historia no es sino la
consecuencia de la aplicación a ellas de la dialéctica. En primer lugar, la historia de la
filosofía no se diferencia de la filosofía misma, porque «en la filosofía como tal, en la
filosofía actual, en la última, está contenido todo aquello que ha producido el trabajo
durante miles de años; la filosofía actual es el resultado de todo lo precedente, de todo el
pasado… Por consiguiente, la historia de la filosofía es idéntica a sistema de filosofía»12.
Pero además ese progreso o proceso, ese de-sarrollo en que consiste o en que se
desenvuelve la historia de la filosofía, es «un progreso necesario». No se trata en él «de
ocurrencias, opiniones, etc., que cada uno haya descubierto según la particularidad de su
espíritu o se haya imaginado a su libre albedrío, sino que… tiene que existir también en
el movimiento total del espíritu pensante una conexión necesaria y esencial»13.
Pero de aquí surge también un nuevo concepto de la verdad filosófica. Porque si,
como expusimos anteriormente, la refutación es igual a desarrollo, la refutación aquí, en
la historia de la filosofía, que es la filosofía misma, tiene que consistir solamente en «el
descenso de una determinación a determinación subordinada»; es decir, en que una
determinada forma de la verdad filosófica que se ha presentado como la más elevada no
sea reconocida ya como tal, sino que en cierto modo sea «degradada a ser solo un
momento para el grado siguiente». Pero con eso «el contenido no ha sido refutado», es
decir, no ha sido totalmente anulado, sino que se conserva, porque «todos los principios
filosóficos se han conservado en los principios formulados posteriormente»14. De aquí
resulta, como lo afirma terminantemente Hegel en el prólogo a la Fenomenología del espíritu,
que «no hay lo falso como no hay lo malo», porque la verdad filosófica «no es una
moneda acuñada que pueda entregarse y recibirse sin más, tal y como es», sino que más
10
bien lo verdadero y lo falso están «como el agua y el aceite», sin mezclarse, pero unidos,
en contacto, lo uno junto a lo otro.
La construcción dialéctica se aplica también por Hegel a la explicación de la marcha
de la historiauniversal; y esto ya es más sorprendente. Podemos dar una solución fácil: la
historia universal procede racionalmente, es producida por el espíritu de un modo
racional; nada de extraño tiene, pues, que se le pueda aplicar ese método que aplicamos
al descubrimiento y desarrollo de las verdades racionales. Pero esto significaría, como de
hecho con harta frecuencia se ha entendido, que habría que aceptar como racional todo
lo que acontece. Sería esta una filosofía que, como lo ha expresado Theodor W. Adorno,
«marcha unida a los batallones más fuertes, ya que se apropia la sentencia dictada por
una realidad que entierra bajo sí una y otra vez lo que podría ser de otro modo»15. No es
esta la postura de Hegel. Él no entiende que todo lo acontecido, todo lo realizado en
particular por cualquier individuo, sea racional. Cuando Hegel afirma: «la historia
universal ha transcurrido racionalmente», lo que quiere decir, como él mismo aclara
luego, es que puede ser comprendida racionalmente; pero para verla así es preciso
contemplarla racionalmente: «Para conocer lo universal, lo racional, hace falta emplear la
razón… El mundo se ve según cómo se le considere»16. Solo después de acontecido
podemos ver lo racional de lo acontecido. Pero los individuos —reconoce Hegel—
actúan movidos por sus pasiones e intereses. Esos fines e intereses particulares se
combaten unos a otros y, como consecuencia, una parte de ellos sucumbe. Gracias a
esto, se va imponiendo lo universal, lo racional. «Se puede llamar a esto el ardid de la
razón; la razón hace que las pasiones obren por ella y que aquello mediante lo cual la
razón llega a la existencia sea lo que pierda y sufra daños»17.
Poco sentido tendría hablar de este «ardid» o «astucia» de la razón, una de las
doctrinas más características de Hegel, si todos y cada uno de los acontecimientos fueran
racionales.
Es preciso, pues, destacar en la historia universal «lo esencial, omitiendo lo
inesencial»; hacer «resaltar lo importante, lo en sí significativo»18, si se quiere comprender
adecuadamente la racionalidad que Hegel le atribuye y aplicarle con sentido la dialéctica
hegeliana.
Desde esta perspectiva hay que interpretar también el famoso lema del prólogo a la
Filosofía del Derecho, en que a veces, y separándolo además del contexto, se quiere ver
representada toda la filosofía de Hegel: «Lo que es racional es real, y lo que es real es
racional.» Como el propio Hegel aclara a continuación, «lo que importa es distinguir o
reconocer en la apariencia de lo temporal o transitorio la sustancia, que es inmanente, y
lo eterno, que es presente. Porque lo racional, que es sinónimo de la idea, cuando
aparece en la realidad al pasar a su existencia exterior, se presenta en una infinita riqueza
de formas, manifestaciones y figuras, y reviste su núcleo con una vistosa corteza, que es
en la que se para de inmediato la conciencia y que solo el concepto traspasa, para
encontrar el pulso interior y percibirlo incluso en las manifestaciones exteriores». Pero
todo ese material que surge de la exterioridad y de la apariencia de la esencia —añade
11
Hegel— ni siquiera es objeto de la filosofía19.
La inclusión de este lema y de esta doctrina en el prólogo a la Filosofía del Derecho,
como podemos ya imaginarnos, no es casual ni caprichosa o arbitraria. Pretende dar el
sentido primordial de la obra: presentar el Derecho y el Estado no como el producto de
las especulaciones, no como ideales o como deberían ser, sino como lo que son o, mejor,
como deben ser conocidos, como realizaciones de lo racional; es en sus realizaciones
donde hay que buscar lo racional, en su «reconciliación con la realidad» o, como lo dice
Hegel, más poéticamente, procurando «reconocer la razón como la rosa en la encrucijada
del presente».
Por eso nada le parece a Hegel tan desenfocado como querer proponer el Derecho
natural, que él entiende en el sentido amplio de racional o filosófico, como un ideal
extrínseco al Derecho positivo, como algo «contrario y contradictorio» del Derecho
positivo.
Podemos decir que Hegel admite o da por buenas, como punto de partida, la
caracterización de la Moral y el Derecho y la diferenciación entre ellos establecida por
Kant. Pero somete ambos conceptos, el de Moral y el de Derecho, a su propio método
dialéctico, y así resulta que no solo ambos están en relación entre sí, sino que además
surge un nuevo concepto que la filosofía de Kant no había tenido en cuenta, que
«incluso había hecho imposible»: el de Sittlichkeit, en cuanto contrapuesto a moralidad,
aun cuando los vocablos que expresan ambos conceptos sean del mismo origen
etimológico; en castellano lo traducimos por «eticidad» en el sentido de vida ética, de
ética real o viva y, por tanto, de ética concreta.
Pero Hegel califica el Derecho caracterizado por Kant en contraposición a la Moral
como abstracto, formal y negativo. Abstracto, porque no tiene en cuenta la calidad y
diferenciación de los diversos sujetos, que les vendrán de determinaciones ulteriores, en
la moral y en la eticidad; tampoco tiene en cuenta las determinaciones o concreciones
que impondrán las relaciones de los diversos sujetos; se refiere, pues, a todos en general,
de manera general, sin matizaciones o diferenciaciones. Por eso mismo puede ser
calificado ese Derecho de formal, es decir, sin particularización o contenido específico. Y
es negativo, porque su sentido es de abstención o de negación: no lesionar a los demás.
El correlato de ese concepto de Derecho es el concepto de persona o personalidad,
tal como Hegel lo entiende: el sujeto considerado en abstracto o en general, en cuanto
contiene la capacidad jurídica en general. La característica fundamental de la personalidad
así entendida es la igualdad. Y la primera consecuencia a que da lugar es el derecho de
propiedad, puesto que, así como hay un sujeto, tiene que haber también un objeto del
Derecho. Pero, así como del lado del sujeto se trata de una igualdad abstracta, así
también del lado del objeto no se tiene en cuenta nada de lo que se refiere a la posesión
efectiva de los bienes, que es más bien el «campo de la desigualdad».
La propiedad es para Hegel como la «esfera exterior de la libertad de la persona». Su
justificación como propiedad privada, al menos en el campo del Derecho abstracto, es
para Hegel indiscutible. Tiene como primer elemento constitutivo, o como primer
12
momento, como primera determinación, la apropiación o toma de posesión. Pero, dado
su fundamento, en la persona y en las exigencias de la libertad de esta, su sentido y su
destino tiene que estar en su eliminación por parte de la persona, es decir, en el uso que
esta haga de ella. Ahora bien, la voluntad de la persona puede retraerse de ese uso, dando
lugar así a un tercer momento de la propiedad: su enajenación.
En la enajenación de la propiedad aparece la existencia de la libertad como lo que en
realidad era: no como simple relación de la voluntad con las cosas, sino también como
relación de unas voluntades con otras; y esta relación, que constituye el «verdadero y
auténtico campo en que se desenvuelve la existencia de la libertad», da lugar a una nueva
manifestación del Derecho: el contrato.
El contrato presupone que los que en él intervienen «se reconocen como personas».
Pero el objeto del contrato no puede ser más que «un objeto del mundo exterior»,
porque solo estos pueden ser objeto de apropiación y de transacción. Por eso el
matrimonio no puede ser considerado como un contrato. Ni tampoco el Estado puede
ser comprendido bajo esta figura del contrato, tanto si se entiende este como celebrado
entre el príncipe o el Gobierno y todos los demás, como si se entiende celebrado por
todos entre sí, al estilo de Rousseau. Esta concepción del Estado se basa en una
confusión de las determinaciones propias de la propiedad privada con otras que son «de
una naturaleza completamente distinta y superior».
Por más que en el contrato se eleve el Derecho a un nivel superior que en las simples
relaciones de propiedad, porque en él seidentifican, por decirlo así, y se ponen en
común las voluntades de las personas que contratan, no obstante esa coincidencia y
comunidad puede estar en contradicción con lo que en sí es el Derecho. Así hace su
aparición la infracción jurídica, que es lo contrario al Derecho, su negación. Pero a través
de ella vuelve a manifestarse el Derecho, restableciéndose, por medio de la negación de
esa negación, como Derecho «verdadero y válido».
La infracción jurídica puede revestir la forma de simple discordancia o ausencia de
Derecho; pero puede presentarse también como engaño o dolo (fraude) en el contrato y,
finalmente, puede constituir un delito penal.
El delito no debe ser considerado superficialmente por su lado exterior, como un
simple mal físico o un daño, sino como una negación, no propiamente del Derecho, sino
de lo que debía ser la realización del mismo.
La pena, a su vez debe ser entendida como una negación de esa negación, como una
«eliminación del delito, que en otro caso impondría su validez», como un
«restablecimiento del Derecho». Por tanto, tampoco puede ser rectamente comprendida
por su dimensión de mal físico, ni por el bien moral de una o de otra clase que pueda
producir, sino que se trata de la contraposición entre la antijuridicidad y la justicia. Desde
este punto de vista, rechaza Hegel las teorías de la prevención, de la intimidación y la
correccional como justificaciones o explicaciones de la pena. A todas estas teorías las
acusa Hegel de superficialidad y de mezclar con la consideración de la estricta justicia,
que debe ser objetiva, y que es el aspecto esencial que hay que tener en cuenta en el
13
delito, puntos de vista morales y, por consiguiente, el aspecto subjetivo del delincuente.
Esas consideraciones morales y puntos de vista subjetivos tienen su lugar adecuado,
primordialmente en la determinación de la modalidad de la pena, pero «presuponen la
fundamentación previa de que está justificada en sí y por sí la aplicación de la misma».
Pero la pena no solo está justificada y es justa en sí, sino que es además «un derecho
del delincuente». Solo si el concepto y la medida de la pena se extraen de la acción misma
del delincuente, se honra a este como ser racional; no, en cambio, si se lo trata como una
fiera dañina cuyos males hay que prevenir, o teniendo en cuenta los objetivos de
intimidación o de mejora. El que la acción penal determine el concepto y la medida de la
pena no quiere decir, sin embargo, que la determine también en su modalidad, por el
estilo de la vieja ley del talión, sino tan solo en su equivalencia o su valor.
La fundamentación última de esta postura de Hegel está en que de este modo la
acción del delincuente es considerada como sometida a una ley general que él puede
reconocer en su interior como válida para sí, quedando así «subsumido bajo ella como
bajo su derecho». Por eso mismo el castigo o la aplicación de la pena tiene que quedar
sustraída a la subjetividad del interés o de la forma que ha de adoptar, y así ha de quedar
sustraída al azar del poder o de la fuerza, es decir, no puede ser entendida como simple
venganza, sino como «justicia punitiva».
Con esto se nos manifiesta «la exigencia de una voluntad subjetiva y especial que en
cuanto tal requiere lo general en cuanto general». Pero esto es el concepto de la
moralidad —en el sentido de Kant: obrar de acuerdo a una ley general por respeto a esa
ley general—. Y así desembocamos necesariamente desde el Derecho en la consideración
de la moralidad.
La moralidad está entendida, pues, por Hegel, en principio, como punto de partida,
en el sentido de Kant. Si hay algún calificativo, algún apelativo para caracterizar a la
moralidad así entendida, es el de la subjetividad, no obstante la diversidad de
significaciones y de implicaciones que pueda tener esa palabra. La moralidad se
caracteriza como subjetiva, en primer lugar, en cuanto hace referencia a un sujeto, a una
voluntad, no ya en general, como en el Derecho, en calidad de personalidad o capacidad
jurídica, sino en calidad de sujeto particular, individualizado. Pero la subjetividad
caracteriza ante todo la moralidad en cuanto significa «autodeterminación de la
voluntad». Por eso, el punto de vista de la moral puede ser representado como «el
derecho de la voluntad subjetiva» a no reconocer más que lo que considera como suyo
propio.
De aquí que lo objetivo no determine a la voluntad, desde el punto de vista moral,
más que en cuanto se convierte en «fin interior».
La manifestación exterior de la voluntad subjetiva o moral es lo que llama Hegel la
«acción» propiamente dicha. Tanto en esta como en la modificación del mundo exterior
provocada por ella, no se puede ver más culpabilidad o responsabilidad moral que la que
se corresponda con la apropiación interior, con lo que cada uno haya hecho suyo. Y,
como la acción presupone la representación previa de lo que se va a hacer, solo en
14
cuanto esto (lo que se hace) está incluido en los fines del que obra, en el propósito que le
guía, se le puede imputar como «su acción» y ser causa de culpabilidad o responsabilidad
moral. Lo mismo hay que decir de las consecuencias de la acción: las que forman una
unidad con la acción, las que constituyen «su propia configuración inmanente» y tienen
como principio informador la finalidad de la acción misma, no hacen sino manifestar la
naturaleza de esta, y no pueden menos de ser imputadas junto con ella. No ocurre lo
mismo con las consecuencias que se desencadenan en el mundo exterior a la acción y
que se le añaden a esta como adherencias exteriores y casuales.
La manifestación de la acción en el mundo exterior abarca un conjunto de detalles o
de particularidades; pero, desde el punto de vista del propósito del que obra, ese
conjunto presenta una determinada perspectiva, hay un punto privilegiado de la realidad
en que la acción se concentra de manera más inmediata: eso es la intención. Pero la
intención no puede prescindir de la concatenación real del punto o de la particularidad
en que se fija primordialmente: la aplicación de una cerilla a la superficie de una pulgada
de madera no es eso solo; es provocar un incendio; el quitar un trozo de carne a una
persona no es eso solo, sino quitarle la vida20.
En todo eso, la intención determina que el contenido de la acción quede especificado
o condensado en un interés, en un valor especial para el que obra. En relación con él,
todo el resto del contenido de la acción queda polarizado en torno a él, en calidad de
medios y accesorios. En concreto, la conexión de la realidad con el sujeto, que le da ese
valor especial o ese interés, se realiza a través de las «necesidades, inclinaciones, pasiones,
opiniones y gustos…» de ese sujeto. «La satisfacción de todo este contenido es el bien en
el sentido físico, de bienestar, o la felicidad en sus diversas manifestaciones».
Esta satisfacción subjetiva no es en sí ni buena ni mala; por eso hay que considerar
como una interpretación perversa (que se queda con el lado peor), tomarla por la
«intención esencial del que obra», y la finalidad objetiva, en cambio, por un mero medio
al servicio de aquella satisfacción. No hemos de pensar que la satisfacción subjetiva, o
que la atención al interés y al bienestar particular, estén siempre en contradicción con el
interés general y las exigencias de la objetividad. Este punto de vista daría por resultado
una moralidad comprometida en una eterna lucha contra la propia satisfacción. La de
Kant no estaría lejos de esta aberración, y Hegel la roza con su crítica al citar un famoso
verso satírico de Schiller, que ridiculiza la exaltación del sacrificio y de la repugnancia en
el cumplimiento del deber. La que sí critica expresamente Hegel con especial delectación
es la visión que denomina «psicológica» de la historia, que juzga a los grandes hombres
primordialmente por sus pasiones y por su deseo de gloria, negándoles así una verdadera
grandeza, que está en lo que realizaron: en sus acciones y en lo que con estas
consiguieron. Es esa (la vulgar)una visión que descuida lo sustancial, para quedarse solo
con lo subjetivo de los grandes hombres; una visión que se asemeja a la de los que son
como ayudas de cámara, «para quienes —como ya había dicho en la Fenomenología del
espíritu— no hay ningún héroe, y no porque ningún hombre lo sea, sino porque ellos son
solo ayudas de cámara», es decir, que no ven al héroe, sino al hombre que come, bebe y
15
se viste, al hombre en la singularidad de sus necesidades y tal como ellos se lo
representan21.
Desde luego, si la subjetividad se quiere elevar a la bondad moral, es preciso someter
ese momento de la satisfacción subjetiva, del propio interés, del bienestar particular, a las
exigencias de lo objetivo y de lo general.
Ahora bien, la bondad moral puede presentarse, en cuanto contrapuesta a la
particularidad propia de la voluntad subjetiva, como lo esencial abstracto y general, como
el deber en cuanto tal, como el deber por el deber. De este modo puede ser representada
como «la mera generalidad abstracta», como «la identidad sin contenido», tal como se
presenta en la filosofía de Kant. Reconoce Hegel los méritos de esa filosofía, que ha
puesto de relieve el papel decisivo, esencial, de la voluntad, de la autodeterminación de la
voluntad, en la caracterización de lo moral, y ha dado la base firme para el conocimiento
de esa voluntad por medio del concepto de la autonomía; pero es preciso —entiende
Hegel— reconocer su limitación, en cuanto se mantiene en un punto de vista meramente
moral, sin pasar a la eticidad (Sittlichkeit): se queda así en un puro formalismo, y la ciencia
de la moral en una mera palabrería sobre el deber por el deber. «Desde este punto de
vista, no es posible ninguna doctrina inmanente de los deberes; se puede introducir una
materia desde fuera y de esa manera llegar al establecimiento de deberes especiales; pero
desde esa determinación del deber como la falta de contradicción (o como), la formal
coincidencia consigo mismo…, no se puede llegar a la determinación de deberes
especiales.» «Al contrario, cualquier modo de actuación antijurídica e inmoral puede
justificarse por este procedimiento.» Así, para justificar el robo o el asesinato, bastaría
con admitir la supresión de cualquier propiedad o, respectivamente, la eliminación de un
pueblo, una familia o incluso de toda vida humana: así se evitaría toda contradicción; esta
solo empieza cuando, admitido que se ha de respetar la propiedad y la vida humana,
luego no se respeta, con el robo o el asesinato.
Como consecuencia y correlato de ese carácter abstracto y formal, en cuanto al
contenido, de la doctrina moral kantiana —y de cualquier otra que acentúe el aspecto
estrictamente «moralista»—, pasa al primer rango el lado subjetivo, que es el que
establece la especificación moral y es así el elemento determinante y decisivo: ese lado
subjetivo de la moralidad es la conciencia.
En realidad, la «verdadera conciencia» es la que coincide con lo que debe ser. Sin
embargo, cabe la posibilidad de que se separe y se afirme en sí misma la pura
subjetividad del saber y del decidir, y que así lo verdadero quede reducido a una mera
«forma y apariencia». Como a lo subjetivamente sabido y decidido se lo «presupone»
coincidente con lo que debe ser, se presenta como algo sagrado y con pretensiones de
autojustificación suficiente. De este modo, la conciencia en cuanto subjetividad se afirma
como poder de determinación de los contenidos buenos o malos. Y por este camino
puede llegar a convertir en principio tanto lo razonable como lo arbitrario, su propia
particularidad: esto es el mal moral. Puede decirse que la conciencia «en cuanto
subjetividad formal» está siempre en el trampolín para dar el salto hacia el mal.
16
Además de la simple «mala conciencia moral», dos formas del mal considera Hegel
con especial detenimiento: la hipocresía y la maldad convencida y autosuficiente que se
justifica a sí misma. Esta última es la forma suprema, el punto culminante que puede
alcanzar el proceso de subjetivización de la moral. Por eso es contra esta subjetivización
misma contra la que Hegel dirige sus ataques más profundos. En efecto, «si se proclama
que es el buen corazón, la buena intención y la convicción subjetiva lo que da el valor de
las acciones, entonces ya no hay ninguna posibilidad de hipocresía ni en general de
ningún mal moral, porque uno sabe convertir en bueno lo que hace, gracias a la reflexión
sobre las buenas intenciones y los motivos de la acción, y en virtud de ese momento de
la convicción pasa eso a ser bueno».
Conecta Hegel esta doctrina de la subjetivación absoluta de la moral con la
«sedicente filosofía que niega la cognoscibilidad de la verdad». Porque, «si esa manera de
filosofar considera el conocimiento de la verdad como una vana pretensión orgullosa,
que se alza por encima del círculo de lo cognoscible, que es tan solo lo aparente,
necesariamente tiene que convertir también inmediatamente lo aparente en principio de
su actuación y situar lo ético en la propia visión del mundo del individuo y en su
particular convicción». Sin embargo, no es que Hegel crea que es fácil conocer
directamente lo que es en sí bueno y lo que es malo. Esa facilidad solo le viene al
individuo a través de la eticidad. Solo con respecto a ella, dentro «de una comunidad
ética», dice Hegel que «es fácil decir lo que el hombre tiene que hacer»22.
No está Hegel contra la moral ni contra el momento de la subjetividad en la moral,
pero sí está contra el exclusivismo de permanecer en él como si fuera el punto final,
como si se pudiera menospreciar el lado objetivo de lo bueno en sí. Ahora bien, la
realización concreta de los dos momentos, la identificación de la voluntad subjetiva con
lo bueno en sí, solo puede tener lugar de una manera racional, no meramente accesoria y
casual, en lo que Hegel designa como Sittlichkeit, y que, a falta de otra expresión mejor, y
para señalar al menos su diferencia de la «moralidad», traducimos por eticidad. Con
respecto a ella, los dos aspectos, el subjetivo y el objetivo, aparecen como
unilateralidades que no pueden realizarse plenamente en lo que son, sino pasando a
convertirse en momentos de un concepto superior. «Lo ético es disposición de ánimo
subjetiva, pero del Derecho que existe en sí mismo.» Porque «la existencia de la libertad,
que de manera inmediata existía como Derecho, en la reflexión de la autoconciencia
queda determinada como bien moral; lo tercero, que aparece aquí en su tránsito como la
verdad de este bien moral y de la subjetividad, es asimismo la verdad de esta y la del
Derecho.» Este tercero es la eticidad. Etimológicamente, la palabra alemana Sittlichkeit no
es más que la versión o expresión germánica de Moralität; pero mientras que en esta
última la raíz (latina) ha perdido su significación, o al menos su transparencia, en la
palabra de raíz germánica el equivalente del Mos, latino, que es Sitte, conserva su
significación y su relevancia: es la costumbre o uso social normativo. Por lo demás,
Hegel advierte expresamente (par. 211) que el carácter de las costumbres o usos
normativos no se pierde porque se expresen en leyes escritas o incluso se codifiquen: si
17
estas son realmente vigentes, continúan siendo costumbres o usos sociales. En cuanto
vigentes (los usos y las leyes), pueden llevar consigo la racionalidad inmanente a la
historia; en cuanto sociales, son expresión de lo objetivo y general, es decir, del bien
moral, que es universal, en este caso universal concreto o concretizado, en las diversas
comunidades éticas.
Lo ético, pues, tiene un lado o aspecto objetivo que le proporciona un contenido
preciso y consistente, por encima de las opiniones y preferencias subjetivas: «las leyes y
las instituciones». Pero lo sorprendente (a primera vista) es que Hegel ve precisamente en
esa determinación objetiva de lo ético la libertad. Hegel, sin embargo, no deja el sentido
de estas expresiones en la penumbra: lo ético es libertad, porque es expresión de la
racionalidad, y la libertad para Hegel consisteprecisamente en eso, en que la voluntad
realice lo que es razonable, en que se identifique con ello. Claro es que además lo ético
no es algo meramente objetivo, extraño al sujeto, sino que este se reconoce en las leyes e
instituciones como en algo propio, algo que dimana de él mismo. Pero el sentido pleno
de libertad no lo recibe la eticidad de ese aspecto, sino de la racionalidad misma y de su
determinación o especificación en los diversos deberes. Esto es lo que verdaderamente
libera al individuo: por un lado, de la sumisión a los impulsos meramente naturales; por
otro, de la subjetividad indeterminada, que no acaba de llegar a la determinación de la
existencia y de la actuación objetiva, sino que se queda en sí misma, sin plasmar, por
tanto, en una realidad. Esto es lo que constituye para Hegel la verdadera libertad, la
«libertad sustancial».
Se trata, desde luego, de un concepto de libertad contrapuesto al del liberalismo
individualista, de la «libertad abstracta» (es decir, expuesta a la indeterminación y al
capricho); pero no de un sentido radicalmente nuevo de la libertad. Entronca, por lo
pronto, con la identificación kantiana entre libertad y moralidad; pero también con el
significado de la libertad «civil» o del «estado civil» de Rousseau: la libertad que surge del
«contrato», la única posible después del contrato de constitución de la sociedad y de
sumisión a las leyes. Entronca asimismo con el concepto cristiano de libertad, tal como
aparece en el Nuevo Testamento, como «liberación del pecado» y «obediencia a Cristo».
Y, más remotamente, entronca con la libertad de los ciudadanos griegos, que era una
libertad política «positiva», libertad de participación en la política, en las tareas y
funciones públicas.
De este modo resulta que en el campo de la eticidad no está por un lado el derecho y
por otro el deber, como en el campo del Derecho abstracto, sino que derecho y deber
coinciden en una misma cosa; y el hombre tiene derechos en cuanto tiene deberes, y
deberes en cuanto tiene derechos.
No son solo estos conceptos, de derecho y deber, los que se identifican, porque en el
proceso hegeliano previamente se relativizan y se transforman. El mismo concepto de
libertad puede ser puesto en equivalencia con su contrario, el de necesidad. Porque la
serie de deberes (derechos) en que se desenvuelve no pueden ser otra cosa que «el
desarrollo de las relaciones que existen necesariamente dentro del Estado como
18
consecuencia de la idea de la libertad». (Lo que no deja de estar en línea con lo que Kant
había dicho en su célebre definición del Derecho: «El conjunto de las condiciones en
virtud de las cuales la libertad particular de cada uno puede coordinarse con la de los
demás, según una ley general de libertad.»)
La eticidad comprende tres estadios o momentos: la familia, la sociedad civil y el
Estado.
La familia es el primer momento, el más inmediato. Hegel lo llama también «natural».
En efecto, lo ético del matrimonio, que es el núcleo de la familia, no consiste más que en
el amor, la confianza y la comunidad de vida. Aun cuando precisamente en esos
sentimientos y en esa realidad «el instinto natural se transforma en la modalidad de un
momento natural que está destinado a desaparecer con su satisfacción»; aparece entonces
en todo su derecho «el vínculo espiritual como lo sustancial y, por tanto, como algo
elevado por encima del azar de las pasiones y de la especial complacencia pasajera, como
algo de suyo indisoluble».
Pero la familia tiene que desembocar necesariamente en su disolución, bien «natural»,
por la muerte de los padres, bien «ética», por el desarrollo de los hijos hasta alcanzar el
pleno dominio de su libre personalidad, que tiene que ser reconocida, en la institución de
la mayoría de edad, como capacitación, ya para constituirse en personas independientes y
para tener su propiedad independiente, ya para formar por su parte nuevas familias.
Surge así necesariamente de la disolución de la familia el segundo estadio o momento de
la eticidad: la sociedad civil.
Esta representa de inmediato una pérdida de la eticidad. Porque el principio que le da
origen, como consecuencia de la disolución de la familia, es el de la personalidad
concreta; y así, aun las diversas familias que surgen dentro de ella se relacionan entre sí
como personas concretas independientes: esas personas, que están entendidas como
fines dentro de la sociedad civil, no son, en este estadio, sino un conjunto de necesidades
y una mezcla de sujeción a la naturaleza y de libre arbitrio personal. Sin embargo, la
subsistencia, el bienestar y la protección jurídica de cada uno están de tal modo
conectados con la subsistencia, el bienestar y el Derecho de los demás, que solo en
conexión mutua puede lograrse su realización y su garantía. Surge así, junto a la
particularidad, que desde luego es característica de la sociedad civil, también el principio
de la generalidad como informante o constitutivo de la misma.
Por el lado de la particularidad, con las secuelas que Hegel le asigna, de arbitrio
caprichoso y de preferencias subjetivas, muestra la sociedad civil toda su deficiencia ética
y material: la posibilidad de que, junto al mayor despilfarro, se dé la mayor miseria. Y, sin
embargo, como los individuos no pueden lograr su propio interés particular sino
teniendo en cuenta a los demás, acomodando su propia manera de pensar, de querer y de
obrar a las formas generales que predominan de pensar, de querer y de actuar, se van
educando y elevando esos individuos al menos en una «libertad formal» y una
generalidad del pensar y del querer. Se consigue así poco a poco en los sujetos de la
sociedad civil una liberación progresiva de la mera subjetividad en el comportamiento, de
19
la inmediatez y rudeza de los apetitos, de la vanidad subjetiva de los sentimientos y del
capricho en las apetencias. Especialmente el trabajo, que es la mediación, el intermedio
necesario para obtener y para acomodar a las necesidades particulares los medios de
satisfacerlas, es, según Hegel, a la vez un procedimiento extraordinario de desarrollar la
formación teorética y la práctica. La primera, porque provoca una gran variedad de
representaciones y de conocimientos y ejercita la movilidad y la rapidez de la
representación y la comprensión de relaciones complicadas y generales, etc. La segunda,
la formación práctica, se obtiene por el trabajo gracias a que este provoca la necesidad y
la costumbre de la ocupación, y de acomodar la propia actividad, por una parte, a la
naturaleza del material a que se aplica y, por otra, a los gustos de los otros, formándose
así las disposiciones y habilidades requeridas de un modo general.
A pesar de todo, la sociedad civil continúa siendo el campo del azar y de la
necesidad, no de la verdadera libertad, porque la coincidencia de su principio de
generalidad y de libertad formal con el de la particularidad no es una identidad ética, sino
un producto de la necesidad surgida de la particularidad y del azar. Así, la participación
en los bienes de esa sociedad está expuesta a la más completa desigualdad, que lleva
consigo la desigualdad en las capacidades y en la formación intelectual y moral. Surge así
la diversidad de clases sociales o estamentos.
Frente a esos peligros y ese desarreglo de la sociedad civil, Hegel expone tres
remedios o correctivos: el Derecho, la policía (en el sentido originario) y las
corporaciones.
El Derecho aparece también aquí en correlación con el concepto de persona (sujeto
de derecho). Este concepto supone el establecimiento o reconocimiento de una igualdad
(jurídica) en el seno de la sociedad civil: en cuanto personas en general, todos somos
iguales; «el hombre tiene ese atributo porque es hombre, no porque sea judío, católico,
protestante, alemán, italiano, etc.». Pero el Derecho, en este estadio de la sociedad civil
(que está dentro del de la eticidad), tiene que ser positivo, es más, legal: «Lo que es en sí
Derecho está puesto en su existencia objetiva, es decir, determinado parala conciencia,
por medio del pensamiento, y conocido como lo que es y vale como Derecho; esto es la
ley.» No es sensible Hegel a las excelencias de la costumbre frente a la ley, precisamente
porque entiende esta en íntima correlación y continuidad con la costumbre: «Las leyes
que rigen en una nación no dejan de ser sus costumbres por el hecho de estar escritas y
coleccionadas.» Por lo demás, la positividad del Derecho no excluye la posibilidad de que
se introduzca en ella el azar de la voluntad particular y, por tanto, lo que en sí no es
Derecho. Por eso no tiene demasiado de extraño que una de las cuestiones
fundamentales para la ciencia jurídica sea también la de indagar la razonabilidad de las
diversas determinaciones jurídicas.
Si Hegel considera en general lo ético como algo que no es extraño al sujeto, sino
que dimana de él mismo, y en lo que puede descubrir su propio ser, es natural que, así
como procura aproximar las leyes a las costumbres, exija también que aquellas sean
generalmente conocidas. Por lo que condena no solo la práctica de los tiranos de castigar
20
por leyes no suficientemente conocidas, sino también el estilo esotérico de los juristas.
El segundo correctivo del azar y el desorden de la sociedad civil decíamos que era la
policía, entendida esta en un sentido general, más próximo al actual de Administración
pública que al que es hoy habitual asociar con aquella palabra. Se trata, por lo demás, de
una Administración intervencionista, en un sentido que enlaza con el Estado-policía de
la Ilustración alemana, atento a vigilar por el bienestar de los súbditos o ciudadanos. La
necesidad de este segundo remedio o dique de contención al desarreglo viene impuesta
por la limitación e insuficiencia del Derecho y de la Administración de justicia, para
evitar que las personas y las cosas de la sociedad civil se perjudiquen y lesionen unas a
otras.
Esta intervención administrativa se muestra a su vez como insuficiente; y por cierto
de un modo radical, que pone en cuestión la viabilidad misma de los medios para
solucionarla. Porque una de dos: o se trata de mantener los principios de la sociedad civil
(satisfacer las necesidades por medio del trabajo) fomentando la ocupación, el empleo, o
bien se sustenta gratuitamente a los parados. En el primer caso, se dará origen a una
superproducción, que será a la larga insostenible. En el segundo, a lo que se dará lugar es
a que existan masas de desocupados, que no participarían de la sociedad civil, y en
especial de sus principios, de la eticidad que ella proporciona23.
Mayor elevación en la línea de la eticidad concede Hegel al tercer remedio o recurso
de la sociedad civil: las corporaciones. Surgidas de la coincidencia en la especialidad de
las diversas profesiones, tienen la posibilidad de convertir en general el fin particular,
orientado por el interés de su propia profesión. El miembro de la sociedad civil es, al
mismo tiempo, miembro de la corporación, cuya finalidad es plenamente concreta. Se
origina de este modo un orden, una ordenación de la sociedad civil, que es al mismo
tiempo conocido y querido por sus propios miembros. Recupera de este modo el
elemento interno de la eticidad su importancia dentro de la sociedad civil.
Con todo, la finalidad de las corporaciones es limitada e incompleta, y la sociedad
civil continúa siendo, a pesar de ellas, un sistema de necesidad más que de libertad,
atento más a la protección de la propiedad y de la libertad particular que a la búsqueda de
la realización de un fin verdaderamente general. A pesar de que ese sea el modelo del
Estado liberal, según la línea de Locke, y aun del Estado democrático, de acuerdo con el
punto de partida individualista de Rousseau, Hegel le niega el nombre de Estado
propiamente dicho. «Si se confunde el Estado con la sociedad civil y se determina su
esencia por la seguridad y la protección de la propiedad y de la libertad personal, resulta
que el interés de los particulares en cuanto tal es la finalidad última para cuya
consecución se han unido; y de ahí se sigue igualmente que corresponde a la libre
decisión de cada uno ser miembro del Estado o no.»
Frente a esa concepción, lo que Hegel entiende por Estado es otra cosa, algo mucho
más elevado: «Es la realidad de la idea ética», «la realidad de la voluntad sustancial», «lo
racional en sí y para sí», «un fin por sí mismo absoluto e inamovible, en el que la libertad
llega a su derecho culminante»… Y, sin embargo, en todas estas determinaciones, que
21
son por lo demás equivalentes, no desaparece la aspiración, característica de toda la
filosofía de Hegel, de no desperdiciar, de no perder lo más bajo, lo ya conseguido por el
Estado liberal y democrático. Porque, tal como él mismo nos explica las expresiones
anteriores, «la racionalidad consiste, desde un punto de vista abstracto, en la realización
de la unidad de lo particular con lo general, y aquí en concreto, desde el punto de vista
del contenido, en la unidad de la libertad objetiva, es decir, de la voluntad general y
sustancial, y la libertad subjetiva, como saber individual y voluntad que busca sus propios
fines particulares, y, por consiguiente, desde el punto de vista de la forma, en un actuar
que se determina por unas leyes y principios pensados, es decir, generales». Desde luego
no entenderemos nada de lo que Hegel quiere decir, si tomamos el Estado en el sentido
del aparato político-administrativo que entre nosotros se contrapone a la nación, y más
en particular a las comunidades autónomas. Hegel pretende expresar con su concepto de
Estado lo que de más comunitario puedan tener esos otros conceptos. Y lo más
comunitario (en el sentido de Hegel) es que la vida social o colectiva, al mismo tiempo
que amplia e intensa, sea aceptada, voluntaria, querida. Se refiere al Estado-nación, o,
más exactamente, a la nación-Estado: a la nación constituida en Estado, con sus propias
costumbres y modo de ser, y al mismo tiempo con las leyes que libremente se da, de
acuerdo con su propia voluntad, leyes que a su vez son racionales, expresión de la
racionalidad. Eso es lo que, al menos como aspiración, como ideal, se puede vislumbrar
tras la Revolución francesa. Por eso Hegel reconoce expresamente a «los Estados
modernos» esa «enorme fortaleza y profundidad, de hacer llegar a su pleno desarrollo
como extremo independiente de la particularidad personal el principio de la subjetividad
y, al mismo tiempo, de reducirlo a la unidad sustancial y conservar así esta junto con él».
Pero, cuanto más vemos a Hegel ensalzar el Estado, más nos tiene que asaltar la
duda de si se está refiriendo a una realidad existente, e incluso a una realidad posible. Su
referencia a los «Estados modernos» no parece sino confirmar su propósito, ya
anunciado sin ambages en el «Prólogo», de estudiar el Estado como realidad existente y
no querer buscar lo racional sino en su reconciliación con la realidad. Ahora bien, ¿cómo
es posible afirmar ya esta reconciliación en el «Estado moderno»? H. Marcuse ha dicho a
este propósito: «La brecha entre el ideal y la realidad se cierra lentamente. Mientras más
realista se vuelve la actitud hegeliana ante la historia, más dota Hegel al presente con la
grandeza del futuro ideal»24. Sin embargo, no podemos olvidar lo que ya dijimos a
propósito del «Prólogo»: que ni siquiera en la Filosofía del Derecho esa reconciliación entre
la realidad y la idea es total; que lo racional es solo un «núcleo» dentro de la infinita
riqueza de la realidad. Es ese núcleo de racionalidad lo que Hegel parece contemplar en
el Estado moderno, para poder verlo como una aurora de una reconciliación más amplia
y más completa de lo real y de lo racional. Que la posterior evolución no haya
confirmado mucho esos optimismos y esas esperanzas no es sino una muestra más de
eso que parece ser el destino inexorable de todos los grandes hombres: que sus obras
estén siempre condenadas a un relativo fracaso, por la «triste» realidad.
Pero conviene no perder de vista, como nos advierte Ch. Taylor, queHegel es
22
también uno de los primeros teóricos de la enajenación. Y esta tiene lugar, con respecto
al Estado, cuando el individuo deja de identificarse con él, cuando deja de ver en él su
realización, su meta, es decir, la expresión de lo que considera racional. Entonces el
individuo puede volverse a «otra sociedad», por ejemplo, hacia una comunidad religiosa
más pequeña e intensa; pero puede también «reflexionar», es decir, buscar las pautas y
criterios en sí mismo, y considerarse a sí mismo y sus metas («individuales») como las de
mayor importancia25. No cabe duda de que esto es lo que corresponde en gran medida a
nuestra situación, a nuestra época, y Hegel no había dejado de advertir en la suya y
especialmente en la que le precedió.
Por otro lado, no se puede dejar de tener en cuenta que la construcción dialéctica,
que constituye el tuétano también de la Filosofía del Derecho, reduce cualquier
reconciliación que Hegel afirme o pueda afirmar entre lo real y lo racional a una
reconciliación en precario, provisional, porque la historia no se detiene ni desaparece su
racionalidad y la aplicación de la dialéctica a sus cambios. Y, por mucho que Hegel
ensalce al Estado, hay que tener presente que no lo proclama como absoluto, como el
espíritu absoluto, ni le confiere derechos ilimitados. Es el «espíritu mundial» el que Hegel
presenta como «ilimitado», y su derecho como «el más alto». Y es ese espíritu universal el
que se desenvuelve como arte, como religión y como filosofía, y el que «es en la historia
universal la realidad espiritual en todo su alcance de interioridad y exterioridad». Por
tanto, también el Estado queda subsumido en un proceso más amplio, y sometido a la
crítica de su racionalidad y a lo que Hegel llama el «juicio de la historia universal».
1 X. Zubiri, Naturaleza, Historia, Dios, Madrid, Editora Nacional, 1944, pág. 282 (hay nueva edición de esta obra
en Alianza).
2 Cfr. K. Marx, «Postfacio a la segunda edición de El Capital», en El Capital, versión española de W. Roces,
México, Fondo de Cultura Económica, 1968, I, XXIII-XXIV.
3 Cfr., por ejemplo, G. W. F. Hegel, «Einleitung», Grundlinien der Philosophie des Rechts, edición de Hoffmeister,
Berlín, Akademie Verlag, 1956, 31, págs. 46-47.
4 G. W. F. Hegel, «Prólogo», Fenomenología del espíritu.
5 G. W. F. Hegel, Ciencia de la Lógica, libro I, sec. 1.a, cap. I, C, 3, nota, traducción de Augusta y Rodolfo
Mondolfo, Buenos Aires, Solar-Hachette, 1968, pág. 97. De la mayor parte de la obra hay una nueva traducción:
Ciencia de la Lógica, tomo I, La lógica objetiva, edición de F. Duque, Madrid, Abada/UAM, 2011.
6 G. W. F. Hegel, «Prólogo», Fenomenología del espíritu, traducción de W. Roces, México, Fondo de Cultura
Económica, 1966, pág. 8. De esta obra hay también una nueva traducción, de M. Jiménez Redondo, Valencia, Pre-
Textos, 2006; y otra, en edición bilingüe, de A. Gómez Ramos, Madrid, Abada, 2011.
7 G. W. F. Hegel, ob. cit., pág. 19.
8 G. W. F. Hegel, ob. cit., pág. 21.
9 G. W. F. Hegel, ob. cit., pág. 22.
10 G. W. F. Hegel, ob. cit., pág. 23.
11 G. W. F. Hegel, «Introducción», Ciencia de la Lógica, ed. cit., pág. 50.
12 G. W. F. Hegel, Introducción a la historia de la filosofía, traducción de E. Terrón, Buenos Aires, Aguilar, 1965,
págs. 70-71. Esta traducción está hecha a partir de la edición crítica de Hoffmeister (que solo publicó el tomo I,
1940). El párrafo citado no aparece (aun cuando sí la misma idea) en la traducción completa de la obra (en tres
23
volúmenes), Lecciones sobre la historia de la filosofía, de W. Roces, México, Fondo de Cultura Económica, 1955, que se
basa en las ediciones de K. L. Michelet, de 1833 y 1840.
13 G. W. F. Hegel, ob. cit., págs. 79 y 39-40.
14 G. W. F. Hegel, ob. cit., págs. 80-81.
15 T. W. Adorno, Tres estudios sobre Hegel, versión española de V. Sánchez de Zabala, Madrid, Taurus, 1969, pág.
112.
16 G. W. F. Hegel, «Introducción», Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, I, traducción de J. Gaos,
Madrid, Revista de Occidente, I, 1974, pág. 45. Hay nueva edición de esta misma traducción en Madrid, Alianza,
2004.
17 G. W. F. Hegel, ob. cit., pág. 97. He suprimido en la traducción (de J. Gaos) el pronombre reflexivo «se»
que en ella antecede al verbo «pierda» (la palabra alemana es einbüsst); para acomodar la redacción de la frase, he
añadido las palabras «sea lo que».
18 Cfr. G. W. F. Hegel, ob. cit., pág. 46.
19 G. W. F. Hegel, «Vorrede», Grundlinien der Philosophie des Rechts, edición de J. Hoffmeister, Berlín, Akademie
Verlag, 1956, págs. 14-15. Hay traducción castellana (de J. L. Vermal): Principios de la Filosofía del Derecho, Buenos
Aires, Editorial Sudamericana, 1975. Y (digna de tenerse en cuenta) al menos otra (de E. Vásquez): Rasgos
fundamentales de la Filosofía del Derecho, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000.
20 Hegel hace esta advertencia en referencia evidente al castigo que se reserva Shylock en El mercader de Venecia
(Shakespeare); hoy tal vez sería más ilustrativo hacer referencia a los casos de injerto o trasplante de órganos (sin
las debidas garantías): la intención en sí puede ser buena, pero debe conectarse con las consecuencias previsibles
de la acción.
21 Cfr. G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, pág. 388. En el mismo sentido, «Introducción», Lecciones sobre la
filosofía de la historia universal, II, 2, d), ed. cit., pág. 95.
22 En el mismo sentido, cfr. G. W. F. Hegel, «Introducción», Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, II, 2,
b), ed. cit., pág. 89.
23 Estas ideas son de tal actualidad, que puede parecer que se las atribuimos a Hegel desde nuestra perspectiva
de hoy. Por eso creo conveniente recoger el texto de Hegel reproduciendo el comienzo del parágrafo 245 de la
Filosofía del Derecho en la traducción de J. L. Vermal (cit., nota 19), pág. 275. «Si se impusiera a la clase más rica la
carga directa de mantener en un nivel de vida común la masa reducida a la pobreza, o si existieran en otras
propiedades públicas (ricos hospitales, fundaciones, conventos) los medios directos para ello, se aseguraría la
subsistencia de los necesitados sin la mediación del trabajo, lo cual estaría en contra del principio de la sociedad
civil y del sentimiento de independencia y honor de sus individuos. Si por el contrario esto se hiciera por medio
del trabajo (dando oportunidades para ello), se acrecentaría la producción, en cuyo exceso, unido a la carencia de
los consumidores correspondientes, que también serían productores, reside precisamente el mal, que aumentaría,
por lo tanto, de las dos maneras. Se manifiesta aquí que en medio del exceso de riqueza la sociedad civil no es
suficientemente rica, es decir, no posee bienes propios suficientes para impedir el exceso de pobreza y la formación de
la plebe.» En la traducción de E. Vásquez (también cit., nota 19), págs. 294-295.
24 H. Marcuse, Razón y revolución, traducción de J. Fombona de Sucre, Caracas, Universidad Central de
Venezuela, 1967, pág. 83. Hay también una edición española, Madrid, Alianza, 1972.
25 Ch. Taylor, Hegel, Cambridge, Cambridge University Press, 1975, págs. 381-385, y Hegel y la sociedad moderna,
traducción de J. J. Utrilla, México, Fondo de Cultura Económica, 1983, págs. 171-179.
24
24
El utilitarismo de Jeremy Bentham y su aplicación a la política y al Derecho
Jeremy Bentham (1748-1832) muere tan solo un año después que Hegel, y nació y
empezó a publicar sus obras bastantes años antes que él. Sin embargo, la orientación de
su obra y el influjo que ejerce lo sitúan más bien en una época posterior. Este último se
debe tener en cuenta especialmente, porque Bentham ocupa un puesto importante en la
historia del pensamiento jurídico más como reformador que como autor destacado por
la originalidad o profundidad de sus ideas. Sus anhelos de reforma se referían no solo al
método de estudio y comprensión del Derecho, sino también a las leyes y a las
instituciones mismas, y no solo de su propio país, Inglaterra, sino también de diversos
países extranjeros,entre ellos España, de cuya situación y progreso se ocupó en varias
ocasiones1. Además, la mayor parte de la obra de Bentham se conoció gracias a la labor
de sus discípulos o colaboradores, que se encargaron de su publicación; mención especial
merece a este respecto el suizo E. Dumont, que publicó, utilizando los manuscritos del
propio Bentham, entre otras, las siguientes obras: Traités de législation civile et pénale (París,
1802, 2.ª ed., 1820; en los dos años siguientes se publicó la traducción castellana de esta
2.ª ed.: Tratados de legislación civil y penal, traducción de R. Salas, Madrid, 1821-1822);
Tactique des assemblées politiques délibérantes, seguida de Traités des sophismes politiques et des
sophismes anarchiques (París, 1816; ed. esp.: Tratado de los sofismas, Madrid, 1834; y Táctica de
las asambleas legislativas, Madrid, 1835; de los Tratados de los sofismas, o más exactamente de
las Falacias, que es el título de la edición inglesa, hay traducción castellana reciente, pero
solo de los sofismas [falacias] políticos: Falacias políticas, traducción de J. Ballarín, estudio
preliminar de B. Pendás, Madrid, CEC, 1990); también publicó Dumont De l’organisation
judiciaire et de la codification (París, 1828; ed. esp.: De la organización judicial y de la codificación,
Madrid, 1845). De las obras publicadas por otros colaboradores podemos señalar la
edición, por J. Bowring, de Deontology, or the Science of Morality, Londres, 1834 (la edición
francesa es de ese mismo año, y a partir de esta se traduce al español: Deontología o ciencia
de la moral, Valencia, 1836. También hay una edición crítica, a cargo de A. Goldworth,
Deontology, together with A Table of the Springs of Action and Article on Utilitarianisme, Oxford,
Oxford University Press, 1983). Asimismo, hay que añadir que tanto Dumont como
Bowring publicaron ediciones conjuntas de las obras de Bentham, en francés e inglés,
respectivamente, con los títulos de OEuvres de Jérémie Bentham (3 vols., Bruselas, 1829-
1830; 3.ª ed. 1840) y The Works of Jeremy Bentham (11 vols., Edimburgo, 1838-1843).
También en español se publicó una edición conjunta o «Colección» de las obras de
Bentham, traducida del francés, con comentarios de B. Anduaga Espinosa (Madrid,
1841-1843).
De las obras publicadas por el propio Bentham solamente dos son importantes: A
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Fragment on Government (publicada en 1776 sin nombre del autor; hay una edición de 1891
y reimpresión de 1931 [Oxford University Press] que reproduce el texto de la de 1776, y
traducción castellana de J. Larios Ramos: Fragmento sobre el gobierno, Madrid [Aguilar],
1973; la misma traducción, Madrid [Sarpe], 1985; actualmente hay ya una edición crítica a
cargo de J. H. Burns y H. L. A. Hart, Londres, The Athlone Press, 1977; con el texto de
esta hay una edición en paperback, A Fragment on Government, Cambridge [Cambridge
University Press], 1988 y sucesivas reediciones; de esta edición crítica es traducción la de
E. Bocardo Crespo, Madrid [Tecnos], 2003); y la más importante de las obras publicadas
en vida por Bentham es An Introduction to the Principles of Morals and Legislation (publicada
por primera vez en Londres en 1789; sin embargo, estaba ya no solo escrita, sino impresa
en 1780; hay actualmente una edición crítica a cargo de J. H. Burns y H. L. A. Hart,
Londres, The Athlone Press, 1970, que reproduce fundamentalmente el texto de la 2.ª
ed., 1823; nueva edición, Oxford, Clarendon Press, 1996). La obra Of Laws in general
puede ser considerada como un complemento o continuación de la anterior (y fue escrita
poco después, es decir, entre 1780 y 1782), aun cuando no fue publicada por Bentham,
sino por primera vez en 1945, con el título The Limits of Jurisprudence Defined (el nuevo
título es el de la edición crítica a cargo de H. L. A. Hart, Londres, The Athlone Press,
1970).
Todo el pensamiento e incluso toda la actuación de Bentham están presididos por el
principio de la utilidad o, como prefirió llamarlo después, de la mayor felicidad del mayor
número o, más simplemente, de la mayor felicidad. Se formula así al comienzo de su
obra, de 1776, el Fragmento sobre el gobierno: «La mayor felicidad del mayor número es la
medida de lo que está bien y de lo que está mal en el orden moral (of right and wrong)»2. En
la obra publicada dos años después de su muerte, la Deontología, se nos relata que ese
principio lo encontró Bentham a los veintiún años en el libro de Priestley Essay on
Government, y la importancia de este hallazgo se refleja en estas palabras: «La lectura de
este libro y de la frase en cuestión fue la que decidió mi principio en materia de moral
pública y privada; de ella fue de donde tomé la fórmula y el principio que han recorrido
después el mundo civilizado»3. Sin embargo, la frase había sido formulada bastante antes
por Hutcheson4, y se encuentra también en Beccaria5, del que Bentham confiesa haber
recibido influencia en su doctrina y postura utilitarista, así como también la recibió de
Hume.
Al comienzo de la obra más importante de las publicadas por Bentham se establece
de nuevo el principio de utilidad, o de la mayor felicidad, aun cuando en otros términos:
«El principio de la utilidad se ha de entender en el sentido de que aprueba o desaprueba
cualquier acción de acuerdo con la tendencia que manifieste tener a aumentar o
disminuir la felicidad de aquellos cuyo interés esté afectado (por esa acción).» Tanto en
este texto como en una nota añadida en 1822 se cambia el texto de la primera fórmula:
en lugar de «felicidad del mayor número», «felicidad de aquellos cuyo interés esté
afectado». Y puede designarse este principio como el «de la utilidad», porque se define
esta como la tendencia «a producir un beneficio, ventaja, placer, bien o felicidad, o a
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prevenir un daño, dolor, mal o desgracia»6. La denominación de «principio de utilidad» o
la de «principio de la mayor felicidad» no parece cambiar, pues, el sentido. En realidad,
como se nos dice en la nota de 1822, la preferencia por esta segunda se debe a razones
prácticas: a su mayor claridad y expresividad. Por lo demás, hay que advertir en la
enumeración que se hace en el texto la equiparación entre placer, bien y felicidad, por un
lado, y entre dolor, mal y desgracia, por otro. Esto es decisivo para interpretar el
principio que se proclama como fundamento de toda la obra. Pero en realidad no es solo
su obra, sino toda la actividad humana la que Bentham proclama como regida por el
principio de utilidad. «La naturaleza ha puesto —nos dice— a la humanidad bajo el
gobierno de dos señores soberanos: el dolor y el placer. Es a ellos solos a los que les
corresponde señalar lo que debemos hacer, así como determinar lo que haremos. A los
dos lados de su trono están adheridas la norma del bien y del mal moral y la cadena de
causas y efectos.» Cabe plantear la cuestión de que, si el placer y el dolor determinan lo
que haremos necesariamente, la «cadena de causas y efectos», poco sentido tiene hablar
de lo que debemos hacer, de la «norma del bien y del mal moral»; puesto que
ineludiblemente haremos aquello a lo que con necesidad estamos determinados. Sin
embargo, podemos pensar que para Bentham eso no constituye mayor problema, porque
para él lo que importa no es el aspecto subjetivo de la moralidad, la voluntad y, por
consiguiente, la libertad de esa voluntad, sino el lado objetivo de lo que está bien y de lo
que está mal, de lo que hay que realizar, porque es lo que en realidad contribuirá o no a
la mayor felicidad. De modo que puede afirmar que solo en relación con el principio de
utilidad tienen sentido las palabras «deber», «bondad» y «maldad», así como otras por el
estilo. Y, si alguna vez se lo ha negado formalmente, ha debido ser por quienes no sabían
lo que querían decir. Por lo demás, cualquier intento de probarlo sería tan imposible
como innecesario, porque siempre habría que suponerlo en cualquier prueba. Es
comparable a la tierra en la que estamos, que solo podríamos moverla si contáramos con
otra en que apoyarnos7.
Laalternativa al principio de utilidad que Bentham considera es el que denomina
«principio de simpatía y antipatía», no solo porque le parece que es el que en su tiempo
tiene mayor influencia, sino también porque todos los demás pueden reducirse a él.
Bentham lo define como el de la aprobación o desaprobación, «manteniendo esa
aprobación o desaprobación como razón suficiente por sí misma y rechazando la
necesidad de indagar en ningún fundamento extrínseco». Con esta interpretación al
fondo, puede enfrentarse con quien pretenda apoyarse en ese principio, preguntándole si
considera que su propio sentimiento es válido para cualquier otro o si considera que el
sentimiento (de aprobación o desaprobación) de cualquier otro tiene el mismo privilegio
de ser una norma por sí mismo. En el primer caso, Bentham lo calificaría de despótico y
hostil hacia todo el resto de la humanidad; en el segundo, de anarquista, porque en este
caso habría al menos tantas normas de moralidad como individuos humanos. Entre los
principios que pueden reducirse al de la simpatía o antipatía, Bentham menciona el del
sentido moral, con referencia expresa a Shaftesbury, Hutcheson y Hume, y el de la ley o
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el Derecho natural, del que dice que «están hablando continuamente una gran multitud
de gentes», aun cuando a veces utilizando otras denominaciones, tales como «ley o
Derecho de la razón», «recta razón», «justicia natural», «equidad», «orden debido»8.
Resulta un tanto sorprendente que Bentham no mencione a su contemporáneo
Adam Smith, que se había preocupado especialmente de esa dificultad de la diferencia en
los sentimientos morales y había propuesto precisamente por eso su doctrina del
«espectador imparcial» y que la conducta humana se rigiera en general por las reglas que
han ido estableciéndose y consolidándose poco a poco9. La explicación puede estar en el
sentimiento de antipatía del propio Bentham hacia esa postura, poco favorable para sus
radicales ansias reformistas; pero esto probaría que él mismo se dejaba llevar, al menos
en este caso, por el principio que estaba rechazando, y tampoco sería una buena
recomendación o aval para el valor científico que él pretendía dar a su labor intelectual.
Esto último parece también aplicable al hecho de que se refiera a la ley y al Derecho
natural y a las otras expresiones afines como términos de los que habla «una gran
multitud de gentes» y no como doctrinas elaboradas por los más grandes pensadores de
la humanidad, desde la antigua Grecia. Aun cuando a estos también les pueda afectar de
alguna manera la interpretación de Bentham, de que el Derecho natural sirve para dar
expresión a los sentimientos de lo justo y de lo injusto, de lo bueno y de lo malo, desde
luego no cabe aplicarles esa interpretación en el mismo grado ni de la misma manera que
a la «gran multitud de gentes» que utilizan esa o las otras expresiones afines.
Si queremos dar una razón más profunda de esta actitud de Bentham con respecto al
pensamiento anterior a él, hemos de buscarla, aparte de otras explicaciones más
particulares o personales, en un cambio de perspectiva: mientras anteriormente estas
cuestiones se habían contemplado ante todo desde un punto de vista moral o
simultáneamente moral y jurídico, para él es la perspectiva política y sobre todo la
jurídica la determinante, y, más en concreto, la de la tarea legisladora o legislativa, la de la
«ciencia de la legislación». Desde esta perspectiva, lo que interesa ante todo y sobre todo
son las consecuencias o los efectos de las acciones; y estos efectos o consecuencias se
miden por medio de la prudencia, la razón y el cálculo, atendiendo a las acciones mismas,
objetivamente. Esto era precisamente lo que estaba tratando de hacer Bentham. Pero a
su vez las consecuencias y efectos que primordialmente interesan en la política y en el
Derecho son los que pretenden los pueblos, los que aspiran a conseguir la mayoría de las
gentes; sobre todo en los regímenes democráticos; y estos eran los que se estaban
imponiendo a través de las revoluciones del tiempo de Bentham (la americana y la
francesa). A esas aspiraciones mayoritarias de las gentes respondía Bentham con su lema
de la mayor felicidad entendida en términos de placer, de bienestar; y como lema no solo
aplicable a la política y al Derecho, sino a la vida humana en general, es decir, también a
la moralidad. Lo grave es que con esta orientación iniciada por Bentham, con algunos
antecedentes en autores como Tucídides, los sofistas, Maquiavelo, Hobbes y el mismo
Hume, corre el peligro de quedar aplastada o eliminada la dimensión propiamente moral,
que, si algo es, tiene que ser entendida ante todo como una actitud o disposición de
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ánimo y traducirse al menos, si es que no se reduce a ser eso, en un sentimiento, que será
el que sirva de motor o dé eficacia a esa actitud moral; como por aquellos mismos años
estaba exponiendo Kant, con especial énfasis y claridad10. La dimensión tenida en cuenta
por Bentham es insoslayable no solo en el Derecho y en la política, sino también en toda
ética que no sea tan indiferente a las consecuencias de las acciones, y a las acciones
mismas, como en cierto modo lo es la de Kant; pero eso no justifica su exclusivismo, ni
siquiera en el campo del Derecho y de la política, porque sin el resorte de la moral
quedarán reducidos ambos a un mero choque de intereses y de fuerzas, que dará por
resultado el predominio de los más poderosos.
El punto de vista de Bentham había de mostrarse especialmente fecundo para la
crítica y reforma de las instituciones y del Derecho existentes. Aun cuando es cierto que
el bienestar de los pueblos no había estado ausente de las preocupaciones de los
gobernantes y de los teóricos del pasado (bajo las denominaciones de salus populi, bonum
commune…), lo cierto es que en general no había sido considerado hasta entonces con ese
énfasis y con ese criterio de racionalidad propugnado por Bentham. En esta dirección,
sus logros fueron indudables, y aun cuando hayan sido exagerados por sus admiradores y
seguidores más inmediatos, que compensaron con su número y entusiasmo su tardanza
en aparecer11, no cabe duda de que «Bentham tuvo la satisfacción, que se ha negado a
tantos reformadores, de ver cómo su doctrina daba al menos los primeros frutos en la
práctica»12. Para la orientación positiva concreta acerca de lo que hay que establecer en el
lugar de lo criticado y rechazado, el punto de vista utilitarista no ofrece la misma
virtualidad.
Bentham trató de completar o complementar el principio utilitarista con una serie de
criterios para calcular el máximo de utilidad o felicidad posible, es decir, de acuerdo con
su propio concepto, el máximo de placer y el mínimo de dolor. Estos criterios son siete:
los cuatro primeros son referentes al cálculo del placer o del dolor en sí mismos; los dos
siguientes se refieren a la cantidad de placer o dolor que puede producir un acto, y,
finalmente, el séptimo al número de personas o a la extensión que abarca la realización
del placer o del dolor. Los cuatro primeros criterios son, en concreto, los de a) la
intensidad, b) la duración, c) la certeza de que se produzca o conserve y d) la proximidad
o lejanía (del placer o del dolor). El quinto criterio es el de la fecundidad, es decir, la
capacidad de engendrar nuevos placeres, si se trata de placer; nuevos dolores, si se trata
de dolor. El sexto, a la inversa, es la impureza, es decir, la mayor o menor posibilidad de
que se añada dolor, si se trata de placer, o placer, si se trata de dolor. Finalmente, el
séptimo criterio consiste, como hemos indicado, en tener en cuenta el número de
personas o la extensión que abarque el disfrute o padecimiento del placer o del dolor. Si
se trata de una sola persona, habrá que aplicar tan solo los seis primeros criterios,
sumando placeres y dolores y restando unos de otros. Si se trata de una comunidad o
colectividad, habrá que aplicar los mismos criterios a cada uno de los individuos que la
componen y luego sumar los resultados parciales,

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