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De Heráclito a la Revolución francesa

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HISTORIA DEL PENSAMIENTO
JURÍDICO
1. De Heráclito a la Revolución francesa
Biblioteca Nueva Universidad
Obras de Referencia
José María Rodríguez Paniagua
HISTORIA DEL PENSAMIENTO
JURÍDICO
1. De Heráclito a la Revolución francesa
BIBLIOTECA NUEVA
Cubierta: Gracia Fernández
© José María Rodríguez Paniagua, 2013
© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2013
Almagro, 38
28010 Madrid
www.bibliotecanueva.es
editorial@bibliotecanueva.es
ISBN: 978-84-9940-579-7
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución,
comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de
propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la
propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos
(www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
Índice
Prólogo a la novena edición
Introducción
CAPÍTULO 1.—Los primeros pasos del pensamiento filosófico acerca del Derecho
1.1. HERÁCLITO (FINALES DEL SIGLO VI Y COMIENZOS DEL V A.C.)
1.2. PITÁGORAS Y LOS PITAGÓRICOS
CAPÍTULO 2.—Los sofistas y Sócrates
2.1. LOS SOFISTAS
2.2. SÓCRATES
CAPÍTULO 3.—El Derecho ideal de Platón
CAPÍTULO 4.—Lo «justo por naturaleza» de Aristóteles
CAPÍTULO 5.—Cínicos y cirenaicos, el helenismo. Epicúreos, estoicos y escépticos
5.1. CÍNICOS Y CIRENAICOS
5.2. EL HELENISMO
5.3. EPICÚREOS
5.4. ESTOICOS
5.5. ESCÉPTICOS
CAPÍTULO 6.—El pensamiento jurídico en Roma: Marco Tulio Cicerón
6.1. ADVERTENCIA GENERAL
6.2. MARCO TULIO CICERÓN
CAPÍTULO 7.—La idea de la ley y del Derecho natural en el cristianismo primitivo. San Agustín
7.1. LA POSTURA DEL CRISTIANISMO PRIMITIVO EN GENERAL
7.2. SAN AGUSTÍN (354-430)
CAPÍTULO 8.—La ley y el Derecho natural en santo Tomás de Aquino
CAPÍTULO 9.—La actitud de Duns Scoto y de Guillermo de Ockham
9.1. DUNS SCOTO (1266 O 1274-1308)
5.2. GUILLERMO DE OCKHAM (1290?-1347)
CAPÍTULO 10.—Ley natural, Derecho natural y Derecho de gentes en los escolásticos españoles del siglo
XVI
CAPÍTULO 11.—El Derecho natural de la Edad Moderna a partir de Grocio
11.1. CARACTERIZACIÓN GENERAL DEL DERECHO NATURAL MODERNO
11.2. GROCIO (1583-1645)
CAPÍTULO 12.—El Derecho y el Estado en Hobbes
CAPÍTULO 13.—El pensamiento filosófico-político de Baruch Spinoza
CAPÍTULO 14.—El Derecho natural de Pufendorf
CAPÍTULO 15.—Estado de naturaleza y estado civil según Locke
CAPÍTULO 16.—Las doctrinas sobre la tolerancia religiosa a finales del siglo XVII y la distinción entre
moral y Derecho a principios del XVIII
CAPÍTULO 17.—El pensamiento jurídico-político de Montesquieu
CAPÍTULO 18.—La filosofía moral, jurídica y política de David Hume
CAPÍTULO 19.—La postura de Jean-Jacques Rousseau: el contrato social
CAPÍTULO 20.—La ética del liberalismo económico en Adam Smith
CAPÍTULO 21.—La moral y el Derecho en Kant
CAPÍTULO 22.—Las ideas (Derecho constitucional y derechos humanos) en la Revolución
norteamericana y en la francesa
Prólogo a la novena edición
¿Qué es el Derecho? ¿Cómo debe ser el Derecho? Casi nadie se pregunta
por lo primero, mientras que casi todos opinamos sobre lo segundo, a veces con
mucha rotundidad, y no solo con palabras, sino también con acciones u
omisiones. Esta diferencia de actitud resulta chocante. Porque ¿cómo podemos
saber lo que debe ser el Derecho sin tener una idea clara de lo que es? No
queremos decir que no se tenga de él una cierta idea, más o menos confusa. Dos
son las concepciones, más o menos ocultas o inconscientes, que parecen
prevalecer: una, que el Derecho es algo equiparable a la moral o ética; otra, que
no es más que el objeto de la política, de la lucha política, ya que en esta de lo
que se trata es de determinar por quién y cómo se han de establecer las leyes y
preceptos que han de regir la sociedad, es decir, el Derecho. Pero ambas lo
desnaturalizan, deforman su verdadero ser, y con fatales consecuencias; porque
dificultan el reconocimiento de los valores que verdaderamente le corresponden,
y de la función que tiene que desempeñar el Derecho.
La respuesta a la doble cuestión a que nos estamos refiriendo nos parece tan
compleja y difícil como importante y trascendente. Esto explica que, para tratar
de responderla, nos parezca adecuado acudir a lo que sobre ella han dicho las
mentes más destacadas o eminentes.
Hasta el siglo XVIII apenas si nos encontramos más que filósofos, o teólogos
que combinan la filosofía con la teología. A partir del siglo XIX en cambio
abundan los juristas cuyas reflexiones no pueden ser dejadas de lado. Para
abarcarlas, no sería apropiado el título de Historia de la Filosofía del Derecho,
especialmente si tenemos en cuenta que alguno de esos juristas (Kelsen)
defiende expresamente que hay que atenerse a una perspectiva pura,
estrictamente jurídica. No es en este sentido (metodológico) como ha de
entenderse en nuestro título el adjetivo de «jurídico»; lo único que indica es el
objeto o materia de que se trata: el Derecho.
 
 
Introducción
Dice Hegel, en la Fenomenología del espíritu, que la formación del individuo
singular debe recorrer las mismas fases que ha recorrido previamente el espíritu
universal, si bien se trata simplemente de incorporar y de apropiarse lo que
previamente ha podido costar grandes esfuerzos descubrir y conquistar.
Conformarse con incorporar los últimos resultados de la evolución del espíritu
le parece a Hegel lo mismo que conformarse con incorporar productos muertos.
Además, el resultado no es el «todo real», a no ser que sea considerado en unión
con su devenir, ni las cosas se reducen a su fin o término, sino que consisten
también en su desarrollo. Pero este desarrollo no puede ser captado más que
distinguiendo sus diversas etapas, los diversos momentos que han ido
integrando el resultado final. «La impaciencia se afana en lo que es imposible: en
llegar al fin sin los medios.» Y la ilusión nos lleva a dar por conocido lo que
conocemos solo de una manera abstracta o en términos generales. El verdadero
conocimiento, en cambio, consiste en desmenuzar el todo, en descubrir los
elementos en cuanto elementos, es decir, en cuanto partes que se han ido
añadiendo hasta constituir el todo.
No en todas las ciencias tienen la misma aplicación estas ideas. En las
llamadas «ciencias de la naturaleza» su evolución se concentra en un período
relativamente corto de tiempo: la química no existía como ciencia con
anterioridad a Lavoisier, y apenas si se puede hablar de la ciencia de la física con
anterioridad a Galileo y Newton; además, en ellas cada resultado viene
prácticamente a anular los anteriores. Es distinta la situación en las llamadas
«ciencias sociales» o «ciencias humanas», que continúan alimentándose, por
ejemplo, de las más remotas producciones del pueblo griego, y que no pueden
en modo alguno comprenderse independientemente de su tradición y de su
historia.
Indudablemente, dentro de esta última categoría de ciencias se encuentra la
jurisprudencia o ciencia del Derecho, elaborada sistemáticamente por primera
vez por los romanos pero tributaria a lo largo de su historia y en la actualidad de
las ideas de los distintos pensadores, empezando por los filósofos griegos. Sería
descabellado tratar de comprender las ideas que alimentan y apoyan nuestras
instituciones jurídicas sin tener en cuenta obras como, por ejemplo, La República
de Platón o la Política de Aristóteles.
A esta orientación, de contribuir a la formación del jurista haciéndole tener
en cuenta las diversas ideas que como partes integrantes han ido configurando
nuestra actual manera de pensar sobre el Derecho, es a la que responde esta
sumaria exposición de los momentos clave de la historia del pensamiento
jurídico.
Las ideas acerca del Derecho hasta el siglo XVIII inclusive han girado
fundamentalmente en torno al intento de dar con un ideal de Derecho o un
Derecho ideal (modélico), basado en la realidad (naturaleza) y descubierto por la
razón, independiente,por tanto, de las disposiciones de los gobernantes e
incluso, a veces, capaz de anularlas en caso de estar en contradicción con ellas.
En qué sentido pueda considerarse este intento como válido y en qué sentido
como utópico solo lo podemos comprender a través de la consideración de los
diversos esfuerzos realizados. Pero, además, a través de la consideración de estos
esfuerzos se nos irán descubriendo las diferentes concepciones acerca del
Derecho en general de las diversas épocas hasta esa fecha.
A finales del siglo XVIII deja de ser ese Derecho natural (o ideal) el centro de
gravedad de las ideas acerca del Derecho. Un síntoma de ese cambio de
perspectiva lo constituye la obra publicada en 1798 por Gustavo Hugo: Tratado
de Derecho natural como una filosofía del Derecho positivo. Pero el cambio definitivo de
vertiente lo marca la obra de Hegel (de 1821) que lleva, a doble portada, el doble
título de Derecho natural y ciencia del Estado en esbozo y el de Líneas fundamentales de la
Filosofía del Derecho. Fue este último título, el de Filosofía del Derecho, el que
prevaleció, consagrando lo que ya el otro título anunciaba y la realidad estaba
imponiendo: que el centro de gravedad de la consideración del Derecho estaba
pasando, o había pasado ya, al Derecho establecido o impuesto por el Estado1.
Las ideas acerca del Derecho tenían que agruparse, pues, más coherentemente,
no en torno al título de Derecho natural, sino en torno al título de Filosofía del
Derecho.
Pero también a este título le van a salir pronto muy serios competidores. A
mediados del siglo XIX, el inglés John Austin va a proponer el de Jurisprudencia
general, o comparada, o filosófica (aun cuando también admitía el de Filosofía del
Derecho positivo), en contraposición a la Jurisprudencia particular, que estudia el
Derecho de cada país. Y a finales del siglo (1874) un alemán, Adolf Merkel,
proclamaría abiertamente sus preferencias por la Teoría general del Derecho o Parte
general de la ciencia jurídica.
Como heredera de esta (y de la Teoría pura del Derecho de Kelsen), por un
lado, y de la Jurisprudencia o Ciencia jurídica general de Austin, por otro, se abre hoy
paso la Teoría del Derecho, como denominación poco comprometida, a mitad de
camino entre la Ciencia jurídica y la Filosofía del Derecho, participando, en
mayor o menor grado, de una y de otra, a la vez que en íntima conexión con la
Sociología del Derecho y con la lógica y la metodología jurídicas.
1 Tres tipos de razones son determinantes en este proceso: a) el mayor control del Derecho por parte
del Estado en virtud de la mayor importancia que se da a la legislación escrita (expresión de la voluntad del
pueblo en las democracias) y en virtud también de la codificación de esa legislación; b) la mentalidad
positivista, que lleva a centrar la atención de los que estudian el Derecho en las manifestaciones más
accesibles, tangibles y manejables (más positivas), que son las del Derecho estatal; c) la especialización
creciente, que lleva a que el Derecho sea estudiado sobre todo por juristas, o por filósofos que a la vez son
juristas.
CAPÍTULO 1
Los primeros pasos del pensamiento filosófico acerca del Derecho
En la concepción habitual, al menos hasta hace pocos años, de la historia de
las ideas, se consideraba como el primer período del pensamiento filosófico el
llamado período cosmológico, que se desarrollaría en el siglo VI y comienzos del
V a.C., principalmente en las colonias griegas de las costas de Asia Menor. Sin
embargo, puede parecer extraño que el primer objeto del pensamiento humano
fuera el mundo exterior al hombre y a su vida de sociedad, cuando es
precisamente la realidad humana y social no solo la más próxima al sujeto del
pensamiento, sino también la que más le habría de preocupar, por presentar
problemas más inmediatos para su vida y actuación. A estos dos motivos puede
añadirse un tercero para hacer pensar si no existiría, con anterioridad a ese
período cosmológico, otro período del pensamiento humano que versara sobre
el hombre y la sociedad. Este tercer motivo se refiere al empleo, durante el
período cosmológico, de conceptos como el de ley y el de justicia, que se aplican
indistintamente en ese período al mundo cósmico y al humano pero que parecen
tener su origen más natural y obvio en este último.
La solución no puede estar en la suposición de un período «filosófico»
anterior al período cosmológico, sino en la existencia, con anterioridad al
pensamiento filosófico, de una actividad humana que hacía sus veces, o era en
cierto modo su equivalente o su correlato, a saber: el pensamiento mítico o
mitológico. La conciencia o conocimiento filosófico no surge bruscamente,
como una ruptura repentina con el modo de pensar anterior, sino que «ha
nacido de la conciencia mítica, de la que se ha separado lentamente»1. Ahora
bien, en el pensamiento mítico estaba mezclado no solo lo real con lo fantástico,
sino también lo cósmico con lo antropológico, lo físico con lo moral y lo
político. Así se explica no solo que conceptos como el de ley y justicia puedan
derivar primordialmente de su aplicación al mundo de lo humano y social2, sino
incluso que más bien se apliquen indiferenciadamente al mismo tiempo al orden
cósmico y al humano o moral, durante los períodos en que la filosofía está
todavía en más dependencia y vinculación con el mito.
De aquí han extraído Kelsen y otros la conclusión de que la idea del
Derecho natural se basa en ese primitivismo de la confusión del orden moral
con el cósmico, de la categoría de retribución que rige en el primero con la
categoría de causalidad que se aplica en el segundo. Pero, en primer lugar, esto
se referiría directamente al Derecho natural solo en cuanto basado en la
naturaleza, no en cuanto se basa en la razón. En todo caso, no podemos
detenernos ahora a discutir sobre esta cuestión3, que, en último término,
afectaría a toda la filosofía, porque toda ella está en conexión, como hemos
dicho, con ese «primitivismo» que es el pensamiento mítico, del que se ha ido
desprendiendo poco a poco el pensamiento filosófico. A través de nuestra
exposición histórica podrá verse la parte que el punto de vista de Kelsen tenga
de razón4.
1.1. HERÁCLITO (FINALES DEL SIGLO VI Y COMIENZOS DEL V A.C.)
Es uno de los primeros filósofos en sentido auténtico, es decir, en cuanto la
filosofía se distingue del mito; aun cuando, como hemos dicho, esa
diferenciación dista mucho de ser tajante, sobre todo al comienzo.
Generalmente se lo ha englobado dentro del «período cosmológico», pero ya la
más antigua historia de la filosofía que se conserva, Vidas de los filósofos ilustres de
Diógenes Laercio (siglo III), decía que la doctrina de Heráclito que se conocía
abarcaba tres tratados: Del universo, De política y De teología. Los actuales
investigadores del pensamiento griego reconocen la exactitud de esta
advertencia, siguiendo los testimonios y fragmentos de Heráclito que han
llegado todavía hasta nosotros. Werner Jaeger advierte además que el tema
central es el antropológico o político, si bien su estudio es inseparable del de los
otros dos5. Por eso, aun cuando a nosotros solo nos interese directamente ese
tema antropológico o político, hemos de tener en cuenta también brevemente
las doctrinas cosmológicas y teológicas de Heráclito.
Uno de los puntos que más ha llamado la atención en las doctrinas
cosmológicas de Heráclito es el papel atribuido por él al fuego en la explicación
del universo. Desde luego se trata de un elemento destacado o privilegiado en la
concepción de Heráclito. Así, uno de los fragmentos que se conservan6 dice:
«Este cosmos, uno mismo para todos los seres, no lo hizo ninguno de los dioses
ni de los hombres, sino que siempre ha sido, es y será fuego eternamente
viviente que se enciende según medidas y se apaga según medidas.» Y otro
fragmento (el 90) dice: «Del fuego son cambio todas las cosas y el fuego es
cambio de todas, así como del oro [son cambio] las mercancías y de las
mercancías el oro.»
No obstante, los intérpretesde Heráclito están en general de acuerdo en no
considerar el fuego como el elemento constitutivo propiamente dicho de la
realidad, sino más bien como un medio, o símbolo, de que Heráclito se vale para
expresar otras dos doctrinas suyas más fundamentales y que a su vez están
conectadas entre sí: la del continuo flujo o cambio de la realidad y la de la
identidad de los contrarios. En efecto, el fuego, que es movilidad continua,
transforma siempre las cosas, que de alguna manera siguen siendo las mismas
antes y después de la acción del fuego, que, por otro lado, es al mismo tiempo
benévolo y enemigo, generador y destructor. Dice a este respecto R. Mondolfo:
«Precisamente por ser en sí y por sí unidad de opuesto, discordia concorde,
guerra y paz, armonía y conflicto interno, eros [amor] que es eris [disputa], el
fuego es siempre viviente y genera siempre de sí mismo la multiplicad cósmica de
los opuestos, en lucha incesante y constante vínculo mutuo a un tiempo»7.
La doctrina del continuo fluir está expresada por Heráclito de la manera más
elocuente en este fragmento (el 91): «No es posible ingresar dos veces en el
mismo río, según Heráclito, ni tocar dos veces una sustancia mortal en el mismo
estado.»
Su teoría de la «identidad de los contrarios» tiene distintos matices. Unas
veces se refiere a los aspectos diferentes de una misma cosa. Así el fragmento
60: «El camino hacia arriba [y] hacia abajo [es] uno y el mismo.» Otras se refiere
al aspecto gnoseológico, de poder apreciar mejor las cosas por sus opuestos. Así
el fragmento 111: «La enfermedad suele hacer suave y buena la salud; el hambre,
la saciedad; la fatiga, el reposo.» Otras veces se refiere a la relación de las cosas
con aquello en que se transforman o a la identidad de las cosas a través del
cambio: «Una misma cosa es [en nosotros] lo viviente y lo muerto, y lo despierto
y lo dormido, y lo joven y lo viejo; estos, pues, al cambiar, son aquellos, y
aquellos, inversamente, al cambiar, son estos» (fragmento 88). Otras veces
Heráclito tiene en cuenta la relación o adecuación de unas cosas con otras, de tal
manera que, si no se atiende a ella, puede convertirse lo bueno en malo y lo
malo en bueno: «Mar: el agua más pura y la más impura, potable y saludable para
los peces, impotable y mortal para los hombres» (fragmento 61). Finalmente,
Heráclito se refiere a la complementariedad de los opuestos que da lugar a un
producto, a un resultado final superior: «Pues no habría armonía si no hubiese
agudo y grave, ni animales si no hubiera hembra y macho, que están en
oposición mutua»8.
De esas dos teorías (el cambio y la oposición-identidad de las cosas) es
consecuencia o, más bien, complemento una tercera: la de la guerra (el cambio
por oposición o enfrentamiento). A nosotros lo que más nos interesa es que
Heráclito no solo ensalza ese cambio y esa «oposición-identidad de los
contrarios», gracias a la cual se constituye la variedad y riqueza de la realidad, sin
perder la armonía, sino también la guerra (según nos transmite Aristóteles):
«Heráclito reprocha al poeta [Homero] que dijo: “¡Ojalá se extinguiera la
discordia de entre los dioses y entre los hombres!”» Porque, como dice otro
famoso fragmento de Heráclito (el 53): «Pólemos [la guerra] es el padre de todas
las cosas y el rey de todas, y a unos los revela dioses, a los otros hombres, a los
unos los hace libres, a los otros esclavos»9.
De esta manera se llega a que la «justicia» sea identificada por Heráclito con
esa lucha general de todas las cosas. «Es preciso saber que la guerra es común [a
todos los seres] y la justicia es discordia» (fragmento 80). Se trata, por tanto, de
una justicia cósmica, que Heráclito entiende como lucha y discordia; lucha y
discordia que produce la diferenciación y, a través de ella, da a cada uno su
merecido10. Pero además esa misma lucha está sometida a medida. Ya vimos que
dice del fuego que «se enciende según medidas y se apaga según medidas». Y del
sol —fuego por antonomasia— nos dice Heráclito que «no traspasará sus
medidas; si no, las Erinias, ministras de Dike [justicia], sabrán encontrarlo»
(fragmento 94). Es decir, que la justicia se identifica con el cambio y la discordia,
pero es al mismo tiempo garantía del orden de ese cambio.
Esas medidas que las cosas tienen que observar en su devenir y lucha
continuos vienen dadas por lo que es «común», o «general» (fragmento 2), por lo
que Heráclito llama la Razón (Λόγος). «Conforme a esta —dice Heráclito—
acontecen todas las cosas» (fragmento 1); por tanto, bien puede ser calificada
como Ley, ley que es calificada por Heráclito como «divina» y «común» o
universal, puesto que «impera tanto cuanto quiere y basta a todas las cosas y las
sobrepasa» (fragmen- to 114).
La universalidad de esa ley se refiere por igual a las cosas humanas y a las
cósmicas o inanimadas; no es extraño, pues, que Heráclito ponga en conexión
con esa ley las leyes humanas, que valen en cuanto se derivan de esa ley divina,
«pues todas las leyes humanas son alimentadas por la única ley divina»
(fragmento 114). Así entendida la ley humana, es preciso que el pueblo luche
por ella «como por los muros de su ciudad» (fragmento 44). Puesto que su
fortaleza y su confianza provienen de lo «que es común a todos», es decir, de su
unidad, de su unión, y eso es la ley (fragmento 114).
1.2. PITÁGORAS Y LOS PITAGÓRICOS
Pitágoras fue contemporáneo e incluso algo anterior a Heráclito, quien se
refiere a él como un erudito que sabía muchas cosas pero al que su erudición no
había ayudado a tener inteligencia. Aparte de poseer este carácter de «sabio»,
Pitágoras fue un educador que dio origen a una secta científico-religiosa —los
pitagóricos— que se desenvolvió en las colonias griegas de la Italia meridional
(Magna Grecia) a finales del siglo VI y comienzos del V a.C.11, y que fue disuelta
y perseguida por los descontentos de su control del poder político. En esa secta
había una especie de comunidad de bienes intelectuales y, por consiguiente, no
podemos saber qué es lo que realmente se debe a Pitágoras en el descubrimiento
de la mayor parte de los conocimientos que generalmente se le atribuyen, entre
ellos el famoso teorema que lleva su nombre.
El «descubrimiento» fundamental de los pitagóricos fue el de la constitución
matemática de la realidad o, en otros términos, el de que el elemento
constitutivo básico de las cosas son los números. Parece que el punto de partida
para esta concepción matemática del universo fue la experiencia de la relación
(matemática) entre la altura del sonido y la longitud de la cuerda en los
instrumentos musicales. La generalización de esta experiencia es sin duda
atrevida. No hay que dar a los números de los pitagóricos un sentido meramente
cuantitativo, sino también un sentido cualitativo, en virtud del cual resultaban
diferentes cosas, según la cualidad de los números que entraban en su
composición. Pero esto a su vez nos resulta hoy bastante incomprensible. De
alguna manera nos podemos aproximar a la comprensión de esa atribución de
un carácter cualitativo a los números teniendo en cuenta la tendencia (propia
especialmente de los comienzos de la matemática) a representar gráficamente los
números por puntos u objetos que se les asemejen (guijarros o bolas), que
pueden disponerse o colocarse formando figuras geométricas. Así se llega a
calificar a unos números de triangulares, a otros de cuadrados y a otros de
oblongos. Además, el punto geométrico puede concebirse como equivalente o
correspondiente al número uno; la línea al dos; el plano al tres; el cuatro puede
dar lugar a concebir un cuerpo sólido: un punto (o un guijarro) añadido a una
base de tres da lugar a una pirámide. En todo caso, no podemos aspirar a
obtener una comprensión plenamente satisfactoria, desde el punto de vista
racional, de la doctrina pitagórica. Porque, en ellos, no es solo que, como ya
hemos dicho, la filosofía no se haya desprendido todavía de los elementos
mitológicos, sino que se aspira a cultivarla con un sentido místico-religioso,como un saber de salvación o liberación del hombre. Si en este sentido místico-
religioso estaba incluida, como parece, la concepción del mundo, de la realidad,
como un cosmos, como un todo ordenado, resulta más fácil comprender que
llegaran a esa conclusión de la concepción matemática del universo. Porque lo
que buscarían (en sus observaciones y en sus consideraciones más o menos
racionales) no sería tanto el elemento constitutivo de la realidad como el
elemento explicativo de su ordenación, la clave de su ser «cósmico»12. Con esta
orientación, la relación matemática entre la longitud de la cuerda y la altura del
sonido no sería propiamente la base de la concepción de toda la realidad como
ordenada, sino más bien su confirmación, un pretexto para reafirmarse en ella. Y
así la aplicaron con decisión, tal como nos parece a nosotros, a todos los
ámbitos. En consecuencia, asignaron a las distancias de las órbitas de los astros
unas relaciones precisas, como las de las longitudes de las cuerdas que dan lugar
a las distintas notas musicales, lo que suponían que tendría que dar origen a una
armonía o música de los astros, o de los cielos (la «música celestial»).
Lo que más nos interesa a nosotros es que esta concepción matemática de la
realidad por parte de los pitagóricos ha tenido una trascendencia enorme; en
primer lugar, en la educación, que se concibe como una tarea de imitación, de
calco, de la armonía y orden del universo13. Parece que en esto la doctrina
pitagórica venía a coincidir con la concepción popular, al menos entre los
griegos, de la educación como moderación y dominio de sí mismo14. Pero no se
ha de pensar que los pitagóricos se limitaran a acomodarse al ambiente, a lo ya
establecido. Con su doctrina proporcionaban nuevas bases, fundamentos
teóricos, para esa concepción. Por tanto, al menos en ese sentido, les
corresponde también un papel original o creador. De hecho las cuatro ciencias
que tuvieron en cuenta los pitagóricos (aritmética, geometría, astronomía y
música) formaron durante siglos una de las bases de la educación del Occidente
europeo: el célebre quadrivium de la Edad Media. Pero, sobre todo, hemos de
destacar el influjo que tuvieron los pitagóricos para que en adelante se tendiera a
ver en la realidad natural, en cuanto constituida matemática, armónicamente, la
norma orientadora de la conducta humana. «Es incalculable —dice Werner
Jaeger— la influencia de la idea de armonía en todos los aspectos de la vida
griega de los tiempos posteriores. Abraza la arquitectura, la poesía y la retórica,
la religión y la ética. En todas partes aparece la conciencia de que existe en la
acción práctica del hombre una norma de lo proporcionado (πρέπον, α’ρμότον)
que, como la del derecho, no puede ser transgredida con impunidad»15. Todas
esas repercusiones y resultados de la idea de la armonía están implícitos en la
concepción básica de los pitagóricos, de la realidad como un conjunto
matemáticamente ordenado, como un cosmos.
1 G. Gusdorf, Mito y metafísica, trad. de N. Moreno, Buenos Aires, Nova, 1960, pág. 10. Cfr. también D.
A. Hyland, Los orígenes de la filosofía en el mito y los presocráticos, trad. de J. L. García Venturi, Buenos Aires, El
Ateneo, 1975; J.-P. Vernant, Mito y pensamiento en la Grecia antigua, trad. de J. D. López Bonillo, Barcelona,
Ariel, 1983, especialmente págs. 334 y sigs.; W. Nestle, Historia del espíritu griego. Desde Homero hasta Luciano,
trad. de M. Sacristán, Barcelona, Ariel, 1975 (en este libro, aparte de recogerse los resultados de otro
anterior, Vom Mythos zum Logos [1940], que estudiaba las relaciones del mito con la filosofía hasta el siglo V
a.C., se amplía el estudio de estas relaciones hasta el siglo II d.C.). No parece que contradiga la tesis que
sostenemos, sino que en cierto modo la complementa, al fijarse, no en el contenido, sino en aspectos
formales, G. Colli, La nascita della filosofia, Milán, Adelphi, 1975, trad. de C. Manzano, Barcelona, Tusquets,
2000.
2 Burnet explica esta derivación de la siguiente manera: «En los tiempos primitivos se había captado con
mucha mayor claridad la regularidad de la vida humana antes que la permanencia de los procesos naturales.
El hombre vivía en un círculo encantado de ley y costumbre, mientras que el mundo de su alrededor
parecía no tener leyes. Siendo esto así, cuando empezó a observarse la regularidad de los procesos de la
naturaleza, no se pudo encontrar para ellos otra denominación mejor que las de la ley o la justicia (δίκη),
una palabra que significa propiamente la costumbre inalterable que regía la vida humana» (J. Burnet, Greek
Philosophy, Londres, Macmillan, en la reimpresión de 1981, págs. 85-86).
3 Me refiero a ella un poco más ampliamente en ¿Derecho natural o axiología jurídica?, Madrid, Tecnos,
1981, págs. 72 y sigs.
4 Los griegos no tenían un término equivalente al nuestro de Derecho; por eso su pensamiento sobre
este hemos de conocerlo a través de sus ideas acerca de la ley y de la justicia.
5 W. Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, trad. de J. Xirau y W. Roces, México, Fondo de Cultura
Económica, 1968, pág. 179.
6 El 30 de la clasificación de Diels-Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker. Utilizo en general la versión
castellana de la obra de R. Mondolfo, Heráclito. Textos y problemas de su interpretación, México, Siglo XXI, 1966,
págs. 30 y sigs. Pero me he valido también de la obra de G. S. Kirk y J. E. Raven, Los filósofos presocráticos.
Historia crítica con selección de textos, trad. de J. García Fernández, Madrid, Gredos, 1981, págs. 258 y sigs., así
como de la de C. Eggers Lan y V. E. Juliá, Los filósofos presocráticos, I, Madrid, Gredos, 1978, págs. 309 y sigs.
7 R. Mondolfo, ob. cit., pág. 104.
8 Testimonio de Aristóteles en la Ética a Eudemo. Cfr. R. Mondolfo, ob. cit., págs. 26-27 y 31-32; G. S.
Kirk y J. E. Raven, ob. cit., pág. 277. La misma idea en el fragmento 51: «No comprenden cómo lo
divergente converge consigo mismo: armonía de tensiones opuestas, como las del arco y de la lira.» En
efecto, el arco no tiene sentido sino en cuanto la cuerda se opone, se tensa, contra, con respecto a la
madera; ni la lira si no se tensaran, no se forzaran, sus cuerdas (por medio de las clavijas, que se oponen a la
relajación, a la tendencia de las cuerdas).
9 Al atribuir a la guerra los títulos que en la religión griega se aplicaban a Zeus, el dios supremo,
Heráclito está indicando que el verdadero dios supremo es la guerra. Así W. K. C. Guthrie, Historia de la
Filosofía Griega, I, Los primeros presocráticos y los pitagóricos, trad. de A. Medina González, Madrid, Gredos, 1984,
pág. 421.
10 La justicia de Heráclito no es, pues, nada igualitaria, sino todo lo contrario, enemiga de la
uniformidad y la igualdad (la guerra revela y hace prevalecer las desigualdades). Se indignaba con los
conciudadanos, que no podían soportar su superioridad, y por eso lo habían desterrado, de «Hermodoro, el
varón más útil entre los suyos, diciendo: “No haya ni uno [quien sea] el más útil entre nosotros: y si no [tal
sea] en otra parte y entre otros”» (fragmento 121). En cambio, el carácter igualitario de la justicia lo había
afirmado (aproximadamente medio siglo antes) Anaximandro, quien consideraba una «injusticia» la
diferenciación de las cosas a partir de un primer principio indiferenciado o indefinido, injusticia que pagan
o reparan al volver, por su corrupción o disolución, a esa primitiva indiferenciación. Según uno de los
fragmentos de Anaximandro, que al parecer se nos ha transmitido literalmente, «allí de donde las cosas
particulares toman su origen es adonde necesariamente vuelven en su disolución, puesto que pagan la culpa
unas a otras y la reparación de la injusticia, de acuerdo con el ordenamiento del tiempo» (Simpl., Fís., 24,
17). Cfr. C. Eggers Lan y V. E. Juliá, Los filósofos presocráticos, I, Madrid, Gredos, 1978, págs. 105 y sigs., y G.
S. Kirk y J. E. Raven, Los filósofos presocráticos. Historia crítica con selección de textos, trad. de J. García Fernández,
Madrid,Gredos, 1981, págs. 169 y sigs. No todos están de acuerdo en que la frase que nosotros hemos
recogido se refiera al principio indiferenciado o indefinido de que Anaximandro había hablado
anteriormente. En ese caso, en esa interpretación, no estaría tan claro el sentido igualitario de la justicia,
pero, al menos, esta tendría en todo caso el sentido de tendencia a la compensación, al restablecimiento del
equilibrio.
11 En los dos siglos siguientes, y aun en épocas posteriores, subsisten filósofos pitagóricos, pero, a
partir de mediados del siglo V a.C., sin formar ya más que comunidades pequeñas y aisladas. Aun así,
alguno de ellos, como Arquitas, que fue amigo de Platón, ejerció el mando durante bastantes años en
Tarento (siglo IV a.C.). Sobre Arquitas cfr. W. K. F. Guthrie, ob. cit. [nota 9], págs. 316 y sigs.
12 Este aspecto de la doctrina pitagórica está ampliamente expuesto por W. K. C. Guthrie, ob. cit. [nota
9].
13 Dice Guthrie a este respecto: «Así como el universo es un kosmos, es decir, un todo ordenado,
pensaba Pitágoras que cada hombre es un kosmos en miniatura. Somos organismos que reproducen los
principios estructurales del macrocosmos; y estudiando esos principios estructurales, desarrollamos y
estimulamos en nosotros mismos los elementos de la forma y del orden. El filósofo que estudia el kosmos se
hace kosmios —ordenado— en su propia alma» (W. K. C. Guthrie, Los filósofos griegos de Tales a Aristóteles,
trad. de F. M. Torner, México, Fondo de Cultura Económica, 1967, págs. 42-43).
14 En este sentido puede verse F. M. Cornford, Antes y después de Sócrates, trad. de A. Pérez-Ramos,
Barcelona, Ariel, 1980, págs. 127-128.
15 W. Jaeger, Paideia, ob. cit. [nota 5], pág. 163.
CAPÍTULO 2
Los sofistas y Sócrates
Después de las Guerras Médicas, con la victoria sobre los persas, en la que
Atenas tuvo un papel preponderante, se constituye, bajo su hegemonía, una liga
de ciudades griegas. Esta fue una de las causas de su enriquecimiento
económico. Pero, junto con el enriquecimiento económico, se produjo también
una gran prosperidad en todos los órdenes, a la que contribuyó un considerable
número de extranjeros, atraídos por esa misma prosperidad y tal vez por el aire
de libertad que encontraban en Atenas. Es el llamado «siglo de Pericles» (en
realidad los cincuenta años que van del 480 al 430 a.C.). Al florecimiento
literario y artístico se unió un gran deseo de saber, con la consiguiente
divulgación de la ciencia por todas las clases de la sociedad. Además, la
constitución democrática de la República ateniense estimuló a los jóvenes a
cultivar el arte de hablar y de persuadir con el fin de poder intervenir
activamente en la política y obtener y desempeñar cargos públicos. Nuevos
grupos de hombres que participan del esplendor económico aspiran a participar
también en las tareas de la política, aspiración que se había visto especialmente
favorecida por el hecho de que, con el predominio de la guerra marítima, los
deberes militares se habían extendido a todos, con la consiguiente extensión
también a todos (los ciudadanos, no a los metecos o extranjeros, ni a los
esclavos), de los derechos políticos. Pero la política ¿es un arte que se puede
aprender o un don con el que se nace? Los aristócratas siguen manteniendo que
es ante todo un don natural que no se puede aprender propiamente, sino que
más bien se perfecciona en el ambiente en que se nace y en que se nos educa,
pero los nuevos hombres piensan que se pueden adquirir o aprender las dotes de
mando con tal de estar dispuestos a recibir esas enseñanzas. Una buena parte de
los intelectuales de la época se ponen al servicio de esta nueva clase y, mediante
el cobro de ciertas cantidades de dinero, a veces bastante considerables, se
prestan a enseñar a hablar en público, convenciendo al pueblo en las asambleas
democráticas, mediante la oratoria. Por otro lado, los procesos judiciales eran
frecuentes en Atenas, y la actuación en ellos corría a cargo de los propios
particulares. Era, pues, muy importante aprender a hablar también delante de los
tribunales o hacerse con un discurso preparado. A satisfacer todas estas
necesidades se prestaron los sofistas que, desde luego, no constituyeron nunca
una escuela, sino más bien un movimiento, una nueva orientación pedagógica y
cultural.
2.1. LOS SOFISTAS
El nombre de sofistés era antiguamente sinónimo de sofós (sabio), y se aplicaba
a cualquiera que destacara por su destreza en un oficio y especialmente a los que
destacaban en un arte o saber de los más eminentes o apreciados, especialmente
si este tenía una connotación de enseñanza o educación, como era el caso de los
poetas. A partir del siglo V a.C. el término empieza ya a adquirir un matiz crítico
o peyorativo, lo que no impide, sin embargo, a los que se aplican a sí mismos esa
denominación, enlazar su actuación con la de los grandes poetas educadores de
Grecia (Homero, Hesiodo…), a quienes se había dado antes ese apelativo de
sofistas (en el mejor sentido). A partir del siglo IV a.C., y por obra sobre todo de
Platón, el término sofista adquiere un matiz más peyorativo, que persiste hasta
nuestros días, de hombre que no se preocupa de la verdad, sino solo de su
apariencia y de la utilidad que él mismo pueda extraer de ella. Esa acusación por
parte de Platón estaba en concreto dirigida contra ese grupo de intelectuales de
la segunda mitad del siglo V y primera del IV a.C., pero fundamentalmente del
último tercio del siglo V (casi todos extranjeros, es decir, venidos de fuera de
Atenas), que vamos a estudiar aquí. Base para esa acusación: que habían cobrado
por sus enseñanzas, y que enseñaban a convencer independientemente de cuál
fuera la doctrina u opinión que se sustentara. Sin embargo, no podemos aceptar
sin reserva ese juicio sobre los sofistas transmitido por sus enemigos, máxime
cuando no nos ha llegado directamente (al menos completa) ninguna de las
propias obras de aquellos1.
En cuanto a la significación de los sofistas en la historia de la cultura griega,
no cabe duda de que desempeñaron un papel muy importante. Baste pensar que
ellos son al menos una buena parte de los «intelectuales» de aquella época, una
época además que, por la agitación y el sentido crítico que en ella tienen las ideas
y por el entusiasmo que suscita la cultura, ha sido calificada como de la
«Ilustración griega». Por otro lado, hay que tener en cuenta que se produce un
cambio de rumbo en los temas que son objeto preferente de estudio; con ellos
se da ya menos importancia a la investigación cosmológica, para pasar a estudiar
decididamente temas humanos: de teoría del conocimiento, psicología, ética,
política, dando lugar al comienzo de lo que en la historia de la filosofía se ha
denominado «período antropológico»; aun cuando se pueda poner en cuestión si
los sofistas eran filósofos en sentido estricto.
Para la adecuada comprensión de sus teorías, y en concreto de sus doctrinas
sociales y políticas, es imprescindible tener en cuenta el giro experimentado en
su tiempo por el estudio de la naturaleza, que del conjunto del universo pasa a
centrarse en el estudio de la naturaleza humana, debido en gran parte a los
comienzos de la medicina científica, no como una simple colección de
procedimientos y remedios prácticos, sino como una ciencia experimental,
basada en la observación, que relaciona los remedios con el organismo a que se
aplican y con el estado en que se encuentra el organismo en cada momento (es
la medicina hipocrática, de la escuela de Hipócrates). Los sofistas emplean este
mismo método en los problemas morales, sociales y políticos, como lo
emplearán más tarde Sócrates, Platón y Aristóteles. Para la doctrina del Derecho
conforme a la naturaleza, esta similitud con la medicina va a ser decisiva, porque
por naturaleza entenderá en adelante, sobre todo, la naturaleza humana.
En esta línea está la doctrina fundamental del más famoso de todos los
sofistas, Protágoras de Abdera, doctrina que se nos ha transmitido
compendiosamente en la frase «el hombrees la medida de todas las cosas»
(Platón, Cratilo, 385e; Teeteto, 152a; Aristóteles, Met., 1053a-b y 1062b). Su
sentido, sin embargo, está muy lejos de ser del todo claro. En efecto, ¿de qué
hombre se trata? ¿Del hombre ideal, del hombre tal como debería ser, del
hombre perfecto, o del hombre empírico tal como nos lo muestra la
experiencia? No cabe duda de que la mayor parte de los testimonios que
conservamos sobre Protágoras se inclinan a interpretar el hombre a que se
refiere su doctrina no solo como empírico, sino también como individual. Pero
no hay que olvidar que esos testimonios son ante todo de enemigos de los
sofistas, que los acusaban de escépticos y relativistas.
En todo caso, un cierto relativismo es indudable que existe en la doctrina de
Protágoras; pero con respecto a las cuestiones morales y políticas, que son las
que más directamente nos interesan aquí, hay que reconocer que ese relativismo
no es radicalmente individualista, sino referido al grupo social o político, y no es
meramente empírico, sino basado en la razón, aun cuando esta se conciba
también de un modo relativista (o, al menos, perspectivista: con diversidad de
opiniones más o menos valiosas). El mismo Platón nos ha transmitido
testimonios claros en este sentido: «Lo que a cada ciudad le parece justo y recto
lo es en efecto para ella», se dice en un pasaje del Teeteto de Platón, con
referencia a Protágoras; y luego, un poco más abajo: «Tanto en lo justo y lo
injusto, como en lo piadoso y en lo impío, están dispuestos a afirmar que nada
de esto tiene por naturaleza una realidad propia, sino que la opinión de una
comunidad se hace verdadera en el momento en que esta se lo parece y durante
el tiempo que se lo parece»2. Estas expresiones pueden sonar hoy día como
lamentaciones, como la resignada aceptación de que el Estado tiene poder para
imponer en todo caso su voluntad como ley, pero en realidad, en el conjunto de
la doctrina de Protágoras, parecen ser más bien el reconocimiento de que el
pueblo, cada pueblo, tiene sentido y capacidad para darse a sí mismo
democráticamente las leyes más convenientes, puesto que todo el pueblo
participa de lo que les tiene que servir de fundamento: el sentido del respeto a lo
que está bien y de la justicia. Protágoras tiene confianza, como en general los
sofistas, en que las dotes políticas no son patrimonio de unos pocos, sino que
están compartidas por todos los ciudadanos. Esto es lo que significa el mito que
Platón pone en boca de Protágoras en el diálogo que lleva su nombre. Según
este mito, los dioses encargaron a Prometeo y Epimeteo que hicieran la
distribución de los diversos dones o cualidades entre los seres vivientes.
Epimeteo, quien fue el que de hecho se encargó de llevar a cabo la ejecución, se
las arregló para asegurar al menos la subsistencia o pervivencia a todos los
animales, pero fue a costa de agotar todos los dones o cualidades; así, cuando le
llegó el turno al hombre, este quedó desnudo, descalzo y desvalido. Para
remediar sus deficiencias, Prometeo roba a los dioses el fuego y, con él, asociada
con él, la técnica. Pero con esto no acaban las desgracias de los hombres, que,
no teniendo los dones de la política, vivían dispersos, incapaces para defenderse
de los animales y, cuando se agrupaban, se agredían unos a otros. Entonces
Zeus envía a Hermes, el mensajero divino, para evitar que desaparezca la especie
humana, concediendo a los hombres el sentido del respeto y de la justicia. A la
pregunta de Hermes sobre el modo cómo se han de repartir, a quiénes se han de
dar estos dones, Zeus le contesta: «A todos, y que todos sean partícipes. Pues no
habría ciudades, si solo algunos de ellos participaran, como de los otros
conocimientos»3.
Protágoras, por tanto, no era revolucionario. Al contrario, apoyaba con estas
ideas el régimen democrático de la Atenas de su tiempo, cuyo jefe más
destacado era Pericles, amigo de Protágoras. Pero, no obstante, estas doctrinas
minan el prestigio de la autoridad y del Derecho del Estado; este queda
desmitificado, en el sentido de que pierde su carácter trascendente, por encima
de la apreciación racional y de la decisión humana. La ley ya no tiene la elevación
que le atribuía Heráclito, que la hacía derivar del Logos divino, sino que es el
producto de la opinión y de la voluntad contingente de la mayoría de los
ciudadanos.
Esta desmitificación es aún mayor en otro representante de la sofística que
aparece en los Diálogos platónicos, en concreto en el primer libro de La República,
Trasímaco, quien sostiene —según nos lo transmite Platón— que lo justo no es
más que lo que conviene al más fuerte, entendiendo por tal el que tiene el poder,
por lo que puede decirse también que es «lo que conviene al gobierno
establecido».
Sobre estas bases se comprende que surgieran sofistas más radicales y
abiertamente revolucionarios. Tal es el caso de Hipias de Elide, que en el diálogo
Protágoras de Platón, por tanto, con interlocutores no solo atenienses, sino
también venidos de fuera de Atenas, se expresa en estos términos: «Amigos
presentes, considero yo que vosotros sois parientes y familiares y ciudadanos,
todos, por naturaleza, no por convención legal. Pues lo semejante es pariente de
su semejante por naturaleza. Pero la ley, que es tirano de los hombres, les fuerza
a muchas cosas en contra de lo natural»4. Las exigencias o dictados de la
naturaleza, a que aquí se refiere Hipias, no han de identificarse necesariamente
con las «leyes no escritas», que él también admite5 pero no definiéndolas en
razón de su antigüedad6 ni relacionándolas tampoco con la naturaleza7, sino con
los dioses8: esas leyes religiosas no escritas no tienen que caer necesariamente,
pues, de lado de la naturaleza (fýsis)9, sino que pueden ser parte de lo establecido
(nómos) (aun cuando sea nómos no escrito). Pero el nómos aquí aludido por Hipias
no es ese religioso común a todos los griegos y, por tanto, a sus interlocutores,
sino el propio de la ciudad de Atenas (o de cualquier ciudad-Estado). El nómos
religioso (griego) queda más bien asimilado a la naturaleza.
Más abiertamente revolucionario aún es un texto de Antifonte (del que no
sabemos nada seguro, ni de su personalidad, ni de la época en que vivió, aunque
desde luego, al menos en parte, en el último tercio del siglo v a.C.): no solo
especifica que «somos todos naturalmente iguales en todo, tanto griegos como
bárbaros», sino que se queja además no solo de que legalmente, sino también de
que socialmente se hagan distinciones entre las diversas clases sociales: «[Los
que son de padres ilustres] los respetamos y honramos; en cambio a los que
descienden de una casa humilde ni los respetamos ni los honramos. En este
aspecto nos comportamos como bárbaros los unos con los otros»10.
Sin embargo, como advierte W. Jaeger, «desde el punto de vista de la política
realista, las teorías de Antifón y de Hipias, con sus ideas de igualitarismo
abstracto, no representaban por el momento un gran peligro para el Estado
existente. No trataron de hallar ni hallaron resonancia alguna en la masa, puesto
que se dirigían solo a pequeños grupos ilustrados, que en lo político pensaban en
gran parte como Calicles»11.
Calicles es un personaje ficticio o, al menos, no identificado, de los Diálogos
platónicos, cuyos rasgos desde luego parecen estar tomados de algún personaje
importante de la época; de todos modos, lo de menos es que correspondan o no
a un determinado personaje; lo importante es que reflejan la mentalidad de una
parte al menos de la aristocracia conservadora ateniense, y de la política exterior
(imperialista) de Atenas. Incluso esas ideas están expresadas por Platón con
tanta fuerza y elocuencia, que resulta difícil sustraerse a la impresión de que le
resultaban simpáticas (o de que, al menos, ejercían una cierta atracción sobre él),
no solo por su desgarrada sinceridad, sino también porque hacían contraste con
las ideas democráticas de otros sofistas (y esto no solo a efectos de dar
dramatismo al diálogo). Por lo demás, hayque considerar la doctrina de Calicles
como perteneciente también al ámbito de la sofística, y de hecho coincide con
todos los demás sofistas en la desvalorización del Derecho. He aquí algunos de
estos párrafos puestos por Platón en boca de Calicles:
Los que establecen las leyes son los débiles y la multitud. En efecto, mirando a sí mismos y a su
propia utilidad establecen las leyes, disponen las alabanzas y determinan las censuras. Tratando de
atemorizar a los hombres más fuertes y a los capaces de poseer mucho, para que no tengan más que
ellos, dicen que adquirir mucho es feo e injusto y que eso es cometer injusticia: tratar de poseer más
que los otros… Pero, según yo creo, la naturaleza misma demuestra que es justo que el fuerte tenga
más que el débil y el poderoso más que el que no lo es. Y lo demuestra que es así en todas partes,
tanto en los animales como en todas las ciudades y razas humanas… Modelamos a los mejores y
más fuertes de nosotros, tomándolos desde pequeños, como a leones, y por medio de encantos y
hechizos los esclavizamos, diciéndoles que es preciso poseer lo mismo que los demás y que esto es
lo bello y lo justo. Pero yo creo que si llegara a haber un hombre con índole apropiada, sacudiría,
quebraría, y esquivaría todo eso, y pisoteando nuestros escritos, engaños, encantamientos y todas
las leyes contrarias a la naturaleza, se sublevaría y se mostraría dueño este nuestro esclavo, y
entonces resplandecería la justicia de la naturaleza12.
 
2.2. SÓCRATES
Sócrates, quien vive en Atenas desde el año 469 hasta el 399 a.C., en que es
condenado a muerte, no solo es contemporáneo de los sofistas, sino que
también coincide con ellos en la temática de su doctrina —político-
antropológica— y en ciertos rasgos, externos e internos, de su enseñanza. No
puede, sin embargo, ser confundido con ellos13 o, al menos, se trataría en todo
caso de un sofista excepcional. Se diferencia ya en su porte exterior. Porque está
de acuerdo con los sofistas en que la política se puede enseñar, pero no cobra
por sus enseñanzas, ni se rodea de boato y solemnidad para dar sus lecciones, ni
siquiera da lecciones, sino que simplemente habla con quien quiera ser su
interlocutor, con quien quiera hilvanar una conversación en cualquier escenario
improvisado: las calles o la plaza pública, los gimnasios, el mercado, los talleres
de artesanos o, alguna que otra vez, una comida a la que es invitado con otros
que quieren también hablar. Al igual que la de los sofistas, su doctrina no nos es
conocida directamente, pero no porque sus obras se hayan perdido, sino porque
no las escribió. Y, a diferencia de los sofistas, los autores que nos la han
transmitido (esa doctrina) no eran enemigos suyos, sino discípulos entusiastas;
fundamentalmente dos: Jenofonte y Platón. Esta misma transmisión ha podido
tener parte en la oposición con que generalmente se ha presentado la figura de
Sócrates y la de los sofistas. Pero hay que convenir en que al fin y al cabo
Sócrates era también un intelectual de la llamada «Ilustración griega», y como tal
un crítico de su época y de sus contemporáneos, en especial de los gobernantes,
incluso más radical y mordaz que los sofistas. La vía para esta crítica era su
famosa «ironía», es decir, que se presentaba como no sabiendo nada, mientras
que los que sabrían serían sus interlocutores, que efectivamente pensaban eso de
sí mismos. Los impulsaba así a hablar; de este modo se alumbrarían los
conocimientos que se poseen en el interior (Sócrates decía que imitaba el
proceder de su madre, que era comadrona: método «mayéutico»)14. Pero al
mismo tiempo también queda en evidencia el que cree saber, pero en realidad no
sabe o sabe mucho menos de lo que cree saber. Parece, pues, que lo que
Sócrates pretende no es propiamente criticar las instituciones, sino más bien a
los hombres, sus ideas, convicciones y actitudes o modos de proceder.
A pesar de estar transmitida por discípulos directos, no nos es nada fácil de
conocer la auténtica doctrina socrática. En realidad cabe hablar de una
«transposición» o transformación de la doctrina socrática. Las dos versiones
principales difieren entre sí considerablemente. Mientras la de Jenofonte parece
demasiado parca, atenta sobre todo a destacar la integridad de vida y la pureza
de la doctrina moral de Sócrates, ya desde Aristóteles se viene encontrando la
versión de Platón demasiado rica, superponiéndose sin duda a los elementos
originarios de la doctrina socrática las ideas y el esplendor y abundancia de
expresiones del discípulo. Es imposible distinguir en los escritos platónicos la
parte que corresponde efectivamente a Sócrates, porque lo que Platón pone en
boca de este es simplemente la parte principal de la doctrina del diálogo o del
discurso. Para diferenciar de alguna manera la doctrina platónica de la socrática,
parece que el recurso más adecuado es tomar como punto de referencia de esta
las primeras obras platónicas: Apología de Sócrates, Critón, Laques, Cármides…, así
como, desde luego, la obra Memorables o Recuerdos y otras escritas por Jenofonte.
Una primera impresión, fundamental, que podemos extraer de estos
testimonios es que la doctrina socrática es opuesta al proceso de disolución
iniciado por los sofistas. Mientras estos acentúan el aspecto relativista del
conocimiento, Sócrates busca incansablemente definiciones y conceptos
universales15. Y con la confianza de que estos no solo han de ser compartidos
por todos, sino que incluso ya han de ser conocidos de alguna manera
previamente por todos, trata de que el propio interlocutor se los descubra
(método «mayéutico» o socrático). Por encima de la modestia de los resultados,
buscaba «un ideal de conocimiento no alcanzado»16.
A esta diversidad de posturas en el problema gnoseológico corresponde otra
contraposición similar en el problema jurídico-político. Los sofistas, al menos
algunos sofistas, contraponen la fýsis (naturaleza) al nómos (la ley y el Derecho) y
en general ven en la legalidad de Atenas un caso más de libre decisión del poder
dominante; Sócrates, en cambio, tiende, aspira, a hacer coincidir la legalidad con
la justicia, una justicia no meramente convencional y relativa, sino
universalmente válida, es decir, basada en la naturaleza o, al menos, en la idea, en
el concepto (universalmente compartido); y, en cuanto a la legalidad de la ciudad
de Atenas, Sócrates ve en ella un caso excepcional de sabiduría y poder.
Acerca de la identificación de la legalidad con la justicia, Jenofonte nos ha
transmitido un testimonio muy explícito en la conversación de Sócrates con el
sofista Hipias, que se resume en la frase: «Así que yo de mi parte, Hipias,
manifiesto que lo según ley y lo justo son una misma cosa»17. Esa identificación,
sin embargo, no podía ser plena, en cuanto que Sócrates continuamente estaba
tratando de mejorar la legalidad y, consiguientemente, criticándola. Estas críticas
tenían necesariamente que entrar a veces en graves tensiones con los poderes
públicos, como nos lo describe el propio Jenofonte, por ejemplo, en la
conversación con dos de los Treinta Tiranos y en las amenazas de estos para
obligarlo a abstenerse de «tener conversaciones con los jóvenes»18. Estas
tensiones de la actitud de Sócrates con el poder político, incluido el democrático,
adquieren un tono mucho más patético en Platón, que llega a hacerle decir en la
Apología: «No hay hombre que pueda conservar la vida, si se opone noblemente
a vosotros o a cualquier otro pueblo y si trata de impedir que sucedan en la
ciudad muchas cosas injustas e ilegales»19. La legalidad era, pues, para Sócrates,
sinónimo de justicia, pero entendida, no en el sentido de abarcar cualquier acto
arbitrario de poder: se trata más bien de la legalidad arraigada y profunda,
aceptada como buena por las convicciones generales, pero entendidas, no solo
con referencia al presente, sino más bien dentro del conjunto de una tradición.
Dentro de ellas ha de considerarse también la de respetar los oráculos20.
Se puede decir que el intentode hacer coincidir la actuación del poder con la
legalidad y de elevar esta al mayor grado posible de perfección fue lo que le
costó la vida a Sócrates. El texto de la acusación contra él decía: «Sócrates es
culpable de no reconocer a los dioses en los que cree la ciudad, introduciendo,
en cambio, nuevas divinidades. También es culpable de corromper a la
juventud»21. Jenofonte manifiesta su extrañeza por la acusación de impiedad
contra Sócrates, siendo así que era un hombre notoriamente piadoso, y el hecho
de que Sócrates hablara de que un genio o espíritu divino lo guiaba con sus
avisos no le parece que pueda ser calificado de introducir divinidades o espíritus
extraños22. Sin embargo, bajo el texto de la acusación podemos reconocer
veladamente insinuado el verdadero motivo: Sócrates criticaba la actuación de
los políticos, que, en una democracia como la ateniense, son en último término
todos los ciudadanos, aun cuando especialmente los más activos, los que más
intervenían en la política. Y lo hacía no solo con razones o argumentos en sus
interminables conversaciones con todo el mundo, especialmente con los
jóvenes, sino también invocando a la divinidad y apoyándose en las
inspiraciones de un espíritu o genio (daimon). Esto es lo que se les hacía
insoportable, en especial a esos ciudadanos más activos: que las decisiones
políticas no fueran al mismo tiempo la suprema autoridad doctrinal, y que la
misma autoridad doméstica fuera puesta en cuestión: que sus hijos pudieran
hacer más caso a Sócrates que a ellos.
¿Qué es lo que había hecho que Sócrates se dedicara a esa actividad por la
que tenía que comparecer ante el tribunal? La Apología platónica es muy
terminante en cuanto a los motivos que han de guiar a un hombre que valga
algo, a un hombre de provecho: ha de permanecer «en el puesto en el que uno
se coloca porque considera que es el mejor, o en el que es colocado por un
superior». Y a estos dos motivos responde la actividad educadora de Sócrates:
«Esto lo manda el dios y yo creo que todavía no os ha surgido mayor bien en la
ciudad»23. Platón no es muy explícito en la demostración de que es verdadero,
fundamentado, este motivo de la educación (que es el «mayor bien en la
ciudad»)24. Tampoco lo necesitaba, puesto que, de Sócrates, si algo podía darse
por conocido, sería que se presentaba como experto, como entendido en
educación y que consideraba a esta como la tarea más alta e importante25. El
énfasis lo pone Platón en el mandato divino, que no ha de interpretarse como
los dictados del daimon o genio, puesto que esos dictados están (en Platón)
reducidos a un papel negativo, no impulsivo o positivo26. A lo que se refiere ese
mandato es el oráculo de Delfos, que había proclamado que «nadie era más
sabio» que Sócrates, y a la interpretación que este le había dado, con profunda y
meticulosa atención y dedicación.
Esto es lo que lo capacita y justifica para su actitud de desafío ante el jurado
o tribunal: para no aceptar ni el destierro ni la renuncia a su actividad educativa.
Desde nuestra perspectiva actual podría juzgarse esto como una actitud
meramente religiosa, o moral27. Pero no es así como nos la presenta Platón. Al
igual que sus acusadores lo inculpan a Sócrates de impiedad, de no ser fiel a la
religión oficial, y esto ante un tribunal estatal, así él también puede alegar la
religión oficial, del Estado, como un argumento, como un fundamento jurídico,
para «obedecer al dios más que a vosotros». Y en el plano jurídico arguye que, de
lo contrario, «realmente alguien podría con justicia traerme ante el tribunal
diciendo que no creo que hay dioses, por desobedecer al oráculo»28.
En todo caso esta «desobediencia» socrática, este desafío al tribunal, se
refiere tan solo al ámbito ideológico o doctrinal y a la propia misión especial en
ese terreno, y esto dentro del respeto y acatamiento de la legalidad general y
profunda, de la legalidad fundamental del Estado ateniense. Cuando esta no está
afectada, cuando no se va contra ella, y con más razón aún si no se trata de esa
misión suya «única» (especial y excepcional), en el campo doctrinal y
educacional, la sumisión de Sócrates al Derecho como legalidad, e incluso como
mandatos concretos de los gobernantes y de los jueces, es impresionante. Hay
varios relatos emocionados de sus discípulos referentes a las últimas horas que
precedieron a su ejecución, y todos coinciden en resaltar la aceptación
consciente por parte de Sócrates de la sentencia, no obstante su íntima
convicción de la injusticia en sí de esta. Tal como nos lo refiere Platón en su
diálogo Critón, los discípulos llegan a proponerle seriamente a Sócrates la huida
de la cárcel, y tenían ya incluso comprometidos a los guardianes. Pero Sócrates
rechaza una y otra vez estas proposiciones:
Si escapamos de aquí nosotros sin haber logrado persuadir a la ciudad […], ¿nos mantendremos
en lo que hemos convenido que es justicia o no? […] Supongamos que al pretender nosotros
escapar de aquí, o como haya que llamar a eso, llegándose las leyes y el Estado a nosotros nos
preguntaran: «Dinos, Sócrates, ¿qué es lo que vas a hacer? ¿Qué otra cosa tramas con esta empresa
que intentas, si no es arruinarnos a nosotras las leyes y a la ciudad toda, en lo que de ti depende?
¿Te parece posible que subsista sin arruinarse aquella ciudad en la que las sentencias pronunciadas
nada pueden, sino que son despojadas de su autoridad y destruidas por los particulares?»29.
El núcleo de la enseñanza socrática tendente a elevar el nivel de la legalidad
y de toda la práctica de la vida política es su doctrina sobre la «virtud»30. Esta
«virtud» socrática es única, unitaria, porque cualquiera de sus manifestaciones en
las diversas virtudes cívicas termina por identificarse con todas las demás. Así, la
valentía —que es examinada en el diálogo platónico Laques—, adecuadamente
entendida, tiene que ser valentía, no solo frente al enemigo, sino también frente
a los obstáculos de la vida; y tiene que ver con el conocimiento de lo que se ha
de temer. La piedad —de la que trata el diálogo Eutifrón— ha de entenderse
como una parte de la justicia y del saber.
La «virtud» aparece definida, sobre todo en los testimonios de Jenofonte,
como dominio de sí mismo, como dominio de las pasiones, frente a los placeres
corporales y frente a los bienes exteriores. Se funda o se apoya en el saber. E
incluso consiste en eso: en el conocimiento, en la sabiduría, que es expresión de
toda virtud, de toda la virtud. No solo puede enseñarse, como afirmaban los
sofistas, sino que aquel que aprende, que sabe verdaderamente, no puede obrar
mal: nadie obra mal a sabiendas; siempre que se obra mal, es por ignorancia: el
sabio coincide con el virtuoso31. Para llegar a esta conclusión, Sócrates se fija en
que, para decidirse a obrar, hay que conocer el fin, el objetivo: el saber no
consiste solo en elegir bien los medios, sino también los fines, y el más sabio
será el que opta por los mejores fines, por el mayor bien posible. Pero este
coincide con la meta que se ha de proponer el hombre, con el máximo que
puede alcanzar, que se cifra en último término en la perfección de la naturaleza
humana, la perfección del hombre. Y esta o, más exactamente, lo que conduce,
lo que da lugar a esta, es la virtud. Que no puede concebirse con sentido
meramente privado, sino ante todo público o cívico, y que es, por tanto, al
mismo tiempo que la perfección humana, lo más beneficioso para el Estado. El
más sabio será, pues, al mismo tiempo, el más virtuoso y el mejor ciudadano.
Aparte la asimilación del bien individual al público, o del Estado, tres
presupuestos requiere esta concepción, aun cuando esto no quiere decir que
Sócrates fuera claramente consciente de ellos. Uno es que la naturaleza humana
está jerarquizada, que hay en ella elementos superiores e inferiores, metas y
aspiraciones supremas, y otras que se han de subordinar a ellas. Otro
presupuesto es que la parte superior del hombre es la razón y esta es la que tiene
que dirigir. Finalmente, un tercer presupuestoes que la razón dirige de hecho,
realmente, imponiendo su decisión a todos los demás elementos32.
Difícilmente se podrán encontrar tres puntos, tres proposiciones,
íntimamente conectados entre sí, que hayan sido más decisivos que estos en la
configuración de la filosofía y de toda la mentalidad europea. Solo el
cristianismo es superior en influjo, en la formación de nuestra cultura, a la
filosofía socrática.
1 Los discursos de Lisias y de Isócrates, que pueden considerarse como alineados dentro del
movimiento de los sofistas y sí se nos han conservado en gran parte, tratan temas judiciales o políticos,
pero no filosóficos (de no ser muy incidentalmente). Sobre la historia de los sofistas, Filóstrato, Vidas de los
sofistas, edición de M. C. Giner Soria, Madrid, Gredos, 1982. Sobre la historia griega de este período puede
leerse el atractivo libro de C. M. Bowra, La Atenas de Pericles, trad. de A. Illera, Madrid, Alianza, 1974; con la
atención centrada en las ideas, el de F. Rodríguez Adrados, Ilustración y política en la Grecia clásica, Madrid,
Revista de Occidente, 1966, 2.ª ed., con el título La democracia ateniense, Madrid, Alianza, 1975. Aun cuando
orientado a problemas actuales, es también muy ilustrativo sobre la situación de la Atenas de los siglos V y
IV a.C. el libro de M. I. Finley, Vieja y nueva democracia, trad. de A. Pérez-Ramos, Barcelona, Ariel, 1980.
Sobre la discusión acerca de la parcialidad de Platón en sus testimonios de los sofistas cfr. W. K. C.
Guthrie, Historia de la Filosofía Griega, III. Siglo V. Ilustración, trad. de J. Rodríguez Feo, Madrid, Gredos,
1994, págs. 21 y sigs.; y, sobre las causas de desaparición de los escritos de los sofistas, págs. 61-62.
2 Platón, Teeteto, 167c y 172a-b, trad. de A. Vallejo Campos, en Platón, Diálogos, V, Madrid, Gredos,
págs. 227 y 236-237. Los mismos textos (con distinta traducción) en Sofistas. Testimonios y fragmentos, edición
de A. Melero Bellido, Madrid, Gredos, 1996, pág. 106.
3 Platón, Protágoras, 322d, trad. de C. García Gual, en Platón, Diálogos, I, Madrid, Gredos, 1981, pág. 527.
El mismo texto (con distinta traducción) en Sofistas (cit. nota ant.), pág. 133. El que todos participen no
tiene por qué significar que esa participación tenga que ser igualitaria, en igual medida. Desde el momento
que se admite que las dotes políticas (y, en concreto, ese sentido del respeto y de la justicia) son objeto de
enseñanza y educación (y de progreso en esa enseñanza y educación), es claro que tiene que haber grados, y
que el que está especialmente capacitado para enseñar a los demás (como el propio Protágoras) estará
especialmente dotado, por naturaleza, o por educación y enseñanza, de esas cualidades o dotes políticas.
Cfr. Protágoras, 328a-b (ed. cit., pág. 535) y Teeteto, 166d-167d (ed. cit., págs. 225-227).
4 Platón, Protágoras, 337c-d, trad. cit., pág. 550. El mismo texto (con distinta traducción) en Sofistas, ob.
cit., pág. 324.
5 Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, IV, IV, 19, edición de A. García Calvo, Madrid, Alianza, 1967, pág. 165.
En la traducción de J. Zaragoza, Madrid, Gredos, 1993, págs. 180-181.
6 Como había hecho en cambio Sófocles: «No son de hoy ni de ayer, sino de siempre», Sófocles,
Antígona, en Tragedias, trad. de A. Alamillo, Madrid, Gredos, 1986, pág. 265.
7 Como hará luego, con respecto a las leyes universales no escritas, Aristóteles, según veremos en el
capítulo 4.
8 Coincidiendo en esto con Sófocles, ibíd..
9 Aun cuando desde luego el contraste entre la naturaleza y lo divino era mucho menos clara para los
antiguos griegos que para nosotros.
10 Sofistas, ob. cit., págs. 362-363.
11 W. Jaeger, Paideia, pág. 299. Mayor influencia les atribuye en cambio F. Rodríguez Adrados, La
democracia ateniense, ob. cit. [nota 1], pág. 313.
12 Platón, Gorgias, 483-484, edición y traducción de J. Calonge, en Platón, Diálogos, II, Madrid, Gredos,
1983, págs. 80-81. La misma opinión expresan los embajadores atenienses, ante los delegados de la isla de
Melos, en Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, V, 105.
13 Aun cuando sí que lo confundían de hecho algunos de sus contemporáneos, como Aristófanes en su
comedia Las nubes, estrenada el año 423 a.C. (hay traducción castellana en LB de la editorial Alianza y
también en Cátedra), y también en Las aves (año 414) y Las ranas (año 405). En cierto modo en esta línea ha
venido a insistir Nietzsche, al acusar a Sócrates de haber sido el responsable más decisivo de la ruina del
espíritu de la tragedia y de la tradición (griegas). Cfr. F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, edición de A.
Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1973, en especial págs. 109 y sigs. y 220 y sigs. (estas últimas páginas
corresponden a la conferencia «Sócrates y la tragedia»).
La 
conexión con Aristófanes es más clara y explícita en Hegel. El punto de partida de Nietzsche es
primordialmente estético y cultural, aun cuando desde ahí enlaza con consideraciones de concepción
general de la vida humana. Estas apuntan al valor e importancia de lo estético, de lo vital, lo instintivo, lo
popular, lo mítico… El punto de vista de Hegel es ya en principio filosófico, general. Pero le interesa
especialmente la relación del «pensamiento» humano con la realidad, más en concreto, con la «práctica» de
la vida. Y ahí es donde puede ver una coincidencia fundamental de Sócrates con los sofistas: también él
trata de educar, de orientar para la práctica con la reflexión, con sus disquisiciones, sus interminables
discusiones… Esto le quita al pueblo sus convicciones, la confianza en sus creencias, en las instituciones. Y
esto era precisamente lo que le había reprochado Aristófanes. Cfr. G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die
Geschichte der Philosophie, 1.ª parte, cap. 3.º (guerra del Peloponeso).
Por 
otro lado, los llamados «diálogos socráticos» de Platón aparecen tan alejados de cualquier
dogmatismo, de cualquier respuesta tajante y definitiva, que parecen justificar la afirmación de que
«participan del espíritu de la sofística» (E. Lledó, introducción al diálogo Cármides, en Platón, Diálogos, I, ob.
cit. [nota 3], pág. 319).
14 Cfr. Platón, Teeteto, 149 y sigs. (ob. cit. [nota 3], págs. 187 y sigs.).
15 Esto es lo que principalmente le atribuye Aristóteles: «Sócrates, que se dio al estudio de las virtudes
éticas, fue también el primero que buscó acerca de ellas definiciones universales… Dos cosas, en efecto, se
le pueden reconocer a Sócrates con justicia: la argumentación inductiva y la definición universal»,
Aristóteles, Metafísica, 1078b, en edición trilingüe de V. García Yebra, Madrid, Gredos, 1998, págs. 667-668.
16 La expresión es de Hackfoth, recogida por W. K. C. Guthrie, ob. cit. [nota 1], págs. 425-426.
17 Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, IV, 18, ed. cit. [nota 5], pág. 165. El mismo texto (con distinta
traducción) en Sofistas, pág. 311.
18 Cfr. Jenofonte, ob. cit., I, II, 31 y sigs., págs. 35 y sigs.
19 Platón, Apología de Sócrates, 31e, trad. de J. Calonge, en Platón, Diálogos, I, ed. cit. [nota 3], pág. 171.
20 Sobre la aceptación general (por sorprendente que hoy nos parezca), y por parte de Sócrates, de los
oráculos de Delfos cfr. E. R. Dodds, Los griegos y lo irracional, trad. de M. Araujo, Madrid, Alianza, 1983,
págs. 80-81 y 96, nota 71.
Que 
Sócrates distinguía entre la legalidad propiamente dicha (incluida la amplía, o no escrita, o meramente
tradicional) y los actos arbitrarios de los gobernantes, aparece claro por los actos de desobediencia que cita
en la Apología (32a-d, ed. cit., págs. 171-172) y por todo el diálogo Critón, en el que se termina afirmando
expresamente que Sócrates es «condenado injustamente no por las leyes, sino por los hombres» (54c).
21 Jenofonte, ob. cit., I, I, 1, trad. de J. Zaragoza.Cfr. también Platón, Apología, 24b.
22 Jenofonte, ob. cit., I, I, 2 y sigs. Cfr. también I, III, 1 y IV, III, 16-17 y, del mismo Jenofonte, Apología
de Sócrates, 11 y sigs. E. R. Dodds, ob. cit. [nota 20], pág. 272, hace referencia a que la «creencia de un daimonque mora en el interior del hombre es muy antigua y extendida» (cfr. también págs. 238, 50 y sigs.). De
todos modos, no podemos dejar de tener en cuenta que, en el último tercio del siglo V a.C., hubo en Atenas
otros juicios por impiedad, además del de Sócrates: el de Anaxágoras, el de Diágoras y, casi con toda
seguridad, el de Protágoras (que se habría librado, al igual que Diágoras, con la huida). La base legal podría
estar en un decreto dado en torno al año 430, posiblemente en conexión con la peste desatada al comienzo
de la guerra del Peloponeso (cfr. E. R. Dodds, ob. cit., págs. 180-181 y notas 62-69 [en págs. 190-191]). Por
lo demás, que la religiosidad de Sócrates no era del todo coincidente con la popular, al menos con la más
popular o integrista, lo podemos vislumbrar por Platón, Eutifrón, 5e-6c, e incluso Rep., 377b-378e.
23 Cfr. Platón, Apología, 28d-30ª, ed. cit. [nota 19], págs. 166-168. Conservar en la traducción el artículo
(«el dios») parece aquí lo adecuado, para indicar la referencia a Apolo y su oráculo. Pero, como indica
Guthrie, Sócrates «en algunos casos parece haber avanzado más allá de la teología popular hasta llegar a la
noción de un único poder divino, para lo cual “Dios” es el equivalente moderno menos descaminado», W.
K. C. Guthrie, ob. cit. [nota 1], pág. 449.
24 En esto parece más explícita y convincente la Apología de Jenofonte. Cfr. Jenofonte, Apología, 16 y
sigs.
25 De todos modos no deja de hacer una especie de resumen de la postura socrática, en contraste con
las opiniones corrientes: «¿[…] no te preocupas ni interesas por la inteligencia, la verdad y por cómo tu
alma va a ser lo mejor posible?»; «voy por todas partes sin hacer otra cosa que intentar persuadiros, a
jóvenes y viejos, a no ocuparos ni de los cuerpos ni de los bienes antes que del alma»; «no sale de las
riquezas la virtud para los hombres, sino de la virtud, las riquezas y todos los otros bienes, tanto los
privados como los públicos», Platón, Apología, 29e-30b, ed. cit., pág. 168.
26 «Siempre me disuade de lo que voy a hacer, jamás me incita», Platón, Apología, 31d, ed. cit., pág. 170.
Cfr. también 40a, pág. 183. En el Teages (que no se sabe si es de Platón) se insinúa un papel más activo o
positivo con respecto a la educación de los diversos alumnos en concreto.
27 Como meramente moral la interpretaba G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie,
1.ª parte, cap. 2.º, en Werke, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 18, 1971, especialmente págs. 467 y sigs. Y
desde luego no es él solo. Así, por ejemplo, también F. M. Conford, quien no se mueve precisamente en la
órbita filosófica de Hegel. Puede verse esta postura en F. M. Conford, Antes y después de Sócrates, trad. de A.
Pérez Ramos, Barcelona, Ariel, 1980, págs. 41 y sigs. Y claro es que no les falta fundamento. Porque es
indudable que Sócrates no trataba solo de instruir, y menos de imponer unos determinados
comportamientos, sino de educar y de convencer. Esperaba que los jóvenes, después de su crisis de
adolescencia, y de la crisis de la cultura ateniense de la época de los sofistas, terminarían por reconocer
como buenos los comportamientos e ideales tradicionales de Atenas. Esta aspiración al convencimiento
personal es la que parece asimilar su postura a la de la moral propiamente dicha. Pero en realidad estaba, se
movía en la idea de que las costumbres y convicciones tradicionales eran una expresión de lo objetivamente
bueno. Y eso, el conocimiento y realización de lo objetivamente bueno y justo, era lo que en definitiva le
importaba, no la actitud subjetiva o personal: esto es lo que lo separaría de la moral propiamente dicha, en
el sentido de Kant y en el que tiene en cuenta primordialmente Hegel.
28 Platón, Apología, 29a-d, ed. cit., págs. 167-168.
29 Platón, Critón, 49e y 50a-b, edición de M. Rico, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1957, pág. 12;
en Platón, Diálogos, I, ed. cit. [nota 3], págs. 203-204 (con distinta traducción). En definitiva, lo que Platón
está aquí atribuyendo a Sócrates es la distinción, que tan importante resulta en nuestros días, entre la
democracia en el sentido jurídico-político y la democracia en sentido ideológico o de opinión. En este
segundo sentido (si es que se puede hablar de democracia en este aspecto), Sócrates no es demócrata: se
opone a la opinión mayoritaria. Pero sí lo es en el primero: acata y cumple lo que «decide» la mayoría. Aun
cuando él lo «considere» equivocado e injusto, es válido (jurídicamente) lo establecido, mientras subsista
como establecido, es decir, mientras no se convenza a la mayoría para que lo cambie, para que deje de
apoyarlo como establecido.
Esta 
distinción está reconocida en nuestra Constitución, al admitir (art. 16) la «libertad ideológica»,
mientras que algo así como una «libertad jurídica» sería un contrasentido (más aún, si cabe, si fuera el
propio ordenamiento jurídico el que la declarara).
No 
parece tener en cuenta nada de esto Luri Medrano, cuando presenta como eje de su investigación, por
lo demás muy abundante en bibliografía, «si la transgresión socrática es capaz o no de fundar derecho» (G.
Luri Medrano, El proceso de Sócrates, Madrid, Trotta, 1998, pág. 145). Está claro que la transgresión no puede
«fundar derecho»; lo que sí puede hacer es fundar o apoyar su mejora o perfeccionamiento. Lo que funda o
fundamenta el Derecho es su ejecución o cumplimiento, y la doctrina del deber de su cumplimiento. Y esto
es lo que está en Sócrates (o en la «transposición del socratismo»). En cuanto a la «transgresión», solo es
aceptable para él —como hemos visto— en cuanto evita o se opone a otra más grave y profunda, del
Derecho más general, más profundo, más perdurable, más identificado con el ser del Estado (es decir, del
verdadero Derecho).
30 Este es el término con que suele traducirse la palabra griega areté, aun cuando en este caso se
entendería mejor su sentido si dijéramos «perfección humana».
31 Esto podría dar lugar, o pretexto, a lo que se ha llamado «paradoja socrática»: nadie puede ser malo a
sabiendas, pero, si no es a sabiendas, no se puede ser verdaderamente malo. En realidad esta paradoja surge
de atribuir a Sócrates un sentido de la maldad que él no tenía en cuenta, al menos primordialmente: el de la
maldad propiamente moral o personal, subjetiva. Este sentido no corresponde a la mentalidad griega y,
como hemos visto (nota 27), tampoco parece que se deba atribuir a Sócrates.
32 De estos tres presupuestos, el más difícil de admitir, y el menos compartido, es el tercero. Ya
Aristóteles lo criticaba como contrario a la experiencia. Las cosas mejorarían no poco si, en lugar de razón y
conocimiento racional, habláramos de conocimiento emotivo o emocional, como se ha hablado más
recientemente con respecto al conocimiento de los valores. Esta es la solución que ha propuesto Max
Scheler. Pero en todo caso no está claro que lo que llamamos conocimiento sea la explicación adecuada de
lo que llamamos decisión, y menos de lo que llamamos acción o actuación.
Lo 
que sí puede ocurrir es que haya hombres superiores, en los que esas operaciones, si no se identifican,
al menos se aproximen a la coincidencia, a que la una (acción o actuación) siga fielmente a la otra
(conocimiento). Sócrates sin duda sería uno de ellos. Y eso explicaría, aun cuando no justifique plenamente,
su postura en este punto. Sobre esto cfr. W. K. C. Guthrie, ob. cit. [nota 1], págs. 253-254 y 434 (que a su
vez sigue a K. Joel). Cfr. también E. R. Dodds, ob. cit. [nota 20], págs. 176 y sigs. Por lo demás, el propio
Aristóteles había adelantado ya esta solución, al final de la Ética a Nicómaco, X, 9, 1179a-b.
CAPÍTULO 3
El Derecho ideal de Platón
El más genial discípulo de Sócrates fue Platón (427-347 a.C.), que nació en
Atenas, en el seno de una familia aristocrática.
Entre sus obras hay que destacar, en relación con la materia aquí tratada, los
diálogos Protágoras, Gorgias, La República1 y Las Leyes. Asimismo hay que destacar
también las Cartas. Estas han venido

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