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Stevens_NO_EMPUJES_EL_RÍO_PORQUE_FLUYE_SOLO_BARRY_STEVENS_libro

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Título original en inglés:
Don’t Push the River
(it f lows by itself )
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NO EMPUJES EL RÍO
(Porque Fluye Solo)
Barry Stevens
Traducción
Elena Olivos
Editorial Cuatro Vientos
www.cuatrovientos.cl
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Este libro es traducción de: 
Don’t Push the River (it flows by itself) 
 
© Real People Press, 1970 
 
No Empujes El Río (porque fluye solo) 
 
 
© Editorial Cuatro Vientos, Santiago de Chile, 1979 
 
 
Derechos reservados para todos los países de habla hispana. 
Inscripción N° 47.732 
 
ISBN: 84-89333-18-1 
 
Traducción: Elena Olivos 
Diseño de cubierta: Allan Browne 
Dibujos: Barry Stevens 
Diagramación: Héctor Peña 
 
 
Esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, no puede ser reproducida, 
almacenada o transmitida por algún medio, ya sea eléctrico, 
químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, 
 sin permiso previo, por escrito, del editor. 
 
 
 
 
 
 
 
www.cuatrovientos.cl 
Contenidos
Prólogo ............................................................................................................ ix
Capítulo 1: Lago.......................................................................................... 1
Capítulo 2: Hoja .......................................................................................... 51
Capítulo 3: Espejismo................................................................................. 95
Capítulo 4: Niebla ...................................................................................... 133
 Ventana al Vortice .................................................................................. 145
 Aquí y Allá ............................................................................................... 176
 Considere los Lirios del Campo .......................................................... 191
 Tres Preguntas ........................................................................................ 200
 El Oyente ................................................................................................. 207
 El Primer Principio ................................................................................ 218
Capítulo 5: Piedra ...................................................................................... 237
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ix
Prólogo
Me ha costado mucho trabajo escribir este prólogo. Lo he comenzado va-
rias veces, pero siempre he tenido que volver atrás. Esto no significa 
que no tenga cosas que decir acerca de Barry Stevens. Pareciera más bien 
que no quiero decirlas, o quizás sea porque a ella le disgusta que se 
hable de ella. Pero, en fin, algo tengo que decir y aquí va. Diría que Barry 
es una persona extraordinaria, que ha vivido una vida también fuera 
de lo común. Lo que el “sistema”, sea cual sea, consigue con la mayo-
ría de las personas es hacerlas seres regulares, convencionales, rutinarios; 
con Barry, esto no lo consiguió. En su libro Persona a Persona, escrito con 
Carl Rogers, aparece lo siguiente en la sección del currículum: “Barry 
Stevens abandonó la escuela secundaria en 1918, a los 15 años de edad, 
porque lo que quería saber no lo podría aprender en la escuela”.
Este breve currículum ha sido, al parecer, el grito de batalla durante 
toda su vida. No se ha conformado con lo que se le ha dicho acerca de 
las cosas. Ha querido indagar todo más a fondo, lo cual no le hubiera 
sido posible siguiendo los cánones habituales de la vida occidental “nor-
mal”.
De ahí en adelante su vida es una búsqueda, con los sufrimientos y sa-
tisfacciones de una persona que lucha constantemente, incluso consigo 
misma, por encontrar lo que en un momento es su propia verdad.
Así llegó a convertirse en una filósofa de la vida, y como subproduc-
to, en una de las heroínas de la contracultura estadounidense contem-
poránea. Lo hermoso es que todo esto no lo ha conseguido por la vía eru-
dita, sino por la vía experiencial o vivencial. Hay personas que para aprender 
algo tienen que hacerlo; yo soy una de ellas, Barry es una de ellas, tal 
vez usted también lo sea. Pero tenemos que reconocer que siempre, 
en alguna medida, podemos profitar de las experiencias de los demás. Y en el 
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x No Empujes el Río (Porque Fluye Solo)
caso de Barry, se conjugan algunos factores que podría denominar valentía, 
rebeldía, inteligencia y sensibilidad, de una forma lo suficientemente 
congruente como para que este libro sea en sí una experiencia valiosa 
y, en cierto sentido, un aprendizaje. Su vida entre los hawaianos, entre 
los indios navajos, su amistad con Bertie (Bertrand) Russell y Aldous 
Huxley, el tiempo compartido con Fritz Perls, todo esto es para ella una 
ocasión para aprender algo provechoso, y que en este caso es transmi-
sible.
Barry logra pasar por alto una de las exigencias más entronizadas 
en nuestra cultura: la necesidad de tener “certificados” o “licencias” para 
que se reconozca la validez de ciertos trabajos o actividades. Barry no 
tiene ninguna credencial legalmente aceptada. El hecho de tener ex-
periencias vividas no nos autoriza legalmente a nada, y aun sabiéndolo 
desde un comienzo, Barry siguió su camino y ha hecho todo lo que 
ha querido hacer. Llegó a ser considerada una excelente psicotera-
peuta y coordinadora de grupos, a su manera, ya que eso no lo podía 
aprender en la escuela. (Puff, ¡no sabremos esto los psicoterapeutas!). 
Este asunto de los “certificados” es un tema importante que recién 
comienza a ser considerado. En una oportunidad, Milton Friedman, 
ante una sala llena de estupefactos miembros de la American Medical 
Society, dijo que uno de los problemas actuales de la medicina es que 
los médicos requieren de certificación para ejercer su oficio (se re-
fiere en detalle a esta idea en el Capítulo 9 de Capitalismo y Libertad). 
También Iván Illich, en su libro La Sociedad Desescolarizada, dice que 
la competencia educacional puede provenir de cualquier lugar y que 
el hecho de que nuestro sistema insista en que esta competencia debe 
darse únicamente entre aquellas personas con “credenciales” ya ha teni-
do consecuencias desastrosas, especialmente en los países en desarrollo. 
Estos datos los anoto aquí para demostrar que Barry no está sola clamando 
en el desierto por una idea descabellada, ya que generalmente ocurre que 
los innovadores o los que revisan lo establecido son los más incom-
prendidos.
A través de Barry también aprendí a desconfiar de las creencias o siste-
mas de creencias. “En mi experiencia”, escribe en una carta, “las creen-
cias me traen problemas. Son rígidas. No evolucionan con los cam-
bios que están constantemente ocurriendo. No se adaptan. Tampoco 
sirve cambiar de creencia, ya que me traería los mismos problemas. La 
creencia excluye toda nueva evidencia, aunque sea o no verdad en 
un momento dado. Lo que sí tiene sentido para mí es la tentatividad, la 
forma en que caminan los elefantes, que antes de colocar su peso sobre 
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el terreno lo prueban para ver si los sostendrá o no. Cada paso con 
cada pie, porque la última vez no dice nada acerca de esta vez”.
A propósito de esto, Alain Hervé dice en uno de sus artículos: 
“Hay dos tipos de hombres: los que dudan y los que no dudan. Los que 
no dudan no discuten, no titubean cuando dan la orden al pelotón de 
fusilamiento. Dejan de lado sus escrúpulos para los días de su vejez. 
Son ellos quienes simbólicamente tienen los ojos vendados. Lo único 
que les importa es lo inmediato, el resultado...”. No Empujes el Río es 
justamente lo opuesto: es traer de vuelta el tanteo, es tener dudas, es re-
considerar, es cavilar, es dejar que los eventos evolucionen y que ellos 
dictaminen. Éste es el sentido que tiene el título de este libro.
Ahora me doy cuenta que me estoy entusiasmando y que mi entu-
siasmo responde a que finalmente otras personas de habla hispanapo-
drán conocer a Barry. Nosotros la conocimos en su viaje a Chile en 
1972. Curiosamente, una de las motivaciones fue retribuir una deuda 
contraída por su padre con el Gobierno de Chile a fines del siglo pasa-
do, quien debió haber llegado como colono en un viaje pagado por 
el Gobierno, pero abandonó el barco que lo traía, en la Patagonia, 
y siguió al norte hasta radicarse finalmente en Nueva York.
Pero en realidad todo comenzó por un carteo, que se transfor-
mó en una profunda y amplia amistad, la cual, a los 73 años, no le impi-
dió venir a conocer un país y unas personas que en un momento muy 
especial eran para ella parte de la gran familia. ¡Una hippie de 73 años! 
Nos dejó un legado de sabiduría, comprensión y, sobre todo, esa no-
ción que con tanta facilidad se eclipsa: humanidad.
Francisco Huneeus
Lo Barnechea, julio 1979
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Capítulo 1
Lago
Lago Cowichan, Canadá. Faltan sólo tres meses para iniciar la década 
de los 70. El cielo está cubierto de nubes brillantes con algunos pedaci-
tos azules. Algunas nubes pesadas y grises están a punto de caer dentro 
del frío lago. En la pradera hay hojas secas de arce. Las espigas se mecen 
con el viento. Al otro lado del lago, los árboles se ven quietos.
Algo extraño está ocurriendo en mí. No sé qué es lo que quiero... 
Apenas escribí esto, lo supe.
En octubre de 1967, mi hijo me envió unos formularios de inscrip-
ción con una carta en que me decía: “¡Inscríbete! No te arrepentirás”. 
Me inscribí para trabajar de 9 a 12 durante cinco días con un hombre 
llamado Fritz Perls, en el Instituto Gestáltico de San Francisco. No tenía 
la más remota idea de lo que seguiría después.
El lunes en la mañana nos encontramos quince personas junto 
a Fritz, en una sala grande y sin muebles del Taller de Danza. Había 
otro grupo que estaba ocupando la sala del Instituto, que era el des-
ván de la casa de Janie Rhyne. En la sala del Taller de Danza entraba 
un poco de luz por una puerta del rincón más alejado, que conducía 
a otra sala que tenía ventanas. Había una silla grande y cómoda para 
Fritz. Los demás nos sentamos en sillas plegables. Fritz dijo: “Me pa-
rece dif ícil establecer un clima de intimidad en esta sala”. Éramos un 
pequeño círculo de personas en un enorme espacio vacío. Tenía los 
pies helados. Lamenté no haberme puesto mis medias de lana y mis 
botas, en lugar de las sandalias y los pies desnudos.
Fritz nos preguntó a cada uno cómo sentíamos la sala. De una forma 
u otra, todos nos sentíamos fríos. Una mujer propuso que nos fuéramos 
a su departamento. Fritz nos preguntó qué sentíamos al respecto, y la 
verdad, no queríamos.
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2 No Empujes el Río (Porque Fluye Solo)
Eso es todo lo que quiero escribir ahora acerca de este episodio. 
Dos años más tarde, todo me parece tan lejano, y estoy en el Instituto 
Gestáltico de Canadá, Lago Cowichan, Columbia Británica.
Mientras Fritz trabajaba con la gente del grupo en San Francisco, yo 
me sentía cada vez más intrigada. Era evidente que sabía muy bien lo 
que estaba haciendo. También era evidente que la mayoría de las veces 
lograba excelentes resultados. Pero, ¿cómo diablos lograba hacerlo?
Ahora ya lo sé y echo de menos el misterio. A veces recupero esa 
sensación, haciendo lo que él hizo, pero resulta diferente, porque soy yo 
quien lo hace esta vez. Cuando eso ocurre, me siento muy, muy bien.
En una oportunidad le dije a Fritz por qué yo no quería hacer lo 
que él nos había dicho que hiciéramos. Luego pensé: “Tal vez esto tiene 
algún valor del cual no me he percatado”, y le pregunté: “¿Quieres que 
lo haga de todos modos?”. No dijo nada. Tal como un indio, lo dijo todo 
a la vez. No había ni una sola parte de él que dijera algo. Dependía de 
mí.
En otra oportunidad, cuando yo estaba a punto de ocupar la silla ca-
liente, vi que había una carpeta con un manuscrito sobre la silla. “¿Debo 
sentarme sobre el manuscrito o quitarlo de ahí?”. Me contestó: “¿Me es-
tás preguntando a mí?”.
En ambas ocasiones tuve que decidir por mí misma. Ya no hago tan-
tas preguntas. Esto me devuelve algo de mi fuerza.
Una amiga, que es profesora en una escuela secundaria en el desier-
to de California, hizo que sus alumnos cambiaran la expresión “¿Puedo 
retirar mi cuaderno del escritorio?” por “Voy al escritorio a retirar mi 
cuaderno”. Con esto, la clase se revitalizó.
Cuando pequeña solía tener una visión del mundo en que todas las 
personas estaban dispuestas como púas de erizos, y al mismo tiempo, 
cada una se inclinaba ante la otra, como haciendo reverencias. Todas las 
personas hacían esto. Nadie hacía lo que quería hacer. En un mundo así, 
todos quedaban fuera. Éste no era un mundo para mí. La oscuridad dis-
paraba chispas dolorosas, provocando un incendio en mi cabeza. Yo no 
quería vivir en este mundo y tenía que hacerlo.
Al decir: “¿Podría, por favor?”, creo que me estoy comportando como 
una dama y un ser superior. Pero, al mismo tiempo, me siento inferior, 
débil, suplicante ante la misericordia de otro. Esa persona tiene, en ese 
momento, mi vida en sus manos. Al inclinarme ante ti, pierdo mi sen-
tido de ser yo. Si sencillamente lo hago (con cortesía), me siento fuerte. 
Mi fuerza está en mí. ¿Dónde más podría estar mi fuerza?
Desde luego que pueden darme con la puerta en las narices.
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En una oportunidad, Fritz estaba dando una demostración en el 
auditorio de una escuela secundaria. Un tipo se paró e hizo el habitual 
anuncio sobre la prohibición de fumar, la ordenanza de incendio, etc. 
Al término de la demostración, una alumna le preguntó a Fritz, quien 
como de costumbre no había dejado de fumar ni un solo instante du-
rante la demostración: “¿Qué derecho tiene usted para seguir fumando 
mientras algunos estamos desesperados por un cigarrillo?”. 
Fritz respondió: “No tengo derecho para hacerlo y no tengo derecho 
para no hacerlo; sencillamente lo hago”.
Alumna: “Pero suponga que lo hacen abandonar la sala”.
Fritz: “Me hacen abandonar la sala”.
¡Qué horror! Toda esa gente mirándome como a una persona que 
lanzan a la calle. Nunca he logrado entender plenamente la introyección 
y la proyección, de modo que puedo estar equivocada, pero me parece 
que he introyectado la noción de que es malo que me hagan abandonar 
una sala, y luego proyecto esto en los demás. Por supuesto que ignoro 
cuántas personas me habrían mirado en esa forma y cuántas me habrían 
envidiado por hacer lo que se me antojaba a pesar de todo, además de 
otras reacciones que no he pensado. Cuando estoy centrada en mí mis-
ma, ninguna de estas cosas importa.
Cuando joven, yo ya sabía esto. Mi tía Alicia tenía una casita en la 
playa. Esa playa era para mí un lugar mágico donde siempre soplaba 
el viento, hubiera sol brillante o nubes amenazadoras, y esas olas que 
tronaban... manteniendo siempre su ritmo. Había conchas blancas, 
muy blancas. Conchas brillantes y doradas. Kilómetros de arena blan-
ca. Dunas que cambiaban de forma constantemente. Juncos. Mirlos. 
Pequeñas víboras venenosas. A veces una garza meciéndose en un ar-
busto envejecido. Todo cantaba, yo cantaba, aun cuando no hacía nin-
gún ruido. Agito, ergo sum.
Un verano, cuando tenía 14 años, mi tía Alicia me dejó en la casa de 
la playa con un hombre de 26 años que no me gustaba nada. Era uno de 
sus aduladores. Además, era un chueco. Me dijo que la “Sra. B.” le había 
dicho que yo le cocinaría, y es posible que ella hubiera dicho eso. Pero 
yo no iba a cocinarle, y se lo dije. Toda mi alegría se iría al sentirme obli-
gada a cocinarle, cosa que por lo demás él podía hacer perfectamente 
bien. Siguió molestándome con esto. Yo no iba a hacerlo. Tal vez cuando 
mi tía Alicia llegara, me echaría de la casa —me mandaría de vuelta a la 
ciudad—, pero si le hacía de comer a Ruddy, odiándolo y odiando el he-
cho de hacerlo, me llenaría de odio y no podría gozar de la playaahora. 
Yo estaba gozando de la playa ahora y eso no me lo podía quitar nadie.
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4 No Empujes el Río (Porque Fluye Solo)
Ahora nuevamente siento esto mismo. Estoy disfrutando de Lago 
Cowichan, y si no puedo quedarme en mis términos, no me va a gustar, 
y si me echan de aquí, estaré muy bien.
Ahora he vuelto a sentirme extraña. No sé cuáles son mis términos.
Escribí algo la semana pasada en California y tengo ganas de poner-
lo aquí.
Antes de sentarme frente a la máquina estaban ocurriendo muchas 
cosas en mi cabeza. Ahora estoy frente a la máquina, y nada.
Estoy sentada en el balcón mirando dentro de la casa por una ven-
tana en la que también se ve reflejado el jardín. En el punto donde corto 
el reflejo con mi cuerpo, veo una mesa, la mitad de una mesa. Termina 
donde acaba mi propio reflejo y se convierte en prados y plantas, y ár-
boles con la pata de la mesa, o una cómoda o una pared entremedio. 
Me gusta esta revoltura. Nada sólido, ninguna separación de “dentro” y 
“fuera”.
“Estoy muy frustrado por tener que transmitir que la Gestalt no es 
únicamente reglas”, declaró un día Fritz al grupo en Lago Cowichan.
“Es nuevo en el trabajo, pero lo está haciendo muy bien”. Léanlo y 
f íjense en lo que dice. Cambien el “pero” por una “y”. “Es nuevo en el tra-
bajo y lo está haciendo muy bien”. Lean eso, cáptenlo, tal vez no es nada. 
Háganlo de vez en cuando y se convertirá en parte de ustedes. Háganlo 
todo el tiempo, como una regla, y nuevamente se convierte en nada.
Usen lo que tengan a mano.
En una oportunidad, un hombre bastante joven trabajó en la silla ca-
liente el problema de su impotencia, tal como si nosotros no hubiéramos 
estado presente. Dos días después volvió a sentarse en la silla caliente, 
se movió nerviosamente y dijo: “Tengo vergüenza. Todas estas personas 
mirándome”. Fritz se levantó y se fue a otra sala. Cuando volvió, traía un 
montón de panfletos y se los entregó a la persona que tenía más cerca. 
Cada persona tomó uno y siguió pasando el montón. Todos comenzaron 
a leer el papel, que era una copia de un trabajo de Fritz. Esta vez el joven 
dijo: “Ahora tengo rabia porque todos están leyendo el papel en lugar de 
mirarme a mí”. Se rió. “¡Curioso tipo de vergüenza!”.
Se dio cuenta de algo que hasta ahora nunca había notado.
“Aprender es descubrir”.
“Aun cuando mis interpretaciones sean correctas, si se lo digo, lo 
privo de la oportunidad de descubrirlo por sí mismo”.
En Canadá, un oficial de la Oficina de Asuntos Indígenas iba en un 
ferry con Wilfred Pelletier, indio. El oficial salió a cubierta y, al atravesar 
la puerta, casi se le voló el sombrero con el viento. Sabía que Wilfred lo 
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seguía y estuvo a punto de avisarle del viento, pero no lo hizo. Wilfred 
salió y se le voló el sombrero. “¿Por qué no me lo advertiste?”, le dijo al 
oficial. “Te iba a decir, pero recordé que los indios no advierten cosas. 
Dejan que las personas descubran las cosas por sí mismas”. Wilfred se 
estremecía de la risa. “¡Aún te falta para ser indio!”.
Wilfred no fue indio al dejar que su sombrero se volara. No se per-
cató. No creyó en sí mismo. No se dio cuenta.
Un pájaro está alegando: “Ch-ch-ch-ch-ch”. Otro está trinando con 
silbidos suaves. Cada cual es cada uno. Ninguno está tratando de ser el 
otro. El sinsonte toma los cantos y sonidos de otros pájaros y esto es su 
ser cada uno.
Me detengo. Me percato de un dolor que tengo en el pecho, suave y 
delicado. ¿Qué haré con él? Permitir que lo que ocurra, ocurra. Mi res-
piración se hace más profunda, más fuerte. Luego otra vez se aliviana. 
Tengo los ojos húmedos... No trato de entender, sólo me percato de lo 
que ocurre, comienzo a entender de un modo que no es transmisible a 
los demás. Es mi propia comprensión.
Ahora soy autista: pensamientos, imágenes, escenas y planificacio-
nes de lo que voy a hacer y cuándo, que no es en absoluto lo que voy a 
hacer. Sin darme cuenta. Sin percatarme. Sin pájaros, sin cantos, sin ár-
boles, sin la confusión de adentro/afuera; nada de nada, excepto lo que 
está ocurriendo dentro de mi cabeza; ninguna conexión con la realidad. 
Sin darme cuenta siquiera del dolor producido donde se juntan el bor-
de de la silla y mis muslos. Sin darme cuenta del dolor en el pecho y en 
otras partes.
Ese “ahora” es como todos los ahora, que se van al percatarme de 
ellos. Ya se ha convertido en otra cosa.
¿Conocen la historia de Epaminondas? Era un niñito que trataba de 
hacer bien las cosas, pero se equivocaba. No recuerdo cómo fue que tra-
jo la mantequilla a casa, pero el hecho es que llegó toda derretida e in-
servible. Su abuela le dijo que debió haber puesto unas hierbas frescas 
y un poco de agua helada en su sombrero para traer la mantequilla. La 
siguiente vez traía a casa un cachorrito. Recordó las instrucciones de su 
abuela. El cachorro se ahogó. Su abuela le dijo cómo debió haberlo traí-
do y la próxima vez hizo como decía ella, pero como no era un cachorro, 
tampoco resultó. Y así siguieron pasando cosas.
He recordado cuánto me sirvió esta historia durante sesenta años. 
Pensé en ella una vez que una mujer me llevó al aeropuerto e insistió 
en quedarse hasta estar segura de que mi vuelo había despegado bien. 
Me contó que una vez después de dejar a una pareja con sus cuatro 
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6 No Empujes el Río (Porque Fluye Solo)
hijos en un aeropuerto, se fue y “tuvieron que esperar doce horas”.
¿Qué tiene que ver eso conmigo?
Estaba sola, y a veces cuando nada resulta y todo anda mal, empie-
zan a pasar cosas extraordinarias y disfruto de lo que me hubiera perdi-
do si todo hubiera andado bien. Si no es así, puedo dormir.
No me gusta que me traten como si fuera otra persona. Siento como 
si yo no estuviera ahí.
Una asoleada tarde de septiembre estaba conversando con una jo-
ven en el jardín y de algún modo nos pusimos a hablar de la Navidad. 
Me confesó que no le agradaba, pero que la aceptaba porque le gustaban 
algunas cosas, como hacer galletas y regalárselas a los vecinos.
“¿Y por qué enganchar esto con la Navidad?”.
“¿Quieres decirme que lo haga en cualquier fecha del año?”. Parecía 
y se veía entusiasmada.
(“No son las cadenas que atan el cuerpo de los hombres, sino las ca-
denas que atan la mente de los hombres”).
Un año se me ocurrió enviar tarjetas de Navidad en junio. Muchas 
personas disfrutaron recibiéndolas en junio, muchas más de las que go-
zaron al recibirlas para Navidad.
Cuando estuve enferma y en bancarrota, alguien me mandó un pa-
quete lleno de distintas cosas. Entre ellas había una caja llena de tarjetas 
de cumpleaños. Nunca recuerdo el cumpleaños de nadie y generalmen-
te olvido el mío. “Jamás” envío tarjetas de cumpleaños. Pero las tenía, y 
cada vez que recordaba a alguien que me gustaba y de quien no había 
tenido noticias, le enviaba una. Algunas personas me contestaron con-
tándome que habían disfrutado mucho con la tarjeta.
Hay tres personas que recuerdan mi cumpleaños y me envían una 
tarjeta cada año. Me aburre muchísimo.
Un pájaro acaba de posarse en una rama que está detrás de mí. Ahora 
está en el pasto. Es un gorrión. ¿Importa qué clase de pájaro sea? Me gus-
ta verlo reflejado, ver algo que está detrás de mí, en lugar de ver siempre 
lo que está por delante. Uno de los experimentos de Bates-Huxley, para 
entrenar la vista, consiste en cerrar los ojos y mirar el punto en la base del 
cráneo donde comienza el cuello. Es muy relajador. Cuando lo hago, me 
doy cuenta que mis ojos han estado empujando hacia adelante, adelante, 
adelante. Los reversos son parte de la Gestalt. Rompen algunas cadenas.
Las herramientas conceptuales de la Gestalt son ciertamente muy 
útiles. Lo molesto es cuando se usan sin entenderlas o entendiéndolas 
parcialmente. Cambio el “lo”. El “lo” pone todo allá afuera, como si no 
fuera una parte de mí. Debiera decir: me molesta.
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“Cuando la persona inadecuada usa los medios adecuados, éstos ac-
túan inadecuadamente”.
Muchas veces suceden cosas buenas, a pesar de que estas herramien-
tas sean usadas por personas bienintencionadas que no las entienden o 
no las entienden completamente. Otras veces ocurre que alguien es he-
rido o golpeado inapropiadamente, lo que constituye un daño. Cuando 
alguien sin estas buenas intenciones utiliza estas herramientas —alguien 
que tiene en mente sólo sus propios objetivos—, muchas veces resultan 
perjudiciales. ¿Son entonces realmente buenas herramientas? ¿Debieran 
estar al alcance de cualquiera? ¿O debiéramos deshacernos del bisturí, 
de la aguja, etc.? ¿O limitar su uso?
La respuesta yace en la persona que responde. Me gusta ese “yace”. 
Es mentira si alguien piensa que tiene la respuesta correcta. Tiene úni-
camente su propia respuesta.
Mi propia respuesta, que sale de mí abruptamente, por su cuenta...
La respuesta soy yo, y lo que sale de mí también soy yo. ¿Qué estoy 
diciendo? Tengo una parte protectora que quiere que todo esté a salvo y 
seguro. Tengo una parte arriesgada, que sabe que depende de mí encon-
trar o no el camino, tomar mis propias decisiones; y si cometo muchos 
errores, también eso depende de mí.
Donde realmente me arruino es al dejar que otros decidan por mí. 
“El respeto por la autoridad” es uno de los mejores arruinadores —res-
petar la autoridad cuando no está de acuerdo conmigo, con mi autor-
idad. No me estoy percatando, no estoy entendiendo y tampoco estoy 
actuando de acuerdo a mí misma. Pienso. Pienso que éste debe tener 
razón debido a su posición, su formación, su edad, etc. Me “digo a mí 
misma” que él debe tener razón. Cualquier cosa que me diga a mí mis-
ma es una mentira para mí, y yo soy la persona a quien le estoy min-
tiendo.
En una oportunidad fui a comer donde una mujer a quien yo había 
conocido de joven, cuando ella aún tenía un gran espíritu rebelde y tam-
bién bastante inseguridad. Durante la cena se notó claramente que había 
abandonado el espíritu rebelde y logrado ese tipo de seguridad que in-
cluye una hermosa casa, buenos ingresos, un marido estable y cosas por 
el estilo. No debían hablarse cosas perturbadoras. Todo estaba muy bien 
y me sentí triste. Me dije a mí misma que todo esto estaba bien, que era 
el camino que ella había elegido y que en realidad todo era muy bonito, 
agradable y cómodo. Yo también fui “agradable” durante la velada (creo). 
“No alteres nada” estaba claramente escrito en el aire. Lo respiré como si 
fuera éter adormeciéndome.
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8 No Empujes el Río (Porque Fluye Solo)
Me llevó a casa. Cuando se fue, me di cuenta que estaba tararean-
do algo que no podía identificar. Seguí canturreando hasta terminar la 
melodía, sin saber lo que mi yo organísmico estaba haciendo. Justo al 
final surgieron las palabras “poor butterfly” (pobre mariposa). Reconocí 
mi tristeza, que era real.
Nadie me confunde. Soy yo quien lo hace.
Fritz llama a esto la “zona intermedia”, el lugar donde yo me con-
fundo a mí misma. Krishnamurti lo llama la “mente superficial”, que no 
puede llegar a la profundidad mediante su propia naturaleza. No impor-
ta cuánto piense, siempre sigo pensando, pensando toda clase de cosas 
que no vienen de mí, y sin embargo, las pienso como parte de mi yo.
En su libro Libérese del Pasado, Krishnamurti escribe acerca de un 
viaje por la India con otros dos hombres y el chofer. Los dos hombres 
iban discutiendo sobre el darse cuenta o toma de conciencia (aware-
ness), haciéndole preguntas a Krishnamurti. El chofer no se percató de 
una cabra que había en el camino y la atropelló. Los dos hombres tam-
poco se percataron. “Y a la mayoría nos ocurre lo mismo. No nos damos 
cuenta de cosas externas o internas”.
Fritz nos enseñaba a ir y venir entre las cosas que hay afuera (“la 
zona externa”) y las cosas internas (“la zona interna”), como una manera 
de llegar al darse cuenta.
En este momento quiero volver a las “herramientas conceptuales”, a 
mi ser protector y a mi ser arriesgado... Nuevamente tengo la mente en 
blanco. Lo que estaba ahí antes, no está presente ahora. Me doy cuenta 
que quiero tomarme una taza de té. ¡Esto no es evitación! Si esta máqui-
na pudiera gritar, mi grito quedaría en el papel. Por supuesto que evito. 
Muchas veces evito. Evitar puede ser bueno o malo, y a veces tener la 
mente en blanco no es evitar. Mi grito se debe a que Fritz pone énfasis 
en las evitaciones y no permite que las personas eviten lo que no tie-
ne que ser evitado (el darse cuenta). Muchos recogen la frase “evitar es 
malo” y la aplican a todo lo que ellos ven como evitación.
A veces prefiero el Zen, aun cuando tome veinte años.
Tal vez, también con la Gestalt me demore veinte años en llegar a lo 
mismo.
No conozco ninguna manera de evitar que las personas usen mal las 
cosas, incluso el Zen.
Y así me volví a meter en el problema del mal uso de las cosas. 
¿Estaré evitando la taza de té que no me tomé? ¿O será que mi organis-
mo —mi todo no pensante— usó lo que tenía a mano, conduciéndome 
por otra ruta?
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Ahora sé qué es lo que no estuvo conmigo durante unos instantes. 
Mi parte protectora quiere que todo sea muy seguro para todo el mun-
do, que no haya tramposos ni bandidos, ni explotadores, distorsionado-
res, mentirosos ni charlatanes... Lo que viene enseguida no quiero decir-
lo, porque es muy idiota: ni terapias ni terapeutas imperfectos.
Al mismo tiempo, mi experiencia —mi propia observación— es que 
el intentar que todo sea seguro —como ha ocurrido en Estados Unidos 
durante tanto tiempo— conduce a locuras como la guerra de Vietnam, 
y en todo caso, si tuviéramos un mundo a prueba de tontos, sólo tontos 
podrían vivir en él. Ese no es el mundo que yo quiero. Me rebelo contra 
el proteccionismo de mi propia sociedad.
La manera en que los indios conf ían en sus propios sentidos tiene 
bastante sentido para mí.
Aquí viene una parte de la Gestalt que me gusta. ¿Sólo una parte? Es 
más bien el todo:
“Pierde tu mente y vuelve a tus sentidos”.
Esto también puede ser mal entendido y mal usado.
Cuando volví a Lago Cowichan hace cuatro días, estaba confundida, 
no podía responder, no estaba aquí. No sabía qué era lo que me pasaba. 
Estaba tratando de descubrirlo. Encontraba respuestas que no me ser-
vían de nada, y seguían apareciendo nuevas respuestas, sin fin.
Parecía que mi infelicidad se debía al lugar. El 1 de junio, Fritz se 
trasladó a este lugar junto con otras veinte personas, entre las cuales 
estaba yo. Él no nos conocía a todos. Muchos conocíamos sólo a una 
persona del grupo. Nunca antes habíamos vivido juntos. Llegamos, nos 
instalamos, ordenamos el lugar y el primer taller comenzó a las 8 de la 
mañana del día siguiente. A las 10 empezamos a preocuparnos de cómo 
íbamos a alimentar a la comunidad. Fue muy hermoso observar y parti-
cipar en lo que estaba ocurriendo.
Fritz nos informó que de 8 a 10 de la mañana se harían los semina-
rios y luego vendrían dos horas de trabajo en la comunidad. En la tarde, 
entre las 2 y las 4, podíamos dedicarnos a enseñar masaje, danza, arte 
o lo que fuera. Entre 4 y 6, período de trabajo. De 8 a 10 de la noche, 
seminarios, seguido por una reunión de la comunidad. A medida que 
avanzábamos, se cambiaron algunos horarios. Así continuaron las cosas 
hasta el 24 de agosto, día en que Fritz se fue por un mes; yo me fui por 
tres semanas y muchos otros también se fueron. Teddy y Don hicieron 
un laboratorio durante ese período.
Cuando volví hace cuatro días, encontré que todo estaba ORGA-
NIZADO. Listas. Dónde vive cada uno; qué hay que hacer, cuándo. 
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Horarios de grupos, como los cambios de guardia —la organización no-
organísmica que tanto me disgusta, que para mí no es comunidad.
No veía modo de cambiar esto (no importan todos los porqué y si 
podía o no hacerlo). Noquería ser parte de esto. Quería quedarme aquí 
(tampoco importan los porqué de esto). Traté de decidir lo que haría. 
Había algunas cosas que yo podía y quería hacer, pero incluso ellas me 
parecían poco atractivas. Sentí un poco de náuseas. Cambié el tratar de 
reírme de ello (olvidando que “tratar es mentir”) por el tratar (este es 
otro tipo de tratar) de dejarme llevar por las náuseas. Decidí no hacer 
nada hasta que Fritz volviera el fin de semana. Despreciativa. Esto no 
me gusta. Decidí. Decidí. Decidí. Ninguno se atascó. Obviamente. Me 
sentí rara.
La tercera noche no pude dormir, lo que es inusual. El calefactor 
hacía ruido. Lo apagué. Sentí frío. Me levanté y llené una bolsa de agua 
caliente. No recuerdo las cosas que me estaban pasando, pero también 
las eliminé o entibié y me metí en otro tipo de enredo. A las cuatro 
y media de la mañana me quedé dormida. Cuando desperté, me tomé 
una sopa de tomate, que me pareció mejor que la de pollo con fideos 
(Aún no he reabastecido mi despensa). Mientras revolvía la sopa, noté 
que había una melodía sonando dentro de mi cabeza. Escuché para sa-
ber qué era y oí: “La vieja yegua gris ya no es lo que era, ya no es lo que 
era...”.
¡Con qué deleite me reía! Lo organísmico —mi organismo—, yo apa-
reciendo, precisamente lo que necesitaba para mí de mí. Como un pe-
queño rayo de sol, mis sensaciones vuelven, disipando la bruma del no-
sentir en que había estado metida. Luego empezaron a ocurrir cosas que 
antes no habrían podido ocurrir, porque estaba in-sensitiva y no respon-
dí. Yo y yo misma somos una.
Eso fue ayer. Hoy es un hermoso día. Cielos nubosos, lluvia. Me 
pongo un poncho sobre el pijama para subir a atender una llamada tele-
fónica. Era Neville que llamaba de Nueva York, para averiguar las fechas 
de los laboratorios de octubre y noviembre. No era nada importante, 
pero me dio mucho gusto hablar con él. Y sigo feliz, como si nada en el 
mundo pudiera cambiar esto. Desde luego que esto no es cierto, aunque 
al mismo tiempo sí lo es. Nada en el mundo puede cambiar mi felicidad 
ahora.
Lo que haré aquí se ha extraviado. Lo estoy haciendo. No estoy en el 
futuro, donde no puedo hacer nada excepto en fantasía, y voy hacia el 
presente, donde todo ocurre.
He aprendido algo.
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He recuperado algo, o lo he descubierto y redescubierto, tal como 
Fritz es el redescubridor de la Gestalt.
1948. Junio. Me habían despedido de Verde Valley School, que en ese 
momento estaba en construcción. En una desprovista cabaña que servía 
de oficina, Ham me despidió, repitiendo muchas veces: “Detesto hacer 
esto. Eres muy eficiente”, y yo le aseguraba que todo estaba bien. No me 
gusta ver sufrir a la gente, incluso ante sus propias confusiones. Es sólo 
después que me siento ridícula ante mí misma.
Willie, el cocinero, me preguntó: “¿Cómo estás de dinero, cariño?”.
Algunos trabajadores hopi nos invitaron a mi hijo (13) y a mí a irnos 
a vivir con ellos a su aldea de la reserva.
Blackie, el administrador de la hostería Sedona, vino a verme con 
una mano por detrás. A los pocos minutos mostró su mano, ofreciéndo-
me un pollo congelado.
Lisbeth Eubank nos invitó a quedarnos con ella en Cerro Navajo, 
cerca de la frontera con Arizona y Utah.
Yo partí en auto con Josephine Scheckner, enfermera sanitaria, y su 
ayudante, Grace Watanabe. Delante de nosotros iba el camión que lle-
vaba el equipo de rayos. Tenía una suspensión muy alta para proteger al 
aparato de los golpes de la ruta. La carrocería del camión se balanceaba 
sobre los resortes, parecía que se iba a dar vueltas. Mi hijo iba en el ca-
mión con el conductor. Los perdimos de vista en Red Lake. El camión 
desapareció.
Hago una pausa... En realidad no quiero escribir sobre esto. Fue un 
período muy inseguro de nuestras inseguras vidas, y me preocupaba por 
esto. No he olvidado esa parte. Y sin embargo, muchas cosas eran vita-
les, hermosas, cálidas, en un glorioso lugar de rocas rojas, el cielo tan 
azul y el sol tan cálido...
Estábamos bastante cerca de Cerro Navajo cuando nos atascamos 
en la arena. Nos bajamos, nos pusimos a cavar y colocamos ramas de-
lante de las ruedas. Apareció un hombre navajo. No estaba ahí y luego 
estaba. Era muy delgado y llevaba puestos unos pantalones de pijama 
harapientos y una chaqueta negra andrajosa. En esa época, los navajos 
eran terriblemente pobres. Sonrió, hizo gestos, dijo algunas palabras, 
pero no teníamos idea lo que decía. Apuntó hacia el cielo, moviendo 
la mano como un avión que da vueltas. Luego preguntó: “¿Doctora?”, y 
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pensamos que se refería a Josephine, enfermera, aunque el avión no te-
nía mucho que ver con el estar atascado en la arena. Luego se llevó una 
mano a la boca como si estuviera fumando y preguntó: “¿Cigarrillos?”. 
Le dimos algunos.
Josephine se sentó en el asiento del conductor. Grace y yo nos pusi-
mos detrás de los tapabarros traseros, con las manos listas para empujar. 
Le hicimos señas al indio para que se ubicara entremedio de nosotras y 
nos ayudara a empujar. Colocó sus manos igual que nosotras. Josephine 
hizo andar el auto y a medida que se movía un poco, Grace y yo nos in-
clinábamos hacia adelante con todas nuestras fuerzas para sacar el auto 
de la arena. Comenzó a avanzar lentamente, luego más rápido, hasta que 
se alejó de nosotras. Nos enderezamos y miramos hacia atrás: ahí estaba 
el navajo, en la misma posición que le habíamos indicado que adoptara, 
como si el auto aún estuviera ahí en contacto con sus manos. ¡No había 
empujado! Se reía con la alegría de un niño.
Cuando llegamos al cerro y le contamos a Lisbeth lo del indio, ella 
dijo: “¡Oh, este Hosteen Yazzie!”. Más tarde, después que Josephine y 
Grace se fueron, fui a un “cano” con Lisbeth en una choza navajo a unos 
15 kilómetros de distancia. Cuando llegamos, reconocí a nuestro come-
diante. Cuando me vio, se cubrió la cara con las manos como si estuviera 
avergonzado, y se estremecía de la risa. Yo estaba segura que había dis-
frutado mirando las caras de las tres mujeres blancas mientras trataban 
de darle sentido a sus tonterías.
Dejé de escribir y salí a caminar por el frío y la bruma. Quería estar 
ahí de nuevo. Había tanta tristeza en mí, recordando. Estaba todo mi ser 
tan triste, que yo era la tristeza.
Después de comida, mi hijo y Robert Tallsalt estuvieron cavando 
en busca de piezas arqueológicas. Éstas eran anasazi —no navajo—, un 
pueblo que precedió a los navajos por 500 años, por lo que Robert no 
tenía ningún problema en sacarlas. Una tarde mi hijo le dijo a Robert 
mientras cavaba: “Hay una serpiente cascabel cerca de tu pie”. Robert 
respondió: “No me está haciendo daño”, y continuó cavando.
No todos los navajos actuaban así con las serpientes cascabel.
Hace un mes, un curandero indio canadiense me dijo: “Lo que yo 
sé es solamente un punto de lo que sabían mis antepasados”. Hizo un 
punto con su dedo índice en el espacio. Nosotros pensamos que sabe-
mos mucho más que nuestros antepasados... Pienso en mis padres, que 
dejaron de ir a la escuela a los 12 años. Sé mucho más que ellos, en 
cierta forma. En otra, no estoy tan segura... Ellos confiaban mucho más 
en su propia observación, experiencia, sabiduría, y mucho menos en 
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los Profesionales y las Autoridades. Mi vida es, debido a esto. Yo fui un 
bebé de incubadora. Los médicos en Manhattan me devolvieron a mi 
padre, porque de todos modos me iba a morir. Mi madre estaba muy 
enferma en el hospital. Mi padre no estudió con libros. Me estudió a mí 
y descubrió algo. Y aquí estoy. Su descubrimiento fue luego ratificado 
por los médicos cuando cambiaron de parecer acerca de cómo debían 
tratarse los prematuros.
Tomar conciencia, darse cuenta. Percatarse. Eso es Gestalt. Y tam-
bién indio —a la antigua, de lo cual poco sobrevive.
Escribiendo esto me siento bien, fuertey feliz. La tristeza se fue.
Vuelvo a 1948. Desde luego que no vuelvo, recuerdo, me pongo en 
contacto con experiencias de mi pasado que están incorporadas en mí. 
Es el único lugar donde existen. ¿Dónde está “el pasado”? Se fue. La me-
moria me da la ilusión (¿desilusión?) de que hay un pasado.
En 1948, la gente en la reserva navajo era (a nuestros ojos) terri-
blemente pobre, hambrienta y enferma, pero vivía mucho, disfrutaba 
mucho. Yo estaba sufriendo una agonía de conflictos. Me era imposible 
pensar que alguien fuera tan pobre, hambriento y enfermo, y sin embar-
go, más feliz —disfrutando de las cosas— que cualquier persona que yo 
conociera. No sabía cómo enfrentar esto.
En 1966 conversé en la reserva navajo con un comerciante que ado-
raba a Ayn Rand y detestaba el “colectivismo”. Agitó los brazos, en un 
gesto que abarcaba a los navajos pobres (en esa época, no todos los na-
vajos eran pobres, tal vez la mayoría no lo era) sentados afuera de su 
tienda, y dijo: “¡Vea lo que hace el colectivismo!”.
Un día me contó que tenía una casa en Farmington, Nuevo México, 
“pero ya no puedo vivir ahí. Me vuelvo loco cuando estoy fuera de la 
reserva”. Le pregunté cuál era la diferencia y me respondió: “Es dif ícil de 
decir”. Le hice otras preguntas y tampoco pudo contestarlas; verdadera-
mente no podía. Luego le pregunté: “¿Qué le gusta tanto de los navajos?”, 
y respondió de inmediato, sin pausa: “¡Su alegría de vivir!”.
Es curioso. En ese período parecía haberme olvidado de los poline-
sios y su felicidad. No eran tan terriblemente pobres, hambrientos ni en-
fermos. Al menos a la mayoría de ellos no les pasaba esto en el tiempo 
que viví en Hawai (1934-1945). No puedo decir lo mismo sobre la reser-
va navajo en 1948.
En 1966, una mujer navajo me contó cómo era su vida en 1949: 
“Todo el mundo vivía feliz y era un poco triste pensar ‘¿Qué vamos a 
comer mañana?’. Sin embargo, nos sentíamos muy bien. Supongo que 
se debía al hecho de estar y trabajar juntos, eso nos mantenía a todos 
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felices. Y al llegar la primavera, todos salíamos al campo a sembrar maíz 
y cualquier cosa que creciera, y en el otoño comíamos lo cosechado o lo 
guardábamos para el invierno... (suspiro) A veces me pregunto dónde 
fue que nos equivocamos”.
Cuando me convertí en tristeza, escribiendo acerca de ese verano, 
comparé el aquí con el allá. Ahora, no estoy comparando. Estoy de nue-
vo disfrutando de la isla de Vancouver. Me siento bien aquí. Las nubes se 
ven hermosas, atravesando las montañas. Lo que no está aquí no existe, 
ni siquiera el calor ni la natación, ni el sol de hace tres meses. Me cuesta 
recordar algún tiempo anterior a este momento, y cualquier tiempo pos-
terior se niega a aparecer como fantasía en mi cabeza.
Hace una hora me preguntaba cuándo llegaría la correspondencia. 
Me parecía importante. Necesitaba que llegara algo. Ahora, no importa 
si llega o no.
Me gustaría quedarme así. No hay forma de obligarme a hacerlo. En 
todo caso, tendría que deshacerme a mí misma. Esta vez no tengo idea 
cómo llegué aquí, ni siquiera puedo recordar lo que he escrito o lo que 
me ha estado ocurriendo. Recuerdo vagamente haber estado triste.
No diría que ahora estoy “feliz”. Me siento bien y todo está bien. 
Tengo una vaga conexión de esto con la anestesia, y luego recuerdo 
cuando tuve tantos problemas con mi marido y conmigo misma y me 
dio mononucleosis. El médico me recetó unas drogas y caí en un estado 
semicomatoso. Dijo: “Lo siento. Lo siento mucho. Es mi culpa”, y yo le 
dije: “No se preocupe, doctor, es maravilloso”.
Tenía una sensación rara en los labios, mi hablar era torpe e inesta-
ble y no podía hacer nada. Ahora puedo hablar bien (lo acabo de ensa-
yar). Puedo escribir a máquina. Puedo dejar de escribir y hacer otra cosa. 
Mis habilidades están a mi disposición. No me puedo obligar a sonreír. 
Siento algo extraño en la cara cuando lo intento. Tendría que sentir la 
sonrisa para que ocurriera. ¿Como un indio tal vez? ¿Han tratado alguna 
vez de hacer sonreír a un indio?
Cuando los indios hopi que trabajaban en la construcción de la es-
cuela de Valle Verde no sonreían, Ham trataba de “alegrarlos”. Cantaba 
“¡Vamos a bailar!”. Se ponía “de buen humor”. Ellos parecían sombríos a 
nuestros ojos. Yo envidiaba que pudieran mantenerse firmes en su po-
sición. No me siento sombría ahora. Sencillamente no tengo ganas de 
reírme y es posible que a los blancos en este momento les parezca un 
poco sombría, y si trataran de alegrarme, les parecería que estoy aún 
más sombría, pero estaré igual. Sus esfuerzos no serían recompensa-
dos. Fracaso. Resistencia. Derrotados. Al escribir eso me sonreí un poco. 
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Todo es tan tonto. Sonreírte manipulándote para que me sonrías de 
vuelta y así me sienta bien.
“¡Ellos lo llaman vida!”. Esto apareció en mi cabeza con la misma en-
tonación que utilizara un hopi hace unos veranos. Había ido a Second 
Mesa con Barbara Bauer, en busca de unos amigos hopi. Estaban bailan-
do un baile hopi. Luego de la danza ceremonial, hubo una especie de co-
media; se trataba de mofarse de los blancos. Uno de los hopis tomó a una 
mujer hopi del auditorio y bailó con ella imitando nuestro estilo de baile 
de salón, burlándose al mismo tiempo de él. El mensaje era claro. Era im-
posible no entender, pero el hopi aclaró definitivamente el asunto cuan-
do dio vuelta la cabeza y gritó sobre su hombro: “¡Ellos lo llaman baile!”.
No me gustan todas las costumbres indias. No me gusta toda la te-
rapia gestáltica. Me gusta el lugar donde ambas se juntan.
Recién me levanté para ir al baño y canté. Mi canto ocurrió y me 
gustó: el sonido, las vibraciones en el pecho, en el cuello y especialmente 
en la cabeza, aunque también las sentí un poco en los dedos de mis pies. 
Agito, ergo sum. Ahora mis hombros hacen un movimiento giratorio... 
también mi espalda, movimientos más amplios, ondulantes, como esas 
muñequitas de celuloide con traseros redondos en movimiento.
Ahora me siento, pero mi estar sentada es totalmente diferente: li-
bre, suelta, relajada. Siento que mi columna crece, como ocurre cuando 
he “trabajado” con Fritz. (Ambos quisiéramos tener una palabra mejor 
que “trabajar”).
Tengo 67 años, recuerden, y ni siquiera estoy en buena forma para 
todo ese kilometraje. Dónde está mi rigidez, mis dolores reumáticos 
(pocos y pequeños, pero agudos), en medio de toda esta lluvia y neblina, 
con gotas de agua colgando de los cables. Me siento tan cálida, como si 
pudiera entibiar todo cuanto me rodea. (¡No estoy tan segura de poder 
hacer lo mismo con las personas!).
A través de la Gestalt me he enganchado con algo, con una nueva 
experiencia. A veces en el pasado, con algunas personas he estado des-
provista de ego, cuando ellas también lo estaban... Me paré para servir-
me una taza de té y me enganché con otra cosa, como ¡pucha!, después 
de todos estos años, por fin entiendo algo de mí. Ahora no sé qué cosa 
escribir primero, así es que prepararé mi té y veré qué pasa.
La lluvia cae del tejado. La cañería de la estufa hace ting... ting. Me 
gustan las pausas y los ting. Sobre la ventana abierta, la cortina se mueve 
un poco. El humo del cigarrillo gira sobre el cenicero y pasa por enci-
ma de la máquina de escribir. Pareciera que la escalera a un costado del 
muelle hubiera sido puesta ahí para que alguien/algo saliera del agua. 
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¿Qué? ¿Quién? Dejemos que cada uno imagine lo que quiera. Lo mío es 
algo amistoso. Se torna en no amistoso. Lo devuelvo. Falso. No es ni un 
quién ni un qué; es algo como un cuál. Es un pequeño remolcador, de 
casco negro, con una superestructura blanca que levanta olas pequeñas 
por los costados y salpica agua con el cable que remolca a la pequeña 
balsa llena de troncos. Supongamos que la balsa comenzara a tirar al re-
molcadorhacia atrás, en contra de su movimiento hacia delante. Yo lo 
imagino y se ve divertido, esforzándose por avanzar al ser tirado hacia 
atrás. Es el modo como vivimos la mayoría de nosotros, al menos eso 
me parece a mí. Es el modo como yo he vivido durante mucho tiempo. 
¿Proyección? ¿Introyección? ¿Retroflexión? ¿Asuntos? A veces me pare-
ce que introyecto, proyecto la introyección y retroflecto la introyección 
y la proyección. No me importa si eso tiene sentido o no. Me gusta como 
suena. De todos modos, nada de esto es real. Es solamente una forma de 
mirar algo, y esos conceptos no me sirven porque no me gustan. Otras 
personas hacen cosas muy buenas con ellos porque les gustan, y otras 
personas contribuyen a la estupidez de la humanidad al no saber lo que 
hacen con ellos y haciéndolo de todos modos.
En un seminario de Harry Rand, una trabajadora social habló lar-
gamente (bajo el disfraz de hacer una pregunta) sobre las relaciones 
objetales y muchas otras cosas que no entiendo. Para mí eran sólo un 
montón de palabras. Cuando terminó, Harry se sacó el puro de la boca y 
dijo: “Esto me suena como un montón de palabras. Dime lo que quieres 
decir”. Ella no pudo hacerlo.
Harry es (¿era?) un psiquiatra de Boston, psicoanalista, muy sensato 
en las cosas que decía y a veces era muy Fritz. Un estudiante, utilizando 
una jerga impresionante, presentó el caso de un paciente que atendía en 
el hospital. Harry escuchó hasta el final (a diferencia de Fritz) y dijo: “Lo 
que quieres decir es que el tipo está asustado”.
Harry tenía un paciente que no decía una sola palabra y no había 
forma de hacerlo hablar. De pronto Harry se acordó de sí mismo como 
muchacho, cuando fue enviado al director de su escuela, que en ese mo-
mento le parecía que medía casi tres metros de altura, y Harry no pudo 
emitir ni una sola palabra. (En esto se parece un poco a Fritz). Harry 
habló de lo que le estaba ocurriendo (esto es como Fritz, aunque aún no 
es Fritz); explicó cómo el paciente lo estaba viendo a él (Harry), de tres 
metros de altura, y el hombre comenzó a hablar.
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No recuerdo en lo que estaba hace un momento. No lo persigas: deja 
que surja. Surge.
Una tarde, Fritz le pidió a dos de los hombres que actuaran como 
coterapeutas. En realidad no les pidió ni les dijo. Es más bien una mezcla 
de ambos, o algo entremedio. Le dijo a cada uno que escogiera a uno de 
nosotros como paciente. Ellos estaban en los rincones adyacentes de la 
sala y yo estaba sentada apoyada en la pared al frente de ellos. Vi cómo 
movían los ojos a medida que miraban a las personas, una a una. Ambos 
llegaron a mí en el mismo momento y a ambos les brillaron los ojos. Yo 
me ofrecí de voluntaria, sintiendo que un par de monstruos, de los cua-
les nada temía, se habían abalanzado sobre mí, y me fui a la silla caliente. 
Don y David se sentaron en el sofá cerca de mí, a corta distancia entre sí. 
En ese momento aún no eran muy buenos amigos.
Me resisto a continuar. No quiero continuar. La razón por la que no 
quiero hacerlo es que estoy pensando, tratando de recordar, tratando de 
ver qué cosa pasó antes y cuál después, tomando lo importante y des-
cartando lo que se puede dejar fuera. De esta manera, me meto en pro-
blemas (conmigo y luego con otras personas, y a veces con una olla o un 
sartén; o se me caen cosas o me quemo un dedo o alguna otra cosa, o me 
ocurre algo increíble, como botar una carta que quería guardar, o rom-
per páginas de un manuscrito que aún no he revisado y que no sé qué 
contienen). Por lo tanto, daré un paseo bajo la lluvia, me olvidaré y veré 
qué surge después.
¡El orden no importa! Esta introducción a lo que pasó es simplemen-
te un ensayo, y cualquiera de sus partes servirá. (Aún no había llegado a 
la puerta cuando esto surgió).
Antes pensaba que tenía que dar explicaciones, para que la gente no 
dijera: “De modo que eso es lo que ocurre en el Instituto Gestáltico de 
Canadá”. “De modo que eso es la terapia gestáltica”.
Esta vez ocurrió de esta manera, con estas tres personas además de 
Fritz.
Don y David hablaron entre ellos de mí. Fritz dijo unas palabras de 
vez en cuando. La Gestalt pone énfasis en hablarle a las personas, en lu-
gar de acerca de ellas. Reté a Don y a David por estar copuchando. Me di-
vertía. Luego noté que estaba temblando más de lo usual. Habitualmente 
tengo temblores, pero temblaba más que de costumbre. Lo dije y agre-
gué: “No tengo miedo”. Y en realidad no sentía miedo. Estaba notando 
cómo en mí se juntaban y chocaban las órdenes y contraórdenes, produ-
ciendo el temblor. Me miré hacia dentro y me di cuenta que mi cuerpo 
quería levantarse de la silla y yo lo sujetaba. Me puse de pie, di unos 
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pasos y volví. David dijo: “Te siento como alejándote de mí”, como si ésa 
fuera la razón por la que yo me movía. Me percaté de mi cuerpo y noté 
cierta duda en moverme hacia David, aunque no era algo a lo que no me 
pudiera sobreponer. Lo superé con facilidad. Luego me di cuenta de mis 
dudas; fui sólo mis dudas. Ya no era “Estoy dudando”, sino “Soy mi duda”. 
Ni siquiera el “soy” estaba en ello. Luego me percaté de Don, que estaba 
con las piernas encogidas y la espalda contra la pared como si tuviera 
miedo de mí. Le dije algo así a Don. Fritz agregó: “Ya, como un mono en 
la entrada de su cueva”.
Don dijo: “Hace un rato tuve un chispazo (típica expresión suya) que 
quería dar un paseo contigo”.
Yo: ¿Darías un paseo conmigo ahora?
Don dijo que sí y se levantó del sofá. Caminamos del brazo alrede-
dor de la sala varios minutos.
No recuerdo en qué momento desapareció todo el ego. Había sola-
mente darse cuenta.
Cuando terminamos de dar la vuelta a la sala, Don dijo que se había 
sentido arrastrado por mí. Yo dije: “Después de los primeros tres pasos”. 
Don estuvo de acuerdo: “Comenzamos a caminar juntos”. Dijo algo más 
que no recuerdo. Dije: “Explicación”. Él dijo: “¿Quieres una explicación 
de mi parte?”. Yo: “No. Tú ya me diste una explicación. Dijiste lo mismo 
cuando estabas allá” (indicando hacia el otro extremo de la sala).
Estábamos frente a frente. Su mano derecha y mi mano izquierda 
estaban juntas. Estiré mi mano derecha y dije: “¿Podrías tomar también 
esta mano?”. Colocó su mano izquierda sobre mi derecha.
En el transcurso de esto no había pensamientos en mi cabeza, ni 
fantasías ni instrucciones, nada. Estaba total y sencillamente ahí. Cual-
quier cosa que notaba, sencillamente la notaba, sin ningún tipo de meta 
o dirección, sin opinión. En ese momento me di cuenta de mi cuerpo y 
lo expresé. “He llegado hasta aquí. No voy a ir más lejos”. Ningún pen-
samiento, sólo expresión de lo que me había dado cuenta que hacía mi 
cuerpo. Me percaté que estaba parada como si tuviera raíces, quedándo-
me donde estaba.
Don dijo: “Así es como quiero que sea”.
Con la Gestalt, no sólo hay una forma de decirlo. Hay muchas for-
mas. Lo que se me vino a la cabeza cuando me senté fueron una serie 
de ilustraciones sobre el hombre y el buey que aparecen en uno de los 
libros de Zen de Suzuki. La última es un círculo dentro del cual no hay 
nada, y abajo dice: “El buey y el hombre han partido”.
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Paciente y terapeuta habían partido. Ninguno de los dos estaba ahí. 
El hombre y la mujer habían partido. Me estaba dando cuenta de Don 
y de mí misma —vivamente—, y al mismo tiempo, Don y yo también 
habíamos “partido”. Yo y yo misma habíamos partido. Solamente ha-
bía eventos, acontecimientos, que al igual que los momentos, sencilla-
mente estaban ahí, y luego ya no estaban. No estaban en ninguna parte. 
Únicamente el ahora. Y sin embargo, todo fue registrado y está a mi dis-
posición.
Facilidad extrema y sin errores. Esto es la perfección. “Luchar por 
la perfección” no tiene ningún sentido para mí, a menos que signifique 
esforzarse tanto y meterse en tal enredo que finalmentehaya una explo-
sión. Mi ego ha reventado en mil pedazos, y el organismo que soy yo es 
quien asume. Es un modo bastante extenuante de hacer las cosas.
Mientras escribía esto, estaba preparando mi comida. Un camote en 
el horno y unas zanahorias en la olla. Pronto habrá un pedazo de carne 
en el sartén y luego me quedaré en esto, dejando lo otro de lado. Yendo 
de acá para allá con facilidad, sin olvidar lo que no estoy “haciendo” —
tampoco recordándolo.
Cuando Kay se fue, nadie se ofreció para prepararle el desayuno a 
Fritz, y él dijo: “Aprenderé a prepararme mi propio desayuno”. Un día 
me contó alegremente —con humildad y un poco de asombro— que esa 
mañana había cocido sus huevos perfectamente y sin reloj.
Recuerdo que cuando era joven siempre cocinaba sin reloj. Incluso 
estando absorta en una lectura, podía sentir los olores y cuando era 
“tiempo” de hacer algo... De pronto mi cabeza se ha llenado de relojes y 
cronómetros y otros aparatos que no necesitamos. ¡Qué locura! Todo el 
ajetreo de las personas que los fabrican y todo el ajetreo de los que tie-
nen que ganar dinero para comprarlos. Todo el desperdicio de los recur-
sos naturales. Toda la dependencia. Hacer funcionar la economía, para 
que la gente funcione, para que la economía funcione, para que la gente 
funcione...
Cuando Alan Watts habló del ingreso garantizado para todos (y 
nada que ver con esa tontería de los impuestos negativos donde hay que 
informar + o -), dijo que la gente quería saber de dónde provendría el 
dinero. “No viene de ninguna parte. Jamás lo hizo”. Explicó que el di-
nero es solamente una medida, como los centímetros. En la Depresión 
de 1929 hubo de pronto muchas personas sin trabajo. Estaban todos los 
cerebros, habilidades, materiales, pero no había dinero. Dijo que era lo 
mismo que si un hombre llega un día como de costumbre a su trabajo y 
su jefe lo despide diciendo: “Lo siento. No hay trabajo. Se nos acabaron 
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los centímetros”. Estaban todos los cerebros, habilidades, materiales, 
pero no había centímetros.
Eso es lo que siento respecto a nuestra “economía”. Para qué decir 
que es una “economía” construida sobre desperdicios.
Me gusta la escasez —no la carencia, pero la escasez es algo bueno.
La iluminación que me vino unas páginas atrás era ésta: durante 
toda mi vida, la gente me ha dicho que yo podría (y por ende, debería) 
tomar empleos más importantes que los que he tenido. Me gustaba te-
ner un trabajo secundario de oficina donde no tenía que ser tan falsa. 
En una oportunidad tomé este tipo de empleo, que al cabo de tres años 
se convirtió en un trabajo importante, con una oficina provista de ele-
gantes cortinas y con vista a un jardín interior. Estaba atada a él, por lo 
que decidí seguir adelante. Llevé una lámpara que me gustaba mucho y 
un grabado de Droege. Pero aun así había veces en que el presidente del 
lugar entraba y mantenía la vista fija en sus zapatos, a causa de mi delan-
tal polvoriento y de mi pelo desordenado, por haber estado escarbando 
entre los papeles.
Pero en esto de no querer tomar trabajos importantes había otra 
cosa que yo no entendía. Sabía que no los quería. No quería ser jefe. 
Ahora esto me resulta muy claro. Wilfred Pelletier llama a esto “organi-
zación vertical” —el sistema del hombre blanco, que a mí tampoco me 
gusta. Escribió al respecto en un artículo llamado “Pensamientos so-
bre la Organización y el Liderazgo”, leído ante la Hermandad India de 
Manitoba en 1969.
Hace un mes asistí a una conferencia transcultural en Saskatchewan, 
“dirigida” por Wilfred, quien la dejó “dirigirse” por sí sola y en la que 
él tomaba parte. No había programas ni horarios y solamente un hom-
bre daba charlas. No estoy segura si esto estaba planeado así, pero este 
hombre hablaba y hablaba. Salí a comprar fruta, volví y la hice circular 
en sus bolsas de papel. Como de costumbre, no podía entender cómo 
los indios podían estar sentados aparentemente tan tranquilos, mientras 
discurseaba un hombre blanco. Después lo supe: se van a pescar o a ca-
zar en sus cabezas. Wilfred me contó cómo “el oso cayó al agua con un 
gran SPLASH, salpicando a su alrededor”. Lanzó sus enormes brazos al 
aire. ¡Cómo se divertía!
Fritz dice: “Cuando estés aburrido, retírate (en fantasía) a algún lu-
gar donde te sientas más cómodo”.
Esto lo hice en un taller de fin de semana con Jim Simkin. No sé 
si era aburrimiento, pero en todo caso tenía un fuerte dolor de cabe-
za (raro), y un dolor tal en la nuca que no podía interesarme por nada 
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aparte de eso. Me dije a mí misma (Barry mintiéndole a Barry, como lo 
hace con frecuencia) que era porque no había dormido lo suficiente la 
noche anterior. Podría haberme tirado al suelo (nunca he sabido si lo 
correcto es “echarse” o “tenderse”, así que escribo “tirarse”) y ponerme 
a dormir. En lugar de eso, “me fui”. Primero me fui a Salmon Creek y 
sentí el viento y la arena bajo mis pies, escuché el rugido de las olas y olí 
el aire salado, y vi los colores del cielo, de la rompiente, de la arena y de 
las dunas cubiertas de pasto, y sentí la liviandad de mis pasos a medida 
que caminaba por la playa. Luego volví a la sala llena de gente y volví a 
Salmon Creek. Después me fui a uno de los brazos más lejanos de Lake 
Mead, en la hora de la puesta de sol, donde los acantilados dorados de la 
costa opuesta se reflejaban en el agua, y los peces saltaban del agua para 
luego volver a zambullirse. Los arbustos se mecían con el viento, los pá-
jaros cantaban y mis manos sentían la textura suave de las piedras de la 
playa. (Cuando le conté esto a una amiga, me dijo que probablemente 
alguien que me conocía estaba en ese momento en esa playa y pensó: 
“Hubiera jurado que vi a Barry, pero en realidad no estaba”).
Dudo que todo esto haya durado más de cinco minutos. Este tipo de 
viaje es maravillosamente rápido. No más dolor de cabeza, ni entonces 
ni después.
La conferencia transcultural fue dirigida (sin dirigirla), como dice 
Wilfred, de un modo “horizontal”. “A mí me parece que la organización 
vertical resulta por un agotamiento o una ausencia de comunicación. Al 
no poder, de una u otra forma, tener un movimiento comunitario que 
resulte de un deseo espontáneo en base a algo que está ocurriendo, la 
única alternativa que queda es hacer una especie de pirámide colocando 
al más fuerte arriba, o tal vez no haya necesidad de colocarlo, llega ahí 
automáticamente. Con esto se obtiene una organización en la cual no 
hay comunicación, sino simplemente una transmisión de órdenes desde 
arriba hacia los diversos niveles, y esto ya no es una sociedad: es una 
máquina”.
La organización horizontal, como la viví entre los hawaianos (hace 
años; no sé cómo será ahora), era lo que Wilfred describe como el modo 
indio. Una persona surge como líder para algo específico y durante un 
tiempo determinado, y se retira de esa posición una vez cumplido el ob-
jetivo. Hay comunicación. Lo he experimentado algunas veces también 
entre los blancos. También hay confianza. Aquí, en Lago Cowichan, es-
tamos trabajando por una organización horizontal. Apenas algo se pone 
un poco dif ícil, algunas personas empiezan a empujar por llegar al modo 
vertical. Pero logramos volver al horizontal. Ahora, con la ausencia de 
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Fritz, se ha tornado vertical. Organización. Organización intelectual en 
vez de organización organísmica. El hombre blanco no se da cuenta que 
su carga se la coloca él mismo sobre sus hombros. Luego educan a los 
demás, y éstos también ponen la carga sobre sus hombros.
“Esto es una máquina”. Veo la gran máquina moliendo a todas las 
personas que la han construido y que la colocan sobre sus hombros.
En la conferencia transcultural, el hombre que estaba hablando dejó 
de hacerlo (por unos minutos) cuando una muchacha india queestaba 
en el suelo súbitamente se tendió retorciéndose y quejándose. Le pre-
guntó a un indio: “¿Qué le pasa?”. El indio, sin dar muestras de preocu-
pación, respondió: “Su abuelo murió anoche”.
“¡Oh!”, dijo el conferencista. “¿Y ella también tiene alguna enferme-
dad?”.
“No lo creo”, respondió el indio.
No todos los hombres blancos han pasado por la Gestalt (o por algo 
parecido) como para saber el valor que tiene expresar la angustia en for-
ma organísmica (orgánica), a través de todo el cuerpo. Pero este hom-
bre, el orador, era el jefe de un centro indio en Estados Unidos y ¡eso era 
cuanto sabía sobre los indios! Una calle con tránsito en un solo sentido. 
Te inducimos para que entres en nuestra sociedad. No nos preocupa-
mos de aprender acerca de la tuya.
Un día una mujer que había trabajado con gran dedicación en la 
sección Bienestar de la Oficina de Asuntos Indígenas, escalando cerros, 
recorriendo quebradas, en busca de personas a quienes ayudar, al final 
de su carrera cuando estaba por jubilar, se sentó junto a la cocina suje-
tándose la cabeza a dos manos y declaró con cierta tristeza, desazón y 
asombro: “Y después de todo esto, aún no logro entenderlos”.
En mi lenguaje, y por lo que observé, ella quiso decir: “De cualquier 
forma que los trate, ellos no hacen lo que yo les digo. No he descubierto 
ninguna manera de obligarlos a parecerse a mí”.
Unos meses antes la había escuchado expresarse con indignación 
acerca de una muchacha navajo que trabajaba en su oficina. “Dijo que 
no le gustaba como estábamos haciendo las cosas. Le contesté: ‘Eso a ti 
NO te incumbe’. Ella respondió: ‘Pero si ésta es mi gente’. Yo le respondí: 
‘Eso no tiene NADA que ver’”.
La organización vertical es una máquina, y los individuos que se 
quedan dentro de ella se convierten en pequeñas máquinas dentro de la 
gran máquina y no entienden a las personas que se resisten a convertirse 
en máquinas.
Lo sé. La mujer de Bienestar tampoco me entendía a mí.
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Tampoco comprendía el profesor de los hopis, que se divertía mu-
cho; ambos lo pasaban muy bien contándose sus penas, el profesor y la 
trabajadora social. Yo lavaba los platos, tratando de oír lo menos posi-
ble de esa conversación. “Los indios son tan estúpidos” (¿cómo se puede 
ayudar a personas que uno siente que son estúpidas?), “Los indios son 
tan malagradecidos”. Y así continuaron. Cuando llegó el momento en 
que decían: “¡Son tan maleducados!”, “Ya lo sé. ¡No saben dar las gracias!”, 
no me pude quedar al margen de la conversación. “¿No es verdad, aca-
so”, pregunté (sabiendo perfectamente que estaba en lo cierto, como si 
la gente de la Oficina de Asuntos Indígenas fuera la única que sabe algo 
acerca de los indios), “que tampoco se dan las gracias entre ellos?”. (Me 
encanta no tener que dar las gracias y ojalá no lo hiciéramos nunca).
El profesor de los hopis me miró y dijo: “No, no lo hacen. Son muy 
maleducados”.
(“Y después de todo, aún no los comprendo”).
Después de eso me quedé seca. Siento ahora que no hay más agua 
en el pozo; no hay más que escribir. Podría volver atrás y mirar lo que he 
escrito y tomar algunos hilos para continuar. No tengo ganas ni me pre-
ocupa. Tengo curiosidad por saber con qué cosa voy a despertar en la 
mañana. En este momento siento que la mañana no va a producir nada, 
debido a que no hay nada que deba ser producido. Siempre puedo ir y 
venir y ver qué pasa. Siempre ocurre algo.
Los prismas de mi ventana aún están vivos con los colores que se 
reflejan en el marco. ¿De dónde provienen? Una pequeña ciudad de lu-
ces, reflejos y colores. ¿Cómo sería vivir en ese mundo? Creo que me 
cansaría luego.
A la mañana siguiente: anoche soñé que recibía una carta de Bertrand 
Russell. Me decía que había leído las primeras seis páginas de Persona 
a Persona y que tenía muchas ganas de conocerme. Me dolió que no re-
cordara que durante tres años fuimos muy amigos. Me decía que venía 
por primera vez a Estados Unidos. Con esto ya no me sentí tan ofen-
dida, porque tampoco recordaba que ya había estado antes en Estados 
Unidos. Pero aún me sentía dolida, porque nuestra vida juntos me pa-
recía más memorable que Estados Unidos. Me decía que tenía un poco 
de miedo de venir. Siempre le tuvo un poco de miedo a este país. En esa 
época, yo no le temía.
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Me está gustando la lluvia. He estado sentada aquí, gozando de ella 
sin darme cuenta que eso me estaba ocurriendo. Hoy puedo divisar la 
primera hilera de colinas al otro lado del lago, cubierta de árboles. Las 
montañas más lejanas no están. Por supuesto que sé que están ahí, pero 
para mí ahora no están. El paisaje ha cambiado. Estoy viviendo en un 
mundo más pequeño. Me siento cómoda en él.
Pienso que no podré trabajar este fragmento del sueño al modo 
gestáltico. Lo que “pienso” por lo general es una mentira. Entonces me 
digo (otra mentira) que no veo cómo puedo hacerlo sola y que tendré 
que esperar a que Fritz regrese y ver qué puede hacer conmigo y con 
mi sueño. ¿Y tal vez demostrarle que está (un poco) equivocado acer-
ca de la Gestalt? Este rencor dentro de mí por demostrarle a Fritz que 
está equivocado, es pequeño, ocasional y no muy fuerte, porque sé que a 
Fritz tampoco le gusta su arrogancia y, junto con ella, es hermosamente 
humilde. Esta es la “mansedumbre” de que hablaba Jesús, que tanto des-
preciamos porque en el diccionario significa: piadoso, humilde, sumiso, 
sumiso a las injurias y cosas por el estilo. No nos gusta el significado que 
nosotros le damos a la palabra y con justa razón. Pero acérquense a Jesús 
y a la traducción de la Biblia y verán que la palabra significa sencilla-
mente “suave y gentil”.
Acá cada uno se prepara su propio desayuno. Al principio la excep-
ción era Fritz. Kay, a quien se le pagaba para que hiciera esto y otras co-
sas —a pesar de la idea de Fritz de que ésta fuera una comunidad donde 
nadie fuera remunerado para hacer cosas específicas—, le preparaba el 
desayuno a Fritz. Cuando Kay se fue, yo se lo preparé en dos oportuni-
dades, cuando aún me resultaba fácil. Al tercer día dejé de hacerlo. Le 
dije que esas dos mañanas había sido para ambos. Si lo hubiera hecho 
la tercera vez, hubiera sido sólo para él. Expresó comprensión y acepta-
ción, sin decir una palabra. (Si no tuviera cinco horas diarias de grupos, 
además de las otras cosas que hago, me gustaría preparar el desayuno 
para ambos —lo haría encantada— y rara vez sin ganas).
Ocasionalmente Fritz había dicho que no sabía nada de cocina y que 
nunca había aprendido a cocinar. El día que no le hice su desayuno, me 
dijo con suavidad: “Voy a aprender a prepararme mi propio desayuno”. 
Suave, gentil y neutro. Sin sufrimiento, sin regaños, sin orgullo. Le regalé 
una cafetera eléctrica y le llené el refrigerador con cosas que sabía que le 
gustaban, además de unas pocas cosas que yo pensaba que le gustarían. 
Desde entonces se prepara su propio desayuno. Este lugar le pertenece. 
Él lo compró. Lo que todos hemos logrado por el solo hecho de estar acá 
—somos alrededor de noventa personas— ha sido posible gracias a él. Él 
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es el fundador de la terapia gestáltica. Sin la propaganda habitual —sólo 
panfletos y por boca—, su nuevo libro, Sueños y Existencia, ha vendido 
20.000 ejemplares en seis meses. Fue condecorado este año en la con-
vención de la American Psychological Association (de la cual ni siquiera 
es miembro). Tiene 76 años. Es famoso por su arrogancia. Prepara su 
propio desayuno y está muy contento de poder cocinar los huevos co-
rrectamente sin usar reloj.
¿Cómo puedo trabajar el fragmento de un sueño en el cual una carta de 
Bertrand Russell aparece borrosa —en medio de la neblina—, en realidad 
no la veo, y su caligraf ía que conozco tan bien no está ahí, aunque parte 
del mensaje aparece claramente? Me parece imposible. Esto es mentira.Yo pienso (esa mentirosa) que es imposible. Yo sé que es posible. Si no 
hubiera nada ahí, Fritz me diría: “Sé, conviértete en lo que no hay ahí”.
Ya he trabajado un poco con este sueño a mi manera. Estuve mi-
rando las primeras seis páginas de Persona a Persona que Bertie dijo 
que había leído y por las cuales quería conocerme. Incluían el prefacio 
de Carl Rogers y mi introducción. ¡Pamplinas! ¿Qué puedo sacar yo de 
eso? Ésa no era la esencia del libro, ni la mía. Si hubiera leído la Curtain 
Raiser (obra que levanta el telón), habría sido diferente.
Estaba a punto de dejar de lado ese libro —que mi pensamiento lo 
dejara de lado—, pero conf ío en mis sueños. Leí esas seis páginas y des-
cubrí algunas cosas que había olvidado, con las que tengo que estar en 
contacto ahora. Leí muy rápido, pero volveré a leer esos pasajes. Son 
muy importantes para mi vida aquí en este momento.
Quiero continuar con esto... Creo que mi ego lo encuentra fascinan-
te, ya que mi sensación organísmica es de hambre, y “seguir ahora” está 
en contra de esto. Intelecto/ego/yo no son bastante fuertes para oponer-
me a mí misma. Dejo la máquina y me dirijo al frigorífico y a la cocina.
Debo haber ignorado el hambre durante un buen rato. Estaba apura-
da preparando cosas simples como huevos y tostadas. Una sensación de 
prisa cuando no había ninguna. Me sentí débil. No me había detenido a 
tiempo. Si hubiera surgido una emergencia, habría sido un desastre. Por 
suerte no ocurrió —y por lo general no ocurre, desde luego—, pero vivir 
alerta ante una eventual emergencia (sin anticiparse) es vivir. La comida 
estuvo buena anoche. Los huevos se cocieron demasiado esta mañana.
¡Qué rico es el jugo de naranja fresco! Lo disfruto desde que toma 
contacto con mis labios y mi boca hasta que pasa por el tubo por donde 
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bajan las cosas al estómago. Ahí pierdo contacto. Preferiría tomar jugo 
de naranja fresco de vez en cuando que tomar todos los días esa cosa 
congelada. Con la mayoría de nuestros alimentos, hoy en día, lo mejor 
que podemos hacer es tragarlos y olvidarlos, que, por lo demás, es lo 
que hace la mayoría. Canadá aún no está tan mal en esto como Estados 
Unidos, pero va por ese camino. No sé qué ocurrió primero: si tra-
gar y olvidar, o la comida basura, pero tenemos que detener la espiral 
y comenzar a dirigirla en otro sentido. No creo que se logre con leyes 
ni programas ni planes. Cada hombre tiene que hacerlo por sí mismo. 
Entonces sucede. No tengo que empujar a otras personas a hacerlo, sen-
cillamente lo hago yo misma. Entonces he hecho mi parte, y mi parte es 
todo lo que tengo que hacer. Ir más allá es fantasía, lo que conduce al 
agotamiento.
A Bertie no le gustaba “América”. En una oportunidad dijo que le gus-
taba más esa vez que la anterior. Cada vez que llegaba, se metía en un 
torbellino dentro de sí mismo que duraba varios días, una especie de 
confusión.
Lo que más le gustaba era la costa irlandesa de Connemara, donde ex-
perimentaba algo para lo que tenemos tantos nombres; pero todos sue-
nan vacíos, así que no los nombraré. De hecho, es innombrable. En todo 
caso, en esa costa áspera y tormentosa (como él la describía —yo nunca 
he estado ahí—) se sentía en contacto tan íntimo con el universo, que 
sentía que todo lo que hacía en su vida diaria era vacío, trivial, algo que 
no valía la pena. Como tomar una hormiga de un planeta.
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O como yo cuando era editora en la Universidad de Nuevo México. 
Los autores-profesores (que tardaban años en escribir un manuscrito de 
100 páginas) comenzaban a apurarme tan pronto como su manuscrito 
era aceptado para su publicación. Si ya estaba trabajando en él. Si ya lo 
había llevado a la imprenta. Cuándo saldría. Empujar. Empujar. Empujar. 
Por lo general lograba resistirme, pero no lo suficiente. A veces perdía 
terreno y me descubría empujando más que ellos. De pronto, explosión. 
Me hallaba a la vez dentro y fuera de mí. Sentada ahí en el escritorio 
estaba mi yo hormiguita, sabiendo sólo del manuscrito que estaba edi-
tando y tomando con tanta seriedad. Y aquí estaba el gran yo, disfru-
tando todo este maldito y glorioso planeta en el que nací. ¡El absurdo 
del yo hormiga! Me reí. Me seguí riendo. Qué ridícula era yo, sentada 
ahí tomando en serio un montón de palabras y tomando en serio la va-
nidad (o el ego) de los hombres para los cuales era tan importante hacer 
publicaciones. Sentía ganas de zarandear a todo el mundo y gritarles: 
“¡DESPIERTEN!”. Si hubiera podido GRITARLO desde una montaña, 
habría sido mejor aún. En qué cantidad de fantasías escabrosas había 
gastado mi vida, pensando que eran reales. El universo era yo, y yo el 
universo. (¿Por qué usamos mayúscula para Yo (yo = I en inglés) y mi-
núscula para mí/me? No es una pregunta para ser respondida, pero me 
siento bien formulándola, como abriendo algo que antes había estado 
cerrado y sin una profesora que me diga: “Así es, de modo que tendrás 
que aprenderlo y deja de interrumpir la clase”).
La luz de la lámpara brilla sobre la máquina de escribir, el color celeste 
brilla, desvaneciéndose al alejarse de la lámpara. La sombra de la ma-
nilla del carro se mueve lentamente y luego se desvanece. La lucecita 
naranja que indica que el motor está funcionando (como si no pudiera 
oírlo —sin tener ojos, podría sentir las vibraciones—) está de un tono 
naranja muy fuerte, más fuerte que la máquina misma. Las manos están 
tocando las teclas. Al percatarme, mis manos se vuelven más suaves de 
lo que eran, más delicadas, usando justo la presión necesaria para mo-
ver las teclas, nada más, y entonces no hay rebote en mi contra. Es más 
como música. Me siento en armonía. Incluso el golpeteo de las teclas 
contra el rodillo parece suavizarse junto conmigo, sin resistir. A través 
de mi cuerpo y de mi cara hay una sensación de risa —no es una risa 
estruendosa—, es suave y cosquilleante, como plumas. Yo soy mi propio 
hacer.
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28 No Empujes el Río (Porque Fluye Solo)
Caminando por los muelles de Cornwall, cada vez que llegábamos a un 
portón, Bertie lo abría y, mientras lo hacía, yo trepaba por encima de la 
reja. Al abrir la cuarta puerta, me dijo: “No creerás que estoy abriendo 
estas puertas para mí, ¿verdad?”.
Sentí vergüenza.
Pero si no estaba abriendo las puertas para él, ¿por qué no me seguía 
por encima de la reja?
Ya entonces era un hombre viejo, tenía 55 años. Ahora es un ancia-
no de 90 y ya no sé qué piensa acerca de las cosas.
En ese tiempo me parecía tan importante saber con cuál de los dos 
hombres que yo amaba me casaría. Treinta años más tarde, me parece 
que habría dado lo mismo. No me lo puedo explicar. Aún me parece que 
es así... Habiendo escrito esto, no puedo explicarlo; comencé a pensar 
en una explicación, tratando de encontrar una. ¿Qué importa si encuen-
tro o no una respuesta? Aunque fuera una respuesta verdadera. ¿De qué 
me serviría? El ego se inflaría un poco por su astucia, eso sería todo... 
Gracioso. En ese momento me parecía así. Me compliqué mucho deci-
diendo y pensaba que realmente debía ser capaz de escoger. De modo 
que elegí e inventé razones para justificar mi elección.
Mi primer marido era diferente. Fue un error del cual me salí. Fue 
la mejor decisión que he logrado deshacer. No quiero decir que fuera 
“malo”. Simplemente no era la persona indicada para mí.
Mi sueño. Mmm. Todavía me resisto a trabajarlo en forma gestáltica. 
No sé en qué consiste esta resistencia. No me siento amenazada. Siento: 
“Oh, ¡muy complicado!”. “¿Y para qué?”. Me doy cuenta que ahora está 
lloviendo más fuerte. Se me cierran los ojos como si estuviera soñolien-
ta. Bostezo —un bostezo grande y agradable; ahora que sé que es bueno, 
no lo ahogo so pretexto de ser algo “vulgar”.
No es más fácil escribir a máquina que trabajar un sueño. Es más fá-
cil, cuando estoy con sueño o cansada,

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