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Cuando el hombre encontro al perro - Konrad Lorenz

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Cuando el hombre encontro al perro www.librosmaravillosos.com Konrad Lorenz
Gentileza de Guillermo Mejía 1 Preparado por Patricio Barros
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Reseña
A modo de continuación de los fascinantes relatos recogidos en Hablaba con las
bestias, los peces y los pájaros (Fábula 116), este libro está dedicado al animal que
más creemos conocer y sobre el que, no obstante, tantas cosas nos quedan aún por
descubrir: el perro. Konrad Lorenz nos conduce aquí hasta los orígenes del
«encuentro» entre el hombre y el perro, cuando se estableció la relación entre
nuestros antepasados y el chacal y el lobo. Estos orígenes han influido en todas las
formas complejas de comunicación, obediencia, odio, fidelidad y neurosis que ha ido
configurando la historia entre amo y perro. Recurriendo a casos con los que él
mismo se había encontrado, Lorenz ilumina todo el arco de la «canidad» con la
gracia de un verdadero narrador, con la precisión y la sutileza de un científico que
abrió nuevos caminos precisamente en la investigación de estos temas, y con la
fértil inteligencia de un pensador que supo arrojar luz sobre los problemas
humanos.
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Índice
Prologo
1. Cómo ocurrió o pudo ocurrir
2. Las raíces de la fidelidad al amo
3. Educación
4. Usos y costumbres caninos
5. Perro y amo
6. Perros y niños
7. Consejos en torno a la adquisición de un perro
8. Acusación a quienes se dedican a la Cría de perros
9. Gato falso; perro mentiroso
10. Paz en el hogar
11. Barreras
12. Conflictos a causa de un pequeño dingo
13. Lástima que no hable; lo entiende todo
14. Obligación moral
15. Días caniculares, días de perro
16. El animal y su conciencia
17. La fidelidad y la muerte
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Prologo
Konrad Lorenz, investigador y profeta. La personalidad de Konrad Lorenz es
sobradamente conocida para intentar ahora presentársela al lector de lengua
castellana. No obstante, hemos considerado oportuno hacer un resumen sucinto de
su vida y su obra a fin de definir su trayectoria como investigador y pensador, fijar
su posición actual y, en última instancia, situar su libro Cuando el hombre encontró
al perro en el largo y amplio contexto general de su plural e intensa actividad.
El hombre y su obra. Konrad Lorenz nació en el año 1903 en Viena, donde,
respondiendo a los deseos de su padre, cursó estudios de Medicina y,
posteriormente, de Filosofía; en 1937 es nombrado catedrático de Anatomía
comparada y Psicología animal por la universidad de su ciudad natal; ya iniciada la
Segunda Guerra mundial pasa a la universidad de Königsberg, Prusia Oriental, como
ordinario de Psicología general, según parece, gracias a los buenos oficios de Eric
von Holst, amigo suyo. Al producirse el hundimiento del III Reich, Lorenz es hecho
prisionero por los rusos y permanece en un campo de concentración hasta 1948,
año en que es liberado. Tenía entonces 45 años, y cuentan que se presentó en su
antigua patria con un estornino en una jaula que él mismo había construido con
varas de mimbre.
Tras desempeñar diversos cargos docentes, en 1956 es nombrado director jefe del
Instituto “Max Planck”, situado en un paraje idílico conocido con el nombre de
Seewiesen, en la Alta Baviera. Allí Lorenz lleva a cabo sus estudios en torno a la
Psicología del comportamiento. En 1973 le es concedido el Premio Nobel por su
labor como investigador, pese a las presiones hostiles de ciertos grupos,
especialmente americanos, de inspiración sionista que no están conformes con
algunos escritos y, sobre todo, con la actitud adoptada por Lorenz bajo el
nacionalsocialismo hitleriano (actitud que el propio Lorenz lamentará, después,
profundamente). Este mismo año tiene que abandonar la dirección del Instituto
“Max Planck”, en Seewiesen, al parecer un tanto contra su voluntad.
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Desde entonces, Konrad Lorenz vive con su familia en una espaciosa casa de
Altenberg, pequeña aldea situada a orillas del Danubio, no lejos de Viena, donde
continúa sus trabajos de investigación.
Lorenz es autor de una copiosa bibliografía acerca del comportamiento animal y
cuestiones filosóficas en general, integrada por media docena de obras de denso
contenido y un sinfín de disertaciones, conferencias y trabajos en formato menor
sobre problemas concretos del conocimiento, el aprendizaje y la agresión, en los
que recoge el fruto de su constante e infatigable actividad como investigador y
pensador.
En sus escritos, lo mismo que en sus declaraciones verbales, Konrad Lorenz se
confiesa darwinista convencido -socialdarwinista, si se prefiere-, evolucionista serio
y honesto. A nuestro entender, es esta premisa, hija de una actitud que Lorenz
adopta cuando todavía es un joven estudiante, la que, después, determinará su
postura general ante la naturaleza viva y ante el hombre, entendido como parte
integrante, como elemento de enlace e incluso como proyección última y suprema
de aquélla.
Su actividad se desarrolla de manera especial en el campo de las ciencias empíricas
y su herramienta de trabajo fidelísima es la observación directa de los fenómenos
naturales y psicológicos. Como pionero, y no fundador en sentido estricto, de la
Etología, o ciencia del comportamiento comparado, Lorenz viene realizando una
labor cuya dimensión auténtica sólo futuras generaciones podrán determinar con
precisión. Y, no obstante, sería incorrecto afirmar que Lorenz ha creado o elaborado
un cuerpo doctrinal orgánico, coherente y bien estructurado. Lo que en realidad ha
hecho no ha sido sino ir exponiendo, en ocasiones con deliciosa ingenuidad, el
resultado de sucesivas observaciones. Después se ha comprobado que estas
observaciones suyas guardaban entre sí una relación más o menos estrecha y que
algunas de ellas incidían sobre disciplinas esencialmente especulativas, a la vez que
ponían en entredicho más de un principio tenido por inamovible hasta entonces.
En su labor investigadora, Lorenz arranca de los animales inferiores para llegar al
hombre, al que no tiene el menor reparo en aplicar deducciones extraídas de su
constante observación del reino animal, de la misma forma que, antes, tampoco
mostró reparo alguno en aplicar al animal todo ese complejo de conceptos que giran
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en torno a la psique, considerada convencionalmente atributo específico y privativo
del hombre. Es por esto que la adopción del término Psicología animal como
sinónimo de Etología, o ciencia del comportamiento comparado, no deberá
entenderse como error grosero por involuntario, sino más bien, como exponente de
una manera particular (no queremos entrar en si errónea o no) de afrontar el tema
de la psique y su varia fenomenología.
Lorenz se dedica a observar las acciones y reacciones de sus animales -gansos
grises, grajillas, gatos y perros- y, después, nos narra sus visiones en un lenguaje a
primera vista de profano, cuando, en el fondo, responde al ferviente deseo de
sinceridad de un hombre que ha llegado a identificarse con el tema tratado.
Al hablamos de una psique animal, de los deseos y apetencias, de los miedos y
temores, de las inhibiciones y represiones, de los afectos y sentimientos de sus
perros, Lorenz incurre en ese antropomorfismo decididamente ingenuo,
intencionadamente infantil, que le reprochan algunos de sus detractores.Pero en
ningún caso puede decirse que se trata de un hijo natural de la ignorancia, como
tampoco de un recurso fácil, sino que estamos ante una actitud amorosa,
consciente, plenamente deseada, para con toda la naturaleza viva.
Al no establecer distingo fundamental entre el animal y el hombre, Lorenz,
moviéndose, al principio, a lo largo de la línea marcada por Darwin, llega, después,
a conclusiones a menudo revolucionarias o, cuando menos, sorprendentes respecto
al hombre. Con un convencimiento que conmueve y aterra a un mismo tiempo, nos
confiesa que se resiste a ver en el hombre de hoy -en nosotros- la imagen definitiva
de Dios. El ha descubierto allá, en lontananza, un ser humano, hijo del hombre,
limpio de todos esos impulsos groseros -los instintos- que mueven a éste y le
emparenta de cerca con el animal, y, de repente, el investigador se convierte en
profeta, y el profeta proclama a los cuatro vientos con voz firme su mensaje
apocalíptico y esperanzador: "Nosotros somos el eslabón perdido -el missing link-,
tanto tiempo buscado, entre el animal y el hombre auténticamente humano".
Esta visión del homo sapiens linneano como eslabón de esa cadena que va del simio
al Hombre del futuro es la clave para comprender la postura de Konrad Lorenz ante
la vida en su plural fenomenología, su vocabulario antropomorfista y su constante
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búsqueda hacia atrás y hacia adelante o, lo que es igual, su doble dimensión de
investigador y profeta.
Alguien ha dicho de él que es uno de esos hombres que aparecen de tarde en tarde
en el mundo para recomendarnos prudencia y dar respuesta a muchas de las
incógnitas que tiene planteadas esta doliente humanidad nuestra.
Cuando el hombre encontró al perro. En la investigación histórica, el hombre
intenta llegar retrospectivamente al momento, y su situación, en que actuó la causa
primigenia de un acontecer cuyos resultados tiene ahora ante él. Se trata, pues, de
una labor difícil y prolija en la que el método y la intuición desempeñan papeles
decisivos. Hay que ir acumulando información de toda índole para, después,
ordenarla, y una vez ordenada, tratar de interpretada de forma que en la trama
argumental resultante encajen a la perfección todos los datos y puntos de referencia
de que se dispone. Pero aun en el caso de que se consiga esto, tampoco se tiene la
seguridad de que, en efecto, el proceso evolutivo siguiera el camino apuntado por
una interpretación concreta, en apariencia correcta, ya que a una situación dada se
puede llegar, al menos en teoría, por varios caminos distintos. O, dicho en otras
palabras: el hombre no está en condiciones, hoy por hoy, de copar la totalidad de
los componentes que concurrieron en un proceso evolutivo cualquiera.
Lo dicho explica la prudencia, la ponderación, la modestia incluso de que hace gala
Konrad Lorenz al hablamos del momento histórico y la forma en que surgió la
amistad entre el hombre y el perro. Lejos de pontificar, nos dice humildemente
cómo ocurrió o pudo ocurrir este hecho singular.
Nos encontramos en el paleolítico; el hombre vive en pequeñas comunidades
trashumantes, escoltadas de día y de noche por manadas de chacales que se
mantienen siempre a prudente distancia. En un momento dado, el hombre descubre
la utilidad del chacal (canis aureus), padre de nuestro perro doméstico de hoy, y se
gana su compañía, primero, y su amistad, después. A partir de ahora, el chacal será
su guía y compañero inseparable.
El hecho reviste una importancia extraordinaria si tenemos en cuenta que se trata,
a buen seguro, de la primera vez que un animal -el hombre- pone a su servicio otro
-el perro- mediante un convenio tácito que redunda en beneficio de ambos.
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El proceso de domesticación del perro descendiente del chacal, así como del otro,
menos abundante, hijo del lobo nórdico, se consuma en compañía del hombre,
quien fomenta el cruce de razas y contribuye así a la aparición de ejemplares de
gran utilidad para él en su actividad de cazador. El hombre educa al perro para
obtener de él un beneficio, y el perro se somete de buen grado a esta educación. De
hecho, en este convenio, el perro también sale ganando, pues obtiene la protección
de un ser superior y, si es cierto que sus instintos se debilitan, también lo es que
aumenta considerablemente su capacidad intelectiva. (Por otra parte, este mismo
proceso, mutatis mutandis, se inició antes en el hombre).
Aunque Lorenz distingue, por razón de su origen, entre el perro descendiente del
chacal y del lobo nórdico, insiste en que a estas alturas no cabe hablar de
subespecies definidas, sino únicamente de ejemplares concretos en los que
predomina o bien la sangre de chacal o la de lobo. El chacal se hace sumiso, el lobo
sigue siendo agresivo, pero, al mismo tiempo, posee un sentido comunitario mucho
más acusado, pues sabe muy bien que sin el concurso de sus compañeros no puede
hacer frente a sus enemigos ni abatir las presas que necesita para subsistir.
Y, en llegando a este punto, Lorenz salta del neolítico a nuestros tiempos, para
referirnos sus experiencias con perros criados por él mismo en su casa de
Altenberg. El escenario ha cambiado radicalmente, sus actores también, pero
parece como si Lorenz, sin decírnoslo, quisiera que comprendiéramos que de la
misma forma que el perro casero es descendiente del chacal salvaje, él, el
investigador, lo es del hombre paleolítico.
El relato cobra ahora la ingenuidad de quien ha llegado a sorprender el alma de los
animales, a hablar con ellos, a entender sus reacciones y su comportamiento a
través de la convivencia y la observación, siempre en un clima de amor hacia todo
ser viviente. Pero si el relato tiene el encanto de lo ingenuo, Lorenz se encarga de
recordarnos, en un momento dado, que no ha renunciado, ni mucho menos, a su
idea directriz de observar y extraer conclusiones científicas. Por eso, si su actitud
está presidida por el amor, su objetivo es siempre el conocimiento.
Ramón Ibero
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Gentileza de Guillermo Mejía 9 Preparado por Patricio Barros
Capítulo 1
Como ocurrió o pudo ocurrir
Por entre la alta hierba de la estepa avanzan algunos seres humanos; se trata, en
realidad, de una pequeña manada de cuerpos desnudos, salvajes. Los más
empuñan lanzas con punta de hueso, alguno va armado incluso con arco y flecha.
Aunque en lo físico recuerdan a los seres humanos de hoy, su comportamiento tiene
un algo de animalesco; sus ojos oscuros se mueven, inquietos y miedosos, como los
de una alimaña huidiza que se sabe acosada. No son hombres libres, señores de la
tierra, sino criaturas débiles para las que en cada matorral se esconde un peligro,
una amenaza.
Todos están visiblemente abatidos. No hace mucho, tribus más fuertes los obligaron
a abandonar su primitivo territorio de caza y marchar, a lo largo de la estepa, hacia
occidente, hacia una tierra desconocida, donde los depredadores abundan mucho
más que en su antiguo territorio. Por si fuera poco, hacía algunas semanas, el
veterano y avezado cazador que dirigía el grupo fue muerto por un tigre de dientes
como cuchillos. Y el hecho de que, después, la fiera cayera abatida por una lanza
era flaco consuelo en la desgracia.
Con todo, la mayor tortura a que se veía sometida la pequeña horda humana
provenía de la falta de tiempo para descansar y dormir. En la tierra en que habían
vivido hasta entonces -su antigua patria-, acostumbraban a dormir, todos juntos, en
torno a una hoguera, escoltados, a cierta distancia, por los molestos chacales; pero,
al menos, estos animales les servían de centinelas, pues con sus aullidos
denunciaban la proximidadde cualquier otra fiera. Sin embargo, se advertía
claramente que aquellos seres primitivos no eran conscientes del servicio que los
chacales les prestaban; por eso, cuando alguno de éstos se acercaba demasiado a
la hoguera, lo ahuyentaban a pedradas, nunca a flechazos, pues tal medida hubiera
constituido un despilfarro.
La horda sigue avanzando, abatida y silenciosa. Pronto se hará de noche, y aún no
ha dado con un sitio adecuado donde acampar, hacer fuego y, por último, asar en él
el magro botín de la jornada: los restos de un jabalí, abandonados por un tigre ya
harto.
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Gentileza de Guillermo Mejía 10 Preparado por Patricio Barros
De repente, como gamos que husmean el aire, Iodos levantan la cabeza y la
vuelven instintivamente en la misma dirección; han oído un ruido, un ruido que sólo
puede proceder de una fiera con recursos suficientes como para defenderse, pues
las más débiles han aprendido muy bien a permanecer inmóviles a la primera señal
de peligro. Y de nuevo se deja oír el ruido. Sí, es el aullido de un chacal. Como
movida por una extraña sensación, la horda se detiene y presta oído al saludo, que
parece llegado de tiempos mejores y menos azarosos. Entonces, el cabecilla del
grupo, un hombre joven de frente despejada, empieza a hacer algo que los demás
no comprenden: arranca un trozo de carne del jabalí y lo arroja al suelo. Existe el
peligro de que los demás se enfurezcan, pues, en definitiva, no están tan sobrados
de alimento como para ir tirando la carne por la estepa. Es muy probable que
tampoco el joven caudillo sepa exactamente por qué lo hace; a buen seguro que se
trata de una medida instintiva, con la que pretende que los chacales se acerquen al
grupo. Por eso, él sigue arrojando al aire trocitos de carne. Como puede
comprenderse, los otros toman aquello por una broma de mal gusto, y el cabecilla
sólo a duras penas consigue dominar la agresividad de sus compañeros
hambrientos.
Pero, al fin, todos están sentados de nuevo en torno a la hoguera, y, una vez
saciada el hambre, la paz renace entre ellos.
De pronto se vuelve a escuchar el aullido de los chacales. Parece que éstos han
encontrado los trozos de carne dejados sobre la hierba y, siguiendo el rastro, se van
acercando al campamento. Un hombre se queda entonces mirando al jefe de la grey
con una interrogación en la mirada, luego se pone en pie y se aleja hasta allí donde
alcanza el resplandor del fuego para dejar algunos huesos sobre la tierra. Todo un
acontecimiento: por primera vez, el hombre da de comer a un animal que le es útil.
Esta noche, la grey humana podrá dormir tranquila, pues los chacales, que rodean
el campamento, son centinelas fieles. A la mañana siguiente, cuando sale el sol, los
hombres están repuestos y satisfechos. En lo sucesivo no se arrojarán más piedras
contra los chacales.
Han transcurrido muchos años, las generaciones se han ido sucediendo. Los
chacales se han vuelto mansos y ya no temen al hombre. Ahora rodean en grandes
manadas los parajes donde habitan los seres humanos, los cuales ya son capaces
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Gentileza de Guillermo Mejía 11 Preparado por Patricio Barros
de abatir ciervos y caballos salvajes. Pero también los chacales han cambiado su
manera de vivir: si en otro tiempo sólo cazaban de noche y de día descansaban
escondidos en la espesura, ahora los más robustos e inteligentes se han convertido
en animales diurnos y acompañan al hombre en sus cacerías.
Y, así, puede ocurrir que un día la horda humana haya dado con el rastro de una
yegua salvaje que, preñada y, además, herida por una flecha, no consigue escapar
a sus perseguidores. Los cazadores están muy excitados porque de un tiempo a
esta parte viene escaseando la comida, y también los chacales que les siguen están
más hambrientos que de costumbre, pues, como no podía ser por menos, la
mayoría de veces no queda nada para ellos de la comida de los hombres.
La yegua, debilitada por el peso de la maternidad y por la pérdida de sangre,
recurre a una estratagema antiquísima, innata a su especie: hace una “regresión”,
quiere decirse, vuelve sobre sus pasos durante un trecho equivalente a varios
kilómetros y, en llegando a un paraje boscoso, tuerce con decisión a la derecha.
Con harta frecuencia, este recurso instintivo ha privado al cazador de su presa.
También ahora, los cazadores se detienen, perplejos, allí donde, sobre el duro
terreno de la estepa, parecen terminar las huellas.
Los chacales siguen a los hombres a prudente distancia, pues aún no se atreven a
acercarse a aquellos bulliciosos y excitados cazadores. Y siguen el rastro del
hombre, no el de la presa. Se comprende que el chacal no puede tener interés
alguno en seguir las huellas de un caballo salvaje al que nunca dará alcance ni
conseguirá abatir. Pero estos chacales se han acostumbrado a devorar trozos de
animales grandes muertos por el hombre; por este motivo, aquel olor ha terminado
por cobrar para ellos un significado nuevo y muy particular: los chacales han
establecido una rígida conexión mental entre el fuerte olor a sangre y la perspectiva
inminente de una presa.
Hoy, los chacales están particularmente excitados y hambrientos; el olor a sangre
fresca es intenso, y, así un hecho totalmente nuevo tiene lugar en las relaciones
entre el hombre y sus acompañantes. La vieja hembra de hocico gris, guía
ideológico1 de la manada, advierte algo que había escapado a la atención de los
seres humanos: que el rastro de sangre se desvía a la derecha. Llevada de su
1 En el original: die seelische Eigenart. (N. del T.)
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instinto, la hembra tuerce en aquel punto y, tras ella, toda la manada. Mientras
tanto, los hombres han comprendido que la presa ha dado la vuelta y se deciden a
hacer otro tanto. Así que llegan al punto de desvío, oyen los aullidos de los chacales
y al momento descubren las huellas que la jauría ha dejado en la hierba de la
estepa. Y, de este modo, queda establecido, por primera vez, el orden en que
hombre y perro persiguen la presa: primero, el perro; después el cazador. Los
chacales consiguen dar alcance a la yegua antes que los cazadores y empiezan a
acosarla en círculo. Cuando los perros acosan a un animal salvaje más corpulento,
está claro que el siguiente mecanismo psicológico desempeña una función esencial:
el animal perseguido -sea un ciervo, un oso o un jabalí- que huye del hombre, pero
que sin duda alguna estaría dispuesto a presentar batalla al perro, olvida a su
enemigo más peligroso, llevado de la rabia que le produce verse acosado por un
enemigo pequeño y atrevido. El cansado caballo salvaje, que sólo conoce al chacal
como perro ladrador y cobarde, se apresta, enfurecido, a la defensa y trata de
golpear con una pata delantera a todo aquel que osa acercarse demasiado.
Resoplando con fuerza, empieza a girar en redondo, pero no reanuda la huida. Los
hombres oyen ahora el aullar de los chacales, que llega siempre de un mismo
punto; a una señal del jefe, los cazadores se abren en abanico y cercan la presa.
Por un momento parece como si los chacales, entre sorprendidos y asustados,
fueran a escapar en desbandada, pero en seguida se calman al apercibirse de que el
acoso no va dirigido a ellos. La hembra de pequeña estatura que dirige la manada,
ya no muestra el mínimo temor y ladra, envalentonada, a la yegua salvaje; luego,
cuando ésta cae atravesada por un venablo, hunde con saña sus dientes en el cuello
de la víctima v, sólo en el momento en que el jefe de la horda humana se inclina
sobre la bestia muerta, se retira hacia atrás. El jefe, acaso descendiente remoto del
primer hombre que tiró un trozo de carne a los chacales, abre el vientre aún
palpitantede la yegua, tira de un trozo de intestino, lo corta y, sin mirar al chacal
(en un gesto de suprema astucia intuitiva), lo lanza, no directamente a la bestia,
sino a un lado, cerca de ella. La hembra de pelo grisáceo se aparta asustada, pero
como el hombre no hace movimiento amenazador alguno antes bien lanza uno de
aquellos rugidos amistosos que los chacales conocen de sobras por haberlos oído
mil veces en tomo a la hoguera del campamento, se abalanza con avidez sobre el
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trozo de tripa. Luego; mientras se aleja, mueve la cola con rápidos y cortos
impulsos laterales, al tiempo que va engullendo la presa que atenaza con los
dientes y echa furtivas miradas al hombre. Por primera vez, un chacal ha movido la
cola en señal de agradecimiento a un ser humano; con ello se daba un paso más
hacia la aparición del perro doméstico.
Los animales, aunque sean tan inteligentes como los depredadores caninos, no
adoptan nunca una actitud totalmente nueva en su comportamiento, llevados de un
impulso repentino, sino, más bien, a través de esquemas de asociación mental que
se van formando en ellos al vivir de forma reiterada una misma situación. Y, así, es
muy posible que transcurran meses enteros hasta que la hembra vuelva a guiar al
cazador siguiendo las huellas de un animal herido que recurre a la estratagema de
la "regresión". Y tal vez será un lejano descendiente suyo el primero que, de forma
regular y consciente, guíe a los cazadores y acose a la presa.
Parece ser que el hombre empezó a construir moradas estables en la fase de
transición del paleolítico al neolítico. Las primeras viviendas de que tenemos
conocimiento son los palafitos, construidos, por motivos de seguridad, en lagos, ríos
e incluso en el mar Báltico. Sabemos que por entonces el perro era ya un animal
doméstico. El llamado "perro de las turberas", pequeño de cuerpo y parecido al lobo
de Pomerania, un cráneo del cual se ha encontrado entre los restos de palafitos
levantados en la región báltica, denuncia a las claras que procede del chacal dorado,
pero no por ello se deben pasar por alto los indicios de una auténtica domesticación.
Lo esencial aquí es que, por entonces, a orillas del Báltico no había ya chacales
salvajes, los cuales, durante el período pleistocénico, debieron ser sin duda más
numerosos que hoy. Esto significa que fue probablemente el hombre quien en su
marcha hacia el norte y el oeste llevó hasta las costas bálticas manadas de chacales
ya semidomesticados o, muy posiblemente, perros en avanzada fase de
domesticación.
Cuando el hombre empezó a construir su hábitat sobre estacas clavadas en zonas
cubiertas por las aguas y, asimismo, fabricó la piragua, se produjo sin duda alguna
un cambio en las relaciones entre él y sus acompañantes de cuatro patas, pues
ahora éstos no podían ya cercar por los cuatro costados el hábitat humano. Cabe
suponer que el hombre entonces, justo en el período en que pasó a vivir en
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palafitos, tomara consigo algunos ejemplares de chacal particularmente mansos,
todavía no domesticados por completo pero, en cambio, excelentes cazadores y,
como tales, de gran valor para él, y los convirtiera en "animales domésticos" en el
verdadero sentido del término.
Aún ahora podemos descubrir distintas situaciones con respecto al perro con sólo
pasar de un pueblo a otro. La situación más primitiva es aquella en la que un gran
número de perros merodea en torno al poblado humano permaneciendo, sin
embargo, en una relación relativamente poco estrecha con el hombre. Otra
situación la encontramos en cualquier aldea europea: unos cuantos perros
pertenecen a una determinada casa y están vinculados afectivamente a un amo. Se
puede pensar que esta relación se empezó a desarrollar con la construcción de los
primeros palafitos. Aquí, el menor espacio para alojar a los perros, así como el
menor número de éstos, favoreció naturalmente la endogamia y, en consecuencia,
aquellas mutaciones hereditarias que han dado origen al animal doméstico en
sentido estricto. Dos hechos avalan esta hipótesis: en primer lugar, el perro de las
turberas, de cráneo más redondeado y hocico más romo, es sin duda una variante
domesticada de chacal dorado; en segundo lugar, se puede decir que sólo entre los
restos de palafitos se han encontrado huesos de este tipo. Los perros de los
hombres que vivían en palafitos tenían que estar bastante domesticados como para
poder subir a una piragua, o atravesar a nado las aguas que separaban el hábitat
humano de la orilla y trepar luego por una pasarela. Un perro paria o semisalvaje
que merodeara en torno al poblado nunca se arriesgaría a hacer una cosa así. Yo
mismo tengo que hacer un auténtico derroche de paciencia para conseguir que un
cachorro de perro criado por mí suba a mi canoa o salte al estribo de un tren.
Probablemente, cuando los hombres comenzaron a vivir en palafitos, el perro era ya
un animal doméstico o se fue domesticando en el curso de aquel período. Cabe
imaginar que un día una mujer o una niña deseosa de “jugar a muñecas”, recogiera
un cachorro abandonado y lo criara en el seno de la familia humana. Tal vez aquel
perrito era el único superviviente de una camada devorada por un tigre. El perrito
gimotea, pero nadie se preocupa de él, pues en aquellos tiempos los seres humanos
tenían aún un corazón duro. Pero mientras los hombres cazaban en los bosques y
las mujeres se dedicaban a la pesca, una niña oyó los lastimeros ladridos y,
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siguiéndolos, encontró en una cavidad al cachorro; éste le salió al encuentro sin
temor, tambaleándose sobre sus patas aún indecisas, y comenzó a lamerle y a
chuparle las manos que la niña le tendía para cogerlo.
Con toda seguridad que aquel animalito rollizo, de pelo suave como la lana,
despertó en la hija del hombre de la primera edad de piedra el deseo instintivo de
cogerlo en brazos, de acariciarlo y llevarlo consigo a todas partes, de forma similar
a lo que hace una niña en nuestro tiempo y ello porque el instinto maternal de que
proceden semejantes manifestaciones del comportamiento es, de hecho, tan viejo
como el mundo mismo. Y, así, la niña de edad de piedra, en un principio llevada tan
sólo del deseo de imitar lo que veía hacer a las mujeres adultas, le dio de comer, y
la misma avidez con que el animalito devoraba el alimento le hizo tan feliz como a
nuestras esposas y madres de hoy el buen apetito de sus invitados.
En resumen: la niña tiene una gran alegría y e liando sus padres vuelven a casa se
encuentran, sorprendidos, pero en modo alguno entusiasmados, un cachorrito de
chacal atiborrado de comida. Naturalmente, la primera intención del fiero guerrero
es coger el cachorro y arrojarlo al agua, pero la hija rompe a llorar y se aferra,
sollozando, a las rodillas de su padre, el cual por un momento pierde el equilibrio y
deja caer al suelo el perrito. Cuando intenta cogerlo de nuevo, éste se encuentra ya
a salvo en los bracitos de la niña, que ha ido a esconderse en el rincón más oscuro
de la cabaña, temblando toda ella y con el rostro bañado en lágrimas. Y como
quiera que ni los padres de la edad de piedra tenían un corazón de granito para con
sus hijas, el cachorrito se queda, a la postre, en casa.
Gracias a la abundante comida, el animalito se convierte pronto en un ejemplar
robusto y más corpulento que la mayoría de su misma especie. Pero si en un
principio ha seguido fielmente todos los pasos de la niña, con un apego casi infantil,
tan pronto como se convierte en un animal adulto, en su comportamiento se
observa un cambioevidente. Aun cuando el padre de la niña, jefe de la tribu,
apenas si se preocupa de él, el perro se va arrimando cada vez más al hombre y
distanciándose de la niña. Es el momento en que, de haber crecido en libertad, el
animal se hubiera separado de su madre. Hasta ahora, la niña ha venido
desempeñando en la vida del cachorro el papel de madre; en lo sucesivo
corresponde al padre asumir el de jefe de la grey, único ser al que obedecerá el
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Gentileza de Guillermo Mejía 16 Preparado por Patricio Barros
perro adulto. Al principio, al hombre le molesta este apego, pero pronto se da
cuenta de que el animal bien domesticado es mucho más útil que los chacales
semisalvajes que viven en los contornos, frente al poblado de palafitos, que siguen
teniendo miedo al cazador y a menudo se dan a la fuga justo en el momento en que
tienen que frenar y acosar a una presa. Incluso frente a ésta, el perro doméstico es
más valiente y decidido que sus congéneres salvajes o semisalvajes, pues en su
vida al amparo del hombre no ha sufrido experiencias dolorosas frente a
depredadores de gran corpulencia. Así, pues, el perro se convierte muy pronto en
favorito del jefe, con gran pesar de la niña que ahora sólo puede ver a su
compañero de juegos cuando el padre está en casa, y los padres de la edad de
piedra a menudo permanecían largo tiempo lejos de ella.
Pero, llegada la primavera, que es cuando crían los chacales, el padre vuelve a casa
una tarde con un saco hecho de pieles en cuyo interior algo se agita y gimotea. Y
cuando lo abre, la niña lanza un grito de júbilo al ver a sus pies cuatro bolitas de
lana. Tan sólo la madre frunce el ceño, porque, según ella, con dos hubiera bastado.
Pero, ¿ocurrió realmente así todo esto? Bueno, cierto es tan sólo que ninguno de
nosotros lo vivió; y, sin embargo, de acuerdo con lo que sabemos, pudo ocurrir
efectivamente así. A decir verdad -y esto es algo que no se puede negar-, nuestros
conocimientos al respecto son muy escasos; ni siquiera tenemos seguridad de que
únicamente el chacal dorado (canis aureus) se acercara al hombre en la forma aquí
descrita. Es harto probable que en distintos puntos de la tierra numerosas especies
de chacales más corpulentos y con rasgos lupinos se convirtieran en animales
domésticos de ésta u otra forma parecida y, después, siguieran cruzándose entre
ellos, pues hoy se sabe que muchísimos animales domésticos proceden de más de
una especie salvaje primitiva. Lo único totalmente cierto es que el progenitor de la
mayoría de nuestros perros caseros no es el lobo nórdico, como se creía
comúnmente en otro tiempo. En realidad, son pocas las razas caninas que, si no
exclusivamente, sí en gran parte llevan sangre de lobo. Pero precisamente ellas nos
ofrecen, con sus características peculiares, la mejor prueba de que las demás no
descienden del lobo nórdico. Estas razas, cuya similitud con el lobo no es
simplemente exterior -los perros esquimales, samoyedos, laikas de Siberia, chow-
chows y algunos más-, proceden en su totalidad del extremo norte. Pero ninguno de
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estos perros lleva exclusivamente sangre de lobo. Se puede suponer con base
suficiente que los hombres, en su progresiva penetración hacia el norte, llevaron
consigo perros descendientes del chacal, ya domesticados, y que éstos, mediante
cruces sucesivos con ejemplares de sangre lupina, dieron origen a las razas antes
mencionadas. Y acerca de las peculiaridades psíquicas2 de los perros con sangre de
lobo aún tengo muchas cosas que decir.
2 En el original: die seelische Eigenart.
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Capítulo 2
Las raíces de la fidelidad al amo
La dependencia de un perro respecto a su amo nace de dos fuentes instintivas
fundamentalmente distintas entre sí. De manera particular en las razas europeas,
dicha dependencia es en gran medida proyección de aquellos vínculos que atan al
cachorro salvaje con sus padres, vínculos que en el animal doméstico permanecen
como manifestación parcial de un infantilismo. La otra raíz de esta dependencia
consiste en la fidelidad que une al perro salvaje con la figura del jefe de la grey, así
como en el afecto personal que se establece entre los miembros de una misma
comunidad.
Esta segunda raíz es más fuerte en la totalidad de los perros con ascendencia lupina
que en los descendientes del chacal, pues en la vida del lobo la cohesión de la
manada tiene bastante más importancia.
Si se coge un cachorro perteneciente a una especie canina no domesticada y se lo
cría en el seno de una familia humana como un perro de casa, se podrá comprobar
perfectamente que el apego infantil del animal salvaje corresponde con toda
exactitud a aquellos vínculos sociales que la mayor parte de nuestros perros
domésticos conserva durante toda la vida respecto a sus amos. El lobezno es
esquivo, busca los rincones oscuros, tiene grandes reparos en cruzar un espacio
abierto, muestra con suma facilidad los dientes cuando algún extraño pretende
acariciarlo: es, desde su nacimiento, un Angstbeisser, un animal que muerde por
miedo; pero con su amo se comporta en todo como un cachorro de perro, incluso en
lo que respecta a la relación de dependencia. Si se trata de una lobita, que
normalmente, de vivir en libertad, reconocería en el lobo macho, jefe de la manada,
a “la autoridad superior”, un hombre con especiales dotes de domesticador puede
conseguir, en determinadas circunstancias, sustituir al lobo en el ejercicio de esta
función, asegurándose de este modo el afecto duradero de la hembra. Pero si se
trata de un macho, el amo sufre por lo común amargas decepciones; tan pronto
como el animal alcanza el pleno desarrollo, se niega de golpe a obedecer al hombre
y se independiza. Es cierto que no se mostrará casi nunca agresivo con su antiguo
amo y que lo tratará más bien como a un amigo, pero nunca querrá ver en él a su
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temido dueño. Alguna vez puede ocurrir incluso que intente sojuzgarlo,
proclamándose a sí mismo señor de la situación. Y habida cuenta de la peligrosidad
de los colmillos del lobo, el problema no siempre se resuelve de forma incruenta.
Experiencias similares hice yo con mi perro dingo. No es que fuera rebelde o que
tratara de morderme en algún momento; sin embargo, cuando alcanzó la plena
madurez descubrió una manera harto singular para negarme su obediencia. De
pequeño, su comportamiento no se había diferenciado en nada del de un perro
casero. Si había armado algún estropicio y se le había castigado, se apreciaba
claramente en su actitud el complejo de culpabilidad y cómo trataba de recuperar el
cariño de su amo mendigando sus caricias. Cuando ya tuvo un año y medio de
edad, es cierto que siguió aceptando los castigas sin rebelarse y sin gruñir, pero,
una vez pasado el incidente, se estiraba cuan largo era y luego empezaba a
corretear en derredor mostrando grandes ganas de jugar; esto significaba en pocas
palabras que el castigo no había afectado en nada su estado de ánimo ni había
conseguido frenar en lo más mínimo, por ejemplo, sus inmensos deseos de devorar
una de mis bellas ánades.
Por aquel mismo tiempo perdió toda ilusión en acompañarme durante mis paseos
cotidianos; sencillamente se escapaba, sin hacer el menor caso a mis gritos de
llamada. No obstante, y tengo que insistir en este punto, siempre se mostró
cariñoso conmigo y, cada vez que nos encontrábamos, me saludaba, jubiloso, con
todo el ritual del afecto canino. En definitiva, no se debe esperar nunca de un
animal salvaje encariñadocon un ser humano que se comporte con éste de forma
distinta a como lo haría con un congénere suyo. Así, pues, el dingo me regalaba la
misma cordialidad que un ejemplar adulto siente por otro de su misma raza, sólo
que en nuestras relaciones no iban incluidas, ni la obediencia ni la sumisión.
Contrariamente a lo que ocurre con estos perros salvajes, aquellos otros que han
alcanzado un más alto grado de domesticidad, que, como aún tendremos ocasión de
ver, llevan mayormente sangre de chacal dorado, se comportan, durante toda su
vida, con el hombre-amo como el cachorro salvaje con un congénere adulto.
Al igual que casi todos los rasgos del carácter, el infantilismo persistente es,
asimismo, una ventaja y un inconveniente. Los perros faltos por completo de una
actitud de dependencia tienen sin duda interés en el plano de la psicología animal,
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pero no suelen proporcionar grandes satisfacciones a sus amos. Con el tiempo, y en
determinadas circunstancias, pueden llegar incluso a ser peligrosos, toda vez que,
faltos de la característica sumisión canina, no tienen reparo alguno en morder y en
zarandear a un ser humano como si de un congénere suyo se tratara.
Aun cuando, como ya queda dicho, la dependencia infantil persistente es la base
auténtica de la fidelidad al amo en la mayoría de los perros domésticos, una
situación de dependencia excesiva puede provocar efectos opuestos: en tal caso, el
animal se muestra totalmente sumiso a su amo, pero, también, a cualquier otra
persona.
En cierta ocasión comparé este carácter canil con el de algunos niños mimados que
llaman "tío" a todo aquel que frecuenta su casa y manifiestan su afecto a cualquier
persona extraña, con una confiada ingenuidad que no conoce límites. Esto no
significa en modo alguno que el animal no reconozca a su amo, sino, muy al
contrario, se alegra profundamente cada vez que lo ve, pero, acto seguido, se
muestra dispuesto a marchar con el primero que pasa, con sólo que le dirija unas
palabras cariñosas o juguetee un poco con él. Recuerdo que, siendo niño, un
pariente de buenos sentimientos pero poco entendido en animales me regaló un
pachón, auténtica caricatura de un perro. Kroki, que así se llamaba el animalito, era
probablemente de entre todas las criaturas que se pueden comprar la que más se
semejaba al cocodrilo que me habían regalado con anterioridad y al que hube de
renunciar por no disponer de un sistema de calefacción. Era un perro poseído de un
desbordante amor hacia todo el género humano, pero, por desgracia, le era
completamente igual quién lo representaba en cada caso concreto. Cuando ya nos
cansamos de ir a buscar al infiel animalito a las casas más dispares y apartadas,
decidimos confiárselo a una prima nuestra, amante de los perros, que vivía en
Grinzig. Allí, Kroki llevó una vida tan singular como impropia de un can; tan pronto
dormía en casa de uno como de otro, fue robado y revendido varias veces
(probablemente siempre por el mismo ladrón, a quien el animal de ánimo afectuoso
proporcionaba buenos beneficios); en pocas palabras: el primero que cogía en su
mano la correa, ese era su amo amoroso y amado.
De naturaleza completamente distinta es la dependencia y fidelidad de aquellas
razas que llevan en sus venas sangre de lobo. En lugar de la dependencia infantil
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persistente, que caracteriza y distingue, sobre todo, a nuestros canes domésticos
más comunes, descendientes del chacal dorado, en aquéllos prevalece la fidelidad
viril. Mientras que en el chacal tenemos esencialmente un animal salvaje que se
mueve dentro de un territorio más o menos delimitado, y se alimenta
principalmente de carroña, el lobo es un depredador casi puro y en la caza, en
especial cuando se trata de presas de gran corpulencia, está supeditado a la
colaboración solidaria de sus compañeros de manada. Para satisfacer las
considerables necesidades de nutrición, una manada de lobos viene obligada a
cubrir grandes distancias. Durante estas migraciones se ha de mantener bien unida
y compacta para, en un momento dado, poder abatir una presa de gran tamaño.
Una rígida organización comunitaria, una perfecta obediencia al jefe de la manada y
una absoluta solidaridad en la lucha contra sus enemigos más temibles son las
condiciones preliminares para el éxito en la precaria existencia del lobo. Esto explica
la diferencia, ya apuntada, en el carácter del perro descendiente del chacal (canis
aureus) y el de origen lupino; el primero ve en el amo al padre, el segundo al jefe
de la manada; aquél se entrega con infantil ingenuidad, éste mantiene una actitud
leal, por así decir, de hombre a hombre.
Resulta harto curioso observar cómo nace y se desarrolla la vinculación afectiva de
un cachorro de raza lupina a una determinada persona. El paso del estado de
dependencia infantil al de fidelidad como animal adulto se puede apreciar con toda
claridad incluso cuando el perro crece separado de sus congéneres, en el seno de
una familia humana, y las figuras del padre y del jefe de manada recaen en una
misma persona. El proceso es muy similar a aquel que lleva al adolescente, en la
pubertad, a despegarse de la familia y seguir un camino de acuerdo con sus ideales.
También en el hombre, la actitud respecto a estos ideales nuevos constituye un
fenómeno de singular trascendencia; desventurado el adolescente que en este
período de su vida entrega su corazón a falsas divinidades.
En los perros lupinos, el período en que el animal coge afecto a un determinado
amo para toda su vida viene a caer en el quinto mes. Una vez, no saber esto me
costó caro. La primera perra chow que tuvimos fue un regalo que hice a mi señora
con motivo de su cumpleaños. Para que fuera una auténtica sorpresa, confié la
custodia del animal a una prima mía hasta el día señalado. Con gran sorpresa para
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todos, bastó una semana para que el animalito depositara todo su cariño y
confianza en mi pariente, lo que vino a restar buena parte de su valor al regalo.
Después, aun cuando la señora sólo venía a nuestra casa muy de tarde en tarde, la
perrita, que tenía un corazón apasionado y la había conocido cuando apenas
contaba seis meses, seguía viendo en ella, y no en mi esposa, a su ama. Incluso al
cabo de algunos años hubiera estado dispuesta a abandonamos para ir detrás de mi
prima.
Mi perra Stasi, producto de uno de los primeros cruces que realicé entre chow-chow
y pastor alemán, reunía en la actitud para con su amo, en feliz conjunción, la fuerte
dependencia infantil, propia de su herencia de canis aureus, con la fidelidad
privativa de sus ascendientes de sangre lupina.
Nacida a principios de la primavera de 1940, Stasi tenía siete meses cuando me
decidí por ella de entre todos mis perros y comencé a adiestrarla. Tanto en el
aspecto exterior como en el carácter, en ella se conjugaban los rasgos del pastor
alemán y del chow-chow: por su hocico afilado, el amplio arco cigomático, el corte
oblicuo de los ojos, las orejas cortas y peludas, el rabo corto, recto y muy poblado,
pero sobre todo por los movimientos elásticos, recordaba de cerca a una lobita,
mientras que en el rojo dorado de su piel se apreciaba con toda claridad su
ascendencia canina. Pero los rasgos más caninos aparecían en el carácter; con
extraordinaria rapidez asimiló los principios fundamentales de la educación canina:
cómo caminar sujeta por la correa, permanecer en pie y sentarse sobre las patas
traseras; se puede decir que, por naturaleza, era limpia en casa y amiga de las
aves, de modo que no hubo necesidad de enseñarle nada de esto.Mi vinculación con Stasi se vio truncada después de dos meses así que acepté la
cátedra de psicología de la universidad de Königsberg. Cuando, en Navidad, volví a
casa por unos días, Stasi me recibió con jubilosa alegría y me demostró al momento
que su amor hacia mí no había disminuido en lo más mínimo. Recordaba
perfectamente todo lo que le había enseñado, de forma que seguía siendo, en
definitiva, el perro cariñoso y bueno que había dejado hacía algo más de dos meses.
Pero cuando me dispuse a hacer los preparativos para el viaje, se produjeron
algunas escenas realmente trágicas. Ya antes de que empezara a hacer las maletas,
Stasi se puso triste y no se separaba ni un instante de mi lado. Tan pronto como
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salía yo de una habitación, ella se ponía en pie rápidamente y se empeñaba en
acompañarme incluso a cierto sitio. Cuando, después, el equipaje estuvo a punto, el
dolor de Stasi creció hasta la misma neurosis: dejó de comer, su respiración se hizo
entrecortada, irregular, interrumpida a cada momento por profundos suspiros. El día
de mi marcha, decidimos encerrarla para impedir que quisiera acompañarme a la
fuerza. Pero Stasi ya se había ido a esconder en el jardín; el más fiel de todos mis
ejemplares caninos me negaba obediencia cuando lo llamaba y fracasaron todos los
intentos de acercarme a ella y cogerla.
Cuando, finalmente, se puso en marcha la consabida caravana, con niños, carrito de
mano y maletas, un perro de aspecto extraño, con el rabo entre las patas traseras,
el pelo revuelto y la mirada esquiva, nos seguía como a unos veinte metros de
distancia. Ya en la estación, intenté acercarme a ella y cogerla por última vez, pero
-todo fue en vano. Cuando subí al tren, Stasi seguía aún allí, a prudente distancia,
en la actitud amenazadora del perro rebelde y me miraba con pretendida
indiferencia. El tren se puso en movimiento, y Stasi continuó inmóvil, en su sitio;
sólo cuando el convoy empezó a coger velocidad, el perro, se lanzó con la rapidez
del rayo hacia el tren, luego corrió a lo largo de éste y, por último, saltó a él tres
vagones delante de aquel, en cuyo estribo me había quedado yo para impedir que
subiera. Entonces corrí hacia adelante, cogí a Stasi por el cuello y los cuartos
traseros y la arrojé a tierra. El animal cayó ágilmente sobre las patas, sin dar
volteretas. Después se quedó inmóvil, pero ya no en actitud amenazadora, y así
permaneció, con los ojos fijos en el tren, hasta que éste se perdió en la lejanía.
Pronto me llegaron a Königsberg noticias alarmantes. Stasi había hecho auténticos
estragos en los gallineros vecinos, ya no tenía en cuenta las normas de limpieza,
merodeaba sin descanso por los alrededores y no obedecía a nadie, por todo lo cual
hubo que encerrarla.
Allí estaba ahora, sentada en la terraza de los tilos, abandonada a su dolor. Pero su
soledad era sólo por lo que respecta a la compañía humana, pues compartía su vida
con el dingo de que antes he hablado.
A fines de junio regresé a Altenberg y lo primero que hice fue ir a buscar a Stasi.
Cuando subía las escaleras que daban a la terraza, los dos perros me salieron al
encuentro con una agresividad propia de animales que han permanecido largo
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tiempo encerrados o encadenados. Al alcanzar el último escalón me detuve y
permanecí inmóvil. Los dos animales daban grandes saltos ladrando y rugiendo. Yo
tenía curiosidad por comprobar cuándo iban a reconocerme a través de la vista, ya
que, al soplar el viento en dirección a donde yo estaba, no podían hacerlo a través
del olfato. De momento no me reconocieron. Pero, al cabo de un rato, Stasi percibió
de repente mi olor en el ambiente y, en medio mismo de su furioso ataque, quedó
rígida, como petrificada. Aún tenía la crin alborotada, el rabo bajo, las orejas caídas
hacia atrás; sólo las fosas nasales se habían abierto de golpe y aspiraban con rara
avidez el mensaje que le traía el viento. Luego, el pelo de la crin se alisó, un
temblor recorrió el cuerpo todo del animal, las orejas se irguieron y permanecieron
rígidas. Yo esperaba que ahora la perrita se abalanzara sobre mí en un acceso de
alegría incontenible, pero no fue así. Un dolor tan grande como para trastornar su
personalidad hasta el punto de hacerle olvidar hábitos y normas, y sumida en una
auténtica neurosis, un dolor así no podía desaparecer en unos segundos. De
improviso, el animal se irguió sobre las patas traseras, levantó la cabeza y, con el
hocico vuelto al cielo, dio rienda suelta al dolor que torturaba su alma canina en un
prolongado aullido tan hermoso como conmovedor.
Pero, después, se abalanzó sobre mí como un vendaval y al momento quedé
envuelto, por así decir, en un torbellino de júbilo canino. Stasi saltaba hasta la
altura de mis hombros y a poco me arranca la ropa del cuerpo; precisamente ella,
de suyo tan reservada y poco amiga de las manifestaciones efusivas, ella que, por
lo común, se limitaba a saludarme con unos cuantos golpes de rabo, ella cuya
máxima prueba de ternura consistía en descansar la cabeza sobre mis rodillas.
Stasi, siempre tan silenciosa, resoplaba ahora como una locomotora a causa de la
excitación, lanzaba aullidos agudísimos, más fuertes que nunca. Después me dejó
de repente y corrió hacia la puerta y quedó allí mirándome y pidiéndome con muda
zalamería que la sacara de su prisión. Ella consideraba natural que, con mi regreso,
terminara su encierro y todo volviera a su antiguo orden. ¡Dichoso animal y
envidiable solidez la de su sistema nervioso! Una vez eliminada la causa, el
trastorno psíquico no había dejado en ella secuela alguna que no pudiera ser
borrada por completo con un aullido desgarrador de treinta segundos y una danza
jubilosa de un minuto de duración.
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Cuando mi esposa me vio llegar con Stasi, gritó asustada: ¡Dios mío, las gallinas!
Pero la perrita ya no se dignó echar ni una mirada más a las gallinas. Cuando, por la
tarde, la llevaba a mi habitación era tan limpia como lo había sido siempre. Todo lo
que le había enseñado tiempo atrás, lo había retenido en la memoria durante
aquellos meses marcados por la más grande desventura que puede conocer un
perro.
Cuando, por fin, se aproximó el momento de hacer nuevamente las maletas, Stasi
se puso triste y silenciosa, y no se separaba ni un momento de mi lado. La pobre
bestia conoció días amargos, todo porque no entendía las palabras humanas, pues
esta vez yo había decidido llevarla conmigo.
Poco antes de mi partida, Stasi, como la otra vez, se escondió en el jardín con la
evidente intención de seguirme incluso contra mi voluntad. Ahora la dejé en paz;
únicamente cuando salí de casa para ir a la estación, llamé con el mismo grito que
usaba normalmente. Al momento comprendió la situación y se puso a danzar en
derredor, loca de alegría.
Pero la alegría de seguir a su amo sólo le duró unos meses; el 10 de octubre de
1941 fui llamado a filas y tuve que marchar. Entonces se repitió la misma tragedia
de un año antes en Altenberg. Con la diferencia de que esta vez Stasi se escapó de
casa, se independizó por completo y por espacio de dos meses vagó por los
alrededores de Königsberg como fiera salvaje. Hizo un estropicio detrás de otro,
hasta el punto de que estoy convencido de que fue ella la misteriosa “zorra” que
devastó las conejeras de un respetable colega mío que vivía en la Cäcilienallee.
Cuando, después de Navidad, Stasi volvió a casa con mi esposa, era sólo hueso y
pellejo, y sufría una inflamación purulenta en la zona de los ojos y el hocico.
Una vez curada, y alno haber otra alternativa, fue llevada al jardín zoológico, donde
se la apareó con un gigantesco lobo siberiano, pero no tuvo descendencia. Algunos
meses después -por entonces yo era neurólogo en el hospital militar de Posen-, me
la llevé nuevamente a casa conmigo. Cuando en junio de 1944, fui trasladado al
frente, llevamos a Stasi con sus seis cachorros al jardín zoológico de Schönbrunn.
Allí fue muerta por una bomba, pocos días antes de que terminara la -guerra. Pero
uno de sus pequeños había sido enviado a Altenberg, a casa de un vecino nuestro, y
de él proceden todos los perros que hemos criado.
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Stasi sólo pudo pasar algo menos de la mitad de sus seis años de vida junto a su
amo y, no obstante, ha sido con mucho el perro más fiel de cuantos he conocido
hasta el presente.
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Capítulo 3
Educación
Aquí no vamos a hablar de aquellos perros adiestrados por y para el hombre, perros
que transportan objetos pesados; que buscan cosas o personas perdidas, o realizan
otros servicios similares. Por otra parte, me gustaría preguntar al feliz propietario
de un perro capaz de semejantes lindezas cuántas veces éste ha tenido ocasión de
poner en práctica sus conocimientos y habilidades. Por lo que a mí respecta he de
decir, en cualquier caso, que, hasta el presente, nunca perro alguno me salvó de un
peligro. Es cierto que una vez Pygi II, hija de Stasi, reclamó mi atención topándome
con el hocico y, cuando me incliné sobre ella, pude ver que tenía fuertemente sujeto
con los dientes un guante que me había caído al suelo. Es posible que un destello de
intuición le hiciera pensar que aquel objeto que se hallaba a mis pies y llevaba mi
mismo olor me pertenecía; no lo sé, pero, después, cuantas veces dejé caer al suelo
un guante, Pygi se quedó tan tranquila, sin dignarse siquiera mirado. ¿Cuántos
perros perfectamente adiestrados para buscar algo han traído por propia iniciativa,
esto es, sin haber recibido previamente orden alguna al respecto, un objeto que su
amo había perdido realmente sin darse cuenta?
Así, pues, aquí no queremos ocupamos de estas formas de adiestramiento, tanto
menos cuanto que sobre este tema se ha escrito mucho y bueno, sino que, más
bien, pretendemos exponer algunas normas de educación, que harán más fácil y
agradable la convivencia del amo con su perro; me refiero concretamente a las
voces más comunes, como “¡a tierra!”, “¡a dormir!” y “¡camina!”
Pero antes de nada quiero decir todavía unas palabras acerca de recompensas y
castigos. Es un error muy difundido creer que éstos son más eficaces que aquéllas.
En muchos procedimientos educativos, sobre todo por lo que respecta a la limpieza
en casa, es mejor evitar las medidas de castigo, siempre que se pueda. Si se coge
de la camada un perrito de unos tres meses y, se lleva a una habitación, es
conveniente observar con atención su comportamiento durante las primeras horas e
interrumpido tan pronto como se dispone a dejarnos un corpus delicti de naturaleza
sólida o líquida. Con la mayor premura posible se lo lleva al exterior y -detalle muy
importante- siempre al mismo sitio. Si hace allí aquello que debía, se le prodigarán
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expresiones de alabanza y admiración como si hubiera llevado a cabo la empresa
más heroica. Si se le trata así, el perrito comprenderá con asombrosa rapidez el
problema y su solución correcta. Si, después, se consigue mantener un horario fijo
para estás “salidas”, en brevísimo tiempo no habrá ya necesidad de ir detrás de él
limpiando el suelo.
Por lo que respecta al castigo, conviene tener presente de manera especial este
principio: el castigo será tanto más eficaz cuanto menor sea el lapso de tiempo
transcurrido entre la falta cometida y la aplicación de aquél. Incluso algunos
minutos después ya no tiene sentido alguno castigar a un perro: éste ya no sabe a
qué viene aquello. Únicamente en casos de reincidencia, esto es, cuando el perro ha
llegado a comprender perfectamente por qué se le castiga, tiene sentido aplazar la
medida correctiva. Naturalmente que hay excepciones. Cuando, por ejemplo, uno
de mis perros mataba un ejemplar nuevo de mi colección sólo porque no lo conocía,
en ocasiones conseguí hacerle comprender lo ilícito de su comportamiento
golpeándole con el cuerpo inánime de su víctima. En este caso, lo importante no era
recordar su culpa a la bestia, sino más bien tratar de que llegara a aborrecer un
determinado objeto.
Es totalmente equivocado pretender enseñar a obedecer a un perro por medio del
castigo, como también golpearlo porque se ha escapado durante un paseo, atraído
por algún animal salvaje. Con este procedimiento no se conseguirá nunca que el
perro pierda la costumbre de escapar, sino, más bien, la de volver al lado de su
amo, ya que ésta es la acción más próxima en el tiempo al castigo y, como tal,
viene indefectiblemente asociada a éste. El único sistema para cortar de forma
radical, en un perro, el vicio de escapar consiste en tirar sobre él con una honda,
cada vez que está a punto de salir corriendo. El tiro le debe coger por sorpresa y lo
mejor es que el perro no se dé cuenta de que procede de su amo. Precisamente por
inexplicable, aquel dolor repentino le producirá tanta más impresión. Otra ventaja
de esta modalidad de castigo a distancia radica en que, así, el animal no llega a
temer la mano de su amo.
La dosificación cuantitativa del castigo requiere mucho tacto y un profundo
conocimiento del animal. La sensibilidad al castigo varía muchísimo de un individuo
a otro; para un perro delicado, unos golpecitos pueden constituir un castigo más
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Gentileza de Guillermo Mejía 29 Preparado por Patricio Barros
duro que una tanda de latigazos para un hermano suyo psicológicamente más
fuerte. Por ello, cuando un perro es muy sensible y, además, físicamente delicado,
como ocurre con determinadas razas, por ejemplo, con el spaniel, setter y otros,
hay que tener mucho cuidado con los castigos físicos si no se quiere que el animal
se atemorice y pierda toda alegría de vivir y toda sensación de seguridad. En los
cruces realizados por mí entre chow-chow y pastor alemán -sobre todo en los
primeros tiempos, cuando los ejemplares conservaban un elevado porcentaje de
sangre de pastor alemán- salían, de forma irregular e imprevisible, ora perros
extraordinariamente sensibles al castigo, “frágiles”, ora otros extraordinariamente
"duros", poco sensibles. Stasi había sido una “dura”, Pygi II marcadamente frágil.
Cuando las dos juntas habían armado algún estropicio, mi injusticia a menudo
molestaba al público, pues mientras a la madre la golpeaba con cierto rigor, a la
hija me limitaba a darle unos cuantos gritos y, todo lo más, algún manotazo. Y,
pese a todo, las dos recibían un castigo de idéntica efectividad.
La medida punitiva aplicada a un perro actúa no tanto por el dolor físico que le
produce, cuanto por la manifestación de poder que evidencia por parte del amo.
Pero, por este motivo, el animal ha de comprender dicha manifestación de poder.
Como quiera que los perros, al igual que los simios, no se golpean sino que se
muerden en sus luchas por establecer el orden jerárquico en el seno del grupo, los
golpes no constituyen para ellos un castigo adecuado y comprensible. Un amigo mío
ha descubierto que a un simio un mordisco suave en la mano o en la espalda, que ni
siquiera llega a herirle, le impresiona más que una tanda de golpes. (Naturalmente,
no todos se atreverán a morder a un mono).
En el perro, por elcontrario, se puede adoptar el sistema de castigo empleado por
el jefe del grupo: coger al animal por el cuello, levantarlo en vilo y zarandearlo. Este
es para el perro el castigo más duro y doloroso que conozco; y nunca deja de
producir una profunda impresión. De hecho, un lobo, jefe de una manada, capaz de
levantar del suelo a un pastor alemán y zarandearlo a placer tiene que ser
realmente un superlobo; y como tal considera el perro al amo que le castiga. Aun
cuando a nosotros los humanos, esta forma de castigo nos parece menos brutal que
los golpes y latigazos, hay que insistir expresamente en que se debe proceder con
sumo tacto al adoptar una medida punitiva cualquiera.
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Gentileza de Guillermo Mejía 30 Preparado por Patricio Barros
En todas las formas de adiestramiento que requieren una participación activa del
perro, no hay que olvidar nunca que ni siquiera el perro más dócil e inteligente sabe
lo que es el "sentido del deber" y que sólo colaborará en tanto en cuanto se
encuentre a gusto. En este terreno, toda forma de castigo está por completo fuera
de sitio y falta de eficacia. Sólo el hábito lleva al perro bien adiestrado a recuperar
la liebre, a seguir una pista o saltar un obstáculo, aunque no le guste hacerlo.
Especialmente al principio de este adiestramiento, cuando aún no se ha conseguido
inculcar al animal la costumbre de hacer lo que se le ordena, los ejercicios se
limitarán a unos minutos y se interrumpirán tan pronto como se advierta un
descenso en el interés del perro. Lo realmente decisivo aquí es que en el animal se
arraigue la impresión de que se le permite realizar el ejercicio, no de que se le
obliga a ello.
Después de esta corta referencia a las normas fundamentales, volvemos a los tres
puntos básicos de la educación canina que todo amo debería conocer. En mi
opinión, la orden más importante es la de "¡a tierra!" El perro ha de aprender a
estirarse en tierra y a levantarse sólo después de haber recibido una orden en este
sentido. Esto presenta numerosas ventajas tanto para el animal como para su amo.
De este modo se puede dejar al perro en cualquier sitio y, mientras tanto, ocuparse
de los asuntos propios y cumplir deberes y obligaciones; por otra parte, el perro que
obedece a esta orden tiene una vida bastante más feliz, toda vez que su amo no se
ve obligado nunca a encerrarlo. En resumen, sirve para hacer menos dura la
obediencia: a ningún perro le produce alegría tener que frenar el impulso de seguir
a su amo. Es comprensible que a la voz de “¡arriba!” y de “¡ven aquí!” el animal
sienta como una especie de liberación; precisamente el echarse concede, después, a
la orden de “¡ven aquí!” un valor afectivo muy singular: el perro no es obligado a
venir, sino que se le permite venir.
En los perros que no demuestran una disposición natural a obedecer, sólo se puede
conseguir que respondan puntualmente a la llamada del amo a través de la orden
de “¡a tierra!” Egon von Boyneburg, uno de los mejores adiestradores que conozco,
concedía más importancia a ésta que a las demás normas de obediencia. El
enseñaba a los perros a estirarse y permanecer en esta postura, a una orden suya,
en cualquier momento y situación, incluso en el curso de una carrera. Uno de sus
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perros se disponía, por ejemplo, a acosar una presa; el barón no lo llamaba
directamente para que volviera a su lado, sino que se limitaba a gritar: ¡down!
Entonces se veía una gran polvareda, levantada por el repentino frenazo, y
después, cuando la nube de polvo se disipaba, aparecía el perro, que había
obedecido con docilidad a la orden de “¡a tierra!”
Enseñar a los perros a estirarse es tan elemental que incluso la persona menos
dotada para estos menesteres puede conseguido. En general se empieza cuando el
animal tiene, como mínimo, de siete a once meses de vida; en las razas precoces
incluso antes, y más tarde en aquellas otras de desarrollo más lento. Un inicio
excesivamente prematuro resulta cruel, pues equivale a exigir un esfuerzo excesivo
a un cachorrito retozón e inquieto. Se empieza por llevar al animalito a un prado
seco, esto es, a un sitio donde éste se estiraría de buen grado en cualquier caso.
Luego se lo coge por el cuello y los cuartos traseros, y se lo deposita con cuidado en
tierra, al tiempo que se pronuncia en voz alta la orden. No importa que la primera
vez tenga que hacerse un poco de fuerza. Hay perros que captan las órdenes más
de prisa que otros, sin que tampoco falten los que resisten por todos los medios a
obedecer y solo comprenden en qué consiste el ejercicio cuando se les hace doblar
las patas delanteras y traseras. Sin embargo, en general uno quedará sorprendido
al ver el poco tiempo que se necesita para que un perro inteligente comprenda lo
que se pretende de él y aprenda a estirarse a la voz de mando. Durante la
enseñanza de la primera prueba es muy importante impedir que el perro se ponga
en pie hasta que reciba la oportuna orden en este sentido. Es de', todo punto
erróneo pretender enseñar a un perro el ejercicio en dos tiempos, esto es, en otras
tantas lecciones separadas entre sí en el tiempo.
Al principio, el amo ha de estar frente al perro y muy cerca de él, hablándole y
moviendo los dedos delante de su hocico para que no le vengan ganas de
levantarse. Después, de improviso le tiene que gritar "¡ven aquí!", al tiempo que se
aleja de él unos pasos, y por último lo acariciará y jugueteará un poco con él como
si le recompensara por su comportamiento en la prueba a que ha sido sometido.
Si el perro da la impresión de estar cansado y denuncia un cierto deseo de
deshacerse momentáneamente de su amo para no tener que repetir el ejercicio de
nuevo, lo mejor es interrumpir inmediatamente la lección y aplazarla para el día
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siguiente. Los períodos de la posición “a tierra” se han de ir prolongando de forma
progresiva, pese a la tendencia natural del perro, razón por la cual hace falta
indudablemente una gran sensibilidad a fin de encontrar el medio justo entre la
disciplina y la amistad. El adiestramiento no debe degenerar nunca en un juego;
éste sólo será permitido, a título de recompensa, una vez finalizado el ejercicio. Así,
por ejemplo, hay que evitar que a la orden de "a tierra" el perro se revuelque como
hace cuando quiere jugar.
Cuando, finalmente, se ha conseguido que permanezca en la posición correcta de "a
tierra" durante algunos minutos, el amo se irá alejando poco a poco del perro, pero
permaneciendo, al principio, dentro de su campo visual. Si el animal permanece en
la posición durante algunos minutos esperando la orden de ponerse en pie, uno se
puede marchar tranquilamente, en la seguridad de que aquél no se moverá de
donde está. La prueba se puede hacer un poco más fácil y llevadera para el perro
dejando a su lado algunas pertenencias del amo, y cuanto mayor sea el número de
éstas, tanto más fácil le resultará quedarse allí. Si se lleva al perro durante una
excursión en lancha y se le deja, después junto a ésta, con colchones de aire,
tienda de campaña, mantas, etcétera, el animal esperará al amo con ejemplar
fidelidad. Si un extraño trata de coger alguno de los objetos que el perro tiene a su
lado, éste se enfurecerá: no porque tenga un concepto de la propiedad, o sienta
como una obligación proteger los objetos que se encuentran a su lado, sino porque
llevan el olor del amo y, en consecuencia, representan para él en cierto sentido el
hogar. Cuando se ven perros adiestrados expresamente para estos menesteres,
como, por ejemplo, custodiar una bolsa perteneciente a su amo, hay que pensar
que, poco más omenos, se desarrolla el siguiente proceso psicológico: el objeto es
para el perro un símbolo del hogar en su expresión mínima, y, por otra parte, el
amo no ha dejado allí al perro para que custodie el objeto, sino éste para que
permanezca a su lado el perro. Si se pretende dejar al perro esperando en un
paraje que le resulta desconocido, hay que tener en cuenta al animal en el
momento de elegir el sitio; abandonar durante largo tiempo a un perro muy
sensible en una acera de mucho tránsito y ruido es una auténtica crueldad; se debe
buscar más bien un rincón tranquilo, a ser posible resguardado y cubierto. Estas
medidas de precaución son, en realidad, necesarias porque una espera prolongada
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exige del perro un considerable esfuerzo psíquico. Si el animal ha sido educado
correctamente, dicho esfuerzo queda más que compensado por el placer que
supone poder acompañar al amo, lo que para todo perro sensible constituye la
máxima felicidad de la vida.
Si el perro es muy inteligente, con el tiempo se puede reducir la disciplina exigida
en el adiestramiento, sobre todo en la fase inicial de éste. 8tasi, que era una
auténtica maestra en el arte de echarse a tierra, sabía muy bien, por ejemplo, que a
mí no me importaba en absoluto si, mientras cuidaba de mi bicicleta, daba vueltas
en torno a ella, en lugar de permanecer todo el tiempo inmóvil como una esfinge
egipcia. Stasi había captado perfectamente el quid de la cuestión. Incluso llegamos
a establecer una especie de pacto tácito (naturalmente, sin pretenderlo): si la
dejaba sin la bicicleta o la bolsa, esperaba como unos diez minutos y, transcurrido
este tiempo, se volvía a casa por su propia cuenta. Si la hubiera dejado con uno
cualquiera de los dos objetos, me hubiera esperado hasta el día del Juicio Final.
Stasi había llegado tan lejos en su arte, que se colocaba en posición por sí misma.
Durante mi estancia en Posen, la perra tuvo cría del dingo que vivía en el jardín
zoológico de Königsberg. Un amigo mío había puesto a mi disposición un amplio
recinto para que pudiera dejar en él los cachorros. Stasi, la madre, sólo permaneció
allí tres días; al cuarto, la encontré, como de costumbre, junto a mi bicicleta,
cuando salí a mediodía del Hospital Militar. Todo intento de llevarla junto a sus
hijitos fue en vano; la bestia quería volver a toda costa a su "servicio" habitual;
pero, al mismo tiempo, seguía siendo una madre de verdad: dos veces al día, poco
antes de mediodía y a última hora de la tarde, recorría algunas calles de la ciudad
hasta donde tenía la cría y le daba de mamar. Media hora después estaba de nuevo
junto a la bicicleta.
Estrechamente vinculado con la orden de “¡a tierra!” está la de “¡a la cama!” Si la
primera es, por así decir, para el comportamiento fuera de casa, la segunda está
relacionada con la vida entre las paredes hogareñas y sirve para cuando el amo se
quiere deshacer del perro por unas horas. Toda vez que ni siquiera el perro más
inteligente puede entender la orden de "¡márchate!", pues es demasiado abstracta,
hay que decir al perro de forma concreta adónde tiene que ir. A esta exigencia
responde la cama, que no tiene que ser necesariamente un lecho auténtico, ni
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siquiera un cestito o un capazo, pues a menudo basta con un rincón adecuado, que
tal vez el perro ya ha elegido como refugio por cuenta propia. A la voz de “¡a la
cama!”, el perro se ha de retirar a su rincón, de donde no deberá salir hasta que se
le dé la orden correspondiente.
El tercer ejercicio del adiestramiento, sintetizado en la voz de “¡vamos!”, no es tan
fácil como los dos precedentes. Una vez se ha conseguido que el perro lo aprenda
bien, resulta innecesario el uso de correa. En este ejercicio, que hay que repetir con
asiduidad, se enseña al perro, sujeto por la correa, a caminar junto a su amo, bien
a la derecha o a la izquierda, pero teniendo en cuenta que, una vez elegido el lado,
éste no se puede cambiar. La cabeza del animal debe estar siempre a la misma
altura respecto a las piernas del amo, de forma que el perro se pueda adaptar
rápidamente a un posible cambio en la marcha. Son muy pocos los perros que en
este ejercicio muestran tendencia a quedarse atrás; por el contrario, la mayoría
camina más bien delante, lo cual hay que corregir constantemente con un tiro de la
correa o con un pequeño golpe en el hocico. Incluso en las vueltas, el perro ha de
permanecer próximo a las piernas del amo, casi tocándolas. El mejor procedimiento
para conseguirlo consiste en caminar ligeramente inclinado sobre el animal,
sujetando con una mano la correa y cogiendo al perro con la otra para estrecharlo
contra las piernas. Se requiere mucha paciencia para conseguir que el perro se
mantenga al pie de forma satisfactoria. También aquí hay que utilizar dos voces
distintas: una para ordenar al animal que siga el paso del amo y otra para
comunicarle el cese de dicha obligación. Esto es algo muy difícil de hacer
comprender a un perro. Al principio sería conveniente detenerse mientras se tiene al
perro al lado, después darle la voz de “¡corre!” y esperar a que se haya alejado. Si
se va sin haber comprendido la orden, creerá simplemente que se le deja hacer lo
que quiere; pero toda infracción de esta índole merma los progresos obtenidos en el
adiestramiento.
Como quiera que el perro se da cuenta si va sujeto por la correa o no, en el primer
caso es relativamente fácil conseguir que obedezca la orden; pero, si están sueltos,
muchos perros, de manera especial los menos inteligentes, no se preocupan en
absoluto de lo que se les dice. Si no se quiere recurrir al látigo o a la honda,
recursos educativos que no me gustan en absoluto, sólo queda una alternativa:
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tener al perro sujeto de una cuerda tan fina que apenas si la sienta. El perro es
totalmente incapaz de comprender una secuencia causal. Así, por ejemplo, Stasi, al
principio, obedecía la orden sólo cuando llevaba collar y correa, fuera ésta de la
longitud que fuera, la sujetara yo con la mano o no, e incluso independientemente
de la distancia que la separara de mí. Pero cuando se encontraba sin correa, "se
sentía libre" y ni siquiera le pasaba por la imaginación obedecer. Por otra parte,
todo esto pronto resultó innecesario porque Stasi, cualquiera que fuera la situación,
se colocaba, por así decir, la correa ella misma; esto es, se ponía a mi lado en
actitud realmente ejemplar, sobre todo cuando sentía nacer en su interior la
tentación de hacer cosas prohibidas. Cuando, por ejemplo, pasaba por un paraje
desconocido, donde con su aspecto de lobo rojizo sembraba el pánico entre los
animales domésticos y sentía la tentación de abalanzarse sobre las gallinas y los
corderos, al momento, sin que yo se lo pidiera, la pobre Stasi se estrechaba contra
mi rodilla izquierda y permanecía junto a mí para no sucumbir al deseo; presa de
una gran excitación, caminaba a mi lado con las fosas nasal es dilatadas y las orejas
erguidas. Entonces se advertía claramente la enorme fuerza que tenía el lazo
invisible que la sujetaba. Un comportamiento así no hubiera sido posible, por
supuesto, de no haber enseñado al animal, cuando era joven, a “caminar al pie” en
toda regla.
Personalmente considero muy hermoso que el perro no se limite a repetir con el
automatismo de un esclavo las normas de comportamiento aprendidas, sino que las
elabore y adapte a su caso con intuición y, me atrevería a decir, incluso con
inteligencia creadora.
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