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1
Cuatro teorías sobre la expresión artística
1
Sir Ernst H. Gombrich
Cuando en la vida cotidiana nos referimos a la expresión, pensamos, por lo
general, en signos visuales o auditivos de emoción, tanto en el hombre como en los
animales. Como pudieran ser los diferentes síntomas de alegría o de rabia, un quejido de
dolor, o —en los seres humanos— un suspiro de melancolía o una sonrisa radiante. No
existe una estricta delimitación entre la idea de expresión referida a esas manifestaciones
de las emociones en la vida real y el concepto de expresión aplicado a las distintas artes.
Y así, un niño puede saltar de alegría, y un grupo de adultos puede ejecutar una alegre
danza durante un ritual. De igual forma que un acontecimiento doloroso, como un
funeral, puede ir acompañado tanto de gemidos de aflicción, como de gestos de congoja.
No es extraño, por tanto, que la relación entre la expresión de las emociones en la
vida real y la expresión en el arte haya sido objeto de atención por parte de los filósofos y
de los críticos de arte desde que las artes comenzaron a ser un tema de reflexión; lo que
sucedió, en el mundo occidental, en la antigüedad clásica; es decir, en los días de la
antigua Grecia.
Pero en cuanto estudiamos y analizamos las ideas de los críticos y de los filósofos
sobre la expresión en el arte, descubrimos que, bajo las apariencias de unas mismas
palabras, encontramos a menudo diferencias en el significado. Es a esta diferencia a la
que me gustaría referirme. Ya que, en mi opinión, en la historia de la estética en
occidente podemos distinguir tres teorías distintas sobre la relación entre el arte y las
emociones. Tres teorías que me gustaría describir brevemente, antes de aventurarme a
presentar mi propia interpretación, que vendría a constituir una cuarta teoría.
Confío en que sabrán perdonarme si presento estas teorías de forma muy
resumida, casi como una secuencia de esquemas. Soy consciente que en la historia de las
ideas nunca se dan divisiones tan claras y ordenadas; y de hecho, las diversas teorías que
he distinguido casi nunca han llegado a formularse de manera aislada. Por el contrario,
con frecuencia se han combinado de diferentes maneras. No obstante, esas variaciones se
pueden entender con mayor facilidad si examinamos primero aquellas teorías de forma
aislada y en abstracto.
Síntoma, señal y símbolo
Estas ideas sobre la expresión, así consideradas, también han sido objeto de
atención de los estudiosos del lenguaje y de otros sistemas de comunicación. Y ya que
consideramos el arte desde el punto de vista de la comunicación, lo mejor que podemos
hacer es tomar los resultados de sus análisis como punto de partida. En este contexto
cabría distinguir tres funciones.
2
Ya he mencionado la primera de ellas; la función de los síntomas en cuanto
manifestación del estado anímico; una función análoga a la de una señal luminosa en un
panel de control. Podemos decir que el ceño fruncido es un síntoma del enfado, al igual
que el rubor es un síntoma de la turbación interior. Esta función, como he dicho, es
común al hombre y a los animales: el perro que mueve la cola al dar la bienvenida a su
amo está exteriorizando uno de esos síntomas.
La segunda función también es común a los animales y a los seres humanos. Se
trata de la posibilidad de despertar emociones a través de signos visuales o acústicos. Los
animales pueden emitir sonidos que funcionan como señales; por ejemplo, las gallinas
pueden llamar a sus polluelos para que acudan a comer o para prevenirles de algún
peligro. Tales señales pueden tener sus origen en síntomas, pero no necesariamente.
Pueden despertar reacciones por sí mismas, como los colores de alarma que exhiben
ciertos animales.
Finalmente, las señales se pueden utilizar para representar o describir estados
emotivos; al modo que un escritor describe una escena y nos hace comprender los
sentimientos de su héroe. Esta posibilidad de alcanzar una descripción “pura” es una
función que sólo se ha alcanzado en el lenguaje y en otros sistemas de comunicación
humanos. Me referiré a ella como la función simbólica.
Síntoma, señal y símbolo; he aquí los tres términos que me propongo usar para
distinguir, de forma adecuada, las tres principales teorías de la expresión artística que se
han ido sucediendo en la historia del pensamiento en Europa. Aunque no se han sucedido
en el orden que acabo de enunciar2.
La teoría de la expresividad artística en la antigüedad clásica
En mi opinión, la función que he denominado cono la función señal es la que jugó
el papel más importante en las primeras discusiones sobre el arte; y, si lo piensan bien, se
darán cuenta de que se trata de algo muy natural.
El descubrimiento de que las emociones humanas pueden ser motivadas por
agentes externos, debe remontarse muy lejos en la historia. Toda madre que haya cantado
una nana a su hijo para que se duerma, habrá descubierto —sin ayuda de nadie— el
poder del arte sobre el estado anímico del niño. La canción de cuna que canta la madre
no es, como puede suponerse, un síntoma de sus propios sentimientos. La madre no desea
ir a dormir, sino que envía al niño la señal de que debe dormirse y, en efecto, la señal
suele funcionar. Es algo así como un encantamiento; una fórmula mágica que exige una
determinada respuesta. Este hecho no pudo quedar oculto en las primeras civilizaciones,
ya que este poder sobre las emociones no está confinado a los tonos musicales o a las
palabras.
Existen sustancias que tienen influencias en los sentimientos: la bebida, como
sabemos por innumerables relatos de todos los países, puede ponernos alegres; y también
melancólicos. Asimismo, muchos rituales religiosos han recurrido a los elixires y a los
encantamientos para inducir determinados estados emotivos. Pienso que esta clase de
efectos sobre las emociones fueron los primeros en ser descubiertos y comentados en la
3
teoría del arte. Me gustaría denominar a esta teoría como la teoría mágico–médica, para
aludir a la combinación de hechizos mágicos y de elixires.
El mayor y más importante exponente de esta teoría en la antigüedad fue Platón,
cuyos Diálogos, escritos en el siglo cuarto antes de Cristo, son de un valor incalculable
para la historia del pensamiento occidental. La formulación más clara de esta teoría se
encuentra en un Diálogo en el que trata de la música y su relación con las emociones. En
la antigua Grecia, la música jugaba un papel importante en la educación; por lo que
Platón, en su Diálogo sobre La República, se muestra muy preocupado de escoger para
su república ideal sólo aquella clase de música que tuviera un efecto beneficioso sobre
las emociones. Es de todos conocido, que Platón condenó algunos instrumentos y cierta
clase de música por la influencia nociva que ejercían sobre el alma. Deseaba excluir de
los programas de estudio —y realmente de todo el Estado— toda música que diera
muestras de sensualidad o que fuera juzgada como demasiado relajante; permitiendo, tan
sólo, movimientos vigorosos; algo parecido a las marchas militares. Indudablemente,
Platón no fue el último en manifestarse en tal sentido; aún hoy oímos cosas parecidas
cuando se habla de la música moderna. Y no me atrevería a decir que Platón no tuviera
toda la razón al afirmar que, realmente, la música puede actuar como una droga sobre la
mente humana.
Pero la música no era la única de las artes a las que se atribuía en la antigüedad
tales propiedades mágicas sobre las emociones. El arte que constituía el centro del interés
en la antigüedad clásica era el arte de la oratoria, de la elocuencia. Si alguien quería
triunfar en la política o en la abogacía, tenía que tener la maestría y la habilidad para
jugar con los sentimientos de quienes le escucharan. En los escritos griegos y latinos
sobre Retórica podemos encontrar gran cantidad de observaciones sobre estos efectos; y
en ellos se compara a menudo el efecto causado por los grandes discursos conlos
provocados por la música.
Pero es posible que la más famosa aplicación de lo que he denominado como la
teoría mágico–médica de la expresión artística, se encuentra en la Poética de Aristóteles,
aunque no se suele interpretar en este sentido. Me estoy refiriendo a su descripción de los
efectos del arte dramático, que él denomina como la Catarsis. Se trata, en realidad, de un
término médico, que vendría a significar purificación; y aquello que debiera ser
purificado, según Aristóteles, serían las pasiones. Al contemplar una tragedia, nuestro
estado emocional debería experimentar una reacción parecida a la que produciría un
ritual religioso o un tratamiento médico; deberíamos salir purificados tras esta profunda
experiencia de temor y de piedad.
Pero hasta ahora me he referido a la música, a la oratoria y al arte dramático en
relación con la teoría de la expresión artística. Es hora de preguntarse por el arte que más
ocupa mi atención: la pintura y la escultura.
Todos sabemos que la teoría del arte como imitación de la naturaleza ha sido
predominante en la antigüedad. Aunque no del todo; ya que en Grecia y en Roma lo
importante no era tanto la imitación, como el efecto que producían las imágenes. La
forma más sencilla de conocer este interés la encontramos en las anécdotas narradas por
Plinio, en las que se nos habla de los efectos que las pinturas ejercían sobre los animales:
los pájaros iban a picotear las uvas pintadas por Zeuxis, y los caballos relinchaban
4
cuando veían un caballo pintado por Apeles. No es preciso tomar estas anécdotas muy en
serio; pero, en cualquier caso, nos revelan que aún existían lazos de unión entre los
efectos de la magia y el irresistible poder de los artistas. Al igual que en las leyendas
griegas, Orfeo, el mítico cantor, atraía a todos los animales salvajes con el sonido de su
lira, el pintor genial podía hechizar por igual a las criaturas humanas y a los animales.
No existe, en mi opinión, civilización o tradición alguna en la que esta creencia no
se manifieste en las imágenes realizadas con fines religiosos o supersticiosos. En mi libro
sobre el arte decorativo —El Sentido de Orden—, vuelvo a insistir, una vez más, en la
función universal que tienen las máscaras amenazadoras —como las máscaras t’ao-t’ieh
de China— para ahuyentar los espíritus malignos. Se trata de una creencia que enlaza con
cierta actitud reverencial que se atribuía a algunas imágenes por el poder que tenían sobre
el corazón humano. En este sentido, se decía que la estatua de Venus, la diosa del Amor,
esculpida por Praxíteles, despertaba el deseo en todo aquel que la contemplaba; al igual
que la estatua de Zeus, esculpida por Fidias, inspiraba un temor reverencial.
El aspecto que me gustaría resaltar en esta primera teoría del poder del arte sobre
las emociones del hombre, es que se trata de una teoría del arte, y no de los artistas. Al
igual que he afirmado que una madre que canta una canción de cuna para dormir a su
niño no necesita sentir sueño, en esta teoría no es necesario que el artista que hechiza a su
auditorio sienta a su vez las mismas emociones. Puede sentirlas y, si así fuera, podría
llegar a conseguir una mayor intensidad en su obra; pero lo importante es la efectividad
de sus creación, y no sus sentimientos personales.
Creo que ya he hablado lo suficiente para ilustrar la primera de mis cuatro teorías
de la expresión artística, que he venido a denominar como la teoría mágico–médica, por
su similitud con los efectos de los hechizos y los elixires.
La teoría de la expresión artística en el Renacimiento
Me atrevería a decir que esta teoría no fue abandonada deliberadamente. De
hecho, cuando estudiamos los escritos de los críticos y de los artistas del renacimiento
italiano, nos encontramos que citan frecuentemente a los grandes autores de la
antigüedad, y manifiestan su deseo de seguirles fielmente. Sin embargo, si leemos
opiniones posteriores sobre música, pintura o poesía, de los siglos XVI, XVII y comienzos
del XVIII, encontramos que el énfasis ha cambiado. Lo que ahora ocupa el centro del
interés es la capacidad de todas las artes para reflejar o retratar las emociones. En otras
palabras, lo que he denominado como la función simbólica. Aunque, en el contexto de la
expresión artística, cabría denominarla, con mayor propiedad, como la función
dramática. Se incita al artista a estudiar la expresión de las emociones con el fin de
imitarlas de forma convincente en el escenario, en su pintura o en la música.
Encontramos este énfasis, de forma palpable, en los escritos de uno de los más
grandes pintores del renacimiento italiano: Leonardo da Vinci. En uno de los pasajes de
su Tratado de la Pintura, Leonardo señala que el buen pintor tiene que saber representar
dos cosas: al hombre y a su mente3. Lo primero —afirma— es fácil; lo segundo, difícil;
ya que la mente sólo puede llegar a representarse por medio de signos externos, como los
gestos o los movimientos. Leonardo aconseja al aprendiz de artista que estudie esos
5
movimientos constantemente en la vida real, y que tome nota de ellos en su libro de
bocetos. Incluso se atreve a sugerir que el artista debería prestar una atención especial a
los gestos que utilizan los sordomudos, ya que tienen que comunicarse sólo con
movimientos. Y si ustedes recuerdan La Última Cena, se darán cuenta de lo que
Leonardo quería decir, ya que en este fresco podemos observar los gestos de
nerviosismo, de interrogación y de resignación de los discípulos de Jesucristo4.
No es que este énfasis en la necesidad de representar de forma dramática y
adecuada las expresiones emotivas llevara a Leonardo a olvidarse del efecto qpue la obra
debe causar en quien la contempla. Leonardo confiaba en que el espectador de las
pinturas quedara prendido de las emociones pertinentes; o –citando sus propias palabras–
“si la pintura narrativa representa terror, miedo, evasión, pena y lamento, o placer,
alegría, risa o cosas similares, las mentes de aquellos que las observan deben conmoverse
del mismo modo que lo harían si se encontraran en una situación idéntica a la
representada en la pintura”5.
Leonardo apenas trata de estas exigencias en otras partes de su Tratado. Señala,
en su comparación entre las artes, que una pintura de un hombre bostezando puede
también ser contagiosa, y hacerte bostezar. Pero, de acuerdo con su espíritu científico, no
creía que una pintura pudiera producir el llanto, ya que las lágrimas constituyen una
perturbación demasiado grande para ser producidas por una pintura6. De cualquier
manera, el estudio de los síntomas de las emociones en los movimientos del cuerpo y en
los músculos de la cara llegó a ser una parte importante en el aprendizaje del artista, ya
que sólo de esta forma podían representar de forma convincente las narraciones bíblicas,
la vida de Jesucristo, o las pasiones de los antiguos dioses.
Por su parte, el poeta, el igual que el pintor, tenía que estudiar el corazón humano,
y reflejar en sus obras la reacción de sus personajes ante lo que ha sido descrito
generalmente como las pasiones del espíritu; es decir: el dolor, la ira, la alegría o la
desesperación. Al narrar una historia en un poema épico, o en una obra en prosa, el autor
tiene que describir los efectos que causa el amor, el valor, o la desesperación de los
personajes; y cuanto más se asemeje su descripción a nuestras propias experiencias, más
nos conmoverá su narración.
El lugar más apropiado para la descripción de estas pasiones fue, indudablemente,
el teatro, el escenario. No existe ejemplo mejor sobre esta afirmación que una pasaje del
Hamlet de Shakespeare, en el que el príncipe conversa con los actores sobre la
representación de un determinado acto, diciéndoles, con palabras en consonancia con su
tiempo, que la finalidad del teatro es “poner un espejo ante la naturaleza” (acto 3, escena
II). En otro momento, Shakespeare nos dice con toda claridad que para aprender a
representar laspasiones del hombre, el actor no necesita y quizá no deba expresar sus
propios sentimientos. En otro pasaje, Shakespeare pone en boca de Hamlet una reflexión
sobre un actor que ha estado representando un papel en la escena de un drama, en el que
Eneas relata a la reina de Cartago cómo el rey de los troyanos fue masacrado en
presencia de su esposa Hécuba. A la vez que narraba este suceso tan horrible, la cara del
actor palidecía y sus ojos se llenaban de lágrimas; lo que hace pensar a Hamlet, con
verdadera agudeza de imaginación:
6
¿No es tremendo que ese cómico, no más que en ficción pura, en sueño de pasión, pueda subyugar
así su alma a su propio antojo, hasta el punto de que por la acción de ella palidezca su rostro,
salten lágrimas de sus ojos, altere la angustia su semblante, se le corte la voz, y su naturaleza
entera se adapte en su exterior a su pensamiento? ¡Y todo para nada! ¡Por Hécuba! ¿Y qué es
Hécuba para él o él para Hécuba, que así tenga que llorar sus infortunios? (Acto 2, escena II).
Una vez más se nos recuerda que el arte es artificio; lo importante es la habilidad
de representar los síntomas del dolor. No se nos ocurre criticar a un actor por no sentir
dolor por Hécuba, nos conformamos tan sólo con que represente ese dolor.
Y al igual que en el teatro, sucede en la música. De hecho, estas dos
manifestaciones se encuentran íntimamente vinculadas en el desarrollo de la expresión
artística en Europa; ya que fue en el teatro cantado —en la ópera— donde por vez
primera se le otorgó a la música la tarea de representar las pasiones humanas.
 Los que acuden a la ópera suelen manifestar, en ocasiones, su queja y
descontento ante el hecho de que los libretos de las mejores óperas sean bastante
irracionales y poco elaborados. Pero esta crítica es un tanto equivocada. El que escribía
un libreto pretendía, como su principal cometido, poder ofrecer al compositor de la ópera
y, por supuesto, a los cantantes el mayor número de posibilidades de expresar las más
intensas emociones de amor, odio, esperanza, venganza, valor o desesperación. De igual
modo, debía haber lugar para la música marcial o para el triste lamento de la heroína; sin
que pudiera faltar el villano manifestando violentamente su furor, y la canción del héroe
sobre su infortunio. Importa poco que los diferentes papeles estén justificados en la
trama, ya que su razón de ser reside en permitirnos admirar la maestría del compositor al
representar esos sentimientos contrastados que los actores deben aprender a interpretar.
Me atrevería a decir que no existe gran diferencia entre las posibilidades de la
ópera en occidente, y las que ofrecen las diferentes del teatro en oriente. Acudimos a
contemplar el corazón humano al desnudo; y si la expresión de las emociones nos
convence, nos olvidaremos, sin pesar alguno, de la falta de consistencia en la trama.
La teoría de la expresión en el romanticismo
Como ya he mencionado, esta concepción dramática de la expresión artística ha
predominado en el arte y en la crítica artística hasta la segunda mitad del siglo XVIII. Por
entonces, la teoría de la expresión artística sufrió otro importante cambio, que debemos
relacionar con el romanticismo. Dicho en pocas palabras; lo que este movimiento
reivindicó fue la necesidad de la sinceridad; de las emociones genuinas. Y de esta forma,
el énfasis se trasladó, no a la expresión entendida como una señal o como un símbolo,
sino a la expresión entendida como un síntoma de las emociones. Por vez primera, los
críticos de arte deseaban conocer lo que el artista sentía realmente, los sentimientos más
íntimos de su corazón.
Uno de los mejores libros sobre la historia de las ideas artísticas se relaciona con
este momento de cambio; me refiero al libro de M. H. Abrams, El espejo y la lámpara,
subtitulado como la teoría romántica y la tradición crítica, que fue publicado por vez
primera en 1953, pero que no ha perdido su actualidad7. El espejo del título es
precisamente el espejo del que nos habla Hamlet, cuando nos dice que el deber de todo
actor es sostener un espejo delante de la naturaleza para reflejar o representar las
7
diferentes pasiones del hombre. Su misión es observar, asimilar y reproducir; y cuanto
mayor sea la nitidez del espejo, mejor realizará su tarea. La lámpara es algo
completamente diferente: no refleja nada, lo que hace es iluminar el mundo, y cuanto
más brillante sea su luz más nos lo revelará.
En la nueva teoría del movimiento romántico, el artista es como una lámpara.
Envía los destellos de sus sentimientos al mundo, donde son recibidos por el público que
se volverá a la fuente de luz. Su luz es su arte, ya sea la poesía, la pintura, o la música; y
cuando, por lo general, nos referimos a la expresión artística, nos solemos referir
normalmente a la expresión de los sentimientos íntimos del artista que han tomado
cuerpo en su obra de arte.
La teoría romántica de la expresión ha sido tan universalmente aceptada en el
mundo occidental por innumerables artistas y críticos de arte, que cuesta darnos cuenta
de que hubo un momento en el que se la consideró realmente novedosa y revolucionaria.
Permítanme insistir, al respecto, que ni en la antigüedad, ni en el renacimiento, el centro
del interés se centraba en el artista. Lo que se juzgaba era su trabajo. En la antigüedad,
por la influencia que tenía sobre las emociones del hombre; en la siguiente teoría, por la
fidelidad con que se reproducían tales emociones. Sin embargo, llegó un momento en que
esto se consideró insuficiente. La emoción que se podía encontrar en una poesía fue
considerada como algo sospechoso —incluso despreciable— si se intuía que esa emoción
no había sido experimentada por el artista al escribir su poema.
No hay duda que esta teoría se aplicaba con mayor facilidad a la poesía lírica, en
la que el artista podía volcar sus sentimientos de amor, o su admiración por la belleza de
la naturaleza. De hecho, el poeta inglés Wordsworth escribió en 1800 que la poesía era
un cierto “rebosar espontáneo de sentimientos internos”. Y casi treinta años antes,
Goethe ya afirmaba, en boca del personaje de una de sus obras, que lo que hace al poeta
es “un corazón henchido de desbordante emoción”8. Por tanto, lo que distingue al poeta o
al artista del común de los mortales no es su habilidad, su maestría, sino la intensidad de
sus sentimientos; y es sólo esta intensidad lo realmente valioso. Una obra de arte
ejecutada sin sentimiento, de una forma fría, es un verdadero fraude; algo deshonesto e
inmoral, ya que un poeta que escribiera sobre un amor que realmente no sientese en su
corazón estaría engañando a sus lectores.
En consecuencia con estas ideas, las circunstancias bajo las que se escribía un
poema comenzaron a interesar al crítico de arte y al público, mientras que anteriormente
casi no se les daba importancia. Nadie se hubiera sentido defraudado al saber que una
elegía ante la muerte de una persona querida había sido escrita por encargo, y pagada por
los familiares del difunto. Para la teoría romántica —que nosotros hemos recibido como
herencia— esta posibilidad era considerada, cuando menos, como algo inquietante. El
poeta o el artista debía expresar únicamente sus propios sentimientos, de forma
espontánea, sin mediar nadie ni nada, tan sólo por el afán de expresarse a sí mismo, de
desahogar su corazón. Pues sólo de esta forma, dichos sentimientos podrían llegar a
transmitirse al lector o a quien escuchara su poesía, que lograrían así experimentar
idénticos sentimientos emotivos.
8
La comunicación de sentimientos a través del arte
El poeta alemán Friedrich von Schiller expuso estas ideas en una carta dirigida a
Goethe: “Yo considero poeta a todo aquel que sea capaz de expresar su estado emotivo
en una obra, de tal forma que dicha obra suscite en mí un idéntico estado emotivo”.9
Como estamos viendo, esta teoría de la expresión entiende el arte como una
comunicación de emociones: la transmisiónde sentimientos entre un hombre y otro.
Todos conocen que esta nueva teoría de la comunicación fue aplicada no sólo a la
expresión de sentimientos en la poesía, sino también a todas las artes. El gran pintor
paisajista inglés John Constable lo explicó de forma sucinta cuando afirmó: “la pintura es
para mi otra de forma de denominar la palabra sentimiento”10; y Delacroix, el paladín de
la concepción romántica de la pintura, escribió: “la pintura no es otra cosa que un puente
tendido entre la mente del artista y la del espectador; la fría perfección no es arte”. Lo
realmente importante —tal como había escrito Delacroix años antes— es que cada pintor
expresase su alma; “si uno cultiva su alma, ésta encontrará los medios para expresarse”11.
Y, en la siguiente generación, Zola escribiría: “lo que yo busco en una pintura es un
hombre, y no un cuadro”12.
Creo que no es necesario señalar que el arte que mejor se adapta a esta
concepción de la expresión artística es la música. Las emocionantes palabras que
Beethoven escribió en la partitura de su genial Missa Solemnis dan muestra de su fe en el
arte:
Vom Herzen, möge es wieder zu Herzen gehen
(Desde el corazón, se puede llegar también al corazón)
Teóricamente, esta identificación del arte con la expresión de la mente y el alma
del artista debería presentar serias dificultades para la apreciación del arte del pasado; ya
que muchas obras de arte y monumentos arquitectónicos fueron llevados a cabo por
maestros y artesanos anónimos, de cuya personalidad no conocemos —ni podemos
conocer— nada.
Pero he aquí que otra teoría vino a solucionar el problema: la teoría de la mente
colectiva. Una teoría que llegó a tomar gran variedad de formas. El arte de las épocas
anteriores, el estilo del antiguo Egipto, de los griegos, o del gótico del medioevo, fue
considerado como el producto del Zeitgeist —o espíritu de la época— de los egipcios, de
los griegos o de la Edad Media cristiana. Los denominados espíritus, que se manifestaban
a sí mismos en las diferentes formas artísticas o estilos, fueron considerados como una
especie de artistas que expresaban su propia interioridad, a la vez que revelaban la
esencia de la nación o de la época.
Es cierto que el objeto de mi estudio, la Historia del Arte, debe su prestigio y
popularidad, en gran parte, a la influencia de estas doctrinas tan optimistas sobre el arte
entendido como comunicación. No obstante, me he visto obligado a analizar y criticar en
muchos de mis escritos, tanto su coherencia interna, como algunas de sus
manifestaciones en la historiografía del arte. Por decirlo en pocas palabras, he llegado a
la conclusión de que se trata de una idea del todo irrelevante para servir de ayuda a los
historiadores y críticos de arte.
9
También he sido bastante crítico con la teoría del arte como transmisión de los
sentimientos del artista, o —tal como se denomina en nuestros días— del arte como
autoexpresión. Es evidente que no he sido el único especialista que ha manifestado sus
dudas sobre la utilidad de esta idea para el arte. Una idea que ha llegado a tener una
amplia aceptación en este siglo a través de diversos movimientos artísticos, como el
expresionismo alemán, o el expresionismo abstracto en Norteamérica.
Estoy convencido que su inconsistencia es del todo manifiesta. No hay duda de
que cualquier creación artística estará íntimamente unida a la personalidad de su creador;
pero esta afirmación no implica casi nada, ya que es absolutamente falso que a través de
una determinada obra se pueda llegar a conocer al artífice. Uno de los artistas más
famosos del renacimiento italiano, Benvenuto Cellini, nos ha dejado en su autobiografía
una espléndida narración de su incontrolable personalidad: violento, aventurero,
inconformista. Sin embargo, ¿quién podría adivinar estos rasgos de su personalidad a
través de las elegantes y refinadas obras producidas por su mano, como el Perseo de
Florencia, o el famoso salero de oro de Viena? De igual forma, ¿qué es lo que realmente
conocemos de la personalidad de Shakespeare o de Bach? ¿Los reconoceríamos si los
encontramos en alguna parte?
Por otra parte, tampoco es de alguna utilidad pensar en una gran obra de arte
como el resultado de un determinado estado emotivo del artista suscitado en el preciso
momento de su creación. El argumento utilizado por los que han criticado esta teoría es
que tal circunstancia implicaría que un compositor que escribiera una sinfonía debería
esperar a encontrarse melancólico para escribir un adagio, y alegre para escribir un
scherzo. Indudablemente, el arte no es algo tan sencillo.
Lo que nos revelan estas objeciones, en mi opinión, es la necesidad de formular
una teoría de la expresión artística más satisfactoria. Además, tal como he venido
indicado, hemos tenido algunas teorías más adecuadas en el pasado. La teoría dramática
del renacimiento ha sido formulada de nuevo por Suzanne Langer en su influyente
Philosophy in a New Key, aunque no creo que añada nada nuevo a lo mucho que ya se
había dicho con anterioridad. La teoría de los efectos, que he descrito como la más
influyente en la antigüedad clásica, vuelve a tener su vigencia en nuestros días; ya que las
preocupaciones que sentía Platón respecto a los efectos nocivos del mal arte, han vuelto a
estar de actualidad con los debates sobre los efectos de la televisión en la gente joven.
Pero en cierta manera, y en comparación con el auténtico problema de la expresión —la
relación entre el artista, su obra y su público— se trata de una cuestión marginal.
Intentar resolver esta compleja cuestión es algo realmente atrevido. Y quien
intentara hacerlo en unos pocos minutos sería una persona realmente temeraria. Pues
bien, esto es lo que intentaré hacer a continuación, para lo cual les solicitaría su mayor
atención. En mi opinión —y resumiendo mi idea en pocas palabras—, la cuarta teoría
que necesitamos debería incorporar las teorías precedentes, pero modificándolas a la luz
de las anteriores objeciones.
10
Una teoría alternativa: la teoría “centrípeta” de la expresión artística
He afirmado que la teoría del arte, entendida como la expresión o manifestación
de los sentimientos del artista, que posteriormente transmite a su público, llega a
identificar la expresión de las emociones con los síntomas de las emociones; de forma
análoga a lo que sucede en la vida real cuando fruncimos el ceño por enfado, o saltamos
de alegría. Naturalmente, tales síntomas pueden ser pegadizos o contagiosos, ya que las
emociones pueden llegar a influir en un grupo numeroso de personas en una fiesta o en
una asamblea. Es más, si nos fijamos en esta circunstancia con más detenimiento,
podremos observar que incluso aquí la noción común del proceso se ha simplificado
bastante. Como ya he señalado en otra ocasión, este hecho se basa en la idea de que,
cuando tenemos un sentimiento determinado, éste se manifiesta al exterior a través de
algún tipo de indicio o síntoma13. Se trata de un movimiento que va del interior al
exterior; un movimiento que podríamos denominar como centrífugo; primero se da el
sentimiento, luego el indicio, posteriormente la respuesta de los demás ante aquel indicio
o síntoma. Se trata de algo similar a la transmisión de un mensaje a través de las ondas
radiofónicas.
Pero ya hace muchos años que la psicología descubrió que esta relación entre
sentimientos y síntomas no es una relación unilateral. Podríamos decir, sin mayores
explicaciones, que también los síntomas pueden causar las emociones apropiadas. Esta
observación es conocida en la psicología como la teoría de las emociones de James-
Lange; una teoría que postula la unidad entre estados físicos y mentales, tanto en los
animales como en los seres humanos14.
Recuerdo haber leído en algún lugar que cuando una cacatúa está alegre mueve su
cabeza de arriba abajo; en consecuencia, es fácil modificar el estado de alegría o de
tristeza de este pájaro; tan sólo se necesita cogersu cabeza y moverla de arriba abajo. No
respondo de la exactitud de este hecho, ni tampoco comparto la idea de completa
igualdad entre los fenómenos físicos y mentales; pero en algún sentido todos somos
cacatúas. Mi madre, que fue profesora de piano, solía aconsejar a sus discípulos que, al
tocar un pasaje alegre, se echaran hacia atrás y sonrieran, ya que este gesto deliberado
infundiría expresividad a su interpretación musical.
De hecho, los oradores y actores de teatro han descubierto la teoría James-Lange
mucho antes de que la formulara la ciencia de la psicología. El orador y el actor siempre
deben hablar y actuar en el estado emocional que se requiere en su discurso o actuación.
Recuerden la sorpresa de Hamlet al observar que el actor que recitaba la tragedia de la
caída de Troya derramaba lágrimas auténticas: “¿Qué significaba Hercúles para él?” Sin
embargo, el actor no lloraba debido a su aflicción por la reina de Troya; su emoción
surgía al recitar lo que el dramaturgo había escrito para esta ocasión. No es el dolor lo
que hace apasionado el discurso, sino el discurso apasionado el que provoca el dolor; o,
al menos, todos los síntomas del dolor, incluidas las lágrimas.
Intentaré definir con mayor precisión esta teoría que pone un especial hincapié en
la relación inversa entre los sentimientos y la expresión. En alguna ocasión he propuesto
denominarla como la teoría centrípeta de la expresión artística, en contraste con lo que
sería la teoría centrífuga de la expresión. Los signos expresivos aparecen en primer
11
lugar, y son ellos precisamente los que propician una respuesta emocional en el actor, el
orador y —tal como me gustaría creer— en cualquier artista; sea éste un pintor, un poeta
o un músico. Tomando un término prestado de la ingeniería, también me gustaría
denominar a esta teoría de la expresión artística como la teoría feedback —o de la
retroalimentación—. Se trata, en definitiva, de una teoría que subraya la importancia de
la constante interacción entre la forma artística y los sentimientos, entre el medio artístico
y el mensaje que se transmite.
Aunque mi campo de trabajo es la historia de las artes visuales, me gustaría —con
su permiso— detenerme por unos momentos en la teoría de la expresión artística en la
poesía, ya que es aquí donde se aprecia con mayor claridad a lo que me estoy refieriendo.
El medio artístico del poeta es el lenguaje. El poeta sólo puede expresar sus ideas o
emociones por medio de las formas o palabras que le ofrece el lenguaje. Su arte consiste
en tantear su medio artístico con el fin de seleccionar la palabra correcta, el tono o la
forma que encaja con mayor perfección con aquello que él desea expresar. Pero, una vez
más, incurriríamos en una excesiva simplificación si pensáramos que lo primero son sus
sentimientos emotivos; sentimientos que, posteriormente, debe envolver con las palabras
de su lengua nativa. Al igual que con los síntomas de la expresión —sólo que en este
caso con mayor fuerza— será el lenguaje el que sugiera y suscite sus sentimientos en un
constante movimiento de interacción.
Tal como solía recalcar el gran crítico inglés Ivor A. Richards, tras haber
abandonado la escritura en prosa para practicar la poesía: “es el lenguaje el que inspira al
poeta”.15 Una vez más cabe hablar de la teoría centrípeta de la expresión: es el lenguaje
el que ofrece al poeta los medios para dar forma a sus sentimientos o pensamientos en
una creación artística.
La importancia del medio artístico y el descubrimiento de recursos expresivos
Un ejemplo excepcional, aunque algo excéntrico, del papel que juega el lenguaje
en la expresión, lo encontramos en el libro de Sigmund Freud, El chiste y su relación con
lo inconsciente16. Solemos pensar en Freud tan sólo como un expresionista que
consideraba al artista como un hombre dominado por la fuerza de sus emociones. Pero
esta idea supondría no entender su intuición más valiosa acerca del arte, que se encuentra
en el libro que acabo de mencionar.
Al tratar de los chistes, Freud se detiene a estudiar los retruécanos o “juegos de
palabras”; esa clase de equívocos que se aprovecha de los accidentes del lenguaje. Los
ejemplos que él analiza son tomados, como es natural, de su lengua nativa, el alemán; y
sus traductores se han encontrado con el problema de elegir ciertos chistes equivalentes
en la lengua inglesa. Uno de esos chistes, utilizado por su traductor, es la divertida
descripción de las vacaciones navideñas cono alcoholidays. En realidad no es un chiste
muy bueno; pero es lo bastante ocurrente para ilustrar la dependencia de la expresión
frente al lenguaje. Me atrevería a decir que Inglaterra no es el único lugar donde ciertas
personas esperan las vacaciones para tener la oportunidad de beber; sin embargo, no es
del todo necesario que aquel que inventó este chiste tuviera un deseo de emborracharse, y
12
de ahí su ocurrencia. El chiste, como hemos visto, tiene su origen, no en el deseo de
alcohol, sino en un accidente del lenguaje.
Creo que no es necesario afirmar que el lenguaje puede ofrecer al artista mucho
más con sus palabras que este mal chiste. Toda poesía se deriva del lenguaje;
circunstancia del todo evidente con sólo considerar la importancia que adquieren la rima
y la medida en algunas tradiciones poéticas.
Lo que interesa para el tema que me ocupa es el papel que juega el medio
utilizado por el artista; un medio que se encuentra al servicio del proceso de expresión
artística. En la actualidad, las distintas artes —arquitectura, jardinería, pintura, escultura,
música o danza— no operan con símbolos tan explícitos como lo hace el lenguaje. No
obstante, estas artes no podrían cumplir con su función sin la existencia de una tradición
que ofreciera al artista ciertas posibilidades de elección.
En un artículo que escribí hace tiempo sobre “Expresión y comunicación en arte”,
insistía en que no debemos olvidar lo que aprendimos de la teoría de la información. La
comunicación entre un emisor y un receptor presupone un código, ya que, como hemos
visto, las señales que enviamos no transmiten significados “al modo como las vagonetas
transportan carbón”17. Las señales pueden comunicar su mensaje tan sólo a aquellos
receptores que tienen ciertas expectativas; es decir, un conocimiento previo sobre las
distintas alternativas que le ayude a seleccionar entre las varias posibles.
Puede que a simple vista resulte absurdo relacionar la expresión artística con esta
árida teoría de la información desarrollada por los ingenieros de telecomunicación.
Además, soy plenamente consciente de la gran distancia que media entre cualquiera de
las artes de los simples códigos a los que hace referencia esta teoría matemática. Con
todo, el estudioso del arte se puede beneficiar de esta nueva disciplina si es capaz de ver
el gran papel que juegan nuestras expectativas sobre nuestras respuestas. Lo muy
esperado es difícilmente captado; y lo totalmente inesperado carecería de significado. Es
esta adecuada proporción entre lo esperado y lo inesperado lo que constituye el atractivo
y la magia de la expresión artística. Todo ello no sería posible sin un medio artístico
estable que permita al artista jugar con las expectativas de su público; confirmando,
negando, burlando o sorprendiendo dichas expectativas.
En mi opinión, donde también se equivoca la teoría del arte como comunicación
es en el convencimiento tácito de que un gran artista puede planear de forma premeditada
todos esos efectos sin el beneficio del feedback. En cada estado del proceso creativo el
artista debe ser su primer público y su primer crítico18. Tanteará y explorará su medio
artístico, observando cómo le afectan las distintas combinaciones de formas, de colores o
de tonos musicales. En este atento juego de tanteo y experimentación con las
posibilidades de su arte, el pintor sacará partido a los accidentes fortuitos que encuentra a
lo largo de su proceso, al igual que hacíael poeta al sondear las posibilidades del
lenguaje. Cabe recordar, en este sentido a Joseph Turner, el gran pintor paisajista inglés,
solía advertir a sus discípulos que “nunca se olvidaran de los accidentes”19.
Tengo entendido que este estado de alerta, frente a las posibles variaciones
accidentales del medio artístico, también jugaba un papel relevante en ciertas escuelas de
pintura del lejano oriente; al igual que en el expresionismo abstracto de nuestro siglo. No
obstante, debemos señalar que entre ambas existe una radical diferencia. Tan sólo dentro
13
de una tradición perfectamente establecida, un artista puede jugar con los matices más
delicados; con la seguridad de que su público sabrá captar cada diferencia de matiz.
Respondiendo, ante cada una de estas insinuaciones, de forma análoga a como él
respondió en su proceso de búsqueda y experimentación. Estoy firmemente convencido,
respecto a este punto, que las artes del lejano oriente, de China y de Japón, son con
frecuencia mucho más sutiles que las de occidente.
En cualquier caso, no creo necesario detenerme a explicar en qué grado la
literatura y el arte de cada cultura permite articular ciertos sentimientos y estados
emotivos. Cabría hablar, por ejemplo, del modo en que la respuesta ante la naturaleza, la
actitud hacia el amor, los conceptos de heroísmo o de santidad, han tomado cuerpo en el
arte y en la literatura de cada nación. Ya he aludido a la idea tan extendida de que todo
esto puede ser interpretado como manifestaciones de un espíritu colectivo o de cierto
carácter nacional; pero aquí, como en otros muchos casos, haría un alegato en favor de la
teoría del feedback. No se trata, tan sólo, de que la personalidad de una nación encuentre
su expresión en el arte de un determinado país; ya que también el arte del país configura,
en cierta forma, la personalidad de esa determinada nación. La tradición, el medio
artístico y el lenguaje ejercen su influencia en todos aquellos que los han heredado o los
han utilizado. Separar y analizar esta sutil interacción es del todo imposible. Bastaría con
darse cuenta de que siempre sucede así.
Me gustaría insistir en que esta cuarta teoría de la expresión artística no
contradice las teorías anteriores; simplemente las amplía, a la vez que toma de cada una
de ellas algunos elementos importantes. La primera teoría, la de la antigüedad clásica,
aquella que se centra en los efectos que el arte provoca sobre las emociones, pudiendo
por tanto comparar el medio artístico a los hechizos o, incluso, a los elixires, es —en mi
opinión— la más importante de las tres. Con todo, en mi teoría quisiera resaltar que el
primero en sentir dichos efectos —y en buscarlos— es el mismo artista; el cual descubre
y selecciona la clase de sentimientos emotivos que desea provocar y manifestar.
Esta actitud no tiene por qué contradecir necesariamente a la segunda teoría de la
expresión artística, la que he venido a denominar como la teoría dramática de la
expresión. El artista —según esta teoría— estudia la manera de manifestar los
sentimientos emotivos, y encuentra los modos y recursos adecuados en la tradición
artística que ha heredado. Pero interesa señalar que el artista estudia estos recursos
expresivos como hechos objetivos y eficaces; de forma desapasionada.
Por su parte, la tercera teoría se opone a la anterior. Me gustaría indicar que hay
mucho que aprender de esta teoría romántica de la expresión artística. Ya que, de acuerdo
con mi idea, el verdadero artista hallará, en su proceso de búsqueda y descubrimiento,
sentimientos ante los que reaccionará; emociones que hará verdaderamente suyas en su
corazón.
Con el fin de ilustrar todas estas ideas, y a modo de resumen, me gustaría poner
un ejemplo del lenguaje de la música; en concreto, el de un simple toque de trompeta. En
la antigüedad clásica se hubiera puesto el acento en la capacidad de este instrumento para
suscitar el valor y la agresividad. En la época del renacimiento y barroco se hubiera
utilizado —por ejemplo, en una ópera— para representar el espíritu marcial. Un
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compositor romántico es posible que insertara un toque de trompeta en su sinfonía para
expresar la emoción del triunfo.
Todas estas interpretaciones me parecen absolutamente legítimas. Pero no
debemos olvidar que el toque de trompeta es parte de una tradición cultural; y que el
compositor que utilizó la trompeta descubrió sus posibilidades al estudiar en sí mismo la
propia capacidad de respuesta. Una vez descubiertos estos recursos, puede encontrar
nuevas aplicaciones, variaciones originales, y nuevas tonalidades emotivas, y hacer que
nos demos cuenta de que aquel toque de trompeta es suyo y solamente suyo. De esta
manera, y sólo de esta manera, podemos interpretar la idea del arte como expresión de los
sentimientos del artista.
(Traducción: Carlos Montes)
 
1
 Nota del traductor: Al tratarse de una conferencia, el autor ha incluido tan sólo unas pocas citas
bibliográficas. Pensando en el lector interesado, y con la aceptación del autor, nos hemos permitido añadir
algunas notas más, con referencias a la obra de Gombrich y de los autores citados.
2
 Las funciones que Gombrich define coinciden con las de K. Bühler en su libro Teoría del lenguaje
(Madrid 1961); en la versión española, Julián Marías tradujo estas expresiones en “símbolo, indicio y
señal” popularizando estos términos en los trabajos relacionados con esta temática; en nuestra traducción
conservamos el término “síntoma” que coincide en su significado con el de “indicio”.
3
 Leonardo da Vinci, Treatise on Painting, versión de A. P. McMahon (ed.), Princeton 1956, nº 248.
4
 Ibídem, nº. 250.
5
 Ibídem, nº. 267.
6
 Ibídem, nº. 33.
7
 Existe traducción en castellano. M. H. Abrams, El espejo y la lámpara. Teoría romántica y tradición
crítica del hecho literario, Buenos Aires 1962.
8
 Cfr. Goetz von Berlichingen, acto 1.
9
 Crf. Carta del 27 de marzo de 1801.
10
 Cfr. Carta del 23 de octubre de 1821.
11
 Cfr. Diario, texto del 25 de enero de 1857, y del 14 de mayo de 1824.
12
 Cfr. Mon Salon, 4 de mayo de 1866.
13
 Cfr. “Freud´s Aesthetic” en la revista Encounter, nº 26, enero 1966, p. 30-40. Existe traducción en
castellano: “La estética de Freud”, en E. H. Gombrich, Freud y la psicología del arte, editorial Seix Barral,
Barcelona 1971, p. 9-43.
14
 Cfr. C.G. Lange, The Emotions, Baltimore 1922 (1885) y W. James, “What is an emotion”, en Mind, 9,
1884, p. 185 y ss. El profesor Gombrich cita esta teoría en alguna ocasión; cfr. su artículo “Gesto
ritualizado y expresión en el arte”, en La imagen y el ojo, Madrid 1987, p. 71.
15
 Especialmente en Verse versus Prose, Presidential Adress, The English Association, 1978. Sobre
Richards, cfr. E. H. Gombrich, “The Necessity of Tradition. An Interpretation of the Poetics of I. A.
Richards” en Tributes, Oxford 1984, p. 185 y ss.
16
 Cfr. S. Freud, El chiste y su relación con lo inconsciente, Madrid 1969. Sobre esta obra ha tratado el
profesor Gombrich en el artículo antes citado sobre Freud, y en el artículo “Verbal Wit as a Paradigm of
Art. The Aesthetic Theories of Sigmund Freud” en Tributes.
17
 Cfr. E. H. Gombrich, “Expresión y comunicación” en Meditaciones sobre un caballo de juguete, p. 77 y
ss.
18
 “Tal como le gusta señalar a mi amigo Sir Karl Popper”. Sobre el tema de la expresión en Popper se
puede cfr. Búsqueda sin término, Madrid 1977, p. 71-96.
19
 Cfr. J. Ruskin, Modern Painters, vol. V, 1988, p. 177.

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