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Bettelheim, B La fortaleza vacía, pp 297-426

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Bruno Bettelheim 
La fortaleza vacía 
Aut i smo infant i l 
y el n a c i m i e n t o del yo 
PAIDOS 
Barcelona • Buenos Aires • México 
Capítulo 7 
JOEY 
Mi alegría, mi aflicción, mi esperanza, mi amor. 
Todo se movía dentro de este círculo. Un círculo estrecho. * 
EDMUND WALLER 
Durante su estancia en la Escuela, Joey fue atendido por sus abnega-
dos educadores y maestros Fae Lohn Tyroler, Louis Harper y Barbara Be-
achy, por orden aproximado de importancia. A ellos principalmente, pero 
también a muchos otros miembros del equipo, corresponde el mérito de la 
mejoría de Joey y de las observaciones que han servido de base a esta co-
municación. 
La primera observación de un niño autista nos dice que, en su 
segundo año de vida «desarrolló una manía por las peonzas, los pu-
cheros y otros objetos redondos», y cómo después le disgustaban 
igualmente los triciclos y otros objetos circulares análogos, a los que 
parecía «tener casi horror» (Kanner, 1943). Desde que se hizo esta 
observación, la fascinación por las cosas que giran sobre sí mismas 
ha pasado a ser una de las características que nos permiten diag-
* My joy, my grief, my hope, my love, / Did all within this árele move. / A narrow 
compass. 
330 TRES H I S T O R I A L E S 
nosticar autismo infantil. Este círculo, dentro del cual giran estos 
niños sin descanso, es el más pequeño y peor de los mundos. Pero, 
al menos, es su mundo y ellos son el centro de rotación. Intentar sa-
lir de él, incluso en un triciclo, es jugar con la destrucción. 
A diferencia de Laurie y de Marcia, Joey era un niño autista con 
habla. Esto es, poseía la palabra, aunque no comunicaba. Las dos ni-
ñas anteriores tuvieron que adquirir trabajosamente cierta autono-
mía. Joey jamás había renunciado del todo a la lucha. Como el mun-
do que él encontró no le concedió ni un mínimo de autonomía, 
creó un mundo separado y propio. Si el mundo del calor humano 
estaba cerrado para él hasta el punto de que tener emociones le ha-
cía daño, Joey crearía uno en el que no hubiese sitio para los afectos. 
Pero, ya que no podía prescindir de las cosas, tenía que ser también 
un mundo en el que éstas pudieran suceder sin que implicasen sen-
timientos. Tenía que ser, en una palabra, un mundo de máquinas. 
En otro lugar (1960), he examinado el hecho de que, si bien 
todas las psicosis se deben a un conflicto den t ro de la persona, las 
delusiones específicas de ésta reflejan, no obstante, las esperanzas 
y las angustias de la sociedad en que vive. Por ejemplo, compa-
rando las delusiones modernas con las de la Edad Media, yo suge-
rí una vez que hasta a Lucifer se le veía en tanto que persona, aun-
que persona deformada sin duda. Lo enteramente nuevo en la era 
de las máquinas es que, a menudo , ni salvador ni destructor tie-
nen ya figura humana . La delusión m o d e r n a típica es la de ser 
movido e influido por una máquina. 
Lo mismo que los ángeles y los santos de una edad profunda-
mente religiosa nos ayudan a imaginar cuáles fueron las mayores es-
peranzas de los hombres entonces, y los demonios más temibles, así 
las delusiones del hombre en el mundo de la máquina parecen in-
dicar también nuestras esperanzas y temores de lo que las máquinas 
pueden hacer por nosotros o contra nosotros. En este sentido, la 
historia de Joey también podría considerarse un cuento filosófico. 
Cuando vimos por pr imera vez a Joey, parecía muy poca cosa, 
una criatura muy frágil, a sus nueve años.y medio. Parecía todo 
ojos en un cuerpo lamentablemente minúsculo, unos ojos tristes 
y oscuros mirando al vacío y la nada. Cuando hacía algo, parecía 
func ionar por control remoto, un «hombre mecánico» movido 
por máquinas creadas por él y ahora fuera de su control. 
J O E Y 331 
Un cuerpo humano que opera como una máquina, y una má-
quina que ejecuta funciones humanas, dos cosas extrañas sin duda, 
aún más extrañas si el cuerpo en cuestión es el de un niño, pues el 
niño parece más cerca de la naturaleza que el adulto, dado que la 
infancia implica un proceso de despliegue, de crecimiento natural, 
del cual el comportamiento mecánico es la negación más comple-
ta. Joey era un niño carente de todo lo que nos parece esencial-
mente humano e infantil, como si no moviese brazos o piernas, si-
no sólo músculos activados por engranajes. Su comportamiento 
tampoco era el de un animal vegetativo, descorticado; por el con-
trario, en todo lo que hacía se adivinaba una tensión y un fin, pero 
al mismo tiempo una complejidad cuya comprensión se nos esca-
paba. Mas nosotros no lo percibíamos como tensiones y compleji-
dades humanas. Se parecían más a la tensión que sentimos en un 
cable de acero muy cargado, tenso y a punto de partirse. 
Desde muchos puntos de vista, Joey era un niño autista típico. 
Pero si bien mostraba todo el comportamiento que atribuimos a esa 
perturbación, ni siquiera un catálogo completo de sus síntomas nos 
brindaría el verdadero retrato del caso. Los estudios de niños autis-
tas que aparecen en la literatura especializada toman como punto 
de partida determinadas comparaciones con los seres humanos, nor-
males o anormales. Pero si hacemos justicia a j o e y tal y como esta-
ba cuando llegó a la Escuela, y como permaneció básicamente los 
dos años siguientes, tendría que compararlo simultáneamente con 
un lactante absolutamente torpe y con una máquina muy compleja. 
A menudo incluso nosotros teníamos que hacer un acto deliberado 
de voluntad para mirarlo y verlo como un niño. Si no lo mantenía-
mos en el centro de nuestra atención, se escapaba a la pura nada. 
Es lo que nos suele pasar con los diferentes dispositivos mecánicos 
de nuestra casa, que no los percibimos salvo que nos sirvamos de 
ellos o funcionen. Este niño-máquina sólo estaba con nosotros 
cuando funcionaba; parado, no tenía ninguna existencia. En un 
momento parecía que no estaba allí, y al instante parecía una má-
quina con todos sus engranajes y transmisiones funcionando sin ce-
sar, con lo que acaparaba toda nuestra atención, nos gustase o no. 
No obstante, Joey no era un niño autista tan pe rpe tuamente 
«no existente» como muchos otros, ext raordinar iamente retira-
dos, ni tan subhumano como otros pequeños autistas, los cuales, 
332 TRES H I S T O R I A L E S 
por su ferocidad, han sido comparados con animales y llamados 
niños «salvajes». La suya no era una existencia humana reducida 
ni parecida a la de un animal. Era per fec tamente «real», cierto, 
pero su realidad era la de las máquinas. 
Había momentos, por ejemplo, en que una larga pausa de no 
existencia se in te r rumpía con la puesta en marcha de la máquina, 
que se ponía a func ionar con creciente celeridad, hasta que al-
canzaba el pun to álgido en una «explosión». Esto ocurr ía muchas 
veces al día y terminaba cuando Joey tiraba bruscamente una lám-
para de radio o una bombilla eléctrica que explotaba en mil pe-
dazos y con ru ido de verdadera explosión. Era extraordinaria-
mente hábil para procurarse lámparas o hacerse con bombillas a 
espaldas nuestras. Si no conseguía estos objetos, recurr ía a una 
botella o a cualquier otro objeto frágil. 
En cuanto llegaba la hora de hacer explotar el m u n d o , este 
n iño , que vivía en la calma más comple ta , m u d o e inmóvil, se 
volvía comple tamente loco, corr ía en todas las direcciones y gri-
taba: «¡Crac! ¡Crac!» o «¡Explosión!», t i r ando v io len tamente 
una bombilla o un motor. Tan p ron to como el obje to lanzado se 
destrozaba y se apagaba el ru ido , Joey mor ía con él. Sin transi-
ción, volvía a su apa ren te no existencia. U n a vez que la máqui-
na había explotado, no quedaba n i n g ú n movimiento , nada en 
absoluto. 
Durante las primeras semanas con nosotros, observábamos ab-
sortos cómo entraba en el comedor. Tendía sobre el suelo un hilo 
imaginario y se conectaba con su fuen te de energía eléctrica. Lue-
go extendía el hilo desde una toma imaginaria hasta la mesa del 
comedor para aislarse y a cont inuación se enchufaba . (Había in-
tentado utilizarhilo metálico real, pero esto no se lo podíamos 
permitir; pone r cables reales en enchufes reales era peligroso pa-
ra él y para cualquiera que se enganchara con ellos al pasar.) Estas 
conexiones eléctricas imaginarias eran absolutamente necesarias 
antes de poder comer, porque sólo la corr iente movía su aparato 
de ingestión. Ejecutaba el ritual con tal habilidad, que había que 
mirar dos veces para estar seguro de que allí no había ni alambre 
ni enchufe . Su pan tomima era tan perfecta y tan contagiosa su 
concentración, que los que le miraban parecían suspender su pro-
pia existencia y se convertían en observadores de otra realidad. 
J O E Y 333 
También tenía que pone r estos hilos y dispositivos antes de dor-
mirse, jugar, leer, etc. 
Lo mismo que el lactante tiene que establecer contacto con su 
madre para poder mamar, así también Joey tenía que conectarse 
con la electricidad, l i teralmente enchufarse, antes de poder fun-
cionar. Así, la electricidad que parecía fluir por el hilo la hacía pa-
sar a su cuerpo. Le conectaba a una fuente de energía más fuer te 
que él, de u n a manera muy semejante a como el bebé en brazos 
de la madre se convierte en parte de un todo más grande, unido a 
una fuen te de energía más poderosa. 
Por lo mismo que nadie quiere in terponerse ent re la madre 
que da de mamar y su hijo, ni estorbar esta actividad indispensa-
ble a la vida, así los niños y el personal de la Escuela ponían es-
pon táneamente cuidado en no pisar los hilos imaginarios de Joey, 
por miedo a cortar la corr iente e in te r rumpir su existencia. 
Hasta las mujeres de la limpieza, habituadas de mucho tiempo 
atrás a las extrañas costumbres de nuestros niños, hacían con él 
una excepción, impresionadas y atraídas por su fragilidad infantil. 
Su cuerpo, delgado como una hoja de papel, sus costillas salidas y 
el aspecto triste y hambriento de su rostro, no coincidían en mo-
do alguno con la grandeza megalomaníaca que sacaba de la po-
tencia de las máquinas. De vez en cuando, se caía alguna pieza del 
complejo aparato que había instalado en su cama, convirtiéndola 
en una máquina-auto que le movería (o le «viviría») mientras él 
dormía. Esta máquina de respirar la había fabricado ingeniosa-
mente con cinta adhesiva, cartón, trozos de alambre y otros mu-
chos objetos diversos. Normalmente , nuestras auxiliares, al lim-
piar, recogen estos objetos y los ponen en u n a mesa para que los 
niños los encuen t ren fácilmente. Sin embargo, con Joey, ponían 
cuidadosamente las piezas en su lugar correspondiente , en la 
«máquina», porque «Joey necesitaba su carburador para respirar» 
(figs. 10 y l l ) . 1 Era una «máquina-coche» que le daba energía y un 
1. Es posible que una medida de nuestra repugnancia, de nuestro rechazo 
de lo extraño, sea el hecho de que no fuimos capaces de fotografiar los aparatos 
más complicados que Joey había creado para hacer funcionar su mente y su cuer-
po. Sólo cuando esta fase entró en pleno declive acertamos finalmente a fotogra-
fiarlos. Por desgracia, no muestran la maquinaria que le movía por la noche más 
que en la forma reducida que Joey les dio tras dieciocho meses en la Escuela. 
334 TRES HISTORIALES 
FIGURA 10. Máquina-vehículo que suministraba energía a Joey; obsérvese (al pie de 
la cama) el carburador que le permitía respirar, y el motor que controlaba su cuerpo. 
FIGURA 11 . Primer plano de la cabecera de la cama de Joey, con el volante (ala 
izquierda), la batería (abajo) que alimentaba el altavoz (ala derecha) y otras par-
tes de la máquina gracias a la cual <<funcionaba» mientras dormía. El «altavoz» 
permitía a Joey hablar y escuchar. 
JOEY 335 
«carburador» que le permit ía respirar. Asimismo, le l impiaban y 
cuidaban a tentamente los tubos de escape con los cuales hacía la 
digestión. 
Los niños en presencia de los cuales vivía —difíci lmente po-
dríamos decir que vivía con ellos— también se compor taban de 
manera protectora. Aunque no siempre eran tan cooperadores , 
andaban con cuidado al rededor de las cosas de Joey. De manera 
espontánea, hacían sitio para sus aparatos, incluso mucho des-
pués, cuando ya los había reducido a una simple trozo de cartón. 
«Apártate —decían—. ¿No ves que estás empu jando el transistor 
de Joey?» Y hacían sitio a un transistor que Joey había fabricado 
de la nada y que era eso, nada. 
Estábamos, pues, en presencia de un robot, pero de un robot 
impotente, porque detrás de esta fachada todos nosotros no pre-
sentíamos más que una desesperación total. Muchas veces, sin em-
bargo, el compor tamiento de Joey fi jaba nuestro t iempo: ¿hacer 
máquinas sirve aún a nuestros fines o bien éstas han empezado ya 
a funcionar sin ningún fin? Y todavía más inquietante: ¿no estarán 
func ionando ya para sus propios fines, desconocidos y descontro-
lados por nosotros? 
ANTECEDENTES 
Las condiciones de vida que llevaron a Joey a decidir ser un 
aparato mecánico en vez de una persona comenzaron antes de su 
nacimiento. En efecto, al nacer, su madre «le consideraba una co-
sa más que una persona». Pero, incluso antes de nacer, había he-
cho poca impresión sobre ella. «No reparaba nunca en que estaba 
encinta», declaró la propia madre, quer iendo decir que el emba-
razo no alteró conscientemente su vida. Tampoco su nacimiento 
«significó cambio de n inguna clase». 
Ambos padres habían abordado el matr imonio de refilón, por 
la trasera de una historia de amor frustrado. En el caso de la ma-
dre, había amado a un hombre muer to en un combate aéreo du-
rante la Segunda Guerra Mundial. Respectivamente, los padres se 
habían sentido muy ligados a personas que habían perd ido y am-
bos decidieron que quizás una elección razonable podría ayudar-
336 TRES H I S T O R I A L E S 
les a solucionar su situación afectiva. Aunque menos interesan-
te, esta solución también era menos dolorosa y, por tanto, más 
segura. 
Asimismo, ambos padres habían tenido dificultades en su de-
sarrollo respectivo. La adolescencia de la madre había sido tor-
mentosa. H u b o una época en que se negó a ir a la escuela, no te-
nía amigos y vivía con el temor pe rmanen te de sufrir crisis de 
desvanecimiento. Su madre la llevó a un psiquiatra y, aunque no 
siguió un tratamiento continuado, pudo volver al instituto, donde 
acabó normalmente los estudios. 
También el padre de Joey tuvo dificultades en el instituto, al 
que faltaba con frecuencia. Sin embargo, al marchar del hogar e 
ingresar en un in ternado estudiantil, las cosas le fue ron mejor, así 
como también en la universidad, en el ejército y más tarde en su 
vida profesional. 
Lo que ambos querían sobre todo en su matr imonio era olvi-
dar su dolor privado y no compart ido. No eran capaces de conso-
larse mutuamente , así que in tentaron no pensar más en sus des-
gracias pasadas y en las miserias de la vida duran te la guer ra 
llevando una vida social desenfrenada. La madre no permitió que 
el embarazo estorbara esto. El a lumbramiento fue fácil y el hecho 
de ser madre no cambió gran cosa la situación, puesto que Joey 
«era un buen bebé». O dicho más correctamente, la madre no le 
permitía producir en ella la menor emoción. 
Ninguno de los dos estaba psicológicamente p repa rado para 
criar un niño. Sin embargo, éste era el caso de muchas otras pa-
rejas constituidas en bases militares. Por for tuna , la mayoría de 
los padres empiezan a cambiar en cuan to les nace un hijo. Sin 
embargo, éste no fue el caso de Joey. Por el contrar io, si bien la 
esposa, en cierto modo , había acariciado la idea de ser madre , 
de tener un bebé para estar menos sola, u n a vez que la criatura 
nació quedó aterror izada ante su nueva responsabil idad. Fijada 
por la angustia de que har ía un pésimo papel como madre , no 
quer ía saber nada del n iño . Por au todefensa , su carga afectiva 
sirvió para envolver esta angustia. Lo que ella nos d i j a entonces 
debe en tenderse , no como indi ferencia para con su bebé, sino 
como una muest ra de lo que le costaba con tenerse en los mo-
mentos decrisis. 
JOEY 337 
En el hospital, tras el nacimiento de Joey, no quiso ver a su hi-
jo. «No quise darle de mamar. No me sentía realmente disgustada; 
s implemente, es que no quería cuidarlo», no por negligencia o 
pereza, sino porque sentía que era superior a sus fuerzas. Joey, 
pues, fue recibido en este m u n d o sin amor, sin rechazo y sin am-
bivalencia. Por pura angustia, fue lisa y l lanamente soslayado. 
En el hospital, Joey estuvo bien, pero una vez en el hogar las 
cosas cambiaron. Los primeros tres meses de su vida «lloraba casi 
todo el tiempo». Era un bebé con cólicos, criado según un hora-
rio estricto de una comida cada cuatro horas. Nadie le tocaba 
nunca, salvo en caso necesario, nadie le acunó nunca ni jugó con 
él. Fuerte y sano al nacer, empezó a cabecear violentamente, mo-
viendo la cabeza de atrás adelante y de un lado a otro. 
El padre fue trasladado entonces a otra base y la madre fue a 
instalarse con la esposa de otro militar. Las ansiedades y las ten-
siones aumentaron , en parte debido a las relaciones entre los pa-
dres, y en parte también a causa de la guerra. La madre estaba fí-
sicamente agotada y preocupada por sí misma, y dejaba a j o e y casi 
todo el t iempo solo en su cuna o en su parque . Pasaron unos me-
ses antes de que el matr imonio volviera a reunirse, pero esto no 
alivió las tensiones de la madre ni de las incert idumbres de la gue-
rra. Esto, y la precaria salud de la madre (dijo que había «arrastra-
do una pneumonía bastante tiempo») determinó lo que los padres 
l lamaban «el per íodo más difícil para nosotros». A menudo , la 
irritabilidad de los padres se descargaba contra el niño; trataban 
de cortar sus llantos nocturnos por vía de castigo. Luego, el padre 
salió de servicio a ultramar. 
Entonces la madre, con Joey, se fue a vivir a casa de sus padres. 
Al llegar, los abuelos notaron en el pequeño , que ya contaba un 
año y medio, un cambio notable y de mal augurio. Les preocupa-
ba su compor tamiento ausente, en comparación con su anterior 
afecto por ellos. Le inquietaban cont inuamente las maquinarias, 
sobre todo un ventilador eléctrico que le habían regalado los pa-
dres cuando tenía un año. Sabía montar lo y desmontarlo con una 
destreza sorprendente . La familia se explicó este interés por el he-
cho de que había sido llevado a menudo al aeropuer to cuando el 
padre salía o llegaba de alguna misión; se suponía también que es-
to tenía gran significado para él. Su interés por los ventiladores 
338 TRES H I S T O R I A L E S 
eléctricos se p rodujo en el aeropuer to . El lado pintoresco del ju-
guete y de semejante centro de interés no llamaron la atención de 
los padres duran te unos años; fue necesario un síntoma de peli-
gro más evidente: Joey sólo se hablaba a sí mismo. 
Dada la distancia defensiva que los padres guardaban respec-
to Joey, a sí mismos y a la vida, no nos extraña que durante los pri-
meros años de vida del n iño fueran incapaces de reparar en nada 
anormal. No obstante, pudimos averiguar algo sobre cómo su len-
guaje, normal, al principio, se volvió autista. 
Viviendo en semejante vacío emocional y afectivo, el lenguaje 
de Joey, poco a poco, se fue volviendo abstracto, despersonaliza-
do, distante. Perdió la capacidad de usar correc tamente los pro-
nombres personales, y más tarde su uso completamente. De hecho, 
su caso demuestra que lo que conduce a estos niños a desarrollar su 
lenguaje autista no es n inguna incapacidad específica, sino una 
elección del iberada de ellos. Goldstein (1959) y otros han consi-
derado que el autismo infantil es una incapacidad para abordar el 
pensamiento abstracto, y por ello me parece interesante citar un 
ejemplo opuesto, el desarrollo del lenguaje de Joey, aunque, na-
turalmente, tuvo lugar de una manera idiosincrásica, típica, por 
lo demás, del autismo. 
Al principio, Joey nombraba correctamente los alimentos; de-
cía «mantequilla», «azúcar», «agua», etcétera; pero después aban-
donó estas palabras. De esta fo rma reunió diferentes alimentos en 
grupos, pero privados ya de su carácter nutritivo. El azúcar pasó a 
ser «arena»; la mantequilla, «grasa»; el agua, «líquido», etcétera. 
La cualidad física sustituyó a la cualidad nutritiva porque sólo se 
le alimentaba con sustancias físicas y no, también, con emociones. 
Quitó, así, a los alimentos el gusto y el aroma, y estas cualidades 
las sustituyó por su impresión al tacto. Es evidente que tenía ca-
pacidad para el pensamiento abstracto. También está claro que, al 
t rasponer los nombres, así como en el abandono de los pronom-
bres personales, el n ino autista crea un lenguaje que conviene a 
su experiencia emocional del mundo , lo cual ya es, de por sí, un 
logro intelectual. Lejos de no saber cómo usar correc tamente el 
lenguaje, vemos ahí una decisión espontánea de crear un lengua-
je adecuado a cómo ¿¿experimenta las cosas, las cosas solamente, 
no las personas. 
JOEY 339 
Cuando Joey fue llevado a la Escuela Ortogénica, hablamos 
largamente con los padres. De la madre nos impresionó, aparte 
de sus aires de «víctima» y su p ro funda inseguridad, su marcada 
indiferencia cuando hablaba de Joey, su incapacidad para verlo en 
tanto que persona. Esto parecía más notable que cualesquiera fal-
tas que pudiera haber cometido en su crianza. Era verdad que lo 
había dejado llorar horas y horas cuando estaba hambriento, de-
bido al horario rígido que le había impuesto; también había sido 
enseñado a ser limpio con un gran rigor, para que no molestara. 
Pero estas cosas también les suceden a muchos niños que luego 
no se vuelven autistas. 
En los recuerdos de la madre, Joey aparecía siempre en rela-
ción, no con cosas suyas, sino con momentos, acontecimientos o 
personas, es decir, con algo o con alguien más. No podía recordar 
si había sido Joey u otra persona quien había hecho tal o cual cosa. 
Sobre otras personas y otros acontecimientos, la madre hablaba con 
animación y claridad. Pero cuando la conversación recaía en Joey, 
inmediatamente se volvía impersonal, distante e incapaz de mante-
ner la atención de su mente sobre él, procurando cambiar de tema. 
Al hablarnos de su nacimiento e infancia, era como si nos estuviese 
hablando de algún conocido, una persona o un acontecimiento de 
los que había oído hablar, pero sin demasiado interés. En seguida 
sus pensamientos se dirigían hacia otras personas, o a sí misma. Pa-
recía como si Joey no hubiese impresionado jamás a su madre. 
Es cierto que cuando nosotros hablamos con ella, ya había 
contado la historia de Joey a maestros, psiquiatras y asistentes so-
ciales. Con la repetición, se había perd ido gran parte del sabor 
propio de las experiencias inmediatas. De todas formas, los rasgos 
que observamos al escucharla mientras hablaba de Joey, coinci-
dían con los que otros habían notado en ella años antes, cuando 
Joey tenía cuatro años. A esa edad, el pequeño fue llevado a una 
clínica de orientación para niños por indicación de una maestra 
que se dio cuenta de que el pequeño necesitaba atención psiquiá-
trica debido a su total aislamiento y a su interés obsesivo por una 
actividad única: el dedeo. La clínica reconoció en Joey a un niño 
autista, y él y los padres fue ron aceptados para tratamiento. 
La psicoterapia ayudó a la madre a darse cuenta de hasta qué 
punto se había sentido «atrapada» inicialmente en su matrimonio; 
340 TRES HISTORIALES 
y de que durante varios años había creído simplemente amar a su 
marido, en tanto que sus verdaderos pensamientos permanecían 
adormecidos. Había sufrido pánico sólo de pensar en «dejar caer» 
el rígido control sobre sus afectos. Se sentía embotada, pero «se-
guía la corr iente o la comedia» con las demás personas. Con fre-
cuencia, sus pensamientos volaban hacia su antiguo amor y el re-
cuerdo de su muerte . Luego sentía crisis de angustia en las que 
había creído «destrozarse», aterrorizada además ante la idea de 
convertirse en una «enferma mental». Buscó el olvido en el alco-
hol, pero ni llegó a intoxicarseni encont ró el menor alivio. Du-
rante sus años de terapia, y par t icularmente después de quedar li-
bre del cuidado de Joey porque el pequeño ya vivía con nosotros, 
la madre se recobró completamente. El matr imonio se normalizó 
e incluso decidió tener dos hijos más, una niña y un niño, seis y 
tres años menores que Joey, respectivamente. 
El padre necesitaba mucho menos de la psicoterapia. La me-
jor ía que ésta le procuró, j un to con el mejor estado de la madre, 
fueron suficientes para que ambos lograran al fin adaptarse a la vi-
da conyugal y a la vida en general. 
TRATAMIENTO EN CONSULTA EXTERNA 
Cuando Joey tenía cuatro años ingresó en una escuela mater-
nal para niños emocionalmente perturbados dirigida por una clíni-
ca universitaria de orientación infantil. También recibió psicote-
rapia individual. Durante los tres años que estuvo en la clínica, Joey 
hizo algunos progresos, aunque sin liberarse jamás de sus actitu-
des autistas.2 Conviene repasar aquí algunas de las observaciones 
hechas entonces. 
La descripción hecha de Joey se refiere a un chico pequeño 
para su edad, delicado, frágil y de mirada perdida. Lo más sor-
p renden te era SH sonrisa distante, dirigida a nadie y que no se 
afectaba lo más mín imo ante un ofrecimiento amistoso o cual-
quier esfuerzo por suscitar una reacción. No prestaba atención a 
2. Una tesis de doctorado escrita por su terapeuta, M. Monk, describe deta-
lladamente los acontecimientos de esos años. 
JOEY 341 
su madre ni a nadie, andaba con rapidez y miraba constantemen-
te sus manos, que hacía girar como una hélice. En cuanto descu-
bría un ventilador eléctrico, todos los esfuerzos de los niños para 
atraerle a su juego, o de cualquier otra persona, eran inútiles; no 
había forma de arrancarle de su concentración. Cuando se le im-
pedía concentrarse sobre ese objeto, recorría «en ráfagas de aire» 
los espaciosos patios de la escuela, haciendo girar su mano delan-
te de su rostro y emit iendo continuos ruidos como los de un ven-
tilador eléctrico o una hélice. Entonces él era, no sólo la podero-
sa hélice, sino también el avión que ésta movía. 
Su situación terapéutica se caracterizaba por el carácter repe-
titivo de sus actividades, la limitación de su interés y atención, re-
ferida más bien a las cosas que a las personas. Su intensa y obsesi-
va preocupación por los ventiladores eléctricos dejaba fuera todo 
contacto con la realidad. Nada llamaba su atención excepto aque-
llo que pudiera convertirse instantáneamente en una hélice gira-
toria, como una pala, una hoja, una cuchara o un palo. Ninguna 
sugerencia le animaba, por ejemplo, a usar la pala para cavar; los 
juguetes , está de más decirlo, no le interesaban en absoluto. En 
cuanto localizaba un ventilador real o un motor, entonces ni sus 
«hélices» imaginarias eran capaces de distraerlo. Era imposible 
apartarlo de aquéllos: los enchufaba y desenchufaba, y observaba 
a tentamente el f r enado o la aceleración de las palas. Imitaba con 
precisión casi mecánica las variaciones de sonido que acompaña-
ban a las diversas velocidades. Su comprensión de los mecanismos 
en cada caso habría sido sorprendente incluso en un muchacho 
mucho mayor. Utilizaba términos precisos, como «correa de ven-
tilador», «pala de hélice», «centrifugadora» (de una lavadora) y 
«regulador» (de un tocadiscos). 
Cuando no se entregaba a la imitación de motores —o, mejor 
dicho, cuando él, no era un motor en marcha, que es como se ex-
per imentaba a sí mismo—, se sentía f rust rado hasta el pun to de 
que se hund ía completamente . Entonces, tiraba la vajilla, hacía 
caer los estantes, saludando el estrépito con su «¡crac-bang!», o 
bien volvía su violencia contra sí mismo. 
Su absoluta ausencia de reacción ante cosas vivas o personas y 
su fascinación por cosas mecánicas constituían un contraste es-
pectacular. Lo que en toda relación terapéutica se da normal-
342 TRES H I S T O R I A L E S 
mente por supuesto —a saber, que el terapeuta está ahí para el ni-
ño—, presentaba en este caso un problema casi desesperado. Su 
órbita era tan solitaria, que parecía imposible reunirse con él du-
rante sus revoluciones, hasta tal pun to era indiferente a todo el 
mundo . Sin embargo, el oficio y la perseverancia de su terapeuta 
duran te varios años llevaron a Joey, a la larga, a percibir su exis-
tencia. Más tarde incluso le respondía un poco y añadía también 
algunas cosas más a su reper tor io limitadísimo de intereses y acti-
vidades. 
Aunque no salió jamás de su autismo, comenzó, al cabo de 
cierto tiempo, a utilizar p ronombres personales al revés de como 
lo hacen la mayoría de los niños autistas. Se designaba a sí mismo 
con el «tú/vosotros», y al adulto a quien hablaba con el «yo». Un 
año después llamó a su terapeuta por el nombre , aunque todavía 
no se dirigía a ella diciendo «tú», sino «quiero que la señorita M. 
te empuje en el columpio». 
Esta forma de hablar al revés, o a la contra, no es fácil para un 
niño pequeño y demuestra al menos su capacidad para la lógica. 
No es fácil hablar coherentemente por opuestos, explicarse y hacer 
comprender lo que se quiere sin cometer nunca «la falta» de utili-
zar correctamente los pronombres. Poco antes del final de su trata-
miento en la clínica, era capaz de utilizar correctamente el «yo» y 
llamar por sus nombres a varios niños y miembros del personal. Pe-
ro nunca utilizó nombres o pronombres personales al dirigirse di-
rectamente, sino sólo, cuando hablaba, la tercera persona. 
A pesar de sus progresos, Joey nunca jugaba con los otros ni-
ños. Sólo durante su último año, a los seis de edad, era lo bastan-
te consciente de ellos para expresarles una extraordinaria hostili-
dad y predecirles un destino funesto. 
Por desgracia, a esa edad llegó al límite de estancia en la escue-
la maternal de la clínica, y gran parte de sus progresos los perdió 
durante los dos años siguientes en un severo pensionado religioso. 
Aquí volvió a abandonar el uso de los pronombres personales y no 
se dirigía a nadie por su nombre. Su mundo, que había empezado 
a humanizarse en el marco terapéutico de la escuela maternal , se 
despersonalizó totalmente otra vez. Evidentemente, la no utiliza-
ción de p ronombres personales, o lo que Kanner llama la inver-
sión pronominal , no tiene nada que ver con ninguna clase de in-
J O E Y 343 
capacidad innata, sino con la manera en que el n iño experimenta 
el m u n d o y a sí mismo dent ro de él. Las cosas fueron de mal en 
peor, hasta que, por fin, Joey dejó de hablar a todo el mundo, sal-
vo a su madre , pero sólo en un cuchicheo. Sometido al régimen 
represivo de la escuela interna, elaboró nuevas defensas, obsesivas 
y compulsivas, a las que llamó sus «prevenciones». En ese mo-
men to las máquinas se apoderaron de él y empezó a expresar a 
través de ellas sus miedos y deseos. 
Como los seres humanos le habían traicionado, las máquinas 
eran ahora sus protectores (prevenciones) y controladores. Como 
los seres humanos no «alimentaban» sus emociones y sentimien-
tos, la electricidad haría sus veces. Como se sentía excluido del 
círculo de la humanidad, se enchufó a otro círculo que le alimen-
tase, el circuito eléctrico. En ninguna circunstancia comía, a me-
nos que tuviese contacto con la mesa. Tenía que sentarse encima 
de un trozo de papel, apretado contra la mesa, y cubrir sus ropas 
con servilletas de papel. De otra forma, nos decía, no estaba aisla-
do y la corr iente eléctrica le abandonaría . Es decir, si el circuito 
dispensador de vida se rompía y su cuerpo no recibía energía, ¿có-
mo podría comer? Tampoco podía beber si no era a través de un 
complicado sistema de tubos de caña. Los líquidos había que bom-
beárselos (o así al menos lo actuaba él). Por consiguiente, no po-
día permitirse succionar. Estas y otras «prevenciones» de invalida-
ción controlaban e interferían en todas las áreas de su vida. 
Su situación empeoró hasta el punto de que ya no se le pudo 
tener en el in ternado. Y así, fue trasladado a su casaen espera de 
poder ingresar en la Escuela Ortogénica. 
Su lenguaje, ya gravemente limitado, se deter ioró aún más. 
Primero empezó a evitar el decir «mamá» o «papá» y a deletrear-
los, diciendo a su madre, por ejemplo: «Di a p-a-p-á que...». Des-
pués, s implemente: «pregunta»-le «si...». 
Hablando sólo a su madre y en un cuchicheo, había intentado 
obligarla a prestarle mucha atención; pero no consiguió la inti-
midad que tan ardientemente deseaba. Las cosas empeoraron tan-
to duran te los últimos tres meses en su casa, que incluso hizo un 
serio intento de suicidio. Estaba en casa todo el día y podía obser-
var cómo su hermani ta recibía todo lo que él deseaba. Así, el arco 
de su deseo y de su fu ro r se tendió hasta romperse. La vida misma 
344 TRES HISTORIALES 
se hizo insoportable e, i nundado por una rabia destructora, in-
tentó librarse de ella. Una vez más, había comprendido que tener 
afectos equivalía a ser destruido; que sólo podr ía sobrevivir si se 
insensibilizaba totalmente. Como de todas formas había que ac-
tuar, tenía que asegurarse de que lo que actuaba era una cosa in-
sensible, una máquina. Y así, como máquina, ingresó en nuestra 
Escuela. 
LAS PALAS GIRATORIAS DE LAS HÉLICES 
El hecho de que el interés de Joey por los ventiladores se hu-
biese iniciado en un campo de aviación y que las paletas giratorias 
de este aparato fuesen eminentes en su obsesión por las cosas me- ' 
cánicas, sugiere la extraordinaria importancia de sus visitas al 
campo de aviación. Esto suscita un interesante problema psicoló-
gico. Si la vinculación al padre dio a las hélices su excluyente im-
portancia, ¿cómo p u d o esta obsesión matar todo interés por las 
personas, incluyendo al padre? Las obsesiones, por otra parte, de-
fienden al sujeto de la angustia profunda . Cuanto más omnicom-
prensiva es la obsesión, más profunda, hemos de suponer, es la an-
gustia. Así pues, a pesar de haber un lazo o relación directa entre 
el padre, el campo de aviación y las hélices, no podemos creer que el 
padre fuese, en tanto que persona, quien causara la obsesión de 
Joey. 
Cierto que sus experiencias iniciales debieron de tener rela-
ción con las personas, pero tuvieron que ser tan penosas, que para 
sobrevivir necesitó despersonalizarlas; sólo de esta forma parecían 
susceptibles de ser dominadas. Por supuesto, este razonamiento es 
falso, porque cuanto más nos retiramos de una experiencia, menos 
capaces somos de comprender la y dominarla. Pero ¿cómo va a sa-
ber un niño pequeño esto cuando tantos adultos lo ignoran? Las 
experiencias emocionales de Joey tuvieron que ser devastadoras: 
nada pudo hacer a propósito de ellas. En cierto modo, posible-
mente por una asociación temporal o espacial fortuita, ciertos ob-
jetos que giraban sobre sí mismos (hélices, ventiladores) habían sido 
relacionados con esas experiencias y habían acabado por sustituir-
las. Esto puede muy bien suceder cuando el n iño todavía no es ca-
J O E Y 345 
paz de distinguir, en una experiencia total para él, lo esencial de lo 
accidental, y cuando tiene muchas razones afectivas para tomar 
una parte significativa por el todo. 
Un ventilador eléctrico era una cosa que Joey podía desmon-
tar y de nuevo montar. Lo comprendía . No era (él) tan importan-
te con esa parte de la experiencia como en cambio sí lo era con la 
experiencia in toto. Si el ventilador podía sustituir a la experiencia 
total, si las máquinas podían ser tan totalmente importantes como 
sus padres, también podían sustituir a éstos y entonces él podría com-
prender y dominar la experiencia como tal. 
Lo que acabo de intentar describir aquí deductivamente quizá 
sólo fuesen pensamientos vagos y amorfos dominados por los 
afectos en una criatura de un año y medio. Pero también es posi-
ble que le empujasen con más fuerza que cualquier razonamien-
to. Porque el razonamiento presupone mucha experiencia, por 
consiguiente, no puede englobar toda nuestra vida, lo que, en 
cambio, sí pueden hacer, al comienzo de la vida, unas reacciones 
afectivas fuertes, ya que con el nivel del impacto que ocasionan no 
ent ran en competencia con el conjunto de las demás experien-
cias. Si las reacciones de Joey en el campo de aviación fueron las 
que sugiero, quizás expliquen lo que le empujó a traducir su ex-
periencia con personas en experiencias con máquinas. En cuanto 
a qué experiencias fue ron para él tan dolorosas y amenazadoras 
con los seres humanos, sólo podemos hacer conjeturas. 
Es posible que los despegues y los aterrizajes despertasen po-
derosos sentimientos en la madre; algunos, en relación con la 
muer te del hombre que tan p ro fundamen te había amado; otros, 
en relación con su angustia por la marcha o la llegada del padre. 
En todo caso, esas máquinas podían movilizar en la madre afectos 
o sentimientos que Joey era incapaz de provocar. Si él dispusiera 
de su poder o de su magia, también podr ía despertar los senti-
mientos de su madre. Nos hallamos, pues, ante un niño sin una 
relación de mutua dependencia con otra persona, que reclama 
respuestas para su existencia, expuesto a ruidos atronadores, a vi-
braciones, a las ensordecedoras turbulencias de las hélices que, 
por un lado (en el momento de la partida), provocaban una pro-
funda ansiedad y, por el otro (en la llegada), una gran alegría. Las 
hélices podían hacer aquello de lo que él no era capaz. 
346 TRES H I S T O R I A L E S 
Las emociones que los brazos de las hélices podían provocar 
con su rotación o su reposo eran a un t iempo misteriosas, sobre-
cogedoras y contradictorias. El estrépito de la turbulencia lo conmo-
cionaba materialmente, de igual modo que las emociones que él 
dirigía inúti lmente a su padres deberían haberlos conmocionado. 
En un momento , esas hélices eran capaces de crear angustia; en 
otro, alivio. Si una misma cosa tiene el poder de proyectarnos en 
una gran alegría y en el más p ro fundo desespero, y si, a causa del 
desapego de los padres de Joey para con éste, n inguna otra cosa 
conseguía tales reacciones, entonces aquellas máquinas infernales 
eran las que verdaderamente regulaban los sentimientos y las 
emociones humanas . De aquí la fascinación por las palas girato-
rias, la necesidad de comprenderlas y quizá, de esta forma, llegar 
a dominar su poder (montar y desmontar los ventiladores). Cuan-
do todo esto fracasó y no le aportó el alivio que sólo el amor de un 
adulto puede dar a un niño pequeño, Joey quizás empezase a bus-
car el control de esas, máquinas mediante una maniobra psicoló-
gica concreta: la identificación con el agresor. Por lo demás, aque-
llos ruidos explosivos eran verdaderamente agresores: tocaban a 
Joey en lo más ínt imo de su vida interior, donde le sacudían unas 
emociones violentas y contradictorias. 
Los ruidos de explosión de los motores de los aviones quizá 
fue ran el protot ipo de las violentas «explosiones» características 
del pr imer año que pasó Joey con nosotros. La retirada depresiva 
que seguía inmedia tamente a toda «explosión» sugiere las pro-
porciones de la tensión «explosiva» que precedía a los ruidos en 
los despegues o los aterrizajes, la decepción resultante, el vacío, 
una vez que el aeroplano había despegado o aterrizado y que las 
esperadas respuestas afectivas no llegaban. En sus padres, tam-
bién, es posible que las emociones se acumulasen en el nivel más 
alto hasta el momen to de la part ida, y en la madre , hasta el mo-
mento de la llegada. Esta impresión de vacío en la madre, en 
cuanto cesaba la animación, Joey la utilizó como modelo del 
aumento in crescendo y de la remisión repent ina que reproducía en 
sus «explosiones». 
La salida final del padre hacia una misión en ul tramar acabó 
con la única situación que al menos daba a Joey ocasión para re-
lacionarse concre tamente con la realidad que él conocía, la del 
JOEY 347 
aeropuer to . También es posible que cada llegada o cada part ida 
constituyesen un trauma que reforzaba el t rauma anterior. O qui-
zá las hélices del avión que señalaban elcomienzo acabaron re-
presentando el final de las tensiones y del rechazo de los hom-
bres. Las hélices, pues, quizá fueron los símbolos de lo que permitía 
huir del sufr imiento en las relaciones humanas y en la realidad 
misma. Todas éstas son explicaciones plausibles de la fascinación 
de Joey por los ventiladores y la energía eléctrica (necesaria para 
el a r ranque de las hélices). 
Lo expuesto sucedió muy pronto, durante los primeros diecio-
cho meses de vida y antes de que las experiencias afectivas pudieran 
ponerse o expresarse en palabras, impidiendo así la descodifica-
ción exacta de los mensajes contenidos en el comportamiento de 
Joey. Sin embargo, podemos tener la seguridad de que incluso esta 
agitación en el aeropuerto, el rugir repentino de los aviones y el si-
lencio que seguía, habían producido este p ro fundo efecto única-
mente porque herían una vida que, por lo demás, estaba vacía; 
acontecimientos semejantes no habrían recibido uña significación 
afectiva tan excesiva si la existencia de Joey no hubiese sido un de-
sierto. Las máquinas adquirieron más importancia que las personas 
sólo por comparación con la «no realidad» de sus padres. 
Joey se ligó a las máquinas porque ofrecían una experiencia 
más rica en significaciones. Aunque peligrosas, al menos eran tan-
gibles. Y lo que era más importante en sus esfuerzos por conse-
guir au tonomía es que era posible predecir su compor tamiento : 
arrancaban con estrépito y cuando se paraban, también cesaba el 
estrépito. Eran cuando menos tangibles, en comparación con la 
«irrealidad» de su madre y su indiferencia hacia Joey. Incluso 
cuando Joey se catectizaba en un ventilador, sus padres tampoco 
recibían el mensaje, a causa de su desinterés; a su a l rededor casi 
no se desarrolló mutual idad. Puesto que la madre no ofrecía te-
r reno fértil en el que pudieran echar raíces los tentáculos de res-
puesta de Joey, quizás entonces éstos se ligaron a cosas fuerte-
mente cargadas de afectos por su medio, los aviones. 
Dada la reacción de sobresalto del lactante a los ruidos fuertes 
—que en el caso de los aviones ahogaría sin duda cualquier otra 
experiencia—, los motores y sus ruidos explosivos acabaron posi-
b lemente represen tando todos los complejos sentimientos cuyo 
348 TRES H I S T O R I A L E S 
símbolo eran las palas de las hélices. Además, Joey había oído ha-
blar ya desde muy pequeño de los peligros del vuelo en avión, lo 
que parecía conferir a estas máquinas un poder de vida y de muer-
te. (De ahí la exclamación «¡Crac! ¡Crac!» que acompañaba a sus 
«explosiones» y que se refer ía sin d u d a al «¡Crac!» que hacían 
sus bombillas al explotar y al «¡Crac!» del avión que se estrella.) 
La experiencia de Joey en el aeropuer to , y todas las demás en 
relación con ella, quizás explique su elección de un ventilador y 
de los motores eléctricos y de explosión como manera de comu-
nicar la necesidad central de su vida: poder tender los brazos a 
otro y pedirle que escuche y comprenda sus necesidades. En esto 
principalmente necesitaba ayuda. 
Es evidente que la experiencia del campo de aviación no bas-
ta para explicar la fascinación de Joey por las máquinas giratorias. 
Como ya sugerimos antes, la preocupación por los objetos que gi-
ran es característica de muchos niños auristas, pero en este caso lo 
específico es la f recuencia de visitas a un campo de aviación y el 
hecho de que le regalaran un ventilador. Los objetos que giran 
tienen que tener algún significado más p rofundo . Tienen que ser 
par t icularmente adecuados para expresar algo que tipifique la 
per turbación en general . A mi juicio, es el hecho de que giran y 
giran sin cesar, sin llegar nunca a un objetivo. 
Más que hacer conjeturas, pref iero apoyarme en los comenta-
rios hechos por el propio Joey unos años después de dejarnos. 
Nos contó, en efecto, lo que años atrás simplemente habíamos su-
puesto: para él, la forma misma de estos objetos que giraban sobre 
sí mismos le recordaba el círculo del que no era capaz de escapar. 
Representaban el círculo vicioso del deseo y el miedo, el hecho de 
desear tanto a los otros y el miedo mortal de que los otros, y él 
mismo, conociesen este deseo. 
Había algo más característico de este círculo vicioso dent ro 
del que se movía Joey: una ira enorme . Si hubiese dejado que es-
te furor aflorase a la superficie, habría resultado anegado por él, 
quizá sin posibilidad de recuperación. Temía que si ventilaba su 
cólera contra los que la provocaban, éstos le habr ían devuelto el 
daño y él habría perecido. 
En mi opinión, como ya he dicho, todas las psicosis infantiles, en 
particular el autismo infantil, se remontan a la época en que el niño 
JOEY 349 
pequeño adquiere la convicción de que su vida corre un peligro de 
muerte. Sin esta convicción, no se construyen defensas de invalida-
ción tan formidables. Mientras queda una esperanza de vida, nadie 
se cierra tan absolutamente a ésta. Sólo cuando nuestra propia vida 
está en peligro decisivo aparece la retirada del mundo como precio 
de la simple supervivencia. Un animal no se hace el muerto mien-
tras tiene alguna esperanza de combatir o bien de huir. 
Si queremos extrapolar el caso de Joey a otros niños autistas 
que utilizan objetos giratorios para establecer o de terminar aque-
llo que más necesitan de nosotros, podr íamos decir que, para 
ellos, los objetos que giran sobre sí mismos representan un círcu-
lo vicioso que va del deseo al miedo, a la cólera, a la desesperación 
y^que se cierra cuando el deseo se manifiesta de nuevo. 
El n iño pequeño anhela hondamen te la mutual idad. Quiere 
fo rmar parte de un círculo compuesto por él y sus padres, y pre-
fer iblemente él en el centro y sus padres alrededor. Esto es preci-
samente lo que nos dice el n iño cuando se balancea adelante y 
atrás y gira en redondo . Sin embargo, cuanto más desesperada-
mente desea la mutualidad, más le enfurece no obtenerla nunca. 
Por tanto, esta cólera tiene que contenerla, de lo contrario podría 
destruirlo. Además, está el hecho de que siempre vuelve a ese cír-
culo vicioso, siempre vuelve a experimentar aquel deseo y, por lo 
mismo, la cólera, hasta que, agotado, abandona toda esperanza y 
ya no hace nada por girar. El dedeo de Marcia, dirigido alternati-
vamente hacia delante y hacia atrás, y la manera que tenía Laurie 
de desgarrar concéntr icamente el papel, representan el mismo 
deseo y el mismo miedo respecto al seno. Son, pues, simples pre-
cursores de la rotación de los objetos, pero representan el mismo 
deseo y el mismo miedo de la mutualidad. 
Esto quizás explique el significado que Joey encontraba en los 
objetos que giraban, pr incipalmente los ventiladores eléctricos. 
Una comunicación especializada reciente se refiere a un niño au-
tista que «sólo se interesaba por las ruedas y los molinos de vien-
to» y que estaba siempre «ocupado en hacer girar objetos redon-
dos. [...] Su madre explicaba eso, a su manera , diciendo que "se 
ponía en marcha y se paraba, como si fuese una máquina"» (Al-
per t y Pfeiffer, 1964). Pero, si bien es cierto que muchos otros ni-
ños autistas experimentan esta fascinación por la rotación y las co-
350 TRES H I S T O R I A L E S 
sas mecánicas, nunca se ha dicho de ellos que necesiten enchu-
farse ni que crean que se mueven gracias ún icamente a la co-
rr iente eléctrica. Así, y aunque la electricidad mueva las máquinas 
que giran y sirva para dar una explicación parcial de las sensacio-
nes de Joey, no lo puede explicar todo. Es indudable que el cir-
cuito eléctrico es un círculo, pero en el caso de Joey el significado 
de la electricidad tuvo que haber sido sobredeterminado. 
La electricidad nos proporc iona calor y luz, ambas cosas de 
grandísima importancia para nuestro bienestar y supervivencia. 
Como supimos después, el calor y la luz desempeñaban efectiva-
mente un papel importante por el simple hecho de la confianza 
que ponía Joey en la corriente eléctrica. Sin embargo, esa impor-
tancia no era primordial .La electricidad también es una fuen te 
de energía. Y si la electricidad al imentaba la vida afectiva, si ali-
mentaba el círculo vicioso del deseo y la cólera, y si el círculo era 
todo lo que había en la vida de Joey, c ier tamente también tenía 
que alimentar su vida. Y, en efecto, si la electricidad hacía todo 
eso, ¿no podr ía también procurar aquello que tanto necesitaba, 
aquello que, a falta de una expresión mejor, yo llamaría la subsis-
tencia por el amor? En tal caso, «enchufarse» significaba unirse a 
la fuen te que mantenía la vida. 
De la relativa validez de estas especulaciones tuvimos p rueba 
gracias a lo que el propio Joey nos dijo al cabo de un año y medio 
de estar con nosotros; así pudimos comprobar que nuestras hipó-
tesis no habían sido en te ramente erróneas. En aquella época, se 
fabricaba sus propias máquinas, en lugar de depender de equipos 
de venta en el comercio, aunque tal método no dejase de produ-
cir arrebatos de desesperación cuando el dispositivo por él mon-
tado no marchaba. Así, cierto día nos dijo que su máquina no fun-
cionaba porque había saltado un plomo, lo cual significaba que 
estaba cortada la corr iente y que ya no circulaba energía por los 
cables. Su educadora se ofreció a ayudarlo en la reparación, y aña-
dió: «¿Quieres un bombón o un chicle mientras esperamos a que 
se ponga a andar otra vez?». La respuesta de Joey indicó que pen-
saba que ella acababa de decir algo muy sensato. En efecto, tendió 
la mano, cogió un bombón, miró su máquina y dijo: «Ahora ya es-
tán bien los hilos». Alimentado con amor, la energía vital volvía a 
fluir. Joey estaba de nuevo conectado. 
JOEY 351 
Las «prevenciones» de Joey demuestran que había ido mucho 
más lejos que Laurie o Marcia en la construcción de un m u n d o in-
terior de ansiedades específicas y de defensas complejas contra és-
tas. Su personalidad era mucho más diferenciada que la de nues-
tras niñas. Y, si bien no se comunicaba realmente con los demás, 
dominaba perfectamente la palabra, e incluso sabía términos téc-
nicos difíciles y comprendía su significado. Por todas estas razo-
nes, su rehabili tación no podía consistir en un f lujo único que 
fuese desde su autismo hacia unas relaciones humanas y el desa-
rrollo de una personalidad más rica. 
En un momento dado, un aspecto de sus ideas privadas se po-
nía en el centro de conjunción de su mundo y el nuestro. En otro 
momento , lo ocupaba otro aspecto. Ninguno de estos esfuerzos se 
hacía sin choques o en un orden lógico. Indudablemente , no apa-
recían en un orden lógico en el t iempo que permitiese considerar 
p r imero un problema y resolverlo antes de abordar el siguiente. 
Por eso, si presentásemos su historia según un orden cronológico, 
haríamos difícil su lectura. 
Por consiguiente, hemos preferido seguir, uno a uno, durante 
per íodos de duración variable, los hilos conductores de su desa-
rrollo. Así, el lector podrá saber que Joey había renunciado en un 
momen to de te rminado a una de sus «prevenciones» y leer, unas 
páginas más adelante, y a propósito de una situación diferente, 
que esta defensa todavía actuaba de forma máxima. Esto significa 
que el lector tendrá que confiar en su empatia con Joey para rela-
cionar las líneas respectivas de su desarrollo que yo describo aquí 
de una manera relativamente separada. Y lo que es más impor-
tante, tendrá que reconstruir en su mente cómo recibía Joey nues-
tros cuidados, la confianza que éstos engendraban y que permit ía 
continuar el proceso global de su rehabilitación. 
Prefiero este método porque creo que con él aprenderemos 
más en las tres historias que presentamos en este libro si cada una 
de ellas subraya lo específicamente instructivo en el desarrollo del 
n iño interesado. Por ejemplo, he pensado que en el caso de Mar-
cia se podría sacar gran provecho de una exposición cronológica 
que pusiese en evidencia pr incipalmente la interacción de la ex-
periencia y de los logros, del tratamiento y de los progresos. En el 
caso de Joey, era preferible insistir en la descodificación de un sis-
3 5 2 TRES HISTORIALES 
tema autista para reconocer en él necesidades corrientes del hom-
bre e intentar, a continuación, satisfacerlas. 
PRIMEROS DÍAS EN LA ESCUELA 
Joey llegó a la Escuela Ortogénica con todo un imponente 
equipo de «prevenciones», plenamente desarrolladas además. To-
dos los ligámenes e inclinaciones que normalmente tienen por ob-
je to seres humanos (en el caso de un niño, principalmente, los pa-
dres), Joey los había cargado en las máquinas. En cuanto f ranqueó 
la puerta de la Escuela, empezaron a explotar cosas: bombillas y 
sentimientos. Al marcharse sus padres, no manifestó ninguna emo-
ción. Durante el primer año con nosotros, su rostro no exteriorizó 
impresión ninguna, salvo en los momentos de extrema participa-
ción y de violencia, que coincidían con las «explosiones». 
Ya al tercer día se abrió una pr imera y fugaz fisura en su ar-
madura defensiva cuando le dimos un osito de felpa. Cogido des-
prevenido, se sintió momentáneamente encantado. Pero nuestra 
esperanza de agradarlo con otros obsequios quedó decepcionada. 
A partir de entonces estaba siempre en guardia y todos nuestros 
esfuerzos por hacerle llegar una sensación positiva fracasaron. Es 
posible que su agrado por el osito de felpa se apagase tan rápida-
mente porque sabía que para llevarlo tenía que desprenderse de 
una parte de sus lámparas y del pesado motor que transportaba. A 
modo de compromiso, intentamos que la educadora le llevara el 
motor mientras él sostenía el osito en una mano y las lámparas en 
la otra. Pero tras realizar estas operaciones de cambio, se retiraba 
a una total ausencia de sensaciones y perdía todo interés por el ju-
guete. 
Durante los primeros meses intentamos tenazmente reducir la 
frecuencia y violencia de sus «explosiones» y de su agresividad ha-
cia los otros niños. Intentamos que lo dirigiera todo contra noso-
tros, en la esperanza de establecer con él aunque fuese una rela-
ción agresiva, que luego ya intentar íamos cambiar en algo más 
positivo. Normalmente su actividad agresiva consistía en arrojar 
cosas sobre los otros niños. Aunque demostraba tener cierto inte-
rés por ellos, teníamos que impedírselo para protegerlos. 
J O E Y 353 
Nos esforzamos por encontrarle maneras de actuar menos pe-
ligrosas y agotadoras. Pero su preocupación o concentración en la 
maquinaria hacían muy difícil entrar en contacto con él en un pla-
no puramente práctico. Si quería hacer algo con una educadora, 
por ejemplo entretenerse con un juguete que vagamente hubiese 
llamado su atención, no lo conseguía, porque primero tenía que 
parar su maquinaria de acuerdo con un complicado proceso. En el 
tiempo que empleaba para satisfacer todas las condiciones que exi-
gían sus «prevenciones», le desaparecía todo interés. Si le ofrecía-
mos un juguete, decía en tono sombrío: «Sería estupendo jugar 
con eso», pero no lo tocaba, pues sus motores y lámparas no le de-
jaban las manos libres. De ahí que nuestra simple oferta de jugar 
con él se convirtiese también en una frustración suplementaria. 
Todos nuestros juegos los «transformaba» en máquinas des-
tructoras y amenazadoras. Los columpios, por ejemplo, eran má-
quinas de demolición. En ellos, o en las barras múltiples en forma 
de torre, se pasaba horas y horas haciendo ruidos de máquina. 
Quien no supiera que Joey andaba por allí, hubiera pensado que 
un motor roncaba y trepidaba en las proximidades. Podíamos adi-
vinar los peligros que representaban aquellas máquinas por los 
nombres que les ponía, por ejemplo «rompecráneos». 
Muchos colores eran peligrosos y convertían las cosas en tabú 
porque ponían en peligro la vida, la suya o la de los demás: «Al-
gunos colores cortan la corriente; nadie puede tocarlos porque 
nadie puede vivir sin corriente». O bien: «Este color es casi negro; 
hará explotar el dormitorio». 
Su despersonalización se reflejaba no tanto en una ausencia 
de pronombres o de nombres como en la peligrosidadde su uso. 
Mencionar nombres o decir ciertas palabras, admitió meses des-
pués, era muy peligroso. Cualquier nombre que le dirigiésemos, el 
suyo o algún otro afectuoso, le provocaba un terror inmediato, lo 
mismo que cuando alguien le escribía algo dirigido a su nombre. 
No utilizaba los pronombres personales. Ya dijimos que había re-
nunciado en dos ocasiones a utilizar el «yo» (una vez antes de ir a 
la escuela maternal y otra durante su estancia en el pensionado). 
Si uno lucha dos veces con el fin de verse en tanto que persona y 
se rinde, es difícil intentarlo de nuevo. Pero, al no sentirse uno 
persona distinta, los demás tampoco aparecen como tales. 
354 TRES H I S T O R I A L E S 
Nunca se refería a nadie por su nombre ; los demás eran sim-
plemente «esa persona»; más tarde, obtenida cierta diferencia-
ción, empezó a decir «la persona pequeña» y «la persona grande». 
En su m u n d o impersonal, las cosas sucedían ordenadas o descri-
tas según su tamaño. 
Al principio no dejaba que nadie se juntase a él, para hacer 
cualquier cosa; después, lo máximo que podíamos esperar, y sólo 
cuando estaba bien dispuesto para consigo mismo o nosotros, era 
sugerirle de forma muy indirecta que alguno de nosotros cuidaría 
o manejar ía sus aparatos. Más adelante, aunque en raras ocasio-
nes, esta propuesta ya le incluía. Entonces decía a las paredes, ase-
gurándose de que no hablaba a nadie en particular, aunque sólo 
hubiera una persona en el cuarto: «La persona tendrá que irse», 
o «La persona grande tendrá que decir a la persona pequeña que 
no toque las lámparas». Se enfurecía cuando oía a alguien utilizar 
la palabra «crecer», y no hablemos de la palabra «adulto», en lu-
gar de la expresión inofensiva «persona mayor». Más adelante, 
con un contacto mejor, nos advirtió que no utilizásemos nunca la 
palabra «adulto», de lo contrario no hablaría más. También era 
incapaz de nombra r correc tamente todo lo que provocaba en él 
emociones intensas. 
En clase se negaba en r edondo a leer, duran te los dos prime-
ros años, a menos que se le permitiese saltarse la palabra «padre» 
cuando ésta aparecía en el texto. En cuanto a otras palabras peli-
grosas, utilizaba neologismos, que cambiaba constantemente si 
sospechaba que nosotros habíamos descubierto su significado. De 
esta descripción de la lectura de Joey se podría sacar la impresión 
de que cogía el libro como todos los demás niños. Pero no era así. 
Como hemos dicho, no podía hacer nada sin que lo movieran las 
máquinas. Antes de ponerse a leer, incluso antes de sentarse, te-
nía que enchufar su mesa a una fuen te de energía. A continua-
ción, tenía que conectarse él mismo, sus libros y lápices encima de 
la mesa y ponerse en la longitud de onda correcta. 
A menudo se quejaba de que «no llega(ba) suficiente corrien-
te», como si quisiera expresar que aunque físicamente todo iba 
bien, no le llegaba suficiente energía emocional de nosotros co-
mo para arriesgarse con los peligros de la lectura. Si las cosas no 
se disponían como ordenaba, se encolerizaba de una manera te-
JOEY 355 
rrible contra sí mismo e intentaba clavarse un lápiz en la mano. 
Durante los dos pr imeros años, leía una o dos palabras a la vez; 
después, una frase, y luego se paraba un momento , como para 
acumular bastante energía antes de pasar a la frase siguiente. To-
do lo que hacía era difícil y duro. 
Por otra parte, los objetos, en particular las piezas que contro-
laban sus aparatos, motores y lámparas sobre todo, tenían vida pro-
pia, nombres que no cambiaban nunca, e incluso sentimientos. 
Más tarde, nos advertía cuándo era inminente una explosión, para 
que pudiésemos aliviar su cólera y desesperación, reconfortándole 
o quitándole la lámpara eléctrica antes de que la tirase. «Esta bom-
billa eléctrica va a tener una crisis de cólera», decía entonces. No 
se trataba s implemente de una inversión entre las personas y las 
cosas para evitar el castigo por su comportamiento . Era la conse-
cuencia lógica de estar m u e r t o y de que lámparas y máquinas 
viviesen la vida que se había extinguido en él.3 Las lámparas tam-
bién sufrían, puesto que tenían sentimientos. «Sangraban» cuan-
do algo le hacía daño, y a veces enfermaban. La inversión entre él 
y los objetos era persistente. Esto no cambió hasta mucho después 
de haber empezado a pensar que quizás otras personas tuviesen 
sentimientos. Como él mismo decía: «Hay personas vivas y hay 
personas que necesitan bombillas». 
No es que Joey no supiese mucho sobre las cosas vivas. Sabía 
más de fisiología que la mayoría de los niños de su edad. Pero era 
una fisiología que atribuía a los objetos, a los que él dotaba de vida. 
Citaremos un ejemplo de época posterior. Joey había estado jugan-
do con una pequeña botella, no se acordaba dónde la había dejado 
y la buscaba frenéticamente por toda la clase. El maestro la descu-
brió debajo de un taco de madera que había encima de la mesa. En 
cuanto Joey lo vio, cogió la madera culpable y la tiró por el aire. 
3. La diferencia entre el autismo infantil y otros desórdenes graves del com-
portamiento infantil se aprecia en una comparación entre Joey, con su mundo me-
cánico desprovisto de seres humanos, y Harry, un chico que podría haber sido cla-
sificado como esquizofrénico a causa de la gravedad de su paranoia y de sus 
delusiones. Incluso en el apogeo de su delirio, Harry (cuya historia presenté en 
1949 y 1955) nunca dudó de que el mundo estaba poblado por seres humanos, 
aunque no podía llegar hasta ellos porque llevaban unas máscaras que era incapaz 
de quitar. x 
356 TRES H I S T O R I A L E S 
Durante varios meses, día tras día, Joey había creado sus pro-
pias frustraciones de esta manera . Y cada vez que su maestro in-
tentaba resolverle la situación en la que él mismo se había ence-
rrado, Joey respondía a r ro jando cosas a diestro y siniestro, o a sí 
mismo. Sin embargo, en esa ocasión, el maestro perdió la pacien-
cia, recogió la madera y le dijo: «¡Mira! Esta madera no se puede 
mover. Si la pones debajo de la mesa no puede levantarse y mar-
charse; no puede esconder nada debajo de ella. Tú estabas jugan-
do con ella hace poco». Joey miró a su maestro lleno de asombro, 
ante la inesperada exigencia de que mirase las cosas a nuestro mo-
do. Sin embargo, como muchas veces el maestro había aceptado 
su visión de las cosas y le había ayudado a arreglarlas según su 
idea, entonces Joey se sintió inclinado a pararse un momento y re-
flexionar sobre el problema. Al menos, la observación de su maes-
tro le hizo reflexionar por un momento mientras estudiaba inten-
samente el taco de madera . Luego dijo con convicción: «Sí que 
puede moverse. El influjo del nervio provoca el movimiento del 
músculo». 
Pero en el sistema de Joey había también contradicciones. 
Cierto que, según él, motores y lámparas eran capaces de sentir y 
actuar, pero en de terminados momentos valían más y mejor que 
los hombres, porque no tenían sentimientos y no se les podía cau-
sar daño. Más adelante, conforme Joey se volvía más humano , no 
por eso sus lámparas eran menos vivas; con esta posición quer ía 
decir únicamente que podía dominarlas mejor. Entonces castiga-
ba a las lámparas y éstas sentían dolor, por no haber sabido ocu-
parse adecuadamente de él. Nos diría después: «Rompía mis lám-
paras cuando estaba encolerizado; las tiraba al suelo y les hacía 
daño, pisándolas, las hacía sangrar. Las hacía sangrar todo el día». 
Peligrosos e ran no sólo los colores, sino también muchos 
ru idos rut inarios , pues amplif icaban la cor r i en te que llegaba a 
sus lámparas y las hacían «saltar a tope», es decir, las hacían es-
tallar. La mayoría de nues t ros in ten tos de hablar le p roduc ían 
este efecto. Durante las pr imeras semanas, su reacción más fre-
cuente cuando le hablábamos, era neutralizar nuestra voz gritando 
«¡Bam!». Si no neutralizaba lo que decíamos, podía producirse 
una «explosión». Repito que esto ocurr ía cuando le hablábamos. 
Las cosas eran diferentes cuando la conversaciónla empezaba él. 
JOEY 357 
Entonces dejaba su mutismo e incluso se volvía hablador. Sólo que 
su charla tenía por objeto exclusivo apoyar y reforzar sus defensas. 
Casi todo lo que decía iba dirigido al vacío, en observaciones de-
lirantes relacionadas con motores y lámparas, neologismos o ex-
clamaciones como: «¡Explota!». 
En ocasiones su charla tenía una seudológica, como cuando 
exigía que los tacos de madera tuviesen impulsos nerviosos para 
mover sus músculos. Pero, por lo general, hablaba a la contra, en 
alusiones privadas, y con un empleo y un orden de las palabras tan 
anormales, que durante mucho tiempo apenas pudimos captar lo 
que decía. 
Desde el principio estaba claro que la forma de hablar de Joey a 
la contra tenía un significado y una intención. De esa forma Joey 
af i rmaba cierta autonomía y conseguía bloquear su ansiedad en 
relación con cosas amenazadoras que creía no ser capaz de con-
trolar. Sus afirmaciones eran tan herméticas como la siguiente: 
«Los círculos son rectos. Son líneas rectas». Era realmente difícil 
saber qué era lo que deseaba cambiar o controlar. Más adelante, 
cuando comprendimos sus t remendas ansias de mutualidad, que 
siempre le parecía fuera de su alcance, también esta afirmación 
empezó a cobrar sentido. Si todos los círculos son rectos, enton-
ces nadie gozaba lo que a él tanto le faltaba; no era aquél un des-
tino personal y exclusivo suyo, sino una ley general y cósmica. 
Por contraste, comprendimos m u c h o antes por qué decía co-
sas como: «Vosotros no podéis de jarme dibujar», cuando dibuja-
ba; o «¡Callaos!», cuando todo el m u n d o estaba callado. Se estaba 
procurando la experiencia de su propia capacidad de violar nues-
tras órdenes. Si seguía dibujando, entonces sus palabras probaban 
que su dibujo era un acto au tónomo. Y si le in terrumpíamos 
mientras dibujaba, no por eso se sentía amenazado en su autono-
mía; porque entonces no habíamos hecho otra cosa que cumplir 
sus órdenes. Esto era muy importante , pues, en efecto, fuera de 
sus explosiones y de su resistencia pasiva, que consistía en no emitir 
nada y en no establecer relaciones, Joey era casi siempre extraor-
dinariamente dócil y obediente. Esto no ocurría cuando entraban 
en juego sus prevenciones o cuando sus motores le daban una 
fuerza sobrehumana. Pero ni esto siquiera alteraba su debilidad, 
ya que aquella fuerza no era suya, sino de las máquinas. Joey era, 
358 TRES HISTORIALES 
para sí mismo, algo siempre frágil e impotente. Por eso necesita-
ba la autonomía a través de su habla en opuestos. 
Otra ventaja de hablar a la inversa era que esto le permit ía ha-
blar de lo que más le preocupaba a su espíritu sin decir lo que era 
( fenómeno corriente, por otra parte, en dicho procedimiento) . 
Así se ahorra uno la decepción de no alcanzar nunca aquello por 
lo que suspira. Después, por ejemplo, cuando ya nos tuvo suficien-
te confianza, Joey nos declaró: «Los padres deber ían ser malos 
con sus niños. Si yo f u e s e p a d r e , mataría a mis hijos. Vosotros no 
deberíais amarme. Deberíais hacer cosas que yo no quiero que ha-
gáis». Con eso quería decir que debíamos darle nuestros cuidados 
y nuestra ternura . Hablando a la contra, podía pedir lo que que-
ría sin riesgo de desintegrarse si no lo conseguía. 
Una de las primeras cosas que le gustaron a Joey en la Escuela 
fue el que lo bañaran, aunque duran te bastante t iempo esto no 
pasó de un procedimiento mecánico. En la bañera, se balanceaba 
hacia delante y hacia atrás con fuerza y con la regularidad de una 
máquina, sin n inguna emoción y l lenando de agua el cuarto de 
baño. Si se paraba, la operación era también como la de una má-
quina; de repente , ya no había el m e n o r movimiento, salvo el 
agua, que seguía circulando alrededor de su cuerpo rígido. Ya se 
balancease o estuviese absolutamente quieto, su rostro no mos-
traba n inguna expresión. Sólo al cabo de varios meses de llevarlo 
a la cama desde el baño, captamos una ligera expresión de placer 
en su rostro mientras nos decía en voz baja: «Aquí, te llevan in-
cluso a tu cama». Era la pr imera vez que le oíamos utilizar correc-
tamente pronombres personales. 
U N A PRIMERA LIMITACIÓN SOBRE LAS LÁMPARAS 
En torno a las comidas, empezamos a interfer i r la actuación 
de las prevenciones de Joey, quizá porque presentíamos vagamen-
te que entonces los problemas de la ingestión eran menos decisi-
vos para él. Al cabo de unas semanas ya estábamos cansados de sus 
trajines con los motores, las lámparas y los hilos eléctricos amon-
tonados en el comedor; casi era incapaz de comer porque todo el 
J O E Y 359 
espacio delante y alrededor de él estaba ocupado por sus artefac-
tos. Creímos, pues, que era el momento de oponernos por prime-
ra vez a Joey. No se trataba solamente de que estuviera rodeado de 
esta manera por sus aparatos o de que nos pasásemos el t iempo 
ayudándole a transportar de un lado a otro tanto chisme, cuidan-
do de no per judicar el montaje . Lo fundamenta l era que apenas 
podía comer, aunque quisiera. En cuanto parecía que estaba dis-
puesto a tomar un bocado, descubría algo que no estaba en su si-
tio, o bien él mismo se había movido, o su papel aislante, y había 
que poner lo en orden; pero, a continuación, podíamos estar se-
guros de que, antes de probar la comida, ocurrir ía lo mismo. 
Por todo lo cual decidimos correr el riesgo de no dejarle llevar 
más que una pequeña lámpara o una pieza de motor al comedor, 
como simple recordator io de todos sus aparatos. Cuando le co-
municamos nuestra decisión se puso como loco, reacción que ya 
esperábamos, y protestó diciendo que no podía comer sin ellos. Y 
a pesar de sus muchas y t remendas explosiones, nos mantuvimos 
en nuestra posición. Nos parecía que, de todas formas, comía tan 
poco en la mesa, que poca diferencia habría si no comía nada en 
absoluto. 
Nuestra decisión se vio facilitada por el hecho de que, a las po-
cas semanas de vivir con nosotros, dejaba que le al imentáramos, 
principalmente con dulces, de los que comía grandes cantidades 
por la noche, escondido debajo de las mantas. Después le gustaba 
mucho llevar su manta por todas partes y comer a cualquier hora 
dulces que nosotros le dábamos, mientras él se tapaba completa-
mente para comérselos. Y si hubiésemos visto que nuestra decisión 
resultaba demasiado perjudicial, habríamos modificado la actitud. 
Sin embargo, teníamos la impresión de que las «prevenciones» 
humanas representaban la mejor vía; esperábamos que, al volver 
su fu ror contra nosotros, podr ía mostrarse activo en una relación 
humana . En relación con este punto, habíamos sobrestimado su 
capacidad de interacción con otros seres humanos . 
Pronto pudimos apreciar que el hecho de comer movido por 
motores reales no era tan importante como pareciera al principio. 
Ciertamente, hizo gran ostentación de su incapacidad para comer 
sin ellos, pero una vez que se dio cuenta de que no nos llenába-
mos de ansiedad y, sobre todo, que no le obligábamos a comer 
360 TRES H I S T O R I A L E S 
—es decir, que no «movíamos» su comer o no comer—, empezó a 
hacerlo sin ayuda mecánica. A fin de cuentas, sus complicadas 
prevenciones a propósito de las comidas y en la mesa se habían 
originado en el in ternado religioso, cuando había decidido impe-
dir que su vida (su cuerpo) fuese controlado por enemigos mor-
tales. Si ahora era movido por máquinas, éstas estaban en par te 
bajo su control, porque sólo func ionaban cuando las enchufaba. 
Como nosotros no le impusimos n inguna regla para comer, podía 
por lo mismo dispensarse de ciertas prevenciones. Anter iormen-
te, al tomar sus aparatos en serio, habíamos dado crédito a su 
principal manera de afirmar una mínima autonomía. Como para 
reaf irmar que no había abandonado sus dispositivos, por él crea-
dos, pasó entonces a confiar en una maquinar ia imaginaria para 
poder comer, y así empezó a conectarse con unos alambres no 
menos imaginarios, los cuales ya describimos. 
Sin embargo, había dos prevencionesespeciales a propósi to 
de las comidas que no abandonó: la imposibilidad de beber sin 
pajas y la imposibilidad de comer como no fuese en un «coche 
restaurante». Si se le llevaba la contraria respecto a que el come-
dor no era un vagón restaurante, no comía. Hasta mucho después 
no supimos a ciencia cierta a qué se debía esa necesidad de comer 
en un objeto móvil y de beber ún icamente a través de un objeto 
tubular. 
Aunque poco a poco fuimos l imitando el uso de sus diversos 
aparatos en otras áreas de su vida, no podíamos quitárselos com-
ple tamente antes de sustituirlos por «conexiones» humanas . Du-
rante bastante t iempo todavía nos fue muy difícil saber en un 
momento dado qué significaban para Joey sus lámparas y sus mo-
tores, y si éstos eran benignos o destructores en una situación con-
creta. En un patio de recreo cerca de la Escuela, por ejemplo, ha-
bía un tobogán que a él le gustaba mucho. Su extraño rictus y el 
temblor de sus labios nos hicieron comprender enseguida que se 
trataba todavía de una actividad peligrosa. Por consiguiente, le 
prohibimos el tobogán. Como de costumbre, lo reclamó y protes-
tó con vehemencia, hasta que se convenció de que nuestra deci-
sión era inapelable. Sólo entonces nos dijo que el peso no era, de 
n inguna forma, lo que hacía deslizarse su cuerpo por el tobogán. 
En lo alto de éste, Joey empalmaba su lámpara a un poderoso dis-
J O E Y 361 
positivo electrónico y éste, gracias a la electricidad, lo empujaba 
hacia abajo. Por desgracia, debido a que al final de su carrera sa-
lía despedido del tobogán, el circuito quedaba cortado y eso le ha-
cía «explotar». 
Aquí teníamos, pues, otro significado de sus explosiones. 
Mientras estaba «enchufado» a lo que le daba vida, el f lujo simbó-
lico de corriente, estaba al menos en contacto con algo concreto. 
Cuando el contacto quedaba in te r rumpido , cuando Joey perdía 
su fuente imaginaria de calor y energía, entonces la cólera provo-
cada por su aislamiento le hacía explotar, le destruía a él y a los 
que una vez más le abandonaban. 
Al cabo de muchos meses nos atrevimos a separarlo del motor 
que llevaba a todas partes, salvo en las comidas. Después, cuando 
creímos que había adquirido cierta confianza en nuestras buenas 
intenciones, le dijimos que ya no le repondríamos las lámparas ro-
tas, y le aconsejamos que no hiciera «explotar» las que le queda-
ban si quería conservar alguna. Así le ofrecíamos una oportunidad 
de guardarlas si todavía no estaba verdaderamente dispuesto a vi-
vir sin ellas. Pero las explosiones continuaron. Al cabo de dos me-
ses, ya no había más lámparas. Nos amenazó con cosas horrorosas 
si no se las reponíamos, pero, una vez más, cuando se convenció de 
que todas sus quejas y protestas inoportunas no nos conmovían, 
nos contó cuánto había quedado afectado su impacto emocional. 
Poco a poco empezó a admitir que también la maquinaria y las 
lámparas le hacían daño. Ahora ya había lámparas buenas y lám-
paras malas. Aquello significaba poner cierto orden h u m a n o en 
su inflexible m u n d o de máquinas. Antes, todo esto era necesario 
para su supervivencia y al mismo tiempo todo era destructor (lo mis-
mo que había necesitado a sus padres para sobrevivir, aunque su 
impacto emocional resultase ruinoso) , pero ahora separaba sus 
lámparas: las que le ayudaban y las que le dañaban. Antes, el mun-
do en que vivía era «informe y vacío y había tinieblas por encima 
del Abismo»; ahora, «dividió la luz de la oscuridad». Pero no fue 
solamente una separación de luz y oscuridad; Joey empezaba a 
distinguir el bien del mal. Quien hace esto tiene ya una existencia 
humana en la tierra. 
Porque si el m u n d o tiene cosas buenas, y no sólo malas, enton-
ces merece la pena empeñarse en aumentar lo bueno y limitar lo 
362 TRES H I S T O R I A L E S 
malo. ¿De qué lado, se preguntaba ahora, estábamos nosotros? Du-
rante varias semanas nos contó que sus padres le habían dejado ex-
puesto al peligro y que nosotros debíamos hacer lo mismo. Nues-
tra negativa no cambiaría nada las cosas. Sus padres, en una de sus 
visitas, le llevarían lámparas, pues sabían que las necesitaba. 
Como no cedíamos terreno, aunque sus peticiones fuesen ca-
da vez más vehementes, nos dijo que nos habíamos equivocado y 
que sólo sus padres comprendían su necesidad de lámparas, has-
ta que un día nos declaró que sus padres le dejaban tener «lám-
paras con veneno dentro». Luego, no hubimos de esperar mucho 
t iempo para oír a Joey acusar a sus padres de querer dejarle ha-
cerse daño. En su voz se adivinaba siempre una gran admiración 
por sus padres y desesperación por sí mismo. Los admiraba por su 
poder (lo cual era confirmado por su negligencia); su desesperación 
procedía de su impotencia ante el poder de sus padres. 
Sin embargo, a j o e y le impresionó nuestra decisión, a pesar de 
la fenomena l bar re ra que levantó f ren te a nosotros, más intensa 
que la que condujo a sus padres, desesperados, a proporcionar le 
los instrumentos de su existencia inhumana . Esa admiración por 
nosotros le llevó a pedirnos, unos meses después, que le protegié-
ramos contra una tentación, que se sentía incapaz de resistir solo 
a causa de su debilidad. «Es necesario que guardéis a la persona 
pequeña (Joey) encerrada con llave en la Escuela. Si no, la perso-
na pequeña anda por las t iendas que t ienen lámparas», nos dijo 
con un tono de p ro funda impotencia e irritación. Nos dijo luego 
lo que ya sabíamos: que tiraba las bombillas o todo lo que explo-
tara cuando tenía mucho miedo, tanto de su impotente aisla-
miento como de su rabia por éste. Por tanto, las explosiones ex-
presaban su estado mental . Pero también tenían por objeto 
suscitar sentimientos en los demás. Si nosotros no compart íamos 
sus sentimientos positivos, nos obligaría a compart i r su miedo y su 
fu ro r explosivos. Pero eso no producía el resultado apetecido. Si 
respondíamos con emociones positivas, emit íamos en una longi-
tud de onda comple tamente diferente de la suya (que nadie le 
amaba). Y si reaccionábamos con emociones negativas, aumentá-
bamos aún más su cólera y su angustia. 
Durante varios meses insistió en su deseo y su temor de las 
lámparas, expresando cada vez más su resent imiento hacia sus pa-
JOEY 363 
dres. Cuando pudo, así, airear sus sentimientos, empezó a ser tam-
bién una persona suficientemente normal para usar ya pronom-
bres personales, que desde entonces empleó libre y correctamen-
te. «Si mis padres estuvieran aquí, los mataría; no es la Escuela la 
mala; es culpa de mis padres. Si estuviesen aquí y si yo tuviese un 
ventilador, les haría meter los dedos den t ro y se los cortaría en 
trocitos.» Era la pr imera indicación que nos daba de algo de lo 
que había detrás de su interés por los ventiladores. También po-
dría sugerir las ensoñaciones destructoras que quizá tenía cuando 
observaba las hélices en su infancia. 
Fenómeno característico, pudo revelar sus agresivas ensoña-
ciones años antes de estar en condiciones de reconocer su verda-
dera fuente . Hablaba ya del ventilador como de una her ramienta 
de destrucción; también, de lo malos que habían sido sus padres 
por haberle dado lámparas envenenadas, es decir, de cosas que 
sus padres le habían hecho para lastimarlo. 
Una idea del t iempo que hace falta para descubrir el deseo 
oculto detrás de la cólera nos la da el hecho de que Joey necesitó 
varios años antes de admitir, para sí mismo y luego ante nosotros, 
que en su mente la falta de sus padres no consistía en las malda-
des que le habían hecho, sino en lo contrario. Sus padres ni si-
quiera se habían interesado suficientemente por él como para in-
fligirle daño. 
Un día, años después, nos dijo que muchas veces había queri-
do hacerse daño, tal era su furor contra el mundo , particular-
mente contra sus padres. Después se limitó a su madre. La odiaba 
precisamente porque «no me castigaba por los sentimientos que 
yo tenía hacia ella. Tenía que castigarme yo mismo». Era como si 
lamentase que

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