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Freud, S Historial de Elisabeth von R p 151 a 155

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5. Señorita Elisabeth von R. 
(Freud) 
En el otoño de 1892, un colega de mi amistad me pidió 
c|ue examinase a una joven dama que desde hacía más de 
dos años padecía de dolores en las piernas y caminaba mal. 
Agicgó a su solicitud que consideraba el caso como una 
histeria, aunque no se hallara en él nada de los signos habi-
tuales de la neurosis. (Conocía un poco a la ianiilia y sabía 
que en los liltimos años se habían abatido sobre ella muchas 
desdichas y muy pocas cosas alegres le pasaban. Primero ha-
bía muerto el padre de la paciente; luego su madre debió 
someterse a una seria operación de los ojos, y poco después 
una hermana casada sucimrbió, tras un parto, a una vieja 
dolencia cardíaca. En todas esas penas y todo ese cuidar en-
fermos nuestra paciente había tenido la mayor participación. 
No avancé mucho más en el entendimiento del caso des-
pués que hube visto ]uir primera \'ez a esta señorita de vein-
ticuatro años. Parecía inteligente y psíquicamente normal, 
y sobrellevaba con espíritu alegre su j-iadecer, que le ener-
vaba todo trato y todo goce; lo sobrellevaba con la «bclle 
iiuliffcrencc» de los histéricos,^ no pude menos que pensar 
yo. C-aminaba con la parte superior del cuerpo inclinada ha-
cia adelante, pero sin apoyo; su andar no respondía a nin-
guna de las maneras de hacerlo conocidas por la patología, 
y por otra parte ni siquiera era llamativamente torpe. Sólo 
que ella se quejaba de grandes dolores al caminar, y de una 
fatiga cjue le sobrevenía muy rápido al hacerlo y al estar de 
pie; al poco rato buscaba una postura de reposo en que los 
dolores eran menores, pero en modo alguno estaban ausen-
tes. El dolor era de naturaleza imprecisa; uno podía sacar 
tal vez en limpio; era una fatiga dolorosa. Una zona bastante 
grande, rnal deslindada, de la cara anterior del muslo derecho 
era indicada como el foco de los dolores, de donde ellos par-
tían con la inayor frecuencia y alcanzaban su máxima inten-
sidad. Empero, la piel y la inusculatura eran ahí particular-
mente sensibles a la presión y el pellizco; la punción con 
' [Frcud vuelve a citar esta frase en «La represión» Í1915¿), AE, 
14, pa'g. 150, atribuyéndola a Charcot.] 
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agujas se recibía de manera más bien indiferente. Esta mis-
ma hiperalgesia de la piel y de los músculos no se registraba 
sólo en ese lugar, sino en casi todo el ámbito de ambas 
piernas. Quizá los músculos eran más sensibles t|uc la piel 
al dolor; ineciuívocamente, las dos clases de sensibilidad 
dolorosa se encontraban más acusadas en los muslos. No 
podía decirse que la fuerza motriz de las piernas fuera esca-
sa; los reflejos eran de mediana intensidad, y faltaba cual-
quier otro síntoma, de suerte ciue no se ofrecía ningún asi-
dero para suponer una afección orgánica más seria. La do-
lencia se había desarrollado poco a poco desde hacía dos 
años, y era de intensidad variable. 
No me resultaba fácil llegar a un diagnóstico, pero fui de! 
mismo parecer que mi colega, por dos razones. En primer 
lugar, era llamativo cuan imprecisas sonaban todas las indi-
caciones de la enferma, de gran inteligencia sin embargo, 
acerca de los caracteres de sus dolores. Un enfermo que pa-
dezca de dolores orgánicos, si no sufre de los nervios {ncr-
vos} además de esos dolores, los describirá con precisión y 
tranquilidad; por ejemplo, dirá que son lacerantes, le sobre-
vienen con ciertos intervalos, se extienden de esta a estotra 
parte, y que, en su opinión, los provoca tal o cual influjo. 
El neurasténico'-' que describe sus dolores impresiona como 
si estuviera ocupado con un difícil trabajo intelectual, muy 
superior a sus fuerzas. La expresión de su rostro es tensa 
y como deformada por el imperio de un afecto penoso; su 
voz se vuelve chillona, lucha para encontrar las palabras, 
rechaza cada definición que el médico le propone para sus 
dolores, aunque más tarde ella resulte indudablemente la 
adecuada; es evidente, opina que el lenguaje es demasiado 
pobre para prestarle palabras a sus sensaciones, y estas mis-
mas son algo único, algo novedoso que uno no podría des-
cribir de manera exhaustiva, y por eso no cesa de ir aña-
diendo nuevos y nuevos detalles; cuando se ve precisado a 
interrumpirlos, seguramente lo domina la impresión de no 
haber logrado hacerse entender por el médico. Esto se debe 
a que sus dolores han atraído su atención íntegra. En la se-
ñorita Ven R. se tenía la conducta contrapuesta, y, dado 
que atribuía empero bastante valor a los dolores, era pre-
ciso inferir que su atención estaba demorada en algo otro 
—probablemente en pensamientos y sensaciones que se en-
tramaban con los dolores—. 
Pero más determinante todavía para la concepción de esos 
2 (Hipocondríaco, aquejado de neurosis de angustia.) [Los pa-
réntesis son de Frcud.j 
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dolores era por fuerza un segundo aspecto. Cuando en un 
enfermo orgánico o en un neurasténico se estimula un lugar 
doloroso, su fisonomía muestra la expresión, inconfundible, 
del desasosiego o el dolor físico; además el enfermo se sobre-
salta, se sustrae del examen, se defiende. Pero cuando en la 
señorita Von R. se pellizcaba u oprimía la piel y la muscu-
latura hiperálgicas de la pierna, su rostro cobraba una pecu-
liar expresión, más de placer que de dolor; lanzaba unos 
chillidos —yo no podía menos que pensar: como a raíz de 
unas voluptuosas cosquillas—, su rostro enrojecía, echaba 
la cabeza hacia attás, cerraba los ojos, su tronco se arqueaba 
hacia atrás. Nada de esto era demasiado grueso, pero sí lo 
bastante nítido, y compatible sólo con la concepción de que 
esa dolencia era una histeria y la estimulación afectaba una 
zona histerógena.'' 
El gesto no armonizaba con el dolor que supuestamente 
era excitado por el pellizco de los músculos y la piel; pro-
bablemente concordaba mejor con el contenido de los pen-
samientos escondidos tras ese dolor y que uno despertaba 
en la enferma mediante la estimulación de las partes del 
cuerpo asociadas con ellos. Yo había observado repetidas 
veces parecidos gestos significativos a raíz de la estimulación 
de zonas hiperálgicas en casos seguros de histeria; los otros 
ademanes correspondían evidentemente a la insinuación le-
vísima de un ataque histérico. 
En cuanto a la desacostumbrada localización de las zonas 
histcrógenas, no se obtuvo al comienzo esclarecimiento algu-
no. Además, daba que pensar que la hiperalgesia recayera 
principalmente sobre la musculatura. La dolencia más fre-
cuente culpable de la sensibilidad difusa y local de los múscu-
los a la presión es la infiltración reumática de ellos, el reu-
matismo muscular crónico común, cuya aptitud para crear el 
espejismo de unas afecciones nerviosas ya mencioné [págs. 
91-2;/.]. La consistencia de los músculos doloridos en la se-
ñorita Von R. no contradecía este supuesto; se encontraban 
muchos tendones duros en las masas musculares, y además 
parecían particularmente sensibles. Lo probable, entonces, 
era que hubiera sobrevenido una alteración orgánica de los 
músculos en el sentido indicado, en la cual la neurosis se 
apuntaló haciendo aparecer exageradamente grande su valor. 
También la terapia partió de la premisa de que se trataba 
de una enfermedad mixta. Recomendamos que continuaran 
los masajes y faradización sistemáticos de los múscidos sen-
3 [Así en la primera edición; (.11 toda.s las jiostcriores, sin diula 
por error, figura «histérica».] 
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sibles, a pesar del dolor que ello producía, y yo me reservé 
el tratamiento de las piernas con intensas descargas eléctri-
cas, a fin de poder mantenerme en relación con la paciente. 
A su pregunta sobre si debía obligarse a caminar, respon-
dimos con un «Sí» terminante. 
Así obtuvimos una mejoría leve. Muy en particular, pare-
cían entusiasmarle los dolorosos golpes de la máquina induc-
tora, y cuanto más intensos eran, más parecían refrenar sus 
propios dolores. Entretanto, mi colega preparaba el terreno 
para un tratamiento psíquico; cuando, tras cuatro semanas 
de seudoterapia, yo lo propuse ydi a la enferma alguna 
información sobre el procedimiento y su modo de acción, 
hallé rápido entendimiento y mínima resistencia. 
Ahora bien, el trabajo que inicié a partir de ese momento 
resultó uno de los más difíciles que me tocaran en suerte, y 
la dificultad que hallo para informar sobre él es digna here-
dera de las dificultades entonces superadas. Por largo tiempo 
no atiné a descubrir el nexo entre la historia de padecimien-
tos y la dolencia misma, que empero debía de haber sido 
causada y determinada por aquella serie de vivencias. 
Al emprender un tratamiento catártico de esta índole, lo 
primero será plantearse esta pregunta: ¿Es para la enferma 
consabido el origen y la ocasión {Anlass} de su padecer? En 
caso afirmativo, no hace falta de ninguna técnica especial pa-
ra ocasionar {veranlassen} que reproduzca su historia de 
padecimientos; el interés que se le testimonia, la compren-
sión que se le deja vislumbrar, la esperanza de sanar que se 
le instila, moverán a la enferma a revelar su secreto. En el 
caso de la señorita Elisabeth, desde el comienzo me pareció 
verosímil que fuera conciente de las razones de su padecer; 
que, por tanto, tuviera sólo un secreto, y no un cuerpo ex-
traño en la conciencia. Cuando uno la contemplaba, no podía 
menos que rememorar las palabras del poeta: «La máscara 
presagia un sentido oculto».^ 
Al comienzo podía, pues, renunciar a la hipnosis, con la 
salvedad de servirme de ella más tarde si en el curso de 
la confesión hubieran de surgir unas tramas para cuya acla-
ración no alcanzara su recuerdo. Así, en este, el primer aná-
lisis completo de una histeria que yo emprendiera, arribé a 
un procedimiento que luego elevé a la condición de método 
* [«Su máscara revela un sentido oculto». Adaptado de Goethe, 
Fausto, parte I, escena 16,] Se demostrará que me había equivo-
cado en esto, 
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e introduje con conciencia de mi meta: la remoción del ma-
terial patógeno estrato por estrato, que de buen grado so-
líamos comparar con la técnica de exhumación de una ciu-
dad enterrada. Primero me hacía contar lo que a la enferma 
le era consabido, poniendo cuidado en notar dónde un nexo 
permanecía enigmático, dónde parecía faltar un eslabón en 
la cadena de las causaciones, e iba penetrando en estratos 
cada vez más profundos del recuerdo a medida que en esos 
lugares aplicaba la exploración hipnótica o una técnica pa-
recida a ella. La premisa de todo el trabajo era, desde luego, 
la expectativa de que se demostraría un determinismo {De-
terminierung} suficiente y completo; enseguida habremos de 
considerar los medios para esa investigación de lo profundo. 
La historia de padecimiento referida por la señorita Eli-
sabeth era larga, urdida por múltiples vivencias dolorosas. 
Mientras la relataba no se encontraba en hipnosis, pero yo 
le indicaba acostarse y le ordenaba cerrar los ojos, aunque 
no impedía que de tiempo en tiempo los abriera, cambiara 
de posición, se incorporara, etc. Cuando ella atrapaba una 
pieza del relato a mayor profundidad, me parecía que caía 
espontáneamente en un estado más semejante a la hipnosis. 
Yacía entonces inmóvil, y mantenía sus ojos cerrados con 
firmeza. 
Paso a reflejar lo que surgió como el estrato más super-
ficial de sus recuerdos. La menor de tres hijas mujeres, había 
pasado su juventud, con tierno apego a sus padres, en una 
finca de Hungría. La salud de la madre se quebrantó muchas 
veces a raíz de una dolencia ocular y también por estados 
nerviosos. Sucedió por eso que la paciente se apegara de 
manera particularmente estrecha a su padre, hombre alegre 
y dotado de la sabiduría de vivir, quien solía decir que esa 
hija le sustituía a un hijo varón y a un amigo con quien po-
día intercambiar ideas. En la misma medida en que la mu-
chacha obtenía incitación intelectual de ese trato, no se le 
escapaba al padre que su constitución espiritual se distancia-
ba de la que la gente gusta ver realizada en una joven. La 
llamaba en broma «impertinente» y «respondona», la ponía 
en guardia frente a su inclinación a los juicios demasiado ta-
jantes, a decir la verdad a los demás sin consideración algu-
na; y solía pensar que le resultaría difícil encontrar marido. 
De hecho, ella estaba harto descontenta con su condición de 
mujer; rebosaba de ambiciosos planes, quería estudiar o ad-
quirir formación musical, se indignaba ante la idea de tener 
que sacrificar en un matrimonio sus inclinaciones y la li-
bertad de su juicio. Entretanto vivía preciándose de su 
padre, del prestigio y la posición social de su familia, y 
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