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T-M1-MÓDULO 1 PUNTO B

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MÓDULO 1. TEÓRICOS.
Punto B:
· Piaget, J: “Psicología de la inteligencia”. La asimilación senso-motriz … pp. 109 a 117.
· Piaget, J: “La construcción de lo real en el niño”. Cap. 1 y Conclusión
· Piaget J: “Génesis de las estructuras lógicas elementales”. Caps. 1, 2, 3 y 4. 
Jean Piaget
PSICOLOGÍA DE LA INTELIGENCIA
-Páginas 109 a 117. La asimilación senso-motriz…
La asimilación senso-motriz y el nacimiento de la inteligencia en el niño. –Averiguar cómo nace la inteligencia, a partir de la actividad asimiladora que engendra primeramente los hábitos, es mostrar cómo se realiza esta asimilación senso-motriz en estructuras cada vez más móviles y de aplicación siempre más extendida, desde el momento en que la vida mental se disocia de la vida orgánica. 
 Desde el montaje hereditario se asiste, junto con la organización interna y fisiológica de los reflejos, a efectos acumulativos del ejercicio y a comienzos de la búsqueda, que señalan las primeras distancias, en el espacio y en el tiempo, mediante las cuales hemos definido la “conducta” (cap. I). Un recién nacido a quien se le dan los alimentos con cuchara no habrá de aceptar fácilmente el pecho. Cuando mama desde el principio, su habilidad crece regularmente; colocado al costado del pezón, buscará la posición buena y la encontrará cada vez con mayor rapidez. Succionando cualquier cosa, rechazará en seguida un dedo, pero conservará el pecho. Entre las comidas succionará en el vacío. Estas simples observaciones demuestran que, ya en el campo cerrado de los mecanismos regulados hereditariamente, surge un principio de asimilación reproductora en orden funcional (ejercicio), de asimilación generalizadora o transpositiva (extensión del esquema reflejo a objetos nuevos) y de asimilación de reconocimiento (discriminación de las situaciones).
 En este contexto ya activo vienen a insertarse las primeras adquisiciones en función de la experiencia (antes aún que el ejercicio reflejo conduzca no a una adquisición real, sino a una simple consolidación). Tratase de una coordinación aparentemente pasiva, tal como un condicionamiento (por ejemplo, una señal que determina una actitud anticipadora de succión), o de una extensión espontánea del campo de aplicación de los reflejos (por ejemplo, succión sistemática del pulgar por coordinación de los movimientos del brazo y de la mano con los de la boca), las formas elementales del hábito proceden de una asimilación de elementos nuevos a esquemas anteriores, que pertenecen a la especie de los esquemas reflejos. Pero importa advertir que la extensión del esquema reflejo por la incorporación del elemento nuevo determina por eso mismo la formación de un esquema de orden superior (el hábito como tal), en el cual se integra, pues, el esquema inferior (el reflejo). La asimilación de un elemento nuevo a un esquema anterior implica, por consiguiente, la integración de este último en un esquema superior. 
 Sin embargo, va de suyo que en el nivel de esos primeros hábitos no podría hablarse todavía de inteligencia. Comparado con los reflejos, el hábito presenta un campo de aplicación de mayores distancias, en el espacio y en el tiempo. Pero, aunque extendidos, tales primeros esquemas todavía tienen un solo sentido, sin movilidad interna ni coordinación recíproca. Las generalizaciones de que son susceptibles no son aún más que traspasos motores comparables a las trasposiciones perceptibles más simples, y, pese a su continuidad funcional con las etapas siguientes, nada permite todavía compararlas por su estructura con la inteligencia. 
 Por el contrario, con referencia a un tercer nivel, que se inicia con la coordinación de la visión y la aprehensión (entre 3 y 6 meses ordinariamente hacia 4,6), surgen nuevas conductas que constituyen una transición entre el hábito simple y la inteligencia. Supongamos un bebé en su cuna, de cuya cabecera pende toda una serie de juguetes, así como un cordón libre. El niño se apodera de este cordón y sacude, sin esperar ni comprender nada de las relaciones espaciales o causales, el conjunto del dispositivo. Sorprendido por el resultado, busca el cordón y comienza de nuevo su juego repetidamente. J.M Baldwin llama “reacción circular” a esta reproducción circular es así un ejemplo típico de asimilación reproductora. El primer movimiento que se ejecuta, seguido de su resultado, constituye una acción total, que crea una nueva necesidad en cuanto los objetos, sobre los cuales recae aquella acción, vuelven a su estado primitivo: esos objetos se asimilan entonces a la acción precedente (promovida por lo tanto al rango de esquema), lo que determina su reproducción, y así sucesivamente. 
 Este mecanismo es idéntico al que hallamos ya en el punto de partida de los hábitos elementales, salvo que en este caso la reacción circular recae en el propio cuerpo (llamemos, pues reacción circular primaria a la del nivel precedentemente indicado, tal como el esquema de la succión del pulgar), mientras que desde ahora y gracias a la aprehensión, recae sobre los objetos exteriores (llamemos reacción circular secundaria a estas conductas relativas a los objetos, aunque recordando que ellas no han sido todavía en modo alguno sustantivadas por el niño).
 La reacción circular secundaria participa todavía, pues, en su punto de partida, de las estructuras propias de los simples hábitos. Conductas de un solo sentido, que se repiten en bloque, sin objeto fijado de antemano y con utilización de los azares que nacen en el curso del camino, nada tienen, en efecto, que pertenezca a un acto completo de la inteligencia y hay que guardarse de proyectar en el espíritu del sujeto las distinciones que nosotros haríamos en su lugar entre un medio inicial (tirar del cordón) y un objetivo final (sacudir el conjunto), así como de atribuirle las nociones de objeto y de espacio que nosotros vinculamos a una situación, para él no analizada y global. Sin embargo, apenas la conducta se reproduce algunas veces, adviértese que presenta una doble tendencia hacia la desarticulación y la rearticulación interna de sus elementos, y hacia la generalización o la transposición activa frente a nuevos datos, sin relación directa con los precedentes. Acerca del primer punto se comprueba, en efecto, que, después de haber seguido los acontecimientos en el orden cordón-sacudida-juguetes, la conducta se hace susceptible de un principio de análisis: la vista de los juguetes inmóviles y en particular el descubrimiento de nuevo objeto que acaba de suspenderse de la cabecera va a provocar la búsqueda del cordón. 
 Sin que haya todavía en ello verdadera reversibilidad, es claro que hay allí progreso en la movilidad y que existe casi articulación de la conducta en un medio (reconstituido tardíamente) y un fin (planteado tardíamente). Por otra parte, si se pone al niño frente a una situación nueva, tal como el espectáculo de un movimiento situado a 2-3 metros de distancia, e incluso si se le hace escuchar un sonido cualquiera en la habitación, ocurre que busca y tira el mismo cordón, como para hacer continuar a distancia el espectáculo interrumpido. Esta nueva conducta (que confirma la ausencia de contactos espaciales y de causalidad inteligible) constituye seguramente un principio de generalización propiamente dicho. Tanto la articulación interna como esa trasposición externa del esquema circular, anuncian así la aparición próxima de la inteligencia.
 Ya en un cuarto nivel las cosas adquieren un perfil preciso. A partir de los 8-10 meses los esquemas construidos por reacciones secundarias, en el curso del estado precedente, resultan ya susceptibles de coordinarse entre sí, utilizados los unos en calidad de medios y asignando los otros un objetivo a la acción. Así es como, para apoderarse de un objetivo situado detrás de una pantalla que lo oculta totalmente o en parte, el niño intenta primero apartar la pantalla (utilizando los esquemas de asir y de golpear, etcétera), luego se apodera del objetivo. Desde ese momento, por lo tanto, el fin se halla plateado antesque los medios, ya que el sujeto tiene la intención de apresar el objetivo antes de tener el poder de apartar el obstáculo, lo que supone una articulación móvil de los esquemas elementales que componen el esquema total. Por otra parte, el nuevo esquema total se hace susceptible de generalizaciones mucho más amplias que antes. Esta movilidad unida a ese progreso en la generalización, señálese particularmente en el hecho de que, frente a un objeto nuevo, el niño ensaya sucesivamente los últimos esquemas adquiridos anteriormente (asir, golpear, sacudir, frotar, etc.), siendo éstos utilizados, pues, a título de conceptos senso-motores, si así puede decirse, como si el objeto buscase comprender el objeto nuevo por el uso (a la manera de las “definiciones por el uso”, que se encontrarán más tarde en el plano verbal). 
 Las conductas de este cuarto nivel son así testimonio de un doble progreso en el sentido de la movilidad y de la extensión del campo de aplicación de los esquemas. Estos trayectos recorridos por la acción, pero también por las anticipaciones y reconstituciones senso-motrices, entre el sujeto y los objetos, ya no son, como en los estados precedentes, trayectos directos y simples: rectilíneos como en la percepción, o estereotipados y de sentido único como en las reacciones circulares. Los itinerarios comienzan a variar, y la utilización de los esquemas anteriores a recorrer distancias mucho mayores en el tiempo. Esto es lo que caracteriza la conexión entre los medios y los fines, en adelante diferenciados; y eso por ello que puede comenzarse ya a hablar de verdadera inteligencia. Pero, además de la continuidad que la vincula a las conductas precedentes, hay que señalar la limitación de esta inteligencia naciente: no hay invenciones, ni descubrimientos de medios nuevos, sino simplemente aplicación de medios conocidos a circunstancias imprevistas.
 Dos adquisiciones relativas a la utilización de la experiencia caracterizan el nivel siguiente. Los esquemas de asimilación hasta ahora descriptos se acomodan naturalmente de modo continuo a los datos exteriores. Pero este acomodarse es, por decirlo así, más padecido que buscado: el sujeto obra según sus necesidades y esta acción concuerda con lo real o encuentra resistencias que procura vencer. Las novedades que surgen imprevistamente son despreciadas, o bien asimiladas a esquemas anteriores y reproducidas por reacción circular. Pero llega un momento, por el contrario, en que la novedad interesa por sí misma, lo que supone, ciertamente, un equipo suficiente de esquemas a fin de que sean posibles las comparaciones, y que el nuevo hecho sea bastante semejante al conocido a fin de suscitar interés y bastante diferente a fin de escapar a la saturación. Las reacciones circulares consistirán entonces en una reproducción del hecho nuevo, pero con variaciones y experimentación activa, destinadas a extraer de él, precisamente, las nuevas posibilidades. Habiendo descubierto así la trayectoria de caída de un objeto, el niño intentará lanzarlo de diferentes modos o desde distintos puntos de partida. Puede llamarse “reacción circular terciaria” a esta asimilación reproductora con acomodación diferencial e intencional. 
 Desde entonces, cuando los esquemas queden coordinados entre sí a título de medios y fines, el niño no habrá de limitarse ya a aplicar los medios conocidos a las situaciones nuevas: diferenciará esos esquemas que sirven de medios a través de una especie de reacción circular terciaria, y logrará descubrir por consecuencia, medios nuevos. De esta manera se elabora una serie de conductas cuyo carácter de inteligencia nadie discute: atraer hacia sí el objetivo, por intermedio del soporte en el cual está situado, de un hilo que constituye su prolongación, o incluso de un bastón utilizado en calidad de intermediario independiente. Pero, por compleja que sea esta conducta, debe comprenderse que en los casos ordinarios ella no surge ex abrupto, sino que, por el contrario, se halla preparada por una sucesión completa de relaciones y de significaciones debidas a la actividad de los esquemas anteriores: relación de medios a fin, noción de que un objeto puede poner en movimiento a otro, etcétera. La conducta del soporte es en este aspecto la más simple: no pudiendo alcanzar directamente el objetivo, el sujeto apela a los objetos situados entre los dos (la alfombra sobre la cual se encuentra depositado el juguete deseado, etc.). Los movimientos que la aprehensión de la alfombra imprimen al objetivo permanecen sin significación alguna en los niveles precedentes; en cambio, en posesión de las relaciones necesarias, el sujeto comprende de antemano la utilización posible del sostén. Adviértase, en tales casos, el verdadero papel del tanteo en el acto de la inteligencia: a la vez dirigido por el esquema que asigna un fin a la acción, y por el esquema elegido a título de medio inicial, el tanteo se halla, además incesantemente orientado, en el curso de los ensayos sucesivos, por los esquemas susceptibles de dar una significación a los advenimientos fortuitos, utilizados así inteligentemente. El tanteo, pues, nunca es puro, sino que sólo es el margen de acomodación activa compatible con las coordinaciones asimiladoras que constituyen lo esencial de la inteligencia. 
 Finalmente, un sexto nivel, que ocupa una parte del segundo año, señala la conclusión de la inteligencia senso-motriz; en lugar de que los medios nuevos sean descubiertos exclusivamente por la experimentación activa, como en el nivel anterior, puede haber en adelante invención, mediante coordinación interior y rápida, de procedimientos no conocidos aún por el sujeto. A este último tipo pertenecen los hechos de reestructuración brusca que Koehler describe en los chimpancés, así como el Aha-Erlebnis de K. Bühler, o sentimiento de comprensión rápida. 
 En los niños que no han tenido ocasión de experimentar con bastones antes del año, el primer contacto con un bastón precipita la comprensión de sus posibles relaciones con el objetivo que desea alcanzar, y ello sin tanteo real. Parece evidente, por otra parte, que algunos sujetos de Koehler han inventado el uso del bastón, por así decir, bajo su mirada, y sin ejercicio anterior alguno. 
 El gran problema consiste, pues, en descubrir el mecanismo de estas coordinaciones anteriores, que a la vez suponen la invención sin tanteo y una anticipación mental próxima a la representación. Hemos visto ya cómo la teoría de la Forma explica el problema sin referirse a la experiencia adquirida y por una simple reestructuración perceptiva. Pero en el lactante es imposible no advertir en los comportamientos de este sexto estadio la culminación de todo el desarrollo que caracteriza las cinco etapas precedentes. Es claro, en efecto, que una vez habituado a las reacciones circulares terciarias y a los tanteos inteligentes que constituyen una verdadera experimentación activa, el niño llega a ser capaz, tarde o temprano, de una interiorización de esas conductas. Cuando, al dejar de obrar frente a los datos del problema, el sujeto parece reflexionar (uno de nuestros niños, después de haber tanteado sin éxito con el propósito de agrandar la boca de una caja de fósforos, interrumpe su acción, observa atentamente la hendidura, y luego abre y cierra su propia boca), todo lleva a suponer que la indagación continúa, pero mediante ensayos interiores o acciones interiorizadas (los movimientos imitativos de la boca, en el ejemplo que precede, son un índice muy claro de esta especie de reflexión motriz). 
 ¿Qué ocurre entonces y cómo explicar la invención en qué consiste la solución súbita? Los esquemas senso-motores, ya suficientemente móviles y coordinables entre sí, dan lugar a asimilaciones recíprocas de tanteos efectivos y bastante rápidos como para dar la impresión de reestructuraciones inmediatas. La coordinación interior de los esquemas sería a la coordinación exterior de los niveles precedentes como el lenguaje interior –simple esbozo interiorizado y rápido de la palabraefectiva- al lenguaje exterior. 
 ¿Pero bastan la espontaneidad y la mayor rapidez de la coordinación asimiladora entre esquemas para explicar la interiorización de las conductas, o en el presente nivel se produce ya un principio de representación que anuncia así el paso de la inteligencia senso-motriz al pensamiento propiamente dicho? Independientemente de la aparición del lenguaje, que el niño comienza a adquirir a estas edades (pero que falta a los chimpancés, aptos, sin embargo, para invenciones notablemente inteligentes)hay dos clases de hechos que, en este sexto estadio, atestiguan un esbozo de representación, aunque un esbozo que casi no sobrepasa el nivel de la representación harto rudimentaria de los chimpancés. 
 Por un lado, el niño llega a ser capaz de imitación diferida, es decir, de una copia que surge por primera vez luego de la desaparición perceptiva del modelo; que la imitación diferida derive de la representación imaginada, o que sea su causa, lo cierto es que aquélla se halla estrechamente ligada a ésta (retomaremos este problema en el cap. V). Por otra parte, el niño llega al mismo tiempo a la forma más elemental del juego simbólico, consistente en evocar por medio del propio cuerpo una acción extraña al actual contexto (por ejemplo, simular que se duerme para divertirse, aun estando perfectamente despierto). Aquí aparece de nuevo una especie de imagen fingida y aun motriz, pero ya casi representativa. Esas imágenes en acción, propias de la imitación diferida y del símbolo lúcido naciente, ¿no intervienen, en calidad de significantes, en la coordinación interiorizada de los esquemas? Es lo que parece demostrar el ejemplo citado, del niño que imita con su boca el ensanchamiento de la hendidura visible frente a una caja que trata efectivamente de abrir. 
JEAN PIAGET. 
LA CONSTRUCCIÓN DE LO REAL EN EL NIÑO.
-Cap. 1 y conclusión
Capítulo 1.
EL DESARROLLO DE LA NOCIÓN DE OBJETO
La primera pregunta que conviene hacerse para comprender cómo construye el mundo exterior la inteligencia naciente es si, durante los primeros meses, el niño concibe y percibe las cosas, al igual que nosotros, bajo la forma de objetos substanciales, permanentes y de dimensiones constantes. En el supuesto de que la respuesta sea negativa, habrá que explicar cómo se constituye la noción de objeto. Este problema guarda una estrecha relación con el del espacio. Un mundo sin objetos no podría presentar el carácter de homogeneidad espacial y de coherencia en los desplazamientos que define nuestro universo. Por otro lado, la ausencia de “grupos” en los cambios de posición equivaldría a transformaciones sin retorno, es decir, a continuos cambios de estado, a la ausencia de objetos permanentes. Conviene, pues, tratar simultáneamente, en este primer capítulo, de la substancia y del espacio, y sólo haciendo una abstracción nos limitaremos a la noción de objeto. 
 En efecto, este problema condiciona todos los demás. Un mundo compuesto de objetos permanentes constituye no solamente un universo espacial, sino también un mundo dependiente de la causalidad, bajo la forma de relaciones entre las cosas como tales, y ordenado en el tiempo, sin continuas aniquilaciones y resurrecciones. Es, pues, un universo al mismo tiempo estable y exterior, relativamente distinto del mundo interior, y en el que el sujeto se sitúa como un término particular en medio de los demás. Por el contrario, un universo sin objetos es un mundo en el que el espacio no constituye en absoluto un medio sólido, sino que se limita a estructurar los actos del sujeto: es un mundo de cuadros, en el que cada uno puede ser más o menos conocido y analizado, pero que desaparecen y reaparecen de manera caprichosa. Desde el punto de vista de la causalidad, es un mundo en donde las conexiones entre las cosas son enmascaradas por las relaciones entre la acción y sus resultados deseados: la actividad del sujeto es, pues, concebida como el primer y casi único motor. Finalmente, en lo que se refiere a los límites entre el yo y el mundo exterior, un universo sin objetos es un universo tal que el yo se absorbe en los cuadros externos, por no conocerse él mismo, pero también un universo en que estos cuadros se centran sobre el yo por no contenerlo como una cosa entre otras, y por no sostener entre ellos relaciones independientes de él. 
 Ahora bien, la observación y la experimentación combinadas parecen demostrar que la noción de objeto, lejos de ser innata o dada como algo acabado por la experiencia, se construye poco a poco. Pueden distinguirse seis etapas que corresponden a las del desarrollo intelectual en general. Durante las dos primeras (fase de reflejos y primeros hábitos), el universo infantil está formado de cuadros susceptibles de reconocimientos, pero sin permanencia substancial ni organización espacial. Durante la tercera (reacciones circulares secundarias) se confiere a las cosas un principio de permanencia como prolongación de movimientos de acomodación (prensión, etc.), pero no se observa aún ninguna búsqueda sistemática para volver a encontrar los objetos ausentes. Durante la cuarta etapa (“aplicación de medios conocidos a situaciones nuevas”), el niño lleva a cabo una búsqueda de objetos desaparecidos, pero sin tener en cuenta sus desplazamientos. Durante una quinta etapa (alrededor de los 12-18 meses), el objeto está constituido como substancia individual permanente e incluida en grupos de desplazamientos, pero el niño no puede tener aún en cuenta los cambios de posición que se operan más allá del campo de la percepción directa. Por último, en una sexta etapa (que comienza hacia los 16-18 meses), tiene lugar la representación de objetos ausentes y de sus desplazamientos. 
1. LAS DOS PRIMERAS FASES: NO SE OBSERVA NINGUNA CONDUCTA ESPECIAL RELATIVA A LOS OBJETOS DESAPARECIDOS.
 En conjunto de impresiones que acosan su conciencia, el niño distingue y reconoce muy pronto ciertos grupos estables que designaremos con el nombre de “cuadros”. Por esto hemos admitido (El nacimiento de la inteligencia en el niño) que cualquier esquema de asimilación reproductora se prolonga más tarde o más temprano en asimilación generalizadora y asimilación de reconocimiento combinadas, habiendo surgido el reconocimiento directamente de la asimilación. 
 El caso más elemental de este proceso es, indiscutiblemente, el de la succión. Desde la segunda semana de su existencia el niño de pecho es capaz de encontrar el pezón y de diferenciarlo de los tegumentos que lo rodean: lo que prueba claramente que el esquema de chupar para mamar comienza a disociarse del de chupar en el vacío o chupar un cuerpo cualquiera, dando así lugar a un reconocimiento a través de los actos. Asimismo, desde las cinco a las seis semanas, la sonrisa del niño muestra a las claras que reconoce la voz o las figuras familiares, mientras que los sonidos o las imágenes no habituales le producen asombro. En líneas generales, todo ejercicio funcional (cualquier reacción circular primaria) de la succión, la visión, el oído, el tacto, etc., da lugar a reconocimientos. 
 Pero nada de esto prueba ni siquiera sugiere que el universo de las primeras semanas sea desglosado realmente en “objetos”, es decir, en cosas concebidas como permanentes, substanciales, exteriores al yo y constantes en el ser cuando no afectan directamente la percepción. En efecto, el reconocimiento no es de ningún modo por sí mismo un reconocimiento de objetos, y puede asegurarse que ninguno de los caracteres distinguidos aquí definen el reconocimiento en sus principios, pues son el producto de una elaboración intelectual extremamente compleja, y no el resultado de un acto elemental de simple asimilación sensorio-motriz. Según la teoría asociacionista del reconocimiento se podría admitir, sin duda, que el reconocimiento confiere sin más a las cualidades reconocidas la constitución del objeto mismo: si, ciertamente, para reconocer una cosa es preciso haber conservado la imagen de esta cosa (una imagen susceptible de evocación y no solamenteel esquema motor que se readapta a cada nuevo contacto), y si el reconocimiento es consecuencia de una asociación entre esta imagen y las sensaciones actuales, entonces naturalmente la imagen conservada podrá actuar en el espíritu en ausencia de la cosa y sugerir así la idea de su conservación. El reconocimiento se prolongaría consecuentemente en creencia en la permanencia del objeto mismo. 
 Pero en los casos elementales que estamos considerando ahora, el reconocimiento no necesita ninguna evocación de imagen mental. Para que haya un principio de reconocimiento basta que la actitud adoptada previamente con respecto a la cosa se encuentre de nuevo en funcionamiento y que nada en la nueva percepción contradiga este esquema. La impresión de satisfacción y de familiaridad propia del reconocimiento no podría provenir así más que del hecho esencial de la continuidad de un esquema: lo que reconoce el sujeto es su propia reacción antes que el objeto como tal. Si el objeto es nuevo y obstaculiza la acción, no hay reconocimiento; si el objeto es demasiado conocido o está constantemente presente, la automatización propia del hábito suprime toda ocasión para el reconocimiento consciente; pero si el objeto resiste suficientemente la actividad del esquema sensorio-motor para crear una desadaptación momentánea, dando lugar inmediatamente después a una readaptación victoriosa, entonces la asimilación va acompañada de reconocimiento: que no es más que la toma de conciencia de la mutua conveniencia entre un objeto dado y el esquema ya preparado para asimilarlo. El reconocimiento comienza pues por ser subjetivo antes de llegar a ser reconocimiento de objetos, lo que naturalmente no impide al sujeto proyectar la percepción reconocida en el universo indiferenciado de su conciencia “adualística” (nada se siente al principio como subjetivo). En otras palabras, el reconocimiento no es al principio más que un caso particular de asimilación: la cosa reconocida excita y alimenta el esquema sensorio-motor que ha sido construido anteriormente para su uso, y ello sin ninguna necesidad de evocación. Si esto es así, es evidente que el reconocimiento no conduce de ningún modo por sí mismo, y sin ulterior complicación, a la noción de objeto. Para que el cuadro reconocido llegue a ser un “objeto” es preciso que se disocie de la propia acción y sea situado en un contexto de relaciones espaciales y causales independientes de la actividad inmediata. El criterio de esta objetivación, y por lo tanto de esta ruptura de continuidad entre las cosas percibidas y los esquemas sensorio-motores elementales, es la aparición de conductas relativas a los cuadros ausentes: busca del objeto desaparecido, creencia en su permanencia, evocación, etc. Ahora bien, la asimilación primaria no implica más que una total continuidad entre la acción y el medio y no conduce a ninguna reacción más allá de la excitación inmediata y actual. 
 Además, e independientemente del reconocimiento, nada prueba que la percepción directa sea al principio una percepción de “objetos”. Cuando percibimos una cosa inmóvil la situamos, en efecto, en un espacio en el que estamos nosotros mismos, y la concebimos según las leyes de la perspectiva: el aspecto particular según el cual la vemos no nos impide en absoluto concebir su profundidad, su revés, sus posibles desplazamientos, en suma, lo que hace de ella un “objeto” caracterizado por su forma y sus dimensiones constantes. Por otra parte, cuando la percibimos en movimiento o simplemente alejada del lugar inicial, distinguimos los cambios de posición de los cambios de estado y oponemos así a cada instante la cosa tal cual es a la cosa tal cual aparece a nuestra vista: de nievo la permanencia característica de la noción de objeto conduce a esta doble distinción. Ahora bien, ¿se comporta de igual modo el niño desde los comienzos de su actividad? Es lícito, por no decir, necesario, ponerlo en duda. Por lo que respecta a la cosa inmóvil, sólo una estructura espacial conveniente permitirá atribuirle poco a poco el relieve, la forma, la profundidad características de su identidad objetiva. En cuanto a la cosa en movimiento, nada impide de entrada al niño diferencias los cambios de posición de los cambios de estado y de otorgar así a las percepciones fluyentes la cualidad de “grupos” geométricos y, por consiguiente, de objetos. Por el contrario, al no situarse desde un principio él mismo en el espacio y no concebir una relatividad absoluta entre los movimientos del mundo exterior y los suyos, el niño no sabrá construir en un primer momento ni “grupos” ni objetos, y podrá muy bien considerar las alteraciones de su imagen del mundo a la vez como reales y engendradas sin cesar por su propias acciones. 
 Es cierto que, desde las primeras fases, algunas operaciones anuncian la constitución del objeto: son, por una parte, las coordinaciones entre esquemas heterogéneos anteriores al de la prensión y la visión (coordinación que plantea un problema especial) y, por otra parte, las acomodaciones sensoriomotrices. Ambos tipos de comportamiento conducen al niño a abandonar lo absolutamente inmediato para asegurar un principio de continuidad a los cuadros percibidos. 
 Por lo que se refiere a la coordinación entre esquemas, se puede citar el de la visión y el oído: desde el segundo mes y el principio del tercero, el niño procura mirar los objetos que oye (El nacimiento de la inteligencia en el niño, obs. 44-49), testimoniando de ese modo la similitud que establece entre ciertos sonidos y ciertos cuadros visuales. Es evidente que tal coordinación confiere a los cuadros sensoriales un grado de solidez mayor que cuando son percibidos por un solo tipo de esquemas: el hecho de esperar ver alguna cosa inspira al sujeto que escucha un sonido, una tendencia a considerar el cuadro visual como preexistente a la percepción. Asimismo, toda coordinación intersensorial (entre la succión y la prensión, la prensión y la vista, etc.), contribuye a suscitar anticipaciones que son otras tantas certezas sobre la solidez y la coherencia del mundo exterior. 
 Pero la noción de objeto aún queda lejos. La coordinación entre esquemas heterogéneos se explica, en efecto, como hemos visto (El nacimiento de la inteligencia en el niño, cap. 2, 3 y 4), por una asimilación recíproca de los esquemas presentes. En el caso de la vista y del oído, no hay al principio identidad objetiva entre el cuadro visual y el cuadro sonoro (que puede ser igualmente cuadro táctil, gustativo, etc.), sino simplemente identidad en cierto modo subjetiva: el niño procura ver lo que oye, porque cada esquema de asimilación tiende a englobar al universo entero. En consecuencia, tal coordinación no implica aún ninguna permanencia concebida como independiente de la acción y de la percepción actuales: el descubrimiento del cuadro visual anunciado por el sonido no es más que la prolongación del acto de intentar ver. Ahora bien, si el hecho de intentar ver va acompañado, en el caso de los adultos, de la creencia en la existencia duradera del objeto de la mirada, nada impide considerar esta relación como dada de antemano. De igual modo que el movimiento de los labios o cualquier otro ejercicio funcional crea por sí mismo su propio objeto o su propio resultado, también el niño de pecho puede considerar el cuadro que contempla como la prolongación, si no el producto, de su esfuerzo por ver. Podría decirse que la localización del sonido en el espacio, junto a la localización del cuadro visual, confieren una objetividad a la cosa a la vez oída y mirada. Pero como veremos, el espacio del que se trata aquí no es aún más que un espacio dependiente de la acción inmediata, y no precisamente un espacio objetivo, en el que las cosas y acciones se sitúen, las unas en relación con las cosas, en “grupos” independientes con identidad propia. En resumidas cuentas, las coordinaciones intersensoriales contribuyen a solidificar el universo organizando las acciones, pero no bastan de ningún modo para restituir el universoexterior a las acciones. 
 En lo referente a las acomodaciones sensoriomotrices de todo tipo, hay que decir que conducen a menudo no solamente a anticipaciones de la percepción (así como las coordinaciones de las que acabamos de tratar), sino también a prolongaciones de la acción relativa al cuadro percibido, incluso después de la desaparición de ese cuadro. A primera vista podría parecer que la noción de objeto está ya adquirida, pero un examen más riguroso disipa esta ilusión. 
 El ejemplo más claro es el de las acomodaciones de la mirada: cuando el niño sabe seguir con los ojos un cuadro que se desplaza y, sobre todo, cuando ha aprendido a prolongar este movimiento de los ojos con un desplazamiento adecuado de la cabeza y del torso, presenta muy pronto conductas comparables a una búsqueda de la cosa vista y desaparecida. Este fenómeno, particularmente claro en el caso de la visión, se vuelve a encontrar a propósito de la succión, la prensión, etc. 
 Observación. 1. –Laurent, ya el segundo día, parece buscar con los labios el pecho que se le escapa (El nacimiento de la inteligencia, obs. 2). Desde el tercer día busca a tientas más sistemáticamente para encontrarlo (ibid., obs. 4-5, 8 y 10). Desde los 0; 1 (2) y los 0;1 (3) vuelve a buscar, así mismo, el pulgar que le ha rozado la boca al sacarlo de ella (ibid., obs. 17, 18, etc.). Parece pues que el contacto de los labios con el pezón y el pulgar da lugar a una persecución de estos objetos, una vez desaparecidos, persecución ligada a la actividad refleja en el primer caso y a un hábito naciente o adquirido en el segundo. 
 Observación. 2. –En el ámbito de la visión, Jacqueline ya sigue con la mirada a su madre a los 0;2 (27) y en momento en que sale del campo visual continúa mirando en la misma dirección, hasta que el cuadro reaparece. 
 La misma observación vale para Laurent a los 0;2 (1). Lo miro desde la capota de la cuna y cada cierto tiempo aparezco en un punto más o menos fijo: Laurent observa el punto en el momento en que desaparezco de su vista y espera evidentemente verme surgir de nuevo. 
 Cabe mencionar además las exploraciones visuales (op. Cit., obs 33), las miradas “alternativas” (ibid. Obs. 35) y “pasmadas” (obs.36), que testimonian una especie ded espera de algún cuadro familiar. 
 Observación. 3. –Se manifiestan comportamientos análogos en lo relativo al oído, a partir del momento en que existe coordinación de esta función con la de la vista, es decir, a partir del momento en que los desplazamientos de los ojos y de la cabeza testimonian objetivamente alguna indagación. Así, Laurent a los 0;2 (6) encuentra con la mirada un hervidor eléctrico del que yo muevo la tapadera (véase op. Cit, obs. 49). Ahora bien, cuando interrumpo este ruido, Laurent me mira un instante y, acto seguido, vuelve a mirar el hervidor, aunque ahora está en silencio: podemos suponer que espera nuevos sonidos provenientes de la vasija o, dicho de otra manera, que está a la expectativa del sonido interrumpido así como de los cuadros visuales que acaban de desaparecer. 
 Observación. 4. –Por último, la prensión da lugar a conductas del mismo tipo. Al igual que el niño parece que espera volver a ver lo que acaba de contemplar, oír de nuevo el sonido que acaba de interrumpirse, cuando comienza a asir parece estar convencido de la posibilidad de volver a encontrar con la mano lo que acaba de soltar. De esta manera, en el curso de las conductas descritas en las observaciones 52-54 del vol. I., Laurent, incluso antes de saber asir lo que ve, suelta y vuelve a coger sin cesar los cuerpos que maneja. A los 0;2 (7) particularmente, Laurent mantiene un instante en la mano un palo que después abandona para volver a cogerlo en seguida. O, todavía más, se coge una mano con la otra, las separa y las vuelve a coger, etc. En fin, hay que subrayar que, tan pronto establece el niño la coordinación entre la prensión y la vista, pone a la vista todo lo que cogió más allá del campo visual, manifestando así una espera comparable a la que hemos apuntado a propósito del oído y la vista. 
 Observación. 5. –Una reacción un poco más compleja que las precedentes es la del niño que aparta los ojos de un cuadro cualquiera para dirigir su mirada a otra parte, y que vuelve después la vista al cuadro primitivo: es el equivalente, en el terreno de las reacciones circulares primarias, a las “reacciones diferidas” que analizaremos al tratar de la segunda fase. 
 Lucienne, a los 0;3 (9), me descubre en el extremo izquierdo de su campo visual y sonríe vagamente. Mira después a lados diferentes, al frente y a la derecha, pero vuelve sin cesar a la posición en la que puede verme y permanece ahí un instante cada vez. 
 A los 0;4 (26), toma el pecho pero se gira cuando la llamo y me sonríe. Después continúa mamando aunque muchas veces, acto seguido, a pesar de que guardo silencio, vuelve a la posición desde la que me puede ver. Repite la operación después de una interrupción de unos minutos. Luego me aparto: cuando se vuelve y no me encuentra hace un gesto muy expresivo de decepción y espera mezcladas. 
 A los 0;4 (29), la reacción es la misma: está sobre mis rodillas, pero vuelta de espaldas, y me ve girándose mucho a la derecha. Entonces vuelve sin cesar a esta posición. 
A primera vista, estos hechos y otros análogos que sería fácil añadir, parecen indicar un universo semejante al nuestro. Los cuadros gustativos, visuales, sonoros o táctiles que el niño deja de chupar, de ver, de oír o de asir, parecen subsistir para él a título de objetos permanentes, independientes de la acción, y que ésta vuelve a encontrar simplemente desde el exterior. Pero al comparar estas mismas conductas con las que describimos a propósito de las siguientes fases, se percibe cuán superficial sería esta interpretación y cómo este universo primitivo sigue siendo fenomenista, lejos de constituir desde el principio un mundo de substancias. En efecto, una diferencia esencial opone tales comportamientos a la verdadera búsqueda de objetos. Esta última búsqueda es activa y hace intervenir movimientos que no se limitan a prolongar la acción interrumpida, en tanto que en las presentes conductas hay o bien simple expectación, o bien la búsqueda prolonga, sin más, el acto anterior de acomodación. En estos dos últimos casos el objeto esperado guarda aún relación con la propia acción. 
 Sin duda, en algunos de nuestros ejemplos hay simple espera, es decir, pasividad y no actividad. En el caso del cuadro visual que desaparece, el niño se limita a mirar el lugar donde el objeto se eclipsó (obs. 2): conserva, sin más, la actitud esbozada durante la anterior percepción y, si nada reaparece, renuncia en seguida. Por el contrario, si poseyera la noción de objeto, buscaría activamente por el lugar donde pudo desplazarse la cosa: apartaría obstáculos, modificaría la situación de los cuerpos presentes, y así sucesivamente. A falta de prensión, el niño podría buscar con la mirada, cambiar su perspectiva, etc. Ahora bien, esto es precisamente lo que no sabe hacer, pues el objeto desaparecido no es aún para él un objeto permanente que se desplaza: es un simple cuadro que entra en la nada tan pronto se eclipsa, y vuelve a aparecer sin razón objetiva. 
 Por el contrario, cuando hay búsqueda (obs. 1, 3, 4 y 5), cabe señalar que esta búsqueda reproduce simplemente el acto anterior de acomodación. En el caso de la succión, un mecanismo reflejo permite al niño tantear hasta dar de nuevo con el objetivo. En cuanto a las observaciones 3, 4 y 5, el niño se limita a repetir el acto de acomodación recién ejecutado. En ninguno de estos casos se podría hablar de objeto que subsiste independientemente de la propia actividad. El objetivo se centra en la prolongación directa del acto. Todo sucede como si el niño no disociara el uno del otro y considerara la meta a alcanzar como sólo dependiente de la misma acción y, más exactamente, de un único tipo de acciones. En caso de fracasar, el niño renuncia en seguida en lugar de intentar hacer un esfuerzosuplementario, como hará más adelante, para completar el acto inicial. Es cierto que durante estas primeras fases, el niño no sabe asir y que, consecuentemente, sus posibilidades de búsqueda activa se reduce sensiblemente. Pero si la impericia motriz de estas fases iniciales fuera suficiente para explicar la pasividad del niño o, dicho de otra manera, si el niño, al no saber buscar el objeto ausente, creyera no obstante en su permanencia, deberíamos observar que la búsqueda del objeto desaparecido se inicia en el mismo momento que se contraen los hábitos de prensión. Como veremos seguidamente no sucede así. 
 Resumiendo, las dos primeras fases se caracterizan por la ausencia de cualquier conducta especial relativa a los objetos desaparecidos. El cuadro se eclipsa o bien cae en seguida ene l olvido, es decir en la nada afectiva, o bien es echado de menos, es esperado y deseado de nuevo, y la única conducta seguida para volver a encontrarlo es la simple repetición de las anteriores acomodaciones. 
 Este último caso se da fundamentalmente con relación a las personas, cuando alguien se ha ocupado tanto del niño de pecho que éste llega a no soportar la soledad: patalea y llora a cada desaparición, manifestando así su ardiente deseo de ver reaparecer el cuadro que se alejó. ¿Quiere decir esto que el bebé concibe el cuadro desaparecido como un objeto subsistente en el espacio, que permanece idéntico a sí mismo y que escapa a la vista, al tacto y al oído porque se ha desplazado y se encuentra oculto por diversos cuerpos sólidos? De ser cierta tal hipótesis, habría que admitir que el lactante tiene un poder de representación espacial y de construcción intelectual bastante inverosímil, y no se comprendería la dificultad que representará para él, hacia los 9-10 meses, la búsqueda activa de objetos cuando se los cubre, a su vista, con una tela o cualquier otra cosa (ver la tercera y cuarta fase). La hipótesis no es pues necesaria, ni guarda relación con las observaciones. No es necesaria porque para que el niño espere la vuelta del cuadro que le interesa (su madre, etc.), basta con que le atribuya una especie de permanencia afectiva o subjetiva, sin localización ni substancialización: el cuadro desaparecido permanece, por así decirlo, “a disposición”, sin que se encuentre en ningún sitio concreto, desde el punto de vista espacial. Permanece tal como un espíritu oculto por un mago: preparado para aparecer, si se desea, pero no sujeto a ninguna ley objetiva. Ahora bien ¿cómo se las arregla el niño para recuperar la imagen de sus deseos? Sencillamente gritando al azar o mirando el lugar por donde se eclipsó o fue vista por última vez. (obs. 2 y 5). Por eso, la hipótesis de un objeto situado en el espacio es contraria a los datos proporcionados por la observación. La búsqueda inicial del niño no supone, en efecto, un esfuerzo por comprender los desplazamientos del cuadro desaparecido: no es más que la prolongación o la repetición de los más reciente4s actos de acomodación. 
2. LA TERCERA FASE: PRINCIPIO DE PERMANENCIA COMO PROLONGACIÓN DE LOS MOVIMIENTOS DE ACOMODACIÓN.
Las conductas de la tercera fase son las que se observan entre los inicios de la prensión de las cosas vistas y los inicios de la búsqueda activa de los objetos desaparecidos. Preceden aún a la noción de objeto, pero significan un progreso en la solidificación del universo dependiente de la propia acción. 
 Entre los tres y los seis meses, como hemos visto (El nacimiento de la inteligencia, cap. 2 4), el niño comienza a asir lo que ve, a llevar ante los ojos los objetos que toca, en una palabra, a coordinar su universo visual con el universo táctil. Pero habrá que esperar hasta los 9 o 10 meses para que tenga lugar la búsqueda activa de objetos desaparecidos, bajo la forma de una utilización de la prensión para apartar los cuerpos sólidos susceptibles de ocultar o recubrir el objeto deseado. Este período intermedio es el que constituye nuestra tercera fase. 
 Este largo espacio de tiempo necesario para pasar de la prensión de la cosa presente a la verdadera búsqueda de la cosa ausente se emplea en la adquisición de una serie de conductas intermedias imprescindibles para pasar del simple cuadro percibido a la noción del objeto permanente. A este respecto podemos distinguir cinco tipos de conducta: 1) la “acomodación visual a los movimientos rápidos”; 2) la “prensión interrumpida”; 3) la “reacción circular diferida”; 4) la “reconstrucción de un todo invisible a partir de un fragmento visible” y, 5) la “supresión de obstáculos que impiden la percepción”. La primera de estas conductas simplemente prolonga las de la segunda fase mientras que la quinta anuncia las de la cuarta fase. 
 La “Acomodación visual a los movimientos rápidos” permite una anticipación de las futuras posiciones del objeto y, por lo tanto, le confiere cierta permanencia. Esta permanencia sigue estando en relación, naturalmente, con el acto mismo de acomodación, de manera que las conductas prolongan, sin más, las de la segunda fase; pero hay progreso en el sentido de que la posición prevista del objeto es una posición nueva y no una posición recién descubierta y a la que la mirada simplemente vuelve. Hay dos casos particulares especialmente importantes: la reacción al movimiento de los cuerpos que desaparecen del campo visual después de haber provocado un desplazamiento lateral de la cabeza y la reacción a los movimientos de caída. Ambas conductas parece que se desarrollan bajo la influencia de la prensión: 
Observación. 6. –La reacción a la caída parece inexistente en Laurent a los 0;5 (24): no sigue con la mirada ninguno de los objetos que dejo caer delante de él. 
 Por el contrario, a los 0; 5 (26), Laurent busca ante él una bola de papel que lanzo sobre sus mantas. Mira rápidamente la manta desde la tercera vez que repito la experiencia, pero sólo frente a él, es decir, ahí donde acaba de coger la bola: cuando arrojo el objeto fuera de la cuna, Laurent no lo busca sino alrededor de mi mano vacía que permanece en el aire. 
 A los 0; 5 (30) no presenta ninguna reacción a la caída de una caja de cerillas. Lo mismo ocurre a los 0;6 (0), pero cuando es él quien lanza la caja de cerillas, llega a buscarla con la mirada a su lado (está acostado). 
 A los 0;6 (3) Laurent está acostado y tiene en la mano una caja de cinco centímetros de diámetro. Cuando se le escapa, la busca con la mirada en la dirección correcta (a su lado). Cojo entonces la caja y la bajo verticalmente y muy deprisa para que él pueda seguir la trayectoria. La empieza a buscar en el sofá sobre el que está tendido. Trato de evitar cualquier sonido o golpe, y repito la experiencia unas veces a su derecha y otras a su izquierda: el resultado es siempre positivo. 
 A los 0;6 (7) tiene en la mano una caja de cerillas vacía. Cuando se le cae, la busca con la mirada aunque no siguió con los ojos el principio de la caída: vuelve la cabeza para verla sobre la sábana. A los 0;6 (9) experimenta la misma reacción con un sonajero, pero esta vez ha seguido con la mirada el movimiento inicial del objeto. Ocurre igual a los 0;6 (16), cuando ha presenciado el comienzo de la caída, y también a los 0;6 (20), etc., etc. 
 A los 0;7 (29), busca en el suelo todo lo que yo dejo caer por encima de él, a poco que haya percibido el principio del movimiento de caída. Por último, a los 0; 8 (1), busca en el suelo un juguete que yo tenía en la mano y que acabo de dejar caer, sin que él lo notara. Al no encontrarlo, vuelve la mirada a mi mano, la examina largamente y después busca de nuevo en el suelo. 
 Obs. 7. –A los 0;7 (30), Lucienne coge una muñequita que le presento por primera vez. La contempla con mucho interés, después la suelta (no intencionalmente); busca rápida con la mirada la muñeca frente a ella, pero no consigue verla en seguida. 
 Cuando la vuelve a encontrar, la cojo y la tapo con una manta a su vista (Lucienne está sentada), pero no reacciona. 
 A los 0;8 (5) , Lucienne busca sistemáticamente por el suelo todo loque se le va de las manos sin querer. Cuando se lanza un objeto ante ella, lo busca también con la mirada, pero con menos asiduidad (una de cada cuatro veces, por término medio). La necesidad de volver a coger lo que tenía en la mano juega pues un papel en esta reacción a los movimientos de caída: la permanencia propia de los comienzos del objeto táctil (de la que volveremos a hablar a propósito de la “prensión interrumpida”) interfiere con la permanencia debida a la acomodación visual. 
 A los 0;8 (12), sigo observando que Lucienne dedica más tiempo a volver a encontrar con la mirada los objetos caídos que acaba de tocar. 
 A los 0;0 (25), mira mi mano, que mantengo inmóvil, pero que bajo acto seguido con rapidez: Lucienne la busca largo rato en el suelo.
Obs. 8. –En el caso de Jacqueline la búsqueda del objeto caído fue más tardía. A los 0;8 (20), por ejemplo, cuando trata de alcanzar una pitillera suspendida por encima de ella y que cae, no busca en absoluto frente a ella sino que continúa mirando al aire.
 A los 0;9 (8), presenta la misma reacción negativa con su loro de juguete, a pesar de ser muy grande: cae sobre el edredón, en tanto que Jacqueline trata de alcanzarlo por encima de ella: no baja los ojos y prosigue su búsqueda en el aire. Pero el loro contiene granalla y hace ruido al caer.
 A los 0;9 (9), por el contrario, Jacqueline deja caer sin querer el mismo loro sobre el lateral izquierdo de la cuna pero esta vez lo busca con la mirada, debido al ruido. Al introducirse el loro entre el edredón y el mimbre, Jacqueline sólo puede verle la cola: sin embargo reconoce el objeto (un caso de “reconstrucción de totalidades invisibles” al que nos referiremos más adelante) e intenta cogerlo. Al querer alcanzarlo lo hunde hasta que desaparece de la vista pero, como oye aún la granalla que resuena en su interior, golpea sobre el edredón que lo oculta y el sonido vuelve a oírse (he aquí una simple utilización de la reacción circular con relación a este juguete). Sin embargo, no se le ocurre buscar bajo el edredón. 
Obs. 9. –El mismo día, a los 0;9 (9), Jacqueline está sentada en la cuna mirando mi reloj que mantengo a 20-30 cm de sus ojos y que dejo caer sin soltar la cadena. 
 En la primera prueba, Jacqueline sigue la trayectoria, aunque con cierta tardanza, y encuentra el reloj sobre el edredón que cubre sus rodillas. El ruido de la caída ha ayudado, sin duda, y sobre todo el hecho de que he descendido el reloj sin soltarlo todavía. 
 Segunda prueba: ahora no sigue el movimiento sino que mira mi mano vacía con asombro e incluso parece buscar alrededor de la mano (esta vez he soltado el objeto sin más). 
 Tercera prueba: busca de nuevo alrededor de mi mano, después mira sobre sus rodillas y se apodera del objeto. 
 Continúo solamente con la cadena, para eliminar el factor del sonido: solo una vez, entre ocho nuevas pruebas sucesivas, la niña busca en el suelo. Las otras veces se limitó a examinar mi mano. 
 Luego desciendo la cadena lentamente, pero más deprisa que la mirada de la niña: Jacqueline busca en el suelo. Vuelvo entonces a soltar simplemente la cadena: se suceden seis experiencias con resultado negativo. Las dos siguientes veces, Jacqueline busca sobre sus rodillas con la mano, mientras mira frente a ella. Durante las últimas pruebas, renuncia a esta búsqueda táctil y se limita a examinar mis manos. 
 Obs. 10. –A los 0;9 (10), vuelvo a experimentar con Jacqueline, en esta oportunidad con una libreta de 8 X 5cm que dejo caer desde lo alto (por encima del nivel de sus ojos) sobre un cojín colocado sobre sus rodillas. La niña mira inmediatamente al suelo, aunque no ha tenido tiempo de seguir la trayectoria: no ve más que el punto de partida y mis manos vacías.
 A los 0;9 (11) hago otra experiencia con su loro: vuelve a mirar en seguida al suelo. Sin embargo, la reacción es totalmente negativa con la cadena del reloj, debido a que el objeto es menos voluminoso: Jacqueline examina asombrada mis dedos vacíos. La noción de objeto no ha aparecido aún: en el caso del loro o de la libreta continúa, simplemente, el movimiento de acomodación y, cuando el objeto es demasiado insignificante para ser seguido con los ojos desde el punto de partida, no sucede nada. 
 A los 0;9 (16), Jacqueline juega con su pato de celuloide sentada sobre mi brazo y lo deja caer por detrás de mis hombros. En seguida trata de encontrarlo pero se da la interesante circunstancia de que no prueba de mirar a mi espalda: prosigue su indagación por delante de ella. La causa de este error está en la dificultad de la niña para tener en cuenta las pantallas y para concebir que un objeto pueda estar “detrás” de otro. 
 A partir de los 0;9 (18), la reacción a los movimientos de caída parece que está adquirida: los objetos que caen, incluso en el caso de que el niño no los tuviera en las manos un momento antes, dan lugar a una mirada dirigida al suelo. 
 Obs. 11. –A los 0;9 (6), Jacqueline mira al pato que mantengo a la altura de sus ojos y que desplazo horizontalmente hasta llevarlo detrás de la cabeza. Ella lo sigue con la mirada un instante, después lo pierde de vista. No obstante, continúa este movimiento de acomodación hasta que vuelve a encontrarlo. Lo busca perseverantemente durante un buen rato. 
 Vuelvo a colocar el pato delante de ella y reanudo el experimento, en otro sentido. La reacción es la misma que al principio pero olvida lo que desea durante la búsqueda y se apodera de otro objeto. 
 Obs 11 bis. –A este propósito pueden citarse los progresos logrados por Lucienne desde la obs. 5, en cuanto a la memoria de las posiciones. Se trata de una conducta similar a las de la segunda fase, aunque más compleja y contemporánea que las de la tercera. A los 0; 8 (12), Lucienne está sentada cerca de mí; yo estoy a su derecha. Me ve, después juega un buen rato con su madre. Más tarde la observa mientras se va lentamente por la izquierda hacia la puerta de la habitación y desaparece. Lucienne la sigue con la mirada hasta el momento en que deja de ser visible, después gira velozmente la cabeza en dirección a mí. Su mirada apunta directamente a mi rostro: ella sabía que yo estaba allí aunque no me hubiera mirado durante varios minutos. 
 Obs. 12. –A los 0;6 (0), Laurent mira un sonajero que yo desplazo horizontalmente a la altura de su cabeza, de izquierda a derecha. Sigue el principio del recorrido, aunque después pierde de vista el móvil: entonces gira bruscamente la cabeza y la vuelve a girar cincuenta centímetros más lejos. Cuando hago que el objeto describa la trayectoria inversa, lo busca un instante sin conseguir alcanzarlo y después renuncia a seguir buscándolo. 
 Durante los días que siguen la reacción se precisa y Laurent vuelve a encontrar el objeto en todas las direcciones. La misma observación puede hacerse a los 0;6 (30), a los 0;7 (15), a los 0;7 (29), etc. 
 Esta capacidad de volver a encontrar el objeto siguiendo su trayectoria desarrolla en Laurent, al igual que en Lucienne (obs. 11 bis), la memoria de las posiciones. De este modo, a los 0;7 (11), juego con Laurent mientras que su madre aparece por encima de él. Gira la cabeza para volver a encontrarla tras su desaparición. Llega a alcanzarla con la mirada en el momento en que sale de la habitación (antes de oír el ruido de la puerta). Se vuelve en seguida hacia mí, pero se gira incesantemente para ver si su madre está allí todavía. 
Aunque estos hechos puedan parecer triviales, son importantes para la constitución de la noción de objeto. Nos muestran, en efecto, que los principios de la permanencia atribuida a los cuadros percibidos se deben a la propia acción del niño al llevar a cago los movimientos de acomodación. A este respecto cabe decir que las presentes conductas se limitan a prolongar las de la segunda fase, pero con un progreso esencial: el niño no intenta ya solamente volver a encontrar el objeto allí donde lo percibió un momento antes, lo busca en un nuevo lugar. Se anticipa pues a la percepción de las sucesivas posiciones delmóvil y tiene en cuenta, en cierto sentido, sus desplazamientos. Pero, precisamente porque este inicio de permanencia no es más que una prolongación de la acción en curso, habrá de ser restringida. En efecto, el niño no concibe cualquier desplazamiento ni cualquier permanencia objetiva: se limita a seguir con la mirada o con la mano, más o menos correctamente, el recorrido esbozado por los movimientos de acomodación relativos a la percepción inmediatamente anterior, mientras la operación iniciada en su presencia es capaz de conferirles cierta permanencia, sólo en la medida en que continúa en ausencia de los objetos. 
 Veamos este proceso un poco más profundamente. Comprobamos en Laurent (y en Lucienne, aunque no hayamos tenido ocasión de captar en ella los orígenes de la reacción a los movimientos de caída) que la búsqueda del objeto caído es más frecuente al principio, cuando es el mismo niño quien lo ha dejado caer: la permanencia atribuida al objeto es pues mayor cuando la acción de la mano interfiere con la de la mirada. En el caso de Jacqueline, su aprendizaje es muy sugestivo. Al principio (obs. 8), no hay reacción a la caída, ya que la niña no ha observado el movimiento inicial del objeto que caía. Posteriormente, Jacqueline observa este movimiento del campo visual, vuelve al punto de partida para buscar allí el juguete (obs. 9): sin embargo, cuando el movimiento es lento o un sonido simultáneo ayuda a la niña en su búsqueda, consigue reconstruir la trayectoria exacta. En la siguiente etapa (principio de la obs. 10), la reacción es positiva cuando el objeto es bastante voluminoso, lo que facilita el seguimiento con la mirada un tiempo suficiente, pero es negativa frente a una cadena de reloj, demasiado insignificante. Por último, se generaliza la reacción positiva. 
 Parece, pues, obvio que el desplazamiento atribuido al objeto depende esencialmente de la acción del niño (de los movimientos de acomodación que la mirada prolonga) y que la misma permanencia sigue estando en relación con esta acción.
 En lo referente al primer punto, no se podría conceder al niño la noción de desplazamientos autónomos. Cuando seguimos con la mirada un objeto y, tras haberlo perdido de vista, intentamos volver a encontrarlo, tenemos la sensación de que está en un espacio independiente de nosotros: por lo tanto admitimos que los movimientos del móvil se ponen de manifiesto sin relación con los nuestros, más allá de nuestra área perceptiva, y nos esforzamos por desplazarnos nosotros mismos para alcanzarlo. Por el contrario, en el caso del niño que presencia el inicio del movimiento de caída, todo sucede como si ignorara que él mismo se desplaza para seguir el movimiento e ignorara también, en consecuencia, que su cuerpo y el móvil se encuentran en el mismo espacio: basta que el objeto no esté en la exacta prolongación del movimiento de acomodación para que el niño re3nuncie a volver a encontrarlo. Por lo tanto, en su conciencia el movimiento del objeto forma un todo con las impresiones cinestésicas o sensoriomotrices que acompañan sus propios movimientos de ojos, de cabeza o de torso: cuando pierde el móvil de vista, los únicos procedimientos adecuados para volver a encontrarlo consisten, pues, en prolongar los movimientos ya esbozados, o en volver al punto de partida. Nada obliga al niño a considerar el objeto desplazándose por sí mismo e independientemente de su propio movimiento: lo que el niño percibe es una ligazón inmediata entre sus impresiones cinestésicas y la reaparición del objeto en su campo visual, en suma, una conexión entre cierto esfuerzo y cierto resultado. No existe todavía lo que más adelante (cap. 2) llamaremos un desplazamiento objetivo. 
 En lo concerniente al segundo punto, es decir, la permanencia atribuida al objeto como tal, es obvio que esta permanencia continúa estando en relación con la acción del sujeto. Dicho con otras palabras, los cuadros visuales que persigue el niño adquieren cierta solidez a sus ojos, precisamente a medida en que procura seguirlos, pero no constituyen aún objetos substanciales. El simple hecho de que el niño no imagine su desplazamiento como un movimiento independiente y de que, frecuentemente, busque los cuadros (cuando no ha tenido ocasión de observarlos con detenimiento) en el mismo punto del que partieron, muestra claramente que, parra él, estos cuadros permanecen aún “a disposición” de la propia acción, y en ciertas situaciones absolutas. Bien es verdad que se da un principio de permanencia, pero tal permanencia sigue siendo subjetiva: debe producir en el niño una impresión comparable a la que experimentó al descubrir que podía chuparse el pulgar cuando quería, ver las cosas en movimiento al desplazar la cabeza, oír un sonido al rozar un juguete con la cuna o al tirar de los cordones de los sonajeros colgados en la capota, etc. Este carácter del objeto primitivo, concebido como estando “a disposición”, corre parejas con el conjunto de conductas de esta fase, es decir, con las reacciones primarias y secundarias, en cuyo curso el universo se ofrece al sujeto como dependiente de su actividad. Representa un progreso respecto a las primeras fases, durante las que el objeto no se distingue de los resultados de la actividad refleja o de la única reacción circular primaria (es decir, de las acciones realizadas por el sujeto en su propio organismo para reproducir algún efecto interesante), pero es un progreso en grado y no en calidad: el objeto no existe aún más que ligado a la propia acción. 
 La prueba de que el objeto no es aún nada más es que, como veremos más adelante, el niño de esta edad no presenta ninguna conducta particular con relación a las cosas desaparecidas: la reacción de Lucienne a los 0;7 (30) cuando tapo su muñeca con una tela (obs. 7) así lo hace suponer. 
 Esta dependencia del objeto con respecto a la propia acción vuelve a encontrarse en un segundo grupo de hechos, sobre los que podemos hacer hincapié ahora: los hechos de “prensión interrumpida”. Estas observaciones se encuentran, en comparación con la obs. 4 de las primeras fases, en la misma relación que las “acomodaciones visuales a los movimientos rápidos” con respecto a las obs. 2 y 5: dicho de otra forma, la permanencia propia de los inicios del objeto táctil no es aún más que una prolongación de los movimientos de acomodación pero, en lo sucesivo, el niño tratará de volver a coger el objeto perdido en posiciones nuevas y no ya solamente en el mismo lugar. Desde el momento en que la prensión llega a ser una ocupación sistemática, entre los 4 y 6 meses, y por tanto de gran interés, el niño aprende a seguir con la mano los cuerpos que se alejan de él, incluso cuando no los ve. Esta conducta permite al sujeto atribuir un principio de permanencia a los objetos táctiles:
 Obs. 13. –A los 0;8 (20), Jacqueline coge el reloj que le tiendo sujetándolo por la cadena. Lo examina con mucho interés, lo palpa, le da la vuelta, produce un sonido con la boca, etc. Cuando tiro de la cadena, ella siente una resistencia y retiene el reloj con fuerza, pero acaba por ceder. Como está acostada no trata de mirar pero tiende el brazo, vuelve a coger el reloj y lo lleva ante sus ojos. 
 Vuelvo a empezar el juego: ríe al comprobar la resistencia que ofrece el reloj, y lo busca sin mirar. Si aparto progresivamente el objeto (un poco más cada vez que ella lo coge), busca más y más lejos, palpando y dando tirones a todo lo que encuentra por medio. Si retiro bruscamente el reloj, ella se limita a explorar el lugar de donde ha desaparecido, tocando el babero, la sábana, etc.
 Ahora bien, esta permanencia es únicamente función de la prensión. Si tapo el reloj con la mano, con el edredón, etc., a su vista, no reacciona e, inesperadamente, lo olvida: en ausencia de datos táctiles, los cuadros visuales parecen fundirse unos con otros sin materialidad. Cuando vuelvo a poner el reloj en las manos de Jacqueline y a continuación lo retiro, ella lo busca de nuevo. 
 Obs. 14. –Veamos ahora una prueba a la inversa.A los 0;9 (21), Jacqueline está sentada y yo le coloco en las rodillas una goma que acaba de tener en las manos. En el momento en que la va a coger de nuevo, pongo la mano entre sus ojos y la goma: ella desiste en seguida, como si el objeto no existiera ya. 
 Repito la experiencia una decena de veces. Siempre que Jacqueline rozaba con el dedo el objeto en el momento en que yo interceptaba su mirada, continuaba su búsqueda hasta alcanzarlo (sin mirar la goma y soltándola a menudo, desplazándola involuntariamente, etc.). Por el contrario, si la niña no había establecido ningún contacto táctil en el momento en que cesaba de ver la goma, retiraba la mano. 
 Hago las mismas pruebas con una canica, con un lápiz, etc., y obtengo el mismo resultado. Teniendo en cuenta que mi mano no le despertaba ningún interés, estaba claro que el olvido no se debía a un desplazamiento del interés: sucedía simplemente que la imagen de mi mano anulaba la del objeto que estaba debajo excepto, repitámoslo, si sus dedos ya habían rozado la cosa o cuando, tal vez, su mano ya estaba bajo la mía dispuesta a asir. 
 A los 0;9 (22) se observa el mismo comportamiento. 
 Obs. 15. –A los 0;6 (0) Lucienne, sola en su cuna, coge las cortas de la pared, mirando lo que hace. Tira de ellas hacia sí, pero las suelta cada vez que repite la operación. Después coloca ante sus ojos la mano cerrada y apretada y la abre poco a poco. Mira atentamente los dedos y vuelve a empezar, hasta diez veces consecutivas. 
 Le basta con haber tocado un objeto, creyendo cogerlo, para concebir que lo tiene en la mano, aunque no lo sienta. Tal conducta muestra, como las anteriores, qué clase de permanencia táctil atribuye el niño a los objetos que cogido. 
 Obs. 16. –Laurent pierde una caja de cigarrillos que acaba de tomar y balancear. La suelta sin querer más allá de su campo visual. Se lleva inmediatamente la mano a los ojos y la mira un largo rato, con un gesto de sorpresa, de decepción, algo así como un sentimiento de desaparición. Pero, lejos de considerar esta pérdida como irreparable, vuelve a balancear la mano, aunque está vacía, y a mirarla de nuevo. A quien presencia esta acción y ve la mímica del niño, no le cabe más que pensar que es un intento para hacer reaparecer el objeto. Esta observación y la precedente (Lucienne a los 0;6), arroja luz sobre la verdad naturaleza del objeto en esta fase: una simple prolongación de la acción. 
 A continuación, le doy a Laurent la caja y nuevamente la pierde varias veces: se limita entonces a alargar el brazo para volverla a encontrar cuando acaba de tenerla en las manos o, por el contrario, renuncia a la búsqueda (ver obs. Siguiente).
 Obs. 17. –A los 0;4 (6), Laurent buscaba ya la mano de una muñeca que acababa de soltar. Sin mirar lo que hace, tiende el brazo en la misma dirección en que estaba al caer el objeto. 
 A los 0;4 (21), baja el antebrazo para volver a encontrar sobre la sábana un palo que tenía en la mano y que acaba de soltar. 
 A los 0;5 (24), reacciona de igual manera con cualquier tipo de objeto. Trato entonces de determinar hasta dónde llega su búsqueda. Le toco la mano con una muñeca que aparto en seguida: él se limita a bajar el antebrazo, sin explorar realmente el espacio que le rodea (véase más adelante, cap. 2, obs. 69). 
 A los 0;6 (0), 0;6 (9), 0;6 (10), 0;6 (15), etc., observo los mismos hechos: Laurent da por desaparecido el objeto si no lo halla simplemente bajando el brazo: el objeto que busca no está aún dotado de movilidad real y es concebido como simple prolongación del acto interrumpido de la prensión. Por el contrario, si el objeto caído le roza la mejilla, el mentón o la mano, sabe muy bien cómo volver a encontrarlo. No es pues la impericia motriz la que explica la ausencia de una verdadera búsqueda, sino el carácter primitivo atribuido al objeto. 
 A los 0;6 (15), sigo observando que si el objeto cae bruscamente de su mano, Laurent no lo busca. Por el contrario, cuando la mano está a punto de asir el objeto que se escapa, o que ella desplaza, sacude, etc., hay búsqueda. Laurent se limita siempre, para volver a encontrar el objetivo, a bajar el brazo, aunque sin una auténtica trayectoria de exploración. 
 A los 0;7 (15), coge y balancea la caja de cigarrillos de las obs. 16; cuando la pierde inmediatamente después de haberla tomado, la busca con la mano sobre las mantas. Por el contrario, cuando la suelta, e independientemente de esta circunstancia, no trata de volver a encontrarla. Seguidamente le enseño la caja por encima de sus ojos y él la hace caer al tocarla pero, sorprendentemente, no la busca. 
 A los 0; 7 (12) suelta a su derecha un sonajero que tenía en la mano: lo busca un buen rato, sin oírlo ni tocarlo. Desiste, pero después vuelve a buscarlo en el mismo sitio. No consigue encontrarlo. 
 Posteriormente lo pierde a su izquierda y lo vuelve a encontrar dos veces, ya que el objeto está en la prolongación directa de los movimientos de su brazo. 
 A partir de los 0;8 (8) busca realmente todo lo que cae de sus manos. 
Conviene insistir sobre la diferencia existente entre estas reacciones y las conductas de la cuarta fase, consistentes en buscar con las manos el objeto que desaparece del campo visual. Tanto en las obs. 13-17 como en las obs. 6-12 (“acomodación a los movimientos rápidos”) se trata de una permanencia que simplemente prolonga los anteriores movimientos de acomodación y no de una búsqueda especial del objeto desaparecido. Cuando el niño ha tenido una cosa en la mano, desea conservarla en el momento en que se le escapa: reproduce entonces sin más el gesto de asir que ha ejecutado justo antes. Esta reacción supone que el sujeto espera que su gesto conduzca al resultado deseado. Pero esta espera se funda simplemente en la creencia de que el objeto está “a disposición” del acto esbozado. Las observaciones 15 y 16 tienen a este respecto una decisiva significación. Esto no implica aún en absoluto la permanencia substancial de la cosa independientemente del gesto, ni la existencia de trayectorias objetivas: prueba de esto es que el menor obstáculo que venga a cambiar la situación de conjunto desalienta al niño. En efecto, el niño se limita a tender el brazo: no busca realmente ni inventa ningún nuevo procedimiento para volver a encontrar el objeto desaparecido. Esto es tanto más sorprendente en cuanto, como veremos más adelante, estos procedimientos se constituirán en la misma dirección indicada por las presentes conductas. 
 Examinemos ahora un tercer grupo de conductas igualmente susceptibles de engendrar un principio de permanencia objetiva: las “reacciones circulares diferidas”. Como hemos visto, la permanencia propia de los objetos en este estadio no es aún ni substancial ni realmente espacial: depende de la propia acción y el objeto constituye simplemente “lo que está a disposición” de esta acción. Hemos comparado, además, que tal situación proviene del hecho de que la actividad del niño en este nivel consiste esencialmente en reacciones primarias y secundarias, pero no aún en reacciones terciarias. Dicho con otras palabras, el niño pasa la mayor parte de su tiempo reproduciendo toda clase de resultados interesantes, evocados por los espectáculos ambientales, y dedica muy poco tiempo a estudiar las novedades en sí mismas, a experimentar. Por lo tanto, el universo de esta fase está compuesto de una larga serie de acciones virtuales, mientras que el objeto no es más que el alimento “a disposición” de estas acciones. Si esto es así, cabe esperar que las reacciones circulares secundarias constituyan una de las fuerzas más fecundas de permanencia elemental: nos lo mostrará el análisis de las “reacciones circulares diferidas”. 
 Es preciso señalar que, antes o después, la reacción circular provoca una especie de revivificación susceptible de prolongar su influencia sobre la conducta del niño. Por supuesto no hablamos del hecho de que la reacción circular reaparece cada vez que el niño se halla en presencia de de los mismos objetos (agitarsecuando percibe la capota de la cuna, tirar de la cadena cuando ve el sonajero sujeto por ésta, etc.), ya que no se trata en este caso de conductas diferidas, sino simplemente de hábitos despertados por la presencia de un excitante conocido. Consideremos exclusivamente los actos durante los que la reacción circular es interrumpida por las circunstancias para proseguir poco después sin ninguna incitación exterior. En estos casos, el hecho de que el niño recobre por sí mismo la posición y los gestos necesarios para reemprender el acto interrumpido confiere a los objetos, así vueltos a encontrar y reconocidos, una permanencia análoga a aquellas de las que acabamos de hablar. La permanencia es incluso más sensible, pues la acción recuperada, al ser más compleja, da lugar a una solidificación aún mayor de los cuadros percibidos:
Obs. 18. –A los 0;8 (30), Lucienne araña una caja de polvos, situada a su izquierda, pero interrumpe el juego cuando me ve aparecer por la derecha. Suelta la caja y se entretiene un rato conmigo, balbucea, etcétera. Después aparta la mirada de mí bruscamente, y vuelve a la posición adecuada para tomar la caja: no duda, pues, que está “a disposición” en la misma situación en la que se sirvió de ella un poco antes.
Obs. 19. –Jacqueline, a los 0;9 (3) trata de coger una manta de detrás de su cabeza para agitarla. La distraigo enseñándole un pato de celuloide. Ella lo mira, después intenta cogerlo, pero interrumpe bruscamente esta acción para buscar detrás de ella la manta que no veía. 
 A los 0;9 (13) trata de buscar con la mano izquierda una botella que he colocado junto a su cabeza. No consigue más que arañarla, girando ligeramente la cara. Desiste en seguida y estira una manta por delante de ella perdiendo de vista la botella. Pero, se vuelve bruscamente para reemprender sus experiencias de prensión. Da la impresión de que ha conservado el recuerdo del objeto y vuelve a él, tras una pausa, al creer en su permanencia.
Obs. 20. –En el caso de Laurent, tales reacciones son abundantes a partir de los 0;6. Basta con interrumpir al niño cuando tira de un cordón de la cabecera, araña el borde de la cuna, etc., para verle, acto seguido, darse la vuelta a la posición adecuada y volver a encontrar estos objetos. Nos limitaremos a describir una actitud observada en él a los 0;6 (12), relacionada a la vez con la reacción circular diferida, la “acomodación de la mirada al movimiento de caída” y la “búsqueda táctil-manual del objeto”. Aunque no es típica desde el punto de vista de la reacción circular interrumpida, esta observación resume muy bien lo que hemos visto hasta aquí de la constitución del objeto en esta fase. 
 Pongo en el borde de la capota un sonajero, apenas sujeto por un cordón doblado hacia atrás. Laurent se agita en seguida para balancear el objeto, como si se tratara de un juguete cualquiera colgado de allí; pero el sonajero cae ante sus ojos, tan cerca que lo coge rápidamente. Sostiene el sonajero en alto, reacción que repite unas cinco o seis veces seguidas. Se puede considerar que el conjunto de estos actos constituye un nuevo esquema circular: agitarse, hacer caer el objeto y cogerlo. ¿Qué pasará cuando el ciclo permanezca incompleto, es decir, cuando el objeto, en lugar de caer en un sitio visible, desaparezca del campo visual? ¿Se prolongará la acción así interrumpida en reacción diferida? ¿De qué manera?
1. Cuando el objeto cae tras ser descolgado por las sacudidas del niño, éste lo busca con la mirada frente a él, en el lugar habitual. Si no lo ve continúa con las sacudidas, pero mirando al frente y no al vacío. Si oye entonces el sonajero, alarga la mano y coge lo que esté por medio, sin que exista una exploración real (se apodera así, ya sea del mismo sonajero, si está a mano, ya sea de la sábana, la manta, etc.). 
2. Cuando el sonajero produce un sonido al caer de la cabecera, Laurent alarga en seguida la mano en esa dirección (sin mirar). Pero si al tocarlo lo hace retroceder involuntariamente, no avanza la mano para seguir la trayectoria del objeto: se contenta con llevar consigo lo que buenamente encuentra (la sábana, etc.). 
3. Cuando el niño no ha visto el principio de la caída del sonajero, no lo busca frente a él: el objeto no existe. En particular, cuando soy yo quien lo hago caer inopinadamente, su desaparición no da lugar a ninguna búsqueda. La búsqueda sólo se emprende, pues, en función del ciclo total.
 Estas conductas son importantes ya que su acumulación y sistematización generarán paulatinamente la creencia en la permanencia del mundo exterior. Pero por sí solas no son suficientes para constituir la noción de objeto. Implican, simplemente, que el niño considera como permanente todo lo que le es útil para su acción en una situación concreta. Es así como en la obs. 19, Jacqueline, que se distrae agitando una manta situada detrás de ella, vuelve pronto a esta posición, convencida de que encontrará el objeto deseado al mismo tiempo que su actividad. No hay aquí más que una permanencia global y práctica y nada implica aún que los objetos, una vez fuera de su contexto, sigan siendo para ella idénticos a sí mismos: como veremos más adelante, en el momento en que el niño empieza a buscar activamente los objetos desaparecidos de su campo perceptivo (4ta fase), sólo es capaz de creer, de una manera muy práctica, en la permanencia global. Estas conductas no van, pues, más allá de las primitivas previsiones nacidas de la acomodación visual a los movimientos rápidos o de la prensión interrumpida. No es el objeto el que constituye el elemento permanente (la manta, por ejemplo), sino el acto en sí (agitar la manta), el conjunto de la situación: el niño se limita a repetir su acción. 
 ¿Significarán un progreso “las reconstrucciones de un todo invisible a partir de un fragmento visible”? Teóricamente, estas conductas podrían observarse a cualquier edad y, por tanto, desde las primeras fases: bastaría que el niño, habituado a cierta imagen de conjunto, intentara verla en su totalidad cuando sólo percibe una parte. Pero, de hecho, solamente hemos observado tales reacciones una vez adquirida la prensión: sin duda, el hábito de coger y manipular los objetos, de conferirles así una forma relativamente invariable y de situarlos en un espacio más o menos profundo, es lo único que permite al niño representarse su totalidad. A nuestro entender, esto no prueba todavía que el sujeto considere la cosa vista o asida como un objeto permanente con dimensiones constantes, ni mucho menos que la sitúe en “grupos” objetivos de desplazamiento. Basta, simplemente, para que el niño la considere como un todo, incluso cuando se limita a mirarla sin alcanzarla, y para que trate de ver el conjunto cuando no percibe más que una parte: 
Obs. 21. –Laurent mira mi mano a los 0;5 (8) e imita el movimiento. Yo pertenezco oculto tras la capota de la cuna. El niño trata manifiestamente de verme en repetidas ocasiones, apartando los ojos de la mano y elevando la mirada a lo largo de mi brazo, hasta donde éste parece salir de la capota; fija los ojos en este punto y parece que me busca alrededor de él. 
 A los 0;5 (25), se agita en presencia de un periódico que coloco entre el borde de la capota de la cuna y el cordón que va de ésta a su puño (véase El nacimiento de la inteligencia en el niño, obs. 110). Basta que vea una mínima porción del diario para que actúe del mismo modo. En repetidas ocasiones, observo que dirige la mirada atrás, en la dirección en que se encuentra el resto del periódico, como si Laurent esperara verlo aparecer en su totalidad. 
 A los 0;6 (17) le muestro al niño un lápiz y, en el momento en que se dispone a cogerlo, lo voy bajando progresivamente tras una pantalla horizontal. En la primera prueba, aparta de la mano cuando todavía ve 1 cm de lápiz: mira con curiosidad este cabo, sin dar muestras de comprender. Cuando elevo el lápiz entre 1 y 2 cm más lo coge sin dudar. Segunda experiencia: bajo el lápiz hasta que sólo sobresale unos 2 cm. Laurent aparta de nuevo la

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