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Mildiner - Saber hablar

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Primer testimonio 
Kuku Mildiner 
 
Saber hablar 
Recibí por teléfono la noticia de mi nominación, nueve meses después de haber 
presentado la carta con mi pedido de pase al Secretariado. Cuando corté, me vino a la memoria 
el acontecimiento del nacimiento de mi hija, cuando al recibirla por primera vez en mis brazos, 
susurré una frase de un modo casi inaudible, que no había pensado antes y que no recordé hasta 
la mitad de mi último análisis. Le dije: “Bienvenida, preciosa, vos vas a tener el don de la 
palabra”. ¿De dónde salió ese decir? ¿Qué hablo en mi? ¿Desde dónde? 
Responder a estas preguntas implica ubicar el lugar de mi relación natal con el goce, del 
modo en que un real entro en ese mundo de cuatro paredes del consultorio de mi analista, para 
luego salir de allí. 
Llamo entonces a mi primer testimonio “Saber hablar”, y tiene como eje algunas 
respuestas a esas preguntas. 
 
Los análisis 
 Es el relato de tres análisis. 
 Durante diez años, de manera quincenal, acudía puntualmente a mi supervisión. 
 El analista supervisor, había sido el maestro, profesor del grupo de estudio, tambien me había 
invitado al GEM en el que el participaba para la formación de la Escuela, aunque no ingrese en 
ese momento. 
 Ese día la cosa no andaba. No encontraba el modo de organizar el caso por el que consultaba. 
Su pregunta fue directa ¿pero qué te pasa? Una vez mas la angustia se presentaba brutalmente, 
estaba estragada en una relación de pareja que no me daba respiro. 
 Su indicación fue clara y directa. “Hablame de vos, contame de tu análisis, en qué momento 
estas”. Me citó para una segunda vez en la semana. ¿Y el otro analista? No vas. No hay tiempo, 
concluyo ese día. Pocos meses después me di cuenta que el “no hay tiempo” caía especialmente 
sobre él. La sentencia de su enfermedad ya estaba dada. 
 Al primer análisis había llegado a partir de la maternidad. La división entre madre y mujer 
acentuaba el pathos. Una sensación de insatisfacción, ser madre no resolvía mi dolor de existir, 
una angustia que insistía desde siempre y que se manifestaba en insatisfacción y tristeza. 
De ese primer análisis recorto dos interpretaciones. 
 Una dio lugar a que el objeto del fantasma comenzara a delinearse. Al repetir la frase con la 
que los familiares relataban la relación de mi madre conmigo: “tu mama te tiene como en una 
cajita de cristal”, la interrogación de la misma le quito un poco a la interpretación del amor a la 
que me tenia atada. Estar en una cajita de cristal, encerrada, ajustada y sobre todo desde afuera 
me ven. 
 No tardo en sonar la inversión lógica, “si es de cristal se ve de afuera hacia adentro pero 
también de adentro hacia afuera”. El alivio fue grande, era como comenzar a ver, descentrando 
mi ser de mirada. Empecé a poner mas atención en mi cuerpo, mis formas, mi vestimenta. Me 
sentía atractiva. 
 La segunda apuntaba al padre. Ese hombre, de pocas palabras y sumamente celoso, le había 
prohibido en mi primera infancia a mi madre, primero ver a su única hermana, y luego a su 
padre, mi abuelo materno. Las causas: económicas. Mi tío y mi abuelo, en circunstancias 
diferentes, lo habían “estafado”, le habían quitado dinero. A partir de allí yo acompañaba a mi 
madre, y luego tambien con mis hermanas, a visitar a escondidas, primero a mi tía y luego a mi 
abuelo. Ese era el eje de mi historia infantil. 
 Esa interpretación también se valió de la lógica: “¿y usted nunca pensó que al prohibirle a su 
madre ver a la hermana tambien se la prohibía a él?” Apareció allí una dimensión diferente del 
padre. El de la horda. Ya volveré a eso. 
 Había elegido a mi marido enamorada de dos rasgos muy claros; era una época de agitación 
política en la Argentina, antes de la represión y él era líder estudiantil. Estudiaba historia y 
medicina. Le gustaba hablar, dar discursos, siempre tenia opiniones fundadas. Yo era tímida, 
silenciosa y estudiosa. El me representaba, con el conseguía tranquilidad. Y podía seguir en 
silencio. Pero algo se movía en mí, y la “pareja complemento” comenzó a ser fuente de una gran 
insatisfacción. 
 Entre la atención a mis atractivos que en esos momentos consideraba como algo nuevo en mi 
femineidad e identificada a un padre supuestamente deseante de todas las mujeres, comencé 
a mirar para otro lado. Eso me incomodaba, desde la moral que pretendía sostener. 
Entonces comencé el doloroso camino de la separación de mi marido, y la búsqueda de otro 
partenaire que me hiciera mas feliz. Uno, otro, hasta la desolación. 
 Siempre le di valor de acting a esa separación. Recién pude leerlo al final del último análisis. 
 En esa situación estaba cuando el analista supervisor intervino. No mas ese análisis, no mas 
esa pareja. Pero al tiempo no iba a alcanzar, y un día que el garabateaba números con un lápiz 
sobre un papel en su escritorio, le pregunte que hacia y me dijo: -Cuentas, mirá con lo que pagas 
acá, podes hacer varios viajes a París por año y analizarte allí. Era la época del uno a uno. 
 El deseo de ese analista me orientó. Y su dignidad me quedó marcada como un ejemplo. 
 Fue a los pocos meses que en ocasión de un Encuentro Internacional del Campo freudiano le 
pedí entrevistas a quien conduciría mi análisis hasta el final. 
 
El análisis 
 De las tres entrevistas voy a subrayar dos interpretaciones. 
 Primera interpretación: “La mentira constructiva”. 
 Ese sintagma reunía un sentido de mi relato con una falla en mi decir. 
 El sentido se refería al momento en que descubrí una mentira de mi abuelo, el materno, el 
querido, al que veía a escondidas. Una vez que empecé a cruzar sola las calles, mis visitas eran 
sin compañía. A solas con él. Me esperaba con su sonrisa, algún dulce favorito, y el diario en 
idish. Yo estaba cursando los primeros grados de la escuela y él me reservaba la pagina para 
niños con poesías y juegos. En alguna oportunidad escribí alguna poesía en idish, a su pedido , 
que a las semanas vi publicada con gran satisfacción. 
 A mis catorce años, organizando los stands de la Feria del Libro Judío, me encuentro con la 
edición de la obra completa de la literatura en idish en 98 tomos bellamente encuadernados. 
Los quería. ¿Cuándo podría tenerlos? A la semana, en una de mis visitas secretas, al abrir la 
puerta de la casa de mi Zeide allí estaban, en una biblioteca especialmente comprada, brillaban, 
mi abuelo una vez mas adivino mi deseo. ¿Los querés? Llevalos, son tuyos. 
 ¿Cómo iba a llevar eso? Eran un montón, no tenia manera de disimularlo ante los ojos de mi 
padre, y por otro lado eran de él y eran nuevos, los tenía que leer él primero. Yo ya los leí a 
todos, me dijo. Impresionada y agradecida accedí a llevar dos. Envueltos en papel de diario. Al 
llegar a mi casa, me escondí en el baño para empezar a leerlos. Y grande fue mi sorpresa cuando 
vi que las hojas troqueladas del libro, permanecían pegadas. ¡Mi abuelo me había mentido! ¡Qué 
decepción! 
 Por otro lado, en la primera entrevista, al referirme al trabajo de mi padre, comenté que era 
constructor, hacía edificios. Al decir esa palabra la lengua trastabilló. Lo dejé pasar. No así el 
analista que después de haberse mantenido en silencio durante las tres entrevistas, al finalizar 
la última exclamó: ¡Muy interesante su mentira constructiva! 
 Con esa frase volvió a poner al padre en su lugar. 
 La segunda interpretación fue diferente: Y dígame, ¿con quién se va a analizar ahora, dado que 
usted no es de esos analistas snobs que se van a analizar a Paris? No lo había dicho, pero él lo 
había escuchado. A pesar de la indicación del analista supervisor y de que yo efectivamente 
estaba ahí, sostenía mis prejuicios. Que eran muchos. 
 Al mes le escribí un mail acerca de lo que la “mentira constructiva” había suscitado en mí como 
eje de mi estructura subjetiva. Su respuesta fue una cita: un día y una hora. Y allí estuve. Durantetrece años. Me costó mucho ir, pero mucho más difícil me resulto dejar de hacerlo. 
 Con el sintagma de la mentira constructiva, el análisis tomo el rumbo del padre en el armado 
del fantasma. 
 
La niña del secreto 
 Así llame al goce que había portado desde aquella época. Se trataba de cerrar la boca. Eso 
organizaba mi vida. Por un lado, la anorexia siempre presente como modo de tener un deseo 
frente a la papilla asfixiante de la madre judía cuya labor fundamental era cocinar y dar de 
comer. Allí había un No decidido. Por otro lado, empezaba a delinearse con fuerza en el análisis 
la dificultad para hablar. 
 La serie de equívocos, que formarían una integral a lo largo del análisis, se había inaugurado 
muy al principio, esta vez en francés, dado a lo extranjero que me resultaba el idioma, y tratando 
de familiarizarme con él, un equívoco resonó marcando otro objeto que la mirada. Haciendo 
referencia a la anorexia infantil, en una cita del Seminario 10 el cerrar la boca, “fermer la bouche” 
trajo en su equivocación el “faire mute”, que le di como significado: hacer silencio, que llevo a 
“hacerse la muda”. 
 Quedaba así marcada mi actividad pulsional: en el callada, me hacía la muda “No se lo digas a 
nadie”, fue la frase de mi madre de la que me agarre y que sentenció ese secreto compartido. 
La misma formula que le dije al que luego sería mi marido, después del primer beso. 
 ¿Pero de qué hablar? Si no decía eso, ¿Qué decir? ¿De qué hablaba la gente? Era una pregunta 
que me dejaba espiando con los oídos diálogos de otros. Fundamento neurótico de mi deseo de 
analista. Pero cada vez que hablaba temía que eso se escapara. Una defensa bastante efectiva 
fue la lectura y el estudio. 
 Buena alumna, la lengua del otro de los libros me hacia de buena pantalla y a la vez me daba 
un lugar entre los profesores y compañeros que me elegían con delegada de la división, ya que 
los profesores me escuchaban. Intervenir en esas reuniones me resultaba doloroso. 
 Por otro lado, algunas amigas me elegían para confiarme sus secretos. Sabían que mi boca 
estaba sellada, por alguna lealtad. 
 Entonces los objetos fantasmáticos más marcados, pasaron a sumarse, la mirada, que había 
sido delineada al principio y lo oral junto a la voz. 
 A la salida de una sesión tomo figura en un cuadro. Comencé entonces a tomar clases de 
pintura que disfruté mucho hasta lograr el cuadro que una vez expuse en la EOL Urbana y que 
llamé “la niña del secreto”. 
 Pintarlo también aportó en la construcción de mi fantasma. 
 
La construcción 
 Una vez mas me encontraba relatando el camino de “mi mito” infantil, como le decía 
equívocamente. ¡Ese “paraíso de la infancia”! Mi abuelo vivía en la calle Muñecas. Vivía solo, 
viudo, tras la muerte temprana de su mujer Berta, de la que se habrán enterado algunos ahora, 
llevo el nombre. La secuencia cronológica es: mis padres se casan, a los dos meses muere mi 
abuela y a los dos meses me conciben. Nací en pleno momento de duelo “ornamentoso”. Se 
decía que la tumba de mi abuela era la “más linda” del cementerio. Durante mucho tiempo iba 
diariamente a encender una vela y la fue ornamentando con placas escritas en bronce. Una de 
ellas dice; traducida del idish: “Berta, con orgullo llevaré siempre tu nombre, firmado, Berta, tu 
nietita”. 
 En una sesión me escucho diciendo: “Iba caminando a la casa de Muñecas con temor de que 
mi padre me viera”. Eso se redujo a “si hablo me matan”, o en otra variación “si me ven me 
matan”. 
 “La mirada me mata”, dijo el analista. Esa mirada que calla, esa mirada superyoica, que exige. 
¡Goza! ¡Calla! Volvió el recuerdo de un fallido respecto de la imagen, que había tenido en el 
primer análisis. Hablando con un grupo de colegas acerca de la figura de mi primer analista, dije: 
-Sí, ¡pero aquellos ojos verdes! La carcajada fue unánime. Ese analista tenia ojos marrones. Los 
ojos verdes eran los de mi madre. 
 Había decisión de retener eso, también la analidad estaba en juego. Apareció en un sueño. 
Eran días de soledad en París, malestar físico. Sobreviene el sueño. 
 Estoy con otros jugando. El que pierde tiene que cumplir una prenda. Pierdo. La prenda resulta 
asquerosa. Tengo que depositar mi caca en una caja y llevarla conmigo. Eso da olor. 
 La interpretación aun la recuerdo en su sonoridad. No la entendí, y eso llevo a un esbozo de 
transferencia negativa. El analista dijo: “Eso que usted guarda en reserva es una mierda bajo la 
prenda” ¿Pero de que habla este hombre? No entiende el castellano, no lo habla bien. ¿Sabe lo 
que significa prenda? Se lo explico. Silencio. 
 Al tiempo cayó la ficha. Mi reserva era esa mierda, yo la guardaba, no la quería dejar. 
 
El S1 del síntoma 
 El fantasma había sido construido. “Si hablo me matan”. Era el principio de todo mi 
entendimiento. Una y mil veces me pregunte porque había elegido callar. Hasta que respondí: 
fue la insondable decisión del ser, contaba con eso, con la frase de mi madre: no se lo digas a 
nadie, y con eso me había armado todo un mundo. 
 La angustia había cedido. Había logrado, al fin, terminar con esa relación pareja que me tenía 
estragada. Era de ese hombre del que el analista supervisor me había indicado: no mas de esa 
pareja. 
 Recién pude hacerlo unos años después. Cuando algo de mi goce sintomático adquiría un 
nombre más preciso. La relación era tortuosa. El goce era intenso, la convivencia imposible. Ese 
hombre me disputaba mí síntoma. 
 Una noche, estando mi analista en Buenos Aires, al ir a dormir pensé en mi sesión del próximo 
día ¿De qué hablar? Con la firme convicción de la existencia del inconsciente, le pedí, un sueño. 
Y escupió. Simple, una palabra, escrita sobre la arena, CLANDESTINE. 
 El inconsciente transferencial respondía con el S1 de mi goce sintomático, en la lengua de 
analista. 
 Fue revelador. Como si mi cotidiano hubiera transcurrió por ese camino, repetido una y otra 
vez “hacia la casa de Muñecas”. En un “andar fijo”, siendo mirada, y en su intento de evitación 
constante. Había gozado siendo clandestina. 
 Encontrado ese partenaire, resultó mas sencillo terminar con esa relación loca de pareja. Su 
clandestinidad no me interesaba. 
 Eran los buenos tiempos de la transferencia. Eso se comenzaba a escuchar en la Escuela. Había 
empezado a exponer mi decir. 
 
El trauma, un tiempo desacomodado 
 Mi relación a los libros y al saber, como dije, fueron centrales desde mi principio. Un modo de 
refugio, una gran defensa. Incidían en mi semblante, y por lo tanto en mi modo de lazo. 
 Siempre me intereso la transmisión. Fue así como apenas terminada la Universidad, además 
de comenzar una concurrencia en un hospital, comencé a dar clases en la Facultad. La acción 
lacaniana, aunque aún no conocía ese sintagma, me resultaba un eje fundamental en mi 
quehacer de analista. Al tiempo, junto a otros colegas de la Escuela, participé en la programación 
de las primeras materias con pasantías en los hospitales y centros de atención. Era una idea que 
sostenía de mi época de estudiante, cuando eso era imposible casi hasta de pensarlo, ya que 
hice la Facultad en la época de la dictadura militar. 
 Hacía cinco años esperaba que saliera un programa de una materia sobre el recorrido del 
síntoma en la obra de Lacan, y por fin se había dado. La alegría era grande. 
 Una vez construido el fantasma, lo cotidiano empezaba a tener formas diferentes. Lo que 
estaba tan fuertemente anudado en un sentido, se había perdido, hablar la lengua del otro en 
el armado de las clases había perdido su satisfacción. Después de 21 años de disfrutar 
preparando y dando clases, empezó a ser un peso. Me agitaba cuando leía, peor cuando escribía. 
Se desarmaba esa relación al saber. 
 Lo mismo sucedía con la posición de cederle el lugar a la otra, modalidad que se repetía desde 
su armado. Mi relación a la otra mujerhabía tenido la constante en mi historia, de cederle el 
lugar, desde ser el bastión fálico de mi madre, siempre privilegiando el cuidado, la protección, 
la lealtad. Eso tapaba cualquier rivalidad. Eso también se empezaba a desdibujar. Mi silencio se 
había transformado en su envés, hablaba por demás. 
 Había dejado el cigarrillo y tenia pequeñas perturbaciones que me producían efectos extraños 
en la respiración. 
 Y la angustia vuelve. Esta vez con una gran fuerza en el cuerpo. Una sensación de “pulmones 
llenos”. Me agitaba, me faltaba el aire, sensación de muerte. Fueron los tiempos difíciles. 
 ¿Qué era eso? 
 En los análisis lacanianos se llega al desamparo, hasta el desconcierto. Esto estaba acontecido. 
 Una experiencia de separación máxima entre el cuerpo y la palabra. 
 Hasta que apareció un recuerdo. Volví a un relato de mi madre sobre una enfermedad infantil. 
Bronquitis a repetición en el primer año de vida, llevaron a un enfermero que se negó a dar las 
inyecciones a la beba que veía demasiado sana para tanta medicina, a recomendar un pediatra 
que al ir a visitar a la enferma sancionó: esta beba lo que necesita es aire. Abra las ventanas de 
la casa y sáquela a pasear todos los días un rato. Esas frases hicieron las veces de la función 
paterna, y así sucedió. 
 “Eso es el trauma” Nombró el analista. 
 La falta de aire, los pulmones llenos, habrían sido la respuesta ante el impacto de la 
desesperación materna. 
 Sobre el trauma fundamental estaba construido el fantasma y mi mascarada. 
 La sensación de leve falta de aire, como angustia, había sido mi compañera desde los tiempos 
primeros. 
 La presencia de la muerte, o mejor dicho, la vida como un peligro, desde el inicio había hecho 
que lo imposible quedara pegado a la muerte. 
 Salí de esa sesión aliviada. Tenía un encuentro de amigos y decidí por primera vez sin dudarlo 
tomar el metro. En general intentaba evitarlo, aludiendo que en bus era siempre más lindo, 
como un paseo por la ciudad luz. Cuando no quedaba opción o iba con amigos, iba en metro, 
siempre con una leve sensación de claustrofobia. Ese día fue distinto. Como era temprano, en 
mi alegría decidí hacer un paseo más largo, tomando conexiones subterráneas. 
 Esa noche sobrevino un sueño translingüístico. Sueño con dos voces de mujer. Una dice la oí 
la otra la ui. Lo que en castellano interprete primero como el goce de la huida, oigo, luego huyo. 
Pero luego, al escucharme ubique un translingüismo en el sueño, que lo transformaba en: por 
un lado oigo “la oi” pero por otro la oui “allí si”. La diferencia de lenguas dejaba pasar un Sí que 
quedara así marcado. Desarmar esa lengua de huida en el silencio, para decir acá si, consentir a 
lo que hay. Fue mi lectura en ese momento. 
 
El analista trauma 
 El pasaje del significante amo al agujero en el lenguaje no se hace sin restos. 
 La sensación de los pulmones llenos se había reducido. 
 “Dejar de llevar la otra muerta encima”. Fue lo que dije en una sesión que duro lo que esa 
frase. 
 La sesión mas corta de mi análisis. 
 Segunda sesión y el analista se volvía a parís. Surgía una necesidad imperiosa de que él me 
hable. 
 Entonces decido sentarme. La mirada esta presente. No sé qué más hacer, no sé qué más decir, 
busco mi lógica pasada. Y la reencuentro. En su presencia. 
 Veo a un analista que se duerme, al menos eso me parece: reaparece la lógica que me hace 
sentir excluida, rechazada. Definitivamente lo aburro. Me despido, le doy la mano, y me extiende 
esa mano de nada, de nadie. 
 Bajo el hall del Hotel Hilton y me encuentro con colegas. Decido no mostrarme descompuesta, 
como tantas otras veces. Mi presencia es viva, alegre, marcada con alguna sutil ironía. 
 A las horas, volviendo al malestar del momento vivido en la sesión y debatiéndome en el 
concluyo: -¿Por qué situar la posición de mi analista como si el formara parte y respondiera 
contratransferencialmente a la fantasía de aburrirlo, me deja sola, me abandona? 
 Y allí aparece nuevamente, pero de otro modo, la figura de alguien a quien se le descompone 
el cuerpo, como si se le hinchara, esa pura presencia del cuerpo que se me venia presentando 
con tanta fuerza los últimos tiempos. Presencia de lo traumático, de la muerte de mi abuela, de 
la que llevo el nombre y con el que he cargado al modo del ideal de la mujer eterna para un 
hombre. 
 El analista representaba el acontecimiento corporal, semblante de traumatismo. Había hecho 
mucho para ser tomado por un trozo de real. 
 
La relación transferencial, o para decirlo freudianamente, la neurosis de transferencia 
 El análisis estaba avanzado. 
 Saber y verdad, que estaban tan anudados desde el principio de mi estructura dado que me 
ubicaba como portadora de un saber sobre una verdad que no podía contar, se habían separado. 
 El silencio se había vaciado de la mirada. Ya no angustiaba. Lo había constado en la relación 
con los otros. 
 El matriz erotómano que se había despertado desde la separación de mi marido, más 
dependiente de los signos de amor en la demanda de ser la única, entendía que se había aliviado. 
Luego del difícil tiempo de desanudamiento: -“Por ahí se volvió a anudar” fue la intervención 
después de escuchar lo que quedaba de ese acontecimiento de cuerpo. 
 Mis clases habían tomado una fuerza renovada. Ya no era la palabra del Otro detrás de la que 
me escondía. Estaba en mi lugar. Solo una tos, una carraspera al preparar mis clases, era a lo 
que se había reducido mi anterior sensación de pulmones llenos. Como un relieve, marca de una 
opacidad. 
 Como resto que permanece en el cuerpo de lo que fue la angustia que acompañó al secreto 
de la clandestina en su respirar agitado. 
 A pesar de todo eso algo quedaba, y no sabía qué. Lo único que si sabía era que no me podía 
despedir. El final se jugaría en el campo de batalla de la transferencia. 
 Una vez en parís tuve una secuencia de 25 sesiones en 10 días. 
 Yo tosía en la sala de espera, escuchaba su tos en su consultorio. Que suponía respondía a la 
mía. 
 Ya en el divan, blablablá mis palabras y del otro lado, un silencio que aspiraba. 
 ¿Qué más quiere que le diga?, le pregunté. 
 “Esa es usted”, fue su respuesta. 
 Me hizo un encargo. Había dado una conferencia en la Facultad, y me pedía que la estableciera. 
Usted sabe que mi castellano no es tan bueno. Usted lo sabrá hacer. 
 Volví a Buenos Aires y me embarqué de inmediato en la tarea. Hice la desgrabación y el 
establecimiento con celeridad. Se lo envié por correo. Ninguna respuesta. Uno, dos, tres veces 
y nada. 
 Al poco tiempo volví a tener una serie de sesiones en Miami. 
 Mi inconsciente hacía tiempo se había secado de sueños. Sin embargo, unos días antes del 
viaje a Miami había tenido uno que al recordarlo me emociono y lo denomine “sueño del final 
del análisis”. Pero no se lo conté. 
 No le conté eso, tampoco le hablé de la desgrabación. No hice mención. 
Arregle otro viaje con inmediatez. No me contestaba. Cuando finalmente lo llamé por teléfono 
para confirmar mi pasaje, me dijo que no, que en esos días no estaría en París. 
 A los días me envió un mail con una fecha, un solo día que el si iba a estar. Que si yo estaba 
por ahí bueno, que tendría una sesión. Y luego el texto que ya había establecido hacía varios 
meses, con unas correcciones sobre más cifras que él había dado mal. En realidad algún cero de 
mas, otro de menos, o sea, nada. 
 Me encontré con la desgrabación de la conferencia de la Facultad en un Caldero. Por supuesto 
no era la mía. Finalmente reaccioné. Tardé tan solo un año. 
 Sentí bronca, ¿Qué le pasaba que me ninguneaba así? Y por fin, a mi misma y con ironía me 
dije: ¿Es que no era su paciente preferida? ¿Su eterna paciente? Una gran contradicción. ¿Es 
que acaso no quería que terminar mi análisis? 
 
Dos sueños para el desasimientode la transferencia 
 En el primero me avisaban que una mujer joven estaba muy enferma, tenia que viajar a 
despedirme. El viaje era en tren, a la localidad de Open Door. Cuando llego me recibe un médico, 
me dice que es el final. La abrazo. La joven tenia el cuerpo deshecho como con lepra. Al 
despedirme siento alivio. La tristeza y el alivio de la despedida. 
 El segundo sueño: estoy en el consultorio de mi analista, sentada en su sillón, el en la silla 
donde yo me había sentado en las primeras entrevistas, él me habla. Pero no entiendo lo que 
me dice, habla en su lengua que no es la mía. Nos levantamos y caminamos hacia la salida, me 
despido y veo que la sala de espera está llena de gente más joven. Una nueva generación de 
analistas. Su lengua me resulta extraña, no es la mía. 
 Y ahí, entonces, decido hablar. Tracé un arco que iba desde un momento, en que al principio 
de ese análisis y en ocasión de una conferencia en la Facultad, mi analista había tomado un 
detalle de la sesión que yo había tenido apenas una hora antes. La incomodidad de ese momento 
era incomparable con la satisfacción que ahora, por primera vez, podía decir que había sentido. 
Él hablaba de mí, me hablaba. 
 Así mi erotomanía había adquirido consistencia en mi análisis. Habían pasado muchos años. 
Este ultimo sueño interpretaba la maniobra del analista. No era su lengua la que tenía que 
escribir. Era acerca de la mía. No hay lengua común. Ahí caí en la cuenta que el último tiempo el 
recorrido hacia las sesiones, de Buenos Aires a París y vuelta, habían pasado a reproducir de 
algún modo el recorrido a la casa de Muñecas. 
 El encuentro con mi lengua, de la que él ya no formaba parte, me permitía así despedirme. Ahí 
fue que relaté el sueño del final del análisis, que lo había soñado siete meses antes. 
 Estoy en París, tomo el metro con dirección a “Glitrancourt”. Me quedo dormida. Al despertar 
hay mucha luz, el subte se ha convertido en tren, está sobre la tierra, ha salido a la luz, al aire 
libre. No tengo mi bolso. Lo veo en un asiento en diagonal, adelante, me acerco a agarrarlo, 
busco en su interior la dirección a la que iba, era una fiesta. Esta vacío. El tren se detiene en una 
estación, cuando le voy a preguntar al guarda que recibe los pases, veo un cartel con luces de 
neón que dice CIMINO. Le digo al guarda: allí es la fiesta, y responde afirmando con un gesto. 
¿Y cómo interpretó el sueño? Fue su pregunta. 
 Mi interpretación: Glitrancourt, una condensación entre glignuncourt, dirección del metro que 
tomaba con mayor frecuencia en la última época, y el prólogo de Guitrancurt de J.A. Miller sobre 
el analista en la Universidad. Un tema que me había tomado fuerte. 
Salir al aire libre, de estar bajo tierra, del ahogo, de la clandestinidad. 
 Cimino, qué interpretar, primero que el cartel era como el de un casino, cimino estaba escrito 
con c, la representación del azar. 
 Luego en si mi no. He dado muchas vueltas en esos siete meses al si mi no. La de la 
transformación de mi no en un consentimiento: la de decir sí a mi no, muchas veces silenciado. 
 Es un: a veces digo sí a veces, no. En fin, la contingencia es, a veces sí, a veces no. 
 Con su lectura: su cimino es un buen añadido en su final de analisis. Este llego a su fin. 
Y luego ya saben, hice el pedido del pase. 
 Y es así que estoy hoy aquí, hablándoles a ustedes, mis colegas de la EOL.

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