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Contigo aprendí Conversaciones sobre educación y valores con personalidades de nuestro tiempo Carmen Guaita 2 Versión electrónica SAN PABLO 2012 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723 E-mail: ebooksanpabloes@gmail.com comunicacion@sanpablo.com ISBN: 9788428542661 Realizado por Editorial San Pablo España Departamento Página Web 3 Para todos los que quieren pensar la educación, con afecto. «Los sistemas de valores son todo lo que tenemos en el mundo, la única densidad, espesor y riqueza de nuestra experiencia, el único ser» (GIANNI VATTIMO). «De cuanto se origina en nosotros por naturaleza, primero recibimos las facultades y después ejercitamos sus actividades. Las virtudes, en cambio, las recibimos después de haberlas ejercitado primero. Nos hacemos justos realizando acciones justas. Y de no ser así, ninguna necesidad habría de que alguien nos enseñara» (ARISTÓTELES). 4 Prólogo Con fidelidad a la etimología del término, este prólogo pretende ser sólo eso, una palabra previa, motivadora para el lector a adentrarse en la hondura de las otras palabras, las importantes y protagonistas, del libro que inaugura con todos los honores una nueva colección de la editorial San Pablo, Psicología y Educación. Es un libro «de y con psicología», porque sus narradores son personas que transmiten vida y, con ella, pensamientos, sentimientos, interrogantes y sugerencias. Es un libro de educación, la más apasionante y difícil de las tareas, porque ese es el tema central de las conversaciones que la autora ha mantenido con sus entrevistados y que ahora nos ofrece. Se trata también de un libro con el aprendizaje de fondo. Los profesionales de la psicología coincidimos en que el mejor aprendizaje es el que se obtiene a partir de otros, que nos sirven de modelo y de referencia. Es más, decimos que cualquier aprendizaje gana en calidad cuando anda por medio la relación de un yo con un tú. De ahí el título que Carmen Guaita ha escogido para su libro. Nos confiesa que en estos encuentros interpersonales ella ha aprendido y nos invita a los lectores a que también aprendamos al encontrarnos con esta magnífica galería de personas, que nos dicen mucho, porque tienen mucho que decir. El género entrevista, que la autora domina a la perfección, porque posee una alta inteligencia emocional y social, se presta como pocos a que unas personas, al hablar de sí mismas, de lo que piensan o sienten, al abrirse, nos abran otros mundos y perspectivas. Así se hace posible el aprendizaje, que siempre lleva incluida la preposición «con». El conjunto de personas entrevistadas es variado, con profesiones distintas y trayectorias vitales llenas de densidad humana. Por ello, a través de sus palabras, afloran los valores, sin los cuales no puede concebirse la educación, ni una vida con sentido. Es de justicia darles las gracias porque nos han enseñado cosas importantes, nos hacen pensar y, con ellos, hemos aprendido. Mi palabra final es también de satisfacción porque Contigo aprendí, de Carmen Guaita, dé comienzo a la aventura de una nueva colección, en la que la editorial San Pablo y quienes con ella colaboramos renovamos ilusiones y apuestas por la educación. La amistad sincera y entrañable con quien ha escrito este libro y ahora nos lo ofrece a todos añade, desde mi perspectiva personal, un motivo más para el agradecimiento y la alegría. De los amigos, con los amigos, siempre podemos aprender. Luis Fernando Vílchez Martín 5 Educar en valores es educar Tener hijos es una de las experiencias más transformadoras y bellas de la vida, pero también es un compromiso con la vida misma. «En lo bueno y lo malo, en la riqueza y la pobreza, en la salud y la enfermedad» somos el padre o la madre de otro ser, estamos para siempre vinculados a él. En cierto sentido, nos hacemos eternos a través de los hijos. Esta vinculación nos exige todos los esfuerzos necesarios para asegurarles la salud, la protección, el bienestar y el alimento, pero también nos obliga a educar, una tarea eminentemente humana. Educar es transmitir el modo de empleo de la vida, dar a conocer las posibilidades de la inteligencia humana pero también del alma –los sentimientos– y del espíritu –la capacidad de juzgar, ejercer la fuerza de voluntad y decidir libremente–. La clave de la educación está en ayudar a nuestros hijos a ser felices y capaces de hacer felices a los demás. El proceso equivale a mostrarles un camino, proveerles de buenas botas, cogerles de la mano los primeros tramos y apartarse después para que puedan «hacer camino al andar». Las herramientas con las que se educa son el amor y el sentido común, y los ingredientes que forman parte del modo de empleo de la vida son, sin duda alguna, los valores. Sin embargo, es difícil explicar exactamente qué entendemos por valores. En términos económicos, el valor está ligado al precio y así podemos establecer que lo más valioso es lo más caro. Pero esto no es suficiente. ¿Cuánto pagaríamos por una familia unida o por un amigo leal? Es evidente que los asuntos propiamente humanos se desarrollan en otro terreno. Los valores existen. Son cualidades positivas, reales y no relativas, y tienen por ello una dimensión objetiva. Pero es muy importante tener en cuenta que son relacionales, es decir, nosotros los captamos o no –los valoramos– en una dimensión subjetiva que es esencial también. Son como las cualidades de un gran vino, que permanecen ocultas mientras no lo pruebe quien las sabe apreciar. O como el arpa de la rima de Bécquer, cuyas notas «esperan la mano que sabe arrancarlas». Desde que los antiguos griegos propusieron el concepto Êthos para definir el carácter, el sentido ético se considera parte esencial del hombre. La ética constituye y fundamenta nuestra personalidad, nuestros hábitos, nuestra predisposición para elegir en un sentido o en otro. En el transcurso de la vida vamos formando nuestro carácter –es decir, somos cada 6 vez más éticos–, y debemos construir, a partir de la educación recibida y con el esfuerzo propio, una manera de ser que nos permita avanzar con la moral alta y no desmoralizados. Altos de moral, es decir, controlando las circunstancias, dueños de nuestra vida, con los pies firmes y la frente alta. Con «la moral del Alcoyano», si es que alguien recuerda esa vieja expresión. Forjar un buen carácter a partir de la herencia genética, la educación y la capacidad para superar ambas es, de hecho, la tarea de cada vida. En esta dimensión resultan imprescindibles los valores positivos, las virtudes, aquello que los antiguos griegos llamaban la areté: una manera buena de ser. Poner en práctica las virtudes ayuda a realizarse como ser humano y ajusta la convivencia con los demás. Quien se mueve en una escala de valores positiva está apropiado de sí, es dueño de su vida, libre. Y esto es así porque las virtudes –que recibimos después de haberlas ejercitado, como nos recuerda Aristóteles– nos permiten empoderarnos, una bella y antigua palabra castellana que significa «dar poder a las propias capacidades», el objetivo de una buena educación. Por eso educar en valores es educar, sencillamente. Debemos mostrar a nuestros hijos cuáles son los valores buenos porque para captarlos es necesario estimarlos, comprender su jerarquía y distinguirlos de los deseos y las preferencias. Debemos enseñarles a valorar lo que verdaderamente les servirá para vivir. Sin embargo, tenemos que educar en una sociedad que busca la felicidad en el bienestar y no comprende que el sentido de las cosas importa aún más que la felicidad. Decía Heidegger: «Ninguna época acumuló tantos y tan ricos conocimientos sobre el hombre como la nuestra. Ninguna época logró que este saber fuera tan rápida y cómodamente accesible. Y no obstante, ninguna época supo menos qué es el hombre». Es inevitable que nos preguntemos: ¿Quién educa en realidad a nuestros hijos? ¿Cómo debemos educar hoy? La primera respuesta es sencilla. Todos los que estamos en contacto con un niño le educamosde alguna manera, pero no con la misma responsabilidad. El papel protagonista del proceso educativo es de los padres. Nuestros hijos nos miran constantemente, nos aprehenden. Para crecer necesitan imitar e identificarse con unos modelos y eso es precisamente lo que somos para ellos. No nos debe extrañar que nos juzguen en cuanto tengan la capacidad de hacerlo. Los valores que les vamos a transmitir son, inevitablemente, los que conforman nuestro modo de empleo de la vida. Los hijos ponen a prueba la educación de los padres, pero también la capacidad de reflexión y la madurez, porque mientras ellos crecen se va llevando a cabo simultáneamente nuestra tarea ética. En cierto sentido, debemos ejercer sobre ellos un liderazgo, y el liderazgo no es sino la voluntad constante de mejora... propia. Además hay otros ámbitos educativos importantes. La adquisición de conocimientos, destrezas y valores de la convivencia social se lleva a cabo en la escuela. Para que este 7 escenario importantísimo funcione bien, debemos procurar coherencia entre cole y casa, sabiendo que la educación escolar complementa a la de la familia, no la suple. Por supuesto, también los medios de comunicación son emisores de mensajes educativos y a través de ellos entran en casa la mayoría de los valores que imperan hoy, pero ni siquiera su influencia, aunque tiene la fuerza de un titán, sustituye a la de la familia. La segunda cuestión –¿Cómo educar hoy?– es más compleja. Todas las sociedades humanas se definen por su escala de valores y los que priman hoy en la nuestra no son empoderantes. Descritos brevemente, con ayuda de la profesora Adela Cortina, algunos de los valores más valorados en el momento actual son: El «cortoplacismo», la ausencia de un proyecto de futuro. Su paradigma es la tarjeta de crédito. «Disfrute ahora y pague más tarde» es uno de los mensajes que más escuchan los jóvenes. Nuestro dueño es el absoluto presente –carpe diem–. Decía Nietzsche: «El hombre ya no es capaz de hacer promesas». Claro que no, puesto que las promesas necesitan tiempo para ser cumplidas. Y sin embargo, hacer una promesa y cumplirla es la única manera que tenemos de controlar la incertidumbre del futuro. El individualismo. Pone en primer lugar la libertad negativa, es decir, entendida como independencia absoluta: «En mi perímetro hago lo que quiero y nadie interfiere». Es una actitud que daña gravemente la convivencia familiar. Nos gusta disfrutar de las ventajas de formar parte de una familia pero no asumimos las responsabilidades que conlleva. La imagen más elocuente es la casa en la que hay un televisor y un ordenador en cada dormitorio y ya no hay turnos que esperar, ni nada que ceder, ni un espacio común para con-vivir. Nuestra cultura, llena de recursos comunicativos, en triste paradoja, nos aísla y nos hace romper vínculos con los más cercanos a nosotros. La ética «indolora»: se reclaman los derechos pero no se reconocen las obligaciones. Y tampoco parece caber el respeto, la philia politike de los clásicos, una consideración hacia la persona que está frente a mí, sea quien sea, y que es independiente de las cualidades o los logros que admire en ella. Uno de los indicadores de la despersonalización de nuestro tiempo es precisamente que sólo cabe el respeto para lo que admiramos o estimamos. La exterioridad, la incapacidad de reflexionar. Es una pérdida dolorosa. El auge de las religiones orientales, con sus técnicas de meditación, atestigua cuánto echamos de menos, sin saberlo siquiera, la dimensión interior. Para ser dueño de la propia vida hay que conocerse: ¿Quién soy yo? ¿Por qué hago lo que hago? Como diría el profesor Savater: «las preguntas de la vida». La competitividad, la autoestima fuerte, ciega, entendida como hacer más cosas y aguantar más tiempo, que se confunde con la libertad, la juventud o la modernidad. Y junto a ella, la experimentación de lo nuevo por lo nuevo, sin 8 calcular las consecuencias, en la convicción de que la diversión y la felicidad están asociadas al consumo. Una estrategia de mercado bien disfrazada nos hace creer que el alcohol, las drogas, la sexualidad indiscriminada y la adquisición de la última moda son experiencias obligatorias. Esta valoración produce estragos en la salud física y mental de mucha gente joven y les hace olvidar que las personas felices tienen responsabilidades y compromisos. El gregarismo, que no es sociabilidad, sino inercia de seguir lo que todo el mundo haga o diga. Cada vez resulta más difícil distinguirse de la masa, de manera que las opiniones personales, si discrepan de lo políticamente correcto –¿establecido por quién?– se mantienen ocultas, se sofocan. Aunque nunca del todo, claro está. En este sentido, las tecnologías de la comunicación están abriendo nuevas corrientes de opinión y participación en las que seguramente está el germen del futuro. La falta de compasión, la dureza en los sentimientos. No nos damos cuenta de que compasión no es condescendencia de los que están bien con los que se encuentran mal, sino acompañamiento del otro en el sufrimiento y en la alegría. Además, como la compasión está unida a la justicia, estamos olvidando también que esta es, en su origen, dar a cada uno lo suyo, no a todos lo mismo. Para educar bien, es imprescindible mostrar a los niños y adolescentes aquellos valores que pueden fortalecer su personalidad. Las personas que he entrevistado en este libro van a profundizar en ellos. Nos encontraremos: Frente al «cortoplacismo», el proyecto personal, la apuesta por la propia vida, que exige compromiso y esfuerzo. Como decía Aristóteles: «Las personas disfrutamos poniendo en juego la mayor cantidad de facultades posible. La felicidad es una actividad». Las claves están en la disciplina, que funciona como alimento de cualquier proyecto, y la fuerza de voluntad, el músculo necesario para afrontar los retos que la vida nos presenta. ¿Cómo se educa en estos valores? Aumentando el nivel de exigencia, poniendo cada día frente a nuestros hijos algunos pequeños retos personales, escalones adecuados a su estatura, cuyo premio sea la satisfacción de haberlos subido. Frente al individualismo, el personalismo. Martin Buber lo explica muy bien: «No existe otra manera de construir una comunidad en la que se equilibren justicia y libertad más que basándola en la relación de encuentro entre personas». Es el diálogo cara a cara, que justifica la posición erguida del hombre frente a las otras especies. La tolerancia y el respeto fundamentan este encuentro entre personas que debemos poner en práctica cada día. • Frente al gregarismo, la participación social. El hombre no sólo tiene voz para expresar el placer o el dolor; también tiene palabra, capacidad de buscar acuerdos. Ser gregario es lo contrario de ser social. Sentirse ciudadano quiere decir estar 9 comprometido con buscar lo mejor para todos. El ejemplo de unos padres que se implican en su comunidad, el trabajo en grupo, ser responsable de pequeñas tareas, la solidaridad, la participación en actividades sociales, ayudan a educar en este valor. La generosidad, que ensancha la vida, y el esfuerzo por la paz serán nuestras claves también. Frente al consumo desenfrenado, la austeridad. También en la manera de consumir mostramos nuestro compromiso vital. Ser austero en este tiempo es una elección porque estamos rodeados de estímulos que deciden por nosotros. No somos más libres ni más felices por malbaratar las cosas. La vida diaria de cada familia puede y debe educar en este valor, indudablemente con el ejemplo. Frente a la ética indolora, la exigencia de los derechos y también de las responsabilidades. Los padres tenemos que establecer normas claras que enmarquen la convivencia familiar desde el principio, como las tiene la sociedad en la que nuestros hijos van a vivir y como las tiene la inevitable relación con los demás. Ser responsable quiere decir escuchar los retos y las exigencias de la vida y poder responder a ellos. Pero sólo puede responder de sí mismo quien segobierna. La autoestima razonable, que reconoce los propios límites y es capaz por ello de potenciar lo mejor y aceptar lo menos bueno, de hacer más fuertes las propias capacidades y superar el desánimo que producen los fracasos. Para ella, el deporte es el educador por antonomasia pero también importa entender el verdadero significado de la belleza. El fortalecimiento de los vínculos con la familia y con el entorno. Es imprescindible recuperar las obligaciones, la ob-ligatio que establece una vinculación con los demás y que nos liga a nuestra propia realidad personal. Para nuestros hijos, una de estas obligaciones fundamentales es el esfuerzo ante el estudio, que deben entender como un compromiso ante su propia vida y ante la sociedad. La recuperación de la interioridad, del «examen de conciencia», que hace preguntas sobre uno mismo. «No corras, ve despacio, que adonde debes ir es a ti solo», escribía Juan Ramón Jiménez. Lectura y reflexión, pero también algún momento de silencio, de televisión apagada, de diálogo tranquilo a la hora de comer... Escuchar a nuestros hijos les enseñará el valor de escucharse para encontrar su propia identidad. Y de la reflexión que busca el sentido de la vida nacerán la fe y la esperanza. Los valores empoderantes se alimentan unos a otros y nos permiten caminar cerca de la esencia del ser humano. En ella se encuentran la consciencia de ser una persona única –«yo»– y poseer una vida singular, la libertad, y el sentido de la trascendencia para reconocer el misterio tremendo y fascinante que nos envuelve y que es mayor que nuestras fuerzas. Dicen que Francisco de Goya quería escribir en su epitafio: «Aún aprendo». 10 Seguramente, la inagotable posibilidad de aprender es el gran privilegio de cada ser humano. Educar bien a los hijos es nuestro reto y nuestra responsabilidad. Podemos aprender a hacerlo y podemos construir para nosotros mismos una actitud empoderante. Reflexionar sobre la educación y los valores es el objetivo de este libro. Los compañeros de viaje son personas egregias –están fuera de la grey– pero a la vez son sencillas, realistas, inolvidables. Todos hablan desde la perspectiva de su experiencia vital, sobre la cual aportan algunas claves. Y curiosamente, todos llegan a conclusiones muy parecidas. Sus testimonios mantienen una coherencia interna –como los valores– porque presentan los postulados esenciales de esa filosofía de vida que constituye hoy y siempre la mejor educación. Con Antonio López aprenderemos qué es y para qué sirve la austeridad; hablaremos sobre la belleza con Pastora Vega; Fernando Savater nos explicará qué quiere decir ciudadanía; Juan Manuel de Prada esbozará un panorama de la cultura, eterna compañera de la educación; Jorge Valdano nos hablará sobre los valores asociados al deporte; Carmelo Gómez nos revelará el secreto de la disciplina; Nicolás Fernández Guisado nos explicará la importancia del esfuerzo en el ámbito escolar; Blanca López Ibor nos describirá mejor que nadie la esperanza; Javier Urra aportará algunas claves sobre cómo funciona la familia hoy; María Ángeles Fernández, que ha adoptado un hijo, nos abrirá una ventana al valor de la generosidad; Ana Isabel Saz explicará el papel de la identidad en la adolescencia; Juan Carlos López, filósofo y jurista, nos dejará claro qué decimos con la palabra libertad; Federico Mayor Zaragoza, que ha dedicado su vida a la cultura de paz, nos transmitirá su experiencia; con monseñor Amigo, el cardenal arzobispo de Sevilla, nos asomaremos un poco al sentimiento religioso; Alejandra Vallejo- Nágera hablará de la responsabilidad y el director general de la FAD, Ignacio Calderón, de la solidaridad; desde la voz de Eugenia Adam nos llegará el valor de la tolerancia; Jesús Poveda va a afirmarnos en la defensa de la vida; Víctor Ullate nos hablará sobre la fuerza de voluntad, antigua y constante compañera de su vida; y con tres jóvenes realizaremos una reflexión final sobre la educación en valores. He procurado transcribir sus testimonios con la mayor fidelidad y respeto. A cada uno de ellos tengo que decirle: Contigo aprendí. Gracias. 11 B de belleza Pastora Vega habla sobre la belleza «La belleza tiene que ver sobre todo con la unicidad, con que cada uno de nosotros es único e irrepetible y eso es lo que nos hace atractivos». Preguntaron a un filósofo qué cualidad humana era la menos frecuente en el mundo actual. Él contestó: la belleza. Me pareció una respuesta curiosa, porque aparentemente hoy estamos siempre rodeados por los modelos del canon estético. La belleza es uno de los valores que nos parecen más importantes, hablamos de ella constantemente y, en ocasiones, hasta nos sacrificamos por ella. Sin embargo, es cierto que su verdadero sentido se nos está escapando. Los turistas que acribillan con el flash a la Venus de Milo y se van corriendo a hacer lo mismo frente a una puesta de sol son un buen ejemplo. Estamos perdiendo la consciencia de que, aunque se perciba con los sentidos, lo bello detiene el tiempo y apela a nuestro interior. Apreciar el arte y la naturaleza nos «embellece»; coleccionar imágenes nos convierte en un catálogo. Algo parecido está sucediendo con la belleza del cuerpo humano. Ahora nos la encontramos siempre fragmentada: «pestañas extralargas», «cabello brillante», «vientre plano...». Parece como si ya no pudiéramos pensar en una persona de cuerpo entero. O la asociamos con la perfección. Nos dicen que visitando la clínica X conseguiremos «una sonrisa perfecta», y aplican ese adjetivo exclusivamente a los labios o los dientes. Así olvidamos que «sincera», «cálida» o «contagiosa» son valores que también definen a una sonrisa. Tenemos que reflexionar sobre la belleza porque el objetivo de la educación es formar a una persona completa y esto implica abordar la relación de un niño o un adolescente con su propio cuerpo. La belleza, moral y física, implica aceptar y potenciar nuestra personalidad y configura la vida porque nos presenta ante los demás. Es preciso que la educación recobre el sentido primigenio y global de la expresión «una bellísima persona». 12 Cuando conocí a Pastora Vega, me di cuenta enseguida de que ella podía abordar este valor. Al despuntar como actriz, Pastora era una belleza indiscutible; ha pasado el tiempo y lo sigue siendo. Una mujer realmente bella, no una muñeca. Algo que sucede cuando se trasciende la máscara, cuando hay una vibración interna, esa energía que asoma al exterior con las sonrisas, las miradas, las lágrimas, los modos de expresión del alma humana. Dice mi amiga Pilar, la peluquera, que ser bella es no tener miedo. Pastora le da la razón. Para realizar esta entrevista, pasamos juntas una tarde de café. Nos reímos mucho y, charlando, pudimos encontrar entre nosotras la conexión casi telúrica que hay, seguramente, entre las vidas de todas las mujeres. Mientras hablaba con ella, tuve presente el pensamiento de Goethe: «Lo que hay dentro, eso hay fuera». Pastora, ¿qué es la belleza? ¿Cómo te parece a ti que hay que vivirla, hoy que importa tanto? La belleza... Para mí ahora, a mi edad, la belleza es algo menos obvio, más relacionado con las emociones que cuando era jovencita. Pero no quisiera que hablando de la belleza salieran muchos tópicos, aunque parecen inevitables. Tendremos que ir caminando sobre los tópicos. Hay unos cánones de lo que es la belleza en todos los órdenes de la vida, no sólo en el aspecto físico, sino en el arte, en la pintura, en la escultura. Y son cánones que varían. Los de la cultura del antiguo Egipto, de Grecia, de Roma, o del Renacimiento no tienen nada que ver con el canon de belleza actual. En el tiempo que nos ha tocado vivir a nosotras, la belleza es, por un lado, algo muy superfluo, muy basado en el aspecto externo, en una serie de medidas y proporciones que hay que corregir inmediatamente en cuanto empiezan a desajustarse, como si fuera un delito tener la nariz un poco más abajo o más arriba, o la piel menos tersa de lo ideal. Esta actitud es preocupanteporque nos iguala, y la belleza tiene que ver, sobre todo, con la unicidad, con que cada uno de nosotros es único e irrepetible, y eso es lo que nos hace atractivos. Hay otro componente de la belleza, más subjetivo: es lo que nos atrae a cada uno. ¿Por qué, de repente, te llama el escorzo de ese hombre desconocido que está en una esquina fumando y no aquel otro que, objetivamente y según todos los cánones, es bello? Y es que resulta más fácil ponerse de acuerdo sobre lo que es horrendo que sobre lo que es bello, y aun así hay quien se siente atraído por lo horrendo. Por eso la belleza tiene también un componente de conocimiento de uno mismo: ¿Qué es lo que me atrae a mí? Pues a lo mejor me enamora el sentido del humor, la inteligencia o la manera de mirar de un hombre objetivamente feo, que es bello en su 13 forma de ser. Esto se aprecia mejor cuando vas madurando. La belleza es, por tanto, algo muy subjetivo, más difícil de definir que la fealdad, que te puede producir ternura a lo mejor. Partiendo de la base de que hay límites muy claros entre lo bonito y lo horroroso, es, en realidad, un tema muy personal. Se ve muy bien con los nombres de las personas. «¿Cómo se va a llamar tu hijo?». Y resulta que te apasiona el nombre de Miguel, y tu interlocutor se echa las manos a la cabeza: «¡Cómo que Miguel!». ¿Por qué tanto desacuerdo si no son más que unas sílabas, unos fonemas? Has hecho una definición muy buena de belleza, que me recuerda a la de Alain, un filósofo contemporáneo: «La belleza no gusta ni disgusta; la belleza detiene». Es lo que te atrae, lo que te hace parar. Y mantenerte parado, claro. Porque cuando de pronto ves una cabeza y dices ¡Glup!, y el dueño se te acerca y te habla y se rompe toda la magia, te das cuenta de que eso que te detiene es en realidad un conjunto de factores muy complejo. Pero a mí personalmente lo que no me atrae es la perfección exagerada. La reconozco, la admiro, pero creo que la belleza de un ser humano está en realidad en la perfecta imperfección de cada uno. Pero no podemos conformarnos con decir que la belleza está en el interior, aunque sea verdad, porque en un mundo tan duro, en el que la apariencia importa tanto, tenemos que educar a los hijos hablando también de lo externo. Es que la belleza importa. A mí me importa, como a todas, me imagino, estar bien para mi edad, controlar el peso, cuidarme la piel y el pelo, sin obsesionarme. Estar lo mejor posible tanto por dentro como por fuera. Yo quiero llegar a ser una señora de setenta años a gusto con su edad, no una caricatura de mí misma, como les sucede a otras actrices que, con todos mis respetos, asustan porque no parecen personas reales. Una mujer de edad para ser guapa tiene que saber quién es, tiene que reconocerse y aceptarse. Entiendo que cuando parte de tu autoestima ha estado atornillada con tu aspecto físico, con tu cuerpo, con tu piel, con tus ojos, con tu sonrisa, como nos sucede a las actrices, o cuando has oído desde niña lo guapa que eres –y que lo mejor de ti es que seas tan guapa–, aceptar que eso se acaba debe ser como morirse. Yo intento atornillar mi autoestima en algo más profundo y más serio que el aspecto externo. Nuestros hijos tienen que estar cómodos con su cuerpo, sentirse seguros y valorar lo que sea bello en ellos, dentro de la «perfecta imperfección» de cada uno. ¿Podemos ayudarles a sobrellevar esta tiranía de la belleza? Vamos a ver, yo tengo la experiencia, incluso un poco exagerada, de haber sido un patito feo. De hecho, nunca me he considerado una mujer guapa, sino atractiva. Para unos soy muy guapa, para otros menos, pero no dejo indiferente, y eso a la hora de la verdad es lo 14 mejor. Yo era una niña normalita, no he sido un bebé bellísimo ni una niña guapísima; he sido una preadolescente tirando a horrorosa, muy morena y peluda, con unas cejas que mi padre decía que eran como cepillos para limpiar capotes. Yo me las arrancaba a puñados porque por culpa de ellas se reían de mí en el colegio. Bueno, por las cejas y por llamarme Pastora. Afortunadamente, hoy puede llamarse uno casi como quiera, pero entonces era una cosa rara: «¿Es un nombre o un apellido? ¿Dónde has dejado a las ovejas?». ¡Uf! A partir de los doce años, cuando empezó a salirme una pelusilla encima del labio, yo ya no quería ser yo, ni llamarme Pastora ni tener mi cara. Quería ser como la rubia de ojos verdes que hacía siempre de Virgen María en el colegio, porque a mí siempre me tocaba ser el rey Baltasar. He vivido ese dolor, que no es el de la fealdad en el sentido más profundo, sino el del patito feo que debe ir encontrando poco a poco la belleza que hay en su físico, como la que hay en su manera de ser o en su nombre. He tenido que ir descubriendo las cualidades de mí misma que debía potenciar: por dentro y por fuera. Has tenido que empoderarte, darle fuerza a tus posibilidades. Y he tenido la suerte de pertenecer a una generación en la que conocer, madurar, ser adulto, tener responsabilidades en la vida, nos gustaba. Los jóvenes de hoy lo tienen más difícil porque se les vende algo así como una eterna infancia: tatuarse, clavarse un piercing, ponerse ciego de pastillas, ser famoso, atontarte con la música. Lo entiendo como sensación, vale, pero es muy peligroso. A mí me ha gustado mucho aprender, no sólo informarme, sino aprender de verdad, reflexionar, compartir. Además, la formación da una visión más auténtica de la belleza y reconcilia con uno mismo y con sus complejos. Desde ahí he podido también relajarme, depilarme las cejas y encajarme en mí misma. ¿Cómo se evita algo tan peligroso como la «competición en belleza», que afecta a veces incluso a madres e hijas? Sí, eso puede llegar a ser muy peligroso. Los adultos tenemos que enseñar a los niños que el aspecto físico no es lo más importante, pero no podemos vivir de espaldas a la importancia que en realidad tiene y a lo que puede sufrir un niño gordo, por ejemplo, por esa especie de cruel sinceridad de la infancia. Tenemos que prepararles para muchas cosas duras y dolorosas. Muchas veces el sufrimiento es el resultado de una educación mal enfocada, que no te pone límites o no te prepara para tolerar una frustración. Hay ocasiones en que la obesidad de un niño viene de los malos hábitos de vida, de muchas tardes en que a la madre le resulta más fácil comprar un bollo que discutir para que se meriende fruta. 15 Querer a un niño es también cuidar su cuerpo, claro que sí. Igual que te debe preocupar que tenga unos valores, un comportamiento y unas normas que le organicen, te debes ocupar de sus hábitos de alimentación, de la salud de sus dientes, de que haga deporte... En una sociedad como la nuestra, en la que hay exceso de todo, educar a un hijo es una tarea que hay que hacer con muchísimo cuidado. E igual que les dices cuánto les quieres, debes hablarles de los límites. ¿Y qué pasa cuando un chico o una chica tienen serios complejos por su aspecto físico? No es fácil responder. Mis hijos son muy guapos, al menos para mí. Pero, en cualquier caso, se debe tener en cuenta que para poder transformar algo, primero hay que aceptarlo. No se puede transformar la realidad si no la conoces y no la aceptas tal cual es, aunque no te haga ninguna gracia. Si un niño tiene complejos, hay que ayudarle a esperar para que el tiempo le madure, pase la época de la pubertad y se vea el proyecto del hombre o mujer que están ahí escondidos. Y una vez que se conforme la situación, ayudándole a quererse tal como es, hay que brindarle soluciones porque hoy ya no hay por qué vivir con un narizón que te acompleje, o con una mandíbula excesivamente grande, o una boca mal colocada. Siempre que la proporción entre lo que puedes ganar sea superior a lo que puedes perder, siempre que el motivo sea real y no solamente las ganas de parecerte a Brad Pitt, se deben aprovechar las ventajas de la medicina de hoy. Cuando nosotras éramos niñas, el modelo a copiar era la niña más mona de la clase, aquella rubia de ojos verdes de la que tú hablabas antes.Ahora el modelo es artificial, alguien retocado en las fotos a quien nunca vamos a ver en persona. Es más complicado porque no es real. Y hay otros modelos, otros ídolos que desde mi punto de vista deforman, por su manera de ser, de vestir o de comportarse. A mí me preocupa que no son modelos reales, sino estímulos de una carrera hacia ningún sitio: ahora esto es lo nuevo, ahora esto otro, dos minutos más tarde cambia la tendencia... Así una persona joven no sabe quién es ni lo que quiere, está obligada a poner todo su interés en lo de afuera. Algo pasa en el adentro que hoy no va a ninguna parte. Nuestra generación tuvo más suerte. Queríamos parecernos a Marisol, pero antes o después aceptábamos nuestro propio modelo. Hoy el modelo, ¿cuál es? Dar vueltas sobre un mismo eje para no encontrarte a ti mismo. Claro que antes o después debe llegar el momento inevitable en que uno se pregunte quién quiere ser en realidad. A mí también me preocupa ese afán por lo nuevo simplemente porque es nuevo, sin más reflexión. Falta el proyecto: ¿Quién voy a ser yo? Porque no soy Britney Spears. 16 Estamos viviendo un momento muy especial, creo que más preocupante que interesante. A mí me está decepcionando en todos los niveles. Yo creía hace diez años que el cambio de milenio, los avances en las tecnologías, nos iban a traer un montón de cosas positivas, pero está sucediendo exactamente lo contrario. Se nota en la esfera laboral, en la educativa, en la familia, en la política, en los éxodos de la inmigración... Realmente el panorama que vamos a dejar a nuestros hijos y a nuestros nietos no me gusta. Y todas las dificultades para educar son reflejo de esta sociedad en la que vivimos. Tú tienes dos hijos, Pastora. ¿Qué le dirías a una madre desorientada ante estas dificultades? Yo creo que el mensaje debe ir destinado a las mujeres que quieren ser madres y a las que están empezando esa aventura, que todavía pueden hacer muchas cosas. Y lo que hay que decir es la gran responsabilidad que supone. Tener hijos es muy serio, un trabajo que empieza desde el principio. No se puede tener un hijo para jugar a las casitas y arriesgarte a que luego te parezca que invade el terreno de tu trabajo, de tu pareja, de tus viajes. Yo misma estoy reduciendo muchas oportunidades profesionales por mi familia, porque sé que todo a la vez no se puede conseguir. Una vez que te comprometes a tener un hijo, tienes que asumir que es una prioridad. Nadie puede ser a la vez una madre estupenda, una profesional que trabaje de sol a sol, una esposa maravillosa, dedicada en cuerpo y alma a su marido, una amiga de sus amigos, una hija entregada a sus padres mayores, una mujer solidaria y comprometida con lo que pasa... Todo a la vez es completamente imposible. Por los hijos hay que elegir y hay que sacrificarse. El sacrificio no es un concepto religioso y antiguo, no. Sacrificio significa soportar un momento que no te gusta y que a veces puede ser hasta doloroso. Debemos saber que tener un hijo cambia todo el orden de prioridades de la vida, y si una no está dispuesta a eso, no debe dar el paso. Te dedicas a tus otras historias y allá tú con tu vida. Hoy hay muchas mujeres que no saben lo que significa ser madres. Hay una especie de insensatez en no reconocer que una madre debe estar cerca de los hijos, pero nos guste o no, esto es así. Es curioso, porque en esto coincides con muchos expertos en educación. Pues claro. Y eso no nos hace desiguales a los hombres en derechos. Sólo que tenemos en nosotras un tesoro que es la maternidad, que el padre, por supuesto, comparte, pero nunca puede sustituir. Estamos cayendo en una locura. Yo opto por una maternidad y una paternidad más responsables cuanto más difícil es el mundo en que vivimos, que verdaderamente nos lo está poniendo muy difícil. Viviendo con el conocimiento de esa responsabilidad, cualquier problema de tus hijos cuenta con tu compromiso para ayudarles. Compromiso, vínculo... todo lo que nos hace más humanos. 17 Y viviendo en esta sociedad, que banaliza los valores, en la que lo importante no es ser una buena persona, o un buen arquitecto, sino gustar. ¡Gustar y ser conocido! Escuché una vez a alguien que analizaba la letra de la canción Antes muerta que sencilla, que canta una niña, María Isabel. Todo lo que dice esa canción es absolutamente anti- educativo. ¡Y los niños de ocho años la cantan como un himno! Pues esa banalidad no podemos asumirla todos. Por eso es importantísimo que desde el primer lloro, en la cuna, estemos al tanto de nuestros hijos, les miremos, les escuchemos, les preguntemos con quiénes van... Así no te llevas esas grandes sorpresas de algunos padres que descubren la realidad de sus hijos cuando estos ya tienen diecisiete años. Habla con tus hijos, y si no es fácil, busca otros caminos para llegar a ellos, conoce a sus amigos. Ese día a día de la educación es un trabajo duro, pero hay que hacerlo. Somos responsables de ellos. Tomarse en serio las cosas serias. No quiero ser alarmista, porque el alarmismo bloquea. Pero sí estar alerta. Ya hay muchos síntomas de que nuestra sociedad se está deteriorando peligrosamente, y los futuros adultos, nuestros hijos, van a terminar preguntándonos qué hemos hecho con este mundo: con el cambio climático, con la economía, con el racismo, con el reparto de la riqueza, con esos avances que nos permiten ser longevos pero luego no sabemos hacer otra cosa con los mayores más que tirarlos en una esquina. Tenemos que usar la imaginación y la energía para resolver los problemas. Cuando mi hijo mayor tenga mi edad, deberá hacer uso de valores buenos para su vida y para la sociedad. Y que tenga esos valores es mi responsabilidad. Educar en valores es educar. Esa es mi teoría también, Pastora. Educar en la belleza, la justicia, la honestidad. A mí me obsesiona, por ejemplo, que mi hijo pequeño, que ha nacido ya en una época en la que su padre y yo no tenemos dificultades de ninguna clase, se dé cuenta del privilegio que le rodea y vea más allá de lo que tiene alrededor. Pero podría no estar obsesionada, podría no darme cuenta y, ¿sería una mala madre? No. Sería una madre menos consciente y, seguramente, un día me sorprendería de encontrarme a mi lado a un pequeño egoísta. Sin embargo, para mí es importante que mi hijo se interese por lo que tiene alrededor porque a mí también me interesa, claro. ¿Te educaron así a ti? Mis padres me inculcaron los valores que te llevan a ser buena persona, compartir, pensar en los demás, y también la disciplina. Pero la curiosidad por el mundo que me rodea me la ha inculcado el entorno y en parte ha salido de mí misma. Por eso, porque sé la importancia del entorno, me preocupa tanto el que rodea hoy a los niños y a los jóvenes. 18 Me parece que acabas de darme una clave de ti misma. Eres una belleza porque miras a los demás. Desde luego, mirarse sólo a uno mismo te hace muy chato. Para mí, que mi hijo pequeño sepa que hay muchos que no tienen nada, que regale juguetes en Navidad, juguetes nuevos, no los rotos, claro, para compartir con otros niños ya que a él le van a llegar más, es algo que me gusta hacer. Y en cuanto sea mayor tengo que completar la tarea llevándole a ver la realidad, a ver lo que de verdad pasa en el mundo. Eso es educar. Eso es educar. Yo, a mi nivel, cada uno al suyo. Todo lo que sea abrir el mundo para nuestros hijos es educar. Pero si me dejo llevar y les hago el menor caso posible, les tengo sentados y callados o en mil actividades para no verlos, estoy haciendo otra cosa. Ahora bien, a pesar de todas las dificultades, yo creo que la familia no está en crisis. No puede estarlo porque el amor no está en crisis y nunca lo va a estar. Es el amor lo que te hace buena persona, lo que potencia lo mejor de ti, es universal y atemporal. La soledad no la quiere nadie, sin embargo va con cada uno de nosotros y eso es también un aprendizaje. Con amor y respeto vale todo, incluso los cambios de la sociedad. Con amor se educa bien, seguro. Desde luego que sí. El amores capaz de adivinar dónde está la belleza y hacerla brotar. Los hijos deben ver en la mirada de sus padres cuáles son sus cualidades, dónde está su belleza propia, única. Y también estamos obligados a mostrarles la belleza de la naturaleza, del ser humano, del arte, de la ciencia, de las buenas acciones, del alma. Decía el poeta Schiller que reconocer y apreciar la belleza completaba la educación porque disponía para decidir libremente no sólo con el pensamiento, sino con los sentidos. A lo largo del camino que vamos a recorrer en este libro comprobaremos cómo los valores están íntimamente relacionados unos con otros y cómo se refuerzan mutuamente. Se completan, como dice Schiller. Nuestros hijos están obligados a situar su yo personal frente a la tiranía estética de este tiempo que les ha tocado vivir. Deberán conocer dónde está su fuerza, física y moral, qué valores les hacen dueños de sí. Y deberán sentirse en todo momento personas íntegras, es decir, completas. Apuntes Pastora Vega nació en 1960. Es actriz y licenciada en Derecho. Proviene de una familia de grandes artistas y toreros. Es nieta de la legendaria bailaora Pastora Imperio. 19 Su primer éxito profesional vino de la mano de Ignacio Salas y Guillermo Summers, con la presentación del programa de televisión Y sin embargo, te quiero. Debutó en el cine en 1985 con la película Los pazos de Ulloa, de Gonzalo Suárez y desde entonces ha trabajado en dieciséis películas, algunas tan conocidas como El Lute, Demasiado corazón o Todos los hombres sois iguales. En televisión ha participado en diez series, entre otras la premiada Cuéntame cómo pasó; ha presentado un programa sobre cine en Telemadrid y es colaboradora habitual de varios programas. 20 C de ciudadanía Fernando Savater habla sobre la ciudadanía «Nadie aprende a nadar porque le digas: “Hay que tirarse al agua y hacer así con los brazos”, y nadie va a aprender a convivir porque le digas: “Te encontrarás unas personas a las que no conoces de nada y deberás respetarlas”. No; eso hay que ir allí y hacerlo». En su libro Invitación a la Ética, el profesor Savater afirma, mencionando a Aristóteles, que la política es una prolongación de la ética. Ya que me he atrevido a entrevistarle, me voy a atrever también a parafrasearle: creo que la ciudadanía es una prolongación de la educación. La vieja e imperfecta democracia es, posiblemente, el más ético de todos los regímenes políticos porque permite el desarrollo de las capacidades, las ideas, las creencias y los proyectos individuales, a la vez que proporciona cauces de participación en la marcha de la sociedad. A pesar de sus limitaciones, la democracia nos permite ser «uno y muchos». Como decía Pericles sobre Atenas: «Está por encima de nosotros pero la hacemos nosotros». Es evidente que hay una manera de educar para ser ciudadano, es decir, autor y actor de la democracia. Pero esta «educación para la ciudadanía» no es distinta de la educación para ser una persona buena sino que constituye una parte y, de alguna manera, un resultado. La ciudadanía es una de las facetas de nuestra vida; en ella, como en la familia o en la propia interioridad, tenemos que poner en juego un «modo de empleo» determinado: el que cada ámbito requiere. Pero lo que denomino «yo» son todas las facetas juntas. Así que posiblemente uno será mejor ciudadano cuanto mejor persona. Sin embargo, aunque los valores no estén en compartimentos estancos, el proceso de formación de un niño se desarrolla en muchos ámbitos, que tienen responsabilidades diversas y cuentan con sus requisitos, sus reglas y sus valores aplicables. ¿Dónde se aprende, por ejemplo, a respetar a quien no se quiere? Seguramente, no hay nadie mejor que Fernando Savater para reflexionar sobre la ciudadanía y su circunstancia. Yo le admiro profundamente. Sus libros me animaron a 21 estudiar Filosofía y me acompañan desde hace muchos años. Su testimonio de vida, siempre en el ágora, preguntando y actuando, justifica el papel de los filósofos en nuestro tiempo. Savater me recibió en su casa y me prometió que, si yo era puntual y breve, él hablaría mucho y deprisa. Ambos cumplimos. Al despedirnos me regaló un libro, así que esta conversación fue para mí una fiesta y un festín. Profesor, ¿qué es la ciudadanía? ¿Se puede educar a un hijo para ser buen ciudadano? Ser ciudadano significa simplemente formar parte activa de una democracia. La democracia es el único régimen realmente político porque los demás son regímenes de poder en los cuales mandan unos y otros obedecen, con los papeles ya distribuidos. El único régimen en el cual todos los ciudadanos son políticos es la democracia. En ella la gente es protagonista y no comparsa de la sociedad en la que vive. Entonces, ser ciudadano es ejercer los derechos y deberes que uno tiene por vivir en democracia. Fundamentalmente se trata de eso. Digo derechos y deberes porque para ser ciudadano no cuenta el sexo, no cuenta la genealogía, no cuenta la cultura a la que se pertenece; lo que cuentan fundamentalmente son los derechos y los deberes y, por supuesto, la capacidad de cada uno para, a partir de los derechos y los deberes, expresar proyectos y planear acciones colectivas. Lo que cuenta para la ciudadanía es lo que nos une y no lo que nos separa. ¡Claro! Es que el concepto sociedad viene del hecho de que somos socios. Se olvida el significado real de esa palabra. No somos un aluvión, como las piedras que caen en la orilla de un río, estamos vinculados y debemos ser conscientes de esa vinculación. De hecho, las sociedades están constantemente recibiendo por parte de los mismos ciudadanos una aprobación permanente. Por eso nos gustan las fiestas colectivas, la Navidad... Es como si ese día volviésemos a dar todos nuestro consentimiento al hecho de estar juntos, y periódicamente vamos dando nuestro consentimiento: en las fiestas populares, en las deportivas, porque nos gusta saber que estamos unidos, nos gusta decir: «Yo pertenezco a esto, este es mi mundo». Ese no es un mecanismo puramente espontáneo porque no es una estructura familiar, biológica, sino una estructura política e institucional y, por lo tanto, como tantas otras cosas, se aprende. Se aprende a ser ciudadano. Los persas contemporáneos de los antiguos griegos no eran ciudadanos, y en cambio los griegos sí. Lo aprendieron y lo transmitieron. Lo que los griegos denominaban la paideia se convirtió en ideología, en teoría, en valores, a partir de lo que era en origen un hecho político. Por supuesto, hay 22 que educar en los usos y modos de la sociedad, y no sólo de la familia. La familia puede educar en valores familiares, pero la sociedad debe educar en valores sociales, claro. Es importante separar esos ámbitos. ¿La familia no educa «para la ciudadanía»? No. El mecanismo de la educación familiar funciona por identificación afectiva. El ejemplo de los padres, el amor, llega a nuestras vidas antes que la ley. Quien ha tenido la suerte de tener una familia en la cual hay cariño, respeto a los mayores y a los niños, disciplina, veracidad, obediencia y todos esos valores que se transmiten en el ámbito familiar de manera sencilla, sin explicaciones alambicadas, con el simple «eso no se hace», cuenta con un sustrato de modos de comportamiento que ha adoptado por identificación con las personas a las que ama. Sin duda es algo fundamental, cimienta la personalidad, y quien lo haya conocido, de alguna manera, tiene una fuerza: la fuerza positiva que da saberse amado –más importante que la fuerza de saberse fuerte– y que le va a durar toda la vida. Pero luego está la formación en valores ciudadanos, que se aprende fuera. En primer lugar, el respeto hacia las personas por las cuales no sientes afecto. Eso no se puede aprender en la familia. Los padres que quieren educar a sus hijos sin sacarlos de casa cometen un disparate. El ámbito de la escuela es ya de por sí más educativo que mucho de lo que se enseña en casa. El hecho de que un niño pierda de vista a su familia y se pongaa llorar –como nos pasó a todos el primer día que nos dejaron solos y rodeados de señores y señoras a los que no conocíamos de nada– es fundamental porque la vida va a transcurrir siempre así. Vamos a pasar mucho más tiempo de nuestra vida en el ámbito del respeto, de la igualdad y de la colaboración que en el ámbito del cariño. Y eso hay que aprenderlo viviendo. Igual que nadie aprende a nadar porque le digas: «Hay que tirarse al agua y hacer así con los brazos», nadie va a aprender a convivir porque le digas: «Te encontrarás unas personas a las que no conoces de nada y deberás respetarlas». No; eso hay que ir allí y hacerlo. El profesor es la persona que de alguna manera representa el elemento social en la vida de un niño y va a convertirlo en algo comprensible. La labor del profesor es hacer inteligibles, expresables, las formas de vida, y explicar por qué algunas son mejores que otras. Por supuesto, sabiendo que todos los ciudadanos somos gobernantes. Por eso, educar en democracia es siempre educar a gobernantes, educar a príncipes. Toda educación en democracia pasa por la premisa de conocer la importancia de este «ser todos gobernantes». Y todos vamos a ser educadores. Aristóteles, en la Política, dice «antes de llegar a gobernar tendrás que haber sido gobernado». Y habla de la educación. Porque la educación cívica escolar es la primera forma de gobierno que se nos impone por parte de los demás y nos posibilita el que nosotros a la vez aprendamos a ejercerlo. 23 Yo sostengo que la familia es el primer educador en valores. La familia está formada por los elementos afectivos, de identificación, que tenemos en la vida. Es decir, por las personas que se responsabilizan de nosotros a través del afecto, no como empleados del ayuntamiento. Un hombre, una mujer, blancos o negros, solos o acompañados, pueden constituir la familia de un ser humano. Que es algo diferente a la paternidad y a la maternidad. Cualquiera puede criar a un hijo, ser la figura de identificación afectiva y moral de un niño, esa tía o abuela que todos hemos tenido; pero no todo el mundo es padre o madre, que es lo que parece que ahora cuesta trabajo entender. La filiación implica tener un padre y una madre. La familia constituye el sustrato de subjetividad, de amor, de reconocimiento en el otro, sobre el cual se pueden establecer el resto de los valores. Podríamos considerar a la familia como la primera de las philías, por hablar con el término de los antiguos griegos. Las philías de los clásicos tenían muchos niveles diferentes: el afectivo y amoroso de la familia, el cívico de los ciudadanos, el humano del reconocimiento de los demás seres humanos. Es lo que santo Tomás denominaba el ordo amoris, los niveles del amor, que están todos conectados y son todos importantes. Es verdad que las personas que han tenido una buena educación familiar cuentan con un punto de partida extraordinario, pero también es verdad que muchas personas no la tienen porque, claro, la familia es un albur y en cambio la educación cívica no tiene por qué serlo. La familia no es la escuela. Quien no recibe una buena educación en casa, porque le abandonan, o porque nace en una familia desestructurada, o le faltan el padre o la madre, o no se ocupan de él, sólo cuenta con la sociedad. Por eso las personas que más necesitan de la educación social son aquellas que no han tenido la suerte de recibir una buena educación familiar. En este contexto, ¿qué debe exigir un ciudadano a la escuela de sus hijos? Un ciudadano debe exigir a la escuela de sus hijos que formen una personalidad integral, capaz de persuadir y de ser persuadida por los otros, que es la parte fundamental de vivir en una democracia. En un sistema democrático hay que vivir sabiendo expresar de manera inteligible las demandas propias a otros, y a la vez comprendiendo las demandas de los otros. La persona impermeable a las palabras o a las argumentaciones de los demás es inepta para la democracia; la persona que sólo se puede mover por identificación absoluta con lo negro por lo negro, lo blanco por lo blanco o lo amarillo por lo amarillo, no puede ser un ciudadano pleno porque la ciudadanía supone identificarse con valores. Participar en política, en el sentido de tener ideas y manifestarlas, es una actividad ineludible para un ciudadano. ¿Podemos considerarla una actitud educativa? En la Grecia clásica, la ciudadanía implicaba y exigía la actividad política, la colaboración en la toma de decisiones; la ciudadanía romana, sin embargo, no permitía la participación 24 en las decisiones del gobierno, que estaban restringidas a las clases altas. La mayoría de los gobiernos de hoy prefieren ciudadanos a la romana, los que anuncian: «Yo no me meto en política», como si uno pudiera vivir en una sociedad política desentendiéndose de esa actividad, como si esa no fuera también una actitud política, y de las peores. Hoy se nos ofrece ser consumidores o feligreses, es decir, miembros de sectas particulares, renunciando a la universalidad democrática. Seremos inevitablemente consumidores o feligreses, pero ninguna de estas determinaciones debe agotar la ciudadanía. Y por supuesto, esa participación es una demostración práctica de educación para la ciudadanía. Por eso es imprescindible hacer una reflexión sobre la educación. Eso es fundamental. Si uno tuviera que contar únicamente unas cuantas cosas a alguien, ¿qué le contaría? Si el mundo se fuese a acabar y uno tuviera que pasarle un mensaje a alguien, no le diría: «Esto sólo me pasa a mí, fíjate...», ni «la función fanerógama de las plantas es...», sino que intentaría darle algo que describiera el mundo, porque educar es, en el fondo, pasarle el mundo a otra persona. Educar bien es transmitir valores empoderantes, vivir es estar entre los hombres y ser un buen ciudadano es aportar las virtudes de cada uno a una construcción común. Lo que nosotros hacemos con los hijos es, como dice el profesor Savater, «pasarles el mundo», enriquecido con lo que hayamos aportado desde que lo recibimos. Y prepararles para que, a su vez, ellos puedan aportar algo mejor. La escuela es el ámbito donde se educa sobre la ciudadanía; esto es, donde se aprende el origen y la evolución de nuestra construcción social. Es también el ámbito en el que se educa para la ciudadanía, que supone conocer las reglas de la convivencia, poder manejarse en el mundo, leer y comprender, debatir y dialogar, desarrollar el sentido crítico, aumentar la cultura, practicar las normas morales en la relación con los iguales, tener el primer contacto con la autoridad externa a través del maestro. Y la familia educa en ciudadanía, siguiendo lo que se denominan «surcos educativos», es decir, transmitiendo los valores que nos han servido a nosotros y, por supuesto, dando a nuestros hijos ejemplo de ello. No todos los valores son «ciudadanos». Está claro. Pero la ética comienza cuando el yo percibe que hay un tú frente a él. Y los valores son mecanismos de ajuste de la convivencia. Hemos avanzado en salud, calidad de vida o acceso a los recursos y, aunque quede mucho por hacer, hemos avanzado también en sentido ético. Familia y escuela, con sus distintas responsabilidades, deben mantener entre ellas la coherencia que permite a un niño crecer a la vez como persona individual y como sujeto de derechos y deberes en una sociedad democrática. 25 Apuntes Fernando Savater nació en San Sebastián en 1947. Ha sido catedrático de Ética en la Universidad del País Vasco y en la actualidad es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. Ensayista, periodista, novelista y dramaturgo, ha publicado más de cincuenta libros, traducidos a una docena de lenguas. Algunos de los más conocidos son La infancia recuperada, Ética para Amador, Diccionario filosófico, Las preguntas de la vida y El valor de educar. Habitual colaborador en prensa, codirector de la revista «Claves de la Razón Práctica», su intensa labor en pro de la paz en el País Vasco ha sido premiada en varias ocasiones.Es también impulsor e ideólogo de los movimientos ciudadanos más influyentes en España en los últimos años y del partido político Unión, Progreso y Democracia. Entre otros muchos galardones ha recibido el Premio Nacional de Ensayo, el Premio Anagrama y el Premio Cuco Cerecedo, otorgado por la Asociación de Periodistas Europeos. En el año 2008 ha obtenido el premio Planeta por su novela La hermandad de la buena suerte. En este mismo año, ha sido elegido como uno de los cien intelectuales más influyentes del mundo –el único español– por las prestigiosas publicaciones Foreign Policy (FP), de EE.UU., y Prospect, de Gran Bretaña. 26 C de cultura Juan Manuel de Prada habla sobre la cultura «El gran reto es intentar restaurar los vínculos con el legado cultural que nos precede. Porque eso es lo que nos da un soporte para abordar con actitud crítica esta realidad cambiante». Una de las características de nuestro tiempo es la falta de meditación. Cuando repetimos las verdades sin pensar en lo que decimos, las convertimos en trivialidades, las vaciamos. Pararse a pensar en lo que se está haciendo es, hoy en día, una actitud casi transgresora. Y sin embargo, para educar a los hijos es indispensable. La cultura también vive al borde de lo banal. Estamos tratando como bien de consumo un legado que muestra siglos de voluntad y talento del ser humano. Hace sesenta años, la reproducción de La Gioconda en unas latas de carne de membrillo dio lugar a protestas. Ahora estamos ya más que acostumbrados y hay a quien decepcionan las grandes obras de arte cuando las ve en directo. Confundimos la información –que entra a todas horas en casa– con el conocimiento, que es un proceso de digestión de la información, precisamente. Y sin embargo, la cultura es el verdadero patrimonio, la patria, de la humanidad. Es el lugar de donde venimos y la herencia que dejaremos. Tenemos la obligación de acercarla a nuestros hijos. Las novelas, la poesía, la música, la pintura, la escultura, el cine, la arquitectura, la danza, el teatro... abren las ventanas del alma. Como dice el filósofo Gadamer, lo mejor de una obra de arte es que uno conoce y reconoce algo de sí mismo en ella, algo de sí mismo que antes no conocía. Pedí al escritor Juan Manuel de Prada que reflexionara sobre el valor de la cultura para este libro. Me recibió una tarde en su propia casa y allí expuso una visión muy realista de lo que nos pasa; una visión poco complaciente que nos obliga a pensar en lo que estamos haciendo. No me defraudó. Dar que pensar era precisamente lo que yo quería. 27 Estoy convencida de que la cultura es el alimento de los valores. Primero tendríamos que intentar aquilatar el concepto de cultura porque a lo largo de la historia la transmisión cultural se ha fundado en la tradición, es decir, unas generaciones decidían salvar un acervo que les precedía, lo cribaban, lo pulían, lo abrillantaban, le incorporaban nuevos elementos y lo transmitían a la generación siguiente. Es así como se ha transmitido la cultura. El problema de nuestro tiempo es que esa transmisión se ha roto por completo, y no sabemos muchas veces cuál es nuestro acervo, nuestro conocimiento, y por tanto cuáles son los valores que hay que transmitir. Y ese puede ser el origen del malestar contemporáneo. Vivimos en una sociedad muy fragmentada, en la que la cultura se ha difuminado mucho, se ha expandido mucho. Consideramos «cultura» cosas que hasta hace poco tiempo no se consideraban como tal y, al contrario, conceptos que a lo largo de los siglos se han considerado cultura, han dejado de valorarse. Hoy todo es más complicado. Yo te diría que el problema de lo que hoy llamamos cultura es que tiene que ver cada vez más con una expresión momentánea, con una especie de radiografía de lo que pasa en nuestro tiempo, y menos que ver con los cimientos y con las bases de ese mismo tiempo. Y a medida que las bases de la cultura van siendo abandonadas y olvidadas, van siendo más frágiles los cimientos del edificio de la cultura y el peso de lo momentáneo es cada vez más gravoso. Estamos llegando a una cultura a punto de derrumbarse. Yo creo que esta es una de las grandes tragedias de nuestra época, y repito que, en gran medida, es una de las razones del malestar contemporáneo, de la sensación de contingencia, de la banalidad y el aturdimiento que padecemos. La información ha desplazado al conocimiento. Claro. La información como saber fugitivo, huidizo, que te sirve en términos utilitarios para desenvolverte en forma más superficial, frente al conocimiento, que es más profundo, que va a la raíz de las cosas y, por tanto, te sirve para entender el mundo de una forma mucho más global y, sobre todo, para incardinar el mundo en tu visión de la realidad. Pero ese es un mal de nuestro tiempo que afecta muy claramente a la educación, pero afecta también a la mirada de la gente sobre el mundo. Vamos hacia un tipo de cultura en la que yo creo poco. Me siento hoy bastante escéptico frente a lo que se denomina a veces oficialmente «cultura», porque en ella la contingencia, la moda, lo estrictamente contemporáneo y efímero tienen un peso cada vez mayor. ¿Es posible aislar a los hijos de la ola de banalidad? Porque habría que meterlos en una campana de cristal. Es que yo no creo que haya que meter a los hijos en una campana de cristal. Yo creo que cualquier persona debe estar atenta a lo que sucede a su alrededor, y no es bueno tener a nadie metido bajo una campana de cristal porque pierde conexión con la realidad. El gran 28 reto es intentar restaurar los vínculos con la tradición, con el legado cultural que nos precede. Porque eso es lo que nos da un soporte para abordar con actitud crítica la realidad cambiante, esa realidad un poco fragmentaria, caótica, a la que nos enfrentamos. Yo creo que la única manera de enfrentar la realidad actual es logrando que la tradición cultural no se rompa. Pero no aislándonos de la realidad, que sería muy peligroso porque nos dejaría custodiando una tradición muerta. La tradición debe irse mejorando, debe ir incorporando nuevos elementos a medida que pasa el tiempo. Lo que ocurre es que esto exige muchísimo trabajo. Lo que es la educación, en el sentido amplio y a la vez más verdadero de la palabra, la educación familiar, la de los padres –quizá no en el ámbito de la transmisión de conocimientos pero sí en la de los pilares básicos sobre los que uno luego puede desarrollar su curiosidad, sus ansias de aprender o sus capacidades– desempeña un papel fundamental. Pero desde el momento en que en el ámbito familiar no se realiza la tarea educativa, estos pilares se rompen. A partir de ahí todo es más complicado, todo pierde mucho sentido porque cuando falta la base, lo que te puedan enseñar en la escuela al final sólo contribuye a un mayor desorden mental. Si en una habitación no pones primero las estanterías, el hecho de que metas más o menos libros no va a solucionar nada, y cuantos más libros haya, mayor será el desorden. El problema está ahí, en esas estanterías, en la disposición mental para afrontar la realidad que te toca vivir, con unos parámetros que te puedan permitir entenderla. Lo que dices me recuerda una anécdota de un muchacho africano inmigrante en Berlín que decía: la mayor diferencia que noto entre Alemania y mi país es que nosotros tenemos mucha más cultura. Seguramente este chico habla del sentido originario de la palabra cultura, porque hoy en día la visión que se tiene de la cultura no capta su sentido más hondo. La cultura es la incardinación del hombre en un determinado modo de entender la realidad, y eso se manifiesta a través de todas las expresiones artísticas, intelectuales, científicas que forman el acervo cultural, pero se logra también a través de la transmisión de una forma de ver la realidad. Entonces, en ese sentido primigenio, no es patrimonio de una elite. Depende. Si nos referimos a la alta cultura, a los frutos más selectos del pensamiento, del arte o de la ciencia, naturalmente para llegar ahíse necesita subir una escalera. Pero para subirla hacen falta esos cimientos de los que hablaba antes. Hoy en día, como esos cimientos fallan, la escalera de la alta cultura está tendida en el vacío. Y además, conduce a muchas partes... Por ejemplo, yo acabo de llegar del fallo de un premio literario donde 29 había escritores, editores y demás, y se ponían a hablar de los últimos libros que habían leído o que iban a publicar. Cuando estaban contando las tramas, yo sentía vergüenza ajena porque eran unas banalidades... patéticas, unas inconsistencias, unas eyaculaciones mentales..., ¡es que no había nada! Y la literatura ha tratado siempre de ofrecer una visión del mundo. La literatura contemporánea, si tiene una nota común y distintiva, es que no ofrece una visión del mundo. Y lo que se puede decir de ella se aplica también a cualquier otra expresión artística: la pintura, el cine... Si vamos a las artes plásticas, y por supuesto no hablo en términos absolutos, es creciente el número de obras que ya no aspiran a ofrecer una comunión entre ellas y quien disfruta de ellas, sino a provocarle una reacción de sorpresa, de horror, o de asco. Este vacío ha llegado también al pensamiento. Hoy en día no existen grandes visiones panorámicas sobre el mundo desde el punto de vista filosófico, y no digamos ya metafísico. Todo lo que tiene que ver con la trascendencia, con lo que no es estrictamente material, ha desaparecido. Y luego falta un concepto fundamental en cualquier expresión cultural, que es la jerarquía. La capacidad para establecer lo que es bueno, lo que debe ser imitado o lo que conviene convertir en modelo para alcanzar nuevos finis terrae creativos o filosóficos. Desde el momento en que desaparece el concepto de modelo, la cultura avanza sobre la nada y camina hacia la nada. Esto es, para mí, lo más preocupante. ¿Cómo entraste tú en el universo de la cultura? Pues de forma natural. Es un fenómeno de tradición. En primer lugar, hay unas personas que te legan lo que ellas saben, lo que han aprendido y consideran que es provechoso y valioso, y a partir de ahí, naturalmente, hay un proceso de búsqueda personal. Es un proceso, en primer lugar, de poner cimientos. Y eso se hace a través de los vínculos: los valores de tu familia, que asumes como propios para poder someterlos después a una revisión, a la controversia y la duda; en definitiva, los valores que asimilas para poder ponerlos en tela de juicio. Pero tiene que existir esa transmisión. Un niño necesita de alguien que le diga: «Esta es nuestra forma de entender la realidad». Luego tiene que haber aquello que los antiguos llamaban autoridades, es decir, personas en quienes esa tradición se encarne, personas que verdaderamente se erijan para ti en modelos de vida, que susciten en ti tanta curiosidad y tanto afán de imitación que se conviertan en maestros. Las personas que en momentos cruciales de tu vida te ayuden a entender la cultura como algo que se transmite. Y por supuesto, en una tercera fase, hay un interés personal: has recibido un legado, has recibido el don de conocer a personas que te han empujado, y a partir de ahí surge tu juicio crítico. Todo eso que has recibido lo tienes que mejorar, a través de tu curiosidad, a través de tu deseo de conocer nuevas cosas, de profundizar en lo que otros te han enseñado. Pero cuando suprimes las dos primeras fases y consideras que la transmisión cultural se realiza en ese espacio de libertad absoluta, de capacidad infinita para 30 elaborarte tú mismo la cultura, pues falla la base y todo va mal. Tienes que partir de unos valores para que te enmarquen, y así ser una persona sólida y no un líquido que se derrame. Sólida y a la vez elástica, no rígida. Los valores han sido siempre algo compartido. Nuestro problema en la sociedad occidental es que cada vez hay menos valores compartidos. Los valores, para ser reales, se tienen que alimentar de algo. Podemos pensar, por supuesto, que uno tiene un conocimiento natural de cuáles son los principios por los que uno debe regir su conducta, pero eso se tiene que apoyar en formas de vida, en referencias. En una sociedad en la que pocos valores son homogéneos, las referencias son más difíciles de encontrar. ¿Y cómo se educa en esa sociedad sin referencias? Es una lucha. Pero la lucha y el ejercicio de responsabilidad han existido siempre a la hora de educar o de vivir. Uno tiene que saber exactamente lo que quiere, y debe saber sobre todo el esfuerzo que cuesta lo que quiere. La persona que educa tiene que tener claro que no puede romper los vínculos con lo que él mismo ha recibido, porque eres responsable de transmitir algo que debe llegar a quien viene detrás de ti. Para esto hay que dedicar tiempo, muchas ganas, muchos desvelos. Y hoy chocamos con esta sociedad del deseo en la que no se valora lo que cuesta esfuerzo, sino lo inmediato. Una persona que educa tiene que encontrar su capacidad de sacrificarse, y naturalmente que hay que sacrificarse por los hijos. Supone asumir nuestras... ...obligaciones. Eso es. Hay cosas evidentes. Hoy los niños pasan muchísimo tiempo frente a las pantallas del televisor o el ordenador. Y, ¿por qué? Pues a veces sencillamente porque es una manera cómoda de que estén tranquilos y no molesten. Yo me he pasado toda la infancia jugando en la calle y esto hoy es impensable. Dejar a los hijos solos durante horas en Internet o ante la tele es una dimisión de las obligaciones educativas. ¿Es que ya no somos capaces de invertir nuestro tiempo en algo cuyos resultados se van a ver a largo plazo? Porque los resultados de la educación no son instantáneos. ¿Está desacreditado el maestro porque está desacreditado el conocimiento? El descrédito del maestro es muy profundo, y está provocado en primer término por la dejación educativa de los padres. Cuando al maestro, al profesor, lo conviertes en una niñera, estás pervirtiendo su misión, que no es enseñar compostura ni urbanidad ni aseo. Ni es enseñar a ser respetuoso con los ancianos. Si eso no lo hacen los padres, el maestro se queda en una situación muy difícil. 31 En una conferencia tuya a la que asistí me llamó la atención la frase: «La libertad de juicio y la de elección sólo pueden derivarse de los conocimientos y la cultura». ¿Podrías comentarla? Hoy se ha asentado la idea de que somos libres para adoptar todo tipo de decisiones, y libres sobre todo para determinar qué es lo bueno, qué es lo malo, qué es lo bello, qué es lo feo, qué es lo inteligente o qué es lo obtuso. Pero esa libertad es absolutamente falsa si no te la da el verdadero conocimiento. Solamente cuando uno sabe, puede elegir. Esto es evidente. Un poeta, por ejemplo, cuando domina el soneto, puede decidir no escribir sonetos, y escribir en verso libre o en lo que quiera. Pero sólo decide libremente cuando, libremente, sabiendo lo que hace, rechaza una posibilidad. Pero el poeta que no se ha preocupado por entender los secretos de la métrica o de la rima, no está decidiendo nada. Simplemente es un pobre botarate que escribe versos libres porque no sabe escribir otra cosa. Y que esto pase por bueno en todas las expresiones artísticas es el drama de la cultura de nuestro tiempo. Hay señores que escriben novelas que son como añicos de un caleidoscopio, y te dicen que ellos no quieren escribir grandes novelas con personajes o con historias que abarcan toda la vida, que la literatura de nuestro tiempo tiene que ser la del instante, la de lo fugitivo, y claro, yo digo: me parece muy bien que quieras hacer esto, pero, ¿tú sabrías hacer lo otro? No, no lo sabrías hacer porque no lo conoces. Y exactamente lo mismo pasa en casi todos los ámbitos de la vida, por desgracia. Y tanto es así que estamos ya en manos de personas que ignoran por completo los cimientos de nuestra cultura. Hoy los señores que hacen crítica de arte, de cine o de literatura, son personas que no conocen las obras de los grandes maestros de su especialidad. Y en otros ámbitos: los que elaboran los planes educativos y carecen de formaciónsólida; los políticos que rigen nuestros destinos y carecen de instrucción jurídica, que desconocen los fundamentos del derecho... Estamos en un proceso de entropía, de destrucción cultural precisamente porque faltan nuestros cimientos. Yo también me asombro a veces de la incultura de muchas personas situadas en puestos de influencia, o a los que se les considera representantes de la cultura. Pero educamos aquí y ahora, ¿podrías mandar un mensaje para educadores desesperados? Ante todo tenemos que seguir creyendo en las personas. En medio de ese caos, en medio de esos chavales arrojados a la vorágine, existe algo muy profundo en todos los seres humanos que es la curiosidad, el deseo de saber, y ese es el terreno que tenemos que explorar. Yo sigo creyendo que hay algo innato en el hombre que le impulsa a ser mejor. Y desde luego, un padre debe tener la suficiente capacidad persuasiva para que sus hijos vean también en él lo mejor y se sientan atraídos por lo mejor. En el momento en que nos rindamos y ya no creamos en eso mejor que hay en todos los seres humanos, en el 32 momento en que consideremos a los chavales como meros hijos de este tiempo de caos, todo se habrá acabado. Me parece que los padres hemos perdido consciencia de nuestras obligaciones. Vivimos en un tiempo que niega todo lo que cuesta, cualquier renuncia o sacrificio. Pero si verdaderamente queremos ser padres, tenemos que saber que eso consiste precisamente en muchas renuncias y sacrificios, y todo lo demás, aunque nos lo pinten idílico –tener hijos es maravilloso, una realización personal– son bellas falsedades. No, hombre, no... Sí, sí. Uno se siente realizado, aunque no me gusta esa expresión tan cursi, a través del esfuerzo y del sacrificio que es tener hijos. Ser padre es una cosa muy tremenda, que te obliga a redoblar tus esfuerzos en todos los órdenes de la vida, no sólo en trabajar para darle de comer, sino en dedicarle tiempo. Negar esto tiene que ver con ese proceso de infantilización de la sociedad. Se nos está vendiendo que tenemos que hacer de la vida una especie de paraíso de la facilidad, y eso nos hace incapaces de asumir responsabilidades. Un padre o una madre no pueden seguir viviendo ya como adolescentes. Es necesario asumir un compromiso. Es curioso cómo muchas parejas rompen cuando tienen hijos y no se dan cuenta de que tener hijos es precisamente un motivo para seguir juntos. Los hijos conllevan un compromiso, una capacidad para ceder, para soportar, para renunciar a los días de vino y rosas, para abandonar a esos pequeños diosecillos en sus pequeños templos donde nadie les perturba que nos gusta tanto ser. La razón de esta marea de derechos que nos envuelve puede ser precisamente hacernos más débiles, incapaces de soportar las mil y una penalidades de la vida cotidiana, y hacernos olvidar que la felicidad es precisamente lo que se obtiene cuando se es capaz de hacer frente a las penalidades. La felicidad como capacidad de superar el dolor y mirar de frente. Ya vamos viendo cómo se relacionan los valores entre sí. Y seguiremos viéndolo durante todo el camino. Gracias al testimonio de Juan Manuel de Prada, tenemos imbricada la cultura entre los valores, como sustrato y como referencia. Y tenemos planteado el problema de las estanterías, que es una metáfora estupenda. La escuela está esperando a nuestros hijos para abrir las ventanas al conocimiento, pero en casa debemos amueblar la habitación. Y no en Ikea. Si podemos, a medida, con artesanía, con amor. Quiero decir con el ejemplo. Que nuestros hijos nos vean leyendo, disfrutando con la música, venciendo la pereza para ir a ver una exposición o una obra de teatro. Las grandes películas pueden sustituir perfectamente a las series de televisión en las veladas familiares; la sabiduría de los abuelos, el vínculo con nuestras tradiciones, desde el folclore a la gastronomía, es cultura 33 también. Ojalá descubramos en cada uno de nuestros hijos la manifestación artística que conecte mejor con sus cualidades personales y sepamos facilitarles su disfrute. Siempre me han entristecido los niños que no pueden pintar porque ensucian, o no pueden bailar porque es cansado traerlos y llevarlos. El arte llena de sentido los momentos de ocio y, como el deporte, es un educador en valores de primer nivel. Al final ser culto va a ser una cuestión de amor. Y desde luego, de valores. Apuntes Juan Manuel de Prada nació en Baracaldo (Vizcaya) en 1970 y vivió en Zamora durante su infancia y adolescencia. Es licenciado en Derecho. Su aparición en el panorama literario y editorial español se produjo en el año 1995 con la obra titulada Coños, un homenaje a Ramón Gómez de la Serna. En 1995, publicó también la colección de cuentos El silencio del patinador. En 1996 publicó su primera novela, Las máscaras del héroe. En 1997, su novela La tempestad obtuvo el Premio Planeta. Este mismo año, la revista The New Yorker incluyó a Juan Manuel de Prada entre los seis escritores más prometedores de Europa. En el año 2000 publicó Las esquinas del aire. En el año 2001 cierra su «trilogía del fracaso» con Desgarrados y excéntricos. En 2003 publica La vida invisible, que obtuvo el Premio Primavera de Novela y el Premio Nacional de Narrativa en el año 2004. Su última novela publicada es El séptimo velo, que ha obtenido el Premio Biblioteca Breve. Colabora habitualmente en la prensa escrita, la radio y la televisión. Como recopilaciones de artículos ha publicado Reserva natural y Animales de compañía. Su labor periodística ha merecido los premios Julio Camba (1997), César González-Ruano (2000) y Mariano de Cavia (2006). En 2008 ha sido galardonado con el Premio Joaquín Romero Murube al mejor artículo periodístico. 34 D de deporte Jorge Valdano habla sobre los valores del deporte «Igual que un entrenador no puede copiar el método de otro sin analizar antes a sus jugadores, para un padre es imprescindible hacerse un especialista en los propios hijos». Jorge Valdano personifica en todo el mundo la unión entre el deporte y la cultura. Con él vamos a acercarnos a una de las dimensiones originales del deporte: ser el vivero de la ética. Algo que descubrieron los clásicos, cuyos centros educativos se llamaban gymnasium. Valdano sabe de muchas cosas, ha luchado por sus sueños y puede acompañarnos mejor que nadie en esta reflexión sobre los valores del deporte porque, desde la gloria de ganar la final de un Mundial a los sinsabores de entrenar equipos y encarar a la prensa, ha recorrido todas las facetas del fútbol, que es la pasión de su vida. En esta conversación desarrolla argumentos muy serios, profundos y valiosos, que merecen una lectura reposada porque van mucho más allá de lo deportivo, hasta la esencia de la educación. Mientras le escuchaba una mañana de invierno en su oficina, generoso con su tiempo y amable, comprendí por qué tiene tan bien estructurado el discurso sobre los valores educativos del deporte: sencillamente, porque lo ha vivido. Aunque se habla sobre todo de fútbol, como no puede ser de otra manera, la reflexión de Valdano puede aplicarse a la práctica de cualquier deporte, puesto que todos son herramientas pedagógicas y éticas. ¿Cómo relacionamos educación y deporte? En primer lugar, vamos a aproximarnos a la educación y el deporte de un modo crítico. Durante mucho tiempo, los intelectuales han desprestigiado el deporte por entenderlo como una expresión menor, alejándose así del ideal griego que armonizaba la mente sana y el cuerpo sano para asegurar la felicidad. El sistema educativo también despreció la preparación física al considerarla un mero entretenimiento. Me parece razonable que se haya abrazado de nuevo el deporte por parte de los intelectuales y los educadores. Este 35 retorno tiene que ver con la cultura de nuestro tiempo, menos trascendente, que ha ido incorporando las sensaciones y las emociones. El juego es el primer antecedente de la cultura, a la que aporta las asociaciones y la libertad que son claves del proceso creativo.
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