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(Paidós studio) Anthony Kenny - La Metafísica de la mente _ filosofía, psicologia, lingüística-Paidós (2000)

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Anthony Kenny 
La metafísica 
de la mente
Filosofía, psicología, lingüística
PAÍDÓS
Barcebna • Buenos Aires • M ó x jc o
Titulo original:
The Meíaphysics o f M¡nd 
Esta traducción, originalmente publicada 
en inglés en 1989, se publica con per­
miso de Oxford University Press 
This translation of The Methaphysics ot 
Mmd published in english in 1989 is pu- 
blished by airangement with Oxford 
Unrversrly Press
Traducción de
Francisco Rodngue/ Consuegra
Cubierta de 
Mario Eskenazi
O
1989, Anthony Kenny 
C
2000 de »a traducción, francisco Rodrí­
guez Consuegra 
O
2000 de todas las ediciones en castellano 
Ediciones Paidós Ibérica. S.A..
Macano Cubí. 92 - 08021 Barcelona 
y Editorial Paidós. SAICF,
Defensa, 599 Buenos Aires 
http://www.oaidos.com
ISBN: 84-493-0820-8 
Deposito legaí: 8 1.951 /2000
Impreso en
Novagrafik, s. I.
c / Vivatdi. 5 - 0 8 110 Monteada i Reixac 
(Barcelona)
Impreso en España - Prnted in Sparn
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Prólogo a nuestra edición 
Prólogo
t , El mito de Descartes
2. Cuerpo, atma, mente y espíritu
3. La voluntad
4. La emoción
5. Habilidades, facultades, capacidades y disposiciones
6. El yo y et autoconocimiento
7. La sensación y la observación
8. La imaginación
9. El intelecto
10. La psicología
Bibliografía 
índice analítico
Prólogo a nuestra edición
Como la biografía de Sir Anthony Kenny es bien conocida en los am­
bientes británicos e ilumina algunos aspectos de su obra prestán­
dole en ocasiones un valor especial, compensa resumirla en caste­
llano. Los dos títulos de sus volúmenes autobiográficos, A Path from 
Rome y A Life in Oxford enuncian concisamente su trayecto vital, 
que conduce -siempre en un ambiente académico- desde el Semi­
nario Menor de Liverpool, la Universidad Gregoriana y el sacerdo­
cio a Oxford, la secularización, el agnosticismo y su nombramiento 
para altos cargos en la política académica, que van desde sus pues­
tos de Master de Baliiol College y Warden of Rhodes House a la 
Presidencia de la Academia Británica. Rotulado así, su periplo exis- 
tencial resulta arquetípico -si no en Gran Bretaña si en los países 
mediterráneos- de muchos hombres de su generación.2 Pero con­
trasta con otros muchos perfiles biográficos en varios puntos.
1. A. Kenny, A Path from Rome, Londres, Sitlgwick and Jackson Lid,, 1985 y A L ile in 
Oxford, Londres. John Murray, 1997.
2. A, Kenny nació en e! seno de una familia católica de orígenes irlandeses en I Iverpool el 16 
de marzo de 1931. Educado por su madre y orientado al sacerdocio, se traslada a los doce 
arios al Seminano Meno.' de esa c udad, donde recibiría una excelente educación y alcanzaría 
una notable famiharidad cor los clásicos griegos y latinos. Seis arios mas tarde emprende los
En primer lugar, destaca por la seriedad de su trabajo intelectual.
Kenrty es, sin duda, uno de los autores más cualificados dentro de la 
filosofía analítica de lo mental a la que, entre otras muchas cosas, ha 
sabido aportar algo tan infrecuente en los ámbitos analíticos como 
una perspectiva histórica. Sus obras sobre Wittgenstein y Frege son 
bien conocidas y de uso habitual entre los hablantes del castellano La meiateka
de ia mente
desde hace años,' pero resultan más desconocidas sus investigado- 
nes sobre Aristóteles, Tomás de Aqumo, Wycliff, Descartes o Moro.4
estudios de Filosofía y leología en la Universidad Gregoriana, formándose en !a filosofía esco­
lástica. Allí comienza a trabajar sobre las relaciones entre la filosofía analítica y el lenguaje re­
ligioso. defendiendo so tesina en Teología sobre el estatuto lógico de las proposiciones que 
versan sobre Déos, en la que trata de aclarar el alcance del principio de veiificacion a la hora 
de establecer el significado de las proposiciones del lenguaje religioso. Inicia después su Tesis 
Doctoral en Teología, dirigida por Bernard Loriergan y enfocada desde un punió de vista his­
tórico. también sobre las aportaciones de la fitosofía británica contemporánea al análisis óet 
lenguaje religioso, en la que revisa los estudios de Brailhwaite, Findlay, Prior, Flew, Williams y 
Mdntyre. Su juicio sobre sus estudios filosóficos en Roma atcanza, más allá de la peculiaridad 
de ta Gregonana. a todo el sistema «napoleónico» de docencia de la filosofía. «La filosofía 
-afirma- no es algo que pueda ensenarse a través de una serie monolítica de clases. Si tiene 
que aprender a pensar filosóficamente, y no sólo a dominar una jerga, lo que un alumno ne­
cesita es discutir, y un buen montón de redacción y de crítica.» Path from Rorne, pág. 50), 
Mientras continúa su Tesis en la Gregoriana, realza una estancia cíe investigación en Oxford, 
donde empieza otra Tesis Doctoral, esta ve? en Filosofía, sobre la intencionalidad de los ver­
bos psicológicos, que publicará en 1963 con el titulo Action, Emotton and W ílly que le abrirá 
las puertas del mundo académico anglosajón. Él mismo ha resumido las razones de su transi­
to: sólo filósofos de segunda habían escrito directamente sobre filosofía de fa religión y. cuan­
do algunos de primera. Russelt o Wrttgenstem, lo habían hecho, no habían escrito sus mejores 
páginas. «Alguien -concluye con acierto- que quisiera contribuir a la comprensión de los te­
mas religiosos nr emplearía bien su tiempo dedicándose a analizar que han dicho sobre reli­
gión los filosofas del lenguaje. La tarea rea! era más imponente: debía sumergirse en el 
aprendizaje de la tradición analítica y, después, volver por sí mismo, con su propio caudal, a las 
doctrinas religiosas y a las especulaciones teológicas.»* (A Path trorn Rome, pág, 139).
Entre 1957 y 1959. estudia en Oxford con Austin. Ryle, Waismann. Haré y Strawson, entre 
otros. Trata muy de cerca a A. N, Prior en Manchester y recibe una tortísima influencia de 
P. Geach y E. Anscombe, quienes le introdujeron tanto en el estudio de Frege y Wittgenstein 
como en el de Tomás de Aquino Trabaja también con Owen sobre Aristóteles. Desde esos 
años participa, influido en este punto de nuevo por Anscombe, en las campañas contra el ar­
mamento nuclear, cuestión a la que ha dedicado brillantes trabajos.
Tras una corta experiencia pastoral, decide secularizarse y vuelve a Oxford en 1963. donde 
tianscurre toda su vida posterior en torno al Ballrol College, del que ha sido Fellow, Sensor 
Tutor y, finalmente, Master. En 1974 es nombrado Feiiow de la Academia Británica, que pre- 10 
side desde 1989, Al dimitir de su cargo de Master de Balliol en 1987. fue nombrado Wardcn 
de Rhodes House. también en Oxford.
3. A. Kenny, Wittgenstein, Madrid, Alianza, ‘ 982; Ei legado de Wittgenstein, México D. F .
Siglo XXI. 1990 e Introducción a Frege, Madrid. Cátedra. 1997,
4. Omitiendo sus numerosos artículos, recogidos en vanos volúmenes, véase Descartes,
Nueva York, Random House, 1968; TheFtve Ways, Londres, 1969; The Anstotehan Ethtcs,
Oxford, Oxford University Press, 1978; Anstotte's Theory o f the Will, Londres, Duckworth,
1979; Aquinas, Oxford, Oxford Universíty Press, 1980; Thomas More, Oxford, Oxford Unrver-
Kenny no ha centrado su atención sólo en los temas suscitados 
por la reflexión de Wittgenstein (a quien no conoció directamente) y 
G. Ryle (a quien trató mucho): ha sabido mostrar la relevancia-justo 
para esos problemas- de las aportaciones clásicas o medievales. 
Con lo que sus estudios de corte histórico se alejan de la erudición su- 
perflua, del uso de jergas trasnochadas o del intento de establecer 
genealogías de pensamientos para hacer ver con una claridad y bre­
vedad sorprendentes qué pueden aportar hoy los clásicos a la hora 
de resolver nuestros problemas. Quizás eso lo sitúa fuera de un cier­
to modo tradicional de plantear la historia de la filosofía, pero hace 
resaltar los puntos centrales (al menos para nosotros) del pensa­
miento de nuestros predecesores. Si, como hace Kenny siguiendo el 
camino de Geach y Anscombe, se lee a Aristóteles, Tomás de Aqui- 
no o Descartes equipado con el mejor conocimiento de Frege y Witt­genstein, los antiguos salen de su museo e interesan. Por eso, sus 
trabajos de historia de la filosofía no son sólo brevísimos: son pro­
fundos. Clava el problema. Su agudeza se corresponde con su falta 
de extensión. Kenny sabe decir algo nuevo, interesante y profundo 
sobre la psicología filosófica de Tomás de Aquino o el tratamiento 
aristotélico de la voluntad en poco más de 150 páginas.
En segundo lugar. Frente a otras trayectorias más o menos parale­
las, la suya sorprende tanto por su honestidad intelectual como por 
el rigor lógico que es capaz de aplicar a los problemas existenciales 
más candentes. Su honestidad intelectual no tiene nada de grito 
testimonial, de salida de tono en busca de la autenticidad, de pre­
tensión de originalidad o de desplante con buscado tono profético. 
No es un aspaviento. Es la honestidad intelectual de un académico 
que -como bien sugiere el título del segundo volumen de su auto­
biografía- se ha pasado la vida en Oxford, entre libros. Una existen­
cia que podría parecer mortecina, pero que contiene en sí sus pro­
pias emociones fuertes. A fin de cuentas, Kenny se decidió a cambiar
sity Press, 1983: Wydif, Oxford, Oxford Uníversrty Press, 1985: Aristotle on Ihe Perfect 
Life. Oxford. Clarendon Press, 1992 y Aqumas on Mind, Londres. Routledge and Kegan 
Paul. 1993. Vease también The Heritage o f Wísdom, Oxford. Blackwefl, 1987 y A Brief 
History o f Western Philosophy, Oxford. Blackwell, 1998.
I.i tuiiMiliicion de su vida por una interpretación de la sustancia de
Air.lólnlos: ésa que para él hacía imposible la doctrina tomista de la
liaiiNustanciación. Lo que, para Kenny, tanto según la lógica como
•,<!(|un el mismo contenido de la doctrina católica -la integridad de la
lo lo lanzaba fuera del sacerdocio y de la Iglesia Católica. Con todo,
lo más sorprendente es su rigor intelectual a la hora de plantear tan- La rretafisca
to la existencia de Dios como la virtud de la fe.
Se comparta o no su posición, es claro que pocos han sabido como 
él mantener una cabeza tan fría en los temas en los que el riesgo es 
máximo. Justo por eso sus numerosos escritos sobre Dios y filosofía 
de la religión, sobre la convergencia entre filosofía y teología, resul­
tan esclarecedores para todos.5 Su misma lectura de su posición ag­
nóstica -representada por el poeta Clough a! que ha dedicado mu­
chos trabajos-6 resulta tan sugerente como inquietante: «algunos 
filósofos creen -escribe- que es imposible que alguien sepa si hay 
Dios o no lo hay: sostienen que el agnosticismo respecto de la exis­
tencia de Dios está incrustado en la condición humana rectamente 
entendida. Sus argumentos no me parecen convincentes, no más 
convincentes que los argumentos en favor del teísmo o del ateísmo.
El agnosticismo que profeso es, en términos filosóficos, un agnosti­
cismo contingente, y no necesario: el agnosticismo de un hombre 
que dice “no sé si Dios existe, pero quizá pueda saberse; no tengo 
pruebas de que sea imposible saberlo”. Un agnosticismo contingen­
te es el típico que está condenado a ser un agnosticismo sin des­
canso».7
Quizá sea esa peculiar postura de Kenny la que convierte en origi­
nales muchas de sus aportaciones filosóficas, la que contribuye a 
desideologizar muchos planteamientos, también en los estudios de 
historia de la filosofía. Porque sigue resultando raro que uno de los
12
5. Véase, por ejempio, ademas de The Five Ways, The God o f the Ptvfosophers, ■ 979;
Faith and Reason, Colombia, Columbia Urwersity Press, 1983 (reeditado después con el ti­
tulo What is Faith? Essays tn the Philosophy of Religión, Oxford, Oxford University Press,
1992) y God and Two Poets, Londres, Sidgwick and Jackson, 1988.
6. En God and Two Poets compara sistemáticamente las posicones de Clough con las de 
Hopkins. Además, ha editado un extracto de los dianos del primero en Oxford.
7. A. Kenny, A Path from Rome. pág. 208.
mejores tomistas actuales sea un agnóstico, como si la razón para 
ser tomista fuera la fe cristiana. A menudo se han solido plantear las 
cosas así y, al final, semejante bomba ha explotado en contra de 
todos. Sus comentarios sobre la «ultramontana» Gregoriana en la 
que le tocó estudiar son pertinentes. No deja de tener su gracia que 
Kenny estudiara a Aristóteles y Tomás de Aquino en Oxford, y no en 
Roma. Al final, lo que sus páginas autobiográficas muestran es el 
daño que ha causado una mala apologética, la chapuza intelectual 
de ligar una fe a una filosofía como a su preámbulo intelectual para, de 
la misma, fundar ese preámbulo en la autoridad de la fe. No hace fal­
ta tener fe alguna para advertir el entuerto. Es difícil decirlo mejor que 
él: «la implausibilidad de la filosofía que aprendíamos ponía en ten­
sión la fe de los estudiantes en los dogmas mismos: si necesitaban 
apoyarse en una filosofía tan destartalada, ¿qué solidez podían tener 
en sí mismos?».8
Pero quizás el campo en que los trabajos de Kenny han resultado 
más fecundos no viene dado por la historia de la filosofía o la filoso­
fía de la religión sino por la filosofía de lo mental. Una importantísima 
parte de su obra se sitúa en una de las vetas más ricas del pensa­
miento de Wittgenstein: su filosofía de la psicología. Incluso si su in­
fluencia era palpable mucho antes de su publicación, las Investiga­
ciones filosóficas vieron la luz en 1953; por su parte, Ryle había 
publicado El concepto de lo mental en 1949. El mismo año en que 
Kenny llega a Oxford (1957), Anscombe publica Intention en el 
que desarrolla algunos de las observaciones y análisis wittgenstenia- 
nos sobre la intencionalidad1' y P. Geach su Mental Acts en el que 
plantea un análisis del contenido y el objeto de los actos mentales 
explotando también ideas wittgenstenianas, fregeanas y tomistas en 
polémica con autores como Ockham, Russell y Ryle.'0 En este con­
texto, se entiende bien que Kenny eligiera como tema de su tesis la 
intencionalidad de los verbos psicológicos, tratando de aclarar «la es­
tructura lógica del lenguaje en que expresamos un deseo, una inten-
8 . A. Kenny. A Path from Rome, pág. 72
9. Véase E. Anscombe, Intención, Barcelona. ICE-UAB/Padós. 1991
10. Véase P. Geach. Mental Acts, Lond'es. Routledge and Kegan pad. 1957.
ción, una decisión y una emoción»." A fin de cuentas, ya en el ultimo 
capítulo de su Tesis en Teología había tratado de relacionar el argu­
mento de Wittgenstein contra el lenguaje privado con ¡a doctrina 
tradicional católica en torno al alma separada. Porque, si Wittgen- 
stein tiene razón y el significado de las palabras como «dolor» y «pla­
cer» no derivan su significado de experiencias mentales privadas, la u-neaf̂ ca
• x .* * i . ■ t de la «rentecreencia tradicional cristiana en purgatorios, cielos e infiernos pare- 
ce quedar cuestionada. Kenny no quería apuntarse a un behavioris- 
mo lógico como el sostenido por Ryle, pero tampoco veía viable un 
dualismo como el de J. R. Lucas.13
Así planteada, la cuestión puede parecer puntual, Pero, si se mira más 
despacio, la atención a algunos problemas lógicos termina por suponer 
una reformulación de la antropología filosófica, de la que La metafísica 
de la mente es un magnifico exponente. A primera vista, nada hay más 
distante al análisis lógico del lenguaje inaugurado por Frege que la tra­
dición continental de la antropología filosófica, tal como se viene desa­
rrollando, con todos los puntos de inflexión que se quiera, desde Sche- 
ler. Y, sin duda, esa distancia existe, Pero también interesa advertir, por 
una parte, que el análisis del lenguaje ha ido ocupándose progresiva­
mente de los temas tradicionalmente atribuidos a la antropología filosó­
fica y, por otra, que investigaciones como la de Dummett han sacado a 
la luz la fuente común de las tradiciones anglosajona y continental: el re­
chazo del psicoiogismo," Y quizá pueda defenderse que es justamente 
la crítica al psicoiogismo la que permite establecer una nueva filosofía de 
la psicología (que viene a cubrir el ámbito de una teoría del espíritu sub­
jetivo,por usar la terminología consagrada en antropología filosófica por 
Landmann)1* y una nueva filosofía de ia cultura (que corresponde bien 
con la teoría del espíritu objetivo).15
11. A. Kenny, A Ltfe in Oxford, pag 15. 14
12. Sob»e el mismo lema, y peleando con las mismas dificultades, ouede verse P Geach,
God and the Sov!. Bnsto’. Thoemmes Press, 1994
13. Véase M. Dummett. Ongtns o f Anafytícsl Phifoscphy, Londres, Duckworth, ‘ 993.
14. Vease M. Landmann, Antropología filosófica, México. Utena. 1961.
15. He tratado eje exponer más detenidamente la relevancia del análisis lingüístico paia la an­
tropología filosófica en J. V, Arregui, «La contribución del análisis del lenguaje a la antropolo­
gía filosófica» en AA. VV.. Pen¿af le humano. Actas del II Congreso N acional de 
Antropología Filosoftea. Madrid Ibe-oameñcana. 1997. pags 21-31
No son pocos los wittgenstenianos que, desde P. Winch, han ido 
abordando los problemas de la filosofía de la sociología; y autores 
como Geertz muestran bien el alcance de su influencia. Pero ahora 
conviene limitarse a resaltar la relevancia de la filosofía de lo mental 
para la antropología filosófica, la importancia, en contra del psicolo- 
i ' a gismo, de una filosofía de la psicología como la que Kenny aporta, 
pues es esa filosofía de la psicología no psicologista la que abre la 
posibilidad de renovar la filosofía de la cultura. La preocupación witt- 
gensteniana desde las Investigaciones Filosóficas por aclarar el len­
guaje psicológico, el modo en que en contextos no filosóficos habla­
mos de nosotros mismos y de los demás, nos describimos a nosotros 
mismos y a los demás, e intentamos narrar y, por tanto, comprender 
nuestra conducta y la ajena, abre toda una nueva filosofía de lo men­
tal que ocupa el viejo lugar de la teoría del espíritu subjetivo o de la 
psicología racional, con la diferencia de que la aproximación a los 
problemas es ahora lingüística. El método usado para dilucidar qué 
es la voluntad, la sensación o la memoria es aclarar el significado de 
los términos correspondientes analizando su uso y haciendo patente 
de qué estamos hablando cuando los empleamos.
Al principio, las cuestiones se podían encarar de un modo exclusiva­
mente puntual huyendo de la formulación de todo tipo de doctrinas y 
teorías generales -una de las causas fundamentales para Wittgen- 
stein de la enfermedad filosófica- y limitándose a socavar los aparen­
temente firmes fundamentos de unas cuantas doctrinas tradicionales. 
Como si, por llevar la contraria a Bacon, los wittgenstenianos no se 
entendieran a sí mismos ni como arañas ni como abejas sino como 
termitas: esos genios de la destrucción, esos bichos formidables ca­
paces de reducir a polvo toda bambalina de teatro, todo decorado 
pretencioso, toda madera pintada de mármol. Pero la tarea de lle- 
15 varse por delante techos falsos y colummllas de escayola termina por
permitir una mejor comprensión global de nosotros mismos llegán­
dose a dibujar -con una metáfora del mismo Kenny- la anatomía del 
alma,16 el mapa de la mente individual.
16. Vease A Kenny. The Anatomy o í the Sool. Oxford. Biackwett. 1974.
Conforme se desenmarañaban los modos en que realmente nos 
describimos, la tradición de lo mental en que Kenny se inserta no se 
ha limitado a denunciar los errores categoriales más característicos 
de la psicología como ciencia -los que se cometen cuando se cree 
estar hablando de una cosa, o de un tipo de cosa, cuando en reali­
dad se está hablando de otra de otro tipo- sino que a la vez ha mina­
do tanto una concepción dualista del hombre y de la vida humana 
-ésa según la cual lo específicamente humano es una vida mental, 
una corriente de conciencia o un conjunto de experiencias psicológi­
cas que dan sentido a nuestra conducta convirtiendo en humanos 
unos movimientos físicos- como las concepciones conductistas y 
materialistas. El análisis del modo en que hablamos realmente unos 
de otros y -dentro de ese contexto intersubjetivo- de nosotros mis­
mos acaba por ofrecer toda una nueva cartografía de lo específica­
mente humano, que no se puede entender ya en términos ni psico­
lógicos ni fisiológicos. Porque lo específico de la conducta humana 
es su sentido, que no se puede determinar ni desde hechos menta­
les ni desde rasgos del mundo sino desde sistemas simbólicos, algo 
que no es ni físico ni psicológico, ni material ni mental.
Al aclarar el modo en que hablamos de nosotros mismos, al esclarecer 
de qué estamos hablando cuando usamos términos típicamente psico­
lógicos, cuando empleamos palabras como «voluntario», «inteligente», 
«dolor», «adrede», «sentimientos», «sensaciones», «yo», etc., autores 
como Kenny han hecho patente que su significado no se fija ni por pre­
suntos hechos o realidades psicológicas, ni por un misterioso elenco de 
experiencias mentales a las que tenemos acceso mediante un infalible 
y privado ejercicio de introspección, ni tampoco por escondidos hechos 
o eventos neurofisiológicos. No es lo mismo, por acudir al ejemplo de 
Ryle (recogido por Geertz), tener un tic en el ojo que guiñarlo picara­
mente, por indiscernibles que ambos fenómenos puedan resultar neu- 
rofisiológicamente y aunque tampoco quepa establecer la diferencia en 
términos de «intenciones» entendidas como actos mentales.
De manera similar, la diferencia entre firmar y enseñar la propia firma, 
quitarse el sombrero y saludar, o desperezarse estirando el brazo y vo­
tar a mano alzada no viene dada por hecho psicológico o neurofisioló-
i .J-r.j 
•« ll .l «JíliClOO
gico alguno sino por instituciones culturales como los parlamentos. 
Tampoco una acción es voluntaria porque vaya acompañada de un 
«acto de voluntad» o de un hecho fisiológico, ni el problema existen- 
cial de llegar a ser un yo se resuelve postulando la existencia de una 
misteriosa entidad psicológica llamada «el yo» -que puede tener o no 
base orgánica- como no cabe entender los sentimientos en términos 
de sensaciones internas a las que se adjunta una alteración orgánica. 
En este sentido, la filosofía de lo mental establecida por Kenny es 
decididamente antipsicologista. Porque, si se suele entender habitual­
mente por «psicologismo» la tesis según la cual pensamos como pen­
samos porque estamos hechos como estamos hechos o porque nues­
tra dotación psicológica es la que es, se podría calificar con la misma 
etiqueta la tendencia a considerar realidades «psicológicas» todas aque­
llas dimensiones de la conducta humana que escapan de su descrip­
ción material, a tematizar lo específicamente humano bajo las catego­
rías psicológicas, a declarar «mentales» todas aquellas realidades o 
dimensiones de la realidad no reducibles a fenómenos, dimensiones
o eventos físicos. Quizá la posición del primer Dilthey resulte paradig­
mática de la tendencia psicologista que subyace a los dualismos y que 
Ryle exorcizara como error categorial: lo que no es físico es mental, 
Ya la comparación de la denominación «Geisteswissenchaften», tí­
pica de la filosofía alemana de finales del xix, con la anterior inglesa 
de «moral sciences» muestra una toma de postura claramente psi- 
cologista, pues el rótulo tiende a hacernos creer que lo específica­
mente humano es el «espíritu», o sea, la vida mental. En la tradición 
inglesa o en la clásica castellana, «ciencias morales» no significaba 
sólo «ética», o «doctrina de qué es bueno y malo», sino -etimológica­
mente- ciencias que estudian las costumbres. De manera que, 
mientras lo específicamente humano es en el planteamiento clásico 
-como en el actual de Geertz- la existencia de mores, de pautas de 
comportamiento heredadas de la tradición, es decir, de regulaciones 
simbólicas de la conducta transmitidas culturalmente,'7 sin que se
17. Véase, por ejemplo. C. Geertz, La interpretación de las culturas. Barcelona. Gcdisa. 
1989, págs. 55 59.
Ittiq.t alguna a la presunta vida mental del agente, en la
I h 'i ■ i| h ■( iiv;i psicologista representada por Dilthey en Alemania o Ja- 
i i h " . i m i lospaíses anglosajones es precisamente la vida mental -las 
experiencias psicológicas o el «espíritu»-- ía que funciona como dife­
rencia especifica. Lo que en este enfoque distingue a los hombres 
de los animales o de los robots, poi semejantes físicamente que pue- ™tai»ta
do la m en te
dan resultarles, no es su comportamiento publico, el modo en que 
organizan su existencia, la regulación simbólica de la conducta o la 
existencia de un derecho civil, sino su vida mental.
Mientras que para los clásicos, como después para los wiltgenste- 
nianos, nuestra diferencia con animales y ordenadores radica en 
nuestra capacidad de actuar siguiendo reglas -que es una conducta 
irreducible a la causalidad mecánica- para las posturas psicologlstas, 
la diferencia se establece desde nuestras experiencias psicológi­
cas, desde una «corriente de conciencia», por usar la expresión de 
James. Y como bajo esta perspectiva lo específico del ser humano 
es su vida mental, sus experiencias psicológicas, explicar o compren­
der los fenómenos o los productos propiamente humanos es en últi­
mo término conectarlos -como pretende Dilthey- con la vida psico­
lógica, verlos como derivados, como pioductos o expresiones de ella. 'd 
Frente al psicologismo, las fuentes wittgenstenianas de las que se 
nutre Kenny desde su llegada a Oxford cruzan entre Escila y Ca- 
ribdis, entre d dualismo mentalista y materialismo. Lo específi­
camente humano, que no es describible en términos físicos, ni re­
soluble en disposiciones conductuales. tampoco lo es en términos 
de corriente de conciencia. El libro publicado que recoge la Tesis de 
Kenny en Oxford, Action, Emotton and WHI, resulta programático 
de sus investigaciones futuras, pues parte del estudio de las emo­
ciones para terminar en un bosquejo de una teoría de la voluntad, Va­
rias veces ha explicado Kenny las razones de su preocupación con- 18 
tinua por el problema de la articulación entre libertad y necesidad, por 
la doctrina del compatibilísmo. La cuestión de la compatibilidad o no
18, Véase, por ejemplo. W Ddlhey, Inhoducc'on a las oenctas del espíritu. México, FCE.
1978, pácjs. 38-43. especia-mente, pág 4 1 e Ideas para una psicología descriptiva y analí­
tica en Psicología y toarte del conocimiento México. FCE. 1978, pag. 201.
entre necesidad y libertad, entre la omnisciencia divina y la libeiUiri 
humana, constituye un antiquísimo lugar teológico bien conocido poi 
Kenny desde la Gregoriana, pero ese enredo teológico se puedo en 
cuadrar en la cuestión más general sobre si la libertad humana pue 
de compatibilizarse con el determinismo.
Si la teoria de las acciones voluntarias esbozada en Action, Emohon 
and Will no aborda el problema del determinismo, sí lo hace poste 
riormente. Al principio, Kenny creía, como Hume siguiendo a lo:, 
escolásticos, en la distinción entre una libertad de indiferencia -de 
existencia dudosa que no se puede compatibilizar con el determinis 
mo- y una libertad de espontaneidad que resulta compatible con él y 
que basta para que la noción de responsabilidad tenga sentido. ‘‘ Pe­
ro. posteriormente, a partir primero de Will, Freedom and Powei y 
de Freewill and Responsability después, en el que aplica sus tesis 
sobre la acción voluntaria al ámbito del derecho, incluido el derecho 
penal,20 considera que la capacidad de actuar como uno quiere su­
pone la capacidad de actuar de otra manera, y viceversa, de manera 
que la libertad de espontaneidad y la de indiferencia resultan insepa­
rables. Por otra parte, ahora para Kenny, ambas resultan compati­
bles con alguna de las versiones del determinismo.
Consecuente con la disolución wittgensteniana del dualismo y del 
behavionsmo, o, con terminología de Geach, del materialismo y del in­
materialismo,21 Kenny ha triturado como pocos la interpretación de 
las acciones específicamente humanas en términos de una dualidad 
de elementos, de unos actos mentales que acompañan -o causan 
nomológicamente, da igual- unos movimientos físicos. No habla, co­
mo ha hecho después Ricoeur, de las acciones como textos; ni se re­
fiere explícitamente a un significado público que toque a la antropo-
19. Tomo el resumen de A Life m Oxford, pags 36-44.
20. A Kenny. W ill. Freedom and Power. Blackwell. Oxford. 1975; Freew ill and 
RúsponsaDihty, RouUedge and Kegan Paul. Londres. 1978 y The Ivory Tower. Essays m 
Philosophy and Public Pohcy. Btackwett, Oxford. • 985. So ínteres por !a f¿osota de» derecho 
le lleva a estudiar Derecho entre 1979 y 1981. giaduandose en la City Umversity. Entre sus 
publicaciones en filosofía del derecho y filosofa poética destaca, dentro de su larga oposición 
a (as armas nucleares. The Log/c o f Deten anee. 1985.
21. Tomo las expresiones de P. Geach. Whut Do Wc Th nk W ith?en el l*bro va catado Goil 
and the Soul. pags. 30 41.
logia interpretar, como Geertz; pero todo su análisis va en esa línea.
Ryle destrozó la idea de que existen unos «actos de voluntad» que 
causan nuestras acciones voluntarias y Wittgenstein dejó claro que los 
significados de nuestras acciones no pueden quedar determinados 
por unos misteriosos actos mentales que les confieren su sentido. Si 
Anscombe acertó al definir «las acciones intencionales como aque- ui-e»**ca
de lamerle
lias en las que se aplica cierto sentido de la pregunta “¿Por qué? »,
Kenny da también en la diana al sostener que «la voluntad humana 
es esencialmente la habilidad de actuar según razones. Por consi­
guiente, si se trata de comprender la voluntad, los dos temas a estu­
diar con más cuidado son el de la capacidad y el de la naturaleza de 
la razón práctica».33
Desde los años setenta, Kenny se ha venido interesando por la inte­
ligencia artificial y, a la vez que no duda en aplicar técnicas estadísti­
cas informáticas al estudio de los textos filosóficos, en el ámbito de 
la estílometría, que le permitirían cambiar la cronología habitual en­
tre la Etica a Nicómaco y la Etica a Eudemo sosteniendo la poste­
rioridad de la segunda,^ se convierte en uno de los críticos del fun­
cionalismo, al que considera la versión actual del behaviorismo.
Para Kenny, como para otros muchos, la intencionalidad de los orde­
nadores depende de su uso por parte de los seres. Es nuestro uso 
de ellos el que les presta una aparente intencionalidad. Sus palabras 
son claras: «merece la pena sostener firmemente que los ordenado­
res no pueden probar nada. Los ordenadores no pueden, en sentido 
literal, llevar a cabo ni siquiera las más simples tareas aritméticas. Se 
dice a menudo que pueden llevar a cabo muchos cálculos mucho 
mejor que los seres humanos. Pero eso sólo es verdad en el sentido
22. Véase G. E M. Anscombe. Intención, págs b l 4. No creo, contra lo sostenido por 
Ricoeu' en Fl discurso de la acción (Maorid. Cátedra. 1980) y en Si mismo como otro (Méxco
D. F.. Siglo XXI. 1997) que la posición de Anscombe implique e> oscurecimiento de la pregun- 20 
ta por el quién de la accón. Al menos, si se tienen en cuenta otros trabajos de Anscombe que 
Ricoeur no parece advertir. En la misma linea, a la hora de aquilatar estas sugerencias de 
Ricoeur sobre el olvido del quién, convendría tenei en cuenta también la posición de Kenny.
23. A. Kenny. A Life in Oxford, pág. 38.
24. Sobre la cronología de Anstoleles. véase su The Aristotehan Ethics. Kenny ha aplicado 
también técnicas estilometncas a textos bíblicos e incluso ha escrito algún tratado sobre la 
misma estjlometria. Vease The Computaron o f Style. 1982 y A Stylometric o f the New 
Testament, 1986.
en que decimos que los relojes dan la hora mejor que los seres hu­
manos. Es decir, si quieres saber la hora, es mejor mirar el reloj que 
intentar adivinarla. Pero son los seres humanos quienes usan los re­
lojes para saber qué hora es: un reloj no sabe qué hora es, y no sa­
bría qué hacer si lo supiera».26
llolQQO*
edkr-or
25. A. Kenny, A Life m Oxford, pág, 81
Prólogo
Hace cuarenta años, en 1949, Gilbert Ryle, profesor Waynflete de 
filosofía metafísica en la universidad de Oxford, publicó unlibro titu­
lado El concepto de lo mental.' Durante muchos años fue un libro 
altamente influyente, no sólo entre filósofos profesionales, sino tam­
bién entre psicólogos, lingüistas y personas pertenecientes a mu­
chas otras áreas cuyos intereses se solapan con los de la profesión 
filosófica. Su influencia y su reputación derivaban no sólo de su inte­
rés filosófico intrínseco, sino también del poco frecuente don de su 
autor para presentar argumentos filosóficos técnicos con un estilo lú­
cido y belicoso que atrajo la atención del público en general.
Me cuento entre quienes tienen una gran deuda con El concepto de 
lo mental. Cuando se publicó yo era estudiante de la licenciatura en 
filosofía en la universidad gregoriana de Roma. El doctor Alan Clark 
(ahora obispo), entonces Ripetitore en filosofía en el venerable En- 
glish College de Roma, llamó mi atención sobre el libro. Hallé su vi­
gorizante estilo diferente del de los libros de texto escolásticos que 
se prescribían en los cursos de mi universidad pontificia; sin em-
1. Ryle. Gifocri (1949). El concepto de lo mental. Boenos Aires. Paidós, ! 989
bargo, llegué gradualmente a percatarme de que ei contenido filo­
sófico del libro guardaba un sorprendente parecido con las doc­
trinas de Aristóteles y Tomás de Aquino, que en teoría eran los 
defensores de la filosofía en la que mis mentores jesuítas se esfor­
zaban por educarme.
Cuando, en 1957, me convertí en estudiante ya graduado en Ox- u metafísica
do (a nnc'fe
ford tuve la fortuna tanto de contemplar El concepto de lo mental en 
su contexto histórico y local, como, junto con muchos otros filóso­
fos principiantes, de experimentar la generosidad de su autor como 
maestro y más tarde como colega. Llegué a darme cuenta de que 
las ideas que Ryle había expresado con crudeza y vivacidad habían 
sido desarrolladas más esforzada y sutilmente por el superior genio 
de Wittgenstein. Pero comparando lo que supe de primera mano de 
Ryle con lo que escuché de otros sobre Wittgenstein, llegué tam­
bién a creer que el talento inferior había estado acompañado de una 
mayor humildad.
En décadas recientes, la influencia de Ryle y Wittgenstein parece 
haber disminuido entre los filósofos profesionales. En parte de su 
obra, Ryle expuso un conductismo exagerado que merecía el olvido.
Pero otras intuiciones que compartieron los dos filósofos ya no están 
en primera línea de la discusión filosófica, no porque se hayan mos­
trado defectuosas o inadecuadas, sino simplemente debido al im­
pacto en la moda filosófica de los cambios en el prestigio de ciertas 
disciplinas no filosóficas. En el año del cuarenta aniversario de El 
concepto de lo mental, he tratado en este libro de restablecer algu­
nas de esas intuiciones por gratitud a mí amistad con Ryle y en tribu­
to al genio de Wittgenstein.
Hace ahora veinticinco años que terminé mi primera contribución a 
la filosofía de la mente, Action, emotion and will (Londres, Routledge,
1963), que fue una revisión de mi tesis doctoral en Oxford, «La in- 24 
tencionalídad de los verbos psicológicos». Volví a algunas de las 
tesis de ese libro, intentando aplicarlas al tratamiento del tema tra­
dicional de la libertad de la voluntad, en Will, freedom and power 
(Oxford, Blackwell, 1975). Durante muchos años he tenido en 
mente escribir un tercer libro, Power, control and action, para com-
Prologo
pletar una trilogía de obras en filosofía de la acción. De hecho nun­
ca realicé tal proyecto. En lugar de ello, he escrito diversas confe­
rencias y artículos relacionando tesis filosóficas de filosofía de la ac­
ción con sus aplicaciones prácticas en ética, derecho y política 
(Freewill and responsability, Londres, Routledge, 1978; The ¡vory 
tower, Oxford, Blackwell. 1985). He escrito también varios estudios 
históricos (Descartes, Nueva York, Random House, 1968; Witt- 
genstein, Madrid, Alianza, original inglés 1973; Aquinas, Oxford, 
O.U.R, 1980; The tegacy of Wittgenstein, Oxford, Blackwell, 1984) 
en los que no sólo he tratado de exponer las ideas de esos filósofos, 
sino también de extraer de la discusión crítica de su obra intuiciones 
permanentemente valiosas para la filosofía de la mente.
Este libro me ofrece la oportunidad, no sólo de rendir tributo a los fi­
lósofos cuya obra en filosofía de la mente admiro más, sino también 
de reunir en un todo comparativamente sistemático mi propia obra en 
este ámbito, que ha estado dispersa en varios contextos a lo largo de 
veinticinco años.
La estructura de la obra está modelada sobre la de El concepto de lo 
mental, y los diez capítulos en que consiste dividen el campo a ana­
lizar de casi exactamente la misma forma que los diez capítulos que 
Ryle publicó en 1949.
Mi primer capítulo, como el de Ryle, se titula «El mito de Descartes». 
Como Ryle, considero la herencia de Descartes como el obstáculo 
individual más sustancial para una correcta comprensión filosófica 
de la naturaleza de la mente humana. Se podría haber pensado que 
la polémica de Ryle, y aún más la paciente terapia conceptual de 
Wittgenstem, habrían exorcizado para siempre de los escritos de los 
filósofos el fantasma de la máquina cartesiano. Pero ha habido, en 
décadas recientes, una asombrosa florescencia de neocartesiams- 
mo y existe una necesidad tan grande como siempre de que la luz de 
la reflexión filosófica gire hacia los rincones donde acecha la sombra 
obsesiva.
El segundo capítulo de Ryle se tituló «Saber qué y saber cómo». La 
distinción entre esos dos tipos de conocimiento, a diferencia de al­
gunas otras distinciones de Ryle, se ha convertido en un lugar común
filosófico; y el capítulo correspondiente de El concepto de lo mental 
tuvo, en todo caso, una extensión más amplia de lo que su título su­
gería. De acuerdo con ello, he retitulado mi segundo capítulo «Cuer­
po, alma, mente y espíritu».
Mis tercer y cuarto capítulos llevan los mismo títulos y cubren los 
mismos temas que los correspondientes de Ryle; se titulan «La vo- la mentí**
de rnerile
luntad» y «La emoción». Los capítulos de Ryle fueron generalmente 
reconocidos como dos de los más logrados de El concepto de lo 
mental, y aunque mi propia aproximación a esos temas difiere de la 
de Ryle y contiene críticas a la suya, en los dos trato de edificar so­
bre la base de sus intuiciones.
El capítulo quinto de Ryle se tituló «Disposiciones y acaecimientos».
Este capítulo, deliberada o inconscientemente, atrajo la atención de 
los filósofos de la mente hacia la importancia de algunas distinciones 
que Aristóteles acentuó, pero que fueron ignoradas o despreciadas 
por los filósofos modernos. En mi opinión es el capítulo más impor­
tante del libro, pero subestimó la riqueza de la batería aristotélica de 
distinciones. De acuerdo con ello, mi capítulo correspondiente lleva 
el más completo titulo «Habilidades, facultades, capacidades y dis­
posiciones».
En su sexto capítulo Ryle examinó criticamente algunas concepcio­
nes erróneas sobre la naturelaza del autoconocimiento.. Mientras lo 
hacía, sus implicaciones exponían también algunas de las ilusiones 
filosóficas involucradas en la noción misma del yo. El título de mi ca­
pítulo sexto, «El yo y el autoconocimiento», hace más explícita la na­
turaleza de la critica de Ryle y también de ¡a mía.
Los capítulos séptimo, octavo y noveno de este libro llevan los mis­
mos títulos que los de Ryle y tratan aproximadamente los mismos 
temas; la explicación filosófica contenida en ellos - la sensación, la 
imaginación y el in te lecto- se diferencia en mayor grado de la de 26
Ryle que la de los capítulos anteriores, pero creo que hace más da­
ño a su exposición de la imaginación y del intelecto que a su trata­
miento de las emociones y de la voluntad.
El capítulo final, como el correspondiente de Ryle, lleva por título «La 
psicología». El título no se adapta exactamente al contenido de mi
Prologo
capítulo 10 más de lo que se adaptaba al contenido del correspon­
diente de Ryle, En ningún caso puede hallarse en él intento algunode ofrecer un tratamiento sistemático, o una evaluación, de las in­
vestigaciones empíricas recientes sobre la naturaleza de la mente. 
Más bien, en cada caso hay un intento de mostrar en qué sentido la 
filosofía puede aportar los fundamentos, o establecer los límites, del 
estudio científico de la mente.
Este libro, como el de Ryle, está escrito dentro de la tradición de la fi­
losofía analítica. El método filosófico de los dos puede describirse, en 
cierto sentido, como lingüístico. Durante el último medio siglo muchas 
personas se han proclamado como adherentes a la filosofía lingüística 
y muchas como opuestas a ella. Ni la adhesión ni la oposición son po­
siciones de mucha utilidad, a menos que uno deje claro lo que quiere 
decir al llamar «lingüístico» a un estilo particular de hacer filosofía.
«La filosofía es lingüística» puede significar al menos seis cosas di­
ferentes. 1) El estudio del lenguaje es una herramiento filosófica 
útil. 2) Es la única herramienta filosófica. 3) El lenguaje es el único 
objeto de la filosofía. 4) Las verdades necesarias se establecen me­
diante convención lingüística. 5) El hombre es fundamentalmente 
un animal que utiliza el lenguaje. 6) Todo lenguaje posee un estatus 
de privilegio sobre los sistemas técnicos y formales. Estas seis pro­
posiciones son independientes entre sí. (1) ha sido aceptada en la 
práctica por todos los filósofos desde Platón. Respecto a las otras 
cinco, los filósofos han estado y están divididos, incluyendo los filó­
sofos de la tradición analítica. En mi opinión, (1) y (5) son verdade­
ras y las otras cuatro son falsas. Pero no argumentaré esta tajante 
generalización en la presente obra.
Ryle. aunque fue un filósofo lingüístico en al menos un sentido, no ti­
tuló su libro El lenguaje de la mente. En mi opinión, el libro no trata­
ba sólo del lenguaje de la mente, ni del concepto de lo mental, sino 
de la naturaleza de la mente; aunque desde luego era un estudio fi­
losófico y no empírico de esa naturaleza: un estudio, quizá, de la 
esencia de la mente.
Pensé en titular mi propio libro La esencia de la mente, pero al final 
decidí titularlo, con deliberada ambigüedad, La metafísica de la men-
te. El libro, como el de Ryle, ensaya un ataque sostenido contra una 
concepción falsa de la mente, la concepción cartesiana, que es me­
tafísica en el sentido del término que los positivistas hicieron injurian­
te, es decir, como refiriéndose a un conjunto de enunciados sobre la 
vida mental aislados de cualquier posibilidad de verificación o falsa- 
ción en el mundo público. Pero el libro se dedica -como gran parte L_a meta?
del de Ryle- a mostrar la importancia de ciertas distinciones entre di- ' 6 "* ™
fe rentes tipos de actualidad y potencialidad, distinciones que consti­
tuyeron una de las mayores preocupaciones de la obra de Aristóteles 
que por vez primera llevó el nombre de Metafísica. El propósito de 
este libro es mostrar, dentro del reino de la filosofía de la mente, la 
confusión que puede generar la mala metafísica, y la claridad que es 
imposible sin !a buena.
Al hacer esto, he tratado de mostrar que el empleo de las técnicas 
del análisis lingüístico puede ir a la par con el respeto por los con­
ceptos y las tesis tradicionales, por demás antiguas, en filosofía.
Aunque escribo como un filósofo analítico, he tratado de mostrar que 
el sistema filosófico que intento presentar es una continuación del 
aristotelismo medieval en el que recibí mi formación filosófica más 
temprana.
Sería una insolencia tratar de imitar el talento incomparable de Ryle 
para presentar la filosofía en un estilo que combinaba el rigor con­
ceptual con una contundente familiaridad. Pero he tratado de seguir 
su ejemplo escribiendo de una manera accesible para el lector de 
formación no filosófica. He intentado evitar la jeiga inexplicada, el 
simbolismo innecesario y la controversia alusiva a autores contem­
poráneos. Como Ryle, he renunciado al uso de notas al pie. Mis deu­
das con otros filósofos están, espero, adecuadamente reconocidas 
en un apéndice bibliográfico y en mis otras obras allí citadas.
Anthony Kenny
Balliol
Marzo de 1989
Capitulo 1 El mito de Descartes
El dualismo es la ¡dea de que hay dos mundos. Existe el mundo físi­
co que contiene la materia, la energía y todos los contenidos tangi­
bles del universo, incluyendo los seres humanos. Pero hay otro mun­
do psíquico: los acaecimientos y estados mentales pertenecen a un 
mundo privado que es inaccesible a la observación pública. Según el 
dualismo, los dos reinos separados de la realidad mental y la física in- 
teractúan, si acaso, sólo de una forma misteriosa que trasciende las 
reglas usuales de la causalidad y la evidencia.
La presentación moderna más Impresionante del dualismo fue la fi­
losofía de Descartes en el siglo xvu. Descartes fue un genio de una 
capacidad extraordinaria. Sus ideas principales pueden expresarse 
tan concisamente que cabrían en el dorso de una postal; sin embar­
go fueron tan profundamente revolucionarias que alteraron el curso 
de la filosofía durante siglos.
Si quisiéramos formular las ideas principales de Descartes en el dor­
so de una postal necesitaríamos sólo dos enunciados: el hombre es 
una mente pensante; la materia es extensión en movimiento. En el 
sistema cartesiano todo se ha de explicar en términos de este dua­
lismo de mente y materia. Desde luego, debemos a Descartes el
concebir mente y materia como las dos grandes divisiones, mutua­
mente exclusivas y exhaustivas, del universo que habitamos.
Para Descartes lo esencial sobre los seres humanos es que son sus­
tancias pensantes. La esencia total del hombre es la mente: en la vi­
da actual nuestras mentes están íntimamente unidas con nuestros 
cuerpos, pero no es nuestro cuerpo lo que nos hace ser lo que real­
mente somos. Desde luego, es posible una vida en la que siguiéra­
mos siendo esencialmente nosotros mismos sin poseer cuerpo algu­
no. La esencia de la mente es la conciencia: la conciencia de uno 
mismo y la de los propios pensamientos y sus objetos. El hombre es 
el único habitante consciente del mundo físico: todos los demás ani­
males, según Descartes, son meramente máquinas, complicadas 
pero inconscientes.
Para Descartes la materia es extensión en movimiento. Por «exten­
sión» se quiere decir eso que tiene las propiedades geométricas de 
la figura, el tamaño, la divisibilidad, y así sucesivamente. Éstas son 
las únicas propiedades que han de atribuirse, a un nivel fundamen­
tal, a la matena. Descartes ofreció explicar todos los fenómenos del 
calor, la luz. el color y el sonido en términos del movimiento de pe­
queñas partículas de diferentes tamaños y figuras. Fue uno de los 
primeros exponentes sistemáticos de la idea occidental moderna de 
la ciencia como combinación de procedimientos matemáticos y mé­
todos experimentales.
Los dos grandes principios de la filosofía cartesiana fueron -ahora 
lo sabemos- falsos. Durante su vida se descubrieron fenómenos 
que no podían explicarse sencillamente en términos de materia en 
movimiento. La circulación de la sangre y la acción del calor, descu­
biertos por el médico inglés William Harvey, exigían la acción de 
fuerzas para las que no había lugar en el sistema de Descartes. No 
obstante, su explicación científica del origen y la naturaleza del 
mundo estuvo de moda durante más o menos un siglo tras su muer­
te; y su concepción de los animales como máquinas fue más tarde 
ampliada por algunos de sus discípulos que afirmaron, para escán­
dalo de sus contemporáneos, que también los seres humanos eran 
sólo máquinas complicadas.
La visión cartesiana de la naturaleza de la mente duró mucho más 
que su visión de la materia. Por supuesto es todavía la concepción 
más extendida de la mente entre los occidentales cultos que no son 
filósofos profesionales. La mayoría de los filósofos contemporáneos 
rechazarían el dualismo cartesiano, pero incluso aquellos que explí-
p mito cifamente renuncian a él están profundamente influenciadospor esa
d e D esca rtes
concepción.
Muchas personas, por ejemplo, se unen a Descartes al identificar el 
reino de lo mental con el reino de la conciencia. Piensan en la con­
ciencia como en un objeto de introspección; como aigo que pode­
mos ver internamente cuando miramos dentro de nosotros mismos. 
En cuanto a la conexión de la conciencia con la expresión lingüística 
y la conducta, creen que se trata de un hecho mesencial y contin­
gente. La conciencia, tal y como la conciben, es algo a lo que todos 
nosotros tenemos un acceso directo en nuestro propio caso. Los de­
más, en cambio, pueden sólo inferir nuestros estados conscientes a 
base de aceptar nuestro testimonio, o realizando inferencias causa­
les a partir de nuestro comportamiento físico.
En el siglo actual se ha desarrollado una escuela de conductistas 
que, en reacción extrema a las ideas cartesianas, niegan la existen­
cia del reino mental en su conjunto. Los conductistas mantienen que 
cuando atribuimos estados o acaecimientos mentales a las perso­
nas, lo que realmente producimos son enunciados indirectos sobre 
su comportamiento corporal actual o hipotético. Una tosca versión 
del conductismo fue durante largo tiempo muy influyente entre los 
psicólogos. Versiones más sutiles del conductismo han sido mante­
nidas también por filósofos.
El conductismo trata de reducir elementos mentales como la creen­
cia y el deseo a disposiciones físicas para el movimiento corporal. Se
31 han hecho intentos elaborados, por ejemplo, para presentar !a creen­
cia como una disposición corporal: como una tendencia, podríamos 
decir, a producir ciertos sonidos o marcas sobre el papel bajo de­
terminadas circunstancias. Una dificultad que se erige en el camino 
de tales intentos es que los movimientos corporales de la mandí­
bula y la lengua que, por ejemplo, expresan la creencia de que el
mundo es redondo de un alemán son completamente diferentes de 
aquellos mediante los cuales un francés expresa la misma creencia.
Es, por tanto, dudoso que la creencia de que el mundo es redondo 
pueda analizarse como una tendencia a producir movimientos corpo­
rales. Si la clase relevante de movimientos corporales se construye 
de manera que se identifique con aquellos que tienen significados u mê saca 
equivalentes, se hallara que la nocion de significado no presenta me- 
ñor dificultad para el análisis conductista que la noción de creencia 
Ambos, dualismo y conductismo, tratan de poner en duda cosas que 
todos sabemos que son ciertas. El conductismo pone en duda cosas 
que sabemos muy bien de nuestras propias mentes; el dualismo po­
ne en duda cosas que sabemos muy bien de las otras mentes.
En su forma más extrema, el conductismo trata de decirme que no 
tengo ningún pensamiento o sentimiento que guarde para mí, sin ex­
hibirlo públicamente de algún modo; y sé que eso es falso. Como mí­
nimo, el conductismo trata de decirme que la conciencia de todos 
mis pensamientos y sentimientos es una inferencia indirecta a partir 
de hipótesis sobre mi conducta pública probable en circunstancias 
diversas; y eso es obviamente absurdo.
El dualismo, por otro lado, conduce al escepticismo sobre las otras 
mentes, y pone en cuestión la conciencia de las otras personas.
Cuando miro dentro de mí, según la concepción cartesiana, veo la 
conciencia. Pero ¿no es una irresponsabilidad el generalizar desde 
mi propio caso el de los demás? No puedo mirar dentro de los de­
más: constituye la esencia de la introspección el ser algo que todo el 
mundo debe hacer por sí mismo. ¿Puedo realizar una deducción 
causal a partir de la conducta de otras personas? No puedo empe­
zar a establecer una correlación entre la conciencia de otras perso­
nas y sus conductas cuando el primer término de esa correlación es, 
en principio, inobservable. Desde luego, puedo creer que observo la 32 
correlación en mi propio caso; pero es precisamente esa correlación 
lo que parece temerario generalizar. Según esta concepción, en mí 
mismo observo la conducta y la conciencia, pero en los demás sólo 
observo la conducta. La muestra que observo es ridiculamente pe­
queña para permitir extrapolación alguna.
Afortunadamente, el dualismo y el conductismo no agotan las alter­
nativas abiertas al estudioso de la filosofía de la mente. El filósofo de 
la mente más significativo del sigto XX ha sido Ludwig Wittgenstein, 
quien creía que tanto dualistas como conductistas eran víctimas de 
la confusión. La posición propia de Wittgenstein estaba a medio ca-
ei « io mino entre el dualismo y el conductismo. Creyó que los acaecimien-
'*■ Descartes
tos y estados mentales no eran reducibles a sus expresiones corpo­
rales (como los conductistas habían argumentado), ni totalmente 
separables de ellos (como los dualistas habían concluido). Argu­
mentó que incluso cuando pensamos de forma más íntima y espiri­
tual. lo hacemos a través de la mediación de un lenguaje que está 
esencialmente ligado a su expresión pública y corporal. A diferencia 
de los conductistas, Wittgenstein no negaba la posibilidad de pen­
samientos secretos y espirituales; pero por otro lado mostró la inco­
herencia de la dicotomía cartesiana entre mente y cuerpo.
Según Wittgenstein, la relación entre los procesos mentales y sus 
manifestaciones en la conducta no es una relación causal a determi­
nar, como otras relaciones causales, a partir de la concomitancia re­
gular entre esos dos tipos de acaecimientos. Por usar el término téc­
nico de Wittgenstein, la expresión física de un proceso mental es un 
criterio para ese proceso; es decir, el que un proceso mental de un 
tipo particular deba tener una manifestación característica es parte 
del concepto de ese proceso. Para entender el significado mismo de 
palabras como «dolor» o «pesar» uno debe saber que el dolor y el pe­
sar se hallan característicamente ligados a expresiones corporales 
particulares. Para entender la noción de cierto estado mental par­
ticular uno ha de entender qué tipos de conducta cuentan como evi­
dencia de que ese estado ha tenido lugar, En tales casos, la relación 
entre la evidencia conductual y el estado mental no es de carácter in­
ductivo. Es decir, no es el tipo de conexión establecida mediante la 
observación de que dos conjuntos de acaecimientos identificables in­
dependientemente tienen lugar al mismo tiempo.
Debemos distinguir, argüyó Wittgenstein, entre dos tipos de eviden­
cia que podemos tener de que ciertos estados de cosas se han da­
do: debemos distinguir entre criterios y síntomas. Donde la relación
entre cierto tipo de evidencia y la conclusión extraída de ella es ma­
teria de determinación empírica, mediante la teoria y la inducción, léi 
evidencia puede llamarse síntoma del estado de cosas. Donde la re ­
lación entre la evidencia y esa conclusión no es algo descubierto me ­
diante la investigación empírica, sino que debe ser captado por cual­
quiera que posea el concepto del tipo relevante de cosa, entonces la u netahsta
. . . . . . . . . . . de lamenteevidencia no es un mero síntoma, sino un criterio de! estado de co * 
sas en cuestión. Un cielo estrellado por la noche puede ser síntoma 
de buen tiempo a la mañana siguiente; pero la ausencia de nubes, 
los rayos del sol, etc., por la mañana no son sólo síntomas, sino cri­
terios de buen tiempo.
Utilizando la distinción, podemos decir que ciertos estados o acaeci­
mientos en el cerebro pueden ser síntomas de ciertos estados men ­
tales, pero no pueden ser criterios de ellos como lo sería la conduc­
ta apropiada. Así, por ejemplo, ciertos patrones cerebrales eléctrico;; 
pueden ser, o pueden llegar a ser algún día, síntomas de que la per ­
sona cuyo cerebro está en cuestión sabe inglés. Pero el que una 
persona use el inglés con facilidad no es sólo un síntoma de su co­
nocimiento del inglés, es un criterio de ese conocimiento.
Los filósofos de la mente se ocupan del análisis de la relación entre 
la mente y la conducta. Cuando entendemos las acciones de los de­
más, respondemos a ellas y las evaluamos,hacemos un uso cons­
tante de conceptos mentalísticos. Sobre la base de lo que las perso­
nas hacen, y con objeto de hallarle un sentido, les atribuimos ciertos 
deseos y creencias. Adscribimos sus acciones a ciertas elecciones e 
invocamos, para explicar su conducta, diversas intenciones, motivos 
y razones. Los conceptos mentalísticos, como deseo, creencia, in ­
tención, motivo y razón, son el objeto de la filosofía de la mente. En 
la acción humana buscamos un elemento mental; en la filosofía de la 
acción humana estudiamos la relación entre ese elemento mental y 34 
la conducta pública.
Los conceptos mentalísticos no pueden entenderse aparte de sus 
funciones a la hora de explicar y hacer inteligible la conducta de los 
agentes humanos. Pero esto no debe entenderse mal. Cuando ex­
plicamos la acción en términos de deseos y creencias no estamos
proponiendo ninguna teoría explicativa para dar cuenta de ia acción. 
Aunque atribuyamos estados y procesos mentales a las personas 
sobre la base de su conducta pública, constituiría un error sugerir 
que comenzamos por el conocimiento directo de los movimientos fí­
sicos de sus cuerpos y elaboramos entonces hipótesis sobre las cau­
sas mentales ocultas subyacentes a esos movimientos.
Es verdad que los deseos y las creencias explican la acción; pero la 
explicación no es, en modo alguno, de tipo hipotético causal. No es 
como si las acciones de los seres humanos constituyeran un con­
junto de datos brutos -los movimientos físicos identificables en sus 
rostros como los tipos de acciones que son- para los que busca­
mos, entonces, una hipótesis explicativa. Muy a menudo nos es mu­
cho más fácil dar descripciones mentalísticas de la conducta de los 
demás («estaba tratando de abrir la puerta*; «la estaba amenazan­
do») que dar cuenta de sus movimientos físicos con precisión. Los 
bebés aprenden a responder a los estados de ánimo de sus padres, 
y a adivinar sus intenciones, mucho antes de que hayan adquirido el 
lenguaje necesario para ofrecer descripciones físicas objetivas de 
sus movimientos corporales.
Muchas cosas que los seres humanos hacen no son identificables 
como acciones de un tipo particular, a menos que se vean e inter­
preten como algo procedente de un conjunto particular de deseos y 
creencias. Una breve reflexión basta para mostrar esto en el caso 
de acciones humanas como comprar y vender, prometeise y casar­
se, mentir y contar cuentos. Pero esto también puede ser cierto en 
acciones más básicas, como matar y dejar morir, que aparentemen­
te son sólo físicas. Si un hechicero desarrolla un ritual cuyo propó­
sito es causar la muerte de un testigo si relata falsedades, y si en­
tonces el testigo muere repentina y misteriosamente, es mucho 
más difícil determinar si el hechicero mató realmente al testigo que 
saber cuál fue su intención.
Muy a menudo, cuando asignamos una intención a una acción hu­
mana estamos atribuyéndole al agente ciertas razones para la ac­
ción. Cuando decimos que Jane actuó por cierta razón, estamos atri­
buyéndole el deseo de producir un cierto estado de cosas, y también
la creencia de que cierta forma de actuar contribuirá a producir ese 
estado de cosas. Estamos, pues, atribuyéndole tanto un estado 
mental cognitlvo como uno afectivo.
Los estados mentales cognitivos son aquellos que entrañan la po­
sesión, por parte de una persona, de un fragmento de información 
(verdadera o quizá falsa): se trata de cosas como la creencia, lia 
conciencia, la espera, la certeza y el conocimiento. Los estados 
afectivos de la mente no son ni verdaderos ni falsos; consisten en 
la actitud de búsqueda o evitación: se trata de cosas como el pro­
pósito, la intención, el deseo y la volición. Algunos estados menta­
les, por supuesto, son afectivos y cognitivos a un tiempo; la espe­
ranza y el temor, por ejemplo, abarcan tanto la espera de un estado 
de cosas anticipado como el juicio de que ese estado de cosas es 
bueno o malo.
Cuando de esa forma inferimos estados y actividades mentales a 
partir de la conducta y el testimonio, no estamos realizando una va­
cilante inferencia inductiva sobre acaecimientos pertenecientes a un 
reino inaccesible. Los conceptos mismos de los estados mentales 
tienen por función capacitarnos para interpretar y comprender la con­
ducta y las proferencias de los seres humanos. La mente misma 
puede definirse como la capacidad para desarrollar las conductas 
complejas y simbólicas que constituyen la actividad lingüística, so­
cial, moral, económica, científica, cultural, y otras que caracterizan a 
los seres humanos en sociedad.
La recién sugerida definición de mente es muy distinta de la defi­
nición cartesiana con la que comenzamos. Para Descartes, el ras­
go definitorio de la mente es más la conciencia que la capacidad 
para la actividad simbólica. Con objeto de poner de manifiesto la 
magnitud de la revolución cartesiana en filosofía, merece la pena 
explicar cómo trazó Descartes las fronteras de la mente en un lu­
gar completamente diferente del que señalaron sus predecesores 
en la antigüedad-y la Edad Media, en la tradición que se remonta a 
Aristóteles.
Para los aristotélicos anteriores a Descartes, la mente era esencial­
mente la facultad, o conjunto de facultades, que distinguen a los se­
res humanos de otros animales. Los animales y los seres humanos 
compartían ciertas habilidades y actividades: los perros, las vacas, 
los cerdos y los hombres podían ver, oír y sentir; todos tenían en co­
mún la facultad o facultades de la sensación. Pero sólo los seres 
humanos podían tener pensamientos abstractos y tomar decisiones 
racionales: se distinguían de los otros animales por la posesión de 
intelecto y voluntad, y eran estas dos facultades las que esencial­
mente constituían la mente. Los aristotélicos cristianos creyeron 
que la actividad intelectual era, en un sentido particular, inmaterial, 
mientras que la sensación era imposible sin un cuerpo material. 
Para Descartes, y para las generaciones de filósofos y psicólogos 
que han sufrido su influencia, la frontera entre la mente y la materia 
estaba situada en otro lugar. Era la conciencia, no la inteligencia o 
la racionalidad, lo que constituía el criterio definitorio de lo mental. 
La mente, desde el punto de vista cartesiano, es el reino de todo lo 
accesible a la introspección. El reino de la mente, por tanto, incluía 
no sólo el entendimiento humano y la voluntad, sino también el ver, 
el oír, el sentir, el dolor y el placer humanos. Pues cada forma de 
sensación humana, según Descartes, incluía un elemento que era 
más bien espiritual que material, un componente fenoménico que 
no estaba más que contingentemente relacionado con causas, ex­
presiones y mecanismos corporales.
Descartes habría estado de acuerdo con sus predecesores aristo­
télicos en que la mente es lo que distingue a los seres humanos de 
otros animales. Pero el sentido en el que esta tesis era verdadera 
para él difería completamente de aquel en el que lo era para ellos. 
Lo que la hacía verdadera para los aristotélicos era que la mente es­
taba restringida al intelecto y la voluntad, y sólo los humanos pose­
ían intelecto y voluntad. Lo que la hacía verdadera para Descartes 
era que aunque la mente incluía la sensación, sólo los humanos po­
seían auténtica sensación. Como se ha dicho, Descartes negaba 
que los animales tuviesen en modo alguno verdadera conciencia. La 
maquinaria corporal que acompaña la sensación en los seres hu­
manos podía darse también en los cuerpos de los animales; pero en 
un animal un fenómeno como el dolor era un acaecimiento pura­
mente mecánico, no acompañado por la sensación que los huma­
nos tienen cuando algo les duele.
La diferencia más obvia entre los seres humanos y otros animales 
parece ser que los humanos son usuarios de un lenguaje y otros 
animales no. Por eso cuando queremos referirnos brevemente a ani­
males no humanos los llamamos brutos y ésta es también una razón 
de la definición tradicional del ser humano como animalracional. 
La distinción entre usuarios y no usuarios de un lenguaje juega un 
papel tanto en la demarcación aristotélica de las fronteras de la 
mente como en la cartesiana. Según la tradición precartesiana el in­
telecto en los seres humanos es equivalente a la habilidad de usar 
de forma inteligente las palabras y las oraciones. También Descar­
tes señala el carácter único de la posesión humana del lenguaje co­
mo una prueba de que sólo los humanos poseen mente; pero a di­
ferencia de sus predecesores cree que no puede haber conciencia 
sin lenguaje. Para él la conciencia es la característica definitoria de 
la mente, que se ve acompañada por la capacidad lingüística. Para 
sus predecesores la frontera entre usuarios y no usuarios de un tan- 
guaje puede trazarse dentro del reino de los seres conscientes. 
La razón por la que Descartes pudo utilizar el don del lenguaje, pro­
pio de la especie humana, para eliminar la conciencia animal fue que 
identificaba conciencia y autoconciencia. Es cierto que la autocon- 
ciencia no es posible sin lenguaje: sin éste no hay diferencia entre te­
ner un dolor y pensar «Tengo un dolor». Pero los predecesores de 
Descartes estaban en lo cierto al creer que puede haber conciencia 
sin autoconciencia, así que puede haber dolor sin lenguaje.
Al introducir más bien la conciencia que la racionalidad como la ca­
racterística definitoria de la mente, Descartes hizo que concebir la 
mente como un dominio oculto y privado fuera algo natural.
La racionalidad no es algo particularmente privado. Según los pre­
decesores de Descartes, lo que distinguía a los humanos de los ani­
males era la capacidad humana de hacer cosas como entender la 
aritmética y desear la fama. Ni la comprensión de la aritmética ni el 
deseo de fama son estados especialmente privados; el sujeto no po­
see una autoridad especial para pronunciarse sobre su presencia o
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ausencia. Puedo creer que entiendo una operación aritmética parti­
cular, pero mi maestro puede hacerme ver, mediante un ejercicio, 
que no es así. De forma similar, un amigo perceptivo puede conven­
cerme de que dirijo una campaña política particular, no por amor a la 
justicia, sino con objeto de que mi nombre aparezca en los periódi­
cos. En materias tales como la comprensión de la aritmética y la bús­
queda de la fama, mi propia aseveración sincera no es la última pa­
labra posible.
Por otro lado, si deseo saber qué impresiones sensoriales está te­
niendo alguien, tengo que conceder a sus preferencias un estatus 
especial. La forma natural de averiguar lo que alguien parece ver u 
oír, o lo que está imaginando o diciéndose a sí mismo, es pedirle que 
me lo diga. Lo que ofrezca como respuesta no tiene por qué ser ver­
dadero -puede no ser sincero, o entender mal las palabras que 
usa- pero no puede estar equivocado. La experiencias de esta 
clase parecen estar exentas de duda para la persona que las tiene. 
Descartes tomó este tipo de indudabilidad como la propiedad ca­
racterística del pensamiento. Tales experiencias son privadas para 
sus poseedores en el sentido de que no pueden dudar de ellas, 
aunque otros sí puedan. La privacidad se convierte así en la marca 
de lo mental en el sistema cartesiano.
Está claro que este tipo de privacidad es completamente diferente 
de la racionalidad. Sabemos que el descubrimiento del teorema de 
Pitágoras fue un ejercicio de racionalidad, sin saber si Pitágoras 
desarrolló primero el teorema en su cabeza o haciendo rayas en la 
arena. Por otra parte, la imitación del canto de los pájaros no es en 
sí misma algo que demuestre racionalidad, tanto si se hace en voz 
alta como murmurando en la privacidad de la imaginación. 
Intelección y sensación no son las únicas capacidades y actividades 
humanas de las que podamos creer que pertenecen a la mente y que 
hayan sido identificadas por algunos filósofos como fenómenos 
mentales. Además de la capacidad de percibir y comprender, los se­
res humanos poseen, por ejemplo, memoria, imaginación y pasiones
o emociones. Descartes y sus predecesores coincidieron al clasificar 
la memoria y la imaginación como sentidos internos. Consideraron
estas facultades como sentidos porque vieron funciones como la de 
producir imágenes, y creyeron que las imágenes internas son una ré­
plica de los objetos externos de los sentidos. Consideraron estas fa­
cultades como internas porque su actividad, a diferencia de la de los 
sentidos, no estaba controlada por estímulos externos.
Argumentaré en un capítulo posterior que la concepción de los sen- La maâ ca
de '>3 inerte
tidos internos es un error, y que la relación entre la sensación y las 
imágenes mentales fue incorrectamente explicada tanto por Des­
cartes como por sus predecesores. Donde Descartes difería de sus 
predecesores, a este respecto, era en considerar la imaginación co­
mo parte de la mente. La imaginación, como la sensación, era para 
él una operación mental acompañada de actividad mecánica dentro 
del cuerpo. La actividad mecánica de la imaginación -y Descartes 
estaba listo para asignarle una localización precisa en el cerebro- 
era algo que podía tener lugar en el interior de un animal al igual que 
en el de un ser humano. Pero la actividad mental pura de la imagi­
nación era peculiar a los humanos y podía tener lugar sólo en un al­
ma incorpórea.
Para los predecesores de Descartes la imaginación no era parte de 
la mente, sino algo completamente corporal; las almas y los espíritus 
que carecían de cuerpo carecerían también de imaginación. Por otro 
lado, para algunos de los sucesores de Descartes los sentidos inter­
nos llegaron a constituir la mente por excelencia. Los filósofos empi­
ristas británicos concebían desde luego la relación entre la mente y 
el cuerpo totalmente en términos de la relación entre el funciona­
miento de los sentidos internos y el de los sentidos externos.
En la psicología de David Hume, las aportaciones de los sentidos 
externos son impresiones y las de los sentidos internos ideas; el 
contenido completo de nuestras mentes, la base fenoménica a 
partir de la que se construye la totalidad del mundo, no consiste si- 40 
no en impresiones e ideas. Más aún, el significado de las palabras 
de nuestro lenguaje consiste en su relación con impresiones e 
ideas. Es el flujo de impresiones e ideas en nuestras mentes lo 
que hace que nuestras proferencias no sean sonidos vacíos, sino 
la expresión del pensamiento; y si no puede mostrarse que una
palabra se refiere a una impresión o a una idea debe descartarse 
como carente de significado.
La explicación empirista de la relación entre lenguaje y pensamiento 
es perversa. La cuestión de si puede existir pensamiento sin imáge­
nes no es sencilla, y más adelante en este libro trataré de desvelar 
algo de su complejidad. Pero incluso si concedemos, por mor del ar­
gumento, que el pensamiento y la imaginación a menudo van de la 
mano, es importante tener claro cuál de esas operaciones otorga 
significado a cuál. Cuando hablamos en silencio con nosotros mis­
mos, las palabras que proferimos en la imaginación no tendrían el 
significado que tienen si no fuera por nuestro dominio intelectual del 
lenguaje al que pertenecen. Y cuando pensamos con imágenes vi­
suales o con palabras no proferidas, las imágenes aportan mera­
mente la ilustración a un texto cuyo significado está dado por las pa­
labras que expresan los pensamientos.
Un filósofo empirista podría estar dispuesto a aceptar la pretensión 
de que las imágenes tienen el significado que tienen sólo cuando 
se hallan en la mente del usuario del lenguaje. Pero podría mante­
ner que el dominio del lenguaje es algo que en sí mismo ha de ex­
plicarse en términos de leyes de asociación entre imágenes en 
sucesión. Pero esto parece ser un error. La adquisición del len­
guaje puede explicarse sólo si postulamos una habilidad especial 
propia del género humano. Los animales domésticos viven en el 
mismo ambiente sensorial que los bebés humanos; sin embargo 
parecenincapaces de lograr el dominio de los términos abstractos 
y universales que los niños adquieren a medida que crecen. Si 
estamos dispuestos a hablar de alguna forma de sentidos internos, 
debemos sin duda atribuirlos a los animales igual que a los hu­
manos; pero para la adquisición del lenguaje tanto la tradición aris­
totélica como la cartesiana insistirían en que el sentido interno no 
es suficiente, es necesario el intelecto. En la explicación empirista 
de la mente, los filósofos anteriores no pudieron reconocer nada 
que pudieran llamar intelecto. El programa empirista podría, desde 
luego, describirse como el esfuerzo por eliminar el intelecto en fa­
vor del sentido interno.
En las últimas dos décadas ha habido un renacimiento sorprendente 
del cartesianismo. Ello se ha debido principalmente a dos factores: 
primero, a una comprensión insuficiente por los filósofos del carác­
ter concluyente del mortífero tratamiento de la noción cartesiana de 
conciencia a manos de la critica filosófica de Wittgenstein; y segun­
do, al resurgimiento de ciertos aspectos de la filosofía cartesiana por 
parte del lingüista Noam Chomsky.
Una de las teorías cartesianas era que algunas de las ¡deas que ju­
gaban un papel crucial en el entendimiento humano no se adquirían 
por medio de la experiencia, sino que eran parte innata de la estruc­
tura de la mente. Esta tesis fue duramente combatida por los filóso­
fos empiristas que siguieron a Descartes, y gran parte de la psicolo­
gía de los siglos xix y xx aceptó como verdadero que sobre este 
punto Descartes estaba equivocado y los empiristas no.
Chomsky, por el contrario, defendió la tradición cartesiana como el 
mejor marco para la comprensión del uso humano del lenguaje. Los 
datos presentes para un niño, argüyó Chomsky, son demasiado frag­
mentarios para proporcionar una base para la adquisición del len­
guaje por cualquiera de los métodos normales de aprendizaje; el ve­
loz dominio del lenguaje por parte de los niños puede explicarse sólo 
sobre la base de una capacidad innata propia de la especie humana. 
La teoría de Chomsky, al menos en su forma inicial, era una hipóte­
sis empírica. Mantenía que la mente posee innatamente ciertos 
principios organizativos de gramática universal como un sistema 
abstracto subyacente a la conducta. La existencia o inexistencia de 
tal modelo se defendió en términos de su necesidad o adecuación 
para la explicación de ciertas actividades y habilidades lingüisticas 
humanas (en particular la construcción de oraciones bien formadas 
de distinto grado de complejidad).
No todos los lectores de Chomsky se han convencido de que las es­
tructuras mentales innatas postuladas por su teoría lingüística tienen 
en común con las ideas innatas de Descartes algo más que el nom­
bre. Desde luego, gran parte del aparato teórico de Chomsky hubie­
ra sido seriamente rechazado por Descartes. Por ejemplo, Chomsky 
reintrodujo la noción de facultad y le dio una importancia en psicolo-
gía que no había tenido durante muchos siglos. Distinguió, por 
ejemplo, entre la facultad lingüística y la facultad numérica, y de­
fendió que los fenómenos de la adquisición del lenguaje humano 
mostraban que debe existir una facultad lingüística propia de la es­
pecie, completamente distinta de la capacidad para el cálculo mate-
i imito mático que podría ser común, no sólo a los seres humanos, sino a
ifi* Descartes
especies de otros planetas, que podrían sentirse perplejas en con- 
tacto con algo parecido al lenguaje humano. Descartes, por otra par­
te, consideraba la noción de facultad como un anacronismo aristoté­
lico que obstaculizaba el verdadero progreso científico.
Chomsky creía que al usar el lenguaje exhibimos un conocimiento tá­
cito, al poner en funcionamiento reglas y principios que no pueden 
formularse conscientemente del modo habitual. Descartes, que de­
finía los contenidos mentales en términos de conciencia, se habría 
visto forzado a rechazar cualquier recurso a un conocimiento tácito, 
no formulado.
No obstante, el patrocinio de Chomsky de la lingüística cartesiana 
dio nueva vida a muchas ideas filosóficas de Descartes. En particu­
lar, la noción cartesiana de conciencia, que muchos filósofos creye­
ron destruida por la obra de Wittgenstein, se levantó de entre los 
muertos del modo más notable. Este resurgimiento resultó dignifica­
do por algunos comentaristas como «la revolución mentalista» de la 
década de los setenta.
No hay nada filosóficamente objetable en la postulación de Chomsky 
de estructuras mentales innatas. Obviamente, los seres humanos na­
cen con ciertas habilidades, que incluyen tanto habilidades para ma­
durar como para aprender. El determinar si la habilidad para adquirir 
gramáticas de cierta clase es una habilidad para aprender, o una para 
maduiar bajo ciertas condiciones, constituye un problema filosófico
43 abierto, susceptible de resolverse mediante la investigación empírica.
La noción de facultad no mereció nunca la deshonra en que cayó du­
rante varios siglos. Desde luego, si una facultad se considera como 
un órgano inmaterial, o como un impulso paramecánico, la noción se 
presta a la parodia filosófica destructiva. Pero si por facultad quere­
mos decir simplemente un tipo particular de capacidad mental, en-
tonces es indudable que los seres humanos tienen diversas faculta­
des. La noción filosófica de facultad se analizará con simpatía en el 
capítulo 5 de este libro.
Pero es algo notable que ¡a noción cartesiana de conciencia haya 
recuperado el favor entre algunos admiradores de Chomsky, al am­
paro de la noción cartesiana de idea innata y la no cartesiana noción 
de facultad. Para nosotros es corriente oír hoy día que los estados 
mentales, además de cualesquiera relaciones que puedan tener con 
los ¡nputsy outputs corporales, poseen una naturaleza cualitativa o 
interna que es fundamentalmente inexpresable. En el caso de lias 
sensaciones se llaman «cualidades sensoriales», Los dolores, por 
ejemplo, poseen una cualidad intrínseca, revelada por introspec- 
ción, que es totalmente distinta de cualquiera de los criterios para el 
dolor que podrían ser determinables por un observador externo. 
Cualquier filosofía adecuada de la mente, se nos dice, debe ser ca­
paz de hacer sitio a esas cualidades inefables.
La pretendida existencia de cualidades se utiliza a menudo para po­
ner una objeción a la filosofía de la mente llamada «funcionalismo», 
ahora más de moda. El funcionalismo es popular no sólo entre filó­
sofos y psicólogos sino también entre investigadores en el campo de 
la inteligencia artificial y las ciencias cognitivas. Los especialistas en 
inteligencia artificial tratan de fabricar ordenadores que no sólo re­
suelvan problemas, sino que los resuelvan del modo en que lo hacen 
los seres humanos. En relación a los diseñadores y programadores 
normales de ordenadores pueden compararse con los ingenieros 
aeronáuticos, que tratan, no de idear el aeroplano más eficaz, sino 
de construir un pájaro artificial. Los partidarios de las «ciencias cog­
nitivas» pueden trabajar en diversas disciplinas —filosofía, psicología 
empírica, inteligencia artificial-. El nombre no es tanto la demarca­
ción de un área de estudio como un manifiesto de la creencia de que 
los rasgos característicos de la mente humana serán eventualmente 
explicables de manera desmitificadora mediante ciertos procedi­
mientos científicos de moda.
El funcionalismo se presenta a menudo como una modificación so­
fisticada del conductismo. Mientras el conductismo creía que cada
estado mental podría definirse en términos de su expresión'conduc- 
tual, o de su expresión conductual junto con su estimulación am­
biental, el funcionalismo acepta que los estados mentales no pueden 
definirse excepto en relación con otros estados mentales. Según el 
funcionalismo, lo definido en términos de expresión externa y esti­
mulación observable, incluso desde la concepción más optimista, no 
serán estados mentales individuales, sino

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