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Anthony Kenny La metafísica de la mente Filosofía, psicología, lingüística PAÍDÓS Barcebna • Buenos Aires • M ó x jc o Titulo original: The Meíaphysics o f M¡nd Esta traducción, originalmente publicada en inglés en 1989, se publica con per miso de Oxford University Press This translation of The Methaphysics ot Mmd published in english in 1989 is pu- blished by airangement with Oxford Unrversrly Press Traducción de Francisco Rodngue/ Consuegra Cubierta de Mario Eskenazi O 1989, Anthony Kenny C 2000 de »a traducción, francisco Rodrí guez Consuegra O 2000 de todas las ediciones en castellano Ediciones Paidós Ibérica. S.A.. Macano Cubí. 92 - 08021 Barcelona y Editorial Paidós. SAICF, Defensa, 599 Buenos Aires http://www.oaidos.com ISBN: 84-493-0820-8 Deposito legaí: 8 1.951 /2000 Impreso en Novagrafik, s. I. c / Vivatdi. 5 - 0 8 110 Monteada i Reixac (Barcelona) Impreso en España - Prnted in Sparn http://www.oaidos.com 23 29 47 65 87 105 127 141 159 171 191 213 217 Prólogo a nuestra edición Prólogo t , El mito de Descartes 2. Cuerpo, atma, mente y espíritu 3. La voluntad 4. La emoción 5. Habilidades, facultades, capacidades y disposiciones 6. El yo y et autoconocimiento 7. La sensación y la observación 8. La imaginación 9. El intelecto 10. La psicología Bibliografía índice analítico Prólogo a nuestra edición Como la biografía de Sir Anthony Kenny es bien conocida en los am bientes británicos e ilumina algunos aspectos de su obra prestán dole en ocasiones un valor especial, compensa resumirla en caste llano. Los dos títulos de sus volúmenes autobiográficos, A Path from Rome y A Life in Oxford enuncian concisamente su trayecto vital, que conduce -siempre en un ambiente académico- desde el Semi nario Menor de Liverpool, la Universidad Gregoriana y el sacerdo cio a Oxford, la secularización, el agnosticismo y su nombramiento para altos cargos en la política académica, que van desde sus pues tos de Master de Baliiol College y Warden of Rhodes House a la Presidencia de la Academia Británica. Rotulado así, su periplo exis- tencial resulta arquetípico -si no en Gran Bretaña si en los países mediterráneos- de muchos hombres de su generación.2 Pero con trasta con otros muchos perfiles biográficos en varios puntos. 1. A. Kenny, A Path from Rome, Londres, Sitlgwick and Jackson Lid,, 1985 y A L ile in Oxford, Londres. John Murray, 1997. 2. A, Kenny nació en e! seno de una familia católica de orígenes irlandeses en I Iverpool el 16 de marzo de 1931. Educado por su madre y orientado al sacerdocio, se traslada a los doce arios al Seminano Meno.' de esa c udad, donde recibiría una excelente educación y alcanzaría una notable famiharidad cor los clásicos griegos y latinos. Seis arios mas tarde emprende los En primer lugar, destaca por la seriedad de su trabajo intelectual. Kenrty es, sin duda, uno de los autores más cualificados dentro de la filosofía analítica de lo mental a la que, entre otras muchas cosas, ha sabido aportar algo tan infrecuente en los ámbitos analíticos como una perspectiva histórica. Sus obras sobre Wittgenstein y Frege son bien conocidas y de uso habitual entre los hablantes del castellano La meiateka de ia mente desde hace años,' pero resultan más desconocidas sus investigado- nes sobre Aristóteles, Tomás de Aqumo, Wycliff, Descartes o Moro.4 estudios de Filosofía y leología en la Universidad Gregoriana, formándose en !a filosofía esco lástica. Allí comienza a trabajar sobre las relaciones entre la filosofía analítica y el lenguaje re ligioso. defendiendo so tesina en Teología sobre el estatuto lógico de las proposiciones que versan sobre Déos, en la que trata de aclarar el alcance del principio de veiificacion a la hora de establecer el significado de las proposiciones del lenguaje religioso. Inicia después su Tesis Doctoral en Teología, dirigida por Bernard Loriergan y enfocada desde un punió de vista his tórico. también sobre las aportaciones de la fitosofía británica contemporánea al análisis óet lenguaje religioso, en la que revisa los estudios de Brailhwaite, Findlay, Prior, Flew, Williams y Mdntyre. Su juicio sobre sus estudios filosóficos en Roma atcanza, más allá de la peculiaridad de ta Gregonana. a todo el sistema «napoleónico» de docencia de la filosofía. «La filosofía -afirma- no es algo que pueda ensenarse a través de una serie monolítica de clases. Si tiene que aprender a pensar filosóficamente, y no sólo a dominar una jerga, lo que un alumno ne cesita es discutir, y un buen montón de redacción y de crítica.» Path from Rorne, pág. 50), Mientras continúa su Tesis en la Gregoriana, realza una estancia cíe investigación en Oxford, donde empieza otra Tesis Doctoral, esta ve? en Filosofía, sobre la intencionalidad de los ver bos psicológicos, que publicará en 1963 con el titulo Action, Emotton and W ílly que le abrirá las puertas del mundo académico anglosajón. Él mismo ha resumido las razones de su transi to: sólo filósofos de segunda habían escrito directamente sobre filosofía de fa religión y. cuan do algunos de primera. Russelt o Wrttgenstem, lo habían hecho, no habían escrito sus mejores páginas. «Alguien -concluye con acierto- que quisiera contribuir a la comprensión de los te mas religiosos nr emplearía bien su tiempo dedicándose a analizar que han dicho sobre reli gión los filosofas del lenguaje. La tarea rea! era más imponente: debía sumergirse en el aprendizaje de la tradición analítica y, después, volver por sí mismo, con su propio caudal, a las doctrinas religiosas y a las especulaciones teológicas.»* (A Path trorn Rome, pág, 139). Entre 1957 y 1959. estudia en Oxford con Austin. Ryle, Waismann. Haré y Strawson, entre otros. Trata muy de cerca a A. N, Prior en Manchester y recibe una tortísima influencia de P. Geach y E. Anscombe, quienes le introdujeron tanto en el estudio de Frege y Wittgenstein como en el de Tomás de Aquino Trabaja también con Owen sobre Aristóteles. Desde esos años participa, influido en este punto de nuevo por Anscombe, en las campañas contra el ar mamento nuclear, cuestión a la que ha dedicado brillantes trabajos. Tras una corta experiencia pastoral, decide secularizarse y vuelve a Oxford en 1963. donde tianscurre toda su vida posterior en torno al Ballrol College, del que ha sido Fellow, Sensor Tutor y, finalmente, Master. En 1974 es nombrado Feiiow de la Academia Británica, que pre- 10 side desde 1989, Al dimitir de su cargo de Master de Balliol en 1987. fue nombrado Wardcn de Rhodes House. también en Oxford. 3. A. Kenny, Wittgenstein, Madrid, Alianza, ‘ 982; Ei legado de Wittgenstein, México D. F . Siglo XXI. 1990 e Introducción a Frege, Madrid. Cátedra. 1997, 4. Omitiendo sus numerosos artículos, recogidos en vanos volúmenes, véase Descartes, Nueva York, Random House, 1968; TheFtve Ways, Londres, 1969; The Anstotehan Ethtcs, Oxford, Oxford University Press, 1978; Anstotte's Theory o f the Will, Londres, Duckworth, 1979; Aquinas, Oxford, Oxford Universíty Press, 1980; Thomas More, Oxford, Oxford Unrver- Kenny no ha centrado su atención sólo en los temas suscitados por la reflexión de Wittgenstein (a quien no conoció directamente) y G. Ryle (a quien trató mucho): ha sabido mostrar la relevancia-justo para esos problemas- de las aportaciones clásicas o medievales. Con lo que sus estudios de corte histórico se alejan de la erudición su- perflua, del uso de jergas trasnochadas o del intento de establecer genealogías de pensamientos para hacer ver con una claridad y bre vedad sorprendentes qué pueden aportar hoy los clásicos a la hora de resolver nuestros problemas. Quizás eso lo sitúa fuera de un cier to modo tradicional de plantear la historia de la filosofía, pero hace resaltar los puntos centrales (al menos para nosotros) del pensa miento de nuestros predecesores. Si, como hace Kenny siguiendo el camino de Geach y Anscombe, se lee a Aristóteles, Tomás de Aqui- no o Descartes equipado con el mejor conocimiento de Frege y Wittgenstein, los antiguos salen de su museo e interesan. Por eso, sus trabajos de historia de la filosofía no son sólo brevísimos: son pro fundos. Clava el problema. Su agudeza se corresponde con su falta de extensión. Kenny sabe decir algo nuevo, interesante y profundo sobre la psicología filosófica de Tomás de Aquino o el tratamiento aristotélico de la voluntad en poco más de 150 páginas. En segundo lugar. Frente a otras trayectorias más o menos parale las, la suya sorprende tanto por su honestidad intelectual como por el rigor lógico que es capaz de aplicar a los problemas existenciales más candentes. Su honestidad intelectual no tiene nada de grito testimonial, de salida de tono en busca de la autenticidad, de pre tensión de originalidad o de desplante con buscado tono profético. No es un aspaviento. Es la honestidad intelectual de un académico que -como bien sugiere el título del segundo volumen de su auto biografía- se ha pasado la vida en Oxford, entre libros. Una existen cia que podría parecer mortecina, pero que contiene en sí sus pro pias emociones fuertes. A fin de cuentas, Kenny se decidió a cambiar sity Press, 1983: Wydif, Oxford, Oxford Uníversrty Press, 1985: Aristotle on Ihe Perfect Life. Oxford. Clarendon Press, 1992 y Aqumas on Mind, Londres. Routledge and Kegan Paul. 1993. Vease también The Heritage o f Wísdom, Oxford. Blackwefl, 1987 y A Brief History o f Western Philosophy, Oxford. Blackwell, 1998. I.i tuiiMiliicion de su vida por una interpretación de la sustancia de Air.lólnlos: ésa que para él hacía imposible la doctrina tomista de la liaiiNustanciación. Lo que, para Kenny, tanto según la lógica como •,<!(|un el mismo contenido de la doctrina católica -la integridad de la lo lo lanzaba fuera del sacerdocio y de la Iglesia Católica. Con todo, lo más sorprendente es su rigor intelectual a la hora de plantear tan- La rretafisca to la existencia de Dios como la virtud de la fe. Se comparta o no su posición, es claro que pocos han sabido como él mantener una cabeza tan fría en los temas en los que el riesgo es máximo. Justo por eso sus numerosos escritos sobre Dios y filosofía de la religión, sobre la convergencia entre filosofía y teología, resul tan esclarecedores para todos.5 Su misma lectura de su posición ag nóstica -representada por el poeta Clough a! que ha dedicado mu chos trabajos-6 resulta tan sugerente como inquietante: «algunos filósofos creen -escribe- que es imposible que alguien sepa si hay Dios o no lo hay: sostienen que el agnosticismo respecto de la exis tencia de Dios está incrustado en la condición humana rectamente entendida. Sus argumentos no me parecen convincentes, no más convincentes que los argumentos en favor del teísmo o del ateísmo. El agnosticismo que profeso es, en términos filosóficos, un agnosti cismo contingente, y no necesario: el agnosticismo de un hombre que dice “no sé si Dios existe, pero quizá pueda saberse; no tengo pruebas de que sea imposible saberlo”. Un agnosticismo contingen te es el típico que está condenado a ser un agnosticismo sin des canso».7 Quizá sea esa peculiar postura de Kenny la que convierte en origi nales muchas de sus aportaciones filosóficas, la que contribuye a desideologizar muchos planteamientos, también en los estudios de historia de la filosofía. Porque sigue resultando raro que uno de los 12 5. Véase, por ejempio, ademas de The Five Ways, The God o f the Ptvfosophers, ■ 979; Faith and Reason, Colombia, Columbia Urwersity Press, 1983 (reeditado después con el ti tulo What is Faith? Essays tn the Philosophy of Religión, Oxford, Oxford University Press, 1992) y God and Two Poets, Londres, Sidgwick and Jackson, 1988. 6. En God and Two Poets compara sistemáticamente las posicones de Clough con las de Hopkins. Además, ha editado un extracto de los dianos del primero en Oxford. 7. A. Kenny, A Path from Rome. pág. 208. mejores tomistas actuales sea un agnóstico, como si la razón para ser tomista fuera la fe cristiana. A menudo se han solido plantear las cosas así y, al final, semejante bomba ha explotado en contra de todos. Sus comentarios sobre la «ultramontana» Gregoriana en la que le tocó estudiar son pertinentes. No deja de tener su gracia que Kenny estudiara a Aristóteles y Tomás de Aquino en Oxford, y no en Roma. Al final, lo que sus páginas autobiográficas muestran es el daño que ha causado una mala apologética, la chapuza intelectual de ligar una fe a una filosofía como a su preámbulo intelectual para, de la misma, fundar ese preámbulo en la autoridad de la fe. No hace fal ta tener fe alguna para advertir el entuerto. Es difícil decirlo mejor que él: «la implausibilidad de la filosofía que aprendíamos ponía en ten sión la fe de los estudiantes en los dogmas mismos: si necesitaban apoyarse en una filosofía tan destartalada, ¿qué solidez podían tener en sí mismos?».8 Pero quizás el campo en que los trabajos de Kenny han resultado más fecundos no viene dado por la historia de la filosofía o la filoso fía de la religión sino por la filosofía de lo mental. Una importantísima parte de su obra se sitúa en una de las vetas más ricas del pensa miento de Wittgenstein: su filosofía de la psicología. Incluso si su in fluencia era palpable mucho antes de su publicación, las Investiga ciones filosóficas vieron la luz en 1953; por su parte, Ryle había publicado El concepto de lo mental en 1949. El mismo año en que Kenny llega a Oxford (1957), Anscombe publica Intention en el que desarrolla algunos de las observaciones y análisis wittgenstenia- nos sobre la intencionalidad1' y P. Geach su Mental Acts en el que plantea un análisis del contenido y el objeto de los actos mentales explotando también ideas wittgenstenianas, fregeanas y tomistas en polémica con autores como Ockham, Russell y Ryle.'0 En este con texto, se entiende bien que Kenny eligiera como tema de su tesis la intencionalidad de los verbos psicológicos, tratando de aclarar «la es tructura lógica del lenguaje en que expresamos un deseo, una inten- 8 . A. Kenny. A Path from Rome, pág. 72 9. Véase E. Anscombe, Intención, Barcelona. ICE-UAB/Padós. 1991 10. Véase P. Geach. Mental Acts, Lond'es. Routledge and Kegan pad. 1957. ción, una decisión y una emoción»." A fin de cuentas, ya en el ultimo capítulo de su Tesis en Teología había tratado de relacionar el argu mento de Wittgenstein contra el lenguaje privado con ¡a doctrina tradicional católica en torno al alma separada. Porque, si Wittgen- stein tiene razón y el significado de las palabras como «dolor» y «pla cer» no derivan su significado de experiencias mentales privadas, la u-neaf̂ ca • x .* * i . ■ t de la «rentecreencia tradicional cristiana en purgatorios, cielos e infiernos pare- ce quedar cuestionada. Kenny no quería apuntarse a un behavioris- mo lógico como el sostenido por Ryle, pero tampoco veía viable un dualismo como el de J. R. Lucas.13 Así planteada, la cuestión puede parecer puntual, Pero, si se mira más despacio, la atención a algunos problemas lógicos termina por suponer una reformulación de la antropología filosófica, de la que La metafísica de la mente es un magnifico exponente. A primera vista, nada hay más distante al análisis lógico del lenguaje inaugurado por Frege que la tra dición continental de la antropología filosófica, tal como se viene desa rrollando, con todos los puntos de inflexión que se quiera, desde Sche- ler. Y, sin duda, esa distancia existe, Pero también interesa advertir, por una parte, que el análisis del lenguaje ha ido ocupándose progresiva mente de los temas tradicionalmente atribuidos a la antropología filosó fica y, por otra, que investigaciones como la de Dummett han sacado a la luz la fuente común de las tradiciones anglosajona y continental: el re chazo del psicoiogismo," Y quizá pueda defenderse que es justamente la crítica al psicoiogismo la que permite establecer una nueva filosofía de la psicología (que viene a cubrir el ámbito de una teoría del espíritu sub jetivo,por usar la terminología consagrada en antropología filosófica por Landmann)1* y una nueva filosofía de ia cultura (que corresponde bien con la teoría del espíritu objetivo).15 11. A. Kenny, A Ltfe in Oxford, pag 15. 14 12. Sob»e el mismo lema, y peleando con las mismas dificultades, ouede verse P Geach, God and the Sov!. Bnsto’. Thoemmes Press, 1994 13. Véase M. Dummett. Ongtns o f Anafytícsl Phifoscphy, Londres, Duckworth, ‘ 993. 14. Vease M. Landmann, Antropología filosófica, México. Utena. 1961. 15. He tratado eje exponer más detenidamente la relevancia del análisis lingüístico paia la an tropología filosófica en J. V, Arregui, «La contribución del análisis del lenguaje a la antropolo gía filosófica» en AA. VV.. Pen¿af le humano. Actas del II Congreso N acional de Antropología Filosoftea. Madrid Ibe-oameñcana. 1997. pags 21-31 No son pocos los wittgenstenianos que, desde P. Winch, han ido abordando los problemas de la filosofía de la sociología; y autores como Geertz muestran bien el alcance de su influencia. Pero ahora conviene limitarse a resaltar la relevancia de la filosofía de lo mental para la antropología filosófica, la importancia, en contra del psicolo- i ' a gismo, de una filosofía de la psicología como la que Kenny aporta, pues es esa filosofía de la psicología no psicologista la que abre la posibilidad de renovar la filosofía de la cultura. La preocupación witt- gensteniana desde las Investigaciones Filosóficas por aclarar el len guaje psicológico, el modo en que en contextos no filosóficos habla mos de nosotros mismos y de los demás, nos describimos a nosotros mismos y a los demás, e intentamos narrar y, por tanto, comprender nuestra conducta y la ajena, abre toda una nueva filosofía de lo men tal que ocupa el viejo lugar de la teoría del espíritu subjetivo o de la psicología racional, con la diferencia de que la aproximación a los problemas es ahora lingüística. El método usado para dilucidar qué es la voluntad, la sensación o la memoria es aclarar el significado de los términos correspondientes analizando su uso y haciendo patente de qué estamos hablando cuando los empleamos. Al principio, las cuestiones se podían encarar de un modo exclusiva mente puntual huyendo de la formulación de todo tipo de doctrinas y teorías generales -una de las causas fundamentales para Wittgen- stein de la enfermedad filosófica- y limitándose a socavar los aparen temente firmes fundamentos de unas cuantas doctrinas tradicionales. Como si, por llevar la contraria a Bacon, los wittgenstenianos no se entendieran a sí mismos ni como arañas ni como abejas sino como termitas: esos genios de la destrucción, esos bichos formidables ca paces de reducir a polvo toda bambalina de teatro, todo decorado pretencioso, toda madera pintada de mármol. Pero la tarea de lle- 15 varse por delante techos falsos y colummllas de escayola termina por permitir una mejor comprensión global de nosotros mismos llegán dose a dibujar -con una metáfora del mismo Kenny- la anatomía del alma,16 el mapa de la mente individual. 16. Vease A Kenny. The Anatomy o í the Sool. Oxford. Biackwett. 1974. Conforme se desenmarañaban los modos en que realmente nos describimos, la tradición de lo mental en que Kenny se inserta no se ha limitado a denunciar los errores categoriales más característicos de la psicología como ciencia -los que se cometen cuando se cree estar hablando de una cosa, o de un tipo de cosa, cuando en reali dad se está hablando de otra de otro tipo- sino que a la vez ha mina do tanto una concepción dualista del hombre y de la vida humana -ésa según la cual lo específicamente humano es una vida mental, una corriente de conciencia o un conjunto de experiencias psicológi cas que dan sentido a nuestra conducta convirtiendo en humanos unos movimientos físicos- como las concepciones conductistas y materialistas. El análisis del modo en que hablamos realmente unos de otros y -dentro de ese contexto intersubjetivo- de nosotros mis mos acaba por ofrecer toda una nueva cartografía de lo específica mente humano, que no se puede entender ya en términos ni psico lógicos ni fisiológicos. Porque lo específico de la conducta humana es su sentido, que no se puede determinar ni desde hechos menta les ni desde rasgos del mundo sino desde sistemas simbólicos, algo que no es ni físico ni psicológico, ni material ni mental. Al aclarar el modo en que hablamos de nosotros mismos, al esclarecer de qué estamos hablando cuando usamos términos típicamente psico lógicos, cuando empleamos palabras como «voluntario», «inteligente», «dolor», «adrede», «sentimientos», «sensaciones», «yo», etc., autores como Kenny han hecho patente que su significado no se fija ni por pre suntos hechos o realidades psicológicas, ni por un misterioso elenco de experiencias mentales a las que tenemos acceso mediante un infalible y privado ejercicio de introspección, ni tampoco por escondidos hechos o eventos neurofisiológicos. No es lo mismo, por acudir al ejemplo de Ryle (recogido por Geertz), tener un tic en el ojo que guiñarlo picara mente, por indiscernibles que ambos fenómenos puedan resultar neu- rofisiológicamente y aunque tampoco quepa establecer la diferencia en términos de «intenciones» entendidas como actos mentales. De manera similar, la diferencia entre firmar y enseñar la propia firma, quitarse el sombrero y saludar, o desperezarse estirando el brazo y vo tar a mano alzada no viene dada por hecho psicológico o neurofisioló- i .J-r.j •« ll .l «JíliClOO gico alguno sino por instituciones culturales como los parlamentos. Tampoco una acción es voluntaria porque vaya acompañada de un «acto de voluntad» o de un hecho fisiológico, ni el problema existen- cial de llegar a ser un yo se resuelve postulando la existencia de una misteriosa entidad psicológica llamada «el yo» -que puede tener o no base orgánica- como no cabe entender los sentimientos en términos de sensaciones internas a las que se adjunta una alteración orgánica. En este sentido, la filosofía de lo mental establecida por Kenny es decididamente antipsicologista. Porque, si se suele entender habitual mente por «psicologismo» la tesis según la cual pensamos como pen samos porque estamos hechos como estamos hechos o porque nues tra dotación psicológica es la que es, se podría calificar con la misma etiqueta la tendencia a considerar realidades «psicológicas» todas aque llas dimensiones de la conducta humana que escapan de su descrip ción material, a tematizar lo específicamente humano bajo las catego rías psicológicas, a declarar «mentales» todas aquellas realidades o dimensiones de la realidad no reducibles a fenómenos, dimensiones o eventos físicos. Quizá la posición del primer Dilthey resulte paradig mática de la tendencia psicologista que subyace a los dualismos y que Ryle exorcizara como error categorial: lo que no es físico es mental, Ya la comparación de la denominación «Geisteswissenchaften», tí pica de la filosofía alemana de finales del xix, con la anterior inglesa de «moral sciences» muestra una toma de postura claramente psi- cologista, pues el rótulo tiende a hacernos creer que lo específica mente humano es el «espíritu», o sea, la vida mental. En la tradición inglesa o en la clásica castellana, «ciencias morales» no significaba sólo «ética», o «doctrina de qué es bueno y malo», sino -etimológica mente- ciencias que estudian las costumbres. De manera que, mientras lo específicamente humano es en el planteamiento clásico -como en el actual de Geertz- la existencia de mores, de pautas de comportamiento heredadas de la tradición, es decir, de regulaciones simbólicas de la conducta transmitidas culturalmente,'7 sin que se 17. Véase, por ejemplo. C. Geertz, La interpretación de las culturas. Barcelona. Gcdisa. 1989, págs. 55 59. Ittiq.t alguna a la presunta vida mental del agente, en la I h 'i ■ i| h ■( iiv;i psicologista representada por Dilthey en Alemania o Ja- i i h " . i m i lospaíses anglosajones es precisamente la vida mental -las experiencias psicológicas o el «espíritu»-- ía que funciona como dife rencia especifica. Lo que en este enfoque distingue a los hombres de los animales o de los robots, poi semejantes físicamente que pue- ™tai»ta do la m en te dan resultarles, no es su comportamiento publico, el modo en que organizan su existencia, la regulación simbólica de la conducta o la existencia de un derecho civil, sino su vida mental. Mientras que para los clásicos, como después para los wiltgenste- nianos, nuestra diferencia con animales y ordenadores radica en nuestra capacidad de actuar siguiendo reglas -que es una conducta irreducible a la causalidad mecánica- para las posturas psicologlstas, la diferencia se establece desde nuestras experiencias psicológi cas, desde una «corriente de conciencia», por usar la expresión de James. Y como bajo esta perspectiva lo específico del ser humano es su vida mental, sus experiencias psicológicas, explicar o compren der los fenómenos o los productos propiamente humanos es en últi mo término conectarlos -como pretende Dilthey- con la vida psico lógica, verlos como derivados, como pioductos o expresiones de ella. 'd Frente al psicologismo, las fuentes wittgenstenianas de las que se nutre Kenny desde su llegada a Oxford cruzan entre Escila y Ca- ribdis, entre d dualismo mentalista y materialismo. Lo específi camente humano, que no es describible en términos físicos, ni re soluble en disposiciones conductuales. tampoco lo es en términos de corriente de conciencia. El libro publicado que recoge la Tesis de Kenny en Oxford, Action, Emotton and WHI, resulta programático de sus investigaciones futuras, pues parte del estudio de las emo ciones para terminar en un bosquejo de una teoría de la voluntad, Va rias veces ha explicado Kenny las razones de su preocupación con- 18 tinua por el problema de la articulación entre libertad y necesidad, por la doctrina del compatibilísmo. La cuestión de la compatibilidad o no 18, Véase, por ejemplo. W Ddlhey, Inhoducc'on a las oenctas del espíritu. México, FCE. 1978, pácjs. 38-43. especia-mente, pág 4 1 e Ideas para una psicología descriptiva y analí tica en Psicología y toarte del conocimiento México. FCE. 1978, pag. 201. entre necesidad y libertad, entre la omnisciencia divina y la libeiUiri humana, constituye un antiquísimo lugar teológico bien conocido poi Kenny desde la Gregoriana, pero ese enredo teológico se puedo en cuadrar en la cuestión más general sobre si la libertad humana pue de compatibilizarse con el determinismo. Si la teoria de las acciones voluntarias esbozada en Action, Emohon and Will no aborda el problema del determinismo, sí lo hace poste riormente. Al principio, Kenny creía, como Hume siguiendo a lo:, escolásticos, en la distinción entre una libertad de indiferencia -de existencia dudosa que no se puede compatibilizar con el determinis mo- y una libertad de espontaneidad que resulta compatible con él y que basta para que la noción de responsabilidad tenga sentido. ‘‘ Pe ro. posteriormente, a partir primero de Will, Freedom and Powei y de Freewill and Responsability después, en el que aplica sus tesis sobre la acción voluntaria al ámbito del derecho, incluido el derecho penal,20 considera que la capacidad de actuar como uno quiere su pone la capacidad de actuar de otra manera, y viceversa, de manera que la libertad de espontaneidad y la de indiferencia resultan insepa rables. Por otra parte, ahora para Kenny, ambas resultan compati bles con alguna de las versiones del determinismo. Consecuente con la disolución wittgensteniana del dualismo y del behavionsmo, o, con terminología de Geach, del materialismo y del in materialismo,21 Kenny ha triturado como pocos la interpretación de las acciones específicamente humanas en términos de una dualidad de elementos, de unos actos mentales que acompañan -o causan nomológicamente, da igual- unos movimientos físicos. No habla, co mo ha hecho después Ricoeur, de las acciones como textos; ni se re fiere explícitamente a un significado público que toque a la antropo- 19. Tomo el resumen de A Life m Oxford, pags 36-44. 20. A Kenny. W ill. Freedom and Power. Blackwell. Oxford. 1975; Freew ill and RúsponsaDihty, RouUedge and Kegan Paul. Londres. 1978 y The Ivory Tower. Essays m Philosophy and Public Pohcy. Btackwett, Oxford. • 985. So ínteres por !a f¿osota de» derecho le lleva a estudiar Derecho entre 1979 y 1981. giaduandose en la City Umversity. Entre sus publicaciones en filosofía del derecho y filosofa poética destaca, dentro de su larga oposición a (as armas nucleares. The Log/c o f Deten anee. 1985. 21. Tomo las expresiones de P. Geach. Whut Do Wc Th nk W ith?en el l*bro va catado Goil and the Soul. pags. 30 41. logia interpretar, como Geertz; pero todo su análisis va en esa línea. Ryle destrozó la idea de que existen unos «actos de voluntad» que causan nuestras acciones voluntarias y Wittgenstein dejó claro que los significados de nuestras acciones no pueden quedar determinados por unos misteriosos actos mentales que les confieren su sentido. Si Anscombe acertó al definir «las acciones intencionales como aque- ui-e»**ca de lamerle lias en las que se aplica cierto sentido de la pregunta “¿Por qué? », Kenny da también en la diana al sostener que «la voluntad humana es esencialmente la habilidad de actuar según razones. Por consi guiente, si se trata de comprender la voluntad, los dos temas a estu diar con más cuidado son el de la capacidad y el de la naturaleza de la razón práctica».33 Desde los años setenta, Kenny se ha venido interesando por la inte ligencia artificial y, a la vez que no duda en aplicar técnicas estadísti cas informáticas al estudio de los textos filosóficos, en el ámbito de la estílometría, que le permitirían cambiar la cronología habitual en tre la Etica a Nicómaco y la Etica a Eudemo sosteniendo la poste rioridad de la segunda,^ se convierte en uno de los críticos del fun cionalismo, al que considera la versión actual del behaviorismo. Para Kenny, como para otros muchos, la intencionalidad de los orde nadores depende de su uso por parte de los seres. Es nuestro uso de ellos el que les presta una aparente intencionalidad. Sus palabras son claras: «merece la pena sostener firmemente que los ordenado res no pueden probar nada. Los ordenadores no pueden, en sentido literal, llevar a cabo ni siquiera las más simples tareas aritméticas. Se dice a menudo que pueden llevar a cabo muchos cálculos mucho mejor que los seres humanos. Pero eso sólo es verdad en el sentido 22. Véase G. E M. Anscombe. Intención, págs b l 4. No creo, contra lo sostenido por Ricoeu' en Fl discurso de la acción (Maorid. Cátedra. 1980) y en Si mismo como otro (Méxco D. F.. Siglo XXI. 1997) que la posición de Anscombe implique e> oscurecimiento de la pregun- 20 ta por el quién de la accón. Al menos, si se tienen en cuenta otros trabajos de Anscombe que Ricoeur no parece advertir. En la misma linea, a la hora de aquilatar estas sugerencias de Ricoeur sobre el olvido del quién, convendría tenei en cuenta también la posición de Kenny. 23. A. Kenny. A Life in Oxford, pág. 38. 24. Sobre la cronología de Anstoleles. véase su The Aristotehan Ethics. Kenny ha aplicado también técnicas estilometncas a textos bíblicos e incluso ha escrito algún tratado sobre la misma estjlometria. Vease The Computaron o f Style. 1982 y A Stylometric o f the New Testament, 1986. en que decimos que los relojes dan la hora mejor que los seres hu manos. Es decir, si quieres saber la hora, es mejor mirar el reloj que intentar adivinarla. Pero son los seres humanos quienes usan los re lojes para saber qué hora es: un reloj no sabe qué hora es, y no sa bría qué hacer si lo supiera».26 llolQQO* edkr-or 25. A. Kenny, A Life m Oxford, pág, 81 Prólogo Hace cuarenta años, en 1949, Gilbert Ryle, profesor Waynflete de filosofía metafísica en la universidad de Oxford, publicó unlibro titu lado El concepto de lo mental.' Durante muchos años fue un libro altamente influyente, no sólo entre filósofos profesionales, sino tam bién entre psicólogos, lingüistas y personas pertenecientes a mu chas otras áreas cuyos intereses se solapan con los de la profesión filosófica. Su influencia y su reputación derivaban no sólo de su inte rés filosófico intrínseco, sino también del poco frecuente don de su autor para presentar argumentos filosóficos técnicos con un estilo lú cido y belicoso que atrajo la atención del público en general. Me cuento entre quienes tienen una gran deuda con El concepto de lo mental. Cuando se publicó yo era estudiante de la licenciatura en filosofía en la universidad gregoriana de Roma. El doctor Alan Clark (ahora obispo), entonces Ripetitore en filosofía en el venerable En- glish College de Roma, llamó mi atención sobre el libro. Hallé su vi gorizante estilo diferente del de los libros de texto escolásticos que se prescribían en los cursos de mi universidad pontificia; sin em- 1. Ryle. Gifocri (1949). El concepto de lo mental. Boenos Aires. Paidós, ! 989 bargo, llegué gradualmente a percatarme de que ei contenido filo sófico del libro guardaba un sorprendente parecido con las doc trinas de Aristóteles y Tomás de Aquino, que en teoría eran los defensores de la filosofía en la que mis mentores jesuítas se esfor zaban por educarme. Cuando, en 1957, me convertí en estudiante ya graduado en Ox- u metafísica do (a nnc'fe ford tuve la fortuna tanto de contemplar El concepto de lo mental en su contexto histórico y local, como, junto con muchos otros filóso fos principiantes, de experimentar la generosidad de su autor como maestro y más tarde como colega. Llegué a darme cuenta de que las ideas que Ryle había expresado con crudeza y vivacidad habían sido desarrolladas más esforzada y sutilmente por el superior genio de Wittgenstein. Pero comparando lo que supe de primera mano de Ryle con lo que escuché de otros sobre Wittgenstein, llegué tam bién a creer que el talento inferior había estado acompañado de una mayor humildad. En décadas recientes, la influencia de Ryle y Wittgenstein parece haber disminuido entre los filósofos profesionales. En parte de su obra, Ryle expuso un conductismo exagerado que merecía el olvido. Pero otras intuiciones que compartieron los dos filósofos ya no están en primera línea de la discusión filosófica, no porque se hayan mos trado defectuosas o inadecuadas, sino simplemente debido al im pacto en la moda filosófica de los cambios en el prestigio de ciertas disciplinas no filosóficas. En el año del cuarenta aniversario de El concepto de lo mental, he tratado en este libro de restablecer algu nas de esas intuiciones por gratitud a mí amistad con Ryle y en tribu to al genio de Wittgenstein. Hace ahora veinticinco años que terminé mi primera contribución a la filosofía de la mente, Action, emotion and will (Londres, Routledge, 1963), que fue una revisión de mi tesis doctoral en Oxford, «La in- 24 tencionalídad de los verbos psicológicos». Volví a algunas de las tesis de ese libro, intentando aplicarlas al tratamiento del tema tra dicional de la libertad de la voluntad, en Will, freedom and power (Oxford, Blackwell, 1975). Durante muchos años he tenido en mente escribir un tercer libro, Power, control and action, para com- Prologo pletar una trilogía de obras en filosofía de la acción. De hecho nun ca realicé tal proyecto. En lugar de ello, he escrito diversas confe rencias y artículos relacionando tesis filosóficas de filosofía de la ac ción con sus aplicaciones prácticas en ética, derecho y política (Freewill and responsability, Londres, Routledge, 1978; The ¡vory tower, Oxford, Blackwell. 1985). He escrito también varios estudios históricos (Descartes, Nueva York, Random House, 1968; Witt- genstein, Madrid, Alianza, original inglés 1973; Aquinas, Oxford, O.U.R, 1980; The tegacy of Wittgenstein, Oxford, Blackwell, 1984) en los que no sólo he tratado de exponer las ideas de esos filósofos, sino también de extraer de la discusión crítica de su obra intuiciones permanentemente valiosas para la filosofía de la mente. Este libro me ofrece la oportunidad, no sólo de rendir tributo a los fi lósofos cuya obra en filosofía de la mente admiro más, sino también de reunir en un todo comparativamente sistemático mi propia obra en este ámbito, que ha estado dispersa en varios contextos a lo largo de veinticinco años. La estructura de la obra está modelada sobre la de El concepto de lo mental, y los diez capítulos en que consiste dividen el campo a ana lizar de casi exactamente la misma forma que los diez capítulos que Ryle publicó en 1949. Mi primer capítulo, como el de Ryle, se titula «El mito de Descartes». Como Ryle, considero la herencia de Descartes como el obstáculo individual más sustancial para una correcta comprensión filosófica de la naturaleza de la mente humana. Se podría haber pensado que la polémica de Ryle, y aún más la paciente terapia conceptual de Wittgenstem, habrían exorcizado para siempre de los escritos de los filósofos el fantasma de la máquina cartesiano. Pero ha habido, en décadas recientes, una asombrosa florescencia de neocartesiams- mo y existe una necesidad tan grande como siempre de que la luz de la reflexión filosófica gire hacia los rincones donde acecha la sombra obsesiva. El segundo capítulo de Ryle se tituló «Saber qué y saber cómo». La distinción entre esos dos tipos de conocimiento, a diferencia de al gunas otras distinciones de Ryle, se ha convertido en un lugar común filosófico; y el capítulo correspondiente de El concepto de lo mental tuvo, en todo caso, una extensión más amplia de lo que su título su gería. De acuerdo con ello, he retitulado mi segundo capítulo «Cuer po, alma, mente y espíritu». Mis tercer y cuarto capítulos llevan los mismo títulos y cubren los mismos temas que los correspondientes de Ryle; se titulan «La vo- la mentí** de rnerile luntad» y «La emoción». Los capítulos de Ryle fueron generalmente reconocidos como dos de los más logrados de El concepto de lo mental, y aunque mi propia aproximación a esos temas difiere de la de Ryle y contiene críticas a la suya, en los dos trato de edificar so bre la base de sus intuiciones. El capítulo quinto de Ryle se tituló «Disposiciones y acaecimientos». Este capítulo, deliberada o inconscientemente, atrajo la atención de los filósofos de la mente hacia la importancia de algunas distinciones que Aristóteles acentuó, pero que fueron ignoradas o despreciadas por los filósofos modernos. En mi opinión es el capítulo más impor tante del libro, pero subestimó la riqueza de la batería aristotélica de distinciones. De acuerdo con ello, mi capítulo correspondiente lleva el más completo titulo «Habilidades, facultades, capacidades y dis posiciones». En su sexto capítulo Ryle examinó criticamente algunas concepcio nes erróneas sobre la naturelaza del autoconocimiento.. Mientras lo hacía, sus implicaciones exponían también algunas de las ilusiones filosóficas involucradas en la noción misma del yo. El título de mi ca pítulo sexto, «El yo y el autoconocimiento», hace más explícita la na turaleza de la critica de Ryle y también de ¡a mía. Los capítulos séptimo, octavo y noveno de este libro llevan los mis mos títulos que los de Ryle y tratan aproximadamente los mismos temas; la explicación filosófica contenida en ellos - la sensación, la imaginación y el in te lecto- se diferencia en mayor grado de la de 26 Ryle que la de los capítulos anteriores, pero creo que hace más da ño a su exposición de la imaginación y del intelecto que a su trata miento de las emociones y de la voluntad. El capítulo final, como el correspondiente de Ryle, lleva por título «La psicología». El título no se adapta exactamente al contenido de mi Prologo capítulo 10 más de lo que se adaptaba al contenido del correspon diente de Ryle, En ningún caso puede hallarse en él intento algunode ofrecer un tratamiento sistemático, o una evaluación, de las in vestigaciones empíricas recientes sobre la naturaleza de la mente. Más bien, en cada caso hay un intento de mostrar en qué sentido la filosofía puede aportar los fundamentos, o establecer los límites, del estudio científico de la mente. Este libro, como el de Ryle, está escrito dentro de la tradición de la fi losofía analítica. El método filosófico de los dos puede describirse, en cierto sentido, como lingüístico. Durante el último medio siglo muchas personas se han proclamado como adherentes a la filosofía lingüística y muchas como opuestas a ella. Ni la adhesión ni la oposición son po siciones de mucha utilidad, a menos que uno deje claro lo que quiere decir al llamar «lingüístico» a un estilo particular de hacer filosofía. «La filosofía es lingüística» puede significar al menos seis cosas di ferentes. 1) El estudio del lenguaje es una herramiento filosófica útil. 2) Es la única herramienta filosófica. 3) El lenguaje es el único objeto de la filosofía. 4) Las verdades necesarias se establecen me diante convención lingüística. 5) El hombre es fundamentalmente un animal que utiliza el lenguaje. 6) Todo lenguaje posee un estatus de privilegio sobre los sistemas técnicos y formales. Estas seis pro posiciones son independientes entre sí. (1) ha sido aceptada en la práctica por todos los filósofos desde Platón. Respecto a las otras cinco, los filósofos han estado y están divididos, incluyendo los filó sofos de la tradición analítica. En mi opinión, (1) y (5) son verdade ras y las otras cuatro son falsas. Pero no argumentaré esta tajante generalización en la presente obra. Ryle. aunque fue un filósofo lingüístico en al menos un sentido, no ti tuló su libro El lenguaje de la mente. En mi opinión, el libro no trata ba sólo del lenguaje de la mente, ni del concepto de lo mental, sino de la naturaleza de la mente; aunque desde luego era un estudio fi losófico y no empírico de esa naturaleza: un estudio, quizá, de la esencia de la mente. Pensé en titular mi propio libro La esencia de la mente, pero al final decidí titularlo, con deliberada ambigüedad, La metafísica de la men- te. El libro, como el de Ryle, ensaya un ataque sostenido contra una concepción falsa de la mente, la concepción cartesiana, que es me tafísica en el sentido del término que los positivistas hicieron injurian te, es decir, como refiriéndose a un conjunto de enunciados sobre la vida mental aislados de cualquier posibilidad de verificación o falsa- ción en el mundo público. Pero el libro se dedica -como gran parte L_a meta? del de Ryle- a mostrar la importancia de ciertas distinciones entre di- ' 6 "* ™ fe rentes tipos de actualidad y potencialidad, distinciones que consti tuyeron una de las mayores preocupaciones de la obra de Aristóteles que por vez primera llevó el nombre de Metafísica. El propósito de este libro es mostrar, dentro del reino de la filosofía de la mente, la confusión que puede generar la mala metafísica, y la claridad que es imposible sin !a buena. Al hacer esto, he tratado de mostrar que el empleo de las técnicas del análisis lingüístico puede ir a la par con el respeto por los con ceptos y las tesis tradicionales, por demás antiguas, en filosofía. Aunque escribo como un filósofo analítico, he tratado de mostrar que el sistema filosófico que intento presentar es una continuación del aristotelismo medieval en el que recibí mi formación filosófica más temprana. Sería una insolencia tratar de imitar el talento incomparable de Ryle para presentar la filosofía en un estilo que combinaba el rigor con ceptual con una contundente familiaridad. Pero he tratado de seguir su ejemplo escribiendo de una manera accesible para el lector de formación no filosófica. He intentado evitar la jeiga inexplicada, el simbolismo innecesario y la controversia alusiva a autores contem poráneos. Como Ryle, he renunciado al uso de notas al pie. Mis deu das con otros filósofos están, espero, adecuadamente reconocidas en un apéndice bibliográfico y en mis otras obras allí citadas. Anthony Kenny Balliol Marzo de 1989 Capitulo 1 El mito de Descartes El dualismo es la ¡dea de que hay dos mundos. Existe el mundo físi co que contiene la materia, la energía y todos los contenidos tangi bles del universo, incluyendo los seres humanos. Pero hay otro mun do psíquico: los acaecimientos y estados mentales pertenecen a un mundo privado que es inaccesible a la observación pública. Según el dualismo, los dos reinos separados de la realidad mental y la física in- teractúan, si acaso, sólo de una forma misteriosa que trasciende las reglas usuales de la causalidad y la evidencia. La presentación moderna más Impresionante del dualismo fue la fi losofía de Descartes en el siglo xvu. Descartes fue un genio de una capacidad extraordinaria. Sus ideas principales pueden expresarse tan concisamente que cabrían en el dorso de una postal; sin embar go fueron tan profundamente revolucionarias que alteraron el curso de la filosofía durante siglos. Si quisiéramos formular las ideas principales de Descartes en el dor so de una postal necesitaríamos sólo dos enunciados: el hombre es una mente pensante; la materia es extensión en movimiento. En el sistema cartesiano todo se ha de explicar en términos de este dua lismo de mente y materia. Desde luego, debemos a Descartes el concebir mente y materia como las dos grandes divisiones, mutua mente exclusivas y exhaustivas, del universo que habitamos. Para Descartes lo esencial sobre los seres humanos es que son sus tancias pensantes. La esencia total del hombre es la mente: en la vi da actual nuestras mentes están íntimamente unidas con nuestros cuerpos, pero no es nuestro cuerpo lo que nos hace ser lo que real mente somos. Desde luego, es posible una vida en la que siguiéra mos siendo esencialmente nosotros mismos sin poseer cuerpo algu no. La esencia de la mente es la conciencia: la conciencia de uno mismo y la de los propios pensamientos y sus objetos. El hombre es el único habitante consciente del mundo físico: todos los demás ani males, según Descartes, son meramente máquinas, complicadas pero inconscientes. Para Descartes la materia es extensión en movimiento. Por «exten sión» se quiere decir eso que tiene las propiedades geométricas de la figura, el tamaño, la divisibilidad, y así sucesivamente. Éstas son las únicas propiedades que han de atribuirse, a un nivel fundamen tal, a la matena. Descartes ofreció explicar todos los fenómenos del calor, la luz. el color y el sonido en términos del movimiento de pe queñas partículas de diferentes tamaños y figuras. Fue uno de los primeros exponentes sistemáticos de la idea occidental moderna de la ciencia como combinación de procedimientos matemáticos y mé todos experimentales. Los dos grandes principios de la filosofía cartesiana fueron -ahora lo sabemos- falsos. Durante su vida se descubrieron fenómenos que no podían explicarse sencillamente en términos de materia en movimiento. La circulación de la sangre y la acción del calor, descu biertos por el médico inglés William Harvey, exigían la acción de fuerzas para las que no había lugar en el sistema de Descartes. No obstante, su explicación científica del origen y la naturaleza del mundo estuvo de moda durante más o menos un siglo tras su muer te; y su concepción de los animales como máquinas fue más tarde ampliada por algunos de sus discípulos que afirmaron, para escán dalo de sus contemporáneos, que también los seres humanos eran sólo máquinas complicadas. La visión cartesiana de la naturaleza de la mente duró mucho más que su visión de la materia. Por supuesto es todavía la concepción más extendida de la mente entre los occidentales cultos que no son filósofos profesionales. La mayoría de los filósofos contemporáneos rechazarían el dualismo cartesiano, pero incluso aquellos que explí- p mito cifamente renuncian a él están profundamente influenciadospor esa d e D esca rtes concepción. Muchas personas, por ejemplo, se unen a Descartes al identificar el reino de lo mental con el reino de la conciencia. Piensan en la con ciencia como en un objeto de introspección; como aigo que pode mos ver internamente cuando miramos dentro de nosotros mismos. En cuanto a la conexión de la conciencia con la expresión lingüística y la conducta, creen que se trata de un hecho mesencial y contin gente. La conciencia, tal y como la conciben, es algo a lo que todos nosotros tenemos un acceso directo en nuestro propio caso. Los de más, en cambio, pueden sólo inferir nuestros estados conscientes a base de aceptar nuestro testimonio, o realizando inferencias causa les a partir de nuestro comportamiento físico. En el siglo actual se ha desarrollado una escuela de conductistas que, en reacción extrema a las ideas cartesianas, niegan la existen cia del reino mental en su conjunto. Los conductistas mantienen que cuando atribuimos estados o acaecimientos mentales a las perso nas, lo que realmente producimos son enunciados indirectos sobre su comportamiento corporal actual o hipotético. Una tosca versión del conductismo fue durante largo tiempo muy influyente entre los psicólogos. Versiones más sutiles del conductismo han sido mante nidas también por filósofos. El conductismo trata de reducir elementos mentales como la creen cia y el deseo a disposiciones físicas para el movimiento corporal. Se 31 han hecho intentos elaborados, por ejemplo, para presentar !a creen cia como una disposición corporal: como una tendencia, podríamos decir, a producir ciertos sonidos o marcas sobre el papel bajo de terminadas circunstancias. Una dificultad que se erige en el camino de tales intentos es que los movimientos corporales de la mandí bula y la lengua que, por ejemplo, expresan la creencia de que el mundo es redondo de un alemán son completamente diferentes de aquellos mediante los cuales un francés expresa la misma creencia. Es, por tanto, dudoso que la creencia de que el mundo es redondo pueda analizarse como una tendencia a producir movimientos corpo rales. Si la clase relevante de movimientos corporales se construye de manera que se identifique con aquellos que tienen significados u mê saca equivalentes, se hallara que la nocion de significado no presenta me- ñor dificultad para el análisis conductista que la noción de creencia Ambos, dualismo y conductismo, tratan de poner en duda cosas que todos sabemos que son ciertas. El conductismo pone en duda cosas que sabemos muy bien de nuestras propias mentes; el dualismo po ne en duda cosas que sabemos muy bien de las otras mentes. En su forma más extrema, el conductismo trata de decirme que no tengo ningún pensamiento o sentimiento que guarde para mí, sin ex hibirlo públicamente de algún modo; y sé que eso es falso. Como mí nimo, el conductismo trata de decirme que la conciencia de todos mis pensamientos y sentimientos es una inferencia indirecta a partir de hipótesis sobre mi conducta pública probable en circunstancias diversas; y eso es obviamente absurdo. El dualismo, por otro lado, conduce al escepticismo sobre las otras mentes, y pone en cuestión la conciencia de las otras personas. Cuando miro dentro de mí, según la concepción cartesiana, veo la conciencia. Pero ¿no es una irresponsabilidad el generalizar desde mi propio caso el de los demás? No puedo mirar dentro de los de más: constituye la esencia de la introspección el ser algo que todo el mundo debe hacer por sí mismo. ¿Puedo realizar una deducción causal a partir de la conducta de otras personas? No puedo empe zar a establecer una correlación entre la conciencia de otras perso nas y sus conductas cuando el primer término de esa correlación es, en principio, inobservable. Desde luego, puedo creer que observo la 32 correlación en mi propio caso; pero es precisamente esa correlación lo que parece temerario generalizar. Según esta concepción, en mí mismo observo la conducta y la conciencia, pero en los demás sólo observo la conducta. La muestra que observo es ridiculamente pe queña para permitir extrapolación alguna. Afortunadamente, el dualismo y el conductismo no agotan las alter nativas abiertas al estudioso de la filosofía de la mente. El filósofo de la mente más significativo del sigto XX ha sido Ludwig Wittgenstein, quien creía que tanto dualistas como conductistas eran víctimas de la confusión. La posición propia de Wittgenstein estaba a medio ca- ei « io mino entre el dualismo y el conductismo. Creyó que los acaecimien- '*■ Descartes tos y estados mentales no eran reducibles a sus expresiones corpo rales (como los conductistas habían argumentado), ni totalmente separables de ellos (como los dualistas habían concluido). Argu mentó que incluso cuando pensamos de forma más íntima y espiri tual. lo hacemos a través de la mediación de un lenguaje que está esencialmente ligado a su expresión pública y corporal. A diferencia de los conductistas, Wittgenstein no negaba la posibilidad de pen samientos secretos y espirituales; pero por otro lado mostró la inco herencia de la dicotomía cartesiana entre mente y cuerpo. Según Wittgenstein, la relación entre los procesos mentales y sus manifestaciones en la conducta no es una relación causal a determi nar, como otras relaciones causales, a partir de la concomitancia re gular entre esos dos tipos de acaecimientos. Por usar el término téc nico de Wittgenstein, la expresión física de un proceso mental es un criterio para ese proceso; es decir, el que un proceso mental de un tipo particular deba tener una manifestación característica es parte del concepto de ese proceso. Para entender el significado mismo de palabras como «dolor» o «pesar» uno debe saber que el dolor y el pe sar se hallan característicamente ligados a expresiones corporales particulares. Para entender la noción de cierto estado mental par ticular uno ha de entender qué tipos de conducta cuentan como evi dencia de que ese estado ha tenido lugar, En tales casos, la relación entre la evidencia conductual y el estado mental no es de carácter in ductivo. Es decir, no es el tipo de conexión establecida mediante la observación de que dos conjuntos de acaecimientos identificables in dependientemente tienen lugar al mismo tiempo. Debemos distinguir, argüyó Wittgenstein, entre dos tipos de eviden cia que podemos tener de que ciertos estados de cosas se han da do: debemos distinguir entre criterios y síntomas. Donde la relación entre cierto tipo de evidencia y la conclusión extraída de ella es ma teria de determinación empírica, mediante la teoria y la inducción, léi evidencia puede llamarse síntoma del estado de cosas. Donde la re lación entre la evidencia y esa conclusión no es algo descubierto me diante la investigación empírica, sino que debe ser captado por cual quiera que posea el concepto del tipo relevante de cosa, entonces la u netahsta . . . . . . . . . . . de lamenteevidencia no es un mero síntoma, sino un criterio de! estado de co * sas en cuestión. Un cielo estrellado por la noche puede ser síntoma de buen tiempo a la mañana siguiente; pero la ausencia de nubes, los rayos del sol, etc., por la mañana no son sólo síntomas, sino cri terios de buen tiempo. Utilizando la distinción, podemos decir que ciertos estados o acaeci mientos en el cerebro pueden ser síntomas de ciertos estados men tales, pero no pueden ser criterios de ellos como lo sería la conduc ta apropiada. Así, por ejemplo, ciertos patrones cerebrales eléctrico;; pueden ser, o pueden llegar a ser algún día, síntomas de que la per sona cuyo cerebro está en cuestión sabe inglés. Pero el que una persona use el inglés con facilidad no es sólo un síntoma de su co nocimiento del inglés, es un criterio de ese conocimiento. Los filósofos de la mente se ocupan del análisis de la relación entre la mente y la conducta. Cuando entendemos las acciones de los de más, respondemos a ellas y las evaluamos,hacemos un uso cons tante de conceptos mentalísticos. Sobre la base de lo que las perso nas hacen, y con objeto de hallarle un sentido, les atribuimos ciertos deseos y creencias. Adscribimos sus acciones a ciertas elecciones e invocamos, para explicar su conducta, diversas intenciones, motivos y razones. Los conceptos mentalísticos, como deseo, creencia, in tención, motivo y razón, son el objeto de la filosofía de la mente. En la acción humana buscamos un elemento mental; en la filosofía de la acción humana estudiamos la relación entre ese elemento mental y 34 la conducta pública. Los conceptos mentalísticos no pueden entenderse aparte de sus funciones a la hora de explicar y hacer inteligible la conducta de los agentes humanos. Pero esto no debe entenderse mal. Cuando ex plicamos la acción en términos de deseos y creencias no estamos proponiendo ninguna teoría explicativa para dar cuenta de ia acción. Aunque atribuyamos estados y procesos mentales a las personas sobre la base de su conducta pública, constituiría un error sugerir que comenzamos por el conocimiento directo de los movimientos fí sicos de sus cuerpos y elaboramos entonces hipótesis sobre las cau sas mentales ocultas subyacentes a esos movimientos. Es verdad que los deseos y las creencias explican la acción; pero la explicación no es, en modo alguno, de tipo hipotético causal. No es como si las acciones de los seres humanos constituyeran un con junto de datos brutos -los movimientos físicos identificables en sus rostros como los tipos de acciones que son- para los que busca mos, entonces, una hipótesis explicativa. Muy a menudo nos es mu cho más fácil dar descripciones mentalísticas de la conducta de los demás («estaba tratando de abrir la puerta*; «la estaba amenazan do») que dar cuenta de sus movimientos físicos con precisión. Los bebés aprenden a responder a los estados de ánimo de sus padres, y a adivinar sus intenciones, mucho antes de que hayan adquirido el lenguaje necesario para ofrecer descripciones físicas objetivas de sus movimientos corporales. Muchas cosas que los seres humanos hacen no son identificables como acciones de un tipo particular, a menos que se vean e inter preten como algo procedente de un conjunto particular de deseos y creencias. Una breve reflexión basta para mostrar esto en el caso de acciones humanas como comprar y vender, prometeise y casar se, mentir y contar cuentos. Pero esto también puede ser cierto en acciones más básicas, como matar y dejar morir, que aparentemen te son sólo físicas. Si un hechicero desarrolla un ritual cuyo propó sito es causar la muerte de un testigo si relata falsedades, y si en tonces el testigo muere repentina y misteriosamente, es mucho más difícil determinar si el hechicero mató realmente al testigo que saber cuál fue su intención. Muy a menudo, cuando asignamos una intención a una acción hu mana estamos atribuyéndole al agente ciertas razones para la ac ción. Cuando decimos que Jane actuó por cierta razón, estamos atri buyéndole el deseo de producir un cierto estado de cosas, y también la creencia de que cierta forma de actuar contribuirá a producir ese estado de cosas. Estamos, pues, atribuyéndole tanto un estado mental cognitlvo como uno afectivo. Los estados mentales cognitivos son aquellos que entrañan la po sesión, por parte de una persona, de un fragmento de información (verdadera o quizá falsa): se trata de cosas como la creencia, lia conciencia, la espera, la certeza y el conocimiento. Los estados afectivos de la mente no son ni verdaderos ni falsos; consisten en la actitud de búsqueda o evitación: se trata de cosas como el pro pósito, la intención, el deseo y la volición. Algunos estados menta les, por supuesto, son afectivos y cognitivos a un tiempo; la espe ranza y el temor, por ejemplo, abarcan tanto la espera de un estado de cosas anticipado como el juicio de que ese estado de cosas es bueno o malo. Cuando de esa forma inferimos estados y actividades mentales a partir de la conducta y el testimonio, no estamos realizando una va cilante inferencia inductiva sobre acaecimientos pertenecientes a un reino inaccesible. Los conceptos mismos de los estados mentales tienen por función capacitarnos para interpretar y comprender la con ducta y las proferencias de los seres humanos. La mente misma puede definirse como la capacidad para desarrollar las conductas complejas y simbólicas que constituyen la actividad lingüística, so cial, moral, económica, científica, cultural, y otras que caracterizan a los seres humanos en sociedad. La recién sugerida definición de mente es muy distinta de la defi nición cartesiana con la que comenzamos. Para Descartes, el ras go definitorio de la mente es más la conciencia que la capacidad para la actividad simbólica. Con objeto de poner de manifiesto la magnitud de la revolución cartesiana en filosofía, merece la pena explicar cómo trazó Descartes las fronteras de la mente en un lu gar completamente diferente del que señalaron sus predecesores en la antigüedad-y la Edad Media, en la tradición que se remonta a Aristóteles. Para los aristotélicos anteriores a Descartes, la mente era esencial mente la facultad, o conjunto de facultades, que distinguen a los se res humanos de otros animales. Los animales y los seres humanos compartían ciertas habilidades y actividades: los perros, las vacas, los cerdos y los hombres podían ver, oír y sentir; todos tenían en co mún la facultad o facultades de la sensación. Pero sólo los seres humanos podían tener pensamientos abstractos y tomar decisiones racionales: se distinguían de los otros animales por la posesión de intelecto y voluntad, y eran estas dos facultades las que esencial mente constituían la mente. Los aristotélicos cristianos creyeron que la actividad intelectual era, en un sentido particular, inmaterial, mientras que la sensación era imposible sin un cuerpo material. Para Descartes, y para las generaciones de filósofos y psicólogos que han sufrido su influencia, la frontera entre la mente y la materia estaba situada en otro lugar. Era la conciencia, no la inteligencia o la racionalidad, lo que constituía el criterio definitorio de lo mental. La mente, desde el punto de vista cartesiano, es el reino de todo lo accesible a la introspección. El reino de la mente, por tanto, incluía no sólo el entendimiento humano y la voluntad, sino también el ver, el oír, el sentir, el dolor y el placer humanos. Pues cada forma de sensación humana, según Descartes, incluía un elemento que era más bien espiritual que material, un componente fenoménico que no estaba más que contingentemente relacionado con causas, ex presiones y mecanismos corporales. Descartes habría estado de acuerdo con sus predecesores aristo télicos en que la mente es lo que distingue a los seres humanos de otros animales. Pero el sentido en el que esta tesis era verdadera para él difería completamente de aquel en el que lo era para ellos. Lo que la hacía verdadera para los aristotélicos era que la mente es taba restringida al intelecto y la voluntad, y sólo los humanos pose ían intelecto y voluntad. Lo que la hacía verdadera para Descartes era que aunque la mente incluía la sensación, sólo los humanos po seían auténtica sensación. Como se ha dicho, Descartes negaba que los animales tuviesen en modo alguno verdadera conciencia. La maquinaria corporal que acompaña la sensación en los seres hu manos podía darse también en los cuerpos de los animales; pero en un animal un fenómeno como el dolor era un acaecimiento pura mente mecánico, no acompañado por la sensación que los huma nos tienen cuando algo les duele. La diferencia más obvia entre los seres humanos y otros animales parece ser que los humanos son usuarios de un lenguaje y otros animales no. Por eso cuando queremos referirnos brevemente a ani males no humanos los llamamos brutos y ésta es también una razón de la definición tradicional del ser humano como animalracional. La distinción entre usuarios y no usuarios de un lenguaje juega un papel tanto en la demarcación aristotélica de las fronteras de la mente como en la cartesiana. Según la tradición precartesiana el in telecto en los seres humanos es equivalente a la habilidad de usar de forma inteligente las palabras y las oraciones. También Descar tes señala el carácter único de la posesión humana del lenguaje co mo una prueba de que sólo los humanos poseen mente; pero a di ferencia de sus predecesores cree que no puede haber conciencia sin lenguaje. Para él la conciencia es la característica definitoria de la mente, que se ve acompañada por la capacidad lingüística. Para sus predecesores la frontera entre usuarios y no usuarios de un tan- guaje puede trazarse dentro del reino de los seres conscientes. La razón por la que Descartes pudo utilizar el don del lenguaje, pro pio de la especie humana, para eliminar la conciencia animal fue que identificaba conciencia y autoconciencia. Es cierto que la autocon- ciencia no es posible sin lenguaje: sin éste no hay diferencia entre te ner un dolor y pensar «Tengo un dolor». Pero los predecesores de Descartes estaban en lo cierto al creer que puede haber conciencia sin autoconciencia, así que puede haber dolor sin lenguaje. Al introducir más bien la conciencia que la racionalidad como la ca racterística definitoria de la mente, Descartes hizo que concebir la mente como un dominio oculto y privado fuera algo natural. La racionalidad no es algo particularmente privado. Según los pre decesores de Descartes, lo que distinguía a los humanos de los ani males era la capacidad humana de hacer cosas como entender la aritmética y desear la fama. Ni la comprensión de la aritmética ni el deseo de fama son estados especialmente privados; el sujeto no po see una autoridad especial para pronunciarse sobre su presencia o I I rnto •k Descartes !9 ausencia. Puedo creer que entiendo una operación aritmética parti cular, pero mi maestro puede hacerme ver, mediante un ejercicio, que no es así. De forma similar, un amigo perceptivo puede conven cerme de que dirijo una campaña política particular, no por amor a la justicia, sino con objeto de que mi nombre aparezca en los periódi cos. En materias tales como la comprensión de la aritmética y la bús queda de la fama, mi propia aseveración sincera no es la última pa labra posible. Por otro lado, si deseo saber qué impresiones sensoriales está te niendo alguien, tengo que conceder a sus preferencias un estatus especial. La forma natural de averiguar lo que alguien parece ver u oír, o lo que está imaginando o diciéndose a sí mismo, es pedirle que me lo diga. Lo que ofrezca como respuesta no tiene por qué ser ver dadero -puede no ser sincero, o entender mal las palabras que usa- pero no puede estar equivocado. La experiencias de esta clase parecen estar exentas de duda para la persona que las tiene. Descartes tomó este tipo de indudabilidad como la propiedad ca racterística del pensamiento. Tales experiencias son privadas para sus poseedores en el sentido de que no pueden dudar de ellas, aunque otros sí puedan. La privacidad se convierte así en la marca de lo mental en el sistema cartesiano. Está claro que este tipo de privacidad es completamente diferente de la racionalidad. Sabemos que el descubrimiento del teorema de Pitágoras fue un ejercicio de racionalidad, sin saber si Pitágoras desarrolló primero el teorema en su cabeza o haciendo rayas en la arena. Por otra parte, la imitación del canto de los pájaros no es en sí misma algo que demuestre racionalidad, tanto si se hace en voz alta como murmurando en la privacidad de la imaginación. Intelección y sensación no son las únicas capacidades y actividades humanas de las que podamos creer que pertenecen a la mente y que hayan sido identificadas por algunos filósofos como fenómenos mentales. Además de la capacidad de percibir y comprender, los se res humanos poseen, por ejemplo, memoria, imaginación y pasiones o emociones. Descartes y sus predecesores coincidieron al clasificar la memoria y la imaginación como sentidos internos. Consideraron estas facultades como sentidos porque vieron funciones como la de producir imágenes, y creyeron que las imágenes internas son una ré plica de los objetos externos de los sentidos. Consideraron estas fa cultades como internas porque su actividad, a diferencia de la de los sentidos, no estaba controlada por estímulos externos. Argumentaré en un capítulo posterior que la concepción de los sen- La maâ ca de '>3 inerte tidos internos es un error, y que la relación entre la sensación y las imágenes mentales fue incorrectamente explicada tanto por Des cartes como por sus predecesores. Donde Descartes difería de sus predecesores, a este respecto, era en considerar la imaginación co mo parte de la mente. La imaginación, como la sensación, era para él una operación mental acompañada de actividad mecánica dentro del cuerpo. La actividad mecánica de la imaginación -y Descartes estaba listo para asignarle una localización precisa en el cerebro- era algo que podía tener lugar en el interior de un animal al igual que en el de un ser humano. Pero la actividad mental pura de la imagi nación era peculiar a los humanos y podía tener lugar sólo en un al ma incorpórea. Para los predecesores de Descartes la imaginación no era parte de la mente, sino algo completamente corporal; las almas y los espíritus que carecían de cuerpo carecerían también de imaginación. Por otro lado, para algunos de los sucesores de Descartes los sentidos inter nos llegaron a constituir la mente por excelencia. Los filósofos empi ristas británicos concebían desde luego la relación entre la mente y el cuerpo totalmente en términos de la relación entre el funciona miento de los sentidos internos y el de los sentidos externos. En la psicología de David Hume, las aportaciones de los sentidos externos son impresiones y las de los sentidos internos ideas; el contenido completo de nuestras mentes, la base fenoménica a partir de la que se construye la totalidad del mundo, no consiste si- 40 no en impresiones e ideas. Más aún, el significado de las palabras de nuestro lenguaje consiste en su relación con impresiones e ideas. Es el flujo de impresiones e ideas en nuestras mentes lo que hace que nuestras proferencias no sean sonidos vacíos, sino la expresión del pensamiento; y si no puede mostrarse que una palabra se refiere a una impresión o a una idea debe descartarse como carente de significado. La explicación empirista de la relación entre lenguaje y pensamiento es perversa. La cuestión de si puede existir pensamiento sin imáge nes no es sencilla, y más adelante en este libro trataré de desvelar algo de su complejidad. Pero incluso si concedemos, por mor del ar gumento, que el pensamiento y la imaginación a menudo van de la mano, es importante tener claro cuál de esas operaciones otorga significado a cuál. Cuando hablamos en silencio con nosotros mis mos, las palabras que proferimos en la imaginación no tendrían el significado que tienen si no fuera por nuestro dominio intelectual del lenguaje al que pertenecen. Y cuando pensamos con imágenes vi suales o con palabras no proferidas, las imágenes aportan mera mente la ilustración a un texto cuyo significado está dado por las pa labras que expresan los pensamientos. Un filósofo empirista podría estar dispuesto a aceptar la pretensión de que las imágenes tienen el significado que tienen sólo cuando se hallan en la mente del usuario del lenguaje. Pero podría mante ner que el dominio del lenguaje es algo que en sí mismo ha de ex plicarse en términos de leyes de asociación entre imágenes en sucesión. Pero esto parece ser un error. La adquisición del len guaje puede explicarse sólo si postulamos una habilidad especial propia del género humano. Los animales domésticos viven en el mismo ambiente sensorial que los bebés humanos; sin embargo parecenincapaces de lograr el dominio de los términos abstractos y universales que los niños adquieren a medida que crecen. Si estamos dispuestos a hablar de alguna forma de sentidos internos, debemos sin duda atribuirlos a los animales igual que a los hu manos; pero para la adquisición del lenguaje tanto la tradición aris totélica como la cartesiana insistirían en que el sentido interno no es suficiente, es necesario el intelecto. En la explicación empirista de la mente, los filósofos anteriores no pudieron reconocer nada que pudieran llamar intelecto. El programa empirista podría, desde luego, describirse como el esfuerzo por eliminar el intelecto en fa vor del sentido interno. En las últimas dos décadas ha habido un renacimiento sorprendente del cartesianismo. Ello se ha debido principalmente a dos factores: primero, a una comprensión insuficiente por los filósofos del carác ter concluyente del mortífero tratamiento de la noción cartesiana de conciencia a manos de la critica filosófica de Wittgenstein; y segun do, al resurgimiento de ciertos aspectos de la filosofía cartesiana por parte del lingüista Noam Chomsky. Una de las teorías cartesianas era que algunas de las ¡deas que ju gaban un papel crucial en el entendimiento humano no se adquirían por medio de la experiencia, sino que eran parte innata de la estruc tura de la mente. Esta tesis fue duramente combatida por los filóso fos empiristas que siguieron a Descartes, y gran parte de la psicolo gía de los siglos xix y xx aceptó como verdadero que sobre este punto Descartes estaba equivocado y los empiristas no. Chomsky, por el contrario, defendió la tradición cartesiana como el mejor marco para la comprensión del uso humano del lenguaje. Los datos presentes para un niño, argüyó Chomsky, son demasiado frag mentarios para proporcionar una base para la adquisición del len guaje por cualquiera de los métodos normales de aprendizaje; el ve loz dominio del lenguaje por parte de los niños puede explicarse sólo sobre la base de una capacidad innata propia de la especie humana. La teoría de Chomsky, al menos en su forma inicial, era una hipóte sis empírica. Mantenía que la mente posee innatamente ciertos principios organizativos de gramática universal como un sistema abstracto subyacente a la conducta. La existencia o inexistencia de tal modelo se defendió en términos de su necesidad o adecuación para la explicación de ciertas actividades y habilidades lingüisticas humanas (en particular la construcción de oraciones bien formadas de distinto grado de complejidad). No todos los lectores de Chomsky se han convencido de que las es tructuras mentales innatas postuladas por su teoría lingüística tienen en común con las ideas innatas de Descartes algo más que el nom bre. Desde luego, gran parte del aparato teórico de Chomsky hubie ra sido seriamente rechazado por Descartes. Por ejemplo, Chomsky reintrodujo la noción de facultad y le dio una importancia en psicolo- gía que no había tenido durante muchos siglos. Distinguió, por ejemplo, entre la facultad lingüística y la facultad numérica, y de fendió que los fenómenos de la adquisición del lenguaje humano mostraban que debe existir una facultad lingüística propia de la es pecie, completamente distinta de la capacidad para el cálculo mate- i imito mático que podría ser común, no sólo a los seres humanos, sino a ifi* Descartes especies de otros planetas, que podrían sentirse perplejas en con- tacto con algo parecido al lenguaje humano. Descartes, por otra par te, consideraba la noción de facultad como un anacronismo aristoté lico que obstaculizaba el verdadero progreso científico. Chomsky creía que al usar el lenguaje exhibimos un conocimiento tá cito, al poner en funcionamiento reglas y principios que no pueden formularse conscientemente del modo habitual. Descartes, que de finía los contenidos mentales en términos de conciencia, se habría visto forzado a rechazar cualquier recurso a un conocimiento tácito, no formulado. No obstante, el patrocinio de Chomsky de la lingüística cartesiana dio nueva vida a muchas ideas filosóficas de Descartes. En particu lar, la noción cartesiana de conciencia, que muchos filósofos creye ron destruida por la obra de Wittgenstein, se levantó de entre los muertos del modo más notable. Este resurgimiento resultó dignifica do por algunos comentaristas como «la revolución mentalista» de la década de los setenta. No hay nada filosóficamente objetable en la postulación de Chomsky de estructuras mentales innatas. Obviamente, los seres humanos na cen con ciertas habilidades, que incluyen tanto habilidades para ma durar como para aprender. El determinar si la habilidad para adquirir gramáticas de cierta clase es una habilidad para aprender, o una para maduiar bajo ciertas condiciones, constituye un problema filosófico 43 abierto, susceptible de resolverse mediante la investigación empírica. La noción de facultad no mereció nunca la deshonra en que cayó du rante varios siglos. Desde luego, si una facultad se considera como un órgano inmaterial, o como un impulso paramecánico, la noción se presta a la parodia filosófica destructiva. Pero si por facultad quere mos decir simplemente un tipo particular de capacidad mental, en- tonces es indudable que los seres humanos tienen diversas faculta des. La noción filosófica de facultad se analizará con simpatía en el capítulo 5 de este libro. Pero es algo notable que ¡a noción cartesiana de conciencia haya recuperado el favor entre algunos admiradores de Chomsky, al am paro de la noción cartesiana de idea innata y la no cartesiana noción de facultad. Para nosotros es corriente oír hoy día que los estados mentales, además de cualesquiera relaciones que puedan tener con los ¡nputsy outputs corporales, poseen una naturaleza cualitativa o interna que es fundamentalmente inexpresable. En el caso de lias sensaciones se llaman «cualidades sensoriales», Los dolores, por ejemplo, poseen una cualidad intrínseca, revelada por introspec- ción, que es totalmente distinta de cualquiera de los criterios para el dolor que podrían ser determinables por un observador externo. Cualquier filosofía adecuada de la mente, se nos dice, debe ser ca paz de hacer sitio a esas cualidades inefables. La pretendida existencia de cualidades se utiliza a menudo para po ner una objeción a la filosofía de la mente llamada «funcionalismo», ahora más de moda. El funcionalismo es popular no sólo entre filó sofos y psicólogos sino también entre investigadores en el campo de la inteligencia artificial y las ciencias cognitivas. Los especialistas en inteligencia artificial tratan de fabricar ordenadores que no sólo re suelvan problemas, sino que los resuelvan del modo en que lo hacen los seres humanos. En relación a los diseñadores y programadores normales de ordenadores pueden compararse con los ingenieros aeronáuticos, que tratan, no de idear el aeroplano más eficaz, sino de construir un pájaro artificial. Los partidarios de las «ciencias cog nitivas» pueden trabajar en diversas disciplinas —filosofía, psicología empírica, inteligencia artificial-. El nombre no es tanto la demarca ción de un área de estudio como un manifiesto de la creencia de que los rasgos característicos de la mente humana serán eventualmente explicables de manera desmitificadora mediante ciertos procedi mientos científicos de moda. El funcionalismo se presenta a menudo como una modificación so fisticada del conductismo. Mientras el conductismo creía que cada estado mental podría definirse en términos de su expresión'conduc- tual, o de su expresión conductual junto con su estimulación am biental, el funcionalismo acepta que los estados mentales no pueden definirse excepto en relación con otros estados mentales. Según el funcionalismo, lo definido en términos de expresión externa y esti mulación observable, incluso desde la concepción más optimista, no serán estados mentales individuales, sino
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