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Sergi Rufi - Una psicología real-Libros Cúpula (2020)

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Índice
Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
I. Motivos para una revolución
1. LAS TRES MENTES
2. EL NIÑO DEL CUENTO DEL TRAJE DEL EMPERADOR
II. La sombra
3. EL GRAN TEATRO AMERICANO
4. LA MILITARIZACIÓN SOCIAL
5. LA RELIGIÓN DE LA CIENCIA OFICIAL
6. TELEVISIÓN Y PRENSA COMERCIAL
7. LA CULTURA DEL «SELFIE»
8. HOGAR PATOLÓGICO Y AMOR TÓXICO
9. LA DICTADURA DE LA MENTE RACIONAL
10. LA PSICOLOGÍA 1.0 Y LA FIEBRE DEL «COACHING»
11. «NEW AGE» DISNEY
III. La luz
12. UNA PSICOLOGÍA REAL
13. EL NIÑO INTERIOR
14. EL HEMISFERIO DERECHO
15. LA MENTE GRANDE
16. UNA ESPIRITUALIDAD REBELDE
Notas
Créditos
Sinopsis
En un mundo artificial como el actual, donde el psicólogo lo sabe todo, el
coach se muestra perfecto, el profesor de yoga sonríe a todas horas y el
desarrollo personal es un negocio, el doctor Sergi Rufi disiente, se moja
y comparte desde la crudeza de la imperfección su propio camino y vía
de sanación. Con un verbo afilado y sin pelos en la lengua, narra primero
su experiencia como bala perdida y eterno paciente, y como profesor
universitario y terapeuta consolidado después.
Un texto de psicología alternativa para espíritus jóvenes, valientes e
inconformistas. Un exabrupto atemporal contra la cultura oficial, la
psicología convencional y la autoayuda comercial, contado en primera
persona por un peculiar doctor en psicología.
Un ensayo autobiográfico sobre angustia, incomprensión, rebeldía y
redención. Un manifiesto contundente sobre las causas del sufrimiento
en el siglo XXI. Un alegato a favor de una nueva psicología más REAL y
de una espiritualidad útil, más verdadera.
Es la era de la «nueva normalidad», la hora de una mayor coherencia
y honestidad. Lo REAL no va de pensamiento positivo o negativo, ni de
hacerlo mejor o lograr más cosas. Lo REAL no va de seguir modas, va
de la pureza del sentimiento y la reflexión personal. Cada camino es
único e intransferible y nadie nos puede decir cómo vivir nuestra vida.
UNA PSICOLOGÍA REAL
Cómo transformé mi sufrimiento en sentido y bienestar
Sergi Rufi
 
Dedicado a Linda, mi gran compañera 
y musa durante la gestación de este libro.
Ya descansas eterna en mi memoria,
te llevo siempre en mi corazón.
I
Motivos para una revolución
Solo deberíamos leer libros que nos muerdan y
pinchen. El libro que estamos leyendo debería
obligarnos a despertar como un puñetazo en la cara.
Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado
dentro de nosotros.
F. KAFKA
1. LAS TRES MENTES
La mente puede ser un instrumento de bienestar o de tortura. Puede ser el motor
de una vida equilibrada o de un camino pedregoso. Pero ¿comprendemos
realmente lo que nos ocurre por dentro? ¿Conocemos de verdad ese centro que
gestiona nuestras preferencias y experiencias? Este primer capítulo es una
invitación al conocimiento de una parte esencial y a menudo muy desconocida
de nosotros: nuestra mente.
En la actualidad, existen tres tipos de mentes que representan distintos
paradigmas psicosociales (psicológico y social) y emoespirituales (emocional y
espiritual). A lo largo de estas páginas voy a ir dibujando su contorno, pero, para
empezar, haré una breve descripción de cada una de ellas.
LA MENTE 1.0
Representa el viejo paradigma psicosocial y se estructura a partir de lo racional,
de la autoridad descendente y de la consiguiente desconexión emocional,
reminiscencia de la cultura bélica del siglo pasado, una cultura que fabrica
bandos, facciones y conflicto inherente. La mente 1.0 sigue a pies juntillas el
libro de instrucciones, el manual académico, la portada del periódico, el método
científico y la verdad oficial. Habita en un yo heredado traspasado de generación
en generación, que no se autocuestiona ni cuestiona la realidad. Esta conciencia
refleja el eslabón perfecto de la cadena de montaje oficial, un individuo
convencional, estándar, tradicional, obediente, políticamente correcto,
consumidor fidelizado, socialmente programado y, por lo tanto, replicante. La
mente 1.0 vertebra una cultura oficial diseñada para ahogar cualquier amago de
originalidad, creatividad, diferencia, comunión, transformación y cambio,
porque estas son percibidas como amenazas.
Este tipo de mente supone un nivel de conciencia cuyos rasgos son:
La idea de que el pensamiento controla la emoción (modelo de
procesamiento y decisión top-down), y que la mente controla el cuerpo y es
la causa de la realidad.
La evitación y control emocional como forma de vida.
La rigidez intelectual y el pseudoescepticismo (niega en lugar de dudar).
La negación de la sensibilidad y la vulnerabilidad.
La fortaleza como ocultación de debilidad, y la fragilidad visible como
error y vergüenza.
El estilo discursivo condescendiente-paternalista y la voz interior crítica.
La estrategia de resolución de conflictos basada en el ataque-defensa, el
castigo y la culpa (siempre a la defensiva).
La ideología maniquea de bueno o malo, positivo o negativo, masculino o
femenino, héroe o mártir.
El moralismo con la diferencia y la exclusión del diferente.
La negación del principio de feminidad, del niño interior herido, 1 y la
proyección de este sobre los demás.
La creencia en la casualidad y el azar.
La idealización de la infancia y el optimismo infantil.
La baja conciencia o inconsciencia (está emo-espiritualmente «dormido»).
Además, es una mentalidad afín a la ideología del sacrificio, el esfuerzo
continuado y el hacedor compulsivo. Posee una baja conciencia de
interdependencia humana e interespecies y sigue el dictado de la lógica religiosa,
la científica oficial y los medios de comunicación comerciales. Se especializa en
el eje horizontal-material de la vida y su propósito es la ostentación de éxitos
visibles: estudios, trabajo, dinero, pareja, casa, familia, estatus. Además,
sospecha de toda disidencia del molde oficial y rechaza el cambio psicológico y,
ante el error propio, se justifica, no se disculpa. Para la mente 1.0, lo divergente
está errado de raíz y condenado a regresar al hogar tradicional, como ocurre en
la parábola del hijo pródigo. Sin embargo, también hay personas 1.0 no
invasivas, que no se entrometen en la vida de los demás y dejan a la gente en paz
con su diferencia.
LA MENTE 3.0
Por el contrario, la mente 3.0 representa el nuevo paradigma, el cual significa
conexión, apertura y aceptación emocional como estilo de vida; flexibilidad y
regulación emocional; realismo del sentimiento, sensibilidad, atención,
presencia, escucha, comprensión, confrontación amable y conciliación, cariño,
perdón, oportunidad, responsabilidad, comunicación horizontal, adulto interior,
unión, inclusión, error y solución, respeto, fortaleza como conexión y expresión
de la vulnerabilidad, apertura a la debilidad, fragilidad sin culpa, una mente
emo-espiritualmente «despierta».
Supone un nivel de conciencia que cree en la sincronicidad, en el continuo de
opuestos complementarios: agradable y desagradable, masculino y femenino.
Una mente consciente de que la emoción y los valores dirigen el pensamiento
(modelo de procesamiento bottom-up), de que este es una consecuencia, y que
confía en la vida y en la unidad cuerpo-emoción-pensamiento-espíritu. La
conciencia 3.0 cuestiona el credo heredado y se ha emancipado de las
coordenadas convencionales, poniéndose de pie por sí misma. Cree en la
intuición, la interdependencia y el hemisferio derecho del cerebro, y se ha
liberado del manual de instrucciones del sistema oficial y su lógica maniquea. Es
hereje porque recela de los medios de comunicación comerciales, la religión y la
ciencia oficiales, agentes de control social. Ha chocado contra los muros de la
iglesia de la moral y el buen pensamiento, y por ello ha sido señalado como raro
y diferente.
La mente 3.0 es consciente de que el ser humano es una pieza más del
universo y su cometido es convivir en armonía con el resto de los seres. Sabe
que quien asume y elabora la herida interior de la infancia se empodera y no
necesita de dogmas heredados. Es de naturaleza sensible, inquieta,
inconformista, libertaria, y se movilizapara renovar el viejo paradigma. Se
interesa por el eje vertical-espiritual de la vida sin renunciar a las posesiones
mundanas. Practica la espiritualidad sin etiquetas, en cualquiera de sus facetas. A
través de la experiencia, halla la esencia de su identidad y acaba empujando la
conciencia más allá de su nicho familiar. Esta mentalidad fabrica una cultura que
se instala en el proceso, la cooperación, la autenticidad, la fusión de los opuestos
y el cuestionamiento pacífico de la Máquina, del sistema oficial.
La mente 3.0 hace de su vida una vía de evolución interior hacia un yo REAL
(un yo propio, al margen de los dictados familiares). Para esta mentalidad, la
vida es una dinámica abierta donde el tipo de relaciones están por construir y las
verdades por escribir a golpe de aprendizaje.
LA MENTE 2.0
Por último, la mente 2.0 es un híbrido de las dos anteriores. Posee una alta
conciencia y percibe la realidad profunda e interconectada de las relaciones
como la mente 3.0, pero tiene un desarrollo emo-espiritual escaso porque, como
la mente 1.0, no cree en la transformación interior. Por lo tanto, sufre y a veces
manipula con su herida interna (complejos, bloqueos, inseguridades y traumas).
Además, suele ser escéptica, hiperracional, pesimista y victimista. La mayoría de
los trastornos psicológicos se suelen manifestar en este nivel de conciencia, ya
que el inconsciente (1.0) no se da cuenta y el emancipado (3.0) se sigue
trabajando. Muy poca gente nace en un estado de conciencia 3.0, la mayoría
nacemos entre el nivel 1.0 y el 2.0. En general, una acción externa en sí misma
no revela el grado de conciencia de quien la realiza. Es la intención, o nivel de
comprensión de la repercusión que esta tiene, la que hace que el autor de dicha
acción tenga un nivel de conciencia u otro. Es decir, hay profesores de yoga con
mentalidad 1.0 y algún político con mentalidad 3.0.
En realidad, que tengas un nivel de conciencia u otro no tiene que ver tanto
contigo. No se trata de una elección racional y consciente: la conciencia nos
contiene a nosotros, se amplía y se despliega a sí misma. Unas veces ocurre
desde la cuna, otras tras sufrir una vivencia traumática; pero llega un momento
en el que, de repente, el molde estalla y los finos hilos que hilvanan el universo
se visibilizan. Entonces, los botones premeditados de la Máquina se avistan y el
montaje oficial queda al descubierto. Una vez la manzana del autoconocimiento
ha sido mordida, las puertas del paraíso de la inocencia Disney se cierran para
siempre. La ficha cae, la conciencia 2.0 se desdobla y ya no hay marcha atrás.
Toca decidir si seguir intimidado y replicar el sufrimiento heredado, o tratar de
renovar el tablero sobre el que se desenvuelve la realidad.
2. EL NIÑO DEL CUENTO DEL TRAJE 
DEL EMPERADOR
Desde que tengo uso de razón, he sido un elemento incómodo para la Máquina.
Recuerdo como si fuera ayer el comentario que le hizo una profesora a mi padre.
Fue durante el primer curso de colegio, yo tenía apenas seis años y en el
apartado de observaciones del informe de calificaciones rezaba diáfana una
sentencia: «Sergi es un pendenciero y revoluciona la clase». No entendí el
significado de aquella extraña palabra, pero no tardé mucho en sentir sus
consecuencias. Debí de ser uno de los niños más castigados por el sistema
educativo. Constantes amenazas, broncas, mofas, golpes, collejas y tortazos, a
mano abierta y a diario, por parte de aquella autoridad sádica. Eran otras épocas
y el abuso de autoridad era el pan nuestro de cada día en las aulas. A mí no me
hizo bullying ningún alumno, sino el claustro entero de profesores.
REBELDE DESDE LA CUNA
Yo no era ningún santo. Ciertamente, era un niño nervioso, inquieto, impaciente,
con una mente veloz que lo atrapaba todo al vuelo y a quien el cadencioso ritmo
de lo cotidiano sumía en un incómodo aburrimiento. Guardar silencio, ponerse
en fila, seguir normas, memorizar datos, pasar el test, ser monitorizado, juzgado
y comparado. Para colmo, sacaba buenas notas sin esforzarme, era de los
primeros en finiquitar los ejercicios en clase y los deberes en casa. Además,
tenía un imán en lo social y, donde iba, la gente me seguía; sin quererlo, me
convertía en el líder de la clase, de mi pandilla, en el capitán del equipo de
fútbol. Al mundo de los adultos le sacaba de quicio mi marcada inclinación
disruptiva, que pensara diferente, que hablase diferente, que latiera diferente, que
necesitara mi propio ritmo para casi todo. Ellos no lo veían como algo natural,
sino malintencionado. En cualquier lugar donde había una dirección férrea, esta
me percibía como una amenaza para la convivencia y me tomaba como cabeza
de turco descargando su frustración contra mí.
Conforme iba creciendo, los calificativos hacia mí iban escalando en
intensidad: gamberro, provocador, rebelde, indomable, oveja negra, bala
perdida... Sin embargo, nadie consideraba mis carencias emocionales. Nadie se
preocupaba por indagar en los motivos subyacentes que alimentaban mi manera
de habitar en el mundo. Mi sensibilidad, mi naturaleza oscilante, mi intensa
reactancia ante la manipulación, mi tendencia a dinamitar espacios ocupados. Mi
sufrimiento desde la cuna y la consiguiente necesidad de escucha, comprensión y
reconocimiento, de un abrazo cálido y maternal que aflojara el nudo de mi
bloqueo interior.
EL HOMBRE EQUIVOCADO
Y así, buscando mi lugar en el mundo y una cierta paz interior, comenzó mi
peregrinaje por los caminos de la salud emocional. Mi padre me llevó a toda
suerte de profesionales para tratar de arrojar luz sobre mis problemas de
conducta y maniatar el miura interior. Pedagogos, psicólogos y psiquiatras
convencionales me exploraron, me colocaron sus etiquetas, arrojaron sus
consejos de manual y me cortapisaron el impulso con sus medicamentos. Y pasé
de niño a adolescente y de adolescente a paciente crónico en plena juventud. Me
convertí en una carga para mi familia, para los profesores, para el mundo de los
adultos. Oficialmente, era el hombre equivocado porque todo lo que tocaba se
rompía, todo lo que intentaba se torcía, y yo no sabía cómo romper esa inercia.
Me sentía un renglón torcido, un cajón lleno de problemas sin fondo. Era un
villano, un señalado, una carga indeseable a esquivar por la gente de bien.
EL ATRAPAMIENTO CULTURAL
Cuando me preguntaban a qué quería dedicarme de mayor, contestaba que
cantante de rock o escritor maldito. Solo tenía claro que quería señalar las
injusticias del sistema oficial y abollar la corrupción del mundo adulto con mi
voluntad contestataria. Me negaba a repetir el mismo bucle que todos seguían
ciegamente: familia, escuela, universidad, trabajo, matrimonio, hipoteca, hijos,
fin de semana para desconectar, vacaciones en agosto... El atrapamiento cultural
del sistema monocromático y reiterativo no era para mí. No estaba interesado en
seguir los peldaños marcados por quienes me habían marginado y humillado
públicamente tantas veces. Yo no encajaba en sus epígrafes, sus moldes, sus
modas ni en sus inventarios aleatorios. Yo representaba la amenaza al traje y a la
corbata, a la rueda de hámster. Me negaba a replicar algo en lo que nunca había
creído. Me sentía desempoderado por quien se suponía que tenía que
comprenderme y ayudarme a convertirme en alguien de provecho y ser feliz.
Estaba convencido de que debía de haber alguna alternativa más tonificante para
mi alma inquieta.
Supongo que en el fondo de mi mente albergaba un deseo ardiente de
venganza. La Máquina me había despojado de toda confianza en mí mismo y
flotaba por las calles solitarias sin propósito ni dirección, lleno de rencor. La
misma semana que fui a hacer una prueba para convertirme en actor porno, me
presenté en el seminario conciliar a informarme del plan de estudios. Quería
encontrar mi sitio y escapar del aburrimiento cósmico como fuera. Mientras
tanto, realizaba pequeños trabajos como árbitro de fútbol, repartidor de comida,
mensajero, camarero, socorrista, figurante, comercial de tarjetas de crédito o
guía de despedidasde soltera. Cuando alguno de los trabajos me saturaba
emocionalmente, lo abandonaba fingiendo un accidente. Me colocaba una
escayola antigua en la mano, de una de las veces que me había peleado, y,
tremendamente consternado, le comunicaba al jefe mi incapacidad de seguir en
aquel trabajo que me hacía tan feliz.
UNA PIEZA DEFECTUOSA DE LA CADENA DE MONTAJE
Tras varios fracasos haciendo pinitos en diferentes áreas académicas como la
informática, el derecho, la música o el guion de cine, decidí probar suerte con la
psicología. Me urgía hallar algo de sentido y alejar los pies de la cornisa.
Anhelaba la idea de tener una oportunidad y encontrarme de una vez por todas.
Durante los cuatro años de la licenciatura, estuve emocionalmente abducido por
el trepidante ritmo universitario. Me subí desesperado a aquel tren de
medianoche y, proyectándome hacia fuera, la herida dejó de supurar.
Sin embargo, a mitad de trayecto, la oscuridad fue surgiendo de nuevo. Los
manuales académicos resultaban incapaces de comprender la complejidad de la
mente y los profesores en lo alto de la tarima se mostraban demasiado lejos de la
calle. La letra impresa se confundía con la praxis clínica, la opinión con la
norma, la hipótesis con la teoría, el caótico ser humano con una precisa y
perfecta maquinaria suiza. El mapa único se promulgaba como territorio, el
prejuicio y la hiperracionalización eran los instrumentos terapéuticos de la
psicología oficial. Parecía que Sócrates, en la noche de los tiempos, había
empujado el edificio del conocimiento hasta sus cotas más altas. De nuevo, la
tendencia a homogeneizar y moralizar, la mentalidad obediente como emblema
de lo correcto. Una personalidad replicante y dócil, con las emociones
reprimidas, sin deseos propios, adoctrinada para servir y proteger el statu quo
dominante ejecutando órdenes sin rechistar. Y yo, que no encajaba en aquella
conceptualización tan insensible y calculada del ser humano, me sentía una pieza
defectuosa de la cadena de montaje.
MI GRAN DEPRESIÓN
Una mañana me encontré con el ansiado título universitario bajo el brazo y
desconfiando plenamente de la psicología académica, tan racional, matemática y
alejada de la realidad del sentimiento. Más parte del problema que de la solución
al sufrimiento existencial. La lacerante sensación interior de haber malgastado
tantos años de mi vida y de seguir con el mismo fondo de deriva escocía
demasiado. Poco a poco, se me había ido apagando la ilusión, deshaciendo el
talento, marchitando el fuego interior, la llama de la vida, hasta quedar solo las
cenizas de mi potencial y el esqueleto solitario de todo lo que podía haber
logrado y llegado a ser. Me sentía una ballena varada, un saco de complejos, me
asfixiaba la prisión de la presión social.
El mismo mes en que me entregaron el título, hinqué las rodillas extenuado
por la batalla y entré en una profunda depresión. Había dejado de saber quién
era, para qué valía o a dónde quería ir vital y profesionalmente. Peleado con
medio mundo, me había convertido en el parásito disfuncional que se suponía
que debía ser. Sin dirección, destino ni sentido, la vida peligraba. Y veía cómo
los roces con mi padre se habían convertido en roces con los profesores para
convertirse después en roces con los jefes, con el mundo de los adultos al
completo. Expulsado de las aulas, de media familia y de decenas de trabajos. La
vida no iba a ser un pasillo de aplausos. Fue una época plagada de sustancias y
excesos, de relaciones tensas y amores tóxicos, de noches de veinticuatro horas,
violencia verbal y peleas. Era un ser asfixiado en una cárcel emocional cuyo
pecho ardía a todas horas. Me visualizaba bajo un puente, precipitándome por
una ventana, con los huesos en la cárcel o desnucando a alguien en un
desesperado arrebato de venganza. Si no hubiera sido por el continuo drenaje de
la lectura, la escritura y la música rock, no sé que habría pasado conmigo. Leer,
escribir, cantar y gritar a los cuatro vientos mi descontento fueron las válvulas
para descargar mi dolor interior, la biografía del lamento.
CABALLO DE TROYA
Un día, la psicóloga que me ayudó a salir de aquel pozo emocional me sugirió
que probara en el mundo de la educación. «Eres especial, empatizarás bien con
los alumnos», me dijo. Y así lo hice, y me gustó. Mis rarezas también gustaron.
Las aulas se llenaban, los alumnos se acercaban y hablaban maravillas de mi
desenfadado estilo docente. Era la primera vez que un jefe depositaba su
confianza en mí y comenzó a florecer una cierta autoestima, un cierto rumbo
profesional.
En aquella época viví una relación con una chica americana y acabé
mudándome a California durante unos años. De regreso a Barcelona, mis
fundamentos profesionales eran más sólidos. Retomé la universidad, de donde
hacía cinco años había salido corriendo. Dejé de hacer la guerra por mi cuenta y
acepté ser un caballo de Troya: la revolución se fabrica desde dentro. Sentía
coherencia repartiendo conocimiento oficial desde la tarima y escuchando
música antisistema en el Ipod. Acabé cursando un máster y un doctorado, y
cumplí la meta profesional de convertirme en profesor universitario.
Paralelamente, seguí formándome como terapeuta y sobre todo trabajando
conmigo mismo más y más profundo, dándole cada vez más espacio y cariño a
mi niño interior herido.
Más adelante, abrí mi propia consulta terapéutica y logré el sueño de
adolescencia de publicar libros. Una editorial valiente se interesó por mi mirada
divergente sobre el mundo de la psicología y la espiritualidad. Y así fue como,
tras largas sesiones terapéuticas, un valle de lágrimas y un tsunami de epifanías
en el centro del pecho, la ficha fue cayendo. El destino marcaba la senda
pulsando el latido de mi corazón. Todo guardaba sentido y había llegado en el
momento preciso. Nada podía ser diferente de como había salido. La culpa y la
vergüenza se fueron evaporando, por fin palpaba mi lugar en el mundo.
LIBRE DE CULPA
Después de todo, no estaba tan equivocado. Igual eran la lente, la regla, el foco y
la enciclopedia los que estaban incompletos y necesitaban una renovación.
Nunca había vibrado con la mayoría, no puedo borrar la extraña circunstancia
que me aterrizó en esta vida. Desde niño, he preferido estar inquieto en mitad del
océano que cómodo en una pecera. Aprendí a sospechar de la autoridad porque
recibía sermones que ni ellos seguían, y un bosque de estigmas por los que nadie
se disculpó. Me mantuve vigilante en mi constante búsqueda de pureza,
transparencia y verdad. Desaprendí sus etiquetas, no rindo culto ciego a la
tradición y sé que no hay error en mi manera de ser. Desde niño, tengo voz
propia, y la diferencia siempre ha incomodado a la mente 1.0. Soy consciente de
que en mi interior albergo un niño difícil y que el mundo de los adultos nos orilla
cuando no encuentra etiquetas con las que clasificarnos, grilletes con los que
tenernos controlados. Soy el reflejo de un sistema nervioso, una emoción base y
un guion de vida de donde emergen mi arquetipo y rol social. Y nada de eso lo
he elegido yo, ni mi cuna, mi educación, mis genes, mi cerebro, mi mente o mi
personalidad. Y mis preferencias, apegos, aversiones y conductas dependen de
todo lo anterior. Por lo tanto, no cabe la culpa.
EL NIÑO DEL TRAJE DEL EMPERADOR
Mi misión no es diferente a la que, con distinto grado de conciencia, atino y
finura, ya estaba realizando. Nuestro niño interior siempre marca la dirección de
nuestros pasos. Como profesional de la psicología, mi cometido es señalar el
precipicio de la inercia y la tradición. Volar más allá del síntoma y la tirita y
proponer alternativas que garanticen alivio no solo a corto plazo, sino una
transformación real que nos brinde un mayor sentido. Soy el niño del traje del
emperador que tira de la manta y descubre el pastel, convertido en adulto,
porque ya no reacciono a golpes, sino que respondo desde la comprensión, el
respeto y el cariño. Soy Mercurio, porque transmito el conocimiento destilado en
mi viaje interno para guiar al otroen su odisea personal. Soy Prometeo, porque
mucha gente que sufre desconoce los motivos reales de su descontento y necesita
saber. He estado enfrente y detrás del escritorio, en las mazmorras del olvido y
en la cima del reconocimiento. He aceptado que toda gran misión encuentra una
gran oposición; una gran batalla interior es reflejo de una gran misión. Mis
cicatrices son la garantía de mi valía, la oveja negra centrada acaba liderando el
rebaño.
El librepensador y libresentidor, el valiente que toma conciencia y se abre a
todas las emociones sin evitar ninguna, que a pesar de ser perseguido y
censurado mantiene el espíritu rebelde y cultiva el autoconocimiento veraz,
hallará el bienestar emocional y la redención personal en esta vida.
II
La sombra
Cuando todos piensan igual es porque ninguno está
pensando.
W. LIPPMAN
3. EL GRAN TEATRO AMERICANO
Lo anglosajón siempre me ha calado más hondo que lo latino. De niño crecí con
el cine familiar y los deportes del otro lado del océano. Películas como La
Guerra de las Galaxias, Indiana Jones, Regreso al Futuro o Superdetective en
Hollywood, o series como El Coche Fantástico, V, El Equipo A o MacGyver
marcaron a varias generaciones de niños. En su momento vibré con Michael
Jordan, Carl Lewis y Mike Tyson. Nunca me gustó el lento cine costumbrista
europeo, ni las series españolas. De adolescente descarté la música nacional y
latinoamericana, tanto la contemporánea como la folclórica. Además, conforme
iba desarrollando un gusto propio, me fui desanclando de las modas porque no
me representaban. Solo la percepción de pureza, autenticidad y riesgo frente a
las estructuras heredadas cautivaba mis sentidos.
EL UNDERGROUND NORTEAMERICANO
La música y la literatura alternativas que llegaban de Estados Unidos me
salvaron la vida. El hard-rock, el heavy metal, el punk californiano, el hardcore
neoyorquino y la generación beat me inocularon estética, ideología, sentimiento
de pertenencia a una tribu y sentido. En un plano filosófico-existencial me
enseñaron más sobre la vida que el sermón de cualquier cura, profesor o
miembro de mi familia. En mis auriculares y en las reuniones con mis amigos
sonaban canciones que descubría yo mismo investigando en revistas extranjeras.
Yo decidía la banda sonora que acompañaba mi desaliento: Rollins Band, Life of
Agony, Stone Temple Pilots, The Cult, Faith No More, Danzig, Deftones,
Helmet, Pantera, Alice In Chains, Vision Of Disorder, Tool, Quicksand,
Madball, Misfits, Ramones, Sex Pistols o Fugazi. Me encantaba el humor ácido
y surrealista de Groucho Marx, Woody Allen y George Carlin. Me fascinaban la
elegancia de las películas del Hollywood clásico, la filmografía de Hitchcock,
Kubrick, Lynch, Shyamalan y Tarantino, y el cine contemporáneo de actores
como Sean Penn y Matt Dillon. Además, algunos de mis héroes literarios eran
Kerouac, Capote, Bukowski, Fitzgerald, Faulkner o Salinger.
ESTADOS UNIDOS VERSUS ESPAÑA
Desde la explosión del Maine en 1898 y la pérdida de Cuba y Puerto Rico,
España se arrastraba económica y socialmente medio siglo por detrás de Estados
Unidos. Durante la Revolución Industrial del fordismo en ese país y su
consiguiente expansión económica, en España la gente se disparaba a traición
por la calle y las familias malvivían en las trincheras de la Guerra Civil. Cuando
allá mucha gente conducía un flamante Cadillac, aquí unos pocos privilegiados
se movían en un Seat 600. Cuando en los cincuenta, al otro lado del charco,
apareció el rock and roll de la mano de Bill Haley, aquí arrasaba Concha
Velasco. El icónico magnetismo de Marilyn Monroe está a años luz del de
Marisol, como lo está el legado de Elvis Presley con respecto al de Juanito
Valderrama, o el de Allen Ginsberg con el de Gloria Fuertes. Cuando allí la rabia
de Nirvana golpeaba la radio, aquí triunfaban los Hombres G. Cuando allá
reinaba Marlon Brando y empezaba a despuntar Robert De Niro, aquí seguían en
cartel Alfredo Landa y José Luís López Vázquez. Cuando en Londres explotaba
la revolución antisistema del punk inglés de la mano de los Sex Pistols y los
Clash, y en Los Ángeles la del punk californiano anti-establishment, con Black
Flag y Dead Kennedys, en Madrid se difundía la movida madrileña. Una versión
light para todos los públicos financiada por el gobierno del momento, con los
Nikis y Alaska y los Pegamoides a la cabeza.
No tenía nada que ver la creatividad que llegaba de Estados Unidos con lo
que percibía aquí: propuestas políticamente correctas, medias tintas y
revoluciones de plastilina. Mi descontento y mi frustración eran reales como la
punta de una navaja afilada, y solo la revuelta sin complejos me representaba. En
aquel entonces decidí llamarme Sergi Fuss (fuss, follón, follón en el alma). Lo
mío era la rabia de la distorsión, la invasión de los decibelios y la provocación de
los tatuajes.
MI AMERICANISMO
Además, fue creciendo en mí la admiración hacia Estados Unidos por su poderío
militar y su política expansiva. Era un romántico de la guerra de Vietnam a raíz
de películas como Rambo, Apocalypse Now, Platoon y La chaqueta metálica.
Me tragué hasta lo más hondo la cantinela del orgullo, el honor, el escudo, la
bandera, el himno y la nación. Seguí en directo la caída de las Torres Gemelas y,
con la piel de gallina, la segunda invasión norteamericana de Irak, con sus
drones y operaciones quirúrgicas de videojuego. Paralelamente, había ido
adaptando mi look a la contracultura norteamericana: perilla de chivo o barba
amish, melena larga o cabeza rapada, camisetas de manga corta de grupos
musicales en invierno, gorras y gorros, ropa de la talla XL y, como devoto de la
religión del rock, me fui llenando el cuerpo de tatuajes emulando a mis héroes
musicales. El arte en la piel era la quintaesencia de la rebelión explícita, un
manifiesto visible de diferenciación y conflicto contra la corriente principal y la
clase bienpensante. El primer tatuaje me lo hice al alcanzar la mayoría de edad y
mi padre, tras soltarme su frase lapidaria estrella, «Ya te has perdido para la
humanidad, no te pierdas también para Dios», me retiró la palabra durante una
temporada. Llovía sobre mojado y, de alguna manera, aquella fue mi primera
victoria silenciosa: que me dejara en paz por un tiempo.
Y SERGI FUSS SALTÓ EL CHARCO
Hace trece años di carpetazo a mi vida en el Mediterráneo y me mudé de forma
permanente a California. Barcelona se ponía demasiado cuesta arriba, sus
inercias me consumían por dentro. Había logrado desviarme, perderme,
destruirme, encontrarme, recuperarme, estudiar, tener pareja, sacarme títulos,
conseguir un trabajo decente y aparentar normalidad. Sin embargo, sentía que
dilapidaba el tiempo repitiendo constantemente el mismo bucle insípido.
Además, no veía la forma sana de ganar un sueldo digno, pues los precios
estaban por las nubes y las adicciones cotidianas permanecían intactas bajo la
fina alfombra. Así que un día lo cerré todo, lo vendí todo y me despedí de todos.
En mi mente llevaba muchas promesas e ilusiones; en el bolsillo, el finiquito, y
en el banco, un pequeño préstamo de mi hermano. Mi novia me esperaba desde
hacía un tiempo en San Diego, su ciudad de origen. Por primera vez, me sentía
un privilegiado en lugar de un desgraciado. La vida me sonreía y me brindaba
una oportunidad de oro: mudarme a la cultura que tanto me atraía y con la que
tanto había soñado.
Tras un día de vuelo, aterricé una medianoche en la bella California. Sin
planificación ni fecha de retorno, sin contactos ni ayudas externas, sin papeles y
con toda mi vida en dos maletas. Vestía camisa con palmeras, bermudas anchas
y chanclas. El look barcelonés encajaba a la perfección en el molde californiano,
me estrenaba con buen pie. A pesar de que iba con el dinero justo y sin trabajo,
vislumbraba un horizonte de comprensión, prosperidad y expansión profesional.
Hasta hallar nido propio, me instalé con mi novia en la mansión familiar. En la
planta de abajo vivían los padres, arriba nosotros. La casa estaba situada en una
urbanización residencialen la cima de una colina solitaria. Rodeada por
palmeras y abundante césped, en el patio trasero había una piscina con
tumbonas, columpios y una zona de barbacoa. La urbanización estaba compuesta
por decenas de residencias idénticas. Las calles estaban desiertas y las aceras
vacías, parecía que la vida se desarrollara en el entorno doméstico. Los vecinos
con los que me cruzaba en el supermercado o en el gimnasio eran de aspecto
alegre y apuesto, y se desplazaban en vehículos de dimensiones extraterrestres.
Mi adaptación no fue tan suave como esperaba. El ritmo, los hábitos y la
mentalidad norteamericana no eran sencillos de coordinar con los mediterráneos.
A pesar de haber tenido alguna novia extranjera, haber viajado y vivido ya en
otros países, mi nivel de inglés no parecía suficiente para desenvolverme con
soltura. América parecía un universo diferente. El acento y la jerga hacían de
aquel idioma una lengua distinta al inglés académico. Su concepto de diversión
también era singular: empujar carros por pasillos interminables de centros
comerciales rastreando ofertas y descuentos, caminar por calles desiertas,
mordisquear un donut glaseado, sonreír y hacerse fotos, montar una fiesta con
los vecinos, emborracharse con la familia en el jardín o conducir sin rumbo por
la autopista no encajaba con mis perspectivas personales.
A la mañana siguiente de aterrizar, mi suegro me llevó a desayunar pancakes
y me dijo que yo era el hombre más afortunado del mundo por mudarme a
California del sur, «El cinturón dorado y corazón del sueño americano, todos
fantasean con retirarse aquí». El padre de mi novia era un farmacéutico de
ideología republicana con más orgullo norteamericano que el Big Mac y la
música country juntos. Una ensalada de contradicciones con mirada de cowboy y
verbo condescendiente que hacían sentir incómoda a la gente. «Tienes que
aprender las reglas del fútbol americano o no harás amigos.» «Siéntete como en
casa, pero este es mi reino.» El tipo prefería dormir con un rifle debajo de la
cama a cerrar con llave la puerta de la calle. Cuando le informé de que no era
necesario rociar con ketchup el fuet que le había regalado, él refunfuñó y me
soltó que el lujo se acompañaba con lujo. «Hay que cerrar las fronteras con
México o nos pondrán una bomba en el centro de la ciudad», afirmaba con
soltura mientras un grupo de inmigrantes mejicanos ilegales arreglaba su piscina.
LA REALIDAD ME GOLPEA EN PLENA CARA
Al mes de instalarme, cuando el globo americano comenzaba a desinflarse, me
casé con mi novia para arreglar mi situación legal. Empezaba a realizar mis
primeros trabajos y palpaba la posibilidad real de ganar dinero. Sin embargo, la
falta de espontaneidad y conexión honesta de la gente empezaba a irritarme.
Lentamente, la inicial admiración (e incluso envidia) por la fachada perfecta que
todo el mundo exhibía se había ido tornando en sospecha. Ya no quedaba
ninguno de los cuadros de la boda del primo de mi novia y su esposa que
decoraban la casa la noche que aterricé en San Diego. Tan apuestos, exitosos y
sonrientes, con las guirnaldas hawaianas en el cuello, el matrimonio apenas
había durado un par de meses, hasta que pillaron al primo en un motel en medio
de una orgía con prostitutas y cocaína sufragada con la tarjeta del padre. En los
supermercados y tiendas, las dependientas me preguntaban con sonrisa perfecta
si había tenido un buen día; en el banco, me preguntaron alguna vez si era feliz.
Esa presión social hacia la conformidad y la felicidad permanente me
incomodaba. No tenía amigos, ni familia, ni mucho dinero, y me sentía en la
obligación de sonreír para encajar y sentirme uno más entre ellos. La aventura de
compartir lo que realmente sentía duró un par de días. Sostener la mirada de
asombro y rechazo que recibía de vuelta era un infierno.
Además, en California se tomaban las frases de forma literal, no había lugar
para el doble sentido. La tía de mi novia, con la que me gustaba conversar
porque mostraba una afilada picardía, tomaba antidepresivos. «Solo hace cinco
años que es así», me comentaron. Asimismo, presencié en primera fila como a
mi suegro, al que detectaron una grave leucemia por la que tuvo que coger la
baja laboral, le iba volviendo la espalda el sistema norteamericano que tanto
defendió y por el que tanto pecho sacaba. Al poco tiempo, la empresa
farmacéutica para la que había trabajado la última década le rescindió el
contrato. Después, el seguro médico que había sufragado religiosamente toda la
vida se negó a hacerse cargo de los gastos médicos y le obligó a meterse en un
proceso judicial denigrante teniendo en cuenta su estado físico. Más adelante,
debido a las altísimas facturas médicas, y al no disponer de ingresos, se declaró
en bancarrota. La fastuosa bandera de barras y estrellas que clavaba los días
festivos en el jardín de la entrada le dejaba en la estacada. El flamante sueño
americano terminaba en triste pesadilla. Al final del viaje, el obediente
ciudadano era tratado como una pieza inservible que una vez exprimida se tiraba
al cubo de basura.
«Mi consejo es que ahora que puedes cojas tus maletas y te vuelvas a España,
si yo pudiera haría lo mismo», me advirtió a las dos semanas de llegar un
español que tenía esposa e hijos norteamericanos y que llevaba demasiado
tiempo allí. «Si Estados Unidos hubiera sido conquistado por los españoles en
lugar de por los ingleses, igual tendríamos menos dinero, pero sabríamos vivir
mejor y seríamos más felices», me confesó sin atisbo de duda un compañero de
trabajo. Me daba cuenta de que existían tres Estados Unidos: la cultura llamativa
que se muestra en las películas y series; el precioso país que cualquier turista
visita fugazmente de vacaciones, y la cruda realidad del residente que se muda
para siempre. Al fin y al cabo, ellos inventaron las leyes del marketing y saben
vender lo suyo como nadie. Aquella aventura amenazaba con ponerse más cuesta
arriba de lo previsto. Presentía que la industria del cine me la había metido
doblada hasta el fondo.
Tras un intenso período de reflexión, decidí continuar con mi periplo y
mimetizarme aún más con el entorno. Aproveché que estaba en la meca del cine
y la interpretación para aprender a ocultar la verdad de mis sentimientos. En
aquella tierra de actores, vendedores y artistas, nadie decía lo que pensaba.
Comprendí la tendencia de la gente a las adicciones, la doble vida y la
sobreactuación, ostentando casas, coches y atuendos para compensar la tensión
del teatro americano, y asumí la obligación de representar el papel de ciudadano
feliz. Si quería éxito, debía mostrarme impecable. Sentí como mi identidad se
desdoblaba y aparecía un yo social rutilante de vendedor de coches de segunda
mano. Todo el mundo era un target, un cliente potencial. Detecté las palabras
claves para cada contexto social y comencé a interaccionar con expresiones
tibias, frases hechas y el corazón apagado. Me acostumbré a entablar
conversaciones de ascensor a todas horas. Traté de acomodarme al estar por
estar, los momentos vacíos y la presencia sin contenido. Me hice un experto en
anticipar intenciones y manifestar lo obvio para conectar. Solo el más fuerte,
solo el mejor impostor, sobrevivía en aquella gran comedia.
AVENTURA EN MÉXICO
Una mañana, un intenso dolor de muelas me avisó del drama en el que se podía
tornar la película. El prohibitivo presupuesto que se sacó de la manga el médico
de urgencias amenazó con mi ruina anticipada. Tratando de escapar de la
escabechina, crucé la frontera con México y me puse en manos de una doctora
que cobraba cinco veces menos. La clínica dental se hallaba en el interior de una
frutería, algo común en aquella zona. La silla que hacía de sala de espera estaba
junto a una caja de plátanos de piel oscura. Temiendo por mi vida, le comuniqué
a la doctora que yo era un político español y el presidente de España tenía
constancia de mi desplazamiento a aquel lugar. Me pasé la tarde tumbado en un
viejo sillón mientras la doctora apretaba un taladro contra la muela.De cuando
en cuando sacaba un cubo de playa y me volcaba en la boca un líquido
desinfectante que decoloró mi camisa. Al caer la noche me informó con la frente
sudada de que no podía continuar debido a la escasez de luz. Me mostró una
radiografía donde no se descifraba nada, me pidió dinero y me invitó a regresar
al día siguiente para continuar el trabajo.
Las noches siguientes, fue difícil conciliar el sueño. El dolor de muela se
había convertido en dolor de cabeza, de bolsillo y de alma. Con el rabo entre las
piernas, decenas de dólares después y una camisa menos, regresé al médico de
urgencias en San Diego. La sala de operaciones parecía la cabina de una nave
espacial repleta de pantallas y botones de colores fluorescentes. Antes de nada,
me hizo contratar una tarjeta de crédito para financiar la intervención. Después,
me mostró con una radiografía digital el vandalismo de la doctora mejicana y me
dijo que podía haber perdido la muela, el nervio y hasta la vida. A la salida me
entregaron un papel donde aparecían la explicación de la intervención, el precio
y un comentario, «Sergi Rufi ha sido un paciente excelente». En la fotografía
aparezco con la sonrisa atónita de la anestesia... Y del pingüe importe cargado a
mi nueva tarjeta de crédito.
EL CIRCO DE SAN FRANCISCO
Poco a poco, la relación con mi novia se fue deteriorando. El aburrimiento
cultural de San Diego fue haciendo mella en nuestro espacio íntimo. La ciudad
era de postal, con playas y palmeras, eternos cielos azules y parques frondosos.
Sin embargo, estaba ausente de variedad y hueca de alma, y yo comenzaba a
sentir claustrofobia por culpa del personaje que me había forjado para subsistir
en aquella civilización. Estaba consumido por la ubicua perfección estética que
ocultaba conservadurismo, represión y doble moral. Anhelaba la ciudad gris del
bullicio, la aventura y la honestidad del pecado. Caminar por la calle sin levantar
sospechas, mezclarme con otra gente, moverme en transporte público, hacer
amigos de verdad.
Finalmente, mi novia y yo nos separamos y decidí mudarme a San Francisco,
una ciudad radicalmente opuesta a la cultura del sur de California. Desde el
principio, su paisaje urbano me golpeó como un guantazo en la cara. La primera
figura humana que distinguí fue la de un hombre desnudo en mitad de la acera,
con el tronco doblado hacia delante rebuscando algo con los dedos entre las
nalgas. Si en San Diego los vagabundos eran apestados invisibles, en San
Francisco eran una legión evidente que se mezclaba con los peatones. La
mayoría eran afroamericanos, cogían el transporte público e interaccionaban con
los viandantes dibujando una sonrisa y asintiendo con la cabeza. Ocultaban la
crudeza de las calles y la miseria de la alienación, y le extendían la mano al
peatón de forma convincente. Luego le lanzaban un piropo, le deseaban que
tuviera un buen día, le dedicaban una frase motivacional y antes de marcharse le
pedían algo de suelto. Allí, hasta el homeless mantenía el rictus de complacencia
y orgullo.
Nunca había visto tanta gente de aspecto tan grotesco, tantos brotes psicóticos
y tantas escenas chocantes en un espacio público. Una vez vi a un afroamericano
tumbado en medio de la calzada gritando «¡Mis piernas!, ¡Mis piernas!» y de la
ventanilla de un autobús caer un juego de piernas de plástico. También conocí a
un hombre que aparecía sentado en distintos bares conversando con gente, hasta
que un día uno le gritó «¡Déjame en paz!» y comprendí que no conocía a
ninguna de las personas con las que compartía mesa e interactuaba a diario.
Presencié robos a manotazo limpio de cigarros que algún peatón estaba a punto
de encenderse, robos violentos de móviles, peleas sucias en el suelo, gente
andando con los pantalones bajados, miradas vacías, miradas perdidas, miradas
psicóticas, miradas asesinas. A plena luz del día, las paradas de autobús parecían
una rave en el descampado de un poblado de yonquis. Gente de aspecto extremo,
sucio, despeinados, tuertos, cojos, mutilados, semidesnudos, desdentados. Un
negro albino con las cejas quemadas, un hombre sentado en una silla de ruedas
con una única rueda esperando a que alguien le empujara. Prostitutas, chaperos,
proxenetas, travestidos, mendigos, bandas, regueros de alcohol, orines y comida
desparramada por el suelo de los autobuses. Cánticos, silbidos, gritos, insultos,
empujones. Acabé teniendo pesadillas en las que me veía arrastrándome por
aquellas calles plomizas con el pelo embarrado y una cochambrosa camisa sin
mangas ni botones. Conocía poca gente de confianza, apenas tenía red de apoyo
y el ambiente norteamericano me resultaba demasiado combativo. Hasta los
homeless sonreían a todas horas y yo no lo lograba. Algo en mi interior se había
roto y parecía irremediable.
Una tarde me encontraba en la calle con un colchón de segunda mano recién
comprado esperando a que me vinieran a recoger cuando de pronto un coche
patrulla con las sirenas encendidas se acercó a toda velocidad y se detuvo frente
mí. Del interior salió un policía gritándome de malas maneras «¡Michael!
¡Michael!». «Yo no soy Michael», le repliqué sorprendido. «¡No te muevas,
Michael!», me soltó mientras me esposaba con las manos a la espalda y me
empotraba contra el capó del coche. Entonces revisó mi documentación y siguió
afirmando a grito pelado que yo era Michael, un armenio en busca y captura por
haberle propinado una paliza a una chica. En aquel momento, recordé la historia
de un español a quien la policía había confundido con un narcotraficante
colombiano y había recluido una semana en la cárcel, donde había sido vilmente
torturado. Cuando yo ya estaba sentenciado, asomó por la ventanilla del coche la
cabeza de un segundo policía que dio el aviso de que habían cazado al auténtico
Michael. En un instante me liberaron de las esposas, me devolvieron la
documentación y, sin disculparse, se marcharon a toda velocidad por donde
habían venido.
San Francisco es una ciudad ventosa, lluviosa, añeja, sucia, fría, artística,
melancólica, caótica, incómoda, con decenas de colinas, pendientes y desniveles
que atraviesan el casco urbano. Además, es una ciudad radicalmente desigual.
Tiene alguna zona con preciosas y elegantes casitas victorianas con vistas verdes
de campiña inglesa, y abundantes áreas repletas de edificios dilapidados que
recuerdan la atmósfera distópica de Mad Max o Blade Runner. En un barrio
reina el sol y es verano todo el año, en otro hace niebla, frío y es eternamente
invierno. Además, es una ciudad segregada en guetos: en una zona habitaban los
asiáticos; en otra, los hispanos; en otra, los negros; y en otra, los blancos.
También pude conocer la cara amable de San Francisco, de la mano de una
amiga que tenía contactos influyentes. Me mezclé con el diseño, el artisteo, la
intelectualidad, las fiestas y el lujo. La parte europea de San Francisco era
preciosa, respiraba cultura, internacionalidad y una infinita diversidad, aunque
los extranjeros que llevaban tiempo allí lo habían logrado montando sus propios
clubes sociales. Ya podía vivir a miles de kilómetros de su casa, que el español
frecuentaba españoles y montaba fiestas con tortilla de patata, jamón y flamenco;
el italiano frecuentaba italianos, comía pizza y hablaba del Calcio, y el francés
frecuentaba franceses y hacía catas de vino y queso. Conocí a centenares de
personas; en el trabajo, en bares, en la calle, por internet. Californianos,
norteamericanos, latinoamericanos, afroamericanos, asiáticos y europeos de
todas las clases.
En general, todos conocían y admiraban Barcelona, y si una chica se enteraba
de que eras de ahí tenías cita garantizada. En aquella época conocí a muchas
chicas a través de Myspace. Subía canciones caseras que yo mismo componía,
me inventaba una historia y contactaba con mujeres de la zona. Ya dominaba el
código americano y fingía el currículum, el puesto de trabajo, los planes de
futuro y mi tren de vida. En aquella cultura lo importante eran los contactos, y
yo simulaba tener un círculo de amigos intelectualeseuropeos con los que
aparentaba estar ocupado. La soledad, la introversión y la reflexión levantaban
recelos.
Llevaba un año trabajando en una zona conflictiva de la vecina Oakland, la
tercera ciudad más peligrosa de Estados Unidos, y su decrépita atmósfera estaba
afectando mis cimientos. Mirando mi agenda, comprobaba que el tipo de
amistades que me había forjado tampoco era muy edificante. En mi interior me
apretaba el síndrome de Gauguin, percibía cómo había huido de Barcelona en
busca de la redención en la Tierra Prometida, y en su lugar había ido
descendiendo por una escalera infernal hasta penetrar en el núcleo de la soledad
mayúscula. Por otro lado, dominaba el inglés, había iniciado mi práctica
espiritual diaria y había florecido en mí la motivación por reemprender mi idilio
profesional con la psicología. El gusanillo de la universidad había anidado en mi
interior y, con las ideas más claras, decidí saltar el charco de regreso a mi
añorado hogar.
4. LA MILITARIZACIÓN SOCIAL
En el pináculo de mi adolescencia errática, decidí apuntarme al gimnasio. Mi
manotazo fácil y agresividad en las calles eran incongruentes con mi escaso
volumen corporal. Además, admiraba la figura musculosa y tatuada de una de
mis referencias de juventud, un músico alternativo cuya imagen sin camiseta
gritándole a un micrófono coronaba la pared de mi habitación. En casa, mi padre
me preguntó si era «mariquita» y me invitó a sufragarme yo mismo la cuota con
mi escasa mensualidad. A mediados de los noventa, buena parte de los
gimnasios que había en Barcelona eran de barrio. Por entonces muy poca gente
levantaba pesas, el culto al cuerpo era un asunto marginal y yo era un raro
declarado.
Durante el primer invierno, logré ponerme encima varios kilos de músculo y
en verano fui la envidia de la playa. Mi capacidad de intimidación había
aumentado exponencialmente y los roces de noche habían ido decreciendo en
número, pero aumentando en intensidad. Me vestía con camisetas apretadas
marcando bíceps y pectoral, y la gente se giraba con admiración y se apartaba a
mi paso. Me metía en desencuentros y encontronazos a todas horas, a puñetazo
limpio en discusiones de tráfico, en el trabajo, en bares o en discotecas. No tenía
futuro, pero vivía en un intenso y excitante presente. Entre semana me
machacaba en el gimnasio esperando a que llegara el fin de semana para
emborracharme, intimidar, hacer el gamberro y ligar con alguna chica gracias a
mi físico esculpido.
Sin embargo, a finales de los noventa el diámetro de mis bíceps dejó de
llamar la atención. Todo el mundo me preguntaba si había dejado de levantar
pesas sin caer en la cuenta de que eran ellos los que las habían comenzado a
levantar. Los decrépitos locales de barrio fueron cerrando sus puertas ante la
proliferación de las cadenas de gimnasios. Las salas de máquinas se llenaron de
estudiantes y de mentalidades convencionales. El grueso de la juventud blandía
físicos portentosos y de noche cada vez me involucraba en menos altercados.
EL CULTO A LA IMAGEN
El culto a la imagen propio de la cultura norteamericana comenzaba a
desembarcar a gran escala. Una década después de regresar de California,
compruebo de primera mano la homogeneización cultural que se está viviendo.
Actualmente, la playa de Barcelona es una fotocopia de las playas de San Diego
o de Los Ángeles, una pasarela de cuerpos esculpidos en gimnasios abiertos las
veinticuatro horas, de deportes vistosos y enérgicos, y de moda fitness. Los
norteamericanos han exportado globalmente la cruzada contra la epidemia de la
obesidad que ellos mismos generaron con el fast-food y las bebidas azucaradas.
Ellos crearon el desorden, ellos ofrecen la solución. El músculo ha sido siempre
el protagonista en la mitología norteamericana. Superman, Batman y Spiderman,
o personajes clásicos del cine como Harry el Sucio, Rambo, Rocky o
Terminator, por poner algún ejemplo, son glorias nacionales, y todos levantaban
pesas y tomaban batidos proteicos o química de dudosa reputación. Lo hercúleo
es el ideal masculino imperante; cuánto más grande es la percha, más admiración
y taquilla se garantizan. En jerga norteamericana, a los bíceps se les llama guns
(pistolas) porque intimidan y atraen a partes iguales, en una cultura agresiva y
territorial cuya motivación transversal se basa en el triunfo estético, la
competitividad, la industria de las armas y los lodos de las guerras
internacionales en las que históricamente los estadounidenses se entrometen
cada par de décadas.
El músculo en lo físico, como la sonrisa en lo psicológico, son símbolos de
prosperidad y felicidad por excelencia, y el atajo que algunos utilizan para evitar
acudir a un psicólogo. Se busca destacar, sobresalir, ser literalmente visto y
reconocido mediante músculo, belleza cosmética u ostentosas posesiones
materiales.
Para algunos, lo grande es mejor y la talla XL es la medida exacta de éxito
nacional. Comer, engullir, devorar y exportar la cultura de comer mucho a
cualquier hora. Donuts, hamburguesas, pizzas, patatas fritas, bebidas energéticas,
refrescos y cafés XL para adquirir dimensiones de gorila, intimidar por el físico
y que la frágil autoestima de fondo se cuele por el desagüe y se resuelva por arte
de magia. En Estados Unidos, el panadero es XL en músculo o grasa y sonríe
igual que la cajera, el policía, el médico, el banquero, el abogado o el gurú. Este
arquetipo unidimensional, experto en blandir grandeza, perfección y hacer sentir
pequeño al prójimo, desembarca en el imaginario colectivo de la humanidad de
la mano de Instagram, YouTube, Netflix, la gastronomía foodie, el new age
Disney y la industria de la autoayuda comercial, que ve en el modelo
norteamericano la gallina de los huevos de oro y el paraíso terrenal. Es la
mentalidad del bigger and stronger (más grande y más fuerte), terreno abonado
para la pandemia de ortorexias y vigorexias, productos norteamericanos
exportados a medio mundo.
EXTREMISMO E HIPERRELIGIOSIDAD
La norteamericana es una sociedad extrema remachada con leyes estrambóticas
—en California está explícitamente prohibido disparar a las señales de tráfico—,
multitud de enmiendas, prohibiciones radicales —en San Diego hay calles y
playas enteras donde está prohibido fumar tabaco— y de una hipócrita doble
moral —en muchos lugares está prohibido consumir alcohol en la calle a no ser
que lleves el envase cubierto con una bolsa de papel marrón—, corredores de la
muerte y condenas a cadena perpetua con las que se abren los telediarios. Una
sociedad donde el matrimonio es una obligación moral —para la mayoría de los
norteamericanos, el propósito de la vida es casarse y tener hijos— y los
divorcios masivos la consecuencia directa. Muchas familias, por consiguiente,
son desestructuradas y un gran número de infancias quedan rotas, lo cual genera
adultos con psicologías límite y conductas imposibles. En un país de huérfanos y
desarraigados, el ritual de jurar bandera, besar el escudo, empuñar un arma,
aprobar el heroísmo, el honor de la guerra y emocionarse con el himno
compensan el vacío familiar, ejercen de pegamento social y se convierten a la
vez en el ojo vigilante que todo lo registra y que de todo sospecha.
Para equilibrar esa tensa atmósfera, se instala el control social de la
hiperreligiosidad y el new age como otro rasgo distintivo de la cultura
norteamericana. En San Diego, en apenas tres calles coexistían la iglesia
anglicana, la iglesia presbiteriana, la iglesia luterana, la iglesia griega ortodoxa,
la iglesia mormona, la iglesia de la cienciología, varias iglesias católicas, tres
estudios de yoga, varios tarotistas, centros de meditación, uno de imposición de
manos y diversas comunidades cristianas. Todos los movimientos religiosos
tenían flyers de colores llamativos repartidos por la ciudad y carteles con
eslóganes vehementes clavados en mitad de la calle: «Preocúpate por ti,
encuentra ya a Dios», «Al final de la cuerda está Dios y hay esperanza» o el
tajante imperativo de una iglesia baptista «Dios sobrevivirá a tu rechazo,pero tú
no».
Porque al americano le gusta que le digan lo que tiene que hacer, ya sea Dios,
una ley, un predicador, un militar, una corporación o una marca comercial. La
obediencia a la autoridad en la vida real se traduce en obediencia a los logos y a
la simbología agresiva de las multinacionales, tanto civiles como religiosas. La
guerra y la paz coexisten, aunque sea una paz amenazante cuyo libro de cabecera
es el Antiguo Testamento, un reguero de violencia, guerra, sangre y venganza
con la palabra de Dios de fondo, en el que se inspiran la industria bélica, literaria
y cinematográfica. De ahí surgen consejos como el que ofrece un sacerdote
católico: «Sonríe siempre para no dar a los que te odian el placer de verte triste».
En una sola frase se comprime el trasfondo de la cultura convencional
norteamericana o 1.0. La apariencia es la estrategia a seguir, tener enemigos o
fabricarlos es algo común y batirlos el motor de la existencia. Es como predicar
el amor con una sonrisa mientras se blande una metralleta.
LA DICTADURA DE LO MASCULINO
La exaltación del principio masculino se impone en cualquier área. La disciplina,
el sacrificio, la lealtad, el esfuerzo, la tenacidad, el foco, el entusiasmo, la
concentración, la superación, el resultado, la posesión, la competición, el
rendimiento, la mejora, la productividad, la fuerza de voluntad y la obsesión
orientada a la tarea son rasgos deseables de corte bélico que todo norteamericano
debe expresar en el colegio, en el trabajo, en la familia, en el ocio y en el
deporte. Este último ámbito ha sido el más paramilitarizado, con la eclosión de
deportes extremos, el auge popular de las maratones y demás competiciones de
alto impacto como el cross-fit. La figura del coach estricto o profesor de fitness
beligerante emerge en medio de tales modas. A la colleja del padre, la regla en
los nudillos del profesor y el látigo del jefe, les sigue ahora el grito del coach.
Un famoso explicó en un podcast haber acabado un Ironman con la planta del
pie rota y sin analgésicos... A ver quién es más duro, más dramático, más bélico,
más épico, más macho alfa. La vida entendida como un show, una exageración,
una historia de ciencia ficción o, si no, no merece la pena.
Es la mentalidad militar del do it or die (hazlo o muere en el intento), de la
que beben grandes marcas deportivas con la que han reflotado sus millonarios
negocios. Se apropian de valores como la libertad o la rebeldía y los asocian a
deportes extremos, cuando el deporte nunca había estado asociado al rebelde ni
al libertario. Por antonomasia, el emancipado no se integraba en la corriente
principal y el rebelde era un solitario que iba en motocicleta y rechazaba seguir
modas e ir disfrazado como la mayoría. Así, los escaparates, las marquesinas y
las vallas publicitarias de las grandes ciudades están en la actualidad repletas de
modelos con gesto de sacrificio, cuerpos tonificados y ropa atlética y atrevida,
saltando obstáculos, escalando, sudando la gota gorda como si fueran máquinas
militares bajo confusos eslóganes como: Be more human, Attitude, Shut up and
do it, Against the establishment, o Free!
Da igual que para ser libre haya que transgredir la norma imperante, no
seguirla a pies juntillas. Además, es imprescindible correr con zapatillas de
última generación para proteger las rodillas una temporada, y la otra calzar los
pies con un guante porque así lo mandan los últimos estudios científicos al
servicio de las propias marcas. No importa que se confunda estudio científico
con directriz de mercado, tecnología punta con necesidad de pertenencia y, de
rebote, nos convirtamos en títeres a merced del caprichoso Dow Jones. De este
modo, grupos de runners avanzan por la ciudad uniformados con ropa
tecnológica, el rostro severo y la mandíbula apretada como si estuvieran en las
calles de Alepo. La intensidad de los discursos paramilitares articula los lemas
deportivos. El mundo milita sin saberlo en la afirmación y defensa de la esencia
bélica norteamericana. We don't fight to kill, we fight to live (no luchamos para
matar, luchamos para vivir), le dice un amigo a otro antes de iniciar una
maratón.
ESTADOS UNIDOS COMO MOLDE DEL MUNDO
Es la cultura del antagonismo, del yo en lucha constante contra el cronómetro,
contra la marca personal a batir, contra el instante presente, contra la sombra,
contra el pasado, contra los fantasmas, contra el silencio, contra uno mismo,
contra la propia identidad. La narrativa del «eres mi amigo o mi enemigo», del
«estás conmigo o contra mí», de las facciones contrapuestas y sin margen para
los espacios intermedios.
Es la cultura de buscar en el otro a Lex Luthor, al Joker, al Doctor Octopus, al
villano de turno contra el que tensar músculo y concentrar el esfuerzo. Los
vaqueros y los indios, los policías y los delincuentes, los detectives y los
criminales, los buenos y los malos bien armados hasta los dientes. Porque el
romance adrenalínico de Bonnie and Clyde, lleno de tiroteos, robos de bancos,
aventuras al límite y persecuciones kamikazes con la policía, supera el amor
europeo victimista de Romeo y Julieta. Incluso la industria del cine español,
antiguamente en las antípodas conceptuales, ha hallado su renacimiento calcando
los mismos postulados violentos.
A medida que el mundo acaba copiando el modelo norteamericano, cada vez
se van desdibujando más las raíces propias de cada cultura. América se ha
convertido en el hilo conductor, el denominador común, el molde que allana el
camino hacia la prosperidad y el entusiasmo: aspecto visible de la felicidad
comercial. Las redes sociales están expandiendo el cine, la literatura, la música,
el look and feel norteamericanos. Incluso se están mimetizando el sistema
sanitario y el sistema educativo. Los libros de texto desde los que se imparte la
psicología convencional en las aulas de las universidades están basados en
experimentos con población norteamericana. Los andamios de la ciencia de la
mente son, por tanto, oficialmente americanos y menosprecian la idiosincrasia
cultural del resto de los países. Estados Unidos ya es el ADN, hilo y aguja del
mundo entero, y lo que allí se cocina, tarde o temprano, se acabará masticando
en el resto de los países.
EL MITO DEL TRABAJO DURO
Cuando vivía en San Francisco me sorprendió el hecho de que dos de cada tres
chicas con las que interaccioné en una web de contactos afirmaban en la
descripción de su perfil estar interesadas en conocer a un hombre con capacidad
de trabajo y ética laboral. La visión calvinista de que el trabajo es el centro de la
vida y que trabajar duro tiene beneficios morales y espirituales era una plaga.
Según esa perspectiva, en los hornos de las corporaciones se forja la
personalidad del achiever (triunfador), para quien los ascensos, los aumentos y
las conquistas profesionales son el reflejo de la valía personal, sin importar que
la tarea realizada suponga o no un beneficio ético.
Este es otro concepto norteamericano que está traspasando fronteras. En el
trabajo, en el deporte o en las relaciones humanas se sigue la imposición
silenciosa de un modelo único de actuación basado en las estrategias del Ejército
norteamericano. Trabajar duro para conseguir eliminar al adversario (el
enemigo). Para ello, se debe aterrizar en el mercado (o en el país en conflicto),
reventar precios (u ocupar el territorio), quebrar la competencia (o destruir la
oposición), dominar el mercado y subir precios (o apropiarse de los recursos
locales conquistados). Las situaciones en entornos extremos y de emergencia,
como las situaciones de guerra, han servido de laboratorio para testear la mente
humana y manipular sus limitaciones: conocer cuánto tiempo puede resistir un
ser humano sin dormir, sin comer, sin beber, quieto, de pie o caminando sin
parar, realizando tareas complejas, con el sistema nervioso en constante tensión,
en estrés absoluto o en constante peligro conviviendo a todas horas con la
muerte. Además, han permitido todo tipo de fármacos para mejorar el
rendimientocerebral, como anfetaminas, opiáceos, nootrópicos y psicodélicos en
macro y microdosis.
Cualquier práctica extrema dentro del contexto deportivo o laboral hunde sus
raíces en la ideología bélica y ultracompetitiva norteamericana. El problema es
creer que trabajar duro y sentir que le faltan horas al día es sinónimo de éxito.
Hay que trabajar duro, luchar y ser fuerte para llegar a la cima (¿acaso existe
alguna cima exterior?), y si tienes un problema es porque no te has esforzado lo
suficiente. Porque la tendencia natural del ser humano es hacer cada vez menos y
ser un vago, y eso no conduce a ningún lugar. Solo se puede llegar lejos a través
del reto constante y haciendo las cosas que más miedo nos dan. El éxito requiere
de disciplina y determinación, porque el mundo es justo y siempre recompensa a
quien se esfuerza más. Los buenos triunfan, los malos fracasan y los finales
siempre son felices. «Tu maníaca dedicación al trabajo es muy inspiradora, me
hace sentir que tengo que trabajar aún más», le decía con admiración un famoso
cómico a un famoso escritor.
Aunque, en realidad, por mucho tiempo, obsesión, compulsión y esfuerzo que
le dediquemos a algo, a veces simplemente no acaba saliendo. El éxito en una
tarea también tiene que ver con una pertinente elección de la misma y una
adecuada gestión de los recursos personales, lo cual va estrechamente ligado a
una serie de aspectos infravalorados por no ser monetizables, como son el
descanso, la serenidad, la intuición, la inspiración, la capacidad de
autoconocimiento, de instrospección, de reflexión, de empatía o de sensibilidad.
Todos ellos elementos intangibles, íntimos, internos y alejados del espectáculo
mediático porque no encajan en los cánones marciales y efectistas.
LA IRONMIND Y EL HACEDOR COMPULSIVO
La mente y el cerebro son el foco de estudio de disciplinas, en apariencia
dispares, como la ingeniería robótica, militar o espacial, la neurociencia, la
economía, el marketing o el coaching. Aprender a controlar la mente es, en
Estados Unidos, un asunto nacional y a lo que se dedican profesionalmente
conferenciantes y coaches. El motivador profesional representa la quintaesencia
de la mentalidad norteamericana, tan altamente preparada para desenvolverse
con efectividad en lo social y encandilar al auditorio. Allí hasta los homeless son
elocuentes y sonríen imitando la gestualidad exitosa del fake it til you make it
(fíngelo hasta que lo logres). Muchos se muestran socialmente dignos e incluso,
si te descuidas, te endosan a discreción un speech memorizado que dejaría
colorados a la mayoría de los políticos españoles. Todavía recuerdo el sermón
sobre potencial humano, esperanza y felicidad que con absoluta convicción me
soltó un hombre que yacía estirado junto a las puertas de un McDonalds y al que
le había dado un dólar.
Es ahí cuando se revela la tremenda contradicción norteamericana en su
máxima expresión, los discursos ampulosos y los consejos de manual de
autoayuda que ellos mismos no llevan a cabo. Se trata de personificar la fórmula
del superhombre y parecer resistente, resolutivo, antifrágil, emprendedor,
inteligente, encantador, extrovertido y que sabe en todo momento lo que hace.
«El miedo se supera siendo más agresivo», afirma un exNavy Seal (unidad de
élite del Ejército norteamericano) con talla de superhéroe, reconvertido en
famoso motivador, cuyos métodos extremos de entrenamiento físico y mental
son seguidos por millones de estadounidenses.
Se sale de casa a por todas con la misma ironmind con que se podría ir al
gimnasio, al trabajo o al campo de batalla. Si puedes controlar tu cuerpo y
añadirle músculo, velocidad, potencia y resistencia, también puedes controlar la
mente y proporcionarle solo motivación, excelencia, realización y alegría. El
exmilitar convertido en glorioso millonario habla con el ceño fruncido y las
venas del cuello hinchadas. Considera que todas las excusas son mentira y que el
mejor consejo de motivación es que cuando tengas que hacer algo dejes de
buscar excusas y simplemente lo hagas. No se puede dejar para mañana lo que se
puede hacer hoy. Solo hay una vida que vivir y es necesario emprender, producir
y reinventarse veintisiete veces, porque lo importante es que tu vida inspire a
alguien y sea digna de ser narrada.
Es fundamental apretar el paso y mostrar seguridad, ya sea en traje y corbata
o con mallas de gimnasio. Aunque uno no sepa muy bien adónde va ni para qué
sigue yendo cada día en esa misma dirección. Se debe hacer todo con prisa
porque queda bien en la foto y lo que cuenta es el pico de dopamina. Con prisa y
sonrisa, músculo y un punto de agobio. Para comprar, consumir, obedecer,
trabajar a destajo y mostrar señales de estrés. Esos ingredientes del sueño
americano han penetrado también en los ámbitos de la psicología y la
espiritualidad, como iremos viendo.
Un psicólogo muy mediático e influyente a escala internacional utiliza en su
discurso terapéutico términos como combatividad, competitividad, agresividad y
control. Sus charlas no están enfocadas a vivir de forma más equilibrada, a
alcanzar más paz interior o hallar más sentido a la vida, sino a cómo ser tan
«hipereficiente y preciso» en la ejecución de las tareas como un ordenador y
convertirse en el perfecto roboticano (el robot americano). Además, opina, con
un verbo incendiario y con claro ademán de estar todo el día indignado, que
cuanta más carga de responsabilidad nos echen mayor será nuestra autoestima.
Mesiánicamente, afirma que la juventud necesita de sus arengas, y entre los
consejos que dispara está su Grow up! Man up! (¡Hazte mayor! ¡Hazte un
hombre!) marca de la casa.
Se lleva a la motivación por gritos y amenazas, por inoculación de miedo,
culpa, estrés y castigo. Un país edificado en la amenaza, el látigo, el revólver y
la espada de Damocles donde las pistolas se llaman peacemaker porque la paz la
resuelven a pistoletazo limpio. Igualmente, pretenden alcanzar la paz interior a
base de músculo, disciplina y más agresividad. Hay multitud de deportistas
profesionales que se han pasado al lifestyle militar y escriben libros sobre
management y negocios, sobre cómo controlar el propio destino y alcanzar cada
día nuestra mejor versión. Además, toman a diario una larga lista de suplementos
alimentarios con los que exprimir las funciones cerebrales, maximizar las
habilidades cognitivas, trabajar más duro y terminar las tareas. Al fin y al cabo,
hay que mejorar para intentar ser el mejor en algo.
También es primordial ser hiperactivo y hacer cuantas más cosas mejor.
Practicar la multitarea es una religión, como lo es presumir de hacer cien cosas
raras para poder contarlo. Fabricarse una vida de película para ser reconocido
como the man, the myth, the legend (frase con la que se presenta a alguien que se
admira mucho). Lo excesivo vende, hay millonarios que una vez fueron
homeless.
LA MILITARIZACIÓN SOCIAL
La tesis que defiendo en este libro es que nunca nadie va a sanar recibiendo
órdenes, broncas positivas y consejos no solicitados. Si en la infancia nos
educaron con gritos, y de adolescentes nos hirieron con gritos, de adultos no
vamos a sanar con más gritos. Se confunde la salida cortoplacista de la huida
hacia delante con la solución estable, la tregua puntual con la declaración de paz.
A medio plazo, se implantan como modo de vida la amenaza, el susto y el
malvivir del miedo y la lucha por la supervivencia, y se pospone la caída del
Imperio romano interior necesaria para autocuestionarnos y acercarnos a la
verdad. De esta forma, se perpetúa la motivación del consejo paternalista en
lugar de la comunión por conexión, cariño y comprensión. Además, se trata de
un modelo de éxito que no coincide con el deseo de toda la gente, ni siquiera de
la mayoría si pudieran compartir su fuero interno sin sentirse señalados. Hay
mucha gente no atlética, ni extrovertida, ni competitiva que no encaja en el
patrón norteamericano, y con el discurso oficial se fabrican muchos losers en
apariencia por el mero hecho de ser diferentes.Se premia la interpretación del
rol estereotipado que permita el encaje social en detrimento de la búsqueda de
individualidad y autenticidad de cada ser humano. En la sociedad de la represión
emocional y la negación de lo blando, de la homogeneización del carácter y del
dolor silenciado, de la tensión de la hipermasculinización y del insomnio, la
ciencia oficial, con su cóctel de analgésicos, ansiolíticos y antidepresivos
sintetizados, se frota las manos.
CUESTIONA A TUS ÍDOLOS
Personalmente, me resulta muy edificante hacer ejercicio físico, levantar pesas,
cuidar la dieta, sentirme fuerte, sano y atractivo, ejercitar el sentido del humor y
sonreír sin imposiciones cuando la situación espontáneamente lo genera. Sin
embargo, estas respuestas representan tan solo unas pinceladas de la experiencia
humana, no la paleta entera. Resulta tanto o más relevante ser capaz de conectar
con la honestidad de la melancolía, la fragilidad de la duda, las lecciones de la
soledad, permitirse las flaquezas y compartirse desde ahí hacia fuera con el
mundo. Prefiero airear y no evitar mi totalidad. No echar tierra sobre el pozo ni
fingir la ausencia de grietas a todas horas porque pierdo el hilo con mi cuna y
por ende con la humanidad compartida. Prefiero seguir mi propio pálpito y latido
a igualar mis gustos y aficiones a las del resto para sentir pertenencia.
La vida no es esfuerzo, pero a veces incluye esforzarse; la vida no es un
campo de batalla, pero puntualmente a veces tocará batallar. Si no ponemos
atención, el ser humano acabará con mentalidad de escasez, de esfuerzo, de
soldado. La violencia relacional escalará y el dramático guion de vida repleto de
picos y valles, éxtasis y agonías, riqueza y miseria made in America será la única
sinopsis a escala mundial. Una personalidad bélica y autoritaria no esconde más
sabiduría, igual que un cuerpo grande no alberga más felicidad. Ningún estudio
afirma que a mayor musculatura mayor bienestar emocional, no hay relación
entre el diámetro del bíceps y el nivel de serotonina disponible en el cerebro.
Existen otras soluciones orientadas al bienestar emocional y al bienser. Por lo
tanto, es crucial lanzar una mirada crítica a la cultura comercial de aquel rincón
del mundo, porque se ha convertido en nuestra propia cultura convencional.
Como decía en el capítulo anterior, la cultura americana tiene dos ejes
contrapuestos. Por un lado, la facción underground es de las más fértiles y
excitantes del planeta; sin embargo, la versión 1.0, la procesada, corporativa,
ultraconsumista y paramilitar es la que está haciendo mella en la psique del
globo entero, atrapando y confundiendo la mente de la juventud. El
desconocimiento de las agendas ocultas hace que nos arrodillemos ante el mapa
confundiéndolo con el territorio y mantengamos conductas de idealización,
dependencia y sumisión. Porque otras cosmovisiones, filosofías, estrategias y
formas de prosperar no son solo posibles, sino necesarias y deberían coexistir
con el modelo oficial.
En una conferencia, un chico me preguntó qué tenía que hacer para superar
definitivamente el miedo. Había logrado muchas cosas, como tirarse en
paracaídas, hacer puenting, correr una maratón y, exiliado de la zona de confort,
se hallaba extenuado buscando prosperidad. Le propuse que en lugar de inhalar y
esforzarse tanto, se deshiciera del palo y la zanahoria y probara con exhalar, con
aceptarse y darse más cariño. El miedo indica más una carencia de relación que
la ausencia de acción. Es fundamental abandonar el modelo de hiperactividad
militar y la necesidad de grandes hazañas con las que conquistar enemigos
internos para recuperar el sentido de merecimiento. Toca reunirse con uno
mismo a solas, sentirse y ser amable con la fatiga, aflojarse en la incomodidad y
abrazar el niño interior en lugar de exprimirlo a todas horas con riesgo escapista
y chutes de cortisol. Es hora de desmantelar el campo de batalla e izar la bandera
de la paz. La valentía 3.0, la auténtica redención, reside en atreverse a respirarse,
aflojarse hasta el fondo y volcar la atención con cariño hacia nuestro patio
interior.
5. LA RELIGIÓN DE LA CIENCIA OFICIAL
De niño yo era impulsivo y entusiasta. Tenía unas enormes ganas de
experimentar la vida y rasgar la novedad. Conforme crecía, los múltiples baches,
golpes y palos en las ruedas por parte de la autoridad me fueron arrancando la
ilusión y la curiosidad por empaparme de conocimiento. Poco a poco fui
soltando la motivación y acumulando reparo y negatividad, hasta entregarme al
rol del gran escéptico. Igual que santo Tomás necesitó palpar las heridas de
Jesucristo para convencerse de su resurrección, yo partía de no creer en nada que
no pudiera comprobar directamente por mí mismo. Me sentía moralmente
engañado por las promesas de mis padres, mis profesores, los curas, la religión y
el gobierno.
En una cultura donde la mitad de la población predica sin el ejemplo y la otra
mitad da consejos que ellos mismos no cumplen, solo confiaba en mis
referencias y en la veracidad de mis cinco sentidos. Crecí incrédulo porque las
sucesivas traiciones me enseñaron a relacionarme desde el rechazo, y de la
desconfianza hice mi maniobra de supervivencia. De la incredulidad pasé más
adelante a la hipercrítica y al cinismo, la soberbia, la arrogancia y el rictus de
superioridad moral. Siempre tuve talento para desmantelar a los profesores poco
preparados y a los falsos profetas, a la pléyade de mangantes y de mentirosos.
Del nihilismo comprendí que la vida era un valle de lágrimas, un castigo divino,
un vía crucis, la roca de Sísifo, el lacerante eterno retorno al útero estéril y que a
todo final le precedía un cataclismo.
Así ingresé en la escuela del pesimismo intelectual, asfixiando la pulsión
inicial de mi niño interior de dejarse atravesar por la vida. En lugar de eso, la
anticipaba, la medía, la calculaba. Acabé dudando de todo, de la familia, de los
amigos, de las mujeres, del futuro, de Dios, del sentido de la vida, hasta acabar
dudando de mi propia adecuación y sucumbir en una profunda crisis. En las
tinieblas del pozo sentí que el psicólogo no decía la verdad, el psiquiatra no
decía la verdad, la vidente no decía la verdad, el maestro de yoga no decía la
verdad. Sin embargo, con el tiempo, a medida que me iba purgando
interiormente, fui recobrando el latido y el aliento hasta lograr resetear mi
famélica curiosidad inicial. Comprendí que con el grado justo de escepticismo
que tejiera la red de seguridad podía permitirme ser curioso y vibrar con los
ciclos de la existencia hasta emprender de nuevo el vuelo.
La salud emocional consiste en hallar el equilibrio interno entre el
escepticismo riguroso del padre protector y la curiosidad inocente del niño. Todo
ser humano equilibrado necesita un sistema de creencias personalizado que se
vaya ajustando a cada nueva etapa. Si cada año no se cree en algo nuevo, por
hastío se acaba dudando de uno mismo.
LAS MAZMORRAS DE LA CIENCIA OFICIAL
Mi padre es médico e influyó en mi manera de descartar lo que racionalmente no
se podía explicar y de racionalizar la experiencia de cualquier evento. La
explicación atomista, biologicista, empírica, matemática y unifactorial siempre
imperó en mi hogar. Todo se podía explicar racionalmente y, lo que no se podía,
obraba en la gracia del Dios justiciero al que mi familia rendía pleitesía. Siempre
disponíamos de lápices, gomas, bolígrafos, libretas, carpetas y camisetas de los
congresos farmacéuticos a los que mi padre asistía. Hasta cumplir la mayoría de
edad, jamás hice cola ni pedí cita para visitar a un médico. Pediatras,
dermatólogos, odontólogos, traumatólogos, oftalmólogos, psiquiatras,
cardiólogos, urólogos, aparato digestivo, análisis clínicos, diagnóstico por
imagen..., todos eran conocidos de la familia. En la mesa, mi padre hablaba de
anatomía; en los viajes, sus amigos conversaban sobre casuística médica. El
medicamento contenía el principio activo del milagro, el médico pertenecía a
una élite de elegidos y su palabra era la verdad.

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