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Índice Portada Sinopsis Portadilla Dedicatoria I. Motivos para una revolución 1. LAS TRES MENTES 2. EL NIÑO DEL CUENTO DEL TRAJE DEL EMPERADOR II. La sombra 3. EL GRAN TEATRO AMERICANO 4. LA MILITARIZACIÓN SOCIAL 5. LA RELIGIÓN DE LA CIENCIA OFICIAL 6. TELEVISIÓN Y PRENSA COMERCIAL 7. LA CULTURA DEL «SELFIE» 8. HOGAR PATOLÓGICO Y AMOR TÓXICO 9. LA DICTADURA DE LA MENTE RACIONAL 10. LA PSICOLOGÍA 1.0 Y LA FIEBRE DEL «COACHING» 11. «NEW AGE» DISNEY III. La luz 12. UNA PSICOLOGÍA REAL 13. EL NIÑO INTERIOR 14. EL HEMISFERIO DERECHO 15. LA MENTE GRANDE 16. UNA ESPIRITUALIDAD REBELDE Notas Créditos Sinopsis En un mundo artificial como el actual, donde el psicólogo lo sabe todo, el coach se muestra perfecto, el profesor de yoga sonríe a todas horas y el desarrollo personal es un negocio, el doctor Sergi Rufi disiente, se moja y comparte desde la crudeza de la imperfección su propio camino y vía de sanación. Con un verbo afilado y sin pelos en la lengua, narra primero su experiencia como bala perdida y eterno paciente, y como profesor universitario y terapeuta consolidado después. Un texto de psicología alternativa para espíritus jóvenes, valientes e inconformistas. Un exabrupto atemporal contra la cultura oficial, la psicología convencional y la autoayuda comercial, contado en primera persona por un peculiar doctor en psicología. Un ensayo autobiográfico sobre angustia, incomprensión, rebeldía y redención. Un manifiesto contundente sobre las causas del sufrimiento en el siglo XXI. Un alegato a favor de una nueva psicología más REAL y de una espiritualidad útil, más verdadera. Es la era de la «nueva normalidad», la hora de una mayor coherencia y honestidad. Lo REAL no va de pensamiento positivo o negativo, ni de hacerlo mejor o lograr más cosas. Lo REAL no va de seguir modas, va de la pureza del sentimiento y la reflexión personal. Cada camino es único e intransferible y nadie nos puede decir cómo vivir nuestra vida. UNA PSICOLOGÍA REAL Cómo transformé mi sufrimiento en sentido y bienestar Sergi Rufi Dedicado a Linda, mi gran compañera y musa durante la gestación de este libro. Ya descansas eterna en mi memoria, te llevo siempre en mi corazón. I Motivos para una revolución Solo deberíamos leer libros que nos muerdan y pinchen. El libro que estamos leyendo debería obligarnos a despertar como un puñetazo en la cara. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. F. KAFKA 1. LAS TRES MENTES La mente puede ser un instrumento de bienestar o de tortura. Puede ser el motor de una vida equilibrada o de un camino pedregoso. Pero ¿comprendemos realmente lo que nos ocurre por dentro? ¿Conocemos de verdad ese centro que gestiona nuestras preferencias y experiencias? Este primer capítulo es una invitación al conocimiento de una parte esencial y a menudo muy desconocida de nosotros: nuestra mente. En la actualidad, existen tres tipos de mentes que representan distintos paradigmas psicosociales (psicológico y social) y emoespirituales (emocional y espiritual). A lo largo de estas páginas voy a ir dibujando su contorno, pero, para empezar, haré una breve descripción de cada una de ellas. LA MENTE 1.0 Representa el viejo paradigma psicosocial y se estructura a partir de lo racional, de la autoridad descendente y de la consiguiente desconexión emocional, reminiscencia de la cultura bélica del siglo pasado, una cultura que fabrica bandos, facciones y conflicto inherente. La mente 1.0 sigue a pies juntillas el libro de instrucciones, el manual académico, la portada del periódico, el método científico y la verdad oficial. Habita en un yo heredado traspasado de generación en generación, que no se autocuestiona ni cuestiona la realidad. Esta conciencia refleja el eslabón perfecto de la cadena de montaje oficial, un individuo convencional, estándar, tradicional, obediente, políticamente correcto, consumidor fidelizado, socialmente programado y, por lo tanto, replicante. La mente 1.0 vertebra una cultura oficial diseñada para ahogar cualquier amago de originalidad, creatividad, diferencia, comunión, transformación y cambio, porque estas son percibidas como amenazas. Este tipo de mente supone un nivel de conciencia cuyos rasgos son: La idea de que el pensamiento controla la emoción (modelo de procesamiento y decisión top-down), y que la mente controla el cuerpo y es la causa de la realidad. La evitación y control emocional como forma de vida. La rigidez intelectual y el pseudoescepticismo (niega en lugar de dudar). La negación de la sensibilidad y la vulnerabilidad. La fortaleza como ocultación de debilidad, y la fragilidad visible como error y vergüenza. El estilo discursivo condescendiente-paternalista y la voz interior crítica. La estrategia de resolución de conflictos basada en el ataque-defensa, el castigo y la culpa (siempre a la defensiva). La ideología maniquea de bueno o malo, positivo o negativo, masculino o femenino, héroe o mártir. El moralismo con la diferencia y la exclusión del diferente. La negación del principio de feminidad, del niño interior herido, 1 y la proyección de este sobre los demás. La creencia en la casualidad y el azar. La idealización de la infancia y el optimismo infantil. La baja conciencia o inconsciencia (está emo-espiritualmente «dormido»). Además, es una mentalidad afín a la ideología del sacrificio, el esfuerzo continuado y el hacedor compulsivo. Posee una baja conciencia de interdependencia humana e interespecies y sigue el dictado de la lógica religiosa, la científica oficial y los medios de comunicación comerciales. Se especializa en el eje horizontal-material de la vida y su propósito es la ostentación de éxitos visibles: estudios, trabajo, dinero, pareja, casa, familia, estatus. Además, sospecha de toda disidencia del molde oficial y rechaza el cambio psicológico y, ante el error propio, se justifica, no se disculpa. Para la mente 1.0, lo divergente está errado de raíz y condenado a regresar al hogar tradicional, como ocurre en la parábola del hijo pródigo. Sin embargo, también hay personas 1.0 no invasivas, que no se entrometen en la vida de los demás y dejan a la gente en paz con su diferencia. LA MENTE 3.0 Por el contrario, la mente 3.0 representa el nuevo paradigma, el cual significa conexión, apertura y aceptación emocional como estilo de vida; flexibilidad y regulación emocional; realismo del sentimiento, sensibilidad, atención, presencia, escucha, comprensión, confrontación amable y conciliación, cariño, perdón, oportunidad, responsabilidad, comunicación horizontal, adulto interior, unión, inclusión, error y solución, respeto, fortaleza como conexión y expresión de la vulnerabilidad, apertura a la debilidad, fragilidad sin culpa, una mente emo-espiritualmente «despierta». Supone un nivel de conciencia que cree en la sincronicidad, en el continuo de opuestos complementarios: agradable y desagradable, masculino y femenino. Una mente consciente de que la emoción y los valores dirigen el pensamiento (modelo de procesamiento bottom-up), de que este es una consecuencia, y que confía en la vida y en la unidad cuerpo-emoción-pensamiento-espíritu. La conciencia 3.0 cuestiona el credo heredado y se ha emancipado de las coordenadas convencionales, poniéndose de pie por sí misma. Cree en la intuición, la interdependencia y el hemisferio derecho del cerebro, y se ha liberado del manual de instrucciones del sistema oficial y su lógica maniquea. Es hereje porque recela de los medios de comunicación comerciales, la religión y la ciencia oficiales, agentes de control social. Ha chocado contra los muros de la iglesia de la moral y el buen pensamiento, y por ello ha sido señalado como raro y diferente. La mente 3.0 es consciente de que el ser humano es una pieza más del universo y su cometido es convivir en armonía con el resto de los seres. Sabe que quien asume y elabora la herida interior de la infancia se empodera y no necesita de dogmas heredados. Es de naturaleza sensible, inquieta, inconformista, libertaria, y se movilizapara renovar el viejo paradigma. Se interesa por el eje vertical-espiritual de la vida sin renunciar a las posesiones mundanas. Practica la espiritualidad sin etiquetas, en cualquiera de sus facetas. A través de la experiencia, halla la esencia de su identidad y acaba empujando la conciencia más allá de su nicho familiar. Esta mentalidad fabrica una cultura que se instala en el proceso, la cooperación, la autenticidad, la fusión de los opuestos y el cuestionamiento pacífico de la Máquina, del sistema oficial. La mente 3.0 hace de su vida una vía de evolución interior hacia un yo REAL (un yo propio, al margen de los dictados familiares). Para esta mentalidad, la vida es una dinámica abierta donde el tipo de relaciones están por construir y las verdades por escribir a golpe de aprendizaje. LA MENTE 2.0 Por último, la mente 2.0 es un híbrido de las dos anteriores. Posee una alta conciencia y percibe la realidad profunda e interconectada de las relaciones como la mente 3.0, pero tiene un desarrollo emo-espiritual escaso porque, como la mente 1.0, no cree en la transformación interior. Por lo tanto, sufre y a veces manipula con su herida interna (complejos, bloqueos, inseguridades y traumas). Además, suele ser escéptica, hiperracional, pesimista y victimista. La mayoría de los trastornos psicológicos se suelen manifestar en este nivel de conciencia, ya que el inconsciente (1.0) no se da cuenta y el emancipado (3.0) se sigue trabajando. Muy poca gente nace en un estado de conciencia 3.0, la mayoría nacemos entre el nivel 1.0 y el 2.0. En general, una acción externa en sí misma no revela el grado de conciencia de quien la realiza. Es la intención, o nivel de comprensión de la repercusión que esta tiene, la que hace que el autor de dicha acción tenga un nivel de conciencia u otro. Es decir, hay profesores de yoga con mentalidad 1.0 y algún político con mentalidad 3.0. En realidad, que tengas un nivel de conciencia u otro no tiene que ver tanto contigo. No se trata de una elección racional y consciente: la conciencia nos contiene a nosotros, se amplía y se despliega a sí misma. Unas veces ocurre desde la cuna, otras tras sufrir una vivencia traumática; pero llega un momento en el que, de repente, el molde estalla y los finos hilos que hilvanan el universo se visibilizan. Entonces, los botones premeditados de la Máquina se avistan y el montaje oficial queda al descubierto. Una vez la manzana del autoconocimiento ha sido mordida, las puertas del paraíso de la inocencia Disney se cierran para siempre. La ficha cae, la conciencia 2.0 se desdobla y ya no hay marcha atrás. Toca decidir si seguir intimidado y replicar el sufrimiento heredado, o tratar de renovar el tablero sobre el que se desenvuelve la realidad. 2. EL NIÑO DEL CUENTO DEL TRAJE DEL EMPERADOR Desde que tengo uso de razón, he sido un elemento incómodo para la Máquina. Recuerdo como si fuera ayer el comentario que le hizo una profesora a mi padre. Fue durante el primer curso de colegio, yo tenía apenas seis años y en el apartado de observaciones del informe de calificaciones rezaba diáfana una sentencia: «Sergi es un pendenciero y revoluciona la clase». No entendí el significado de aquella extraña palabra, pero no tardé mucho en sentir sus consecuencias. Debí de ser uno de los niños más castigados por el sistema educativo. Constantes amenazas, broncas, mofas, golpes, collejas y tortazos, a mano abierta y a diario, por parte de aquella autoridad sádica. Eran otras épocas y el abuso de autoridad era el pan nuestro de cada día en las aulas. A mí no me hizo bullying ningún alumno, sino el claustro entero de profesores. REBELDE DESDE LA CUNA Yo no era ningún santo. Ciertamente, era un niño nervioso, inquieto, impaciente, con una mente veloz que lo atrapaba todo al vuelo y a quien el cadencioso ritmo de lo cotidiano sumía en un incómodo aburrimiento. Guardar silencio, ponerse en fila, seguir normas, memorizar datos, pasar el test, ser monitorizado, juzgado y comparado. Para colmo, sacaba buenas notas sin esforzarme, era de los primeros en finiquitar los ejercicios en clase y los deberes en casa. Además, tenía un imán en lo social y, donde iba, la gente me seguía; sin quererlo, me convertía en el líder de la clase, de mi pandilla, en el capitán del equipo de fútbol. Al mundo de los adultos le sacaba de quicio mi marcada inclinación disruptiva, que pensara diferente, que hablase diferente, que latiera diferente, que necesitara mi propio ritmo para casi todo. Ellos no lo veían como algo natural, sino malintencionado. En cualquier lugar donde había una dirección férrea, esta me percibía como una amenaza para la convivencia y me tomaba como cabeza de turco descargando su frustración contra mí. Conforme iba creciendo, los calificativos hacia mí iban escalando en intensidad: gamberro, provocador, rebelde, indomable, oveja negra, bala perdida... Sin embargo, nadie consideraba mis carencias emocionales. Nadie se preocupaba por indagar en los motivos subyacentes que alimentaban mi manera de habitar en el mundo. Mi sensibilidad, mi naturaleza oscilante, mi intensa reactancia ante la manipulación, mi tendencia a dinamitar espacios ocupados. Mi sufrimiento desde la cuna y la consiguiente necesidad de escucha, comprensión y reconocimiento, de un abrazo cálido y maternal que aflojara el nudo de mi bloqueo interior. EL HOMBRE EQUIVOCADO Y así, buscando mi lugar en el mundo y una cierta paz interior, comenzó mi peregrinaje por los caminos de la salud emocional. Mi padre me llevó a toda suerte de profesionales para tratar de arrojar luz sobre mis problemas de conducta y maniatar el miura interior. Pedagogos, psicólogos y psiquiatras convencionales me exploraron, me colocaron sus etiquetas, arrojaron sus consejos de manual y me cortapisaron el impulso con sus medicamentos. Y pasé de niño a adolescente y de adolescente a paciente crónico en plena juventud. Me convertí en una carga para mi familia, para los profesores, para el mundo de los adultos. Oficialmente, era el hombre equivocado porque todo lo que tocaba se rompía, todo lo que intentaba se torcía, y yo no sabía cómo romper esa inercia. Me sentía un renglón torcido, un cajón lleno de problemas sin fondo. Era un villano, un señalado, una carga indeseable a esquivar por la gente de bien. EL ATRAPAMIENTO CULTURAL Cuando me preguntaban a qué quería dedicarme de mayor, contestaba que cantante de rock o escritor maldito. Solo tenía claro que quería señalar las injusticias del sistema oficial y abollar la corrupción del mundo adulto con mi voluntad contestataria. Me negaba a repetir el mismo bucle que todos seguían ciegamente: familia, escuela, universidad, trabajo, matrimonio, hipoteca, hijos, fin de semana para desconectar, vacaciones en agosto... El atrapamiento cultural del sistema monocromático y reiterativo no era para mí. No estaba interesado en seguir los peldaños marcados por quienes me habían marginado y humillado públicamente tantas veces. Yo no encajaba en sus epígrafes, sus moldes, sus modas ni en sus inventarios aleatorios. Yo representaba la amenaza al traje y a la corbata, a la rueda de hámster. Me negaba a replicar algo en lo que nunca había creído. Me sentía desempoderado por quien se suponía que tenía que comprenderme y ayudarme a convertirme en alguien de provecho y ser feliz. Estaba convencido de que debía de haber alguna alternativa más tonificante para mi alma inquieta. Supongo que en el fondo de mi mente albergaba un deseo ardiente de venganza. La Máquina me había despojado de toda confianza en mí mismo y flotaba por las calles solitarias sin propósito ni dirección, lleno de rencor. La misma semana que fui a hacer una prueba para convertirme en actor porno, me presenté en el seminario conciliar a informarme del plan de estudios. Quería encontrar mi sitio y escapar del aburrimiento cósmico como fuera. Mientras tanto, realizaba pequeños trabajos como árbitro de fútbol, repartidor de comida, mensajero, camarero, socorrista, figurante, comercial de tarjetas de crédito o guía de despedidasde soltera. Cuando alguno de los trabajos me saturaba emocionalmente, lo abandonaba fingiendo un accidente. Me colocaba una escayola antigua en la mano, de una de las veces que me había peleado, y, tremendamente consternado, le comunicaba al jefe mi incapacidad de seguir en aquel trabajo que me hacía tan feliz. UNA PIEZA DEFECTUOSA DE LA CADENA DE MONTAJE Tras varios fracasos haciendo pinitos en diferentes áreas académicas como la informática, el derecho, la música o el guion de cine, decidí probar suerte con la psicología. Me urgía hallar algo de sentido y alejar los pies de la cornisa. Anhelaba la idea de tener una oportunidad y encontrarme de una vez por todas. Durante los cuatro años de la licenciatura, estuve emocionalmente abducido por el trepidante ritmo universitario. Me subí desesperado a aquel tren de medianoche y, proyectándome hacia fuera, la herida dejó de supurar. Sin embargo, a mitad de trayecto, la oscuridad fue surgiendo de nuevo. Los manuales académicos resultaban incapaces de comprender la complejidad de la mente y los profesores en lo alto de la tarima se mostraban demasiado lejos de la calle. La letra impresa se confundía con la praxis clínica, la opinión con la norma, la hipótesis con la teoría, el caótico ser humano con una precisa y perfecta maquinaria suiza. El mapa único se promulgaba como territorio, el prejuicio y la hiperracionalización eran los instrumentos terapéuticos de la psicología oficial. Parecía que Sócrates, en la noche de los tiempos, había empujado el edificio del conocimiento hasta sus cotas más altas. De nuevo, la tendencia a homogeneizar y moralizar, la mentalidad obediente como emblema de lo correcto. Una personalidad replicante y dócil, con las emociones reprimidas, sin deseos propios, adoctrinada para servir y proteger el statu quo dominante ejecutando órdenes sin rechistar. Y yo, que no encajaba en aquella conceptualización tan insensible y calculada del ser humano, me sentía una pieza defectuosa de la cadena de montaje. MI GRAN DEPRESIÓN Una mañana me encontré con el ansiado título universitario bajo el brazo y desconfiando plenamente de la psicología académica, tan racional, matemática y alejada de la realidad del sentimiento. Más parte del problema que de la solución al sufrimiento existencial. La lacerante sensación interior de haber malgastado tantos años de mi vida y de seguir con el mismo fondo de deriva escocía demasiado. Poco a poco, se me había ido apagando la ilusión, deshaciendo el talento, marchitando el fuego interior, la llama de la vida, hasta quedar solo las cenizas de mi potencial y el esqueleto solitario de todo lo que podía haber logrado y llegado a ser. Me sentía una ballena varada, un saco de complejos, me asfixiaba la prisión de la presión social. El mismo mes en que me entregaron el título, hinqué las rodillas extenuado por la batalla y entré en una profunda depresión. Había dejado de saber quién era, para qué valía o a dónde quería ir vital y profesionalmente. Peleado con medio mundo, me había convertido en el parásito disfuncional que se suponía que debía ser. Sin dirección, destino ni sentido, la vida peligraba. Y veía cómo los roces con mi padre se habían convertido en roces con los profesores para convertirse después en roces con los jefes, con el mundo de los adultos al completo. Expulsado de las aulas, de media familia y de decenas de trabajos. La vida no iba a ser un pasillo de aplausos. Fue una época plagada de sustancias y excesos, de relaciones tensas y amores tóxicos, de noches de veinticuatro horas, violencia verbal y peleas. Era un ser asfixiado en una cárcel emocional cuyo pecho ardía a todas horas. Me visualizaba bajo un puente, precipitándome por una ventana, con los huesos en la cárcel o desnucando a alguien en un desesperado arrebato de venganza. Si no hubiera sido por el continuo drenaje de la lectura, la escritura y la música rock, no sé que habría pasado conmigo. Leer, escribir, cantar y gritar a los cuatro vientos mi descontento fueron las válvulas para descargar mi dolor interior, la biografía del lamento. CABALLO DE TROYA Un día, la psicóloga que me ayudó a salir de aquel pozo emocional me sugirió que probara en el mundo de la educación. «Eres especial, empatizarás bien con los alumnos», me dijo. Y así lo hice, y me gustó. Mis rarezas también gustaron. Las aulas se llenaban, los alumnos se acercaban y hablaban maravillas de mi desenfadado estilo docente. Era la primera vez que un jefe depositaba su confianza en mí y comenzó a florecer una cierta autoestima, un cierto rumbo profesional. En aquella época viví una relación con una chica americana y acabé mudándome a California durante unos años. De regreso a Barcelona, mis fundamentos profesionales eran más sólidos. Retomé la universidad, de donde hacía cinco años había salido corriendo. Dejé de hacer la guerra por mi cuenta y acepté ser un caballo de Troya: la revolución se fabrica desde dentro. Sentía coherencia repartiendo conocimiento oficial desde la tarima y escuchando música antisistema en el Ipod. Acabé cursando un máster y un doctorado, y cumplí la meta profesional de convertirme en profesor universitario. Paralelamente, seguí formándome como terapeuta y sobre todo trabajando conmigo mismo más y más profundo, dándole cada vez más espacio y cariño a mi niño interior herido. Más adelante, abrí mi propia consulta terapéutica y logré el sueño de adolescencia de publicar libros. Una editorial valiente se interesó por mi mirada divergente sobre el mundo de la psicología y la espiritualidad. Y así fue como, tras largas sesiones terapéuticas, un valle de lágrimas y un tsunami de epifanías en el centro del pecho, la ficha fue cayendo. El destino marcaba la senda pulsando el latido de mi corazón. Todo guardaba sentido y había llegado en el momento preciso. Nada podía ser diferente de como había salido. La culpa y la vergüenza se fueron evaporando, por fin palpaba mi lugar en el mundo. LIBRE DE CULPA Después de todo, no estaba tan equivocado. Igual eran la lente, la regla, el foco y la enciclopedia los que estaban incompletos y necesitaban una renovación. Nunca había vibrado con la mayoría, no puedo borrar la extraña circunstancia que me aterrizó en esta vida. Desde niño, he preferido estar inquieto en mitad del océano que cómodo en una pecera. Aprendí a sospechar de la autoridad porque recibía sermones que ni ellos seguían, y un bosque de estigmas por los que nadie se disculpó. Me mantuve vigilante en mi constante búsqueda de pureza, transparencia y verdad. Desaprendí sus etiquetas, no rindo culto ciego a la tradición y sé que no hay error en mi manera de ser. Desde niño, tengo voz propia, y la diferencia siempre ha incomodado a la mente 1.0. Soy consciente de que en mi interior albergo un niño difícil y que el mundo de los adultos nos orilla cuando no encuentra etiquetas con las que clasificarnos, grilletes con los que tenernos controlados. Soy el reflejo de un sistema nervioso, una emoción base y un guion de vida de donde emergen mi arquetipo y rol social. Y nada de eso lo he elegido yo, ni mi cuna, mi educación, mis genes, mi cerebro, mi mente o mi personalidad. Y mis preferencias, apegos, aversiones y conductas dependen de todo lo anterior. Por lo tanto, no cabe la culpa. EL NIÑO DEL TRAJE DEL EMPERADOR Mi misión no es diferente a la que, con distinto grado de conciencia, atino y finura, ya estaba realizando. Nuestro niño interior siempre marca la dirección de nuestros pasos. Como profesional de la psicología, mi cometido es señalar el precipicio de la inercia y la tradición. Volar más allá del síntoma y la tirita y proponer alternativas que garanticen alivio no solo a corto plazo, sino una transformación real que nos brinde un mayor sentido. Soy el niño del traje del emperador que tira de la manta y descubre el pastel, convertido en adulto, porque ya no reacciono a golpes, sino que respondo desde la comprensión, el respeto y el cariño. Soy Mercurio, porque transmito el conocimiento destilado en mi viaje interno para guiar al otroen su odisea personal. Soy Prometeo, porque mucha gente que sufre desconoce los motivos reales de su descontento y necesita saber. He estado enfrente y detrás del escritorio, en las mazmorras del olvido y en la cima del reconocimiento. He aceptado que toda gran misión encuentra una gran oposición; una gran batalla interior es reflejo de una gran misión. Mis cicatrices son la garantía de mi valía, la oveja negra centrada acaba liderando el rebaño. El librepensador y libresentidor, el valiente que toma conciencia y se abre a todas las emociones sin evitar ninguna, que a pesar de ser perseguido y censurado mantiene el espíritu rebelde y cultiva el autoconocimiento veraz, hallará el bienestar emocional y la redención personal en esta vida. II La sombra Cuando todos piensan igual es porque ninguno está pensando. W. LIPPMAN 3. EL GRAN TEATRO AMERICANO Lo anglosajón siempre me ha calado más hondo que lo latino. De niño crecí con el cine familiar y los deportes del otro lado del océano. Películas como La Guerra de las Galaxias, Indiana Jones, Regreso al Futuro o Superdetective en Hollywood, o series como El Coche Fantástico, V, El Equipo A o MacGyver marcaron a varias generaciones de niños. En su momento vibré con Michael Jordan, Carl Lewis y Mike Tyson. Nunca me gustó el lento cine costumbrista europeo, ni las series españolas. De adolescente descarté la música nacional y latinoamericana, tanto la contemporánea como la folclórica. Además, conforme iba desarrollando un gusto propio, me fui desanclando de las modas porque no me representaban. Solo la percepción de pureza, autenticidad y riesgo frente a las estructuras heredadas cautivaba mis sentidos. EL UNDERGROUND NORTEAMERICANO La música y la literatura alternativas que llegaban de Estados Unidos me salvaron la vida. El hard-rock, el heavy metal, el punk californiano, el hardcore neoyorquino y la generación beat me inocularon estética, ideología, sentimiento de pertenencia a una tribu y sentido. En un plano filosófico-existencial me enseñaron más sobre la vida que el sermón de cualquier cura, profesor o miembro de mi familia. En mis auriculares y en las reuniones con mis amigos sonaban canciones que descubría yo mismo investigando en revistas extranjeras. Yo decidía la banda sonora que acompañaba mi desaliento: Rollins Band, Life of Agony, Stone Temple Pilots, The Cult, Faith No More, Danzig, Deftones, Helmet, Pantera, Alice In Chains, Vision Of Disorder, Tool, Quicksand, Madball, Misfits, Ramones, Sex Pistols o Fugazi. Me encantaba el humor ácido y surrealista de Groucho Marx, Woody Allen y George Carlin. Me fascinaban la elegancia de las películas del Hollywood clásico, la filmografía de Hitchcock, Kubrick, Lynch, Shyamalan y Tarantino, y el cine contemporáneo de actores como Sean Penn y Matt Dillon. Además, algunos de mis héroes literarios eran Kerouac, Capote, Bukowski, Fitzgerald, Faulkner o Salinger. ESTADOS UNIDOS VERSUS ESPAÑA Desde la explosión del Maine en 1898 y la pérdida de Cuba y Puerto Rico, España se arrastraba económica y socialmente medio siglo por detrás de Estados Unidos. Durante la Revolución Industrial del fordismo en ese país y su consiguiente expansión económica, en España la gente se disparaba a traición por la calle y las familias malvivían en las trincheras de la Guerra Civil. Cuando allá mucha gente conducía un flamante Cadillac, aquí unos pocos privilegiados se movían en un Seat 600. Cuando en los cincuenta, al otro lado del charco, apareció el rock and roll de la mano de Bill Haley, aquí arrasaba Concha Velasco. El icónico magnetismo de Marilyn Monroe está a años luz del de Marisol, como lo está el legado de Elvis Presley con respecto al de Juanito Valderrama, o el de Allen Ginsberg con el de Gloria Fuertes. Cuando allí la rabia de Nirvana golpeaba la radio, aquí triunfaban los Hombres G. Cuando allá reinaba Marlon Brando y empezaba a despuntar Robert De Niro, aquí seguían en cartel Alfredo Landa y José Luís López Vázquez. Cuando en Londres explotaba la revolución antisistema del punk inglés de la mano de los Sex Pistols y los Clash, y en Los Ángeles la del punk californiano anti-establishment, con Black Flag y Dead Kennedys, en Madrid se difundía la movida madrileña. Una versión light para todos los públicos financiada por el gobierno del momento, con los Nikis y Alaska y los Pegamoides a la cabeza. No tenía nada que ver la creatividad que llegaba de Estados Unidos con lo que percibía aquí: propuestas políticamente correctas, medias tintas y revoluciones de plastilina. Mi descontento y mi frustración eran reales como la punta de una navaja afilada, y solo la revuelta sin complejos me representaba. En aquel entonces decidí llamarme Sergi Fuss (fuss, follón, follón en el alma). Lo mío era la rabia de la distorsión, la invasión de los decibelios y la provocación de los tatuajes. MI AMERICANISMO Además, fue creciendo en mí la admiración hacia Estados Unidos por su poderío militar y su política expansiva. Era un romántico de la guerra de Vietnam a raíz de películas como Rambo, Apocalypse Now, Platoon y La chaqueta metálica. Me tragué hasta lo más hondo la cantinela del orgullo, el honor, el escudo, la bandera, el himno y la nación. Seguí en directo la caída de las Torres Gemelas y, con la piel de gallina, la segunda invasión norteamericana de Irak, con sus drones y operaciones quirúrgicas de videojuego. Paralelamente, había ido adaptando mi look a la contracultura norteamericana: perilla de chivo o barba amish, melena larga o cabeza rapada, camisetas de manga corta de grupos musicales en invierno, gorras y gorros, ropa de la talla XL y, como devoto de la religión del rock, me fui llenando el cuerpo de tatuajes emulando a mis héroes musicales. El arte en la piel era la quintaesencia de la rebelión explícita, un manifiesto visible de diferenciación y conflicto contra la corriente principal y la clase bienpensante. El primer tatuaje me lo hice al alcanzar la mayoría de edad y mi padre, tras soltarme su frase lapidaria estrella, «Ya te has perdido para la humanidad, no te pierdas también para Dios», me retiró la palabra durante una temporada. Llovía sobre mojado y, de alguna manera, aquella fue mi primera victoria silenciosa: que me dejara en paz por un tiempo. Y SERGI FUSS SALTÓ EL CHARCO Hace trece años di carpetazo a mi vida en el Mediterráneo y me mudé de forma permanente a California. Barcelona se ponía demasiado cuesta arriba, sus inercias me consumían por dentro. Había logrado desviarme, perderme, destruirme, encontrarme, recuperarme, estudiar, tener pareja, sacarme títulos, conseguir un trabajo decente y aparentar normalidad. Sin embargo, sentía que dilapidaba el tiempo repitiendo constantemente el mismo bucle insípido. Además, no veía la forma sana de ganar un sueldo digno, pues los precios estaban por las nubes y las adicciones cotidianas permanecían intactas bajo la fina alfombra. Así que un día lo cerré todo, lo vendí todo y me despedí de todos. En mi mente llevaba muchas promesas e ilusiones; en el bolsillo, el finiquito, y en el banco, un pequeño préstamo de mi hermano. Mi novia me esperaba desde hacía un tiempo en San Diego, su ciudad de origen. Por primera vez, me sentía un privilegiado en lugar de un desgraciado. La vida me sonreía y me brindaba una oportunidad de oro: mudarme a la cultura que tanto me atraía y con la que tanto había soñado. Tras un día de vuelo, aterricé una medianoche en la bella California. Sin planificación ni fecha de retorno, sin contactos ni ayudas externas, sin papeles y con toda mi vida en dos maletas. Vestía camisa con palmeras, bermudas anchas y chanclas. El look barcelonés encajaba a la perfección en el molde californiano, me estrenaba con buen pie. A pesar de que iba con el dinero justo y sin trabajo, vislumbraba un horizonte de comprensión, prosperidad y expansión profesional. Hasta hallar nido propio, me instalé con mi novia en la mansión familiar. En la planta de abajo vivían los padres, arriba nosotros. La casa estaba situada en una urbanización residencialen la cima de una colina solitaria. Rodeada por palmeras y abundante césped, en el patio trasero había una piscina con tumbonas, columpios y una zona de barbacoa. La urbanización estaba compuesta por decenas de residencias idénticas. Las calles estaban desiertas y las aceras vacías, parecía que la vida se desarrollara en el entorno doméstico. Los vecinos con los que me cruzaba en el supermercado o en el gimnasio eran de aspecto alegre y apuesto, y se desplazaban en vehículos de dimensiones extraterrestres. Mi adaptación no fue tan suave como esperaba. El ritmo, los hábitos y la mentalidad norteamericana no eran sencillos de coordinar con los mediterráneos. A pesar de haber tenido alguna novia extranjera, haber viajado y vivido ya en otros países, mi nivel de inglés no parecía suficiente para desenvolverme con soltura. América parecía un universo diferente. El acento y la jerga hacían de aquel idioma una lengua distinta al inglés académico. Su concepto de diversión también era singular: empujar carros por pasillos interminables de centros comerciales rastreando ofertas y descuentos, caminar por calles desiertas, mordisquear un donut glaseado, sonreír y hacerse fotos, montar una fiesta con los vecinos, emborracharse con la familia en el jardín o conducir sin rumbo por la autopista no encajaba con mis perspectivas personales. A la mañana siguiente de aterrizar, mi suegro me llevó a desayunar pancakes y me dijo que yo era el hombre más afortunado del mundo por mudarme a California del sur, «El cinturón dorado y corazón del sueño americano, todos fantasean con retirarse aquí». El padre de mi novia era un farmacéutico de ideología republicana con más orgullo norteamericano que el Big Mac y la música country juntos. Una ensalada de contradicciones con mirada de cowboy y verbo condescendiente que hacían sentir incómoda a la gente. «Tienes que aprender las reglas del fútbol americano o no harás amigos.» «Siéntete como en casa, pero este es mi reino.» El tipo prefería dormir con un rifle debajo de la cama a cerrar con llave la puerta de la calle. Cuando le informé de que no era necesario rociar con ketchup el fuet que le había regalado, él refunfuñó y me soltó que el lujo se acompañaba con lujo. «Hay que cerrar las fronteras con México o nos pondrán una bomba en el centro de la ciudad», afirmaba con soltura mientras un grupo de inmigrantes mejicanos ilegales arreglaba su piscina. LA REALIDAD ME GOLPEA EN PLENA CARA Al mes de instalarme, cuando el globo americano comenzaba a desinflarse, me casé con mi novia para arreglar mi situación legal. Empezaba a realizar mis primeros trabajos y palpaba la posibilidad real de ganar dinero. Sin embargo, la falta de espontaneidad y conexión honesta de la gente empezaba a irritarme. Lentamente, la inicial admiración (e incluso envidia) por la fachada perfecta que todo el mundo exhibía se había ido tornando en sospecha. Ya no quedaba ninguno de los cuadros de la boda del primo de mi novia y su esposa que decoraban la casa la noche que aterricé en San Diego. Tan apuestos, exitosos y sonrientes, con las guirnaldas hawaianas en el cuello, el matrimonio apenas había durado un par de meses, hasta que pillaron al primo en un motel en medio de una orgía con prostitutas y cocaína sufragada con la tarjeta del padre. En los supermercados y tiendas, las dependientas me preguntaban con sonrisa perfecta si había tenido un buen día; en el banco, me preguntaron alguna vez si era feliz. Esa presión social hacia la conformidad y la felicidad permanente me incomodaba. No tenía amigos, ni familia, ni mucho dinero, y me sentía en la obligación de sonreír para encajar y sentirme uno más entre ellos. La aventura de compartir lo que realmente sentía duró un par de días. Sostener la mirada de asombro y rechazo que recibía de vuelta era un infierno. Además, en California se tomaban las frases de forma literal, no había lugar para el doble sentido. La tía de mi novia, con la que me gustaba conversar porque mostraba una afilada picardía, tomaba antidepresivos. «Solo hace cinco años que es así», me comentaron. Asimismo, presencié en primera fila como a mi suegro, al que detectaron una grave leucemia por la que tuvo que coger la baja laboral, le iba volviendo la espalda el sistema norteamericano que tanto defendió y por el que tanto pecho sacaba. Al poco tiempo, la empresa farmacéutica para la que había trabajado la última década le rescindió el contrato. Después, el seguro médico que había sufragado religiosamente toda la vida se negó a hacerse cargo de los gastos médicos y le obligó a meterse en un proceso judicial denigrante teniendo en cuenta su estado físico. Más adelante, debido a las altísimas facturas médicas, y al no disponer de ingresos, se declaró en bancarrota. La fastuosa bandera de barras y estrellas que clavaba los días festivos en el jardín de la entrada le dejaba en la estacada. El flamante sueño americano terminaba en triste pesadilla. Al final del viaje, el obediente ciudadano era tratado como una pieza inservible que una vez exprimida se tiraba al cubo de basura. «Mi consejo es que ahora que puedes cojas tus maletas y te vuelvas a España, si yo pudiera haría lo mismo», me advirtió a las dos semanas de llegar un español que tenía esposa e hijos norteamericanos y que llevaba demasiado tiempo allí. «Si Estados Unidos hubiera sido conquistado por los españoles en lugar de por los ingleses, igual tendríamos menos dinero, pero sabríamos vivir mejor y seríamos más felices», me confesó sin atisbo de duda un compañero de trabajo. Me daba cuenta de que existían tres Estados Unidos: la cultura llamativa que se muestra en las películas y series; el precioso país que cualquier turista visita fugazmente de vacaciones, y la cruda realidad del residente que se muda para siempre. Al fin y al cabo, ellos inventaron las leyes del marketing y saben vender lo suyo como nadie. Aquella aventura amenazaba con ponerse más cuesta arriba de lo previsto. Presentía que la industria del cine me la había metido doblada hasta el fondo. Tras un intenso período de reflexión, decidí continuar con mi periplo y mimetizarme aún más con el entorno. Aproveché que estaba en la meca del cine y la interpretación para aprender a ocultar la verdad de mis sentimientos. En aquella tierra de actores, vendedores y artistas, nadie decía lo que pensaba. Comprendí la tendencia de la gente a las adicciones, la doble vida y la sobreactuación, ostentando casas, coches y atuendos para compensar la tensión del teatro americano, y asumí la obligación de representar el papel de ciudadano feliz. Si quería éxito, debía mostrarme impecable. Sentí como mi identidad se desdoblaba y aparecía un yo social rutilante de vendedor de coches de segunda mano. Todo el mundo era un target, un cliente potencial. Detecté las palabras claves para cada contexto social y comencé a interaccionar con expresiones tibias, frases hechas y el corazón apagado. Me acostumbré a entablar conversaciones de ascensor a todas horas. Traté de acomodarme al estar por estar, los momentos vacíos y la presencia sin contenido. Me hice un experto en anticipar intenciones y manifestar lo obvio para conectar. Solo el más fuerte, solo el mejor impostor, sobrevivía en aquella gran comedia. AVENTURA EN MÉXICO Una mañana, un intenso dolor de muelas me avisó del drama en el que se podía tornar la película. El prohibitivo presupuesto que se sacó de la manga el médico de urgencias amenazó con mi ruina anticipada. Tratando de escapar de la escabechina, crucé la frontera con México y me puse en manos de una doctora que cobraba cinco veces menos. La clínica dental se hallaba en el interior de una frutería, algo común en aquella zona. La silla que hacía de sala de espera estaba junto a una caja de plátanos de piel oscura. Temiendo por mi vida, le comuniqué a la doctora que yo era un político español y el presidente de España tenía constancia de mi desplazamiento a aquel lugar. Me pasé la tarde tumbado en un viejo sillón mientras la doctora apretaba un taladro contra la muela.De cuando en cuando sacaba un cubo de playa y me volcaba en la boca un líquido desinfectante que decoloró mi camisa. Al caer la noche me informó con la frente sudada de que no podía continuar debido a la escasez de luz. Me mostró una radiografía donde no se descifraba nada, me pidió dinero y me invitó a regresar al día siguiente para continuar el trabajo. Las noches siguientes, fue difícil conciliar el sueño. El dolor de muela se había convertido en dolor de cabeza, de bolsillo y de alma. Con el rabo entre las piernas, decenas de dólares después y una camisa menos, regresé al médico de urgencias en San Diego. La sala de operaciones parecía la cabina de una nave espacial repleta de pantallas y botones de colores fluorescentes. Antes de nada, me hizo contratar una tarjeta de crédito para financiar la intervención. Después, me mostró con una radiografía digital el vandalismo de la doctora mejicana y me dijo que podía haber perdido la muela, el nervio y hasta la vida. A la salida me entregaron un papel donde aparecían la explicación de la intervención, el precio y un comentario, «Sergi Rufi ha sido un paciente excelente». En la fotografía aparezco con la sonrisa atónita de la anestesia... Y del pingüe importe cargado a mi nueva tarjeta de crédito. EL CIRCO DE SAN FRANCISCO Poco a poco, la relación con mi novia se fue deteriorando. El aburrimiento cultural de San Diego fue haciendo mella en nuestro espacio íntimo. La ciudad era de postal, con playas y palmeras, eternos cielos azules y parques frondosos. Sin embargo, estaba ausente de variedad y hueca de alma, y yo comenzaba a sentir claustrofobia por culpa del personaje que me había forjado para subsistir en aquella civilización. Estaba consumido por la ubicua perfección estética que ocultaba conservadurismo, represión y doble moral. Anhelaba la ciudad gris del bullicio, la aventura y la honestidad del pecado. Caminar por la calle sin levantar sospechas, mezclarme con otra gente, moverme en transporte público, hacer amigos de verdad. Finalmente, mi novia y yo nos separamos y decidí mudarme a San Francisco, una ciudad radicalmente opuesta a la cultura del sur de California. Desde el principio, su paisaje urbano me golpeó como un guantazo en la cara. La primera figura humana que distinguí fue la de un hombre desnudo en mitad de la acera, con el tronco doblado hacia delante rebuscando algo con los dedos entre las nalgas. Si en San Diego los vagabundos eran apestados invisibles, en San Francisco eran una legión evidente que se mezclaba con los peatones. La mayoría eran afroamericanos, cogían el transporte público e interaccionaban con los viandantes dibujando una sonrisa y asintiendo con la cabeza. Ocultaban la crudeza de las calles y la miseria de la alienación, y le extendían la mano al peatón de forma convincente. Luego le lanzaban un piropo, le deseaban que tuviera un buen día, le dedicaban una frase motivacional y antes de marcharse le pedían algo de suelto. Allí, hasta el homeless mantenía el rictus de complacencia y orgullo. Nunca había visto tanta gente de aspecto tan grotesco, tantos brotes psicóticos y tantas escenas chocantes en un espacio público. Una vez vi a un afroamericano tumbado en medio de la calzada gritando «¡Mis piernas!, ¡Mis piernas!» y de la ventanilla de un autobús caer un juego de piernas de plástico. También conocí a un hombre que aparecía sentado en distintos bares conversando con gente, hasta que un día uno le gritó «¡Déjame en paz!» y comprendí que no conocía a ninguna de las personas con las que compartía mesa e interactuaba a diario. Presencié robos a manotazo limpio de cigarros que algún peatón estaba a punto de encenderse, robos violentos de móviles, peleas sucias en el suelo, gente andando con los pantalones bajados, miradas vacías, miradas perdidas, miradas psicóticas, miradas asesinas. A plena luz del día, las paradas de autobús parecían una rave en el descampado de un poblado de yonquis. Gente de aspecto extremo, sucio, despeinados, tuertos, cojos, mutilados, semidesnudos, desdentados. Un negro albino con las cejas quemadas, un hombre sentado en una silla de ruedas con una única rueda esperando a que alguien le empujara. Prostitutas, chaperos, proxenetas, travestidos, mendigos, bandas, regueros de alcohol, orines y comida desparramada por el suelo de los autobuses. Cánticos, silbidos, gritos, insultos, empujones. Acabé teniendo pesadillas en las que me veía arrastrándome por aquellas calles plomizas con el pelo embarrado y una cochambrosa camisa sin mangas ni botones. Conocía poca gente de confianza, apenas tenía red de apoyo y el ambiente norteamericano me resultaba demasiado combativo. Hasta los homeless sonreían a todas horas y yo no lo lograba. Algo en mi interior se había roto y parecía irremediable. Una tarde me encontraba en la calle con un colchón de segunda mano recién comprado esperando a que me vinieran a recoger cuando de pronto un coche patrulla con las sirenas encendidas se acercó a toda velocidad y se detuvo frente mí. Del interior salió un policía gritándome de malas maneras «¡Michael! ¡Michael!». «Yo no soy Michael», le repliqué sorprendido. «¡No te muevas, Michael!», me soltó mientras me esposaba con las manos a la espalda y me empotraba contra el capó del coche. Entonces revisó mi documentación y siguió afirmando a grito pelado que yo era Michael, un armenio en busca y captura por haberle propinado una paliza a una chica. En aquel momento, recordé la historia de un español a quien la policía había confundido con un narcotraficante colombiano y había recluido una semana en la cárcel, donde había sido vilmente torturado. Cuando yo ya estaba sentenciado, asomó por la ventanilla del coche la cabeza de un segundo policía que dio el aviso de que habían cazado al auténtico Michael. En un instante me liberaron de las esposas, me devolvieron la documentación y, sin disculparse, se marcharon a toda velocidad por donde habían venido. San Francisco es una ciudad ventosa, lluviosa, añeja, sucia, fría, artística, melancólica, caótica, incómoda, con decenas de colinas, pendientes y desniveles que atraviesan el casco urbano. Además, es una ciudad radicalmente desigual. Tiene alguna zona con preciosas y elegantes casitas victorianas con vistas verdes de campiña inglesa, y abundantes áreas repletas de edificios dilapidados que recuerdan la atmósfera distópica de Mad Max o Blade Runner. En un barrio reina el sol y es verano todo el año, en otro hace niebla, frío y es eternamente invierno. Además, es una ciudad segregada en guetos: en una zona habitaban los asiáticos; en otra, los hispanos; en otra, los negros; y en otra, los blancos. También pude conocer la cara amable de San Francisco, de la mano de una amiga que tenía contactos influyentes. Me mezclé con el diseño, el artisteo, la intelectualidad, las fiestas y el lujo. La parte europea de San Francisco era preciosa, respiraba cultura, internacionalidad y una infinita diversidad, aunque los extranjeros que llevaban tiempo allí lo habían logrado montando sus propios clubes sociales. Ya podía vivir a miles de kilómetros de su casa, que el español frecuentaba españoles y montaba fiestas con tortilla de patata, jamón y flamenco; el italiano frecuentaba italianos, comía pizza y hablaba del Calcio, y el francés frecuentaba franceses y hacía catas de vino y queso. Conocí a centenares de personas; en el trabajo, en bares, en la calle, por internet. Californianos, norteamericanos, latinoamericanos, afroamericanos, asiáticos y europeos de todas las clases. En general, todos conocían y admiraban Barcelona, y si una chica se enteraba de que eras de ahí tenías cita garantizada. En aquella época conocí a muchas chicas a través de Myspace. Subía canciones caseras que yo mismo componía, me inventaba una historia y contactaba con mujeres de la zona. Ya dominaba el código americano y fingía el currículum, el puesto de trabajo, los planes de futuro y mi tren de vida. En aquella cultura lo importante eran los contactos, y yo simulaba tener un círculo de amigos intelectualeseuropeos con los que aparentaba estar ocupado. La soledad, la introversión y la reflexión levantaban recelos. Llevaba un año trabajando en una zona conflictiva de la vecina Oakland, la tercera ciudad más peligrosa de Estados Unidos, y su decrépita atmósfera estaba afectando mis cimientos. Mirando mi agenda, comprobaba que el tipo de amistades que me había forjado tampoco era muy edificante. En mi interior me apretaba el síndrome de Gauguin, percibía cómo había huido de Barcelona en busca de la redención en la Tierra Prometida, y en su lugar había ido descendiendo por una escalera infernal hasta penetrar en el núcleo de la soledad mayúscula. Por otro lado, dominaba el inglés, había iniciado mi práctica espiritual diaria y había florecido en mí la motivación por reemprender mi idilio profesional con la psicología. El gusanillo de la universidad había anidado en mi interior y, con las ideas más claras, decidí saltar el charco de regreso a mi añorado hogar. 4. LA MILITARIZACIÓN SOCIAL En el pináculo de mi adolescencia errática, decidí apuntarme al gimnasio. Mi manotazo fácil y agresividad en las calles eran incongruentes con mi escaso volumen corporal. Además, admiraba la figura musculosa y tatuada de una de mis referencias de juventud, un músico alternativo cuya imagen sin camiseta gritándole a un micrófono coronaba la pared de mi habitación. En casa, mi padre me preguntó si era «mariquita» y me invitó a sufragarme yo mismo la cuota con mi escasa mensualidad. A mediados de los noventa, buena parte de los gimnasios que había en Barcelona eran de barrio. Por entonces muy poca gente levantaba pesas, el culto al cuerpo era un asunto marginal y yo era un raro declarado. Durante el primer invierno, logré ponerme encima varios kilos de músculo y en verano fui la envidia de la playa. Mi capacidad de intimidación había aumentado exponencialmente y los roces de noche habían ido decreciendo en número, pero aumentando en intensidad. Me vestía con camisetas apretadas marcando bíceps y pectoral, y la gente se giraba con admiración y se apartaba a mi paso. Me metía en desencuentros y encontronazos a todas horas, a puñetazo limpio en discusiones de tráfico, en el trabajo, en bares o en discotecas. No tenía futuro, pero vivía en un intenso y excitante presente. Entre semana me machacaba en el gimnasio esperando a que llegara el fin de semana para emborracharme, intimidar, hacer el gamberro y ligar con alguna chica gracias a mi físico esculpido. Sin embargo, a finales de los noventa el diámetro de mis bíceps dejó de llamar la atención. Todo el mundo me preguntaba si había dejado de levantar pesas sin caer en la cuenta de que eran ellos los que las habían comenzado a levantar. Los decrépitos locales de barrio fueron cerrando sus puertas ante la proliferación de las cadenas de gimnasios. Las salas de máquinas se llenaron de estudiantes y de mentalidades convencionales. El grueso de la juventud blandía físicos portentosos y de noche cada vez me involucraba en menos altercados. EL CULTO A LA IMAGEN El culto a la imagen propio de la cultura norteamericana comenzaba a desembarcar a gran escala. Una década después de regresar de California, compruebo de primera mano la homogeneización cultural que se está viviendo. Actualmente, la playa de Barcelona es una fotocopia de las playas de San Diego o de Los Ángeles, una pasarela de cuerpos esculpidos en gimnasios abiertos las veinticuatro horas, de deportes vistosos y enérgicos, y de moda fitness. Los norteamericanos han exportado globalmente la cruzada contra la epidemia de la obesidad que ellos mismos generaron con el fast-food y las bebidas azucaradas. Ellos crearon el desorden, ellos ofrecen la solución. El músculo ha sido siempre el protagonista en la mitología norteamericana. Superman, Batman y Spiderman, o personajes clásicos del cine como Harry el Sucio, Rambo, Rocky o Terminator, por poner algún ejemplo, son glorias nacionales, y todos levantaban pesas y tomaban batidos proteicos o química de dudosa reputación. Lo hercúleo es el ideal masculino imperante; cuánto más grande es la percha, más admiración y taquilla se garantizan. En jerga norteamericana, a los bíceps se les llama guns (pistolas) porque intimidan y atraen a partes iguales, en una cultura agresiva y territorial cuya motivación transversal se basa en el triunfo estético, la competitividad, la industria de las armas y los lodos de las guerras internacionales en las que históricamente los estadounidenses se entrometen cada par de décadas. El músculo en lo físico, como la sonrisa en lo psicológico, son símbolos de prosperidad y felicidad por excelencia, y el atajo que algunos utilizan para evitar acudir a un psicólogo. Se busca destacar, sobresalir, ser literalmente visto y reconocido mediante músculo, belleza cosmética u ostentosas posesiones materiales. Para algunos, lo grande es mejor y la talla XL es la medida exacta de éxito nacional. Comer, engullir, devorar y exportar la cultura de comer mucho a cualquier hora. Donuts, hamburguesas, pizzas, patatas fritas, bebidas energéticas, refrescos y cafés XL para adquirir dimensiones de gorila, intimidar por el físico y que la frágil autoestima de fondo se cuele por el desagüe y se resuelva por arte de magia. En Estados Unidos, el panadero es XL en músculo o grasa y sonríe igual que la cajera, el policía, el médico, el banquero, el abogado o el gurú. Este arquetipo unidimensional, experto en blandir grandeza, perfección y hacer sentir pequeño al prójimo, desembarca en el imaginario colectivo de la humanidad de la mano de Instagram, YouTube, Netflix, la gastronomía foodie, el new age Disney y la industria de la autoayuda comercial, que ve en el modelo norteamericano la gallina de los huevos de oro y el paraíso terrenal. Es la mentalidad del bigger and stronger (más grande y más fuerte), terreno abonado para la pandemia de ortorexias y vigorexias, productos norteamericanos exportados a medio mundo. EXTREMISMO E HIPERRELIGIOSIDAD La norteamericana es una sociedad extrema remachada con leyes estrambóticas —en California está explícitamente prohibido disparar a las señales de tráfico—, multitud de enmiendas, prohibiciones radicales —en San Diego hay calles y playas enteras donde está prohibido fumar tabaco— y de una hipócrita doble moral —en muchos lugares está prohibido consumir alcohol en la calle a no ser que lleves el envase cubierto con una bolsa de papel marrón—, corredores de la muerte y condenas a cadena perpetua con las que se abren los telediarios. Una sociedad donde el matrimonio es una obligación moral —para la mayoría de los norteamericanos, el propósito de la vida es casarse y tener hijos— y los divorcios masivos la consecuencia directa. Muchas familias, por consiguiente, son desestructuradas y un gran número de infancias quedan rotas, lo cual genera adultos con psicologías límite y conductas imposibles. En un país de huérfanos y desarraigados, el ritual de jurar bandera, besar el escudo, empuñar un arma, aprobar el heroísmo, el honor de la guerra y emocionarse con el himno compensan el vacío familiar, ejercen de pegamento social y se convierten a la vez en el ojo vigilante que todo lo registra y que de todo sospecha. Para equilibrar esa tensa atmósfera, se instala el control social de la hiperreligiosidad y el new age como otro rasgo distintivo de la cultura norteamericana. En San Diego, en apenas tres calles coexistían la iglesia anglicana, la iglesia presbiteriana, la iglesia luterana, la iglesia griega ortodoxa, la iglesia mormona, la iglesia de la cienciología, varias iglesias católicas, tres estudios de yoga, varios tarotistas, centros de meditación, uno de imposición de manos y diversas comunidades cristianas. Todos los movimientos religiosos tenían flyers de colores llamativos repartidos por la ciudad y carteles con eslóganes vehementes clavados en mitad de la calle: «Preocúpate por ti, encuentra ya a Dios», «Al final de la cuerda está Dios y hay esperanza» o el tajante imperativo de una iglesia baptista «Dios sobrevivirá a tu rechazo,pero tú no». Porque al americano le gusta que le digan lo que tiene que hacer, ya sea Dios, una ley, un predicador, un militar, una corporación o una marca comercial. La obediencia a la autoridad en la vida real se traduce en obediencia a los logos y a la simbología agresiva de las multinacionales, tanto civiles como religiosas. La guerra y la paz coexisten, aunque sea una paz amenazante cuyo libro de cabecera es el Antiguo Testamento, un reguero de violencia, guerra, sangre y venganza con la palabra de Dios de fondo, en el que se inspiran la industria bélica, literaria y cinematográfica. De ahí surgen consejos como el que ofrece un sacerdote católico: «Sonríe siempre para no dar a los que te odian el placer de verte triste». En una sola frase se comprime el trasfondo de la cultura convencional norteamericana o 1.0. La apariencia es la estrategia a seguir, tener enemigos o fabricarlos es algo común y batirlos el motor de la existencia. Es como predicar el amor con una sonrisa mientras se blande una metralleta. LA DICTADURA DE LO MASCULINO La exaltación del principio masculino se impone en cualquier área. La disciplina, el sacrificio, la lealtad, el esfuerzo, la tenacidad, el foco, el entusiasmo, la concentración, la superación, el resultado, la posesión, la competición, el rendimiento, la mejora, la productividad, la fuerza de voluntad y la obsesión orientada a la tarea son rasgos deseables de corte bélico que todo norteamericano debe expresar en el colegio, en el trabajo, en la familia, en el ocio y en el deporte. Este último ámbito ha sido el más paramilitarizado, con la eclosión de deportes extremos, el auge popular de las maratones y demás competiciones de alto impacto como el cross-fit. La figura del coach estricto o profesor de fitness beligerante emerge en medio de tales modas. A la colleja del padre, la regla en los nudillos del profesor y el látigo del jefe, les sigue ahora el grito del coach. Un famoso explicó en un podcast haber acabado un Ironman con la planta del pie rota y sin analgésicos... A ver quién es más duro, más dramático, más bélico, más épico, más macho alfa. La vida entendida como un show, una exageración, una historia de ciencia ficción o, si no, no merece la pena. Es la mentalidad militar del do it or die (hazlo o muere en el intento), de la que beben grandes marcas deportivas con la que han reflotado sus millonarios negocios. Se apropian de valores como la libertad o la rebeldía y los asocian a deportes extremos, cuando el deporte nunca había estado asociado al rebelde ni al libertario. Por antonomasia, el emancipado no se integraba en la corriente principal y el rebelde era un solitario que iba en motocicleta y rechazaba seguir modas e ir disfrazado como la mayoría. Así, los escaparates, las marquesinas y las vallas publicitarias de las grandes ciudades están en la actualidad repletas de modelos con gesto de sacrificio, cuerpos tonificados y ropa atlética y atrevida, saltando obstáculos, escalando, sudando la gota gorda como si fueran máquinas militares bajo confusos eslóganes como: Be more human, Attitude, Shut up and do it, Against the establishment, o Free! Da igual que para ser libre haya que transgredir la norma imperante, no seguirla a pies juntillas. Además, es imprescindible correr con zapatillas de última generación para proteger las rodillas una temporada, y la otra calzar los pies con un guante porque así lo mandan los últimos estudios científicos al servicio de las propias marcas. No importa que se confunda estudio científico con directriz de mercado, tecnología punta con necesidad de pertenencia y, de rebote, nos convirtamos en títeres a merced del caprichoso Dow Jones. De este modo, grupos de runners avanzan por la ciudad uniformados con ropa tecnológica, el rostro severo y la mandíbula apretada como si estuvieran en las calles de Alepo. La intensidad de los discursos paramilitares articula los lemas deportivos. El mundo milita sin saberlo en la afirmación y defensa de la esencia bélica norteamericana. We don't fight to kill, we fight to live (no luchamos para matar, luchamos para vivir), le dice un amigo a otro antes de iniciar una maratón. ESTADOS UNIDOS COMO MOLDE DEL MUNDO Es la cultura del antagonismo, del yo en lucha constante contra el cronómetro, contra la marca personal a batir, contra el instante presente, contra la sombra, contra el pasado, contra los fantasmas, contra el silencio, contra uno mismo, contra la propia identidad. La narrativa del «eres mi amigo o mi enemigo», del «estás conmigo o contra mí», de las facciones contrapuestas y sin margen para los espacios intermedios. Es la cultura de buscar en el otro a Lex Luthor, al Joker, al Doctor Octopus, al villano de turno contra el que tensar músculo y concentrar el esfuerzo. Los vaqueros y los indios, los policías y los delincuentes, los detectives y los criminales, los buenos y los malos bien armados hasta los dientes. Porque el romance adrenalínico de Bonnie and Clyde, lleno de tiroteos, robos de bancos, aventuras al límite y persecuciones kamikazes con la policía, supera el amor europeo victimista de Romeo y Julieta. Incluso la industria del cine español, antiguamente en las antípodas conceptuales, ha hallado su renacimiento calcando los mismos postulados violentos. A medida que el mundo acaba copiando el modelo norteamericano, cada vez se van desdibujando más las raíces propias de cada cultura. América se ha convertido en el hilo conductor, el denominador común, el molde que allana el camino hacia la prosperidad y el entusiasmo: aspecto visible de la felicidad comercial. Las redes sociales están expandiendo el cine, la literatura, la música, el look and feel norteamericanos. Incluso se están mimetizando el sistema sanitario y el sistema educativo. Los libros de texto desde los que se imparte la psicología convencional en las aulas de las universidades están basados en experimentos con población norteamericana. Los andamios de la ciencia de la mente son, por tanto, oficialmente americanos y menosprecian la idiosincrasia cultural del resto de los países. Estados Unidos ya es el ADN, hilo y aguja del mundo entero, y lo que allí se cocina, tarde o temprano, se acabará masticando en el resto de los países. EL MITO DEL TRABAJO DURO Cuando vivía en San Francisco me sorprendió el hecho de que dos de cada tres chicas con las que interaccioné en una web de contactos afirmaban en la descripción de su perfil estar interesadas en conocer a un hombre con capacidad de trabajo y ética laboral. La visión calvinista de que el trabajo es el centro de la vida y que trabajar duro tiene beneficios morales y espirituales era una plaga. Según esa perspectiva, en los hornos de las corporaciones se forja la personalidad del achiever (triunfador), para quien los ascensos, los aumentos y las conquistas profesionales son el reflejo de la valía personal, sin importar que la tarea realizada suponga o no un beneficio ético. Este es otro concepto norteamericano que está traspasando fronteras. En el trabajo, en el deporte o en las relaciones humanas se sigue la imposición silenciosa de un modelo único de actuación basado en las estrategias del Ejército norteamericano. Trabajar duro para conseguir eliminar al adversario (el enemigo). Para ello, se debe aterrizar en el mercado (o en el país en conflicto), reventar precios (u ocupar el territorio), quebrar la competencia (o destruir la oposición), dominar el mercado y subir precios (o apropiarse de los recursos locales conquistados). Las situaciones en entornos extremos y de emergencia, como las situaciones de guerra, han servido de laboratorio para testear la mente humana y manipular sus limitaciones: conocer cuánto tiempo puede resistir un ser humano sin dormir, sin comer, sin beber, quieto, de pie o caminando sin parar, realizando tareas complejas, con el sistema nervioso en constante tensión, en estrés absoluto o en constante peligro conviviendo a todas horas con la muerte. Además, han permitido todo tipo de fármacos para mejorar el rendimientocerebral, como anfetaminas, opiáceos, nootrópicos y psicodélicos en macro y microdosis. Cualquier práctica extrema dentro del contexto deportivo o laboral hunde sus raíces en la ideología bélica y ultracompetitiva norteamericana. El problema es creer que trabajar duro y sentir que le faltan horas al día es sinónimo de éxito. Hay que trabajar duro, luchar y ser fuerte para llegar a la cima (¿acaso existe alguna cima exterior?), y si tienes un problema es porque no te has esforzado lo suficiente. Porque la tendencia natural del ser humano es hacer cada vez menos y ser un vago, y eso no conduce a ningún lugar. Solo se puede llegar lejos a través del reto constante y haciendo las cosas que más miedo nos dan. El éxito requiere de disciplina y determinación, porque el mundo es justo y siempre recompensa a quien se esfuerza más. Los buenos triunfan, los malos fracasan y los finales siempre son felices. «Tu maníaca dedicación al trabajo es muy inspiradora, me hace sentir que tengo que trabajar aún más», le decía con admiración un famoso cómico a un famoso escritor. Aunque, en realidad, por mucho tiempo, obsesión, compulsión y esfuerzo que le dediquemos a algo, a veces simplemente no acaba saliendo. El éxito en una tarea también tiene que ver con una pertinente elección de la misma y una adecuada gestión de los recursos personales, lo cual va estrechamente ligado a una serie de aspectos infravalorados por no ser monetizables, como son el descanso, la serenidad, la intuición, la inspiración, la capacidad de autoconocimiento, de instrospección, de reflexión, de empatía o de sensibilidad. Todos ellos elementos intangibles, íntimos, internos y alejados del espectáculo mediático porque no encajan en los cánones marciales y efectistas. LA IRONMIND Y EL HACEDOR COMPULSIVO La mente y el cerebro son el foco de estudio de disciplinas, en apariencia dispares, como la ingeniería robótica, militar o espacial, la neurociencia, la economía, el marketing o el coaching. Aprender a controlar la mente es, en Estados Unidos, un asunto nacional y a lo que se dedican profesionalmente conferenciantes y coaches. El motivador profesional representa la quintaesencia de la mentalidad norteamericana, tan altamente preparada para desenvolverse con efectividad en lo social y encandilar al auditorio. Allí hasta los homeless son elocuentes y sonríen imitando la gestualidad exitosa del fake it til you make it (fíngelo hasta que lo logres). Muchos se muestran socialmente dignos e incluso, si te descuidas, te endosan a discreción un speech memorizado que dejaría colorados a la mayoría de los políticos españoles. Todavía recuerdo el sermón sobre potencial humano, esperanza y felicidad que con absoluta convicción me soltó un hombre que yacía estirado junto a las puertas de un McDonalds y al que le había dado un dólar. Es ahí cuando se revela la tremenda contradicción norteamericana en su máxima expresión, los discursos ampulosos y los consejos de manual de autoayuda que ellos mismos no llevan a cabo. Se trata de personificar la fórmula del superhombre y parecer resistente, resolutivo, antifrágil, emprendedor, inteligente, encantador, extrovertido y que sabe en todo momento lo que hace. «El miedo se supera siendo más agresivo», afirma un exNavy Seal (unidad de élite del Ejército norteamericano) con talla de superhéroe, reconvertido en famoso motivador, cuyos métodos extremos de entrenamiento físico y mental son seguidos por millones de estadounidenses. Se sale de casa a por todas con la misma ironmind con que se podría ir al gimnasio, al trabajo o al campo de batalla. Si puedes controlar tu cuerpo y añadirle músculo, velocidad, potencia y resistencia, también puedes controlar la mente y proporcionarle solo motivación, excelencia, realización y alegría. El exmilitar convertido en glorioso millonario habla con el ceño fruncido y las venas del cuello hinchadas. Considera que todas las excusas son mentira y que el mejor consejo de motivación es que cuando tengas que hacer algo dejes de buscar excusas y simplemente lo hagas. No se puede dejar para mañana lo que se puede hacer hoy. Solo hay una vida que vivir y es necesario emprender, producir y reinventarse veintisiete veces, porque lo importante es que tu vida inspire a alguien y sea digna de ser narrada. Es fundamental apretar el paso y mostrar seguridad, ya sea en traje y corbata o con mallas de gimnasio. Aunque uno no sepa muy bien adónde va ni para qué sigue yendo cada día en esa misma dirección. Se debe hacer todo con prisa porque queda bien en la foto y lo que cuenta es el pico de dopamina. Con prisa y sonrisa, músculo y un punto de agobio. Para comprar, consumir, obedecer, trabajar a destajo y mostrar señales de estrés. Esos ingredientes del sueño americano han penetrado también en los ámbitos de la psicología y la espiritualidad, como iremos viendo. Un psicólogo muy mediático e influyente a escala internacional utiliza en su discurso terapéutico términos como combatividad, competitividad, agresividad y control. Sus charlas no están enfocadas a vivir de forma más equilibrada, a alcanzar más paz interior o hallar más sentido a la vida, sino a cómo ser tan «hipereficiente y preciso» en la ejecución de las tareas como un ordenador y convertirse en el perfecto roboticano (el robot americano). Además, opina, con un verbo incendiario y con claro ademán de estar todo el día indignado, que cuanta más carga de responsabilidad nos echen mayor será nuestra autoestima. Mesiánicamente, afirma que la juventud necesita de sus arengas, y entre los consejos que dispara está su Grow up! Man up! (¡Hazte mayor! ¡Hazte un hombre!) marca de la casa. Se lleva a la motivación por gritos y amenazas, por inoculación de miedo, culpa, estrés y castigo. Un país edificado en la amenaza, el látigo, el revólver y la espada de Damocles donde las pistolas se llaman peacemaker porque la paz la resuelven a pistoletazo limpio. Igualmente, pretenden alcanzar la paz interior a base de músculo, disciplina y más agresividad. Hay multitud de deportistas profesionales que se han pasado al lifestyle militar y escriben libros sobre management y negocios, sobre cómo controlar el propio destino y alcanzar cada día nuestra mejor versión. Además, toman a diario una larga lista de suplementos alimentarios con los que exprimir las funciones cerebrales, maximizar las habilidades cognitivas, trabajar más duro y terminar las tareas. Al fin y al cabo, hay que mejorar para intentar ser el mejor en algo. También es primordial ser hiperactivo y hacer cuantas más cosas mejor. Practicar la multitarea es una religión, como lo es presumir de hacer cien cosas raras para poder contarlo. Fabricarse una vida de película para ser reconocido como the man, the myth, the legend (frase con la que se presenta a alguien que se admira mucho). Lo excesivo vende, hay millonarios que una vez fueron homeless. LA MILITARIZACIÓN SOCIAL La tesis que defiendo en este libro es que nunca nadie va a sanar recibiendo órdenes, broncas positivas y consejos no solicitados. Si en la infancia nos educaron con gritos, y de adolescentes nos hirieron con gritos, de adultos no vamos a sanar con más gritos. Se confunde la salida cortoplacista de la huida hacia delante con la solución estable, la tregua puntual con la declaración de paz. A medio plazo, se implantan como modo de vida la amenaza, el susto y el malvivir del miedo y la lucha por la supervivencia, y se pospone la caída del Imperio romano interior necesaria para autocuestionarnos y acercarnos a la verdad. De esta forma, se perpetúa la motivación del consejo paternalista en lugar de la comunión por conexión, cariño y comprensión. Además, se trata de un modelo de éxito que no coincide con el deseo de toda la gente, ni siquiera de la mayoría si pudieran compartir su fuero interno sin sentirse señalados. Hay mucha gente no atlética, ni extrovertida, ni competitiva que no encaja en el patrón norteamericano, y con el discurso oficial se fabrican muchos losers en apariencia por el mero hecho de ser diferentes.Se premia la interpretación del rol estereotipado que permita el encaje social en detrimento de la búsqueda de individualidad y autenticidad de cada ser humano. En la sociedad de la represión emocional y la negación de lo blando, de la homogeneización del carácter y del dolor silenciado, de la tensión de la hipermasculinización y del insomnio, la ciencia oficial, con su cóctel de analgésicos, ansiolíticos y antidepresivos sintetizados, se frota las manos. CUESTIONA A TUS ÍDOLOS Personalmente, me resulta muy edificante hacer ejercicio físico, levantar pesas, cuidar la dieta, sentirme fuerte, sano y atractivo, ejercitar el sentido del humor y sonreír sin imposiciones cuando la situación espontáneamente lo genera. Sin embargo, estas respuestas representan tan solo unas pinceladas de la experiencia humana, no la paleta entera. Resulta tanto o más relevante ser capaz de conectar con la honestidad de la melancolía, la fragilidad de la duda, las lecciones de la soledad, permitirse las flaquezas y compartirse desde ahí hacia fuera con el mundo. Prefiero airear y no evitar mi totalidad. No echar tierra sobre el pozo ni fingir la ausencia de grietas a todas horas porque pierdo el hilo con mi cuna y por ende con la humanidad compartida. Prefiero seguir mi propio pálpito y latido a igualar mis gustos y aficiones a las del resto para sentir pertenencia. La vida no es esfuerzo, pero a veces incluye esforzarse; la vida no es un campo de batalla, pero puntualmente a veces tocará batallar. Si no ponemos atención, el ser humano acabará con mentalidad de escasez, de esfuerzo, de soldado. La violencia relacional escalará y el dramático guion de vida repleto de picos y valles, éxtasis y agonías, riqueza y miseria made in America será la única sinopsis a escala mundial. Una personalidad bélica y autoritaria no esconde más sabiduría, igual que un cuerpo grande no alberga más felicidad. Ningún estudio afirma que a mayor musculatura mayor bienestar emocional, no hay relación entre el diámetro del bíceps y el nivel de serotonina disponible en el cerebro. Existen otras soluciones orientadas al bienestar emocional y al bienser. Por lo tanto, es crucial lanzar una mirada crítica a la cultura comercial de aquel rincón del mundo, porque se ha convertido en nuestra propia cultura convencional. Como decía en el capítulo anterior, la cultura americana tiene dos ejes contrapuestos. Por un lado, la facción underground es de las más fértiles y excitantes del planeta; sin embargo, la versión 1.0, la procesada, corporativa, ultraconsumista y paramilitar es la que está haciendo mella en la psique del globo entero, atrapando y confundiendo la mente de la juventud. El desconocimiento de las agendas ocultas hace que nos arrodillemos ante el mapa confundiéndolo con el territorio y mantengamos conductas de idealización, dependencia y sumisión. Porque otras cosmovisiones, filosofías, estrategias y formas de prosperar no son solo posibles, sino necesarias y deberían coexistir con el modelo oficial. En una conferencia, un chico me preguntó qué tenía que hacer para superar definitivamente el miedo. Había logrado muchas cosas, como tirarse en paracaídas, hacer puenting, correr una maratón y, exiliado de la zona de confort, se hallaba extenuado buscando prosperidad. Le propuse que en lugar de inhalar y esforzarse tanto, se deshiciera del palo y la zanahoria y probara con exhalar, con aceptarse y darse más cariño. El miedo indica más una carencia de relación que la ausencia de acción. Es fundamental abandonar el modelo de hiperactividad militar y la necesidad de grandes hazañas con las que conquistar enemigos internos para recuperar el sentido de merecimiento. Toca reunirse con uno mismo a solas, sentirse y ser amable con la fatiga, aflojarse en la incomodidad y abrazar el niño interior en lugar de exprimirlo a todas horas con riesgo escapista y chutes de cortisol. Es hora de desmantelar el campo de batalla e izar la bandera de la paz. La valentía 3.0, la auténtica redención, reside en atreverse a respirarse, aflojarse hasta el fondo y volcar la atención con cariño hacia nuestro patio interior. 5. LA RELIGIÓN DE LA CIENCIA OFICIAL De niño yo era impulsivo y entusiasta. Tenía unas enormes ganas de experimentar la vida y rasgar la novedad. Conforme crecía, los múltiples baches, golpes y palos en las ruedas por parte de la autoridad me fueron arrancando la ilusión y la curiosidad por empaparme de conocimiento. Poco a poco fui soltando la motivación y acumulando reparo y negatividad, hasta entregarme al rol del gran escéptico. Igual que santo Tomás necesitó palpar las heridas de Jesucristo para convencerse de su resurrección, yo partía de no creer en nada que no pudiera comprobar directamente por mí mismo. Me sentía moralmente engañado por las promesas de mis padres, mis profesores, los curas, la religión y el gobierno. En una cultura donde la mitad de la población predica sin el ejemplo y la otra mitad da consejos que ellos mismos no cumplen, solo confiaba en mis referencias y en la veracidad de mis cinco sentidos. Crecí incrédulo porque las sucesivas traiciones me enseñaron a relacionarme desde el rechazo, y de la desconfianza hice mi maniobra de supervivencia. De la incredulidad pasé más adelante a la hipercrítica y al cinismo, la soberbia, la arrogancia y el rictus de superioridad moral. Siempre tuve talento para desmantelar a los profesores poco preparados y a los falsos profetas, a la pléyade de mangantes y de mentirosos. Del nihilismo comprendí que la vida era un valle de lágrimas, un castigo divino, un vía crucis, la roca de Sísifo, el lacerante eterno retorno al útero estéril y que a todo final le precedía un cataclismo. Así ingresé en la escuela del pesimismo intelectual, asfixiando la pulsión inicial de mi niño interior de dejarse atravesar por la vida. En lugar de eso, la anticipaba, la medía, la calculaba. Acabé dudando de todo, de la familia, de los amigos, de las mujeres, del futuro, de Dios, del sentido de la vida, hasta acabar dudando de mi propia adecuación y sucumbir en una profunda crisis. En las tinieblas del pozo sentí que el psicólogo no decía la verdad, el psiquiatra no decía la verdad, la vidente no decía la verdad, el maestro de yoga no decía la verdad. Sin embargo, con el tiempo, a medida que me iba purgando interiormente, fui recobrando el latido y el aliento hasta lograr resetear mi famélica curiosidad inicial. Comprendí que con el grado justo de escepticismo que tejiera la red de seguridad podía permitirme ser curioso y vibrar con los ciclos de la existencia hasta emprender de nuevo el vuelo. La salud emocional consiste en hallar el equilibrio interno entre el escepticismo riguroso del padre protector y la curiosidad inocente del niño. Todo ser humano equilibrado necesita un sistema de creencias personalizado que se vaya ajustando a cada nueva etapa. Si cada año no se cree en algo nuevo, por hastío se acaba dudando de uno mismo. LAS MAZMORRAS DE LA CIENCIA OFICIAL Mi padre es médico e influyó en mi manera de descartar lo que racionalmente no se podía explicar y de racionalizar la experiencia de cualquier evento. La explicación atomista, biologicista, empírica, matemática y unifactorial siempre imperó en mi hogar. Todo se podía explicar racionalmente y, lo que no se podía, obraba en la gracia del Dios justiciero al que mi familia rendía pleitesía. Siempre disponíamos de lápices, gomas, bolígrafos, libretas, carpetas y camisetas de los congresos farmacéuticos a los que mi padre asistía. Hasta cumplir la mayoría de edad, jamás hice cola ni pedí cita para visitar a un médico. Pediatras, dermatólogos, odontólogos, traumatólogos, oftalmólogos, psiquiatras, cardiólogos, urólogos, aparato digestivo, análisis clínicos, diagnóstico por imagen..., todos eran conocidos de la familia. En la mesa, mi padre hablaba de anatomía; en los viajes, sus amigos conversaban sobre casuística médica. El medicamento contenía el principio activo del milagro, el médico pertenecía a una élite de elegidos y su palabra era la verdad.
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