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Fernando Baños Vallejo
Universidad de Oviedo
EL ERMITAÑO EN LA LITERATURA 
MEDIEVAL ESPAÑOLA: 
ARQUETIPO Y VARIEDADES
EL MONACATO ESPONTÁNEO.
EREMITAS Y EREMITORIOS EN EL MUNDO MEDIEVAL
Aguilar de Campoo, 2011
123
INTRODUCCIÓN
EL ERMITAÑO se define, en principio, por su huida del mundo, por su decisión de aislarse de la comunidad. Llevada al 
extremo esa condición, su figura debería estar 
ausente de la memoria colectiva, pero, muy al 
contrario, está bien presente en la literatura es-
pañola o en otras lenguas. Es paradójico que 
una vida solitaria pueda acabar comunicándo-
se a la sociedad y logrando admiración; quizá 
sea precisamente esa tensión entre soledad y 
comunidad, entre silencio y comunicación, 
entre estado salvaje y cultura, lo que explica-
ría el interés que en la Edad Media fue adqui-
riendo la figura del ermitaño como personaje 
literario; interés que llegó a trascender la lite-
ratura religiosa, para filtrarse a géneros como 
la caballeresca. Nuestro estudio se centrará, 
no obstante, en la literatura hagiográfica cas-
tellana; hagiográfica porque las vidas de santos 
constituyen la literatura que mejor desarrolla 
la tipología del ermitaño; castellana por ser la 
más propia y la de mayor difusión en nuestro 
ámbito. Lo cual no excluye algunas menciones 
a obras de otros géneros o en otros idiomas.
En cuanto a la técnica literaria, esas para-
dojas se traducen en la necesidad de un tes-
timonio que acaba fijándose por escrito, pero 
dado que los santos medievales no suelen re-
dactar sus autobiografías, son otros quienes lo 
hacen a partir de los relatos del ermitaño o de 
testigos1. En definitiva, tropezamos de nuevo 
con la paradoja: si existe una narración es que 
el aislamiento del ermitaño no fue total. Así 
que tocaremos también, fugazmente, la figura 
del narrador, que pasa a formar parte de una 
cadena.
El estudio de las variantes literarias del er-
mitaño lo estructuraremos en siete modelos, 
si bien la clasificación de los primeros cinco 
es elástica y flexible: el solitario que ha estado 
vinculado antes (o lo estará después) a una co-
munidad de monjes, el anacoreta del desierto 
oriental, el eremita de Castilla, la emparedada, 
la travestida, el ermitaño que ayuda al caba-
llero, mediante alguna profecía o instrucción, 
y el ermitaño que termina cometiendo algún 
crimen; es decir, el antitipo de ermitaño.
Planteados los perfiles más oblicuos de los 
que nos iremos ocupando, empecemos no obs-
tante por el rasgo más plano y más básico, co-
mún a todos los tipos de ermitaño, que consiste 
en aislarse del mundo. Las diferentes denomi-
naciones utilizadas en la literatura castellana 
para referirse a quienes optaron por tal estilo 
de vida acabaron sirviendo para expresar ma-
tices, pero todos esos nombres significan apar-
tamiento. Así lo muestra el recorrido termino-
lógico que ofrece Gregoria Cavero Domínguez 
en el capítulo inicial de su libro, donde analiza 
el origen y evolución de voces como anacoreta, 
eremita, incluso, recluso o emparedado2.
Los dos primeros nombres son de origen 
griego y designan el eremitismo del exterior, 
el que se identifica con los Padres del Desier-
to. Anacoreta viene de anachoresis, que signi-
fica “soledad”, “yermo”, “retiro”; y eremita de 
eremos, de nuevo “yermo” o “desierto”. Si bien 
anacoreta y eremita o el derivado ermitaño por 
su etimología serían sinónimos, el término 
anacoreta conserva la evocación de quienes vi-
vieron en desiertos exóticos, mientras que ere-
mita o el más castellano ermitaño encaja mejor 
para designar a los ascetas locales.
Fernando Baños Vallejo
124
Los otros tres nombres designan el eremi-
tismo del interior, el que consiste en el ence-
rramiento en una celda. De acuerdo con Ca-
vero3, tanto inclusus como reclusus significan 
“encerrado”, aunque inclusus tiene un sentido 
más radical, que alude a un encierro defini-
tivo. Además recluso, sobre todo en su forma 
romance, acaba identificándose con el monas-
terio y la clausura, mientras que el penitente 
que se encerraba por voluntad propia en un 
pequeño habitáculo (inclusus, reclusus), en cas-
tellano acabó denominándose emparedado. O 
mejor, emparedada, porque terminó por ser 
una opción predominantemente femenina, 
sobre todo a partir del siglo XIII. Ello guarda 
relación con el hecho de que las celdas en su 
mayor parte estaban dentro del ámbito ecle-
sial, lo que comportaba dos beneficios: por un 
lado, las emparedadas eran controladas por la 
jerarquía eclesiástica; por otro, estaban a salvo 
de los peligros de la soledad en el yermo. Al 
hablar de estas formas de vida hemos de tener 
presente que los anacoretas o eremitas solita-
rios no siempre se mantenían bajo la discipli-
na eclesiástica, como refleja San Benito en su 
regla, cuando arremete contra los giróvagos. 
Las reglas monásticas, después de todo, no son 
otra cosa que el esfuerzo por poner orden en 
las vidas de quienes habían huido del mundo 
y se habían congregado en torno a una ermita.
En definitiva, sea huida del mundo hacia el 
desierto o hacia el monte, o sea encerramiento 
en una celda monástica o urbana, lo que en 
todo caso se busca es apartarse del siglo. En 
tal decisión subyacen los modelos bíblicos, del 
Antiguo Testamento, en el ayuno de Moisés 
en el monte Sinaí (Éxodo, 24, 18 y 34, 28), 
durante cuarenta días y cuarenta noches; el 
Nuevo Testamento ofrece el ejemplo de la vi-
da en el desierto de San Juan Bautista y, sobre 
todo, el del mismísimo Jesucristo, que se reti-
ró al desierto durante cuarenta días y cuarenta 
noches (Mateo, 4, 2), en una acción que servía 
evidentemente para renovar en la Nueva Ley el 
retiro de Moisés. Iremos notando además otros 
ecos bíblicos, como las tentaciones que sufren 
algunos ermitaños, a imagen y semejanza de 
las que Satanás en vano hizo padecer a Cristo.
Y para entrar a ver ejemplos de los tipos de 
ermitaño en la literatura medieval española, 
sólo resta identificar los textos que nos sirven 
de suministro y advertir que lo que aquí nos 
ocupará no serán tanto las realidades históricas 
de los personajes como sus imágenes literarias 
difundidas en castellano. Salvo en los modelos 
que veremos al final, que no proceden de la 
literatura hagiográfica, sino de relatos caba-
llerescos o del Libro de Buen Amor, el grueso 
de los ejemplos está tomado de las vidas de 
santos, ya sean individuales, ya se trate de una 
colección de vidas de santos, o santoral. Entre 
las individuales las más difundidas han sido sin 
duda los poemas del siglo XIII, la anónima Vida 
de Santa María Egipciaca y las versificaciones 
de Gonzalo de Berceo, y aquí nos interesarán 
su Vida de San Millán de la Cogolla, Vida de 
Santo Domingo de Silos y Vida de Santa Oria. 
Estos textos representan los orígenes de la lite-
ratura castellana culta y un hito en la divulga-
ción, porque traducen los relatos latinos a la 
lengua del pueblo; pero también conviene irse 
a muy finales de la Edad Media para incluir ya 
textos impresos, que muestran así el paso de la 
tradición literaria manuscrita a la nueva era de 
difusión que supone la imprenta. Por un lado 
está la Historia del glorioso mártir Sant Victo-
res, redactada por Andrés Gutiérrez de Cerezo 
e impresa en Burgos por Fadrique de Basilea 
hacia 1487. El otro producto de la imprenta, 
aún más primitivo, pues debió de elaborarse 
entre 1472 y 1475, es el Flos sanctorum con sus 
ethimologías4. Por lo que sabemos es el primer 
libro impreso en castellano con una colección 
de vidas de santos del tipo flos sanctorum, que 
125
El ermitaño en la literatura medieval española: arquetipo y variedades
se difundió por Europa en latín y en lenguas 
vernáculas, con peculiaridades divulgativas 
que varían de unos ejemplares a otros, aunque 
todos derivan de la Legenda aurea latina escrita 
por Jacobo de Vorágine a finales del siglo XIII. 
Antes de este libro, o en la misma época, el flos 
sanctorum castellano se transmitía en manus-
critos, de los que conservamos doce5. Sin duda 
la muy variadafamilia del flos sanctorum, va-
riada en lenguas, contenidos y formas de difu-
sión, fue la que contribuyó de manera más im-
portante a la divulgación de las vidas de santos 
y, entre ellas, los relatos sobre ermitaños.
Aunque no haya tenido una difusión ni re-
motamente similar a estas vidas de santos, y 
aunque no sea un relato literario, no puede de-
jar de mencionarse un tratado del que se con-
serva versión castellana, en una copia de 1380, 
el Libro que es llamado carissimi, que habla de la 
vida ermitaña. Según los datos de Philobiblon, 
traduce un texto anónimo del año 1003, pro-
bablemente latino6. En él se define al ermitaño, 
y con esto cerramos las aclaraciones prelimina-
res, como quien “ha el coraçón e la voluntad de 
fuera de todas las cosas del mundo, e el cuerpo 
e la su abitación en el desierto”7.
SOLITARIO 
(FRENTE A LA COMUNIDAD DE MONJES)
Es obligado plantear como punto de par-
tida que la literatura española medieval refleja 
las conexiones entre ambos tipos de monacato, 
el solitario y el cenobítico. Sabemos que du-
rante la Edad Media no está clara la diferencia 
entre eremitismo y cenobitismo, y que antes 
del siglo XI las palabras latinas para eremita, 
monje, monasterio, anacoreta, desierto, ceno-
bita o recluso pueden variar de significado se-
gún el contexto8.
A menudo cuando en la literatura medie-
val se habla de la vida en soledad, se entiende 
como vida alejada de poblado, sin que necesa-
riamente signifique que el ermitaño viva abso-
lutamente solo y aislado de todo contacto hu-
mano. Muchas veces sí, pero otras aparece en 
relación con monjes, por ejemplo. Podríamos 
eludir sin más la ambigüedad terminológica 
que muestran los textos y establecer que el ob-
jeto del presente estudio es el monje solitario 
y no el que vive en comunidad, pero incluso 
así las fronteras entre uno y otro se difuminan. 
Como iremos viendo en los ejemplos, en mu-
chos casos son fases de una misma vida: un 
cenobita emprende una penitencia en solitario 
(como el Gozimás de Egipciaca), o un ermita-
ño acaba por ser fundador de un monasterio 
(como San Millán o Santo Domingo de Silos). 
Solitarios puros hay muy pocos (San Mamés, 
Santa María Egipciaca, quizá San Vitores), 
y aun esos acaban teniendo contacto con al-
guien, lo cual hace verosímil la transmisión del 
relato de la vida solitaria.
En todo caso, el tipo de santo que someto 
a consideración bajo este epígrafe de “solitario 
frente a la comunidad de monjes”, es aquel en 
cuyo relato aparece una interferencia entre el 
eremitismo y el cenobitismo. Puede que el caso 
más claro sea el del mismo San Benito, cuya 
regla fue tan determinante para el desarrollo de 
la vida monástica (lám. 1). Pues bien, cuando 
en el capítulo primero de su Regla escribe sobre 
los tipos de monjes, se refiere a los anacoretas 
como uno de ellos, y establece que el ermitaño, 
antes de vivir solo en el desierto, debe pasar 
largo tiempo en el monasterio para instruirse 
y fortalecerse contra el diablo, a quien tendrá 
que enfrentarse sin el apoyo de otros religiosos. 
Es una de las más claras manifestaciones del 
esfuerzo de la Iglesia por controlar a los monjes 
que no están sujetos al claustro. En línea con 
ella, ocho siglos después, el citado Libro que es 
llamado carissimi, que habla de la vida ermitaña 
también dispone la necesidad de instrucción 
Fernando Baños Vallejo
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Lám. 1: San Benito. Leyenda de los santos, Burgos, Juan de Burgos, 1499, British Library, IB 53312
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El ermitaño en la literatura medieval española: arquetipo y variedades
previa “con el padre o con el hermitanno que 
lo sepa guiar e regir, e guardar”, porque sin 
ella “non podrá jamás defenderse de ninguna 
tentaçión vesible nin invesible”9. Las tentacio-
nes constituyen un lugar común en los relatos 
de solitarios, aunque suelen ser de naturaleza 
sexual, y no del tipo de las sufridas por Jesu-
cristo; desde el punto de vista narrativo sirven, 
como otros ataques del diablo, para amenizar 
relatos que sin tales tensiones serían muy pla-
nos, poco emocionantes, digamos. Cuando 
San Benito propugnaba la conveniencia de ar-
marse para la vida solitaria, lo hacía desde su 
conocimiento de los peligros a los que se en-
frenta el ermitaño, pues, tal como se cuenta en 
su hagiografía, él era un solitario que peleaba 
con las tentaciones hasta que los monjes de un 
monasterio fueron a buscarlo para que fuera el 
nuevo abad. Aquí tenemos la primera interfe-
rencia del cenobitismo en el eremitismo:
[…] el diablo pintó luego una muger delante 
él, la qual él viera en algund tiempo. E encen-
diole en tal manera en su amor, que ya tenía 
en coraçón dexar el yermo e tornar al mundo; 
mas por la gracia de Dios, tornose a sí mismo 
e despojose luego, e echose en las espinas e en 
los cardos que estavan aý, y enbolviose en ellos 
en tal manera que las llagas del cuerpo saca-
ron las llagas del pecado de su voluntad. E de 
aquella ora en adelante, nunca sintió en su 
cuerpo tal temtaciónsic.
E creciendo la su fama mucho, e muriendo 
un abad de un monesterio, todos los monjes de 
aquel lugar vinieron a él, e rogáronle mucho 
quél quisiese ser su abad. E él ívagelo alongado 
de día en día, diziéndoles que las sus costunbres 
non podrían convenir con las suyas; empero, 
venciéndose por ruego, otorgógelo. E fazíales 
guardar la orden más fuertemente que solían10.
Pero cuando San Benito a través de su Regla 
traslada el rigor de la vida ascética a la mo-
nástica (y ésta es la segunda interferencia, de 
sentido inverso), algunos monjes intentan li-
brarse de él envenenándolo, y él regresa al yer-
mo, aunque más tarde, rodeado de seguidores, 
erige doce monasterios.
ANACORETA 
De los personajes bíblicos arriba citados, 
Moisés, Jesucristo (ambos se retiran y ayu-
nan durante cuarenta días y cuarenta noches) 
y Juan Bautista, es este último el que aparece 
caracterizado como un verdadero anacoreta 
del desierto, que recorrió predicando la región 
del Jordán (Lucas 3, 1-3), vestido con pelo de 
camello y cinturón de cuero, y que comía lan-
gostas y miel silvestre (Mateo, 3, 4); también 
se dice de él que parecía como si no comiera ni 
bebiera (Mateo, 11, 18).
De los relatos de vidas ascéticas que en el 
ayuno o en los alimentos silvestres o sobrena-
turales recuerdan los modelos bíblicos, el re-
lato más difundido en la literatura medieval 
castellana fue el de María Egipciaca, pues se 
conserva un poema y hasta ocho copias en 
prosa, tanto de la tradición occidental de la le-
yenda como de la oriental11. Ya la versión más 
antigua, del siglo XIII (la que está en verso y 
sigue un modelo francés), revela los elementos 
que explican el éxito de difusión de la leyen-
da en toda la cristiandad: la vida de perdición, 
frente a la ascesis posterior; el contraste entre la 
belleza de la joven prostituta y el deterioro fí-
sico de la penitente; en relación con el pecado 
y la belleza, lo que podríamos llamar “erótica 
sagrada”. Me refiero a que tanto los escritores 
como los artistas plásticos le sacaron partido a 
un erotismo con licencia, porque quedaba in-
tegrado en un relato piadoso con final feliz, de 
salvación.
Veamos lo del erotismo y lo de la nutrición. 
Respecto a lo primero, Carlos A. Vega ha des-
Fernando Baños Vallejo
128
tacado la sensualidad del cabello, que tanto 
potenciaron los pintores de todos los tiempos 
(lám. 2)12. El poema saca partido del contraste 
entre la belleza de la joven pecadora (que se 
describe en los vv. 213 y ss.) y el deterioro de 
su físico que es la marca de la vida anacorética 
(véase abajo). La descripción del pecado está 
bastante subida de tono, para tratarse de una 
obra piadosa y moralizante:
Primerament los va tentando;
después, los va abraçando.
E luego s’ va con ellos echando,
a grant sabor los va besando.
Non abia hi tan ensenyado
siquier mançebo siquier cano,
non hi fue tan casto
 que con ella non fiziesse pecado. 
(vv. 369-376)
Sus çapatas e todos sus panyos
bien le duraron siete anyos.
Después andido quarenta annyos
desnudava e sin panyos.
Por grant viento e grant friura
desnuda va sin vestidura.
Toda se mudó d’otra figura,
qua non ha panyos nin vestidura.
Perdió las carnes e la color,
que eran blancas como la flor;
los sus cabellos, que eran rubios,
tornáronse blancos e suzios.
Las sus orejas, que eran albas,
mucho eran negras e pegadas.
Entenebridos abié los ojos;
abié perdidos los sus mencojos.
La boca era empeleçida,
e derredor muy denegrida.
La faz muy negra e arrugada
de frío viento e de la elada.
La barbiella e el su grinyón
semejaba cabo de tizón.
Tan negra era la su petrina,
como la pez e la resina.
En sus pechos non abiá tetas,
como yo cuido eran secas.
Braços luengos e secos dedos,
cuando los tiende semejan espetos.
Las unyas eran convinientes,
que las tajaba con los dientes.
El vientre abié seco mucho,
que non comié nengun conducho.
Los piedes eran quebraçados:
en muchos logares eran plagados;
por nada non se desviaba
 de las espinas on las fallaba. 
(vv. 714-749)13
Respecto al sustento, el narrador cuenta 
que de los 47 años que María Egipciaca vivió 
en el desierto, se mantuvo durante años con 
los tres panes que le había dado un peregrino, 
y luego durante 18 con hierbas del campo, y 
los últimos 20 años no comía nada, salvo lo 
que le trajera el ángel.
Cuand’ este pan fue acabado,
tornó María a las yerbas del campo.
Como otra bestia las mascaba,
mas por esso non desmayaba.
Por las montanyas corrié,
las yerbas assí las comié.
De yerbas e de granos,
viscó dizeocho anyos.
Después viscó veynte que non comió,
 si el ángel non gelo dio. 
(vv. 768-777)
Y si arriba decíamos que por mucho que 
se aísle el ermitaño, para que exista un relato 
se necesita un testigo que transmita a la so-
ciedad la experiencia del solitario, en la leyen-
da de Egipciaca ese papel lo cumple el mon-
je Gozimás, quien desempeña también otras 
funciones esenciales, como son administrar los 
sacramentos y representar a la Iglesia oficial, 
que la anacoreta venera como es debido. Los 
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El ermitaño en la literatura medieval española: arquetipo y variedades
Lám. 2: Santa María Egipciaca. Leyenda de los santos, fol. LXXIVv, Burgos, Juan de Burgos, 1499, British Library, IB 53312
Fernando Baños Vallejo
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versos que citamos a continuación muestran 
que es la Providencia quien atrae al sacerdote 
para que así quede consagrada, en todos los 
sentidos dichos, la vida de la Egipciaca. Tam-
bién puede apreciarse que se alude a la desnu-
dez de la penitente (no se menciona de mane-
ra expresa la desnudez de María en su fase de 
pecadora). Así, paradójicamente, la desnudez 
es santa, porque se debe a que sus ropas se han 
deteriorado hasta desaparecer. Pese a ello, la 
anacoreta, como mujer decente que ahora es, 
siente pudor, y le pide al monje que le dé algo 
con que taparse (lám. 3):
Descobrir querié Dios su tresoro,
 que más preciado era que oro. 
(vv. 938-939)
–“Senyor, dixo ella, de Dios amigo,
muy de grado fablariá contigo,
que se que buen consejo me darás,
que tú as nombre Gozimás.
Mas yo só desnuda creatura
que non he vestidura ninguna.
Si uno de tus panyos me diesses,
 yo fablaría lo que quisiesses”. 
(vv. 989-996)
La última parte de la leyenda medieval de 
María Magdalena, la presenta como anaco-
reta durante treinta años, cerca de Marsella, 
después de haber predicado el Evangelio por 
Provenza. La condición de penitente obedece 
a que la tradición de la iglesia occidental iden-
tificó a la Magdalena, la discípula de la que 
Lám. 3: Santa María Egipciaca. Flos sanctorum, fol. CLXVIIIv, Zaragoza, Jorge Cocci, 1516, 
Biblioteca Nacional de España, R-23859
131
El ermitaño en la literatura medieval española: arquetipo y variedades
Cristo había expulsado a siete demonios (Lu-
cas, 8, 2), con María de Betania, la hermana 
de Lázaro y de Marta, y con la “mujer peca-
dora” que como la de Betania también había 
ungido los pies de Cristo (Lucas, 7, 36-50). 
En el imaginario colectivo se asentó la idea de 
la Magdalena como pecadora penitente, por lo 
que su representación y la de la Egipciaca se 
confudieron en la iconografía (lám. 4).
E después desto sant[a] María Madalena, 
cobdiciando estar en contemplación, fuese pa-
ra un yermo muy áspero, e vivió ý en un lugar 
que fizieran los ángeles treita años, que nunca 
lo sopo ninguno. En este lugar non avié solaz 
de agua, nin de árboles, nin de yervas, por 
que fuese manifiesto que Jhesu Christo nues-
tro Salvador, que ordenó todas las cosas, or-
denara de fartarla non de comeres terrenales, 
mas de manjares celestiales. E cada día, en las 
siete oras del día, la alçavan los ángeles en el 
aire, e estonce oía ella en las orejas del cuerpo 
cantares gloriosos de los ángeles del cielo. E por 
ende cada día era farta destos comeres muy 
dulces, e esos mesmos ángeles aduzié[n]dola 
a su lugar non avía menester destos comeres 
deste mundo14.
También en esta leyenda de María Magda-
lena, como en el caso de la Egipciaca, se ma-
terializa la presencia de un sacerdote que sirve 
de testigo y al mismo tiempo representa a la 
Iglesia oficial:
Un sacerdote, deseando fazer vida apartada, 
fizo una celda, acerca de aquel lugar doze es-
tados. E un día abrió nuestro Señor los ojos 
deste sacerdote, e vio, magnifiestamente con 
ellos, cómmo los ángeles decendían aquel lugar 
do mora santa María Madalena. E la alça-
van en el aire, e a cabo de una ora, traíanla 
a su lugar con cantares de Dios. E queriendo 
este sacerdote saber la verdad desta visión tan 
maravillosa, acomendose a Dios, e rogándole, 
fuese a este lugar con gran atrevimiento15.
Tales testigos, por su condición de cléri-
gos, como en el caso del primer hagiógrafo de 
Oria que veremos más abajo, son fedatarios 
cualificados de la santidad de las anacoretas y 
de la austeridad de sus vidas. Sus testimonios 
terminan fijándose por escrito (o lo escribe el 
mismo testigo, en el caso de Oria), con lo que 
adquieren la autoridad de la letra y se convier-
ten a partir de entonces en patrimonio común 
que transitan los sucesivos hagiógrafos.
Si desde la leyenda de Egipciaca, cuya pri-
mera versión pudo redactar Sofronio, arzo-
bispo de Jerusalén, en el siglo VII, retrocede-
mos a sus fuentes, nos encontramos con los 
primeros ermitaños varones, pues parece que 
uno de los modelos de la Egipciaca fue la Vida 
de san Pablo Eremita compuesta por San Je-
rónimo. Anterior a Jerónimo es San Atanasio 
(siglo IV), que escribió el que se considera el 
primer relato hagiográfico no martirial, la Vi-
da de San Antonio Abad16. Las vidas de estos 
primeros ermitaños, anacoretas del desierto en 
Egipto, fueron difundidas en castellano en las 
versiones del flos sanctorum. Su fuente latina, la 
Legenda aurea de Vorágine, consagra el título 
de Pablo como “primer ermitaño”, y constanta 
que San Antonio creía que él era el primero, 
hasta que una revelación divina durante el sue-
ño le sacó de su error, y le informó de la exis-
tencia de San Pablo. Es un pasaje de la vida de 
San Pablo Ermitaño que podemos leer en el 
primer incunable castellano y ver ilustrado en 
un impreso posterior (lám. 5):
El qual tienpo, demientra que Antonio pri-
meramente cuidase entre los monges el lugar 
en que podiese fazer una hermita, él vio en 
sueños otro lugar, que era mucho mejor lugar. 
[…] E después él falló un lobo que le traxo do 
estava sant Polo. 
Fernando Baños Vallejo
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Lám. 4: Santa María Magdalena. Leyenda de los santos, fol. CXXXIIIv, Burgos, Juan de Burgos, 1499, British Library, IB 53312
133
El ermitaño en la literatura medieval española: arquetipo y variedades
Onde quando sant Polo sentió venir contra sí 
a sant Antonio, él trancó la puerta, mas sant 
Antonio rogole que abriese la puerta, e díxo-
le que en ningund tienpo de allí se partiría, 
mas que en aquel lugar sabio moraría. Porque 
Polo le abrió la puerta, e luego abraçáronse, e 
abraçados, cayeron en tierra. 
E como fuese ora de comer, un cuerbo traxo 
dos tanto de pan a Polo17.
La vida solitaria de San Antonio Abad está 
marcada por la lucha con los diablos:
Otravez, demientra que yazía escondido en 
un monimento, vino a él grand conpaña de 
diablos e despedaçáronle tanto que un frairezi-
llo, su serviente, le ovo de levar a sus cuestas 
como por muerto a la villa. Llorándole todos 
como muerto, quantos ý eran, e levantose An-
tón adesora, e fizo señas que non podía fablar 
e que lo levase su serviente otra vez al monu-
mento. Ca comoquier que él estoviese quebran-
tado de dolor, enpero, combidava a los diablos 
a la lid con la virtud del coraçón. Entonce ellos 
aparecieron otra vez muy cruelmente e espan-
tables, con los dientes como serpientes, e con los 
cuernos como toros, e con las uñas, e dávanle 
con ello e atormentáronle muy mal, de guisa 
que le dexaron como muerto. Entonçe le apa-
reció una claridad maravillosa e fuyeron todos 
los diablos, e Antón luego fue sano.
Era un príncipe de Egito que dizían Baber-
chia, que perseguía mucho la Iglesia, así que 
açotava públicamente a los christianos e los 
monges desnudos. E por ende, enbiole sant 
Antón su letra diziéndole: “Veo que la ira de 
Dios es sobre ti, e non te partes de perseguir 
Lám. 5: San Pablo Ermitaño. Flos sanctorum, fol. CXXVv, Zaragoza, Jorge Cocci, 1516, Biblioteca Nacional de España, R-23859
Fernando Baños Vallejo
134
Lám. 6: San Antonio Abad. Leyenda de los santos, fol. XXXIIIv, Burgos, Juan de Burgos, 1499, British Library, IB 53312
135
El ermitaño en la literatura medieval española: arquetipo y variedades
los christianos. Sepas que morirás aína”. El 
desaventurado abrió la carta e leyola, e echola 
en tierra, e açotó a los que la traían, e embió 
dezir a sant Antón: “¿Por qué tamaño cuida-
do has de los christianos? Lo que fago a ellos, 
faré a ti”18.
De nuevo, ante la carencia de ilustracio-
nes en este flos sanctorum, podemos ver gra-
bados que muestran la figura de San Antonio 
en otros impresos antiguos, por ejemplo con 
exvotos y la jabalina que suele acompañarlo 
en las representaciones (lám. 6). Otra edición 
se ilustra con el ataque de los diablos y el de 
los perseguidores de los cristianos que leíamos 
arriba (lám. 7).
En los relatos de anacoretas aparecen con 
frecuencia las fieras salvajes, sometidas al po-
der de Dios, que representan los santos. Así, el 
episodio en que los leones ayudan a San Anto-
nio Abad a cavar la fosa para Pablo el Ermita-
ño, reaparece luego en la Vida de Santa María 
Egipciaca, donde también un león ayuda al 
monje a enterrar a la santa. Pero tratándose de 
fieras, resulta muy curiosa la leyenda de San 
Mamés, que transmite en castellano la Leyen-
da de los santos. Le acusaban de encantador de 
fieras, aunque el medio que utilizaba para do-
mesticarlas era la lectura del Evangelio:
E el bienandante sant Mamés subió al monte, 
e cortó árboles para aver madera, e fizo casa 
de Dios, e puso ý altar, e seyendo allí, leyé el 
evangelio en el libro que fallara en [e]l canpo. 
E en leyendo él aquel evangelio, ayu[n]táronse 
a él muchas bestias salvages sin cuenta de to-
das las maneras departidas, así como leones, e 
ossos, e lobos, e puercos, e monteses, e otras bes-
tias bravas; e tendiénse en tierra, adorávanle, 
e después, los inojos fincados, catavan suso al 
Lám. 7: San Antonio Abad. Flos sanctorum, fol. CXXVIIIv, Zaragoza, Jorge Cocci, 1516, Biblioteca Nacional de España, R-23859
Fernando Baños Vallejo
136
cielo al nuestro Señor Jhesu Christo. E a po-
co de tienpo, de aquellas bestias que estavan 
antél, ívanse [61b] los machos, e fincavan las 
fenbras, abuelta con las suyas mansas, las te-
tas llenas de leche. E él entendiendo que serié 
bien de ordeñar aquellas bestias con el su ga-
nado, ordeñávalas todas, e fazié de la leche 
dellas queso. […]19
Tampoco servirá de nada que sus perse-
guidores lo arrojen a las fieras, porque ellas lo 
adoran:
Estonce el adelantado mandó a los sus omnes 
que tenién en guarda aquellas bestias bravas, 
que las [63c] ayuntasen e que las echasen a 
sant Mamés por que lo matasen. E los ser-
vientes metieron a sant Mamés en el corral do 
estavan aquellas bestias bravas, que eran de 
muchas maneras, e soltaron una ossa, que se 
venié a él, e la ossa, corriendo, vino echar de 
inojos antél. Desque vieron que le non fazía 
mal aquella ossa, echáronle un león pardo muy 
grande e muy bravo, e fuese para él, e echól los 
braços al cuello, e abraçándolo, lamiél con su 
lengua e alinpiávale los sus sudores.
E el adelantado, veyendo cómo non le fazían 
mal estas bestias, mandó a los leoneros que to-
masen los más fuertes leones, e que los toviesen 
presos veite días, e después, fanbrientos, que 
los soltasen e los echasen a sant Mamés. E el 
león que de començosic dixemos que viniera a 
sant Mamés por mandado del Spíritu Santo, 
él, bramando, desce[n]dió de la montaña, en-
tró en la cibdat, e non fizo mal ninguno, mas 
fuese muy aína al corral do tenían a sant Ma-
més, quel querían echar a las bestias bravas, 
abriéronsele las puertas, e entró, e cató a sant 
Mamés, e fabló el león por la gracia de Dios, 
e dixo: “O natura mala de omnes, cubierto[s] 
de spíritu malino, veet muy fuerte cosa, que 
es contra natura: por vós me fazen fablar los 
ángeles”. E en diziendo aquel león esto, vinie-
ron los ángeles e cerraron las puertas del corral 
do estavan, que non pudiesen sallir ninguno, 
e aquel león, andando bravo por aquel lugar, 
despedaçó e mató muchos [63d] de aquellos 
gentiles e de judíos que estavan ý20.
ERMITAÑO
Hemos visto que la literatura medieval es-
pañola recoge los relatos venidos del extran-
jero con el modelo oriental del anacoreta en 
el desierto, pero lógicamente la hagiografía lo-
cal, primero en latín y luego en castellano, nos 
ofrece una idea más cercana de la vida retirada, 
de la huida del mundo, que ya no será en el 
desierto, sino en el monte a todos familiar, a 
veces en una cueva, ocupándose del culto en 
una pobre ermita. Son los ermitaños de los 
yermos de España.
Los relatos castellanos nos ofrecen ejemplos 
de religiosos que en alguna fase fueron ermi-
taños, como San Millán, Santo Domingo de 
Silos o San Vitores. Éstos acaban por aban-
donar la vida solitaria, porque la comunidad 
los reclama para beneficiarse de su pastorazgo, 
pero son como vidas sucesivas distintas; no se 
aprecia tan claramente como en el relato sobre 
San Benito la dualidad e interferencia entre 
eremitismo y cenobitismo.
El caso de San Millán es buena muestra de 
las conexiones entre eremitismo y cenobitis-
mo, ahora en el ámbito hispánico, porque en 
torno a un solitario que defiende a ultranza su 
aislamiento, se reúnen algunos discípulos que 
acaban por fundar el monasterio de San Mi-
llán de Suso.
Antes destacábamos los ecos bíblicos en 
elementos como el ayuno en el desierto o las 
tentaciones, pero también puede percibirse 
una evocación bíblica en el oficio de pastor 
que se atribuye, por ejemplo, a San Millán y a 
137
El ermitaño en la literatura medieval española: arquetipo y variedades
Santo Domingo de Silos, entre los biografia-
dos por Gonzalo de Berceo. El hecho de que 
en la niñez sean pastores de ovejas simboliza 
que acabarán siendo pastores de almas, y tan-
to la imagen literal como la alegórica evoca 
el modelo de Cristo representado como Buen 
Pastor. Pero no nos extenderemos en este as-
pecto porque aquí no nos interesa la labor 
pastoral de los santos, sino su condición de 
solitarios. San Millán, entonces, defiende su 
soledad, pero se impone la voluntad de Dios, 
que es descubrir su “tesoro”, como se decía de 
la Egipciaca:
Qerié de mejor grado vevir con las serpientes,
maguer son enojosas, aven amargos dientes,
qe derredor las cuevas veer tan grandes yentes,
ca avié oblidados por esso sos parientes. 
(c. 45)
Óvose de las cuevas por eso a mover,
de guis’ que nol’ podió nul omne entender;
metióse por los montes por más se esconder,
con las bestias monteses su vida mantener. 
(c. 47)
Nin nieves nin eladas nin ventiscas mortales,
nin cansedat nin famne nin malos temporales,
nin frío nin calura nin estas cosas tales,
sacar no lo podierond’entre los matarrales. 
(c. 50)
El Reï de los Cielos qe nada non oblida,
que ant’ sabe la cosa que omne la comida,
la fama del so siervo de la preciosa vida,
non quiso que soviesse en el mont’ abscondida.
De los quarenta años no li menguava nada
que tenié esta vida tan fuert’e tan lazdrada;
echóli Dios en cabo una buena celada,
non serié menester qe non fuese echada. 
(cc. 69-70)21
La vida eremítica de Santo Domingo de Si-
los (lám. 8) se inspira en modelos previos, y 
entre ellos el propio San Millán, o el mismo 
Jesucristo, además de Juan Bautista, Pablo el 
Ermitaño, San Antonio Abad o María Egip-
ciaca:
En los primeros tiempos nuestros antecessores,
que de Sancta Eglesia fueron cimentadores,
de tal vida quisieron facerse sofridores,
sufrieron sed e fambre, eladas e ardores.
Sant Joham el Baptista, luego en su niñez,
abrenunció el vino, sizra, carne e pez,
fuxo a los desiertos, onde ganó tal prez
qual non dizrié nul omne, nin alto nin refez.
Antonio el buen padre e Paulo su calaño,
el que fue, como dicen, primero ermitaño,
visquieron en el yermo, un desierto estraño,
non comiendo pan bueno, nin vistiendo buen paño.
Marí la Egipciaca, pecatriz sin mesura,
moró mucho en yermo, logar de grand pavura,
redimió sus pecados, sufriendo vida dura;
qui vive en tal vida es de buena ventura.
El confessor precioso que es nuestro vecino,
San Millán el caboso, de los pobres padrino,
andando por los yermos, ý abrió el camino,
por ond subió al cielo, do non entra merino.
El su maestro bueno, San Felices clamado,
qui iazié en Billivio en la cueva cerrado,
fo ermitaño vero, en bondad acabado;
el maestro fue bueno e nudrió buen criado.
Essos fueron sin dubda omnes bien acordados,
qui por salvar las almas dexaron los poblados,
visquieron por los yermos, mesquinos e lazrados,
por ent facen virtudes, onde son adorados.
Muchos fueron los padres que ficieron tal vida,
iacen en Vitas Patrum dellos una partida,
toda gloria del mundo avién aborrecida,
por ganar en los cielos alegría complida.
El Salvador del mundo, que por nos carne priso,
deque fo bateado, quando ayunar quiso,
pora nos dar enxiemplo al deserto se miso;
ende salió el demon, mas fo ent mal repiso.
Fernando Baños Vallejo
138
Lám. 8: Santo Domingo de Silos. Flos sanctorum, fol. CXVIIIv, Zaragoza, Jorge Cocci, 1516, 
Biblioteca Nacional de España, R-23859
Los monges de Egipto, compañas benedictas,
por quebrantar sus carnes fácense heremitas,
tienen las voluntades en coraçón más fitas;
fueron de tales omnes muchas cartas escriptas.
Yo, pecador mesquino, en poblado ¿qué fago?
bien como e bien bevo, bien visto e bien yago,
de bevir en tal guisa, sabe Dios, no me pago,
ca trae esta vida un astroso fallago”.
El sacerdot precioso, en qui todos fiavan,
desamparó a Cañas, do mucho lo amavan,
parientes e amigos, que mucho li costavan;
alçóse a los yermos, do omnes non moravan. 
(cc. 54-65)
Si San Millán fue ermitaño durante cua-
renta años, en la vida de Santo Domingo de 
Silos es una fase muchísimo más breve, de año 
y medio (c. 80c), y pasa al ámbito cenobítico, 
del que aquí se dice que es más exigente, por-
que obliga a vivir en obediencia:
Por amor que viviesse aún en mayor premia,
que non ficiesse nada, a menos de licencia,
asmó de ferse monge, e fer obedïencia,
que fuesse bien travado fora de su potencia. 
(c. 81)
Igual que San Millán, San Vitores (lám. 9) 
también abandona el sacerdocio activo para 
dedicarse a la vida contemplativa:
Y ansí dél dezir se puede que aunque dos 
caminos tubiese para alcançar la bienauen-
turança, dexado el uno, que era de la vida 
actiua, escogió para sí el más seguro, que era 
de la vida contemplatiua. Esto por esta razón 
digo: porque más quiso solo en el desierto mo-
139
El ermitaño en la literatura medieval española: arquetipo y variedades
rar con ayuno, oraçión continua y abstinençia 
del comer y del ueber seruir a Dios que puesto 
entre la conuersaçión mundana a Él mismo 
en algo offenderle22.
EMPAREDADA
Cavero describe inmejorablemente el fenó-
meno de la reclusión en una celda, o empare-
damiento:
“En Oriente […] la reclusión religiosa co-
menzó en el siglo IV con san Antonio. La fór-
mula de la reclusión fue seguida por hombres 
y por mujeres. Se dio en Egipto, Palestina, Ca-
padocia y Constantinopla, pero sobre todo en 
Siria. La reclusión, sin embargo, no se llevó a 
cabo siguiendo una única fórmula, sino que fue 
practicada de distintas maneras: normalmente 
se materializaba dentro de un espacio murado 
del que no se podía salir y que contaba con 
una ventana pequeña para comunicarse con el 
exterior. Pero dicho espacio podía ser una ca-
verna, un sepulcro y habitáculos de otro tipo, 
y la reclusión podía ser individual o compar-
tida. A su vez, en Occidente […] la reclusión 
se practicó desde el siglo IV tanto por hombres 
como por mujeres. Podía ser temporal o de-
finitiva. Se incardinaba en la vida monástica, 
pero las celdas no siempre estaban dentro de la 
clausura monástica; esto comportaba que aba-
días masculinas contasen con mujeres reclusas, 
y abadías femeninas con reclusos”23.
Y si San Antonio fue el primer recluso, ad-
virtamos, como muestra de la confluencia de 
modelos en un mismo santo, que también es 
ejemplo de anacoreta y de cenobita.
Añade Cavero que en la Baja Edad Media 
el emparedamiento llegó a verse como un en-
tierro en vida, por lo cual el rito con el que 
se iniciaba era nada menos que el Oficio de 
difuntos24. Era inevitable que se comparase la 
dureza de la vida del ermitaño con la del reclu-
so o emparedado, y así lo hizo Pedro el Vene-
rable en el siglo XII, con veredicto a favor del 
emparedado. Leámosla en la versión castellana 
del padre Yepes, otro benedictino que escribió 
entre los siglos XVI y XVII:
“Pedro el Venerable, abad cluniacense, […] 
da a entender cómo se encerraban los reclusos 
de tal manera que tapaban las puertas con cal 
y canto y dejaban una ventana por donde les 
daban la comida […]. Este modo de peniten-
cia era muy gran mortificación y un punto y 
grado más subido que el del ermitaño; porque 
Lám. 9: Historia del glorioso mártir Sant Victores de Andrés 
Gutiérrez de Cerezo, Burgos, Fadrique de Basilea, 1487 (?), 
Biblioteca Nacional de España, R-100.181
Fernando Baños Vallejo
140
el tal, aunque esté apartado en soledad, libre-
mente puede tratar con quien le pareciere y ser 
visitado de personas de la comarca y salirse a 
espaciar, a recrear e irse al monte, al valle, al 
río, a la fuente y a otros entretenimientos y so-
laces de los cuales está apartado el recluso por 
vivir condenado a cárcel perpetua, privado de 
la conversación de los hombres y en oscuro ca-
labozo que apenas goza y ve la luz del cielo”25.
Santa Oria, con el relato escrito en verso 
por Gonzalo de Berceo, sería el caso más repre-
sentativo de la opción de vivir encerrada entre 
paredes. En el Diccionario de Historia Ecle-
siástica de España se llega a afirmar: “Mucho 
contribuyó a extender esta clase de penitencia 
la deliciosa biografía poética que escribió Ber-
ceo de una de estas mujeres heroicas, que vivió 
en el siglo XI, santa Oria de Villavelayos, en 
la sierra de Burgos”26. Pero no se ofrece apoyo 
alguno para tal afirmación, y, como ha obser-
vado Isabel Uría Maqua, hasta el siglo XVIII no 
hay constancia de que los poemas de Berceo se 
difundieran mucho ni más allá del entorno de 
los cenobios emilianense y silense27.
La vita latina que sigue Berceo la escribió 
Munio, monje de San Millán, maestro confe-
sor de Oria y de su madre Amunia, quien pro-
bablemente fue el mismo “scriba politor” que 
aparece en uno de los marfiles del arca romá-
nica de San Millán, y que habría diseñado ese 
programa iconográfico28. Munio desempeña 
los papeles que veíamos antes en otros clérigos 
que asistían a las santas: testigo, administrador 
de sacramentos y representante de la jerarquía 
eclesiástica. Además en este caso es el primerhagiógrafo de Oria, el fedatario que fija por es-
crito el relato, dotándolo así de una autoridad 
incontestable, que se transmite a los sucesivos 
hagiógrafos, como Berceo:
El qui lo escrivió non dirié falsedat,
que omne bueno era, de muy grant sanctidat;
bien conosció a Oria, sopo su poridat,
en todo quanto dixo, dixo toda verdat.
Muño era su nombre, omne fue bien letrado,
sopo bien su fazienda, él fizo el dictado,
aviégelo la madre todo bien razonado,
que non querrié mentir por un rico condado.
Dello sopo de Oria, de la madre lo ál,
de ambas era elli maestro muy leal.
Dios nos dé la su gracia el Reï Spirital
que allá nin aquí nunca veamos mal. 
(cc. 7-9)
Desemparó el mundo Oria, toca negrada,
en un rencón angosto entró emparedada,
sufrié grant astinencia, vivié vida lazrada,
por ond ganó en cabo de Dios rica soldada. 
(c. 20)
En la Vida de Santa Oria hay otros dos lu-
gares de interés para el tema que nos ocupa, en 
su primera visión, en la que visita el Cielo y ve 
la silla que le tienen reservada. Los santos que 
se encuentra Oria en el Paraíso están reunidos 
por grupos; pues bien, uno de ellos es el de 
los ermitaños. Entre ellos reconoce a cuatro, 
citados por su nombre, uno de los cuales es 
García, el propio padre de Oria (cc. 83-85). 
Poco más adelante, la rica vestidura que lleva 
Voxmea, la guardiana de la silla, está adornada 
con nombres de santos, principalmente de “re-
clusos” (c. 94c), lo que muestra una conciencia 
de clase o tipo.
Pese a disfrutar de tales visiones que le anti-
cipan el premio que disfrutará en la otra vida, 
Oria no se relaja, y mantiene la dureza de su 
ascesis:
Por estas visïones la reclusa don Oria
non dio en sí entrada a nulla vanagloria;
por amor de la alma non perder tal victoria,
non fazié a sus carnes nulla misericordia.
Martiriava las carnes dándolis grant lazerio,
cumplié días e noches todo su ministerio,
141
El ermitaño en la literatura medieval española: arquetipo y variedades
jejunios e vigilias e rezar el salterio;
querié a todas guisas seguir el Evangelio. 
(cc. 114-115)
Pero la Oria emilianense no es la única Oria 
emparedada. En la Vida de Santo Domingo de 
Silos hay otra, que es importunada por el dia-
blo en forma de serpiente y con atributos de 
indudable simbolismo fálico29. De tal peligro 
la libra Santo Domingo:
Una manceba era que avié nomne Oria,
niña era de días como diz la istoria,
facer a Dios servicio, essa era su gloria,
en nulla otra cosa non tenié su memoria. 
(c. 316)
Querié oír las oras más que otros cantares,
lo que dicién los clérigos más que otros joglares;
yazrié, si la dixassen, cerca de los altares,
o andarié descalça por los sanctos logares. 
(c. 318)
Dixo el padre sancto: “Amiga, Dios lo quiera
que puedas mantenerla essa vida tan fiera;
si bien no lo cumplieres, mucho más te valiera
vevir en atal ley com tu madre toviera”. 
(c. 323)
Entendió el conféssor que era aspirada,
fízola con su mano soror toca negrada,
fo end a pocos días fecha emparedada,
ovo grand alegría quando fo encerrada. 
(c. 325)
El mortal enemigo, pleno de travesura,
que suso en los cielos buscó mala ventura,
por espantar la dueña que oviesse pavura,
faciéli malos gestos, mucha mala figura.
Prendié forma de sierpe el traïdor provado,
poniésseli delante el pescueço alçado,
oras se facié chico, oras grand desguisado,
a las veces bien gruesso, a las veces delgado. 
(cc. 327-328)
La reclusa con cueta non sopo ál que fer,
embïó al buen padre férgelo entender;
entendiólo él luego lo que podié seer,
metióse en carrera, vínola a veer.
Quando plegó a ella, fíçola confessar,
del agua beneíta echó por el casar,
cantó él mismo missa, mandóla comulgar;
fuxo el vezín malo a todo su pesar. 
(cc. 331-332)
Es sabido que la representación de la mujer 
en la hagiografía muestra una extrapolación 
de naturaleza sexual: las vírgenes frente a las 
pecadoras, prostitutas en muchos casos, luego 
penitentes, claro está, y finalmente todas san-
tas. Pues bien, el modelo de emparedada tam-
bién se aplica a la penitencia de la ramera arre-
pentida. Es el caso de Tais (lám. 10). El relato 
contiene detalles escatológicos, que sirven para 
reflejar la suciedad del pecado:
E él púsola en un monesterio que avía muchas 
vírgines en una celda pequeñuela. E cerrole 
la [f. 134d] puerta con plomo. E dexó aí una 
finiestra pequeñuela, porque le diesen a comer 
poco. E mandó a las otras que le diesen cada 
día un poco de pan e de agua. E partiose den-
de el anciano, e díxole Tais:
– Padre, ¿dó me demandáis fazer aquello que 
manda e ha menester la natura?
Dixo él:
– Aquí en tu celda, así como lo tú mereciste30.
Por apurar matices que nos aproximan a 
emparedadas laicas, en su estudio sobre la re-
clusión voluntaria como forma de ascetismo, 
Cavero dedica un epígrafe a la “vida apostó-
lica, desarrollo urbano y mendicantes”31. Se 
trata de contemplar nuevas manifestaciones 
de religiosidad que abarcan como ámbitos po-
sibles de la militancia cristiana el trabajo de 
los laicos o la propia casa. Esta devoción mo-
derna en que lo importante era la imitación 
de Cristo, y en consecuencia el espíritu evan-
Fernando Baños Vallejo
142
Lám. 10: Santa Tais. Leyenda de los santos, Burgos, Juan de Burgos, 1499, British Library, IB 53312
143
El ermitaño en la literatura medieval española: arquetipo y variedades
gélico de pobreza y práctica de las obras de 
misericordia, debe mucho a la influencia de 
las órdenes mendicantes. Tal como lo explica 
Cavero, pese a que estas nuevas formas de vida 
cristiana se distancian tanto del desierto (que 
es ya sólo un recuerdo) como del monasterio, 
y se empeñan en la labor de beneficiencia, no 
obstante siguen dejando espacios y momentos 
para la reclusión y el aislamiento, como vía 
más radical y pura para evitar lo mundano y 
despreciar lo material. Esa síntesis paradójica 
la realizan sobre todo mujeres, en muchos ca-
sos vinculadas con la Orden de San Francisco 
o con la de Predicadores, pero en otros casos 
no. Mujeres que podrían representar cada una 
de esas dos posibilidades serían, según Cave-
ro, la dominica Santa Catalina de Siena y la 
laica Santa Isabel, hija del rey de Hungría. 
Ambas aparecen en la Legenda aurea y en al-
gunas copias del flos sanctorum castellano. Esta 
princesa esforzada en cumplir con los ideales 
evangélicos de desprendimiento y caridad, 
que funda un hospital y al enviudar vive en 
el más estricto recogimiento, sería el ejemplo 
más paradigmático de la síntesis entre mundo 
y espíritu evangélico.
TRAVESTIDA
Hay en el flos sanctorum toda una familia de 
relatos de santas que se transforman o se tra-
visten como hombres, renegando de su condi-
ción femenina, que se vinculaba al pecado y a 
la debilidad. Santa Pelagia se disfraza de monje 
varón antes de emparedarse. Esta de Pelagia es 
una leyenda que se desdobla en dos santas: una 
cortesana frívola que explota a los hombres y 
luego se arrepiente al oír la predicación del 
obispo Nono (de ésta hay una vida individual 
en el ms. 9247); y Santa Margarita, que nunca 
fue pecadora, y que rehúye la consumación de 
su matrimonio y se disfraza de monje, cam-
biándose el nombre al de Pelayo:
Santa Margarita, que fue dicho Pelayo, vir-
gen muy fermosa, e rica, e muy fijadalgo, así 
la criaron su padre e su madre. E tan buenas 
costunbres ovo en sí, e así guardava castidad, 
que non quería que la viese omne del mundo. 
Enpero, demandola por muger un mancebo 
muy fidalgo. E plaziendo a los padres e a las 
madres dellos, aparejaron lo que avía menes-
ter para las bodas. Los niños e las moças, e 
quantos nobles avía en la cibdad, fazían fies-
ta con grant gozo en el tálamo. E la virgen, 
metiéndogelo en el coraçón, pensó con muchas 
lágrimas que non era de conparar la iglesia de 
la virginidat a los vanos gozos de las bodas. E 
despreció todos los gozos desta vida, así com-
mo estiércol. Onde, guardándose de su marido 
aquella noche, acomendosea Dios, e trasqui-
lose los cavellos. E en vestidura de omne fuyó 
a la media noche. 
E yendo a un monesterio muy lexos, llamávase 
frey Pelayo32.
El santoral incluye otras mujeres que, como 
las dichas Pelagias, se hacen pasar por monjes, 
aunque no comparten con las Pelagias la vida 
de reclusión absoluta o emparedamiento: son 
las santas Marina Virgen, Teodora y Eugenia. 
Escasean las ilustraciones que muestren con 
claridad el travestismo. En el ámbito de los in-
cunables o impresos antiguos españoles no co-
nozco más que la xilografía que pinta a Marina 
con el pelo a lo hombre, aunque el atuendo sea 
femenino (lám. 11).
El travestismo viene a ser otro modo de 
huir del mundo, o al menos del mundo fe-
menino; cortarse el pelo, por ejemplo, frente 
a la potencia erótica de la melena de las san-
tas prostitutas, es renegar de los atributos de 
la belleza femenina para convertirse (bajo la 
imagen de varón) en un ser más espiritual, 
según la visión imperante entonces. Por otro 
lado la situación permite enredos novelescos: 
Fernando Baños Vallejo
144
Lám. 11: Santa Marina. Leyenda de los santos, fol. CXXVv, Burgos, Juan de Burgos, 1499, British Library, IB 53312
145
El ermitaño en la literatura medieval española: arquetipo y variedades
que sean acusadas, puesto que todos creen que 
son monjes, de haber violado o haber dejado 
embarazada a una chica. Teodora y Eugenia 
son calumnidas por haber rechazado a mujeres 
que se sentían atraídas por ellas (y aquí se jue-
ga tácitamente con la atracción homosexual 
inconsciente). Marina y Pelagia, en cambio, 
reciben la acusación no por despecho, sino 
por estar allí.
Una posibilidad es que sufran la calumnia 
de haber dejado embarazada a una chica (es 
el caso de Marina –acusada además de vio-
lación–, de la Pelagia o Pelagio cuyo primer 
nombre había sido Margarita, y de Teodora). 
Esta última había caído en el adulterio al de-
jarse engañar por una hechicera que le dice 
que Dios no ve los pecados que se cometen 
de noche. Por su pecado Teodora abandona a 
su marido y se mete a monje. Las tres, Mari-
na, Pelagia y Teodora, renuncian a defenderse 
de la calumnia, y Marina y Teodora se hacen 
cargo del niño. El niño es criado por una mu-
jer, lo cual es muy apropiado desde el punto 
de vista maternal, que se hace pasar por un 
monje, lo cual es apropiado desde el punto de 
vista espiritual. Sólo después de morir queda 
rehabilitada la honestidad de Marina, Pelagia 
y Teodora, cuando al preparar los cadáveres, 
descubren el verdadero sexo.
En el caso de Eugenia, acusada de violación, 
ella reacciona no tanto por defenderse a sí mis-
ma como para evitar que la calumnia recaiga 
sobre los cristianos, así que decide descubrir 
su pechos al gobernador su padre, que actuaba 
de juez (también aquí juega el morbo), y con 
ello revela su verdadero sexo, de modo que la 
calumniadora queda en evidencia (lám. 12).
PROFETA O INSTRUCTOR DEL CABALLERO
Fuera de las vidas de santos, los caballeros 
reciben en la literatura medieval española la 
ayuda de ermitaños, desde el Poema de Fernán 
González hasta el Amadís de Gaula.
En el siglo XIII la versión clerical, quizá es-
crita por un monje de San Pedro de Arlanza, 
de las gestas de Fernán González, incluye el 
episodio en el que el monje Pelayo le profe-
tiza al caudillo castellano la victoria sobre Al-
manzor. Fernán González le promete que si se 
cumplen tales designios, convertirá la pobre 
ermita donde viven Pelayo y otros dos monjes 
en un gran monasterio, y cumple su promesa 
de donación.
Era es<s>a ermita d(e) una <y>edra <çerc>ada,
por que de toda ella non paresçía nada;
tres monjes y vevían vida fuerte lazrada,
San Pedro avi<é> nombre es<s>a casa sagrada. 
(c. 228)
Faré otra iglesia de más fuerte çimiento,
faré dentro en ella el mi soterramiento,
daré (a)y donde vivan <de> monjes mas de çiento, 
(c. 249)33
Lám. 12: Santa Eugenia. Pintura anónima, 1275-1300, 
Museo de Artes Decorativas, París
Fernando Baños Vallejo
146
“Leuantadvos”, dixo el hermitaño, “e andat 
en buen ora, ca el más auenturado cauallero 
auedes a ser de quantos fueron de muy grant 
tienpo aca”. “¿E commo es eso?”, dixo el caua-
llero. “Yo vos lo dire”, dixo el hermitaño. “Es-
ta noche en dormiendo, vy en vision que es-
tauades en vna torre muy alta, e que teniedes 
vna corona de oro en la cabeça e vna pertiga 
en la mano, e en esto desperte muy espantado 
e fue fazer mi oraçion. E rogue a Dios que 
me quesiese demostrar que queria dezir esto 
que viera en vision, e torneme a mi lecho a 
dormir. E en dormiendo me vino vna bos e 
dixome asy: ‘Dy al tu huesped que ora es de 
andar; e bien çierto sea que ha de desçercar 
aquel rey e ha de casar con su fija, e a de auer 
el regno despues de sus días.’” […] E ruegovos 
que quando Dios vos troxiere e vos posiere en 
otro mayor estado, que vos venga emientes de 
este lugar”. “Muy de buena mente”, dixo el 
cauallero, “e prometovos que quando Dios a 
esta onrra me llegare, que la primera cosa que 
ponga en la cabeça por nobleza e por onrrar, 
que lo enbie a ofresçer a este lugar35.
También en el Amadís el ermitaño profe-
tiza el cambio de fortuna al desconsolado ca-
ballero, y también predice el futuro a través 
de los sueños, pero en este caso interpretando 
los sueños del otro, actividad mal vista para un 
religioso, como el mismo personaje reconoce. 
El ermitaño del Zifar actuaba como oráculo, 
como mensajero divino; el del Amadís como 
intérprete, lo cual lo relaciona con la tradición 
artúrica36. Así lo subraya Pastor, quien observa 
también que el personaje del ermitaño adquie-
re en el Amadís mayor relieve: tiene un nombre 
propio (Andalod), y se ofrecen algunos detalles 
sobre su aspecto y sobre su vida, como que se 
había ordenado sacerdote cuarenta años antes, 
y que Dios lo iluminó para que se retirase a la 
Peña Pobre. A él se debe el cambio de nombre 
de Amadís a Beltenebros.
Lám. 13: Libro del cavallero Zifar, Biblioteca Nacional de 
Francia, Espagnol 36
Si el Poema de Fernán González deriva de un 
perdido cantar de gesta sobre el héroe, hemos 
de referirnos a otro gran género literario tam-
bién protagonizado por caballeros, las novelas 
de caballerías, cuyo esplendor no verá Castilla 
hasta el siglo XVI. María Carmen Pastor Cuevas 
es autora de un estudio sobre la tipología del 
ermitaño en los libros de caballerías hispáni-
cos: el Zifar, el Amadís y el Tirant (lám. 13)34. 
De acuerdo con ella, hay bastantes similitudes 
entre el papel del ermitaño en el Zifar y en el 
Amadís, aunque también existen divergencias. 
En ambos libros hay un antes y un después, un 
cambio de fortuna. A Zifar el ermitaño le pro-
fetiza que será Rey de Mentón, y le pide, como 
el monje Pelayo a Fernán González, que cuan-
do esté en la cumbre se acuerde de mejorar ese 
pobre lugar, y así será. El augurio le llega al 
ermitaño a través de sus propios sueños:
147
El ermitaño en la literatura medieval española: arquetipo y variedades
–Mi fijo señor, yo moro en un lugar muy es-
quivo y trabajoso de bevir, que es una hermita 
metida en la mar bien siete leguas, en una 
peña muy alta, y es tan estrecha la peña que 
ningún navío a ella se puede llegar si no es en 
el tiempo de verano, y allí moro yo ha treinta 
años, y quien allí morare conviénele que dexe 
los vicios y plazeres del mundo; y mi mante-
nimiento es de limosnas que los de la tierra 
me dan.
–Todo esso –dixo Amadís– es a mi grado, y a 
mí plaze passar con vos tal vida esta poca que 
me queda, y ruégovos, por amor de Dios, que 
me lo otorguéis (II, 48).
–Beltenebros, buen hijo, mucho me avéis ale-
grado y dístesme gran plazer con esto que me 
dezís, y assí lo sed vos, que con gran razón 
lo devéis ser, y quiero que sepáis cómo lo yo 
entiendo: sabed que la cámara oscura en que 
vos veíades y no podíades della salir, significa 
esta cuita en que agora stáis, y todas las don-
zellas que la puerta abrían, éstas son algunas 
vuestras amigas, que hablan con aquella que 
más amáis en vuestra hazienda, y en talguisa 
harán, que vos sacarán de aquí y desta cuita 
en que agora sois; y el rayo de sol que iva 
ante ellas es mandado que vos embiarán de 
nuevas de alegría con que vos iréis de aquí; 
y el fuego en que víades a vuestra amiga es 
significança de gran cuita de amor en que 
será por vos, assí como vos por ella sois, y de 
aquel fuego, que significa amor, la sacaréis 
vos, que será de la su cuita cuando vos viere; 
y la fermosa huerta donde la levávades, esto 
muestra gran plazer en que con vuestra vista 
será puesta; bien conozco que, según mi ábi-
to, no devría hablar en semejantes cosas, pero 
entiendo que es más servicio de Dios dezirvos 
la verdad, con que seáis consolado, que ca-
llando, la vuestra vida en condición esté con 
muerte desesperada (II, 51)37.
En ambas novelas los ermitaños ofrecen 
consuelo al caballero desgraciado38, y destacan 
por su papel como profetas, pero no puede de-
cirse que sean verdaderos instructores del caba-
llero, como sí lo será el emitaño de una novela 
valenciana, Tirant lo Blanch. Aquí el anacoreta 
es un antiguo caballero, Guillén de Varoique, 
lo cual explica su papel como instructor de Ti-
rante. Como advierte Pastor39, en todo ello hay 
un eco evidente del Llibre de l’Ordre de Cava-
llería, de Ramon Llull. Observa asimismo que 
tal personaje caballero-ermitaño, que vuelve 
transitoriamente a las armas para “defender la 
cristiandad”, encajaría con la idea que expresa 
el Libro que es llamado carissimi, que habla de 
la vida ermitaña cuando identifica al ermitaño 
como “caballero armado por Cristo”. La ma-
yor importancia del ermitaño en el Tirant, por 
su labor de maestro y porque su intervención 
se extiende durante los primeros veintisiete ca-
pítulos del libro, evidencia una nueva concep-
ción de la caballería, al servicio de la cristian-
dad frente a los infieles.
ANTITIPO DEL ERMITAÑO: CRIMINAL
El Libro de Buen Amor nos ofrece un buen 
ejemplo de lo que también se halla en la tradi-
ción folclórica: un ermitaño que sucumbe a la 
tentación y acaba convirtiéndose en criminal. 
Es el antitipo, porque hay una anticonversión o 
caída. El catálogo de temas de cuentos tradicio-
nales compilado por Stith Thompson recoge 
bastantes motivos en relación con anacoretas 
(diecinueve), y con ermitaños (treinta y dos)40. 
Entre los primeros destacaría el anacoreta acu-
sado en falso de asesinato, o el anacoreta con 
apariencia de bestia salvaje. Entre los cuentos 
de ermitaños, podrían nombrarse el del que 
pide y obtiene la mano de una princesa; el del 
que mata a su propio padre, creyendo que es el 
diablo; el del ermitaño que se convierte en la-
drón; el del tentado en vano por una ramera; el 
Fernando Baños Vallejo
148
del enamorado decepcionado que se hace ermi-
taño; el del eremita sorprendido en una intriga 
amorosa; el del viudo que se hace ermitaño; o 
los de mujeres disfrazadas de ermitaños.
El tema folclórico que se corresponde con 
la versión del Arcipreste de Hita, es el que se 
conoce como “los tres pecados del ermitaño”41: 
embriaguez, fornicación y asesinato. El prime-
ro lleva a los otros dos. Hugo Óscar Bizzarri 
repasa las versiones hispánicas de este enxiem-
plo, que aparece en textos de los siglos XIII, XIV 
y XV42. Si descartamos otros cuentos de ermita-
ños relacionados con éste y nos ceñimos úni-
camente a las versiones del de los tres pecados, 
tenemos que en el XIII se alude brevemente al 
cuento en la estrofa 55 del Libro de Apolonio. 
La versión del Libro de Buen Amor (del XIV) es 
más interesante y más compleja, porque parece 
fundir dos tradiciones distintas, la de cuentos 
que avisan de los efectos perniciosos de la em-
briaguez, con otros que advierten contra los 
ataques del diablo43. En el siglo XV lo hallamos 
en el Libro de los enxiemplos (nº 127), el Es-
péculo de los legos (nº 199) y dos versiones del 
Vergel de consolaçión o Viridario de Jacobo de 
Benavente (mss. 9447 y 10252 de la BNE). 
En total son seis testimonios de un cuento que 
parece remontarse al Libro de las vidas de los 
Padres Santos, que pudo llegar a España a tra-
vés de alguna versión francesa.
Era un hermitaño, quarenta años avia
que en todas sus obras en yermo a Dios servia;
en tienpo de su vida nunca el vino bevia,
en santidat e ayuno et en oraçión bevia.
Tomava grand pesar el dïablo con esto,
pensó cómo podiese partirle de aquesto;
vino a él un día con sotileza presto:
“¡Dios te salve, buen omne!”, dixol con sinple gesto. 
(cc. 530-531)
Non pudo el dïablo a su persona llegar;
seyendo arredrado, començól a retentar,
diz: “Aquel cuerpo de Dios que tú deseas gustar,
yo te mostraré manera por que lo puedas tomar.
Non deves tener dubda que del vino se faze
la sangre verdadera de Dios: en ello yaze
sacramento muy santo; pruévalo si te plaze.”
El dïablo al monge arma ado lo enlaze.
Dixo el hermitaño: “Non sé [yo] qué es vino.”
Respondiól el dïablo presto, por lo que vino:
“Aquellos taverneros, que van por el camino,
te darán asáz d’ello: ve por ello festino.” 
(cc. 533-535)
Bevió el hermitaño mucho vino sin tiento:
como era fuerte, puro, sacól’ de entendimiento;
desque vido el dïablo que ya echara çemiento,
armó sobr’él su casa e su aparejamiento.
“Amigo”, diz, “non sabes de noche nin de día
quál es la ora çierta, nin cómo el mundo se guía:
toma gallo que t muestre las oras cada día;
con él alguna fenbra: con ellas mejor cría”.
Creyó el su mal consejo: ya el vino usava;
él estando con vino, vido cómo se juntava
el gallo con las fenbras, en ello se deleitava:
cobdiçió fazer forniçio, desque con vino estava.
Fue con él la cobdiçia, raíz de todos males,
loxuria e sobervia, tres pecados mortales;
luego el omeçidio: estos pecados tales
trae el mucho vino a los descomunales.
Desçendió de la hermita, forçó a una muger:
ella dando sus bozes, non se pudo defender;
desque pecó con ella, temió mesturado ser:
matóla el mesquino e óvose a perder. 
(cc. 537-541)44.
Y terminamos ya. Espero que este recorri-
do, aunque rápido, haya permitido conocer 
las variantes de ermitaños en la literatura me-
dieval española, desde los casos más paradig-
máticos de anacoretas en el desierto hasta el 
antitipo o antimodelo de ermitaño criminal, 
pasando por los eremitas locales o los modelos 
más típicamente femeninos. En todos ellos lo 
149
El ermitaño en la literatura medieval española: arquetipo y variedades
que se pinta es un modo de vida antinatural 
para el ser humano, sea por la soledad o por 
el encierro. Literaria o artísticamente es eficaz, 
porque todo lo extremo o radical impacta, y 
si va revestido de virtud, logra admiración y 
devoción. El mínimo contacto que tales perso-
najes mantienen con la comunidad da pie para 
su descubrimiento a través de la literatura, con 
lo que sus vidas dejan de ser asociales y pasan a 
convertirse en patrimonio común. Ellos rehú-
yen el mundo, pero el mundo los recobra por 
medio de la literatura.
Fernando Baños Vallejo
150
NOTAS
1. Es excepcional el caso de Valerio del Bierzo, que narra su 
propia experiencia.
2. Gregoria CAVERO DOMÍNGUEZ, Inclusa intra parietes. La re-
clusión voluntaria en la España medieval, Université Toulouse 
II-Le Mirail, 2010.
3. Ibidem, pp. 22-34.
4. Pudo imprimirlo en Burgos el mismo Fadrique, o quizá en 
Sevilla Martínez, Segura y del Puerto, o bien cualquier otro 
taller español, pero también se ha apuntado Toulouse. Pedro 
Cátedra sugiere que los muchos errores del texto podrían de-
berse a que el cajista era extranjero y no entendía el original. 
Así lo conjeturó en la presentación de la tesis doctoral de Mar-
cos CORTÉS GUADARRAMA, El Flos sanctorum con sus ethimolo-
gías, Edición y estudio, Oviedo, 2010. El incunable se conserva 
en un ejemplar único, en Washington, Library of Congress, 
Incun. X.F59.
5. Para información sobre el corpus de la hagiografía medieval 
castellana, véase mi libro: Fernando BAÑOS VALLEJO, Las Vidas 
de santos en la literatura medieval española, Madrid, Laberinto, 
2003.
6. Libro que es llamado carissimi, que habla de la vida ermitaña, 
que formaparte del ms. 9247 de la Biblioteca Nacional de 
España. Véase http://sunsite.berkeley.edu/Philobiblon/BE-
TA/2684.html, MANID 2684, TEXID 2666.
7. Apud María Carmen PASTOR CUEVAS, “Tipología del er-
mitaño: ficcionalización y función en los libros de caballerías 
hispánicos (Zifar, Amadís y Tirante el Blanco)”, en Literatura 
Medieval: Actas do IV Congresso da Associação Hispânica de Li-
teratura Medieval, ed. Aires A. Nascimento y Cristina Almeida 
Ribeiro, vol. IV, Lisboa, Edições Cosmos, 1993, pp. 35-39; 
cit. p. 35.
8. Véase CAVERO, ob. cit., pp. 22-23.
9. Para ambas referencias, véase PASTOR, art. cit., pp. 35-36.
10. San Benito, f. 66ab del Flos sanctorum con sus ethimologías, 
ed. cit.
11. Véase BAÑOS, Las Vidas de santos… cit., pp. 78-80 y 102-
106.
12. Véanse Carlos A.VEGA, “Erotismo y ascetismo: Imagen y 
texto en un incunable hagiográfico”, en Erotismo en las letras 
hispánicas: aspectos, modos y fronteras, ed. de Luce López-Baralt 
y Francisco Márquez Villanueva, México, El Colegio de Méxi-
co, 1995, pp. 479-499. Y del mismo autor, El transformismo 
religioso. La abnegación sexual de la mujer en la España medie-
val, Madrid, Pliegos, 2008.
13. Vida de Santa María Egipciaca, ed. de Manuel ALVAR, 2 
vols., Madrid, C.S.I.C., 1970-1972.
14. Santa María Magdalena. La leyenda de los santos (Flos sanc-
torum del ms. 8 de la Biblioteca de Menéndez Pelayo), ed. de 
Fernando BAÑOS VALLEJO e Isabel URÍA MAQUA, Santander, 
Sociedad Menéndez Pelayo, 2000, p. 212.
15. Santa María Magdalena, f. 142b del Flos sanctorum con sus 
ethimologías, ed. cit.
16. Véase BAÑOS, Las Vidas de santos… cit., p. 21.
17. San Pablo Ermitaño, f. 28d del Flos sanctorum con sus ethi-
mologías, ed. cit.
18. San Antonio Abad, f. 38d del Flos sanctorum con sus ethi-
mologías, ed. cit.
19. San Mamés. La leyenda de los santos, ed. cit., pp. 251-252.
20. Ibidem, p. 258.
21. Cito los poemas de Gonzalo de BERCEO por el volumen ti-
tulado Obra completa, coord. por Isabel URÍA MAQUA, Madrid, 
Espasa-Calpe-Gobierno de la Rioja, 1992.
22. Ed. de Ángel GÓMEZ MORENO, “Leyenda y hagiografía: el 
caso de San Vitores”, en Actas del Coloquio celebrado en la Casa 
de Velázquez, 10/11-XI-1986, ed. de Jean-Pierre Étienvre, Ma-
drid, Casa de Velázquez, 1989, pp. 173-191; cit. pp. 176-177.
23. CAVERO, ob. cit., p. 25.
24. Ibidem, p. 33.
25. Apud ibidem, p. 89.
26. Quintín ALDEA VAQUERO, Tomás MARÍN MARTÍNEZ y José 
VIVES GATELL, Diccionario de Historia Eclesiástica de España, t. 
II, Madrid, CSIC, 1972, p. 803.
27. Isabel URÍA MAQUA “Gonzalo de Berceo y el mester de 
clerecía en la nueva perspectiva de la crítica”, Berceo, CX-CXI 
(1986), pp. 7-20, cit. p. 7, advierte que “el Marqués de San-
tillana, en su Carta Proemio al Condestable de Portugal, en la 
que hace un tan gran despliegue de conocimientos literarios, 
nacionales y extranjeros, de su época y de los siglos anteriores, 
no menciona a Gonzalo de Berceo ni a ninguno de sus poe-
mas. Por otra parte, los manuscritos medievales de las obras de 
Berceo, que se han conservado, proceden del Monasterio de 
San Millán o del Monasterio de Silos y sus casas filiales, como 
San Martín de Madrid”. En cambio, el Marqués de Santillana 
sí se refiere a otros poemas del mester de clerecía: el Libro de 
Alexandre, el Libro del Arcipreste de Hita o el que conocemos 
como Rimado de palacio de López de Ayala.
28. Véase Isidro G. BANGO TORVISO, Emiliano, un santo de la 
España visigoda, y el arca románica de sus reliquias, Salaman-
ca, Fundación San Millán de la Cogolla, 2007, pp. 55-56 y 
79-80.
29. Véase Alan DEYERMOND, “Berceo, el diablo y los anima-
les”, en Homenaje al Instituto de Filología y Literaturas His-
pánicas “Dr. Amado Alonso” en su cincuentenario 1923-1973, 
Buenos Aires, 1975, pp. 82-90. Observa en la p. 89: “La des-
cripción de la serpiente no podría ser más explícitamente fáli-
ca: la erección (‘poniéseli delante, el pescueço alçado’, 328b), 
y la repetida tumescencia y detumescencia”: 328cd.
30. Santa Tais, f. 134v del Flos sanctorum con sus ethimologías, 
ed. cit.
31. CAVERO, ob. cit., pp. 123-127.
32. Santa Margarita (Pelayo), f. 133d del Flos sanctorum con 
sus ethimologías, ed. cit.
151
El ermitaño en la literatura medieval española: arquetipo y variedades
33. Poema de Fernán González, ed. de Miguel Ángel MURO, 
Logroño, Instituto de Estudios Riojanos, 1994.
34. PASTOR, art. cit.
35. Libro del Caballero Zifar, ed. de Cristina GONZÁLEZ, Ma-
drid, Cátedra, 1983, p. 162.
36. PASTOR, art. cit., p. 37, cita una frase de la Demanda del 
santo Graal: “vayamos a buscar algún ermitaño, o algún sabio 
religioso que nos explique el sentido de nuestros sueños”. Hay 
que recordar también el encuentro de Perceval con el ermitaño 
y la importancia de las explicaciones que le da.
37. Garci RODRÍGUEZ DE MONTALVO, Amadís de Gaula, ed. de 
Juan Manuel CACHO BLECUA, Madrid, Cátedra, 1987.
38. Véase Axayácatl CAMPOS GARCÍA ROJAS, “La educación del 
héroe en El libro del cavallero Zifar”, Tirant: Butlletí informa-
tiu i bibliogràfic, 3 (2000).
39. PASTOR, art. cit., pp. 37-38.
40. Stith THOMPSON, Motif-Index of Folk-Literature, vol. VI, 
Bloomington & London, Indiana University Press, 1996, pp. 
18 y 380-381.
41. Ibidem, J485.
42. Hugo Óscar BIZZARRI, “Dos versiones manuscritas inédi-
tas del enxiemplo del ermitaño bebedor”, Incipit, V (1985), 
pp. 115-123.
43. Ibidem, p. 116.
44. Juan RUIZ, Arcipreste de Hita, Libro de buen amor, ed. de 
Alberto BLECUA, Madrid, Cátedra, 1992.

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