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Durosell, Juan B , cap 4, El endurecimiento de las alianzas y las crisis 1890-1914, en Europa de 1815 a nuestros días

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Duroselle (Juan B.), Europa, de 1815 a nuestros días. Vida política y relaciones internacionales, Editorial Labor, Barcelona, 1974
CAPÍTULO V
El endurecimiento de las alianzas y las crisis (1890-1914)
Hacia 1890 Europa vivía en la incertidumbre. La guerra, aunque improbable, parecía posible, y todos los Estados tenían en cuenta en sus cálculos esa eventualidad. Bismarck había dejado con gran prudencia gravitar esta amenaza porque servía a sus fines. Además, existían en potencia innumerables conflictos. Francia y Alemania no podían reconciliarse a causa de Alsacia-Lorena. Francia e Italia se habían enzarzado en una verdadera guerra aduanera. Francia e Inglaterra, implicadas en la gran política colonial, parecían dispuestas a entenderse y firmaban en 1890 un importante acuerdo para repartirse el valle del Níger. Peor eran de temer nuevas fricciones. En 1887, Rusia e Inglaterra estuvieron al borde de la guerra a causa del Asia central y de las fronteras de la India. Finalmente, se vislumbraba en el horizonte el nacimiento de una nueva potencia: el Japón.
Pero, en conjunto, el más peligroso de todos los conflictos, el de Austria-Hungría y Rusia a propósito de los Balcanes, caía en el olvido. Rusia estaba entonces mucho más interesada en el Extremo Oriente y la doble monarquía no buscaba la expansión.
La dimisión de Bismarck el 18 de marzo de 1890 cayó como una bomba en las cancillerías ya que, con él, sabían al menos a qué atenerse. Pero no se derivó de ello ningún drama inmediato.
En cierto modo, Bismarck se vio obligado a dimitir a causa de la impaciencia del joven emperador Guillermo II. Éste, siguiendo especialmente los dictados del hombre que durante quince años debía jugar el papel de “eminencia gris” de la Wilhelmstrasse, el barón Von Holstein, consideraba que el tratado de contraseguridad con Rusia tenía más inconvenientes que ventajas.
Así, fundándose en la hipótesis de que era imposible un acercamiento entre la autocracia zarista y la República francesa, se negó a renovar el acuerdo.
Holstein se convirtió en el responsable de los ataques más importantes al sistema bismarckiano que consistía en mantener el aislamiento de Francia. Ahora bien, desde agosto de 1892, una convención militar franco-rusa -ratificada en 1894- acabó en la creación de una alianza secreta contra Alemania. Holstein creía también que los conflictos impedirían que Francia e Inglaterra se reconciliaran de un modo permanente. Peor el 8 de abril de 1904, ambos países, sin llegar a una alianza, concluyeron una “Entente cordiale” sobre la base de la liquidación de sus diferencias coloniales.
Durante el período 1890-1904, relativamente tranquilo, se prosiguió y aceleró el reparto de Africa; se formó, frente a las alianzas alemanas, otro sistema que gravitaba en torno a Francia; y sobre todo, maduraron las fuerzas susceptibles de aumentar las tensiones, tensiones que, de 1904 a 1914, se harían tan vivas que iban a estallar en sucesivas crisis. La última iba a ser fatal para la paz.
1. Maduración de las alianzas y los conflictos (1890-1904)
Durante este período ninguno de los Estados europeos permaneció inactivo. Aparecieron nuevas ambiciones. La estructura de la vida internacional se transformó lentamente.
Los gobiernos que se sucedieron en Francia, después del fracaso del “boulangismo”, fueron gobiernos de “apaciguamiento”. Durante algún tiempo se atenuaron las luchas anticlericales. Los progresos del socialismo y los atentados de los anarquista suscitaron la inquietud de los medios dirigentes y las medidas de represión fueron aprobadas por el zar, quien, indignado por la nueva actitud alemana, se resignó a aproximarse a Francia, no sin antes realizar unas últimas tentativas cerca de Berlín.
Pero Francia tenía un medio de presión: la hacienda rusa se hallaba en una lamentable situación. El gobierno, que deseaba ardientemente salir del aislamiento, tejió una red de sólidos lazos “admitiendo en la bolsa” empréstitos rusos e incitando a los franceses a invertir en ella. En 1891 se llegó a una vaga convención política, pero lo esencial fue la convención militar de 1892, dirigida contra Alemania, aunque con carácter puramente defensivo. Alejandro III no advirtió que Francia trataría de utilizar la alianza para reconquistar Alsacia y Lorena. La alianza permaneció secreta hasta 1897, pese a que todo el mundo presentía que se había operado un acercamiento. La flota francesa visitó Constadt, donde el zar, de pie, con la cabeza descubierta, escuchó La Marsellesa.
De hecho, además de su paralelo temor a la Dúplice, Francia y Rusia tenían un interés común: contener a Inglaterra, que frenaba sus respectivos avances en Africa o en Asia Central. Para Francia fue, en efecto, una era de conquistas coloniales. En espera de llegar al Sahara, el Africa occidental y ecuatorial fueron ampliamente ocupadas. En 1895, después de un acuerdo con Inglaterra, le llegó el turno a Madagascar. Gabriel Hanotaux, ministro de Asuntos Exteriores, soñaba con un ferrocarril transversal de Dakar a Yibuti. Aprovechándose de que el antiguo Sudán egipcio había sido conquistado por una fanática secta musulmana, los “derviches”, a las órdenes de un profeta, el “Mahdi” Mohamed Ahmed, el gobierno francés intentó apoderarse del valle medio del Nilo. Al cabo de dos años, la pequeña expedición Marchand, que había salido del Gabón, llegó a Fachoda, en el Nilo (julio de 1898), donde se encontró con los ingleses que, procedentes del Norte, reconquistaron bajo Kitchener el Imperio de Abdallah, el sucesor de Mahdi.
Inglaterra estaba decidida, costase lo que costase, aunque fuese al precio de una guerra, a eliminar a Francia del valle del Nilo. Francia -cuyo ministro de Asuntos extranjeros era Delcassé desde junio de 1898- no podía arriesgarse a esta guerra y abandonó su empresa. El Africa oriental quedaba prácticamente bajo el dominio británico. Tan sólo el Africa oriental alemana impidió que se realizasen los sueños que se había formulado un conquistador que había partido de Africa del Sur, Cecil Rhodes: la apertura de una gran ruta británica desde El Cabo hasta El Cairo.
Austria-Hungría y Rusia decidieron poner sordina, durante algún tiempo, a su rivalidad en los Balcanes. El statu quo convenía a ambas. A Austria, porque así se sentía al abrigo de las explosivas reivindicaciones de los eslavos del sur o yugoslavos. En efecto, éstas sólo serían peligrosas en caso de que la pequeña Serbia independiente atizara los movimientos nacionalistas en el interior de la doble monarquía. Pero los reyes de la monarquía Obrenovitch, y en especial Milán, se colocaron de buen grado y mediante pago bajo el protectorado de hacho de Viena, a pesar de la impopularidad que esto le valió en Serbia. Al no verse amenazada por la disgregación, Austria-Hungría prefirió no agitar los Balcanes mediante una política audaz. Los rusos estuvieron conformes porque preferían actuar en Extremo Oriente.
De este modo, aunque no cesaron las revueltas en diversos puntos del Imperio otomano, en Armenia, en Creta, en Macedonia, ninguno de los dos emperadores explotó estos pretextos. En 1897, en la entrevista de San Petersburgo, y en 1903 en la de Mürzteg, acordaron el mantenimiento del statu quo en los Balcanes.
Rusia, tal como hemos dicho, estaba más interesada en el Extremo Oriente. Lo que la empujó a ello fueron, sin duda alguna, los desengaños sufridos en Bulgaria. En segundo lugar, la influencia de personajes emprendedores, bien vistos por el zar, como el almirante Alexeiev o Bezobrazov, hombre de negocios que interesó al zar en sus empresas. Y, en tercer lugar, la construcción del Transiberiano que, iniciado en 1890, llegó al lago Baikal en 1898.
Pero el Japón, que surgía como nueva potencia, había vencido a China y firmado el ventajoso tratado de Shimonoseki (1895). Inmediatamente, los rusos, apoyados por los alemanes y los franceses (no así por los ingleses, que estaban inquietos ante sus avances), exigieron su revisión.
El Japón cedió, pero no estaba dispuesto a olvidar esta humillación. Los rusos tomaronentonces la delantera. En 1896 obtuvieron la concesión de un ferrocarril que atravesaba de este a oeste, la Manchuria china. En 1898 favorecieron el break up of China, inaugurado por Alemania y que valió a las principales potencias la posesión de territorios en arrendamiento. Por su parte, los rusos adquirieron de este modo Port-Arthur, que por el tratado de Shimonoseki se había concedido momentáneamente al Japón. Se infiltraron en Manchuria y se negaron a evacuarla completamente, pese a las protestas niponas.
Más profunda fue aún la evolución política alemana. Bismarck sólo se había interesado por Europa. Guillermo II se lanzó a Weltpolitik. En más de una ocasión afirmó ruidosamente su presencia. Obtuvo la concesión de una importante vía férrea en Turquía, el Bagdadbahn, que sembró la inquietud entre los ingleses. En el break up of China ocupó una formidable base marítima: Kiao-Cheu,en Chantung. Siguiendo los consejos del almirante von Tirpitz, que pasó del mando de la flota de Extremo Oriente al mando supremo, Alemania se lanzó en 1897 a una gran política naval, inspirada en parte en las ideas del almirante americano Mahan, un teórico de la “potencia marítima”. Inglaterra se inquietó y decidió, con espíritu muy poco resolutivo, luchar para mantener su primacía, lo que desencadenó la carrera de armamentos navales.
Pero fue sobre todo la notable expansión económica de Alemania y sus progresos demográficos los que introdujeron los cambios esenciales. Entre 1890 y 1900, Alemania sobrepasó a Inglaterra en la producción de acero, y gracias a su comercio la suplantó en numerosas regiones. Desde luego, no hay que exagerar la importancia relativa de las doctrinas racistas y pangermanistas (la Alldeutsher Verband o Liga pangermanista se fundó en 1894). Pero, en conjunto, la población estaba satisfecha con una política de prestigio.
Inglaterra se resintió profundamente de esta nueva rivalidad, marítima y colonial, industrial y comercial. Habituada a la preponderancia industrial, digirió mal el hecho de tener rivales. En 1896, un libro que obtuvo un gran éxito, del economista Williams, Made in Germany, sembró la alarma. Los ingleses estaban además inquietos por los progresos rusos y franceses. La alerta de Fachoda había sido peligrosa. Y, de 1899 a 1902, tuvieron que librarse a una penosa guerra en Africa del Sur para someter a los bóers.
Así se comprende que los ingleses quisieran poner fin al “espléndido aislamiento”. La mejor solución, preconizada por el ministro de Colonias, el “unionista” Joseph Chamberlain, era una alianza con Alemania, lo que haría inútil la construcción de una gran flota alemana. Pero dicha alianza no interesaba a los alemanes, quienes, por lo demás, eran favorables a los bóers (excepción hecha de Guillermo II). El nuevo canciller Bülow declinó formalmente las propuestas inglesas.
Entonces Inglaterra se volvió hacia el Japón y Francia. Con el Japón firmó la alianza de 1902 -que sólo tenía efectividad en caso de un ataque perpetrado por dos potencias-. Con Francia, la “Entente Cordiale” del 8 de abril de 1904, que reglamentaba los conflictos coloniales. Francia renunciaba a cualquier pretensión sobre Egipto. Inglaterra reconocía a Francia el derecho de establecer su protectorado sobre Marruecos. Para Alemania fue un sensible fracaso diplomático. Nunca hubiera podido sospecharse que, seis años después de Fachoda, Francia e Inglaterra hicieran las paces. En comparación con la época de Bismarck en que Francia se hallaba aislada, ahora pasaba a tener una aliada, Rusia, y sólidos lazos amistosos con Inglaterra. Cuando, el 31 de agosto de 1907, Inglaterra firmase un acuerdo equivalente con Rusia, empezaría a hablarse de la “Triple Entente”. 
2. La era de las crisis (1904-1914)
El historiador se da cuenta, retrospectivamente, de que el período comprendido entre los años 1903 y 1905 fue uno de los más dramáticos de la historia europea.
El ininterrumpido desarrollo de las pasiones nacionalistas tornaba a los Estados ya constituidos más susceptibles, más irritables, más deseosos de prestigio. En los viejos “Estados históricos”, Austria-Hungría y el Imperio otomano, exasperaba la voluntad emancipadora de las minorías nacionales. Para Austria-Hungría era una cuestión de vida o muerte. Precisamente el 10 de junio de 1903, el rey de Serbia, Alejandro Obrenovitch, pro-austríaco, era asesinado por un grupo de oficiales serbios, miembros de la sociedad secreta ultranacionalista “La Mano Negra”. Fue sustituido por Pedro I Kerageorgevitch, antiguo alumno de Saint-Cyr, pro-francés, pro-ruso y anti-austríaco. Este acontecimiento tuvo una capital importancia. La pequeña Serbia sería en adelante el polo de atracción del nacionalismo yugoslavo. Serbios de la Monarquía, bosníacos, croatas y eslovenos dirigieron sus miradas hacia Belgrado. El gobierno de Viena consideró por momentos que Serbia era el adversario a quien se debe aniquilar y someter.
Casi al mismo tiempo las esperanzas rusas de una expansión en Extremo Oriente se vieron truncadas por la derrota en la guerra contra el Japón (1904-1905). Los japoneses, al no obtener la evacuación de Manchuria, atacaron bruscamente a la flota rusa de Port-Arthur y la destruyeron, lo que les permitió avanzar por Manchuria, demasiado alejada de las bases europeas. Y la flota rusa del Báltico, que llegó después de un periplo de ocho meses alrededor de Africa, fue aniquilada en 27 de mayo de 1905 en las islas Tsushima.
La derrota rusa tuvo dos consecuencias internacionales de igual gravedad. Por una parte debilitó para un buen número de años al ejército ruso y restó eficacia a la alianza franco-rusa. Esto constituía una tentación muy fuerte para Alemania, que podía intentar aprovecharse de esta circunstancia.
Por otra parte, alejada del Extremo Oriente, Rusia iba a interesarse de nuevo por los Balcanes. Y en el preciso momento en que los austríacos veían levantarse ante ellos una Serbia hostil, los rusos decidieron que les interesaba proteger a Serbia. En 1906, Rusia y Austria cambiaron sus respectivos ministros de Asuntos Exteriores y eligieron a hombres “dinámicos”, Isvolsky y Aerenthal.
De hecho, entre 1905 y 1914 se iba a asistir a cinco crisis cada vez más graves, y que pertenecen a dos tipos: crisis franco-alemanas de origen colonial, y crisis austro-rusas de origen balcánico. Es necesario comprender la naturaleza de cada una de estas crisis.
La “primera crisis marroquí” la desencadenó un discurso que Guillermo II pronunció en Tánger el 31 de marzo de 1905 para anunciar que él protegería la independencia de Marruecos. Desde 1900, Francia se proponía establecer allí su protectorado. Había obtenido sucesivamente la conformidad de Italia, Gran Bretaña y España. En noviembre de 1904 la misión Saint-René Taillandier partió para Fez con el propósito de establecer el control francés. Alemania, que no había sido consultada, deseaba infligir un duro golpe. La Weltpolitik no le permitía aceptar una empresa francesa que no hubiera aprobado. Pero, lo que era más importante, ¿no debía aprovechar la ocasión para romper la Entente cordiale y la Alianza franco-rusa? Los rusos acababan de ser derrotados en Mukden. En el mes de octubre anterior, un incidente naval -la flota rusa que iba del Báltico al Extremo Oriente había bombardeado varios barcos de pesca ingleses en el mar del Norte- estuvo a punto de desencadenar una guerra entre la aliada y la amiga de Francia. Guillermo II escribió inmediatamente al débil Nicolás II invitándole a construir con él una vasta alianza continental contra Inglaterra. Después del discurso de Tánger, Alemania obtuvo la dimisión del enérgico Delcassé. Francia aceptó que una conferencia internacional reglamentase el problema de la vigilancia en Marruecos. Con ello perdía toda esperanza de establecer allí su protectorado y se resignaba a lo inevitable: un gran aumento de prestigio para Alemania.
Guillermo II, seguro con este primer éxito, consiguió que Nicolás II firmase en persona la llamada alianza Björkö, nombre de una localidad noruega dondese encontraron los dos yates imperiales. Pero, esta alianza estaba en franca contradicción con la alianza franco-rusa. Los consejeros del zar consiguieron convencerle de ello. Invitó a Francia a que se adhiriese y, cuando ésta se negó, renunció a la alianza de Björkö. Se derrumbó la esperanza alemana de quebrar el sistema francés. Al menos, Marruecos podía quedar al amparo del protectorado galo. En la conferencia de Algeciras (1906) triunfaron las tesis francesas: se abandonaron las ideas alemanas de internacionalización y se confió la vigilancia de los puertos a franceses y españoles. Pero todavía se estaba lejos de las iniciales ambiciones francesas.
La segunda crisis es la de Bosnia-Herzegovina (1908-1909). Goluchowski inició represalias económicas (“la guerra de los cerdos”) para hundir a Serbia. El fracaso fue completo. Su sucesor Aerenthal decidió emplear un método más brutal. La propaganda serbia era particularmente intensa en Bosnia-Herzegovina, región “administrada” por Austria-Hungría desde 1878. Aerenthal creía que con la simple y pura anexión de este territorio nominalmente turco quedarían aniquiladas las esperanzas de los nacionalistas yugoslavos. Tomó como pretexto la “revolución de los jóvenes turcos” que, en julio, había dado el poder en Constantinopla a un grupo de reformadores modernistas, para consumar la anexión el 5 de octubre de 1908.
Los serbios protestaron con indignación y llamaron en su ayuda a los rusos. Isvlosky se consideraba “burlado”. Pero, para intervenir, Rusia hubiera debido poseer un ejército fuerte, y éste no era el caso, y contar con el pleno apoyo de Francia, apoyo que este país, poco deseoso de una guerra a causa de los Balcanes, le negó. Serbia, aislada, tuvo que ceder en marzo de 1909. Para Austria-Hungría era un rotundo éxito. Pero este éxito era frágil. El nacionalismo serbio no quedó aniquilado; en cambio, exasperó a Rusia, ávida de desquite, lo cual explica la consolidación de la “Triple Entente”.
También debilitó a la Triple Alianza. Italia, que ya en 1902 había prometido a Francia su neutralidad, iba a hacer lo mismo con Rusia, ya que Italia veía sin regocijo cómo se modificaba la situación de los Balcanes en provecho de Austria y sin que ella obtuviera las compensaciones prometidas. El problema fundamental de la supervivencia de Austria-Hungría no había sido resuelto.
La tercera crisis es también franco-alemana. Se la conoce por la “crisis de Agadir” o “segunda crisis marroquí”.
Al confiar a Francia la vigilancia de los principales puertos marroquíes, la conferencia de Algeciras le había dado pretextos para intervenir en el interior. El profundo desorden que reinaba en Marruecos se traducía en una amenaza contra el sultán y, como consecuencia, contra la vida de los europeos -negociantes sobre todo- instalados allí. Este hecho quedó patente cuando en abril de 1911 el sultán Muley Hafid, sitiado por los rebeldes en Fez, llamó a los franceses para que le libertaran. El gobierno francés tenía buenos argumentos para enviar una columna. Pero como indudablemente las tropas permanecían en Fez, ciudad del interior, chocaba con las cláusulas de Algeciras.
Pese a las vacilaciones de Guillermo II, el secretario de Estado para los Asuntos extranjeros, Kiderlen-Wächter, estimó favorable la ocasión para aumentar el dominio colonial alemán. Era demasiado prudente para esperar, como el ministro de Colonias Lindequist y los pangermanistas, que Alemania pudiera anexionarse todo Marruecos o parte de él. Pero creía que si actuaba de forma brutal y espectacular, Francia, con tal de poder instalarse en Marruecos, aceptaría sacrificar sus vastos territorios ecuatoriales del Congo. Así, el 1∞ de julio de 1911, un cañonero alemán, el Panther, entró en el puerto de Agadir.
¿Iba ese golpe de fuerza, poco compatible con las prácticas políticas de entonces, a provocar la guerra? Francia parecía aislada: Rusia le pagaba en 1911 con la misma moneda que aquélla había empleado en 1909 y se negaba a prometerle su apoyo. El ministro de Asuntos extranjeros, De Selves, era belicoso y rechazaba el trueque Marruecos-Congo.
El presidente del Consejo francés, Caillaux, más realista, se daba cuenta de que era necesario un trueque, pero sólo aceptaba ceder una parte del Congo.
La intervención británica fue decisiva. Atemorizados por los progresos navales alemanes, los británicos consideraban que les interesaba no permitir la humillación de Francia. El 21 de julio, el canciller del Exchequer del gobierno liberal, Lloyd George, dio a entender que Inglaterra estaba dispuesta a hacer la guerra junto a Francia. “La paz a cualquier precio”, dijo, “es una fórmula inaceptable para un gran país”.
El resultado fue el triunfo de los elementos moderados, Kiderlen-Wächter y Caillaux, sobre los ambiciosos. Unas negociaciones de tres meses concluyeron en un gran acuerdo colonial franco-alemán (4 de noviembre de 1911). Por un lado , Francia cedía gran parte del Congo francés a cambio de una pequeña porción del Camerún alemán, el “pico de pato”. Por otro, recibía el beneplácito alemán para el protectorado francés de Marruecos -que quedó establecido en 1912-. Finalmente, Francia, que tenía opción sobre la parte del Congo que ahora era belga, aceptaba no emplearla sin antes haber consultado con Alemania. Como que entonces se creía que los pequeños países no podrían conservar mucho tiempo sus colonias, esta cláusula era importante. Con ella se liquidaban prácticamente todas las diferencias coloniales entre ambos países.
Con la cuarta crisis, 1912-1913, volvemos a los Balcanes y a los problemas surgidos del nacionalismo.
El Imperio otomano había perdido en Europa Grecia (1830), Serbia (1830 y 1878), Rumania (1876), Montenegro, Bulgaria (1878), Rumelia oriental unida a Bulgaria (1885) y Bosnia-Herzegovina (1908). Sin embargo, le quedaba una faja ininterrumpida de territorios que iban desde Albania, en el oeste, en el Adriático, hasta Constantinopla y Andrinópolis, pasando por Macedonia y Tracia, es decir, la orilla septentrional del mar Egeo (ver mapa 4).
Excepto la Albania musulmana, estos territorios estaban poblados principalmente por cristianos, en especial griegos, búlgaros y serbios, a menudo muy mezclados como en Macedonia. Los tres Estados correspondientes codiciaban estos territorios y sus ambiciones se contraponían. Pero si no se vislumbraba cómo podrían repartírselos, al menos cabía pensar en unirse para expulsar a los turcos. Turquía, pese a los “jóvenes turcos”, continuaba debilitándose. Los italianos le declararon al guerra en septiembre de 1911 y ocuparon la costa de libia y las islas del Dodecaneso. El momento parecía favorable. La exasperación de los cristianos llegaba a su límite a causa de la política de los jóvenes turcos de centralización y “turquificación”.
El desorden que imperaba en Rusia en estos momento permitió a un diplomático del zar, Hartwig, excederse en sus instrucciones y estimular a los pequeños países balcánicos a que se aliasen. El tratado de alianza ofensivo y defensivo serbo-búlgaro del 13 de marzo de 1912 constituyó el núcleo de la coalición. Ambos países fijaban las bases para un reparto de Macedonia y, en cuanto a las zonas en litigio, se remitían al arbitraje del zar. La alianza se extendió luego, bajo una forma más vaga, a Grecia y a Montenegro. Después, el 13 de octubre de 1912, los Aliados dirigieron un ultimátum a Turquía y entraron en guerra.
Ante la sorpresa general, los turcos fueron rápidamente derrotados. Pidieron la mediación de las potencias y el 3 de diciembre se firmó un armisticio. El retorno al poder de los intransigentes, con Enver Pachá, trajo la reanudación de la guerra. ¿Iba este pequeño conflicto a transformarse en un conflicto europeo? Austria-Hungría estaba furiosa por las victorias serbias. Pero el partido de la paz, dirigido por el archiduque heredero, Francisco Fernando, y por el ministro de Asuntos extranjeros, Berchtold, sucesor de Aerenthal, supo evitarlo.
En Londres se había reunido ya una conferencia de paz. Naturalmente, el desacuerdo enlo referente a la distribución del botín era completo. Bulgaria, que había realizado el principal esfuerzo de guerra, tenía los dientes particularmente afilados.
Se asistió entonces a la conclusión de una alianza entre griegos y serbios contra los búlgaros. Rumanos y turcos apoyaron a aquéllos. El zar, inquieto, propuso su arbitraje. Pero, en el momento en que los primeros ministros iban a partir hacia San Petersburgo, tuvo lugar un golpe teatral: pese a las órdenes de su gobierno, el general en jefe del ejército búlgaro atacó a los serbios. Esta segunda guerra balcánico duró poco tiempo. Atacados por todas partes, los búlgaros fueron derrotados en quince días, en especial por los serbios. Austria-Hungría quiso entonces intervenir contra la detestada Serbia. Pero Alemania la hizo desistir y se firmó la paz rápidamente (tratado de Bucarest del 10 de agosto de 1913). Turquía sólo conservaba en Europa Constantinopla y la Tracia oriental con Andrinópolis. Pero, para la historia general de Europa, el elemento capital era en engrandecimiento de Serbia hacia el oeste y el sur. Con la victoria, su prestigio aumentó de manera considerable. La agitación yugoslava recrudecía. En Austria-Hungría se propagó de forma creciente la idea de que ya se había llegado demasiado lejos y que era necesario acabar de una vez.
3. La crisis de julio de 1914
Era normal que con este ritmo creciente de crisis y tensiones, una nueva crisis aumentara aún más el peligro. Más adelante (II Parte) estudiaremos las interpretaciones de las causas que produjeron la primera guerra mundial. Dejemos sentado desde ahora que no fue motivada por conflictos de tipo colonial. Todos los grandes países se habían puesto de acuerdo, de dos en dos, sobre la extensión y los límites de sus dominios de ultramar: Francia e Italia en 1896-1900; Francia e Inglaterra en 1904; Inglaterra y Rusia en 1907; Francia y Alemania en 1911; y finalmente, en octubre de 1913, Inglaterra, al firmar con Alemania un acuerdo secreto sobre el eventual reparto de este terreno.
La crisis fatal fue de tipo balcánico. La desencadenó el asesinato del archiduque heredero de Austria-Hungría, Francisco Fernando, por un estudiante bosníaco, en Sarajevo (Bosnia), adonde se había trasladado con ocasión de unas maniobras militares. El asesino, Prinzip, era miembro de “La Mano Negra”, pero esto no se supo hasta después de la guerra. Los dirigentes austro-húngaros adivinaban en todo caso que se había beneficiado de complicidades oficiales serbias.
Hubo por parte de Austria-Hungría voluntad deliberada de tomar este atentado como pretexto para aniquilar a Serbia. Pero, por todo lo demás, hoy ya no se cree en la voluntad sistemática de guerra por parte de uno de los dos campos. Lo que pesó fue un mecanismo dentro de un sistema político y social tal que los hombres se vieron desbordados por los acontecimientos. Podemos distinguir dos tipos de fenómenos: la convicción de los Estados de que se trataba de algo en lo que les iba la seguridad; y la presión de los militares, no en favor de la guerra, sino en apoyo de las medidas que -en caso de guerra- aumentarían sus posibilidades (véase II parte, cap.III).
Para Austria-Hungría el problema estaba claro. Se trataba de destruir una fuerza que no había dejado de crecer y cuyo foco radicaba en Serbia: el nacionalismo yugoslavo que amenazaba con hacer añicos al viejo e histórico Estado. Cuando supo que tendría el apoyo alemán, Austria-Hungría preparó con gran secreto un ultimátum, cuidadosamente elaborado para que Serbia no pudiese aceptarlo.
En cuanto a Alemania, también es cierto que se sentía amenazada por el cerco de la alianza franco-rusa. En 1913 había dado consejos moderadores a Austria. Si se negaba de nuevo a apoyarla, sería el fin de la vieja Dúplice y entonces Alemania, aislada, estaría expuesta al peligro. Decidió apoyar sin reticencias a Viena para mantener la alianza. Esperaba que este apoyo, una vez hecho público, permitiría “localizar” el conflicto.
Pero, ¿acaso podía Rusia aceptar la “localización”? Era poco probable. Uno de los elementos de su potencia, y, como consecuencia, de su seguridad, consistía en hacerse pasar por la protectora de esclavos. Quizá no fuese éste un elemento “vital”. Sin embargo, era difícil admitir que Serbia, un pueblo hermano, humillada en 1909 cuando Rusia era demasiado débil, pudiera ser aplastada en 1914 cuando había reconstituido con creces sus fuerzas.
Por su parte, Francia, si Rusia era atacada por Alemania, se veía arrastrada por las obligaciones de la alianza. Abandonarla sería aislar de nuevo, ante una Alemania de 65 millones de habitantes, a una Francia de 40 millones. De hecho, Francia no tuvo que plantearse el problema, pues, por razones militares, fue Alemania quien le declaró la guerra.
En esta Europa tensa, todos creían luchas por su vida, y es ahí donde aparece la gravedad de los más nimios incidentes. Sobre este telón de fondo se levantan los cálculos militares.
Sabiendo que en caso de guerra llevarían sobre sus espaldas las mayores responsabilidades, los militares hicieron cuanto pudieron, como es lógico, para afrontar una campaña, que ellos creían iba a ser breve, en las mejores condiciones posibles. La “carrera de armamentos” terrestres y navales queda de sobra explicitada por este fenómeno.
Por tierra, se desarrolló primero entre Francia y Alemania. Necesitaban sobre todo importantes ejércitos de primera línea. Al proyecto de ley alemán propuesto por el Reichstag el 14 de enero de 1913 que ascendía los efectivos de 623.000 a 761.000 hombres, se respondió con el proyecto francés del servicio militar de tres años que, pese a las elecciones de 1914, no fue abrogado cuando estalló la guerra. En cuanto a la marina, Gran Bretaña puso todo su ahínco en no ser alcanzada por su rival, Alemania.
Pero el problema militar esencial provino del plan alemán de 1906, el plan Schlieffen. Los alemanes querían evitar la guerra en dos frentes aplastando primero a Francia. Consideraban que esto sólo era posible si agrupaba todas sus fuerzas sobre su ala derecha, desplegada a través de las llanuras belgas a fin de cercar a continuación al ejército francés, concentrado frente a la Lorena. Pero esto implicaba la violación de la neutralidad belga. La influencia de los militares sobre los políticos llevó al gobierno a aceptar este plan.
A principios de agosto de 1914, cuando Rusia, y después simultáneamente Francia y Alemania, habían decretado la movilización general, los militares alemanes consiguieron que el gobierno enviase un ultimátum a Bélgica. Después, puesto que Francia tardaba en declarar la guerra, Alemania, que tenía prisa en poner en práctica su plan, se adelantó -ya que todo estaba preparado para combatir contra Francia, y frente a Rusia no había más que una cortina de tropas-.
Pero entonces intervino el Reino Unido. No estaba atado por ninguna alianza. Para no “alentar” a Francia y a Rusia, si Edward Grey, jefe de Foreign Office, se había guardado muy bien de cualquier compromiso y se contentó con ofrecer vanas mediaciones. La violación de la neutralidad belga chocó de lleno con la tradición británica que no podía soportar que una gran potencia se instalase en Amberes. Entonces Gran Bretaña sintió a su vez amenazados sus intereses vitales, y entró en guerra.
Tales son de modo esquemático los elementos de una implantación mecánica que iba a desencadenar los horrores de un conflicto de dimensiones hasta entonces desconocidas.
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