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Villaverde, José, Presentación, en Alcance y legado de la Revolución francesa

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Villaverde, J. M. (Comp.)
ALCANCE Y LEGADO de la Revolución Francesa
ED. Pablo Iglesias, 1989
PRESENTACION
Este coloquio ha tenido como marco la conmemoración del Bicentenario de la Revolución Francesa, que se viene celebrando desde hace varios años en Francia, y que ha hecho resurgir el antiguo debate historiográfico sobre el carácter de la Revolución. Debate que se ha manifestado en esta ocasión con especial acritud, desbordando incluso el ámbito académico y provocando enfrentamientos políticos ante representantes de las fuerzas de la derecha tradicional y de la izquierda.
La polémica rebrotó hace dos años y medio, en octubre de 1986, cuando Louis Pauwels, ideólogo de la derecha, exhortó a través de las páginas del Figaro Magazine a acabar de una vez con la Revolución, al tiempo que lanzaba duros ataques contra Marx Gallo, antiguo portavoz del Gobierno de la Unión de Izquierda, quien acababa de publicar un libro, Lettre ouverte à Maximilien Robespierre sur les nouveaux muscadins , que era tachado por Pauwels de "lamentable" y de clara muestra de la decrepitud intelectual de una izquierda arcaica.
El mismo año, Reynald Sécher publicaba la controvertida tesis doctoral que había presentado el año anterior en la Sorbona, Le génocide franco-français, la Vendée, en la que sostenía que la Convención había llevado a cabo, a lo largo de 1793, una auténtica masacre en esa región francesa, asesinando a 117.000 hombres, mujeres y niños, de una población de 815.000 habitantes.
El libro, que provocó lógicamente un fuerte escándalo, estaba prologado por un historiador de ideología ultraderechista, Pierre Chaunu, quién en unas declaraciones a la publicación francesa La Croix, declaraba que cada vez que pasaba por delante del Liceo Carnot, escupía. (1)
Todas estas manifestaciones provocaron la indignación de los historiadores llamados jacobinos, representados en este encuentro por Guy Lemarchand, profesor en la Universidad de Rouen; Claude Mazauric, destacado miembro del Instituto de Investigaciones Marxistas; Roger Barny, profesor de la Universidad de Franche-Comté, y Michel Vovelle, Director del Instituto de Historia de la Revolución y Presidente de la Comisión de Investigación Histórica para el Bicentenario.
En su intervención, Vovelle hizo alusión a las declaraciones de Chaunu, definiéndose a sí mismo, en oposición a aquél, como un "misionario" de la Revolución. Vovelle, hombre apacible, conciliador y dúctil, sorprendió en la conferencia de inauguración por la dureza de sus ataques, tanto contra la derecha reaccionaria como contra los historiadores revisionistas. Frente a los intentos de ambos de acabar con la Revolución, declaró tajantemente que sigue aún viva puesto que sus grandes ideales de libertad, fraternidad e igualdad todavía no se han cumplido.
Se ponía de manifiesto así, nuevamente, la oposición entre una derecha contrarrevolucionaria, hostil al mundo moderno y defensora del anti-individualismo, para la cual la Revolución es símbolo de Terror, genocidio y atraso económico y una izquierda para la que 1789 representaba la victoria del humanismo liberal y de las libertades democráticas frente al despotismo, y para la que 1793 simboliza la lucha de 1789 por defender sus logros.
Como en el Centenario de 1889, la adhesión o el rechazo hacia la Revolución aparecían en este Bicentenario como uno de los criterios para deslindar los campos entre la derecha y la izquierda.
Sin embargo, en esta celebración prorrumpía una postura intermedia entre los dos anteriores: la de la escuela crítica o revisionista. En realidad hablar de escuela es inexacto, o al menos tanto Furet como Richet rechazan su existencia. Este en su intervención negó su adscripción a cualquier tendencia y Furet prefiere asimismo referirse a planteamientos coincidentes en un grupo de historiadores, que se oponen tanto a lo que él considera la "vulgata marxista" como a las tesis contrarrevolucionarias, es decir, antimodernas.
No rechaza por tanto la Revolución, como Chaunu y la ultraderecha, sino que incluso reivindica su carácter revolucionario y la radicalización de ese sueño colectivo que hizo creer a los hombres del siglo XVIII que la política podía recomponer el orden social y que los individuos podían, a la vez, ser autónomos y formar un todo colectivo, como soñara Rousseau. Es más para Furet, la Revolución no fue totalitaria ni tuvo nada que ver con los totalitarismos del siglo XIX, pues se enmarcaba en el individualismo jurídico. Es decir, los revolucionarios, al mismo tiempo que llevaban a cabo el Terror, redactaban el Código Civil.
Sin embargo, Furet se separa de los historiadores jacobinos al declarar que la Revolución ha terminado, que es un acontecimiento que pertenece al pasado. Al proclamar el fin de la Revolución, se refiere a que la cultura política surgida de 1789 ha desaparecido y Francia ha entrado en la vía de las democracias europeas. Dos siglos después de 1789, el Estado jacobino ha hecho crisis, el conflicto religioso ha tocado fondo y las instituciones políticas basadas en el sistema republicano gozan de la adhesión popular. Francia ha salido por fin del estado de excepción en que la había dejado 1789. De ahí que, según Furet, la Revolución sea una cosa del pasado. Ya no hay Bastillas que tomar, dice, puesto que la democracia está definitivamente instaurada. 
No todos los historiadores comparten esta opinión y la Revolución sigue siendo hoy un punto de referencia esencial tanto para condenar sus excesos como para reivindicar el acontecimiento creador de la Francia moderna y democrática.
El Bicentenario ha confirmado asimismo un importante desplazamiento historiográfico que se ha venido produciendo en las últimas décadas: la interpretación económica y social de la Revolución ha sido cuestionada y la lectura política e ideológica se ha impuesto.
Tradicionalmente la Revolución fue considerada una revolución burguesa. El término, como es sabido, fue utilizado por primera vez por Barnave, uno de los primeros dirigentes de la Revolución, y empleado con posterioridad por políticos e historiadores, desde Tocqueville a Marx.
Los historiadores marxistas, cuyo principal exponente fue Albert Soboul hasta su muerte en 1982, entendían que las contradicciones del Antiguo Régimen entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción habían generado conflictos de clase que se resolvieron mediante una revolución social que otorgó el poder a la nueva clase burguesa, derrocó a la nobleza y abrió definitivamente la vía al desarrollo del capitalismo.
Pero en la década de los cincuenta esta interpretación social de la Revolución fue revisada por historiadores anglosajones como Cobban, Taylor y Palmer, que cuestionaron el carácter burgués de la Revolución.
En 1955, Alfred Cobban publicaba su controvertido libro El mito de la Revolución Francesa, en el que atacaba la interpretación social de un conflicto político. En él afirmaba que el sistema feudal era prácticamente inexistente en 1789 y que el capitalismo agrícola estaba ya fuertemente implantado en Francia antes de la Revolución. Según esta tesis, el proceso revolucionario francés no habría supuesto ninguna transformación de orden socioeconómico, sino que incluso habría frenado el auge capitalista. La Revolución, dice Cobban, consistió en un cambio político, en la destrucción del viejo sistema político de la Monarquía Absoluta, que fue reemplazado por otro, cuya manifestación última fue el Estado napoleónico.
En la misma época, el carácter específico de la Revolución Francesa, considerada por los autores marxistas como el modelo de la revolución burguesa por excelencia, fue también puesto en cuestión. Aunque Barnave, Jaurés e incluso Georges Lefebvre, relacionaron el proceso revolucionario francés con las otras revoluciones que le habían precedido, fue un profesor de la Universidad de Chicago, Louis Gottschalk, quien en 1951, en un manual destinado a la enseñanza superior, habló por primera vez de una revolución mundial que habría terminado en 1815, en la que diferenciabauna etapa americana, una francesa y una napoleónica.
Un discípulo suyo, Robert Palmer, retomaba esta tesis en varios artículos publicados entre 1952 y 1954, especialmente en la revista Political Science Quarterly.
En esos mismos años, un historiador francés, Jacques Godechot, exponía una teoría similar en el capítulo sobre"Las Revoluciones" de la Historia Universal, de La Pléiade.
Palmer y Goldechot presentaron conjuntamente una ponencia ante el 10º Congreso de Ciencias Históricas de Roma, en 1955. En ella afirmaban que desde finales del XVIII había habido una revolución, que podía llamarse atlántida u occidental porque había afectado a todo el mundo occidental, quedando excluidas únicamente Rusia, Africa y Asia.
Enmarcaban así en un mismo proceso la Revolución norteamericana, las revueltas inglesa e irlandesa de los años 1780, la Revolución de los Países Bajos, la de Bélgica y la francesa, que produjo una fuerte conmoción en los restantes países europeos, dando pie al surgimiento de la República helvética, la romana, la napolitana, etc.
Este movimiento habría penetrado, según Godechot, en España y Portugal con los ejércitos de Napoleón en 1807 y habría alcanzado a las colonias españolas y portuguesas, que consiguieron su independencia en torno a 1825.
Europa conoció nuevos estallidos en 1830, 1848 y 1870 y, en Estados Unidos, la guerra de Secesión de 1860-65 fue la continuación de la Revolución de 1774-1783, que no había resuelto el problema de la esclavitud.
Según Godechot, la Revolución Atlántida no habría concluido hasta 1870-1880, con el desarrollo de los nacionalismos y de los imperialismos.
Esta interpretación que enmarcaba la Revolución Francesa en un contexto revolucionario euro-americano, poniendo en entredicho su carácter específico, recibió fuertes críticas por parte de los historiadores marxistas, que la consideraron un intento de dar una base histórica al Pacto del Atlántico, que había sido firmado en 1949 por los Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña, Francia y otros países europeos.
Pero con el tiempo ayudó a que la historiografía marxista revisase algunos de sus planteamientos. Ningún historiador marxista habla hoy de revolución burguesa clásica ni de modelo revolucionario por excelencia, para referirse a la Revolución Francesa, como lo hacía Soboul hace veinticinco años. Se habla, por el contrario, de diferentes vías de transición.
Godechot, cuya ponencia aquí resumida despertó en el coloquio un fuerte interés, no negaba la individualidad de cada país, que otorgaba a cada revolución un ritmo específico y un aspecto particular, pero insistía en la semejanza de la estructura social de las distintas naciones, donde las disimilitudes no eran mayores que entre las diferentes regiones francesas, y sostenía que en todas ellas existía una clase social burguesa -o de pequeña nobleza, en el caso de Polonia-, sin derechos políticos, que aseguraba a gobernar.
Algunos años más tarde, un libro de Denis Richet y François Furet, La Revolución Francesa, de 1965-66, relanzó la controversia en Francia. En él estos dos historiadores cercanos a los Annales diferenciaban tres revoluciones, siendo la principal la de las élites, término bajo el cual englobaban a sectores de la burguesía y de la nobleza que se opusieron al Absolutismo y reclamaron medidas liberales.
Según estos autores, la Revolución se desvió de sus objetivos burgueses iniciales al interferir en ella otras dos revueltas, la de los artesanos y sans-culottes, por un lado, y la de los campesinos, por otro. Es la tesis del derrapaje de la Revolución, que condujo al Terror.
Posteriormente, en un libro de 1978, Pensar la Revolución Francesa, Furet desarrolló sus posiciones. Lo que en esencia se construye en 1798, afirma entonces, es la unidad nacional. La ruptura revolucionaria no se situaría, por tanto, en el terreno económico o social, sino en el ideológico, en el nivel de la conciencia. Frente al mito de la ruptura, que concibe a 1789 como la clave del pasado y del futuro de Francia, como el momento de la fundación de la nación francesa, Furet, siguiendo a Tocqueville, habla de continuidad. Continuidad que se hace evidente en los hechos, mientras que la ruptura aparece sólo en las conciencias. Continuidad incluso en el terreno político, pues lo que constituye el fundamento del nuevo régimen, el Estado administrativo que gobierna una sociedad con una ideología igualitaria, había sido realizado en buena medida por la Monarquía Absoluta, antes de ser consumado por los jacobinos y el Imperio.
La Revolución consistiría así, para Furet, en la aceleración de la evolución social y política anterior.
La interpretación de Furet suscitó numerosas adhesiones dentro y fuera de Francia. En la República Federal de Alemania, Eberhard Schmit, miembro de la Comisión Internacional de Historia de la Revolución Francesa, se sumó en un libro publicado en 1976, Introducción a la Historia de la Revolución Francesa, a buena parte de la tesis de Furet.
En particular criticaba el mito de la ruptura y afirmaba que entre el Antiguo Régimen y la Revolución existían lazos de continuidad mucho más importantes de lo que la historia había supuesto hasta ahora. Citaba como ejemplo que los revolucionarios de 1789 eran los mismos notables que formaban los cuerpos representativos del Antiguo Régimen: las asambleas del clero, las asambleas provinciales, la municipales, etc.
En Francia, en la misma época, un historiador de la Ecole des Hautes Etudes en Ciencias, Guy Chaussinand-Nogaret, en base al estudio comparativo de los cuadernos de quejas elaborados por el Tercer Estado y la nobleza en vísperas de la Revolución, corroborada la teoría de las élites propuesta por Richet y Furet. En su libro La Noblesse au XVIIIe. siécle. De la feodalité aux lumières, publicado en 1976, afirmaba que no existió oposición de clase, sino identidad casi total en las reivindicaciones y aspiraciones de estos dos órdenes, que compartían la ideología de las Luces. Ambos rechazaban tanto la Monarquía como el Despotismo Ilustrado y eran partidarios de una Monarquía Constitucional.
En un artículo publicado en Annales ESC, de marzo-junio 1975, "Aux origines de la Révolution: noblesse et bourgeoisie", afirmaba que los cuadernos de la nobleza reclamaron masivamente la libertad de comercio y la abolición de los privilegios exclusivos. El 71% renunciaba a la exención fiscal y reclamaba la igualdad tributaria. El 73% de la nobleza y el 74% del Tercer Estado eran favorables a la libertad de prensa, y un 15 y un 12% respectivamente de ambos órdenes reivindicaban la declaración formal de los Derechos del Hombre y el reconocimiento explícito de la libertad individual. Finalmente, el 90% de la nobleza y el 84% del Tercer Estado reclamaban la reunión regular de los Estados Generales.
Por otra parte, sectores de la aristocracia emparentados con la burguesía enriquecida habrían sido, según esta tesis, los artífices del despegue económico francés. Chaussinand-Nogaret llega a afirmar que en 1789 la nobleza francesa era la más dinámica de Europa, que estaba a la cabeza del capitalismo comercial, frente a una burguesía más timorata, e incluso que fue ella la principal impulsora de la Revolución industrial, a través de los sectores punteros de la siderurgia y de la minería , que controlaba.
Esta interpretación, al sostener que fue la propia Revolución la que interrumpió la Revolución industrial, confirmaba lo que ya apuntaba Cobban en 1955, y fue a su vez ratificada por economistas e historiadores posteriores.
François Crouzet, en un artículo publicado en Annales ESC, de marzo-abril 1966, "Angleterre et France au XVIIIe. siècle. Essai d'analyse comparée de deux croissances économiques", sostenía ya que 1789 interrumpió un crecimiento económico que hubiera situado a Francia a la altura de Inglaterra. E incluso Denis Woronoff, Director de investigación en el CNRS (Centro Nacional de Investigaciones Científicas) y autor del libro L'Industrie sidérurgique en France pendant la Révolution et L'Empire, publicadoen 1984, que sostiene una posición mucho más matizada, reconoce en un artículo reciente, "La révolution a-t-elle été une catastrophe économique?", editado en la revista L'Histoire de julio-agosto de 1988, que la modernización acelerada y espectacular que se produjo en algunas regiones francesas, a finales del XVIII, es hoy un hecho aceptado por todos. En lugar de "take off " o despegue económico, Woronoff prefiere, sin embargo, hablar de un fuerte desarrollo que la crisis del final del Antiguo Régimen y la Revolución, que fue su heredera, obstaculizaron.
¿Qué papel jugó entonces la Revolución? En general los historiadores críticos han coincidido en cuestionar la perspectiva de la interpretación social y han concebido la Revolución como una crisis política que debía ser entendida a partir de elementos políticos y no de fuerzas sociales.
En un libro de 1979, States and social revolutions, Theda Skocpol, profesora de Sociología actualmente en la Universidad de Harvard, presentaba una teoría sociológica de la Revolución basada en la crisis del Estado, según la cual fue el derrumbe y la reconstrucción del Estado la problemática esencial de la Revolución Francesa. Según Skocpol, el conflicto militar que opuso a Francia a las otras grandes potencias provocó una crisis financiera que originó contradicciones políticas en el seno de la clase dominante. Estos desacuerdos paralizaron la administración estatal, provocando el colapso del Estado y permitiendo el surgimiento de la revolución social.
A su vez, las revoluciones municipales supusieron un poderoso movimiento de descentralización que impidió a la Asamblea Nacional crear un sistema administrativo capaz de sustituir al de la Monarquía Absoluta, lo que explica en parte el fracaso de la Monarquía Constitucional.
Para Skocpol fue la guerra la que impulsó el proceso de centralización estatal, que culminó primero en el Terror y luego en el Imperio. Los jacobinos llevaron a cabo el primer intento de reconstruir el Estado, tarea que culminó con éxito Napoleón.
Como Skocpol, también Furet considera que el hundimiento del Estado fue lo que impulsó el proceso revolucionario. Pero, como señaló Ted Margadant en su intervención, mientras Skocpol lo concibe en términos institucionales, Furet lo entiende en términos culturales: para él es el discurso del jacobinismo el que juega el papel central en la Revolución. Una vez que el poder dejó de residir en las instituciones, fue asimilado por el discurso. La Revolución aparece así como una lucha de discursos por apropiarse de la legitimidad.
¿Es preciso entonces renunciar al concepto de revolución burguesa y abandonar definitivamente todo intento de explicar el proceso revolucionario francés con las categorías de análisis marxistas?
En los años setenta, una historiadora marxista, de gran flexibilidad teórica y ausencia de dogmatismo, Régine Robin, trató de demostrar que el marxismo seguía siendo válido para explicar la Revolución Francesa y, en general, como método de análisis histórico.
En un artículo publicado en la revista La Pensée, de junio de 1976, en colaboración con Michel Grenon, Robin se deslindaba en parte de la versión oficial marxista, abandonando algunos de los planteamientos sostenidos por el prestigioso Albert Soboul.
En particular rechazaba el carácter de necesidad atribuido a la dictadura jacobina en la transición del feudalismo al capitalismo, y la identificación de la vía revolucionaria, definida por Marx en su capítulo sobre el capital comercial, con la fase jacobina de la Revolución, tesis que, en su opinión, comportaba concepciones deterministas.
Robin trató asimismo de desarrollar la teoría marxista de la transición, tomando en consideración la teoría de las élites sustentada por los investigadores críticos. Redefinió el concepto de burguesía, diferenciando entre una burguesía ligada al Antiguo Régimen y una burguesía capitalista y propuso una teoría de la imbricación de los dos modos de producción, que explicaba la coexistencia de formas mixtas en el estatuto de las clases sociales.
A la vez, acusó a los historiadores revisionistas de intentar negar a Marx y superar el marxismo, cuando lo único que estaban haciendo era trascender una ficción del mismo.
El contrataque de Régine Robin suscitó la respuesta de Furet y la controversia acabó por sobrepasar el marco histórico y convertirse en un cuestionamiento del propio materialismo histórico.
En un número de La Pensée de enero-febrero de 1986, Furet hacía explícita su crítica al materialismo histórico y a La Ideología Alemana, considerada como el texto fundador de éste. Afirmaba que este escrito muestra las incoherencias de la teoría marxista de la historia, que son consustanciales al propio Marx, y que erróneamente se han atribuido a desviaciones posteriores. El papel fundamental acordado por Marx al modo de producción conduciría inevitablemente a contradicciones y errores a la hora de interpretar la historia política o cultural de una formación social.
La polémica ha conducido en los últimos años a un endurecimiento de las respectivas posturas, que ha determinado por cortar el diálogo y con ello toda posibilidad de entendimiento entre ambos planteamientos. Ultimamente, tanto la llamada escuela revisionista como la marxista vienen realizando sus encuentros, coloquios y congresos, de manera paralela, ignorando las posiciones de los historiadores contrarios.
Así, Furet, en los coloquios que anima o a los que asiste, como el de Oxford de 1987 sobre la cultura política de la Revolución Francesa, suele rodearse de historiadores afines como David Bien, Bronislaw Baczko, Patrice Higonnet, etc. además de Mona Ozouf y Denis Richet.
Por su parte, los historiadores marxistas han cerrado filas en torno a las tesis tradicionales: carácter burgués de la Revolución, papel fundamental de la lucha de clases, caracterización del Antiguo Régimen como esencialmente feudal, etc.
En el coloquio "La Revolution Française, modèle au voie spécifique", organizado por el IRM en mayo de 1987 en París, ausente Régine Robin al haber abandonado este campo de investigación, no hubo posiciones divergentes.
Frente a la argumentación de los revisionistas, para quienes sólo se puede calificar de burguesa una de las tres rebeliones que confluyeron en 1789, la de las élites, Claude Mazauric sostuvo que el término burgués debe aplicarse únicamente al fenómeno global que, en su totalidad, es decir, incluyendo las revueltas campesina y urbana, fue un movimiento burgués capitalista. Explicó asimismo la existencia de insurrecciones anticapitalistas en el seno de los sectores burgueses, diciendo que se trató de contradicciones dentro del frente revolucionario.
De igual modo Vovelle, otro gran portavoz de las tesis marxistas, se ratificaba en su intervención de Madrid en su rechazo de la teoría de las élites, que calificaba de "interpretación estrecha y paralizante, fácilmente aceptable por el ambiente neoliberal que rige en estos días". Atacaba además a los historiadores revisionistas, diciendo que "han avanzado demasiado en sus pronósticos y divulgado demasiado pronto lo que se estaba debatiendo desde hace más de treinta años".
Este Bicentenario aparece así marcado por una fuerte radicalización de los respectivos planteamientos y por una importante ofensiva de la historiografía crítica.
Furet, desde el Instituto Raymond Aron y la Fundación Saint Simon, parece decidido a dominar el panorama historiográfico francés con la ayuda de Mona Ozouf y de sus restantes colaboradores, aunque últimamente da la impresión de haberse alejado de Richet y de su teoría del derrapaje para centrarse cada vez más en la historia de las ideas.
Sus dos últimas obras, publicadas casi simultáneamente en octubre pasado, otorgan, en efecto, una clara preponderancia a la historia político-cultural. En el Diccionario crítico de la Revolución dice haber querido reimplantar la dimensión filosófica y política del acontecimiento y subrayar los aspectos culturales frente a la visión que reduce la Revoluciónal encumbramiento de una clase. No niega que ese hecho sea importante, pero le parece muy reduccionista e insuficiente para explicar el suceso.
Su Historia de la Revolución es igualmente una historia de las ideas políticas en la que los aspectos materiales desaparecen, al haber omitido toda referencia a la historia económica o social. La crítica que se le ha hecho es que lo mismo que es difícil referirse a Saint Simon sin hablar de la industria, es igualmente imposible poder comprender el proceso revolucionario sin mencionar, por ejemplo, el problema fiscal, o sin abordar la situación de la economía francesa de 1789 a 1794, como si la política nada tuviese que ver con la economía.
Crítica que él elude al señalar que no ha pretendido presentar una versión definitiva de la Revolución y que tanto su Diccionario crítico como su Historia de la Revolución -pese a su título- dejan conscientemente de ldo las transformaciones económicas, demográficas o técnicas, para centrarse en los aspectos ideológicos que le parecen fundamentales.
De hecho Furet podría admitir la posibilidad de complementar su análisis con el de Theda Skocpol, intento que ha llevado a cabo Ted Margadant. Lo que sí rechaza es cualquier tipo de determinación de la política por la economía.
A pesar de la preeminencia de Furet, no hay que olvidar, sin embargo, el prestigio y el enorme peso con que cuenta el Instituto de la Revolución Francesa, dirigido por Michel Vovelle. No obstante la relativa caída en desgracia de la historiografía marxista, ésta sigue teniendo una gran influencia en la vida académica francesa.
El coloquio cuyas actas figuran a continuación ha pretendido dar cuenta, de la manera más fiel y objetiva posible, de esas dos corrientes interpretativas opuestas, intentando que ambas tendencias estuvieran equitativamente representadas por algunos de sus portavoces más destacados.
A la vez, ha buscado propiciar un diálogo interrumpido desde hace años, sentando a la misma mesa a historiadores marxistas y revisionistas, algunos de los cuales, como Mazauric y Chaussinand-Nogaret, ni siquiera se conocían.
Pero este encuentro no se ha limitado a informar del debate existente entre estas dos tendencias de la historiografía francesa, sino que ha querido igualmente divulgar las investigaciones más importantes que se están realizando en la actualidad en los restantes países, entre las que se destacan las de la llamada escuela anglosajona, una de las más relevantes del momento, con historiadores como Norman Hampson, Alan Forrest y Ted Margadant.
Confiemos en que haya resultado fructífero para todos.
María José Villaverde
Coordinadora del coloquio
(1) Lázaro Carnot, como es sabido, fue ministro de la Guerra durante la Convención, dirigió las victorias de los ejércitos franceses y fue uno de los jacobinos que votó la muerte de Luis XVI.
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