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Historia y Grafía Número 10 Al Lector. Guillermo Zermeño Preliminares: Las Culturas de la Historia. Guillermo Zermeño Padilla Los Lugares de los Muertos en la Modernidad. Thomas W. Laqueur ¿Para Garantizar la Vida Después de la Muerte...? Legados Piadosos al Doblar del Siglo XVIII. Alma Victoria Valdés Dávila Los Tratados de Paz en la Guerra entre "Bárbaros" y "Civilizados" (Coahuila 1840-1880). Martha Rodríguez García El Monje Medieval ante su Página. Actitudes ante la Página: la Relación de Escritura. Sergio Pérez Cortés La Escritura de un Texto de Indias. La Alegoría como Argumentación Histórica. Jaime Humberto Borja Gómez Latinoamérica un Balance Historiográfico. Alan Knight La Experiencia Histórica. Frank R. Ankersmit Aproximación Histórica al Origen del Discurso de lo Femenino: Grecia Antigua. Roberto Sánchez Valencia Un Esfuerzo de Sobrevivencia Ideológica: La Educación Privada en el Siglo XX. Soledad Loaeza De los Virreyes a los Presidentes: una Sociedad y su Imposibilidad de Escribir su Historia. Laura Pérez Rosales Renuncia Sexual y Cristianismos en la Antigüedad Tardía. Norma Durán ¿Es Posible Enseñar Historiografía? Perla Chinchilla Pawling Universidad Iberoamericana Departamento de Historia Historia y Grafía Al Lector. Guillermo Zermeño Historia y Grafía se inscribió desde su comienzo en un horizonte preformado: la escritura de la historia en México. Por este solo hecho no partió de cero, ni tampoco fue ajena al peso que podían tener las instituciones en las que se sustenta la práctica de historiar. Sin embargo, la conciencia de que esta práctica se base ante todo en la escritura la pudo ubicar en el cruce de caminos de la interdisciplinariedad. Por ello, aun sin ser completamente consciente de sus efectos a futuro, Historia y Grafía se plantó en un doble lugar: por un lado, el del quiebre o separación entre el tiempo de la escritura y el tiempo relatado y, por el otro, el del lugar de encuentro de las múltiples formas que puede tener la recuperación del tiempo histórico, por medio de la escritura. Esto tiene lugar, como se dijo antes, dentro de una trama preestablecida de instituciones y formas de entender la historia. Pero más allá de los intereses particulares, actualmente se comparte una idea, se podría decir más bien, una necesidad: la del desarrollo de la crítica como condición indispensable para el avance y enriquecimiento del saber histórico. Hace falta establecer un marco transindividual -que no tiene que ver con la noción simplista de objetividad histórica- para el ejercicio de la crítica. Y esto sólo tiene lugar en el nivel de la teoría. Por ello Historia y Grafía abrió sus páginas al desarrollo de la crítica historiográfica al incorporar artículos o ensayos que propicien la reflexión acerca de lo que sucede dentro del campo de la historia e intentar que sus colaboraciones, además de novedosas, contengan un grado mayor de abstracción de lo acostumbrado. Los "hallazgos" no son nada sino como parte de una interpretación que requiere, sobre todo, argumentación para ser confirmada ante los ojos de los lectores contemporáneos. Además, como la noción de crítica es polivalente no se pretendía otorgarle un valor prescriptivo, al modo de un recetario propio del método científico convencional que no nos ha ayudado a superar los juicios arbitrarios. Por esta razón, la noción de crítica en el estado actual de los estudios históricos es una noción de construcción en busca de un nuevo consenso, fundamentalmente de carácter teórico, como parte de un proceso de elucidación colectiva. Así que, se pretendió que no faltaran en ninguno de los números reflexiones relevantes que nos permitieran ir construyendo el marco de una crítica, presente y futura, que afecta favorablemente nuestros procesos y resultados en el campo de la docencia y de la investigación. Uno de los retos que actualmente enfrenta la disciplina, después de la caída del modelo que separó a los filósofos de la historia de los historiadores, es cómo integrar la teoría a la práctica. Por tanto, se ha retomado, desde hace algunas décadas, la cuestión que invita a dialogar en torno a lo que significa hoy escribir historia y cuál podría ser el valor de esta actividad para nuestra época. Si en la historia aceptamos el fin de las fronteras disciplinarias -sólo identificables por sus marcas institucionales para fines administrativos, no así en cuanto a la producción del saber histórico-, los historiadores podemos resituarnos en ese lugar que es de todos y de nadie: la Historia. Si a lo anterior añadimos que ese lugar es resignificado constantemente por la mediación de los procesos de comunicación de diversa índole, entonces, en un mundo intercomunicado, podríamos aceptar ceder parte de nuestros ímpetus chovinistas u ombliguistas para entender que el esclarecimiento de la historia que se practica en México no está al margen de los modos de practicar esa historia en otros lugares, sean europeos, latinoamericanos, africanos o norteamericanos. El esclarecimiento del estatuto de la historia y las respuestas a las interrogantes antes planteadas, no es un fenómeno estrictamente nacional, sino que su discusión ha llegado a desvanecer todo tipo de fronteras geográficas o lingüísticas. De ahí el gran esfuerzo que se ha realizado por traducir y presentar trabajos de otras latitudes, pero siempre con la idea de que sirvan de estímulo y de "buenas compañías" para lo cual, desde nuestro propio entramado histórico, es dable pensar y discutir. Aquí y en todo lo demás, somos conscientes: queda mucho por hacer, por mejorar, por perfilar. Como toda publicación, la revista nació con una idea, pero, ante todo, con el propósito de agrupar, de convocar a su alrededor a un colectivo, un equipo de trabajo dispuesto a compartir nuevos aprendizajes, nuevas exploraciones y experimentaciones. Visto en retrospectiva y pese al buen recibimiento que ha tenido dentro de la comunidad científica de historiadores y, notablemente, de otros ámbitos disciplinarios, aún queda mucho por hacer para seguir avanzando en cuanto al reto y los deseos propuestos. Sin embargo, la revista cuenta en estos momentos con el mejor de los augurios para que eso sea posible, a partir de este número 10 -sin duda,un buen número en muchos aspectos-, Alfonso Mendiola asume la dirección y conducción de esta Historia y su Grafía. Historia y Grafía Preliminares: Las Culturas de la Historia. Guillermo Zermeño Padilla Culturas en su doble acepción: cultivo, producción historiográfica, pero también en el de las modalidades de sentido que otorgamos al acontecer histórico, al hecho de morir, de escribir y de leer, de historiar, de combatir al "bárbaro". Desplazamientos, recreaciones, pérdidas y reencuentros, todo tiene lugar en y por el lenguaje: así, las culturas de la historia no son sino escrituras de la historia en un movimiento de ida y de regreso. Los ensayos que componen este expediente son resultado de investigación en unos casos, en otros, exploración de nuevos objetos. Pero a todos los une el interés de restituir el sentido de los enunciados, dispuestos en sus fuentes, a la particularidad de su lugar de producción o sistema de sentido. Es notable, por ejemplo, la necesidad de retomar prácticas olvidadas como la de la retórica o la de los discursos médicos, religiosos o literarios para intentar comprender lo que los textos, fuera de contexto, callan. De las llamadas "fuentes" históricas, perdida su función comunicativa, nos quedan las formas de su escritura, única posibilidad para entender lo que nos quieren decir y no sólo lo que quisiéramos escuchar. En apariencia, poco tiene que ver un ensayo con el otro: la región del noreste mexicano con Colombia o Venezuela o con Europa y Estados Unidos; el acto de testar con el de firmar tratados de paz, el acto de escribir crónicas con el de planificar cementerios. Acciones disímiles ligadas en torno aun mismo oficio: el de historiar o tratar de comprender el sentido de las escrituras pasadas, a partir de su alteridad. Sin este ejercicio a occidente sólo le quedaría la prolongación del monólogo y del ensimismamiento: la serpiente mordiéndose perennemente la cola. Este trabajo, sobre y desde el lenguaje, nos ayuda a descubrir que el pasado no está al lado, sino dentro del presente. Toda actividad -redactar tratados de paz, escribir testamentos, copiar manuscritos- es parcial por estar subordinada a la lógica de acción de su propio presente. Acaso sea el privilegio y poder del historiador ponerse en situación de ver las dos caras del asunto, la del pasado y la del presente. Este expediente da cuenta, en esencia, de un mismo pero doble movimiento: transformación y desaparición. La transformación de las Crónicas de Indias en monumentos fundacionales de nacionalidad conlleva la desaparición de su sentido originario; la transformación del territorio norteño en un campo de expansión económica, incluye la extinción del indio nómada; la implantación de un nuevo modelo más escenográfico de sepultar a los muertos, se acompaña de la pérdida de una relación más próxima entre los vivos y los muertos; la secularización progresiva manifiesta en las formas de dictar testamentos, evidencia los desplazamientos de sentido de los términos utilizados y de las formas de morir; finalmente, porque en la historia no podemos hablar de una sino de múltiples transformaciones, una nueva forma de relación entre el autor y la página escrita, presupone la ausencia de otras anteriores. Esta conciencia de la historicidad de las cosas y personas ocurre en un tiempo presente continuo: el de nuestra época moderna. Y la pregunta de fondo que se le plantea al historiador moderno es: hasta dónde puede restaurar el sentido originario "desaparecido" y qué razón tendría para hacerlo. El dilema es real y con implicaciones tanto éticas como epistemológicas. Max Horkheimer con su particular estilo hace la siguiente consideración en el ámbito de la "nueva historiografía" alemana de la posguerra: Si uno está profundamente caído, expuesto a una eternidad en tormentos que los demás hombres le infligen, entonces eleva, como una ilusión liberadora, la idea de que vendrá uno que está en la luz y le permitirá de nuevo conocer la verdad y la justicia. No es necesario que ello ocurra mientras él vive, ni siquiera durante la vida de aquéllos que le torturan a muerte: pero un día, no importa cuándo, todo esto se arreglará. La mentira, la falsa imagen que de él se da, sin que se pueda defender, desaparecerán ante la verdad, y su vida real, sus pensamientos y fines, así como los sufrimientos infligidos, al final se conocerán públicamente. Es amargo morir difamado y en la oscuridad. Iluminar la oscuridad es la gloria de la investigación histórica. Si queremos comprender los rasgos propios de nuestra cultura -además de las innovaciones tecnológicas que tienden a acelerar estas transformaciones y que parecen determinarlas-, necesitamos preguntarnos por el valor que los actores dieron a las cosas y las estrategias que siguieron para conseguirlas. Es una reflexión que incumbe por igual al historiador pues su forma de escribir historia puede también tener una connotación valoral (no hay escrituras neutras) en cuanto que nos remite a la racionalidad, propia de los objetivos y medios que una determinada comunidad de escritores y lectores comparte. Más allá del control unilateral del presente sobre el pasado y de su registro como cosa, esta colección de ensayos intenta establecer un diálogo en un doble nivel. Primero, el del presente con su pasado, en el cual no son definitivas las distancias o lejanías cronológicas, sino las marcas del pasado en el presente. Dicho diálogo es factible porque en el proceso mismo de producción del texto se construye eso que llamamos "realidad del pasado" y ésta sólo puede ser observable por la creación de la misma. Cada uno de los cinco artículos nos recuerda aspectos que son completamente evidentes, sólo en apariencia y cuyo sentido parece ser únicamente de una cara, como escribir o morir, leer la historia de la conquista americana o la del norte mexicano. El diálogo se realiza gracias a la resistencia inherente a los materiales del pasado, a las marcas y heridas dejadas por éste en el presente. Huellas invisibles pero no menos reales. En segundo lugar, todo diálogo con el pasado es un diálogo con el presente mismo, que se realiza entre los vivos a propósito de las nociones y conceptos históricos, marco de identidad de un grupo o una comunidad determinada. Este diálogo está marcado por una voluntad de decir verdad. La reunión de ensayos, en apariencia tan dispares, puede producir al respecto efectos inesperados; lo que parecía tan distante y anómalo, como "la relación de escritura" del monje medieval, puede estar más cerca de lo que parece, que nuestras formas acostumbradas de leer las crónicas o los partes militares de "la guerra contra el bárbaro" aunque más cercanas y afines en el tiempo, nos sean más distantes en cuanto a la comprensión de su "verdad". Lo mismo puede advertirse al intentar desentrañar los motivos que explican la modificación de ciertas prácticas relativas a las formas de entierro o las de testar y los cambios de sentido de palabras como "legados piadosos". "Desnaturalizar" la historia presupone señalar las atribuciones de sentido y significado valoral de las acciones emprendidas, sus razones, "naturales" para sus protagonistas, extrañas y ajenas para sus historiadores. Éstos existen porque, crecientemente, todo aquello que parece natural al presente como el indígena folklorizado el escribir y el leer, las formas de tratar a los cadáveres o de testar, son parte de un relato construido. Frente a la mirada del historiador, el hombre es naturaleza, pero sobre todo cultura. Sólo desde el análisis de la cultura y sus procesos complejos de articulación tenemos acceso a lo desaparecido que, sin embargo, permanece cuando nos transformamos en otros. Así, aunque podemos sentirnos connaturales a las prácticas de la modernización reciente, la del siglo XIX, también es cierto que podemos hablar de la contigüidad que, en otros aspectos de la cultura, podemos sentir con la del escriba y monje medieval. Frente al trabajo del historiador de la cultura, nuestras categorías de cercanía o distancia temporal pueden cobrar otro significado. Podemos preguntarnos, ¿quiénes son nuestros contemporáneos, quiénes nuestros antepasados? Universidad Iberoamericana Departamento de Historia Los Lugares de los Muertos en la Modernidad. Thomas W. Laqueur Resumen Thomas W. Laqueur: "The Places of the Dead in Modernity" In this essay the origen and meaning of the modern cementary is explored. This is a process which took form around 1800 and that consists in transferring the dead from the autarquic and parrochial community realm to graveyards planned especifically for that purpose. The thesis sustained is that graveyards reveal and are the result of two distincts forms of imagening death and the community of the dead during modern times. The transformation of the outlook about corpses absorbed through the first type has to do with the transformation the language of medicine, hygiene and chemistry. The corpse, deprived of its metaphysical wieght, became a repulsive object. As a consequence of the anxiety caused by this process of separation, within the real of the symbolic, the memory was filled by the edification of mortuary monuments. A memory not contaminated nor dangerous to public health. This preocupation for hygiene is seen more as a symtom rather than a cause of said desplacement of the dead to other spaces, this expresses the ascent of a new clase, the bourguoise. En este ensayo se analiza el origen y el significado de los espacios en donde depositamos a los muertos, la historia del cementerio: "un desarrollofascinante e intrincado que revela una parte completamente nueva de la sensibilidad contemporánea"; "la marca identificadora de una cultura", como lo describe Philippe Aries. Pero, de manera más específica, quisiera sugerir que el campo funerario secular, hoy explícitamente convertido en jardín, es decir el cementerio, como opuesto al patio de iglesia usado como tal o a otros espacios sagrados o habituales, es en sentido estricto la invención de un periodo crítico en la historia de nuestros tiempos -de finales del siglo XVIII y principios del XIX-, que pensar acerca de sus orígenes y significado nos podría permitir entender ese algo, si es que lo hay, distintivamente moderno acerca de la muerte y, en particular, acerca de poner a los muertos a descansar en la modernidad. No hay claridad en cuanto a qué tanto puede decirse acerca de esta materia. Como lo señala William Empson en su poema Ignorance of Death: I feel very blank upon this topic And think that though important, and proper for anyone to bring up, It is one that most people should be prepared to be blank upon. Si hay poco que decir acerca de la muerte, lo que hacemos con los muertos está menos velado por el silencio. Sabemos que a diferencia de los pobres, los muertos no siempre están con nosotros. De hecho, desde 1804 empezaron a alejarse definitivamente de los vivos a ciudades propias: fuera de los patios de las iglesias y de otros espacios religiosos donde sus cuerpos se habían confundido por la cercana proximidad de unos con otros y por las idas y venidas cotidianas de los vivos; a lugares geográficamente distantes (y para la clase media mucho más privados) de donde habían residido alguna vez. Se trasladaron a sus propiedades absolutas, a las necrópolis. Pere la Chaise no es literalmente el primer cementerio construido por europeos; Park Street en Calcuta se abrió en 1767 y pronto se llenó de tumbas que se ven como si hubieran salido de las sendas de un parque romano, aunque de hecho estaban en los márgenes del parque de venados de Sir Elijah Impey. Indudablemente hay otros cementerios coloniales que son de una época anterior como los cementerios islámicos, por supuesto, en especial esos de Constantinopla, que fueron muy admirados por Mary Wortley Montagu, William Wordsworth y Samuel Coleridge y muchos otros. Pero estas construcciones anteriores no deben apartarnos del hecho de que Pere la Chaise fue, y así se entendía en su época, una innovación radical en la geografía espacial de los muertos en relación con los vivos y de los muertos en relación consigo mismos. Muy pronto llegó a convertirse en el símbolo -o casi un nombre- de una clase de cementerio que triunfó ahí donde la burguesía triunfó o esperaba triunfar. Al igual que los pobres, sin embargo, la conformación de los muertos como comunidad en sí misma o como parte de una comunidad más amplia ha sido siempre fluida y lo fue especialmente en las décadas alrededor de 1800. La reforma en el mundo protestante había cortado sus lazos directos con los vivos, incluso ahí donde la idea de purgatorio seguía imperando, las almas que allí esperaban recibían mucha menos atención a finales del siglo XVIII de la que habían recibido anteriormente. Durante el siglo XIX el mundo de los muertos fue desplazado una vez más: el nuevo espacio del cementerio público les permitió a una cierta clase de los vivos imaginar un nuevo orden del mundo de los muertos: un orden en el que el linaje le cedía paso a la historia y en el que no había "extraños" -como había en los cementerios de las iglesias- pues cualquiera que contara con medios y talento podía obtener acceso a la misma categoría que cualquier otro; un orden en el que la especificidad histórica de un lugar y la autarquía de la parroquia cedió paso a jardines planeados de manera consciente: pintorescos, naturales, extravagantes o insulsos, los cuales podían estar en cualquier sitio, significar cualquier cosa y pertenecer a cualquiera. El emperador de Brasil quiso un Pere la Chaise cerca de su capital y la Merchant Adventurer's Company quiso uno en Glasgow. Por otro lado sería absurdo hablar de exportar Stoke Poges, el cementerio de la iglesia parroquial que Thomas Gray supuestamente imaginó como el sitio de su elegía más famosa y el poema con mayor número de reimpresiones de finales del siglo XVIII; el Cementerio de los Inocentes en París sólo ahí tiene sentido. Su esencia residía en que los muertos estaban en donde estaban, y donde habían estado el tiempo suficiente como para haberse convertido en una parte sagrada y significativa del paisaje. En el derecho consuetudinario del cementerio, el uso comunal de ciertas tierras o áreas de la iglesia en las que la propiedad de tierra era de servidumbre le cedió su puesto a la propiedad de feudo franco que todos podían comprar por medio de contratos de arrendamiento. Se trata de un mundo en el que el arte asequible comercialmente produjo un bricollage, que podía significar tanto o tan poco como quisieran los compradores -ya sea dentro de un orden como en un museo o sin un orden aparente-, desencadenado por la tradición o por las limitaciones de una historia común o de una cultura. (Los monumentos en una iglesia se sucedieron unos a otros de la misma manera que los estilos se han sucedido unos a otros a través de los siglos). En suma, quisiera sugerir que el cementerio revela -y es el resultado de- dos características, distintas pero íntimamente relacionadas, de imaginar la muerte y la comunidad de los muertos en la modernidad. La primera tiene que ver específicamente con el cadáver. Absorbido cada vez más en el lenguaje de la medicina, de la higiene y de la química, insignificante metafísicamente, se volvió intolerablemente repugnante, básicamente por su descomposición material. William Hale, archidiácono de Londres durante los años de 1840 y 1850, pudo haber tenido un interés propio al oponerse al cementerio, pero tenía razón en considerar que los motivos de las propuestas tenían, como él lo dijo, "su origen en un disgusto filosófico [y yo añadiría visceral] por los emblemas y la realidad de la muerte". Y conforme el cadáver en descomposición se volvía un objeto de atención científica, también se volvía una fuente de aguda ansiedad y disgusto, de una ansiedad que, quisiera sugerir, fue desplazada al monumento y a los lugares conmemorativos que habían sido construidos habitualmente. Pere la Chaise, como lo señala el diseñador inglés más importante de cementerios, fue "dedicado al genio de la memoria", un lugar en donde, como los antiguos, nosotros modernos podemos contemplar la muerte "nunca contaminada por la idea de un osario, ni por los emblemas repugnantes de la mortalidad". La memoria limpia. La segunda característica tiene que ver con la comunidad. Los miembros de la burguesía, los creadores conscientes y exclusivos -o en cualquier caso los únicos visibles- habitantes de los cementerios, imaginan allí un nuevo mundo de su propia creación: una nueva comunidad de los muertos, representada en el limpio y dulce olor, en la totalmente nueva geografía real o simbólica del cementerio, que refuerza un cierto peso, solidez y crédito de una nueva comunidad de los vivos. Quisiera empezar con el presente e ir hacia el pasado para poder sugerir qué tan singularmente moderno es el cementerio. Dos ejemplos: mi colega, el distinguido historiador judío Amos Funkenstein murió el año pasado. Él había nacido en Israel, era hijo de un rabino que había nacido en Alemania; hablaba un inglés perfecto, aunque con acento, y pasó lo que tenía la apariencia de ser una vida intelectual sumamente rica hablando con Aristóteles, Santo Tomás y Emmanuel Kant, entre otros, en sus propias lenguas y más o menos en una relación de igual a igual. Al tiempo de su muerte tenía compromisos en Berkeley y Tel Aviv. Está enterrado en el Cementerio Sunrise enfrente del centro comercial de Hilltop en la carretera interestatal80 hacia el este, rumbo a Sacramento. Yo sólo había estado ahí una sola vez; tomé la salida a la derecha hacia el cementerio, en lugar de la salida izquierda hacia Macy, cuando fui cargador del féretro del padre de uno de mis colegas, un hombre al que había visto sólo algunas veces, que había llegado del Bronx a Berkeley para estar cerca de su hijo y que murió poco después de su migración al oeste. Mi viejo colega de Tel Aviv y el padre de uno de mis colegas actuales de Nueva York descansan en la sección judía de un cementerio -los cristianos y otros están tan sólo a la vuelta de una esquina o sobre la elevación- cuya localización no está muy lejos de la refinería de Richmond y que fue determinada por lo más importante, o tal vez debería decir por algo tan importante como el precio de la propiedad real. Un segundo ejemplo de lo extraño que resulta el poner a descansar a los muertos en nuestra época podría ser el caso de mis padres. Sus cenizas están en un arriate de flores cercano a la cabaña de verano en Virginia que construyeron en 1955, cinco años después de haber llegado a América. En un sentido esto no es tan extraño; ellos amaban el lugar y yo voy cada año para tener un sentido de su presencia. Pero el hecho de que estén ahí es resultado de una historia muy moderna. Mi padre tal vez podría haber acabado en el gran cementerio judío de Wiessensee en Berlín con sus acres de impresionantes mausoleos clásicos, con sus arcadas o tumbas modeladas según el estilo de ese último cónsul romano, o cerca de su padre en Hamburgo quien de una manera más modesta tiene una lápida que de manera similar refleja el compromiso con la muerte de la comunidad judía alemana, para imaginarse ellos mismos como una sección judía de una Burgertum (ciudadanía) alemana. Pero no fue así. Las cenizas de su madre están en algún lugar de West Virginia. Las cenizas del padre de mi madre están en algún lugar cerca del campo de Polonia y el cuerpo de su madre en algún lugar de Israel. Yo no soy de ningún modo el primero en encontrar extraña esta dispersión de los muertos, aquí y allá en lugares remotos. Un visitante de San Francisco en 1855, por ejemplo, describió el cementerio que había sido construido en dieciséis acres de tierra en lo que había sido tres años antes la "triste y desolada" tierra semidesértica de Yerba Buena. Pero la gente había empezado a construir todo tipo de monumentos, de manera que ahora todo parecía, él dice, "del mejor estilo parisino" a imitación de "los sepulcros de Pere la Chaise". Sin embargo, todavía más relevante es la observación en esta fuente de que "los lugares de sus nacimientos [él habla de los muertos] eran tan diversos". "Ahora ellos duermen unos al lado de otros... americanos y europeos, asiáticos y africanos son hoy la misma sucia substancia". El hecho de que las distinciones sociales se borran entre los cadáveres, es por supuesto un tropo antiguo. Pero la referencia aquí no tiene que ver con la nivelación en la muerte de todas esas jerarquías que ordenaban el mundo de los vivos, y que parecían hasta cierto punto un tanto fijas y antiguas, sino con las distinciones que la sociedad burguesa occidental había creado para definirse a sí misma en relación con el resto del mundo: el orgullo del blanco de no tener la sangre de "las razas amarillas, rojas o negras", el orgullo del "hombre de progreso" sobre los "nativos serviles de los climas cálidos" se equilibraba. El mundo del comercio, del imperio y de la esclavitud se manifiestan tanto en los refinados estilos parisinos como en la contemplación de la "sucia substancia" que apenas y se oculta en monumentos sencillos. Y sea lo que sea el significado de esto, habla de una especie nueva de democracia de los muertos en un espacio muy lejano de los vivos. El problema de la suciedad y del olor está en el centro de lo que representa el cementerio moderno. El lenguaje de "salud pública" es el lenguaje de esa concepción nueva y secular del cadáver que es borrada púdicamente y que no está representada en un Pere la Chaise o en un Highgate (en el norte de Londres) o en un Mt. Auburn (en los suburbios de Boston). Pero sería perder el significado cultural crítico de estos nuevos espacios si fuéramos a contar la historia del cementerio como el relato relativamente simple de médicos activos y heroicos, de filósofos de la Ilustración y de burócratas que reconocen el peligro que representa para la salud de los vivos el tener entre ellos la carne en corrupción y que promovieron con éxito que fuera expulsada de su entorno. Necesito declararme en contra de un relato tan funcionalista para subrayar el papel culturalmente más complejo que la salud pública y la visión del mundo científico materialista desempeñaron para la creación de nuevos espacios para los muertos. Si la suciedad es una "cuestión fuera de lugar" como Mary Douglas tiene fama de haberla definido, la cuestión que se nos presenta es por qué el cadáver llegó a ser entendido como "fuera de lugar" justo en el lugar en donde se le había puesto desde por lo menos el siglo VI y por qué el cementerio específicamente, siendo una entre varias soluciones para el problema de disponer de la carne humana en corrupción, se tornó la solución para hacer de los muertos seres otra vez limpios. No es un mandato del cielo que, como sucedió en Londres en 1852, los comisionados del alcantarillado remplazaran a la iglesia como administradores legalmente reconocidos de los entierros de la ciudad. En suma, quisiera tratar a los científicos en la tradición de la Ilustración de la manera en que los antropólogos consideran lo limpio y lo no limpio en otras culturas. El problema de una sobrepoblación de cadáveres que tanto inquietó a los reformadores de los siglos XVIII y XIX no es nuevo ciertamente; lo que sí es nuevo es la manera en que lo entendieron. Sería difícil saber, de hecho, qué significaba "atestado" en el antiguo régimen de entierros en el que un solo lugar había servido para generaciones de muertos durante siglos, por no decir milenios. La junta parroquial de Botolph Bishopgate destacaba en 1621 que el cementerio de la iglesia estaba "tan lleno de cuerpos", que ni siquiera había sitio suficiente para enterrar a un niño; los registros de entierros cada vez más extensos aparentemente no reflejan el problema. El Cimetière des Innocents absorbió cerca de dos millones de parisinos en un área de 60 x 120 metros durante siete siglos antes de que se cerrara en 1780, es decir, casi 300 cuerpos por metro cuadrado. Evidentemente la tierra ya podía considerarse como "llena" desde hacía mucho tiempo, considerando cualquier criterio moderno, mucho antes de que los reformadores le pusieran atención al problema. Cuando el fundador de los cuáqueros, Geoge Fox, fue enterrado en el lote de un amigo en Bunhill Fields -el cual no era desde luego un cementerio parroquial, pero casi su equivalente para los disidentes-, Robert Burrow señaló que era grande aunque estaba "bastante lleno": 1,100 cuerpos, víctimas de la plaga o de la tortura en las cárceles ya estaban ahí. Diez mil cuerpos más acompañaron al de Fox en el curso del siguiente siglo. Las clases bastante prósperas o socialmente ambiciosas que desde el siglo XVII en adelante eligieron ser enterradas en la iglesia misma ya casi no tenían espacio, ni intimidad, ni descanso. El terreno debajo del pavimento se llenaba rápido. Cuando Pypys en 1664 buscó una sepultura en el ala central de St. Bride para su hermano, el sacristán le prometió -después de aceptar una propina de 6 dólares- que "los amontonaría [otros cuerpos] pero que le haría un espacio a él". Se conmemoraban más de cien entierros -otros muchos nunca serían recordados- sólo en el piso del ala sur del coro de la catedral de Bristol. Con la excepción de las criptas familiares, las cuales pertenecían casi todas a las familias terratenientes, el suelo debajo del pavimento de la iglesia, al igual que el cementerio dela iglesia, ya no era la propiedad de una sola generación de ocupantes. La compactación, y la mezcla de cuerpos y ataúdes, en varios estados de deterioro era una condición permanente, una consecuencia inevitable de dos doctrinas distintas: la primera tenía que ver con "ubi decimus persolvebat vivus, sepeliatur mortuus", (literalmente el derecho de ser enterrados en el lugar en el que se habían pagado los diezmos, pero en general con el derecho consuetudinario de ser enterrado en el lugar en donde uno había vivido); y la segunda, implícita en la primera, la doctrina de que el terreno del cementerio de la iglesia era, como lo define Lord Stowell en el celebrado caso del siglo XVIII de Gilbert v Buzzard, "la propiedad común de los vivos, y de las generaciones venideras, y sujeto sólo a apropiación temporal". Así, nadie podía reclamar el derecho de un espacio indefinidamente y, Stowell continuaba, "ha de llegar el momento en que sus restos póstumos [de los cuerpos] deben mezclarse y volverse parte de la misma tierra en que sus restos fueron depositados". La urbanización y el crecimiento de la población del siglo XVIII ciertamente presionaron más al sistema pero el hecho del amontonamiento era algo natural. Los arqueólogos estiman que el cementerio de iglesia promedio, que fue utilizado durante más o menos un milenio, podía contener los restos de aproximadamente diez mil cuerpos. Esto explica la usual elevación del terreno por encima del nivel del piso de la iglesia y el aspecto deforme que llama tanto la atención en las representaciones de los siglos XVIII y XIX. De hecho, esas protuberancias son el último añadido desnivelado. Casi desde el principio los sepultureros cortaban, despedazaban, volteaban o apiñaban las tumbas de anteriores ocupantes para hacerles espacio a otros y aparentemente cada cien años más o menos nivelaban el terreno y empezaban de nuevo. Las protuberancias que aún podemos ver hoy día escaparon otra ronda de reciclamiento cuando los cuerpos dejaron de llegar y ahora, los supervivientes de otra época, están en la cumbre de una mezcolanza de capas -una estratigrafía de huesos- que llega a ocupar por lo menos un par de metros sobre el subsuelo, o más. St. Giles en Londres fue reconstruido porque "la suciedad y diversas materias extrañas" para 1730 ya habían levantado el terreno del cementerio ocho pies (aproximadamente 2.4 metros) por encima del piso del edificio y John Evelyn cuando visitó Norwich en 1671 observó que las iglesias "parecía que habían sido construidas en pozos" pues la "congestión de cuerpos" había levantado el terreno que los rodeaba. (Los lectores de Afinidades Electivas de Goethe recordarán que una de las innovaciones del paisaje de Charlotte en el cementerio de la iglesia era que las tumbas tenían que nivelarse, como lo están en el cementerio moderno, y el terreno debía mantenerse parejo para volver a sembrarlo. Parte 2, cap. 1) Los cementerios atestados y sus olores concomitantes no fueron un descubrimiento de la Ilustración. La cuestión es la que planteó Alain Corbin acerca del olor; en este caso porque la corrupción se volvió contaminación, porque las "exhalaciones que resultaban de la putrefacción de cadáveres" -su olor- tenía que llegar a ser considerado tan particularmente fétido. Como argumentaba el archidiácono Hale en 1854, su cementerio en la iglesia de St. Giles Cripplegate estaba hecho esencialmente de la composta de setecientos años de entierros y tenía el olor, en la superficie y en las muestras que se tomaron a seis pies (1.8 metros) bajo tierra, de la composta, del amoníaco. "La tierra", dice, "tenía las cualidades del tesoro que espera encontrar el campesino en cada porción de campo bien cultivado". Como puede decir el fisiólogo, conforme se evapora el amoníaco: "eviten este lugar porque es peligroso para la salud". El reclamo principal de los defensores de los cementerios no era tanto el que el amontonamiento en sí se hubiera vuelto insoportable, aunque esto tuvo un papel importante en las discusiones inglesas de finales de la década de 1830 y de 1840, sino que los peligros a la salud pública que podía ocasionar la putrefacción de la carne humana eran ahora demasiado evidentes como para ser ignorados. El hecho de que el miasma causara enfermedades era ampliamente aceptado; y de que la carne en descomposición y putrefacta despidiera olores inconfundibles era irrefutable. Así, se llegó a la conclusión de que algo que tuviera un olor tan repugnante -de acuerdo con su propia idea de lo repugnante- tenía que ser patogénico. La carne en descomposición mataba y por lo tanto tenían que deshacerse de ella por el propio bien de los vivos. Este no era un argumento totalmente improbable. Por lo menos desde los tiempos de Hipócrates se ha pensado que el miasma causa enfermedades; se necesita considerar sólo la correlación que existe entre los fétidos pantanos y las diferentes fiebres de malaria. El interés en los peligros de las emanaciones de los cuerpos con vida y enfermos era grande entre los médicos del siglo XVIII. Pero la insistencia -en una retórica llena de ilusiones relacionadas con el excremento y de detalles químicos y olfativos de lo más sangrientos- en que los cuerpos son especialmente peligrosos es más novedosa. La putrefacción antes se había entendido de manera diferente. Algunos muertos tenían el olor de la santidad a diferencia del olor de los cuerpos ordinarios; o la corrupción corporal con todo su carácter desagradable llegó a representar un estado terrenal que debía llevar a una vida eterna más dulce con un nuevo cuerpo incorruptible; o era aceptada como parte del simple olor del orden de las cosas. Se necesitan más hechos o proporcionar nuevos conocimientos para explicar por qué el grotesco placer en el deterioro que caracterizó, por ejemplo, las tradiciones escatológicas sobre las cuales Caroline Bynum ha escrito recientemente, o por qué la pintura momento mori fue desplazada por una nueva sensibilidad en la que la carne en descomposición ya no apuntaba a una vida posterior, ni a nada trascendente, sino a una vida limitada aquí en la tierra. En otras palabras, los cuerpos se volvieron seculares. De hecho, los cadáveres no causan enfermedad y resulta todavía más pertinente el hecho de considerar que los contemporáneos lo sabían. Edwin Chadwick recibió una carta escalofriante, de esas que a uno no le gustaría recibir justo antes de llevar a imprimir un trabajo como experto en una materia, en vísperas de la publicación de su famoso e incendiario informe de 1843 sobre la internación en pueblos y ciudades. Era un comentario, una versión en borrador de su colega y benthamita compañero de viaje Southwood Smith y no era alentadora: "La base de toda la cuestión", escribe Smith, "es que la materia animal en un estado de descomposición es perjudicial para la salud. Ahora me parece que la evidencia de esa verdad fundamental en su informe no es demasiado fuerte, es demasiado concisa y no tan diversa como debería ser". Básicamente, dice, el informe no es "lo que se necesita para producir una impresión poderosa en la mente pública y recomienda enormemente [la palabra está subrayada en la carta] reforzar la evidencia". El pobre Chadwick ya no tenía mucho que hacer a esas alturas. Pero él debió haberlo sabido. Cuando la publicación médica reformista The Lancet discutió la cuestión en la década de 1840 diversos corresponsales señalaron que la evidencia del siglo XVIII que aludía al peligro que representaban los cuerpos, incluso cuando se añadían las masivas compilaciones de horrores -como las 258 páginas del Dr. George Walker: Gatherings from Graveyards, Particularly London (1839)-, no confirmaba la tesis. Un médico, por ejemplo, señalaba la cantidad de disecciones que todos habían hecho sin enfermarse. Y no pasó desapercibido el hecho de que los mismos médicos y defensores de la salud pública, que estaban tan a favor de sacara los cadáveres de los cementerios de las iglesias, habían sido también los grandes defensores de los Actos de Anatomía que pusieron a disposición de los médicos los cuerpos de los pobres no reclamados. La epidemiología que tenía como propósito mostrar los peligros del internamiento intramuros era también débil, estaba basada por completo en la anécdota y era refutada con facilidad por otras evidencias igualmente circunstanciales. Como lo señaló Matthiue Orfila, el distinguido profesor de medicina forense en la Sorbona, en 1800, la evidencia de que los cadáveres eran particularmente peligrosos era ya bien apócrifa o exagerada o irrelevante: los supuestos daños no eran debidos a las "exhalaciones putrefactas". Informa -como lo hacen los patólogos a quienes he consultado- que él y sus asistentes habían hecho muchas exhumaciones y autopsias, sin tomar ninguna precaución especial y que nunca se habían enfermado. No es de sorprender. Los cadáveres son probablemente menos peligrosos que las personas infectadas vivas. Una mirada más técnica a la cuestión esclarecerá el hecho de que los médicos y sus aliados que se mostraban tan a favor de sacarse a los muertos de en medio eran guiados por algo más allá de lo que la ciencia de entonces podía demostrar. Uno de los casos más citados -en Inglaterra, Italia y los Estados Unidos- hasta la década de 1840 fue reportado por primera vez en 1771 por un médico de Montpelier llamado Haguenot. Él no había tenido mucho éxito para combatir la costumbre universalmente aceptada de enterrar a los muertos entre los vivos en las iglesias y sus alrededores, dice, y deseaba informar las siguientes observaciones con la esperanza de modificar la opinión pública. En la iglesia de Notre Dame él notó un olor fétido conforme se aproximaba a la cripta; y se volvió más intenso cuando abrieron la "cueva". Introdujo una vela encendida en la profundidad y se extinguió la llama, "como si hubiera sido sumergida en agua". Los perros, gatos y pájaros que se introdujeron en la cueva murieron en un espacio de dos minutos; los gatos, que eran los más fuertes, y los pájaros, los más delicados, en unos cuantos segundos. Las botellas que se introdujeron en la cueva recolectaron un gas que todavía tenía su efecto pero no tan fuerte como en el sitio. Concluye que la "emanación mefítica" en la "cueva común" era peligrosa no sólo debido a que el aire hubiera perdido su elasticidad o por la falta de aire, sino, en especial, debido a "las exhalaciones corrosivas de los cadáveres". Esta última jugada es reveladora. Bernadino Ramazzini, el padre fundador de la patología orgánica, ciertamente no era un gran amigo de los olores desagradables: inhalar aire malo, dice "es contaminar los espíritus animales". Y fue él mismo parte del movimiento del siglo XVIII que hablaba de ese desagrado en nombre de los médicos: "nada debe ser demasiado sucio u horrible para que lo revise un médico". Pero Ramazzini claramente ve el problema de que el trabajador en la "fosa común" tiene mucho en común con el trabajador de otros espacios cerrados; los esclavos en la antigüedad, por ejemplo, estaban consignados a trabajar en las cavernas, en las minas, en los drenajes y los sepulcros; los curtidores, los molineros de aceite, los fabricantes de cuerdas de tripas de gato, los sepultureros y comadronas que respiran las emanaciones de varios flujos uterinos se discuten sucesivamente. El problema aquí es el del olor y los espacios cerrados, no el del olor de la carne humana en descomposición en particular. En otro contexto todo esto se trata de manera más clara. James Curry, RMS (oficial de la marina) de Edimburgo, argumenta convincentemente que sí hay un problema común en las minas, desagües, los pozos de bombeo, las calas de barcos y las criptas: la falta de aire circulante. Y señala que los humos que produce el carbón al quemarse, la fermentación y otros procesos químicos también producen algo que hace al aire insalubre: anhídrido carbónico -CO2. Los cuerpos en descomposición, en suma, no son el problema y otros que escriben sobre el tema de la muerte por el aire insalubre desde una perspectiva distinta -rescatando de su estupor a los que parecen estar muertos- no tienen ningún interés particular en ellos. Entonces, cuál es la razón de que el argumento acerca de la salud pública haya tenido tanto éxito. En cada caso nacional e incluso local hay una historia particular. La historia de Pere la Chaise fue la culminación de una larga batalla de la Ilustración en contra del control clerical de los espacios de los muertos y la estética neoclásica y/o romántica del nuevo cementerio fue el resultado de considerables debates durante varias fases de la Revolución. En Inglaterra ya había cementerios importantes antes de que la campaña de salud pública empezara a finales de la década de 1830, aunque los agradables espacios conmemorativos de un Highgate o un Kensal Green o un Glasgow Necropolis fueron la opción de las clases medias para una conmemoración privada en contra de la comunidad del apelmazado cementerio de la iglesia o de la atestada cripta pública. Los liberales portugueses tuvieron que hacerle frente a protestas populares muy significativas durante el siglo XIX por sus esfuerzos en cerrar los cementerios de las iglesias y por poner los cadáveres bajo el control de los médicos: el movimiento de Marie da Fonte, que adoptó el nombre de la mujer que era considerada como dirigente. Sin embargo, a un nivel más abstracto quisiera sugerir que un grupo de personas se las arreglaron para capturar el olor para su visión del mundo. Vicq d'Azir, uno de los principales defensores franceses de los cementerios y una autoridad ampliamente traducida lo pone en evidencia: en aquellos viejos tiempos de superstición, dice, llevábamos "nuestras creencias hasta el punto de que nos convencíamos de que las emanaciones de los cuerpos de los santos eran capaces de calentar el corazón de los creyentes y fomentaban en ellos impresiones favorables al fervor y a la compasión". Y la Ilustración luchó precisamente en contra de esta "superstición". Y una vez triunfante la relación de los vivos con los muertos cambiaría: ahora el cuerpo cuidadosamente escondido aparecería, él esperaba, sólo en su representación, en nuevas prácticas conmemorativas ligadas específicamente con el cuerpo desaparecido. Vicq sugiere cenotafios, mausoleos, tumbas, epitafios, incluso vacíos, si fuera necesario, en el lugar en que habían estado los muertos, o mucho mejor, en nuevos parques conmemorativos. La salud pública, entonces, yace en el corazón mismo del nuevo régimen del cuerpo escondido pero de manera indirecta. Aries tenía razón, creo, cuando sugiere, aunque en un contexto distinto, que los médicos a finales del siglo XVII y XVIII se aterrorizaban de miedo. Y también el archidiácono Hale cuando se une "al moderno Hygiest en favor de una total separación de las mansiones de la muerte de las casas de los vivos en nombre de la salud pública", y el moderno epicúreo que sostiene la misma posición pues "nada es más doloroso para él que el pensamiento o la visión de la muerte". Despojados de la "superstición", revelaban en todo y solamente su audacia natural, los médicos y el público ilustrado retrocedieron en el caso de sus realidades exclusivamente materialistas. La muerte, en otras palabras, pierde su linaje, su centralidad metafísica; el discurso y la conmoción de la salud pública es más un síntoma que una causa del desplazamiento de los muertos hacia nuevos espacios. Hasta el momento he esbozado una interpretación cultural del cementerio en un solo sentido -la ruta de la salud pública- y sólo e insinuado otra trayectoria: el imaginario activo de una clase ascendente de una nueva comunidad de los muertos. Quisiera ahora darle algo de contenido a esa idea y al proceso mediante el cual esto se dio. Gray escribió en el poema más popular de la segunda mitad delsiglo XVIII: The rude forefathers of the hamlet sleep Each in his narrow cell for ever laid. Aunque no es precisamente correcto. De hecho, como ya lo he sugerido, los cuerpos estaban bastante amontonados y sólo muy pocos disfrutaban de una celda estrecha para siempre. Pero es pertinente destacar que la elegía de Grey hablaba de un ideal: de una "congregación de los muertos", como lo escribió el clérigo James Hervey, de una comunidad de los muertos históricamente enraizada que pertenecía al mismo tiempo a un lugar particular. Y este era un ideal que tuvo mucha acogida en vísperas de su destrucción. Algunos, por supuesto nunca han pertenecido a la comunidad, el grupo más sobresaliente, sin duda, ha sido el de los judíos, pero hay que incluir también a los "extraños" a la parroquia, es decir, a aquellos que no tenían una demanda habitual para ser enterrados ahí, como los vagabundos y las prostitutas. Sin embargo, la disolución sistemática del entierro parroquial vino de otro sitio. Llegó de los puritanos en Nueva Inglaterra que al principio enterraban a sus muertos fuera de las aldeas, en lugares indefinidos, como un rechazo agresivo a la costumbre anglicana. Una concesión fue lo que llevó a los muertos de regreso al centro, como una clase de comunidad ideal en un mundo que ahora estaba más fragmentado tanto religiosa como económicamente. Esto es, una Gemeinschaft (comunidad) de los muertos sustituida por una Gemeinschaft de los vivos nada perfecta. Sin embargo, los bautistas y los cuáqueros siguieron siendo enterrados en la periferia. Los cuáqueros en Inglaterra empezaron a establecer cementerios separados a principios de 1660 y las nuevas capillas bautistas a finales del siglo XVII y a principios del XVIII tendieron a tener los suyos también, a pesar del hecho de que los delegados disidentes se habían esforzado durante el siglo XVIII en asegurarles un lugar en el cementerio de la parroquia. También hubo momentos de un abierto rechazo aristocrático del viejo sistema: el mausoleo de Lord Carlisle, en el castillo de Howard, el primero en Europa desde la antigüedad romana. Y después hubo el Imperio: las tumbas extraordinarias del siglo XVII de los comerciantes de Surat al este de la India, cuyas inscripciones latinas y la pseudo heráldica europea en edificios esencialmente sarracenos situados en medio de la vegetación tropical produjeron esa clase de bricollage raro que tanto atraería y repelería a los visitantes del cementerio del siglo XIX. Después, en la década de 1760, se construyó el cementerio de Park Street en Calcuta y luego otros muchos cementerios coloniales, casi todos en el más magno estilo neoclásico. De hecho, los muertos del Imperio que ya no tenían ningún lazo particular con la parroquia fueron los primeros habitantes de los nuevos cementerios. El mayor John William Pew del ejército de Madrás; Lady Bonham, esposa del comandante en jefe de Hong Kong, el general de división de ejército bengalí; algunos comerciantes del este de la India, y todos los que están en Kensal Green, por ejemplo. Evidentemente la vieja comunidad de los muertos se estaba desmoronando y el cementerio se convirtió en una clase de espacio radicalmente nuevo en el que era posible imaginarse una nueva comunidad. La "costumbre" de la iglesia y del cementerio de la iglesia dictaba que los cuerpos fueran enterrados con la cabezas hacia el oeste y los pies hacia el este, más o menos en la orientación de la iglesia misma, prescrita por la liturgia, la cual, a su vez, tenía una relación desde hacía mucho tiempo con el lugar mismo de la construcción. Los cementerios de las iglesias estaban alrededor de las iglesias, justo en el lugar de los pozos sagrados, o de las capillas de los feudos sajones, o de los primeros montículos para entierros, o de los cruces de caminos medievales. Es decir, estaban enraizados históricamente y colocados en el centro de la vida cotidiana. Los nuevos cementerios fueron ubicados ahí donde la tierra era barata, lo que significa que fueron alejados del comercio y de una ocupación alternativa más lucrativa. No estaban en ningún lugar en particular y en ellos las tumbas se colocaban sin una alineación en una dirección particular. Su localización tenía que ver con los dictados de la arquitectura del paisaje. Los Aventureros Mercantiles, por ejemplo, habían sacado provecho en distintas formas de la tierra que después se convertiría en la Necrópolis de Glasgow, una parte la habían arrendado como tierra de cultivo, otra parte la habían utilizado para la caza, y después en 1828 se decidió que el cementerio sería la mejor opción: "proveería el alojamiento que se buscaba para las clases más acomodadas, y convertiría al mismo tiempo una propiedad improductiva en una fuente de ganancias general y lucrativa..." Un buen negocio de bienes raíces. El primer cementerio de Liverpool también era un terreno de caza, una gran ventaja, pues permitía la construcción de tumbas al estilo de los patriarcas (Highgate tuvo que construir esta característica). El cementerio de Woking estaba en una vía de ferrocarril; y lo mismo Camberwell y Rockwood en Sydney. El cambio más notorio en la geografía cultural del entierro fue la nueva segregación de los muertos. Los cementerios, con mucho más éxito de lo que el hogar llegó a ser para las mujeres, lograron ser realmente una "esfera aparte". Los muertos quedaron fuera del "tumulto de las ciudades populosas... sus deberes con este mundo habían terminado... El precio del maíz, el estado del mercado de dinero, o el alza o la caída del capital son cuestiones que tienen que discutirse lejos de aquellos a los que seguíamos". No delante de los sirvientes. Nadie se extraña de que William Hazlitt entienda el miedo a la muerte como el miedo a ya no ser importante en el mundo de las cosas y, haciendo una proyección hacia atrás, a nunca haber tenido importancia alguna. "La gente camina por las calles el día de nuestra muerte igual que lo hacía antes, y la multitud no disminuye. Mientras estábamos vivos, el mundo parecía que existía sólo para nosotros... Pero nuestros corazones dejan de latir, y el mundo sigue adelante como siempre, y no piensa más en nosotros de lo que pensaba cuando vivíamos". Esta no es la pavorosa muerte que tanto inquietó al Dr. Johnson; es la muerte como la de ser olvidados. La memoria es su antídoto y el cementerio hizo posible una inesperada elaboración de la conmemoración y contemplación personales que las iglesias del viejo orden y sus cementerios densamente poblados sólo permitieron a una muy pequeña élite. No quisiera atribuir este profundo desarrollo en la manera en que recordamos a los muertos solamente a las limitaciones materiales. Pero, Sir John Vanbrugh, arquitecto y escritor de obras de teatro de finales del siglo XVII, estaba en lo correcto cuando argumentaba que los nuevos cementerios que proponía para reemplazar a los cementerios de las iglesias permitirían "erigir nobles mausoleos sobre los muertos", mientras que aquellos que se encuentran en las naves laterales y bajo las cofradías de las iglesias parroquiales tenían a lo más "pequeños monumentos ennegrecidos recubiertos de mármol en los muros o columnas". O, ni siquiera nada de eso. Los entierros en el cementerio y la iglesia parroquial eran explícitamente para los parroquianos. Otros podían comprar, y de hecho lo hicieron, el privilegio de ser enterrados allí, pero las cosas nunca fueron tan limpias como el principio podría sugerirlo. No había lugares públicos de entierro en el Antiguo Régimen, aunque podría argumentarse que Bunhill Fields, quizás Westminster Abbey y el cementerio de St. Paul son excepciones que confirman la regla. El cementerio del siglo XIX era en su esencia público y su gloria era que cualquiera podía estar ahí: "El ruso durmiendo junto al español, el protestante junto al católico y el judío junto al turco" aclama la Necrópolis de Glasgow haciendo eco a Perela Chaise. Cualquiera que tuviera los medios económicos podía tener un lugar ahí y el primer entierro fue de hecho de un judío. Los pobres, por supuesto, no habían sido enterrados en el cementerio de la iglesia tan profusamente como los poderosos y el derecho a los mejores lugares les pertenecía de distintas formas a las clases terratenientes locales. Y, por supuesto, cuando las clases influyentes empezaron a enterrar a sus muertos adentro, en los pisos de la iglesia, a lo largo del siglo XVII, los pobres fueron relegados afuera. Pero tenían que estar ahí para que el cementerio fuera lo que era: la sensibilidad que atrajo tanto a los lectores de la Elegía de Gray dependía de ello. En los cementerios los pobres estaban escondidos, pero estaban disponibles no fuera que se diera el caso de que se necesitaran para hacer que la empresa pagara. El sucio secreto es que de hecho los nuevos cementerios podían sobrevivir económicamente sólo mediante tremendos engaños, en el programa de una tumba, un cuerpo, de los reformadores de la salud pública. Ya sea en la fosa común del cementerio francés o en las tumbas eje inglesas, que si se planeaban cuidadosamente podían contener hasta treinta o cuarenta cuerpos, los pobres subsidiaron a las clases medias. A diferencia del cementerio imaginado por Gray, el cementerio del siglo XIX sólo podía "leerse" y era legible para ellos. Existe también una peculiar incoherencia estética del cementerio que produjo desasosiego en observadores tan diversos como la economista política radical, Harriet Martineau, y el Tory de la Alta Iglesia (rama conservadora de la iglesia anglicana), S.A. Pugin. Ella encuentra extraño que el portón egipcio con su globo alado y su serpiente tuviera una cita del Eclesiastés -entonces el polvo volverá a la tierra- que contradice tanto el tema egipcio, como la muerte como sueño en la naturaleza, motivo que domina en Mt. Auburn, cementerio que visitaba. También le desconcierta el hecho de que el frenólogo Johann Spruzheim, nacido en Trier y enterrado en Boston, descanse en una tumba que es un facsímil de la de Scipio [L. Cornelius Scipio Barbatus (cónsul 298)]. No es fácil, dice, "concebir que algo apropiado a Scipio pudiera convenirle a Spurzheim". La respuesta resulta ser meramente circunstancial y trivial pero también maravillosamente liberadora. El mármol llegó justo cuando Spurzheim acababa de morir y el comité que había sido designado para honrarlo ahorró tiempo comprándolo. Pugin se muestra mucho más enojado con los "enormes absurdos" perpetrados por los nuevas compañías encargadas con la construcción de cementerios. Hay una superabundancia de antorchas invertidas, de urnas crematorias -pero por supuesto no hay cenizas- y otros símbolos paganos. El pórtico de entrada es generalmente egipcio, una clase de fantasía orientalista según Pugin que asocia -falsamente- los descubrimientos a lo largo del Nilo con la idea de las catacumbas que la compañía vende. Rematado por capiteles griegos a lo largo de un friso que le da el nombre al cementerio, Osiris porta un lámpara de gas y diferentes "divinidades con cabeza de halcones nos miran". Los jeroglíficos en un portón de hierro forjado no significan nada; "desconcertarían a los expertos que quisieran descifrarlos". Y también los desconcertaría de manera más general la estética del cementerio. Diferentes estilos de monumentos -uno puede comprar el estilo de monumento que quiera- se encuentran unos junto a otros. En principio no hay un orden simbólico, ni un orden histórico. Pero hay un espacio en el cual se puede lamentar y recordar de acuerdo con la manera que cada quien pudo solventar, en compañía de un verdadero museo de estilos e incluso de cuerpos: Abelardo y Heloisa y Molière fueron trasladados a Pere la Chaise; John Knox hizo guardia en la Necrópolis de Glasgow. Todo esto sugiere que he andado un largo camino para redescubrir a la burguesía: todo lo que es sólido se desvanece en el aire, las viejas verdades se caen a pedazos. Uno no necesita una antropología o una arqueología o una geografía cultural de la muerte -como sí se necesitaría para estudiar a los antiguos griegos o egipcios- para entender la naturaleza de una nueva civilización que se volvió predominante en el siglo XIX. Pero lo que he tratado de sugerir es que hay algo perturbador en la manera burguesa de poner a los muertos a descansar: una fuerte reacción al deterioro de la muerte que fue desplazada hacia la salud pública, hacia la química y hacia la memoria; una dispersión profunda de los lugares de los muertos. Podría señalar también otras características del nuevo régimen como son el bricollage de estilos conmemorativos; la fabulosa elaboración del culto de la muerte al tiempo que es representada como un simple sueño. Siempre toma mucho trabajo cultural el poner a los muertos a descansar, pero este trabajo toma formas peculiarmente modernas después del rechazo de una descripción trascendental, ampliamente aceptada, de la muerte misma. A las figuras de la Ilustración y a aquellos que siguieron en su tradición les parecía que sustituir la Historia -el progreso, la salud y el avance moral y material- por la religión y la superstición haría las cosas más fáciles. Pero la cosa no fue así. ¿Para Garantizar la Vida Después de la Muerte...? Legados Piadosos al Doblar del Siglo XVIII. Alma Victoria Valdés Dávila Resumen Alma Victoria Valdés: "In Order to Guarantee Life after Death, Devout Legacies Towards the Turn of the 18th Century" In this article I hope to make evident various aspects of the prous legacies left by Indians and Spaniards of the late eighteenth and early nineteenth century. In order to clarify questions related to the above mentioned legacies, testamentary executions were used belonging to two localties in the northern area of New Spain, precisely: The City of Santiago del Saltillo and the town of San Esteban of New Tlaxcala. The devout donations which were destined to guarantee the well being of the soul in afterlife are shown as cultural dossiers that amalgamated diverse religions, economic and political meanings. On the other hand, the particularities of the devout legacies in the city of Saltillo and the town of Saint Esteban refer to some of the cultural differences that existed between these two populations. Finally, one can note the presence, with the passage of time of certain elements which represented the change of meanings and formats of death. Con su narratividad [la historiografía] proporciona a la muerte una representación, que al instalar la carencia en el lenguaje, fue-ra de la existencia, tiene valor de exorcismo contra la angustia. Michel de Certeau La erosión de las convicciones religiosas que caracteriza a ciertos sectores de la sociedad contemporánea, ha convertido la muerte en una prueba aún más difícil; su presencia, súbita o esperada genera sentimientos de rechazo e incertidumbre. Posiblemente, esa misma sensación es la que nos ha llevado de regreso al pasado para indagar acerca de los mecanismos de seguridad que, cercana la hora de morir, emplearon los hombres y mujeres de hace doscientos años. En esa época, las personas establecieron una relación con la muerte distinta de la actual: el acto de morir tenía un carácter familiar y era omnipresente en el espacio colectivo y doméstico; además, la confianza en las ideas difundidas por la Iglesia católica, que concebía la defunción como un momento de tránsito al mundo del más allá, posiblemente ayudó a reducir la inseguridad en ese momento crítico, ya que en todo caso, ante la inminencia de la muerte, lo que preocupaba al moribundo era el juicio divino y los castigos que aguardaban a los pecadores en el infierno y el purgatorio; sin embargo, para paliar esos temores de orden teológico, los creyentes podían recurrir a los ritos cristianos de la confesión y la penitencia que atenuaban el miedo al castigo ultraterreno. En esteartículo abordaré algunas facetas de los legados piadosos de carácter voluntario, que dejaron indios y españoles para garantizar su sobrevivencia gloriosa después de la muerte. Estas disposiciones testamentarias se dictaron en la Villa de Santiago del Saltillo y en el contiguo Pueblo de San Esteban de la Nueva Tlaxcala, al final del siglo XVIII y principios del XIX. En ellas todavía se observa un sentido de religiosidad que integró la seguridad del alma en el más allá, con el cuidado de los bienes terrenales. El peso que se otorgaba a los donativos piadosos en los testamentos de esa época, contrasta con el énfasis en las medidas de previsión terrenal, comunes en los testadores contemporáneos. No obstante esta tendencia, las formas de soporte sobrenatural siguen utilizándose en nuestros días, sobre todo entre los grupos que están expuestos a imponderables, quizá porque, como señala Norbert Elias, la imposibilidad de prever el futuro a largo plazo, hace crecer las necesidades de amparo sobrenatural. Los pliegos testamentarios que se consultaron nos permiten identificar las particularidades de los legados piadosos dispuestos por los moradores de la Villa del Saltillo y del pueblo de San Esteban. Sin embargo, conviene aclarar que, por diversas razones, muchos de los vecinos no testaron; en Saltillo, por ejemplo, la mayor parte de los pliegos que se conservan corresponden a criollos y españoles, y ellos sólo representaban una mínima parte de la población. Por otro lado, la elaboración del testamento estaba sujeta a restricciones y a numerosas normas jurídicas. El dictado de las últimas voluntades estaba prohibido, por ejemplo, a los locos y "desmemoriados", a las personas privadas de la administración de sus bienes, a los herejes, los esclavos, los impúberes de ambos sexos y a las mujeres casadas que no contaban con la licencia de su marido. Algunos de los requisitos que debían cumplirse en el caso de los testamentos "abiertos" eran el uso del papel sellado, testigos y el funcionario que se encargaría de la redacción del documento. Estas comparecencias y el acomodo de las expresiones orales a las fórmulas protocolarias, hicieron que las decisiones de los testadores se vieran mediatizadas, oscureciendo, para nosotros, gran parte de sus sentidos originales. Los legados piadosos que se incluyeron en los testamentos se destinaron de manera explícita a la salvación del alma; pero ellos nos ofrecen, por una parte, matices que los vuelven expedientes complejos que dan cuenta de aspectos de la cultura y la sociedad de la época, y por la otra, se muestran llenos de contrastes y de zonas oscuras difíciles de descifrar. En este artículo se abordarán igualmente algunos de los posibles sentidos que guardaron dichas disposiciones: 1. Una percepción inicial nos remite a estas providencias testamentarias, como expresión de la confianza que se depositaba en la divinidad, en los santos y en las almas de otros difuntos co-mo intercesores en el más allá, creencias difundidas por la Iglesia católica. 2. A pesar de que los testadores tuvieron como referencia el cuerpo doctrinal común al catolicismo, las prácticas a las que recurrieron para apoyar la salvación de sus almas tuvieron un carácter heterogéneo. Esta particularidad se observará desde una perspectiva comparada, destacando las diferencias y contrastes existentes entre los legados dispuestos por los habitantes de la Villa de Santiago del Saltillo y los del pueblo de San Esteban de la Nueva Tlaxcala. 3. Otro aspecto que abordaré en este artículo es el referente a los legados piadosos como manifestación de necesidades terrenales y seculares, tales como la salvaguarda del patrimonio familiar que se lograba por medio del establecimiento de fundaciones de misas y capellanías, las cuales, por lo general, eran manejadas por los familiares directos del testador. En estas instituciones, también llama la atención el uso de criterios contables y normas contractuales, similares a las que se aplicaron en otros asuntos de orden terrenal. 4. Por otra parte, este tipo de disposiciones también expresan las formas de solidaridad comunitaria y las redes de intercambio que se establecían con la divinidad y con los santos de mayor devoción. En las diferentes aristas de este asunto, se destacará la presencia de elementos novedosos en ese tiempo, que, posteriormente, se hicieron comunes y representaron un desplazamiento en las formas y sentidos otorgados a la muerte. Relaciones con las "Benditas Ánimas del Purgatorio" y con otras Entidades Celestiales En la sociedad novohispana, la religiosidad impregnaba la mayor parte de los actos comunitarios. Este hecho y la convivencia cotidiana con la muerte hizo que las personas aceptaran dicho acontecimiento como una posibilidad siempre cercana y que resolvieran el problema de su finitud depositando una mayor confianza en los recursos religiosos que garantizaban su sobrevivencia en el más allá. Así, entre 1800 y 1805, más de la mitad de los testadores de la Villa del Saltillo dispusieron legados destinados explícitamente a la salvación de sus almas y a otras causas piadosas. Uno de los vecinos de la villa especificó, por ejemplo: "mando que después de mi fallecimiento se finque sobre [mi casa] el principal de cien pesos y sus réditos para que anualmente se digan cinco misas rezadas con la limosna de un peso aplicadas por mi alma las de mis mujeres e hija". Otro feligrés que sobresalió por el elevado número de peticiones espirituales que incorporó en su testamento dispuso: "que en el día de mi fallecimiento [...] se digan en sufragio de mi Alma todas quantas missas rezadas se puedan decir por los sacerdotes que ay en esta villa, y subsecuentemente se digan tres novenarios de missa rezadas, los dos en la parrochia y el uno en el convento de nuestro padre San Francisco todos aplicados por mi Alma". Estas disposiciones se sustentaban en un conjunto de creencias que fueron difundidas por la Iglesia católica; quien consideraba que al morir, las personas enfrentaban una doble posibilidad: la entrada en el infierno o el disfrute de la gloria en el cielo. Un si-tio intermedio entre estos dos extremos era el purgatorio, destinado a la purificación de las almas de aquellos que habían muerto sin cumplir sus penitencias o con pecados veniales. La permanencia en el purgatorio se podía extender desde el momento de la muerte, hasta el juicio final o terminar antes, según fueran las culpas pendientes de expiar y los apoyos e indulgencias que se obtuvieran. Las creencias sobre el purgatorio, que se originaron a finales del siglo XII, se vincularon, como señala Le Goff, a un ejercicio de solidaridad entre los vivos y los muertos; de manera que los sacrificios, limosnas y sufragios que los vivos hacían en pro del difunto, le permitían abreviar sus sufrimientos en ese sitio. Las muestras de respaldo a las ánimas del purgatorio se manifestaron en los pliegos testamentarios de Saltillo y San Esteban, ya que la mayor parte de las personas, antes de disponer oficios para sí mismos, abogaron por las ánimas de sus familiares y conocidos. Los habitantes de San Esteban también hicieron donativos a la cofradía de las Benditas Ánimas del purgatorio, y pidieron que se les sepultara frente al altar de ese nombre, esperando, quizá, recibir los beneficios de los vivos que oraban en ese lugar. Otras personas de la villa solicitaron, incluso, que los oficios religiosos se realizaran "hasta el fin de los tiempos"; lo que permite suponer que quisieron garantizar los sufragios en pro de sus almas hasta el día del juicio final, cuando el "juez supremo" destinara a cada quien al lugar que le correspondía. En uno de los apartados iniciales del protocolo testamentario, denominado confessio, también se alude a "la siempre virgen e inmaculada serenísima Reyna de los Ángeles, María Santícima, Madre de Dios y Señora Nuestra", como intercesora o "medianera"ante el tribunal divino. Otras entidades que también se incluían eran el Santo Ángel de la guarda, los santos de devoción y "demás de la corte celestial". Al margen de los formulismos empleados en el pliego, algunos fieles ofrecieron detalles sobre las advocaciones que debían considerarse durante la celebración de las misas: el "patriarcha Señor San Jossé", el "señor san Rafael" y "la virgen de Guadalupe". De igual forma, la virgen de los Dolores resultó beneficiada por uno de los testadores que decidió donarle una "pollera de Lustrina" y unos "zarcillos de diamantes" que habían pertenecido a su difunta esposa. Las huellas de la devoción que se profesaba a las diversas advocaciones de la virgen y a las ánimas del purgatorio, se pueden apreciar hoy en día en las pinturas que se conservan en la catedral de Santiago; ellas ilustran los sufrimientos que aguardaban a las almas en su tránsito por el purgatorio y la intervención liberadora de la virgen del Carmen, de la virgen de la Luz. Los aspectos relacionados con la mortaja, que se incluían en las cláusulas iniciales del testamento, se vinculaban de igual forma con el bienestar del alma en el más allá. En los primeros años del siglo XIX, la mayoría de los testadores de Saltillo solicitaron que se les ataviara con el hábito del "seráfico padre san Francisco". Al hacer esta elección probablemente buscaban abreviar su tiempo de estancia en el purgatorio ya que el sayal franciscano representaba en esa época, una fuente de indulgencias. El uso del hábito como sudario era común entre los vecinos que eran miembros "devotos" de la orden tercera de san Francisco; y tal vez se generalizó porque, desde tiempo atrás, la Iglesia católica había establecido que los que se enterraran con los vestidos de cualquiera de las órdenes mendicantes obtendrían la remisión de la tercera parte de sus culpas, posteriormente esta indulgencia se amplió haciéndose plenaria. En su conjunto, estas providencias hablan sobre el tipo de vínculos que se pretendía establecer con la divinidad y de la confianza que se depositaba en el poder de la virgen y los santos como intercesores ante el "supremo tribunal de Dios". También sugieren que, en ese tiempo, la concepción de la frontera que dividía lo material de lo espiritual, el mundo de los vivos y el de los muertos, era borrosa. Un signo de los desplazamientos culturales que tuvieron lugar al inicio del siglo XIX, fue la decisión que tomaron algunos testadores de no incluir en el pliego testamentario los detalles relativos al funeral y a los oficios religiosos. Ellos explicaron que ya habían comunicado sus decisiones a su albacea, quien se encargaría de darles cumplimiento. En otros casos, incluso se señaló que la elección de estos asuntos se dejaba a criterio del albacea o de al-gunos de los familiares más cercanos. Lo anterior sugiere el deseo de mantener fuera del documento y al margen del receptor, cuestiones que se reservaron para las personas de mayor confianza. Durante la segunda mitad del siglo XIX, los asuntos funerarios y religiosos dejaron de mencionarse en el pliego testamentario; en esa época, las antiguas fórmulas religiosas se sustituyeron por enunciados seculares. Posiblemente, más que desaparecer, estas cuestiones empezaron a concebirse como una elección individual que debía expresarse en el espacio privado. Por otra parte, en todos los casos, las cláusulas de los legados piadosos compitieron en el testamento con otros asuntos profanos, a los que se asignaba igual o mayor importancia. En Europa desde el siglo XVIII -según señala Philippe Ariès-, las limosnas habían dejado de ser el objeto esencial del testamento, y aunque se mantuvieron en el pliego, no ocupaban su totalidad. La Heterogeneidad de las Disposiciones Los legados piadosos que se ordenaron en Saltillo y San Esteban, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, presentan diferencias y contrastes que resultan aún más evidentes cuando se comparan las particularidades de éstos en los dos poblados. En Saltillo, los donativos que se aplicaban a la salvación de las almas se destinaron, por lo general, al oficio de misas que se podían llevar a cabo "por una sola vez" en forma de novenarios o treintenarios, celebrados durante los nueve o los treinta días que sucedían al fallecimiento. Otro tipo de misas eran las de "cabo de año", que se efectuaban en el primer aniversario del fallecimiento. Además de disponer misas, algunos testadores saltillenses ordenaron el reparto de limosnas entre los pobres y la condonación de deudas a sus trabajadores: "mando que se den de limosna a los pobres cincuenta pesos, y que a los peones del serbisio de la lavor se les perdone la tercera parte de lo que resulte devernos según sus cuentas y a los que tubieren dies años de serbisio la mitad". Estas donaciones aparecen en algunos casos como gesto de agradecimiento o como una especie de reparación por los servicios prestados; pero también expresan un gesto de misericordia, que posiblemente se ligó al deseo del testador de contar con las oraciones de aquellos que resultaban beneficiados. Por otro lado, ciertos textos de la época, que criticaron las ayudas post mortem, muestran que con las limosnas se buscaba igualmente aumentar la concurrencia al entierro: No me parece mal que los pobres acompañen á los ricos cuando muertos; pero sería mejor sin duda que los ricos acompañasen á los pobres cuando vivos, esto es en las cárceles, en los hospitales y en sus chozas miserables [...] aliviándoles sus miserias [...] Entonces sí asistirían á los funerales, no los pobres alquilados, sino los socorridos, llorando tras el cadáver de su bienechor. Aunque las celebraciones que se llevaban a cabo por una sola vez fueron solicitadas en determinados casos, la mayor parte de los saltillenses optaron por establecer fundaciones de misas o capellanías, con la finalidad de que los oficios se repitieran con cierta periodicidad o hasta "el fin de los tiempos". Para el establecimiento de las fundaciones de misas y capellanías, se incorporaron mecanismos más complejos que los utilizados en las ceremonias que se realizaban "por una sola vez". El solo hecho de que las fundaciones se instauraran previendo su duración hasta el fin de los tiempos, implicaba que debían considerarse las transferencias a varias generaciones. Estas dificultades pueden apreciarse en los testamentos de aquellas personas que informaron de los compromisos que les fueron delegados por sus ascendientes o cónyuges. La cuestión se complicaba aún más cuando el testador añadía sus propias disposiciones a las que habían ordenado sus antecesores. En 1799, por ejemplo, uno de los testadores reconoció los réditos sobre un principal de cien pesos, que habían sido otorgados por su primera esposa para el oficio anual de cinco misas rezadas por el bien de su alma. Preocupado por dar continuidad a la fundación que le había encomendado la difunta, ordenó a su albacea que hiciera los pagos pendientes para seguir con los oficios hasta que sus hijos -que eran aún menores- redimieran esa cantidad y la pusieran en poder del cura de la parroquia, quien cuidaría de que las misas se siguieran celebrando a perpetuidad. Además de transferir los compromisos de esa fundación, el testador decidió comprometer algunos de sus bienes para la realización anual de otras cinco misas, que se aplicarían en este caso, al cuidado de su propia alma y la de su segunda mujer, así como por las de aquellos con los que había tenido "trato y comercio". Las diferencias que se pueden apreciar en las disposiciones testamentarias de la villa, posiblemente estuvieron determinadas por la fortuna y la situación familiar de los otorgantes. Es probable, que en este asunto influyera el peso de la costumbre y la pertenencia a la parroquia, porque ninguna de las personas que estaban de paso por Saltillo solicitaron misas fuera de las de su entierro. Pese a que
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