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Historia y grafia num10

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Historia y Grafía
 Número 10 
 Al Lector. Guillermo Zermeño 
 Preliminares: Las Culturas de la Historia. Guillermo Zermeño Padilla 
 Los Lugares de los Muertos en la Modernidad. Thomas W. Laqueur 
 ¿Para Garantizar la Vida Después de la Muerte...? Legados Piadosos al 
Doblar del Siglo XVIII. Alma Victoria Valdés Dávila 
 Los Tratados de Paz en la Guerra entre "Bárbaros" y "Civilizados" (Coahuila 
1840-1880). Martha Rodríguez García 
 El Monje Medieval ante su Página. Actitudes ante la Página: la Relación de 
Escritura. Sergio Pérez Cortés 
 La Escritura de un Texto de Indias. La Alegoría como Argumentación Histórica. 
Jaime Humberto Borja Gómez 
 Latinoamérica un Balance Historiográfico. Alan Knight 
 La Experiencia Histórica. Frank R. Ankersmit 
 Aproximación Histórica al Origen del Discurso de lo Femenino: Grecia Antigua. 
Roberto Sánchez Valencia 
 Un Esfuerzo de Sobrevivencia Ideológica: La Educación Privada en el Siglo 
XX. Soledad Loaeza 
 De los Virreyes a los Presidentes: una Sociedad y su Imposibilidad de Escribir 
su Historia. Laura Pérez Rosales 
 Renuncia Sexual y Cristianismos en la Antigüedad Tardía. Norma Durán 
 ¿Es Posible Enseñar Historiografía? Perla Chinchilla Pawling 
Universidad Iberoamericana
Departamento de Historia
Historia y Grafía
Al Lector. Guillermo Zermeño
Historia y Grafía se inscribió desde su comienzo en un horizonte preformado: la 
escritura de la historia en México. Por este solo hecho no partió de cero, ni tampoco 
fue ajena al peso que podían tener las instituciones en las que se sustenta la práctica 
de historiar. Sin embargo, la conciencia de que esta práctica se base ante todo en la 
escritura la pudo ubicar en el cruce de caminos de la interdisciplinariedad. Por ello, 
aun sin ser completamente consciente de sus efectos a futuro, Historia y Grafía se 
plantó en un doble lugar: por un lado, el del quiebre o separación entre el tiempo de 
la escritura y el tiempo relatado y, por el otro, el del lugar de encuentro de las 
múltiples formas que puede tener la recuperación del tiempo histórico, por medio de 
la escritura. 
Esto tiene lugar, como se dijo antes, dentro de una trama preestablecida de 
instituciones y formas de entender la historia. Pero más allá de los intereses 
particulares, actualmente se comparte una idea, se podría decir más bien, una 
necesidad: la del desarrollo de la crítica como condición indispensable para el avance 
y enriquecimiento del saber histórico. Hace falta establecer un marco transindividual 
-que no tiene que ver con la noción simplista de objetividad histórica- para el ejercicio 
de la crítica. Y esto sólo tiene lugar en el nivel de la teoría. Por ello Historia y Grafía 
abrió sus páginas al desarrollo de la crítica historiográfica al incorporar artículos o 
ensayos que propicien la reflexión acerca de lo que sucede dentro del campo de la 
historia e intentar que sus colaboraciones, además de novedosas, contengan un grado 
mayor de abstracción de lo acostumbrado. 
Los "hallazgos" no son nada sino como parte de una interpretación que requiere, sobre 
todo, argumentación para ser confirmada ante los ojos de los lectores 
contemporáneos. Además, como la noción de crítica es polivalente no se pretendía 
otorgarle un valor prescriptivo, al modo de un recetario propio del método científico 
convencional que no nos ha ayudado a superar los juicios arbitrarios. Por esta razón, 
la noción de crítica en el estado actual de los estudios históricos es una noción de 
construcción en busca de un nuevo consenso, fundamentalmente de carácter teórico, 
como parte de un proceso de elucidación colectiva. Así que, se pretendió que no 
faltaran en ninguno de los números reflexiones relevantes que nos permitieran ir 
construyendo el marco de una crítica, presente y futura, que afecta favorablemente 
nuestros procesos y resultados en el campo de la docencia y de la investigación. 
Uno de los retos que actualmente enfrenta la disciplina, después de la caída del 
modelo que separó a los filósofos de la historia de los historiadores, es cómo integrar 
la teoría a la práctica. Por tanto, se ha retomado, desde hace algunas décadas, la 
cuestión que invita a dialogar en torno a lo que significa hoy escribir historia y cuál 
podría ser el valor de esta actividad para nuestra época. 
Si en la historia aceptamos el fin de las fronteras disciplinarias -sólo identificables por 
sus marcas institucionales para fines administrativos, no así en cuanto a la producción 
del saber histórico-, los historiadores podemos resituarnos en ese lugar que es de 
todos y de nadie: la Historia. Si a lo anterior añadimos que ese lugar es resignificado 
constantemente por la mediación de los procesos de comunicación de diversa índole, 
entonces, en un mundo intercomunicado, podríamos aceptar ceder parte de nuestros 
ímpetus chovinistas u ombliguistas para entender que el esclarecimiento de la historia 
que se practica en México no está al margen de los modos de practicar esa historia en 
otros lugares, sean europeos, latinoamericanos, africanos o norteamericanos. 
El esclarecimiento del estatuto de la historia y las respuestas a las interrogantes antes 
planteadas, no es un fenómeno estrictamente nacional, sino que su discusión ha 
llegado a desvanecer todo tipo de fronteras geográficas o lingüísticas. De ahí el gran 
esfuerzo que se ha realizado por traducir y presentar trabajos de otras latitudes, pero 
siempre con la idea de que sirvan de estímulo y de "buenas compañías" para lo cual, 
desde nuestro propio entramado histórico, es dable pensar y discutir. Aquí y en todo 
lo demás, somos conscientes: queda mucho por hacer, por mejorar, por perfilar. 
Como toda publicación, la revista nació con una idea, pero, ante todo, con el propósito 
de agrupar, de convocar a su alrededor a un colectivo, un equipo de trabajo dispuesto 
a compartir nuevos aprendizajes, nuevas exploraciones y experimentaciones. Visto en 
retrospectiva y pese al buen recibimiento que ha tenido dentro de la comunidad 
científica de historiadores y, notablemente, de otros ámbitos disciplinarios, aún queda 
mucho por hacer para seguir avanzando en cuanto al reto y los deseos propuestos. Sin 
embargo, la revista cuenta en estos momentos con el mejor de los augurios para que 
eso sea posible, a partir de este número 10 -sin duda,un buen número en muchos 
aspectos-, Alfonso Mendiola asume la dirección y conducción de esta Historia y su 
Grafía. 
Historia y Grafía
Preliminares: Las Culturas de la Historia. Guillermo Zermeño 
Padilla
Culturas en su doble acepción: cultivo, producción historiográfica, pero también en el 
de las modalidades de sentido que otorgamos al acontecer histórico, al hecho de 
morir, de escribir y de leer, de historiar, de combatir al "bárbaro". Desplazamientos, 
recreaciones, pérdidas y reencuentros, todo tiene lugar en y por el lenguaje: así, las 
culturas de la historia no son sino escrituras de la historia en un movimiento de ida y 
de regreso. 
Los ensayos que componen este expediente son resultado de investigación en unos 
casos, en otros, exploración de nuevos objetos. Pero a todos los une el interés de 
restituir el sentido de los enunciados, dispuestos en sus fuentes, a la particularidad de 
su lugar de producción o sistema de sentido. Es notable, por ejemplo, la necesidad de 
retomar prácticas olvidadas como la de la retórica o la de los discursos médicos, 
religiosos o literarios para intentar comprender lo que los textos, fuera de contexto, 
callan. De las llamadas "fuentes" históricas, perdida su función comunicativa, nos 
quedan las formas de su escritura, única posibilidad para entender lo que nos quieren 
decir y no sólo lo que quisiéramos escuchar. 
En apariencia, poco tiene que ver un ensayo con el otro: la región del noreste 
mexicano con Colombia o Venezuela o con Europa y Estados Unidos; el acto de testar 
con el de firmar tratados de paz, el acto de escribir crónicas con el de planificar 
cementerios. Acciones disímiles ligadas en torno aun mismo oficio: el de historiar o 
tratar de comprender el sentido de las escrituras pasadas, a partir de su alteridad. Sin 
este ejercicio a occidente sólo le quedaría la prolongación del monólogo y del 
ensimismamiento: la serpiente mordiéndose perennemente la cola. Este trabajo, sobre 
y desde el lenguaje, nos ayuda a descubrir que el pasado no está al lado, sino dentro 
del presente. Toda actividad -redactar tratados de paz, escribir testamentos, copiar 
manuscritos- es parcial por estar subordinada a la lógica de acción de su propio 
presente. Acaso sea el privilegio y poder del historiador ponerse en situación de ver 
las dos caras del asunto, la del pasado y la del presente. 
Este expediente da cuenta, en esencia, de un mismo pero doble movimiento: 
transformación y desaparición. La transformación de las Crónicas de Indias en 
monumentos fundacionales de nacionalidad conlleva la desaparición de su sentido 
originario; la transformación del territorio norteño en un campo de expansión 
económica, incluye la extinción del indio nómada; la implantación de un nuevo 
modelo más escenográfico de sepultar a los muertos, se acompaña de la pérdida de 
una relación más próxima entre los vivos y los muertos; la secularización progresiva 
manifiesta en las formas de dictar testamentos, evidencia los desplazamientos de 
sentido de los términos utilizados y de las formas de morir; finalmente, porque en la 
historia no podemos hablar de una sino de múltiples transformaciones, una nueva 
forma de relación entre el autor y la página escrita, presupone la ausencia de otras 
anteriores. Esta conciencia de la historicidad de las cosas y personas ocurre en un 
tiempo presente continuo: el de nuestra época moderna. Y la pregunta de fondo que 
se le plantea al historiador moderno es: hasta dónde puede restaurar el sentido 
originario "desaparecido" y qué razón tendría para hacerlo. El dilema es real y con 
implicaciones tanto éticas como epistemológicas. 
Max Horkheimer con su particular estilo hace la siguiente consideración en el ámbito 
de la "nueva historiografía" alemana de la posguerra: 
Si uno está profundamente caído, expuesto a una eternidad en tormentos que los 
demás hombres le infligen, entonces eleva, como una ilusión liberadora, la idea de 
que vendrá uno que está en la luz y le permitirá de nuevo conocer la verdad y la 
justicia. No es necesario que ello ocurra mientras él vive, ni siquiera durante la vida 
de aquéllos que le torturan a muerte: pero un día, no importa cuándo, todo esto se 
arreglará. La mentira, la falsa imagen que de él se da, sin que se pueda defender, 
desaparecerán ante la verdad, y su vida real, sus pensamientos y fines, así como los 
sufrimientos infligidos, al final se conocerán públicamente. Es amargo morir difamado 
y en la oscuridad. Iluminar la oscuridad es la gloria de la investigación histórica. 
Si queremos comprender los rasgos propios de nuestra cultura -además de las 
innovaciones tecnológicas que tienden a acelerar estas transformaciones y que parecen 
determinarlas-, necesitamos preguntarnos por el valor que los actores dieron a las 
cosas y las estrategias que siguieron para conseguirlas. Es una reflexión que incumbe 
por igual al historiador pues su forma de escribir historia puede también tener una 
connotación valoral (no hay escrituras neutras) en cuanto que nos remite a la 
racionalidad, propia de los objetivos y medios que una determinada comunidad de 
escritores y lectores comparte. 
Más allá del control unilateral del presente sobre el pasado y de su registro como 
cosa, esta colección de ensayos intenta establecer un diálogo en un doble nivel. 
Primero, el del presente con su pasado, en el cual no son definitivas las distancias o 
lejanías cronológicas, sino las marcas del pasado en el presente. Dicho diálogo es 
factible porque en el proceso mismo de producción del texto se construye eso que 
llamamos "realidad del pasado" y ésta sólo puede ser observable por la creación de la 
misma. Cada uno de los cinco artículos nos recuerda aspectos que son completamente 
evidentes, sólo en apariencia y cuyo sentido parece ser únicamente de una cara, como 
escribir o morir, leer la historia de la conquista americana o la del norte mexicano. El 
diálogo se realiza gracias a la resistencia inherente a los materiales del pasado, a las 
marcas y heridas dejadas por éste en el presente. Huellas invisibles pero no menos 
reales. 
En segundo lugar, todo diálogo con el pasado es un diálogo con el presente mismo, 
que se realiza entre los vivos a propósito de las nociones y conceptos históricos, 
marco de identidad de un grupo o una comunidad determinada. Este diálogo está 
marcado por una voluntad de decir verdad. La reunión de ensayos, en apariencia tan 
dispares, puede producir al respecto efectos inesperados; lo que parecía tan distante y 
anómalo, como "la relación de escritura" del monje medieval, puede estar más cerca 
de lo que parece, que nuestras formas acostumbradas de leer las crónicas o los partes 
militares de "la guerra contra el bárbaro" aunque más cercanas y afines en el tiempo, 
nos sean más distantes en cuanto a la comprensión de su "verdad". Lo mismo puede 
advertirse al intentar desentrañar los motivos que explican la modificación de ciertas 
prácticas relativas a las formas de entierro o las de testar y los cambios de sentido de 
palabras como "legados piadosos". 
"Desnaturalizar" la historia presupone señalar las atribuciones de sentido y 
significado valoral de las acciones emprendidas, sus razones, "naturales" para sus 
protagonistas, extrañas y ajenas para sus historiadores. Éstos existen porque, 
crecientemente, todo aquello que parece natural al presente como el indígena 
folklorizado el escribir y el leer, las formas de tratar a los cadáveres o de testar, son 
parte de un relato construido. Frente a la mirada del historiador, el hombre es 
naturaleza, pero sobre todo cultura. 
Sólo desde el análisis de la cultura y sus procesos complejos de articulación tenemos 
acceso a lo desaparecido que, sin embargo, permanece cuando nos transformamos en 
otros. Así, aunque podemos sentirnos connaturales a las prácticas de la 
modernización reciente, la del siglo XIX, también es cierto que podemos hablar de la 
contigüidad que, en otros aspectos de la cultura, podemos sentir con la del escriba y 
monje medieval. Frente al trabajo del historiador de la cultura, nuestras categorías de 
cercanía o distancia temporal pueden cobrar otro significado. Podemos preguntarnos, 
¿quiénes son nuestros contemporáneos, quiénes nuestros antepasados? 
 
Universidad Iberoamericana
Departamento de Historia
Los Lugares de los Muertos en la Modernidad. Thomas W. 
Laqueur
Resumen 
Thomas W. Laqueur: "The Places of the Dead in Modernity" In this essay the origen 
and meaning of the modern cementary is explored. This is a process which took form 
around 1800 and that consists in transferring the dead from the autarquic and 
parrochial community realm to graveyards planned especifically for that purpose. The 
thesis sustained is that graveyards reveal and are the result of two distincts forms of 
imagening death and the community of the dead during modern times. The 
transformation of the outlook about corpses absorbed through the first type has to do 
with the transformation the language of medicine, hygiene and chemistry. The corpse, 
deprived of its metaphysical wieght, became a repulsive object. As a consequence of 
the anxiety caused by this process of separation, within the real of the symbolic, the 
memory was filled by the edification of mortuary monuments. A memory not 
contaminated nor dangerous to public health. This preocupation for hygiene is seen 
more as a symtom rather than a cause of said desplacement of the dead to other 
spaces, this expresses the ascent of a new clase, the bourguoise. 
En este ensayo se analiza el origen y el significado de los espacios en donde 
depositamos a los muertos, la historia del cementerio: "un desarrollofascinante e 
intrincado que revela una parte completamente nueva de la sensibilidad 
contemporánea"; "la marca identificadora de una cultura", como lo describe Philippe 
Aries. Pero, de manera más específica, quisiera sugerir que el campo funerario 
secular, hoy explícitamente convertido en jardín, es decir el cementerio, como opuesto 
al patio de iglesia usado como tal o a otros espacios sagrados o habituales, es en 
sentido estricto la invención de un periodo crítico en la historia de nuestros tiempos 
-de finales del siglo XVIII y principios del XIX-, que pensar acerca de sus orígenes y 
significado nos podría permitir entender ese algo, si es que lo hay, distintivamente 
moderno acerca de la muerte y, en particular, acerca de poner a los muertos a 
descansar en la modernidad. No hay claridad en cuanto a qué tanto puede decirse 
acerca de esta materia. Como lo señala William Empson en su poema Ignorance of 
Death: 
I feel very blank upon this topic And think that though important, and proper for 
anyone to bring up, It is one that most people should be prepared to be blank upon.
 
Si hay poco que decir acerca de la muerte, lo que hacemos con los muertos está menos 
velado por el silencio. Sabemos que a diferencia de los pobres, los muertos no 
siempre están con nosotros. De hecho, desde 1804 empezaron a alejarse 
definitivamente de los vivos a ciudades propias: fuera de los patios de las iglesias y 
de otros espacios religiosos donde sus cuerpos se habían confundido por la cercana 
proximidad de unos con otros y por las idas y venidas cotidianas de los vivos; a 
lugares geográficamente distantes (y para la clase media mucho más privados) de 
donde habían residido alguna vez. Se trasladaron a sus propiedades absolutas, a las 
necrópolis. Pere la Chaise no es literalmente el primer cementerio construido por 
europeos; Park Street en Calcuta se abrió en 1767 y pronto se llenó de tumbas que se 
ven como si hubieran salido de las sendas de un parque romano, aunque de hecho 
estaban en los márgenes del parque de venados de Sir Elijah Impey. 
Indudablemente hay otros cementerios coloniales que son de una época anterior como 
los cementerios islámicos, por supuesto, en especial esos de Constantinopla, que 
fueron muy admirados por Mary Wortley Montagu, William Wordsworth y Samuel 
Coleridge y muchos otros. Pero estas construcciones anteriores no deben apartarnos 
del hecho de que Pere la Chaise fue, y así se entendía en su época, una innovación 
radical en la geografía espacial de los muertos en relación con los vivos y de los 
muertos en relación consigo mismos. Muy pronto llegó a convertirse en el símbolo -o 
casi un nombre- de una clase de cementerio que triunfó ahí donde la burguesía triunfó 
o esperaba triunfar. 
Al igual que los pobres, sin embargo, la conformación de los muertos como 
comunidad en sí misma o como parte de una comunidad más amplia ha sido siempre 
fluida y lo fue especialmente en las décadas alrededor de 1800. La reforma en el 
mundo protestante había cortado sus lazos directos con los vivos, incluso ahí donde la 
idea de purgatorio seguía imperando, las almas que allí esperaban recibían mucha 
menos atención a finales del siglo XVIII de la que habían recibido anteriormente. 
Durante el siglo XIX el mundo de los muertos fue desplazado una vez más: el nuevo 
espacio del cementerio público les permitió a una cierta clase de los vivos imaginar 
un nuevo orden del mundo de los muertos: un orden en el que el linaje le cedía paso 
a la historia y en el que no había "extraños" -como había en los cementerios de las 
iglesias- pues cualquiera que contara con medios y talento podía obtener acceso a la 
misma categoría que cualquier otro; un orden en el que la especificidad histórica de 
un lugar y la autarquía de la parroquia cedió paso a jardines planeados de manera 
consciente: pintorescos, naturales, extravagantes o insulsos, los cuales podían estar en 
cualquier sitio, significar cualquier cosa y pertenecer a cualquiera. El emperador de 
Brasil quiso un Pere la Chaise cerca de su capital y la Merchant Adventurer's 
Company quiso uno en Glasgow. Por otro lado sería absurdo hablar de exportar 
Stoke Poges, el cementerio de la iglesia parroquial que Thomas Gray supuestamente 
imaginó como el sitio de su elegía más famosa y el poema con mayor número de 
reimpresiones de finales del siglo XVIII; el Cementerio de los Inocentes en París sólo 
ahí tiene sentido. Su esencia residía en que los muertos estaban en donde estaban, y 
donde habían estado el tiempo suficiente como para haberse convertido en una parte 
sagrada y significativa del paisaje. En el derecho consuetudinario del cementerio, el 
uso comunal de ciertas tierras o áreas de la iglesia en las que la propiedad de tierra 
era de servidumbre le cedió su puesto a la propiedad de feudo franco que todos 
podían comprar por medio de contratos de arrendamiento. Se trata de un mundo en el 
que el arte asequible comercialmente produjo un bricollage, que podía significar tanto 
o tan poco como quisieran los compradores -ya sea dentro de un orden como en un 
museo o sin un orden aparente-, desencadenado por la tradición o por las limitaciones 
de una historia común o de una cultura. (Los monumentos en una iglesia se 
sucedieron unos a otros de la misma manera que los estilos se han sucedido unos a 
otros a través de los siglos). 
En suma, quisiera sugerir que el cementerio revela -y es el resultado de- dos 
características, distintas pero íntimamente relacionadas, de imaginar la muerte y la 
comunidad de los muertos en la modernidad. La primera tiene que ver 
específicamente con el cadáver. Absorbido cada vez más en el lenguaje de la 
medicina, de la higiene y de la química, insignificante metafísicamente, se volvió 
intolerablemente repugnante, básicamente por su descomposición material. William 
Hale, archidiácono de Londres durante los años de 1840 y 1850, pudo haber tenido un 
interés propio al oponerse al cementerio, pero tenía razón en considerar que los 
motivos de las propuestas tenían, como él lo dijo, "su origen en un disgusto filosófico 
[y yo añadiría visceral] por los emblemas y la realidad de la muerte". Y conforme el 
cadáver en descomposición se volvía un objeto de atención científica, también se 
volvía una fuente de aguda ansiedad y disgusto, de una ansiedad que, quisiera 
sugerir, fue desplazada al monumento y a los lugares conmemorativos que habían 
sido construidos habitualmente. Pere la Chaise, como lo señala el diseñador inglés 
más importante de cementerios, fue "dedicado al genio de la memoria", un lugar en 
donde, como los antiguos, nosotros modernos podemos contemplar la muerte "nunca 
contaminada por la idea de un osario, ni por los emblemas repugnantes de la 
mortalidad". La memoria limpia. 
La segunda característica tiene que ver con la comunidad. Los miembros de la 
burguesía, los creadores conscientes y exclusivos -o en cualquier caso los únicos 
visibles- habitantes de los cementerios, imaginan allí un nuevo mundo de su propia 
creación: una nueva comunidad de los muertos, representada en el limpio y dulce 
olor, en la totalmente nueva geografía real o simbólica del cementerio, que refuerza 
un cierto peso, solidez y crédito de una nueva comunidad de los vivos. 
Quisiera empezar con el presente e ir hacia el pasado para poder sugerir qué tan 
singularmente moderno es el cementerio. Dos ejemplos: mi colega, el distinguido 
historiador judío Amos Funkenstein murió el año pasado. Él había nacido en Israel, 
era hijo de un rabino que había nacido en Alemania; hablaba un inglés perfecto, 
aunque con acento, y pasó lo que tenía la apariencia de ser una vida intelectual 
sumamente rica hablando con Aristóteles, Santo Tomás y Emmanuel Kant, entre otros, 
en sus propias lenguas y más o menos en una relación de igual a igual. Al tiempo de 
su muerte tenía compromisos en Berkeley y Tel Aviv. Está enterrado en el Cementerio 
Sunrise enfrente del centro comercial de Hilltop en la carretera interestatal80 hacia el 
este, rumbo a Sacramento. Yo sólo había estado ahí una sola vez; tomé la salida a la 
derecha hacia el cementerio, en lugar de la salida izquierda hacia Macy, cuando fui 
cargador del féretro del padre de uno de mis colegas, un hombre al que había visto 
sólo algunas veces, que había llegado del Bronx a Berkeley para estar cerca de su hijo 
y que murió poco después de su migración al oeste. Mi viejo colega de Tel Aviv y el 
padre de uno de mis colegas actuales de Nueva York descansan en la sección judía de 
un cementerio -los cristianos y otros están tan sólo a la vuelta de una esquina o sobre 
la elevación- cuya localización no está muy lejos de la refinería de Richmond y que 
fue determinada por lo más importante, o tal vez debería decir por algo tan 
importante como el precio de la propiedad real. 
Un segundo ejemplo de lo extraño que resulta el poner a descansar a los muertos en 
nuestra época podría ser el caso de mis padres. Sus cenizas están en un arriate de 
flores cercano a la cabaña de verano en Virginia que construyeron en 1955, cinco años 
después de haber llegado a América. En un sentido esto no es tan extraño; ellos 
amaban el lugar y yo voy cada año para tener un sentido de su presencia. Pero el 
hecho de que estén ahí es resultado de una historia muy moderna. Mi padre tal vez 
podría haber acabado en el gran cementerio judío de Wiessensee en Berlín con sus 
acres de impresionantes mausoleos clásicos, con sus arcadas o tumbas modeladas 
según el estilo de ese último cónsul romano, o cerca de su padre en Hamburgo quien 
de una manera más modesta tiene una lápida que de manera similar refleja el 
compromiso con la muerte de la comunidad judía alemana, para imaginarse ellos 
mismos como una sección judía de una Burgertum (ciudadanía) alemana. Pero no fue 
así. Las cenizas de su madre están en algún lugar de West Virginia. Las cenizas del 
padre de mi madre están en algún lugar cerca del campo de Polonia y el cuerpo de su 
madre en algún lugar de Israel. 
Yo no soy de ningún modo el primero en encontrar extraña esta dispersión de los 
muertos, aquí y allá en lugares remotos. Un visitante de San Francisco en 1855, por 
ejemplo, describió el cementerio que había sido construido en dieciséis acres de tierra 
en lo que había sido tres años antes la "triste y desolada" tierra semidesértica de Yerba 
Buena. Pero la gente había empezado a construir todo tipo de monumentos, de 
manera que ahora todo parecía, él dice, "del mejor estilo parisino" a imitación de "los 
sepulcros de Pere la Chaise". Sin embargo, todavía más relevante es la observación en 
esta fuente de que "los lugares de sus nacimientos [él habla de los muertos] eran tan 
diversos". "Ahora ellos duermen unos al lado de otros... americanos y europeos, 
asiáticos y africanos son hoy la misma sucia substancia". El hecho de que las 
distinciones sociales se borran entre los cadáveres, es por supuesto un tropo antiguo. 
Pero la referencia aquí no tiene que ver con la nivelación en la muerte de todas esas 
jerarquías que ordenaban el mundo de los vivos, y que parecían hasta cierto punto un 
tanto fijas y antiguas, sino con las distinciones que la sociedad burguesa occidental 
había creado para definirse a sí misma en relación con el resto del mundo: el orgullo 
del blanco de no tener la sangre de "las razas amarillas, rojas o negras", el orgullo del 
"hombre de progreso" sobre los "nativos serviles de los climas cálidos" se equilibraba. 
El mundo del comercio, del imperio y de la esclavitud se manifiestan tanto en los 
refinados estilos parisinos como en la contemplación de la "sucia substancia" que 
apenas y se oculta en monumentos sencillos. Y sea lo que sea el significado de esto, 
habla de una especie nueva de democracia de los muertos en un espacio muy lejano 
de los vivos. 
El problema de la suciedad y del olor está en el centro de lo que representa el 
cementerio moderno. El lenguaje de "salud pública" es el lenguaje de esa concepción 
nueva y secular del cadáver que es borrada púdicamente y que no está representada 
en un Pere la Chaise o en un Highgate (en el norte de Londres) o en un Mt. Auburn (en 
los suburbios de Boston). Pero sería perder el significado cultural crítico de estos 
nuevos espacios si fuéramos a contar la historia del cementerio como el relato 
relativamente simple de médicos activos y heroicos, de filósofos de la Ilustración y de 
burócratas que reconocen el peligro que representa para la salud de los vivos el tener 
entre ellos la carne en corrupción y que promovieron con éxito que fuera expulsada 
de su entorno. Necesito declararme en contra de un relato tan funcionalista para 
subrayar el papel culturalmente más complejo que la salud pública y la visión del 
mundo científico materialista desempeñaron para la creación de nuevos espacios para 
los muertos. Si la suciedad es una "cuestión fuera de lugar" como Mary Douglas tiene 
fama de haberla definido, la cuestión que se nos presenta es por qué el cadáver llegó a 
ser entendido como "fuera de lugar" justo en el lugar en donde se le había puesto 
desde por lo menos el siglo VI y por qué el cementerio específicamente, siendo una 
entre varias soluciones para el problema de disponer de la carne humana en 
corrupción, se tornó la solución para hacer de los muertos seres otra vez limpios. 
No es un mandato del cielo que, como sucedió en Londres en 1852, los comisionados 
del alcantarillado remplazaran a la iglesia como administradores legalmente 
reconocidos de los entierros de la ciudad. En suma, quisiera tratar a los científicos en 
la tradición de la Ilustración de la manera en que los antropólogos consideran lo 
limpio y lo no limpio en otras culturas. 
El problema de una sobrepoblación de cadáveres que tanto inquietó a los 
reformadores de los siglos XVIII y XIX no es nuevo ciertamente; lo que sí es nuevo es 
la manera en que lo entendieron. Sería difícil saber, de hecho, qué significaba 
"atestado" en el antiguo régimen de entierros en el que un solo lugar había servido 
para generaciones de muertos durante siglos, por no decir milenios. La junta 
parroquial de Botolph Bishopgate destacaba en 1621 que el cementerio de la iglesia 
estaba "tan lleno de cuerpos", que ni siquiera había sitio suficiente para enterrar a un 
niño; los registros de entierros cada vez más extensos aparentemente no reflejan el 
problema. El Cimetière des Innocents absorbió cerca de dos millones de parisinos en 
un área de 60 x 120 metros durante siete siglos antes de que se cerrara en 1780, es 
decir, casi 300 cuerpos por metro cuadrado. Evidentemente la tierra ya podía 
considerarse como "llena" desde hacía mucho tiempo, considerando cualquier criterio 
moderno, mucho antes de que los reformadores le pusieran atención al problema. 
Cuando el fundador de los cuáqueros, Geoge Fox, fue enterrado en el lote de un 
amigo en Bunhill Fields -el cual no era desde luego un cementerio parroquial, pero 
casi su equivalente para los disidentes-, Robert Burrow señaló que era grande aunque 
estaba "bastante lleno": 1,100 cuerpos, víctimas de la plaga o de la tortura en las 
cárceles ya estaban ahí. Diez mil cuerpos más acompañaron al de Fox en el curso del 
siguiente siglo. Las clases bastante prósperas o socialmente ambiciosas que desde el 
siglo XVII en adelante eligieron ser enterradas en la iglesia misma ya casi no tenían 
espacio, ni intimidad, ni descanso. El terreno debajo del pavimento se llenaba rápido. 
Cuando Pypys en 1664 buscó una sepultura en el ala central de St. Bride para su 
hermano, el sacristán le prometió -después de aceptar una propina de 6 dólares- que 
"los amontonaría [otros cuerpos] pero que le haría un espacio a él". Se conmemoraban 
más de cien entierros -otros muchos nunca serían recordados- sólo en el piso del ala 
sur del coro de la catedral de Bristol. Con la excepción de las criptas familiares, las 
cuales pertenecían casi todas a las familias terratenientes, el suelo debajo del 
pavimento de la iglesia, al igual que el cementerio dela iglesia, ya no era la 
propiedad de una sola generación de ocupantes. 
La compactación, y la mezcla de cuerpos y ataúdes, en varios estados de deterioro era 
una condición permanente, una consecuencia inevitable de dos doctrinas distintas: la 
primera tenía que ver con "ubi decimus persolvebat vivus, sepeliatur mortuus", 
(literalmente el derecho de ser enterrados en el lugar en el que se habían pagado los 
diezmos, pero en general con el derecho consuetudinario de ser enterrado en el lugar 
en donde uno había vivido); y la segunda, implícita en la primera, la doctrina de que 
el terreno del cementerio de la iglesia era, como lo define Lord Stowell en el celebrado 
caso del siglo XVIII de Gilbert v Buzzard, "la propiedad común de los vivos, y de las 
generaciones venideras, y sujeto sólo a apropiación temporal". Así, nadie podía 
reclamar el derecho de un espacio indefinidamente y, Stowell continuaba, "ha de 
llegar el momento en que sus restos póstumos [de los cuerpos] deben mezclarse y 
volverse parte de la misma tierra en que sus restos fueron depositados". 
La urbanización y el crecimiento de la población del siglo XVIII ciertamente 
presionaron más al sistema pero el hecho del amontonamiento era algo natural. Los 
arqueólogos estiman que el cementerio de iglesia promedio, que fue utilizado 
durante más o menos un milenio, podía contener los restos de aproximadamente diez 
mil cuerpos. Esto explica la usual elevación del terreno por encima del nivel del piso 
de la iglesia y el aspecto deforme que llama tanto la atención en las representaciones 
de los siglos XVIII y XIX. De hecho, esas protuberancias son el último añadido 
desnivelado. Casi desde el principio los sepultureros cortaban, despedazaban, 
volteaban o apiñaban las tumbas de anteriores ocupantes para hacerles espacio a otros 
y aparentemente cada cien años más o menos nivelaban el terreno y empezaban de 
nuevo. Las protuberancias que aún podemos ver hoy día escaparon otra ronda de 
reciclamiento cuando los cuerpos dejaron de llegar y ahora, los supervivientes de otra 
época, están en la cumbre de una mezcolanza de capas -una estratigrafía de huesos- 
que llega a ocupar por lo menos un par de metros sobre el subsuelo, o más. St. Giles 
en Londres fue reconstruido porque "la suciedad y diversas materias extrañas" para 
1730 ya habían levantado el terreno del cementerio ocho pies (aproximadamente 2.4 
metros) por encima del piso del edificio y John Evelyn cuando visitó Norwich en 1671 
observó que las iglesias "parecía que habían sido construidas en pozos" pues la 
"congestión de cuerpos" había levantado el terreno que los rodeaba. (Los lectores 
de Afinidades Electivas de Goethe recordarán que una de las innovaciones del paisaje 
de Charlotte en el cementerio de la iglesia era que las tumbas tenían que nivelarse, 
como lo están en el cementerio moderno, y el terreno debía mantenerse parejo para 
volver a sembrarlo. Parte 2, cap. 1) Los cementerios atestados y sus olores 
concomitantes no fueron un descubrimiento de la Ilustración. 
La cuestión es la que planteó Alain Corbin acerca del olor; en este caso porque la 
corrupción se volvió contaminación, porque las "exhalaciones que resultaban de la 
putrefacción de cadáveres" -su olor- tenía que llegar a ser considerado tan 
particularmente fétido. Como argumentaba el archidiácono Hale en 1854, su 
cementerio en la iglesia de St. Giles Cripplegate estaba hecho esencialmente de la 
composta de setecientos años de entierros y tenía el olor, en la superficie y en las 
muestras que se tomaron a seis pies (1.8 metros) bajo tierra, de la composta, del 
amoníaco. "La tierra", dice, "tenía las cualidades del tesoro que espera encontrar el 
campesino en cada porción de campo bien cultivado". Como puede decir el fisiólogo, 
conforme se evapora el amoníaco: "eviten este lugar porque es peligroso para la 
salud". 
El reclamo principal de los defensores de los cementerios no era tanto el que el 
amontonamiento en sí se hubiera vuelto insoportable, aunque esto tuvo un papel 
importante en las discusiones inglesas de finales de la década de 1830 y de 1840, sino 
que los peligros a la salud pública que podía ocasionar la putrefacción de la carne 
humana eran ahora demasiado evidentes como para ser ignorados. El hecho de que el 
miasma causara enfermedades era ampliamente aceptado; y de que la carne en 
descomposición y putrefacta despidiera olores inconfundibles era irrefutable. Así, se 
llegó a la conclusión de que algo que tuviera un olor tan repugnante -de acuerdo con 
su propia idea de lo repugnante- tenía que ser patogénico. La carne en 
descomposición mataba y por lo tanto tenían que deshacerse de ella por el propio 
bien de los vivos. Este no era un argumento totalmente improbable. Por lo menos 
desde los tiempos de Hipócrates se ha pensado que el miasma causa enfermedades; 
se necesita considerar sólo la correlación que existe entre los fétidos pantanos y las 
diferentes fiebres de malaria. El interés en los peligros de las emanaciones de los 
cuerpos con vida y enfermos era grande entre los médicos del siglo XVIII. Pero la 
insistencia -en una retórica llena de ilusiones relacionadas con el excremento y de 
detalles químicos y olfativos de lo más sangrientos- en que los cuerpos son 
especialmente peligrosos es más novedosa. 
La putrefacción antes se había entendido de manera diferente. Algunos muertos 
tenían el olor de la santidad a diferencia del olor de los cuerpos ordinarios; o la 
corrupción corporal con todo su carácter desagradable llegó a representar un estado 
terrenal que debía llevar a una vida eterna más dulce con un nuevo cuerpo 
incorruptible; o era aceptada como parte del simple olor del orden de las cosas. Se 
necesitan más hechos o proporcionar nuevos conocimientos para explicar por qué el 
grotesco placer en el deterioro que caracterizó, por ejemplo, las tradiciones 
escatológicas sobre las cuales Caroline Bynum ha escrito recientemente, o por qué la 
pintura momento mori fue desplazada por una nueva sensibilidad en la que la carne 
en descomposición ya no apuntaba a una vida posterior, ni a nada trascendente, sino a 
una vida limitada aquí en la tierra. En otras palabras, los cuerpos se volvieron 
seculares. 
De hecho, los cadáveres no causan enfermedad y resulta todavía más pertinente el 
hecho de considerar que los contemporáneos lo sabían. Edwin Chadwick recibió una 
carta escalofriante, de esas que a uno no le gustaría recibir justo antes de llevar a 
imprimir un trabajo como experto en una materia, en vísperas de la publicación de su 
famoso e incendiario informe de 1843 sobre la internación en pueblos y ciudades. Era 
un comentario, una versión en borrador de su colega y benthamita compañero de viaje 
Southwood Smith y no era alentadora: "La base de toda la cuestión", escribe Smith, "es 
que la materia animal en un estado de descomposición es perjudicial para la salud. 
Ahora me parece que la evidencia de esa verdad fundamental en su informe no es 
demasiado fuerte, es demasiado concisa y no tan diversa como debería ser". 
Básicamente, dice, el informe no es "lo que se necesita para producir una impresión 
poderosa en la mente pública y recomienda enormemente [la palabra está subrayada 
en la carta] reforzar la evidencia". El pobre Chadwick ya no tenía mucho que hacer a 
esas alturas. 
Pero él debió haberlo sabido. Cuando la publicación médica reformista The Lancet 
discutió la cuestión en la década de 1840 diversos corresponsales señalaron que la 
evidencia del siglo XVIII que aludía al peligro que representaban los cuerpos, incluso 
cuando se añadían las masivas compilaciones de horrores -como las 258 páginas del 
Dr. George Walker: Gatherings from Graveyards, Particularly London (1839)-, no 
confirmaba la tesis. Un médico, por ejemplo, señalaba la cantidad de disecciones que 
todos habían hecho sin enfermarse. Y no pasó desapercibido el hecho de que los 
mismos médicos y defensores de la salud pública, que estaban tan a favor de sacara 
los cadáveres de los cementerios de las iglesias, habían sido también los grandes 
defensores de los Actos de Anatomía que pusieron a disposición de los médicos los 
cuerpos de los pobres no reclamados. La epidemiología que tenía como propósito 
mostrar los peligros del internamiento intramuros era también débil, estaba basada 
por completo en la anécdota y era refutada con facilidad por otras evidencias 
igualmente circunstanciales. Como lo señaló Matthiue Orfila, el distinguido 
profesor de medicina forense en la Sorbona, en 1800, la evidencia de que los cadáveres 
eran particularmente peligrosos era ya bien apócrifa o exagerada o irrelevante: los 
supuestos daños no eran debidos a las "exhalaciones putrefactas". Informa -como lo 
hacen los patólogos a quienes he consultado- que él y sus asistentes habían hecho 
muchas exhumaciones y autopsias, sin tomar ninguna precaución especial y que 
nunca se habían enfermado. 
No es de sorprender. Los cadáveres son probablemente menos peligrosos que las 
personas infectadas vivas. Una mirada más técnica a la cuestión esclarecerá el hecho 
de que los médicos y sus aliados que se mostraban tan a favor de sacarse a los 
muertos de en medio eran guiados por algo más allá de lo que la ciencia de entonces 
podía demostrar. Uno de los casos más citados -en Inglaterra, Italia y los Estados 
Unidos- hasta la década de 1840 fue reportado por primera vez en 1771 por un médico 
de Montpelier llamado Haguenot. Él no había tenido mucho éxito para combatir la 
costumbre universalmente aceptada de enterrar a los muertos entre los vivos en las 
iglesias y sus alrededores, dice, y deseaba informar las siguientes observaciones con 
la esperanza de modificar la opinión pública. En la iglesia de Notre Dame él notó un 
olor fétido conforme se aproximaba a la cripta; y se volvió más intenso cuando 
abrieron la "cueva". Introdujo una vela encendida en la profundidad y se extinguió la 
llama, "como si hubiera sido sumergida en agua". Los perros, gatos y pájaros que se 
introdujeron en la cueva murieron en un espacio de dos minutos; los gatos, que eran 
los más fuertes, y los pájaros, los más delicados, en unos cuantos segundos. Las 
botellas que se introdujeron en la cueva recolectaron un gas que todavía tenía su 
efecto pero no tan fuerte como en el sitio. Concluye que la "emanación mefítica" en la 
"cueva común" era peligrosa no sólo debido a que el aire hubiera perdido su 
elasticidad o por la falta de aire, sino, en especial, debido a "las exhalaciones 
corrosivas de los cadáveres". 
Esta última jugada es reveladora. Bernadino Ramazzini, el padre fundador de la 
patología orgánica, ciertamente no era un gran amigo de los olores desagradables: 
inhalar aire malo, dice "es contaminar los espíritus animales". Y fue él mismo parte 
del movimiento del siglo XVIII que hablaba de ese desagrado en nombre de los 
médicos: "nada debe ser demasiado sucio u horrible para que lo revise un médico". 
Pero Ramazzini claramente ve el problema de que el trabajador en la "fosa común" 
tiene mucho en común con el trabajador de otros espacios cerrados; los esclavos en la 
antigüedad, por ejemplo, estaban consignados a trabajar en las cavernas, en las minas, 
en los drenajes y los sepulcros; los curtidores, los molineros de aceite, los fabricantes 
de cuerdas de tripas de gato, los sepultureros y comadronas que respiran las 
emanaciones de varios flujos uterinos se discuten sucesivamente. El problema aquí es 
el del olor y los espacios cerrados, no el del olor de la carne humana en 
descomposición en particular. 
En otro contexto todo esto se trata de manera más clara. James Curry, RMS (oficial de 
la marina) de Edimburgo, argumenta convincentemente que sí hay un problema 
común en las minas, desagües, los pozos de bombeo, las calas de barcos y las criptas: 
la falta de aire circulante. Y señala que los humos que produce el carbón al quemarse, 
la fermentación y otros procesos químicos también producen algo que hace al aire 
insalubre: anhídrido carbónico -CO2. Los cuerpos en descomposición, en suma, no 
son el problema y otros que escriben sobre el tema de la muerte por el aire insalubre 
desde una perspectiva distinta -rescatando de su estupor a los que parecen estar 
muertos- no tienen ningún interés particular en ellos. 
Entonces, cuál es la razón de que el argumento acerca de la salud pública haya tenido 
tanto éxito. En cada caso nacional e incluso local hay una historia particular. La 
historia de Pere la Chaise fue la culminación de una larga batalla de la Ilustración en 
contra del control clerical de los espacios de los muertos y la estética neoclásica y/o 
romántica del nuevo cementerio fue el resultado de considerables debates durante 
varias fases de la Revolución. En Inglaterra ya había cementerios importantes antes de 
que la campaña de salud pública empezara a finales de la década de 1830, aunque los 
agradables espacios conmemorativos de un Highgate o un Kensal Green o un 
Glasgow Necropolis fueron la opción de las clases medias para una conmemoración 
privada en contra de la comunidad del apelmazado cementerio de la iglesia o de la 
atestada cripta pública. Los liberales portugueses tuvieron que hacerle frente a 
protestas populares muy significativas durante el siglo XIX por sus esfuerzos en 
cerrar los cementerios de las iglesias y por poner los cadáveres bajo el control de los 
médicos: el movimiento de Marie da Fonte, que adoptó el nombre de la mujer que era 
considerada como dirigente. 
Sin embargo, a un nivel más abstracto quisiera sugerir que un grupo de personas se 
las arreglaron para capturar el olor para su visión del mundo. Vicq d'Azir, uno de los 
principales defensores franceses de los cementerios y una autoridad ampliamente 
traducida lo pone en evidencia: en aquellos viejos tiempos de superstición, dice, 
llevábamos "nuestras creencias hasta el punto de que nos convencíamos de que las 
emanaciones de los cuerpos de los santos eran capaces de calentar el corazón de los 
creyentes y fomentaban en ellos impresiones favorables al fervor y a la compasión". Y 
la Ilustración luchó precisamente en contra de esta "superstición". Y una vez triunfante 
la relación de los vivos con los muertos cambiaría: ahora el cuerpo cuidadosamente 
escondido aparecería, él esperaba, sólo en su representación, en nuevas prácticas 
conmemorativas ligadas específicamente con el cuerpo desaparecido. Vicq sugiere 
cenotafios, mausoleos, tumbas, epitafios, incluso vacíos, si fuera necesario, en el lugar 
en que habían estado los muertos, o mucho mejor, en nuevos parques 
conmemorativos. 
La salud pública, entonces, yace en el corazón mismo del nuevo régimen del cuerpo 
escondido pero de manera indirecta. Aries tenía razón, creo, cuando sugiere, aunque 
en un contexto distinto, que los médicos a finales del siglo XVII y XVIII se 
aterrorizaban de miedo. Y también el archidiácono Hale cuando se une "al moderno 
Hygiest en favor de una total separación de las mansiones de la muerte de las casas de 
los vivos en nombre de la salud pública", y el moderno epicúreo que sostiene la 
misma posición pues "nada es más doloroso para él que el pensamiento o la visión de 
la muerte". Despojados de la "superstición", revelaban en todo y solamente su audacia 
natural, los médicos y el público ilustrado retrocedieron en el caso de sus realidades 
exclusivamente materialistas. La muerte, en otras palabras, pierde su linaje, su 
centralidad metafísica; el discurso y la conmoción de la salud pública es más un 
síntoma que una causa del desplazamiento de los muertos hacia nuevos espacios. 
Hasta el momento he esbozado una interpretación cultural del cementerio en un solo 
sentido -la ruta de la salud pública- y sólo e insinuado otra trayectoria: el imaginario 
activo de una clase ascendente de una nueva comunidad de los muertos. Quisiera 
ahora darle algo de contenido a esa idea y al proceso mediante el cual esto se dio. 
Gray escribió en el poema más popular de la segunda mitad delsiglo XVIII: 
The rude forefathers of the hamlet sleep Each in his narrow cell for ever laid. 
Aunque no es precisamente correcto. De hecho, como ya lo he sugerido, los cuerpos 
estaban bastante amontonados y sólo muy pocos disfrutaban de una celda estrecha 
para siempre. Pero es pertinente destacar que la elegía de Grey hablaba de un ideal: 
de una "congregación de los muertos", como lo escribió el clérigo James Hervey, de 
una comunidad de los muertos históricamente enraizada que pertenecía al mismo 
tiempo a un lugar particular. Y este era un ideal que tuvo mucha acogida en vísperas 
de su destrucción. 
Algunos, por supuesto nunca han pertenecido a la comunidad, el grupo más 
sobresaliente, sin duda, ha sido el de los judíos, pero hay que incluir también a los 
"extraños" a la parroquia, es decir, a aquellos que no tenían una demanda habitual 
para ser enterrados ahí, como los vagabundos y las prostitutas. Sin embargo, la 
disolución sistemática del entierro parroquial vino de otro sitio. Llegó de los 
puritanos en Nueva Inglaterra que al principio enterraban a sus muertos fuera de las 
aldeas, en lugares indefinidos, como un rechazo agresivo a la costumbre anglicana. 
Una concesión fue lo que llevó a los muertos de regreso al centro, como una clase de 
comunidad ideal en un mundo que ahora estaba más fragmentado tanto religiosa 
como económicamente. Esto es, una Gemeinschaft (comunidad) de los muertos 
sustituida por una Gemeinschaft de los vivos nada perfecta. Sin embargo, los bautistas 
y los cuáqueros siguieron siendo enterrados en la periferia. 
Los cuáqueros en Inglaterra empezaron a establecer cementerios separados a 
principios de 1660 y las nuevas capillas bautistas a finales del siglo XVII y a 
principios del XVIII tendieron a tener los suyos también, a pesar del hecho de que los 
delegados disidentes se habían esforzado durante el siglo XVIII en asegurarles un 
lugar en el cementerio de la parroquia. También hubo momentos de un abierto 
rechazo aristocrático del viejo sistema: el mausoleo de Lord Carlisle, en el castillo de 
Howard, el primero en Europa desde la antigüedad romana. Y después hubo el 
Imperio: las tumbas extraordinarias del siglo XVII de los comerciantes de Surat al este 
de la India, cuyas inscripciones latinas y la pseudo heráldica europea en edificios 
esencialmente sarracenos situados en medio de la vegetación tropical produjeron esa 
clase de bricollage raro que tanto atraería y repelería a los visitantes del cementerio 
del siglo XIX. Después, en la década de 1760, se construyó el cementerio de Park 
Street en Calcuta y luego otros muchos cementerios coloniales, casi todos en el más 
magno estilo neoclásico. De hecho, los muertos del Imperio que ya no tenían ningún 
lazo particular con la parroquia fueron los primeros habitantes de los nuevos 
cementerios. El mayor John William Pew del ejército de Madrás; Lady Bonham, 
esposa del comandante en jefe de Hong Kong, el general de división de ejército 
bengalí; algunos comerciantes del este de la India, y todos los que están en Kensal 
Green, por ejemplo. Evidentemente la vieja comunidad de los muertos se estaba 
desmoronando y el cementerio se convirtió en una clase de espacio radicalmente 
nuevo en el que era posible imaginarse una nueva comunidad. 
La "costumbre" de la iglesia y del cementerio de la iglesia dictaba que los cuerpos 
fueran enterrados con la cabezas hacia el oeste y los pies hacia el este, más o menos en 
la orientación de la iglesia misma, prescrita por la liturgia, la cual, a su vez, tenía una 
relación desde hacía mucho tiempo con el lugar mismo de la construcción. Los 
cementerios de las iglesias estaban alrededor de las iglesias, justo en el lugar de los 
pozos sagrados, o de las capillas de los feudos sajones, o de los primeros montículos 
para entierros, o de los cruces de caminos medievales. Es decir, estaban enraizados 
históricamente y colocados en el centro de la vida cotidiana. Los nuevos cementerios 
fueron ubicados ahí donde la tierra era barata, lo que significa que fueron alejados del 
comercio y de una ocupación alternativa más lucrativa. No estaban en ningún lugar en 
particular y en ellos las tumbas se colocaban sin una alineación en una dirección 
particular. Su localización tenía que ver con los dictados de la arquitectura del paisaje. 
Los Aventureros Mercantiles, por ejemplo, habían sacado provecho en distintas 
formas de la tierra que después se convertiría en la Necrópolis de Glasgow, una parte 
la habían arrendado como tierra de cultivo, otra parte la habían utilizado para la caza, 
y después en 1828 se decidió que el cementerio sería la mejor opción: "proveería el 
alojamiento que se buscaba para las clases más acomodadas, y convertiría al mismo 
tiempo una propiedad improductiva en una fuente de ganancias general y lucrativa..."
 Un buen negocio de bienes raíces. El primer cementerio de Liverpool también era 
un terreno de caza, una gran ventaja, pues permitía la construcción de tumbas al estilo 
de los patriarcas (Highgate tuvo que construir esta característica). El cementerio de 
Woking estaba en una vía de ferrocarril; y lo mismo Camberwell y Rockwood en 
Sydney. 
El cambio más notorio en la geografía cultural del entierro fue la nueva segregación 
de los muertos. Los cementerios, con mucho más éxito de lo que el hogar llegó a ser 
para las mujeres, lograron ser realmente una "esfera aparte". Los muertos quedaron 
fuera del "tumulto de las ciudades populosas... sus deberes con este mundo habían 
terminado... El precio del maíz, el estado del mercado de dinero, o el alza o la caída 
del capital son cuestiones que tienen que discutirse lejos de aquellos a los que 
seguíamos". No delante de los sirvientes. Nadie se extraña de que William Hazlitt 
entienda el miedo a la muerte como el miedo a ya no ser importante en el mundo de 
las cosas y, haciendo una proyección hacia atrás, a nunca haber tenido importancia 
alguna. "La gente camina por las calles el día de nuestra muerte igual que lo hacía 
antes, y la multitud no disminuye. Mientras estábamos vivos, el mundo parecía que 
existía sólo para nosotros... Pero nuestros corazones dejan de latir, y el mundo sigue 
adelante como siempre, y no piensa más en nosotros de lo que pensaba cuando 
vivíamos". Esta no es la pavorosa muerte que tanto inquietó al Dr. Johnson; es la 
muerte como la de ser olvidados. La memoria es su antídoto y el cementerio hizo 
posible una inesperada elaboración de la conmemoración y contemplación personales 
que las iglesias del viejo orden y sus cementerios densamente poblados sólo 
permitieron a una muy pequeña élite. No quisiera atribuir este profundo desarrollo 
en la manera en que recordamos a los muertos solamente a las limitaciones materiales. 
Pero, Sir John Vanbrugh, arquitecto y escritor de obras de teatro de finales del siglo 
XVII, estaba en lo correcto cuando argumentaba que los nuevos cementerios que 
proponía para reemplazar a los cementerios de las iglesias permitirían "erigir nobles 
mausoleos sobre los muertos", mientras que aquellos que se encuentran en las naves 
laterales y bajo las cofradías de las iglesias parroquiales tenían a lo más "pequeños 
monumentos ennegrecidos recubiertos de mármol en los muros o columnas". O, ni 
siquiera nada de eso. 
Los entierros en el cementerio y la iglesia parroquial eran explícitamente para los 
parroquianos. Otros podían comprar, y de hecho lo hicieron, el privilegio de ser 
enterrados allí, pero las cosas nunca fueron tan limpias como el principio podría 
sugerirlo. No había lugares públicos de entierro en el Antiguo Régimen, aunque 
podría argumentarse que Bunhill Fields, quizás Westminster Abbey y el cementerio 
de St. Paul son excepciones que confirman la regla. El cementerio del siglo XIX era en 
su esencia público y su gloria era que cualquiera podía estar ahí: "El ruso durmiendo 
junto al español, el protestante junto al católico y el judío junto al turco" aclama la 
Necrópolis de Glasgow haciendo eco a Perela Chaise. Cualquiera que tuviera los 
medios económicos podía tener un lugar ahí y el primer entierro fue de hecho de un 
judío. 
Los pobres, por supuesto, no habían sido enterrados en el cementerio de la iglesia tan 
profusamente como los poderosos y el derecho a los mejores lugares les pertenecía de 
distintas formas a las clases terratenientes locales. Y, por supuesto, cuando las clases 
influyentes empezaron a enterrar a sus muertos adentro, en los pisos de la iglesia, a lo 
largo del siglo XVII, los pobres fueron relegados afuera. Pero tenían que estar ahí para 
que el cementerio fuera lo que era: la sensibilidad que atrajo tanto a los lectores de la 
Elegía de Gray dependía de ello. 
En los cementerios los pobres estaban escondidos, pero estaban disponibles no fuera 
que se diera el caso de que se necesitaran para hacer que la empresa pagara. El sucio 
secreto es que de hecho los nuevos cementerios podían sobrevivir económicamente 
sólo mediante tremendos engaños, en el programa de una tumba, un cuerpo, de los 
reformadores de la salud pública. Ya sea en la fosa común del cementerio francés o en 
las tumbas eje inglesas, que si se planeaban cuidadosamente podían contener hasta 
treinta o cuarenta cuerpos, los pobres subsidiaron a las clases medias. A diferencia del 
cementerio imaginado por Gray, el cementerio del siglo XIX sólo podía "leerse" y era 
legible para ellos. 
Existe también una peculiar incoherencia estética del cementerio que produjo 
desasosiego en observadores tan diversos como la economista política radical, Harriet 
Martineau, y el Tory de la Alta Iglesia (rama conservadora de la iglesia anglicana), 
S.A. Pugin. Ella encuentra extraño que el portón egipcio con su globo alado y su 
serpiente tuviera una cita del Eclesiastés -entonces el polvo volverá a la tierra- que 
contradice tanto el tema egipcio, como la muerte como sueño en la naturaleza, motivo 
que domina en Mt. Auburn, cementerio que visitaba. También le desconcierta el hecho 
de que el frenólogo Johann Spruzheim, nacido en Trier y enterrado en Boston, 
descanse en una tumba que es un facsímil de la de Scipio [L. Cornelius Scipio 
Barbatus (cónsul 298)]. No es fácil, dice, "concebir que algo apropiado a Scipio 
pudiera convenirle a Spurzheim". La respuesta resulta ser meramente circunstancial y 
trivial pero también maravillosamente liberadora. El mármol llegó justo cuando 
Spurzheim acababa de morir y el comité que había sido designado para honrarlo 
ahorró tiempo comprándolo. Pugin se muestra mucho más enojado con los 
"enormes absurdos" perpetrados por los nuevas compañías encargadas con la 
construcción de cementerios. Hay una superabundancia de antorchas invertidas, de 
urnas crematorias -pero por supuesto no hay cenizas- y otros símbolos paganos. El 
pórtico de entrada es generalmente egipcio, una clase de fantasía orientalista según 
Pugin que asocia -falsamente- los descubrimientos a lo largo del Nilo con la idea de 
las catacumbas que la compañía vende. Rematado por capiteles griegos a lo largo de 
un friso que le da el nombre al cementerio, Osiris porta un lámpara de gas y 
diferentes "divinidades con cabeza de halcones nos miran". Los jeroglíficos en un 
portón de hierro forjado no significan nada; "desconcertarían a los expertos que 
quisieran descifrarlos". Y también los desconcertaría de manera más general la estética 
del cementerio. 
Diferentes estilos de monumentos -uno puede comprar el estilo de monumento que 
quiera- se encuentran unos junto a otros. En principio no hay un orden simbólico, ni 
un orden histórico. Pero hay un espacio en el cual se puede lamentar y recordar de 
acuerdo con la manera que cada quien pudo solventar, en compañía de un verdadero 
museo de estilos e incluso de cuerpos: Abelardo y Heloisa y Molière fueron 
trasladados a Pere la Chaise; John Knox hizo guardia en la Necrópolis de Glasgow. 
Todo esto sugiere que he andado un largo camino para redescubrir a la burguesía: 
todo lo que es sólido se desvanece en el aire, las viejas verdades se caen a pedazos. 
Uno no necesita una antropología o una arqueología o una geografía cultural de la 
muerte -como sí se necesitaría para estudiar a los antiguos griegos o egipcios- para 
entender la naturaleza de una nueva civilización que se volvió predominante en el 
siglo XIX. Pero lo que he tratado de sugerir es que hay algo perturbador en la manera 
burguesa de poner a los muertos a descansar: una fuerte reacción al deterioro de la 
muerte que fue desplazada hacia la salud pública, hacia la química y hacia la 
memoria; una dispersión profunda de los lugares de los muertos. Podría señalar 
también otras características del nuevo régimen como son el bricollage de estilos 
conmemorativos; la fabulosa elaboración del culto de la muerte al tiempo que es 
representada como un simple sueño. 
Siempre toma mucho trabajo cultural el poner a los muertos a descansar, pero este 
trabajo toma formas peculiarmente modernas después del rechazo de una descripción 
trascendental, ampliamente aceptada, de la muerte misma. A las figuras de la 
Ilustración y a aquellos que siguieron en su tradición les parecía que sustituir la 
Historia -el progreso, la salud y el avance moral y material- por la religión y la 
superstición haría las cosas más fáciles. Pero la cosa no fue así. 
¿Para Garantizar la Vida Después de la Muerte...? Legados 
Piadosos al Doblar del Siglo XVIII. Alma Victoria Valdés Dávila
Resumen 
Alma Victoria Valdés: "In Order to Guarantee Life after Death, Devout Legacies 
Towards the Turn of the 18th Century" In this article I hope to make evident various 
aspects of the prous legacies left by Indians and Spaniards of the late eighteenth and 
early nineteenth century. In order to clarify questions related to the above mentioned 
legacies, testamentary executions were used belonging to two localties in the northern 
area of New Spain, precisely: The City of Santiago del Saltillo and the town of San 
Esteban of New Tlaxcala. The devout donations which were destined to guarantee the 
well being of the soul in afterlife are shown as cultural dossiers that amalgamated 
diverse religions, economic and political meanings. On the other hand, the 
particularities of the devout legacies in the city of Saltillo and the town of Saint 
Esteban refer to some of the cultural differences that existed between these two 
populations. Finally, one can note the presence, with the passage of time of certain 
elements which represented the change of meanings and formats of death. 
Con su narratividad [la historiografía] proporciona a la muerte una representación, 
que al instalar la carencia en el lenguaje, fue-ra de la existencia, tiene valor de 
exorcismo contra la angustia. Michel de Certeau 
La erosión de las convicciones religiosas que caracteriza a ciertos sectores de la 
sociedad contemporánea, ha convertido la muerte en una prueba aún más difícil; su 
presencia, súbita o esperada genera sentimientos de rechazo e incertidumbre. 
Posiblemente, esa misma sensación es la que nos ha llevado de regreso al pasado para 
indagar acerca de los mecanismos de seguridad que, cercana la hora de morir, 
emplearon los hombres y mujeres de hace doscientos años. 
En esa época, las personas establecieron una relación con la muerte distinta de la 
actual: el acto de morir tenía un carácter familiar y era omnipresente en el espacio 
colectivo y doméstico; además, la confianza en las ideas difundidas por la Iglesia 
católica, que concebía la defunción como un momento de tránsito al mundo del más 
allá, posiblemente ayudó a reducir la inseguridad en ese momento crítico, ya que en 
todo caso, ante la inminencia de la muerte, lo que preocupaba al moribundo era el 
juicio divino y los castigos que aguardaban a los pecadores en el infierno y el 
purgatorio; sin embargo, para paliar esos temores de orden teológico, los creyentes 
podían recurrir a los ritos cristianos de la confesión y la penitencia que atenuaban el 
miedo al castigo ultraterreno. 
En esteartículo abordaré algunas facetas de los legados piadosos de carácter 
voluntario, que dejaron indios y españoles para garantizar su sobrevivencia gloriosa 
después de la muerte. Estas disposiciones testamentarias se dictaron en la Villa de 
Santiago del Saltillo y en el contiguo Pueblo de San Esteban de la Nueva Tlaxcala, 
al final del siglo XVIII y principios del XIX. En ellas todavía se observa un sentido de 
religiosidad que integró la seguridad del alma en el más allá, con el cuidado de los 
bienes terrenales. 
El peso que se otorgaba a los donativos piadosos en los testamentos de esa época, 
contrasta con el énfasis en las medidas de previsión terrenal, comunes en los 
testadores contemporáneos. No obstante esta tendencia, las formas de soporte 
sobrenatural siguen utilizándose en nuestros días, sobre todo entre los grupos que 
están expuestos a imponderables, quizá porque, como señala Norbert Elias, la 
imposibilidad de prever el futuro a largo plazo, hace crecer las necesidades de 
amparo sobrenatural. 
Los pliegos testamentarios que se consultaron nos permiten identificar las 
particularidades de los legados piadosos dispuestos por los moradores de la Villa del 
Saltillo y del pueblo de San Esteban. Sin embargo, conviene aclarar que, por diversas 
razones, muchos de los vecinos no testaron; en Saltillo, por ejemplo, la mayor parte de 
los pliegos que se conservan corresponden a criollos y españoles, y ellos sólo 
representaban una mínima parte de la población. Por otro lado, la elaboración del 
testamento estaba sujeta a restricciones y a numerosas normas jurídicas. El dictado de 
las últimas voluntades estaba prohibido, por ejemplo, a los locos y "desmemoriados", 
a las personas privadas de la administración de sus bienes, a los herejes, los esclavos, 
los impúberes de ambos sexos y a las mujeres casadas que no contaban con la licencia 
de su marido. Algunos de los requisitos que debían cumplirse en el caso de los 
testamentos "abiertos" eran el uso del papel sellado, testigos y el funcionario que se 
encargaría de la redacción del documento. Estas comparecencias y el acomodo de 
las expresiones orales a las fórmulas protocolarias, hicieron que las decisiones de los 
testadores se vieran mediatizadas, oscureciendo, para nosotros, gran parte de sus 
sentidos originales. 
Los legados piadosos que se incluyeron en los testamentos se destinaron de manera 
explícita a la salvación del alma; pero ellos nos ofrecen, por una parte, matices que los 
vuelven expedientes complejos que dan cuenta de aspectos de la cultura y la sociedad 
de la época, y por la otra, se muestran llenos de contrastes y de zonas oscuras difíciles 
de descifrar. En este artículo se abordarán igualmente algunos de los posibles 
sentidos que guardaron dichas disposiciones: 
1. Una percepción inicial nos remite a estas providencias testamentarias, como 
expresión de la confianza que se depositaba en la divinidad, en los santos y en las 
almas de otros difuntos co-mo intercesores en el más allá, creencias difundidas por la 
Iglesia católica. 
2. A pesar de que los testadores tuvieron como referencia el cuerpo doctrinal común al 
catolicismo, las prácticas a las que recurrieron para apoyar la salvación de sus almas 
tuvieron un carácter heterogéneo. Esta particularidad se observará desde una 
perspectiva comparada, destacando las diferencias y contrastes existentes entre los 
legados dispuestos por los habitantes de la Villa de Santiago del Saltillo y los del 
pueblo de San Esteban de la Nueva Tlaxcala. 
3. Otro aspecto que abordaré en este artículo es el referente a los legados piadosos 
como manifestación de necesidades terrenales y seculares, tales como la salvaguarda 
del patrimonio familiar que se lograba por medio del establecimiento de fundaciones 
de misas y capellanías, las cuales, por lo general, eran manejadas por los familiares 
directos del testador. En estas instituciones, también llama la atención el uso de 
criterios contables y normas contractuales, similares a las que se aplicaron en otros 
asuntos de orden terrenal. 
4. Por otra parte, este tipo de disposiciones también expresan las formas de 
solidaridad comunitaria y las redes de intercambio que se establecían con la 
divinidad y con los santos de mayor devoción. 
En las diferentes aristas de este asunto, se destacará la presencia de elementos 
novedosos en ese tiempo, que, posteriormente, se hicieron comunes y representaron 
un desplazamiento en las formas y sentidos otorgados a la muerte. 
Relaciones con las "Benditas Ánimas del Purgatorio" y con otras Entidades Celestiales 
En la sociedad novohispana, la religiosidad impregnaba la mayor parte de los actos 
comunitarios. Este hecho y la convivencia cotidiana con la muerte hizo que las 
personas aceptaran dicho acontecimiento como una posibilidad siempre cercana y que 
resolvieran el problema de su finitud depositando una mayor confianza en los 
recursos religiosos que garantizaban su sobrevivencia en el más allá. Así, entre 1800 y 
1805, más de la mitad de los testadores de la Villa del Saltillo dispusieron legados 
destinados explícitamente a la salvación de sus almas y a otras causas piadosas. 
Uno de los vecinos de la villa especificó, por ejemplo: "mando que después de mi 
fallecimiento se finque sobre [mi casa] el principal de cien pesos y sus réditos para 
que anualmente se digan cinco misas rezadas con la limosna de un peso aplicadas por 
mi alma las de mis mujeres e hija". Otro feligrés que sobresalió por el elevado 
número de peticiones espirituales que incorporó en su testamento dispuso: "que en el 
día de mi fallecimiento [...] se digan en sufragio de mi Alma todas quantas missas 
rezadas se puedan decir por los sacerdotes que ay en esta villa, y subsecuentemente 
se digan tres novenarios de missa rezadas, los dos en la parrochia y el uno en el 
convento de nuestro padre San Francisco todos aplicados por mi Alma". 
Estas disposiciones se sustentaban en un conjunto de creencias que fueron difundidas 
por la Iglesia católica; quien consideraba que al morir, las personas enfrentaban una 
doble posibilidad: la entrada en el infierno o el disfrute de la gloria en el cielo. Un 
si-tio intermedio entre estos dos extremos era el purgatorio, destinado a la 
purificación de las almas de aquellos que habían muerto sin cumplir sus penitencias o 
con pecados veniales. La permanencia en el purgatorio se podía extender desde el 
momento de la muerte, hasta el juicio final o terminar antes, según fueran las culpas 
pendientes de expiar y los apoyos e indulgencias que se obtuvieran. 
Las creencias sobre el purgatorio, que se originaron a finales del siglo XII, se 
vincularon, como señala Le Goff, a un ejercicio de solidaridad entre los vivos y los 
muertos; de manera que los sacrificios, limosnas y sufragios que los vivos hacían en 
pro del difunto, le permitían abreviar sus sufrimientos en ese sitio. Las muestras de 
respaldo a las ánimas del purgatorio se manifestaron en los pliegos testamentarios de 
Saltillo y San Esteban, ya que la mayor parte de las personas, antes de disponer oficios 
para sí mismos, abogaron por las ánimas de sus familiares y conocidos. Los habitantes 
de San Esteban también hicieron donativos a la cofradía de las Benditas Ánimas del 
purgatorio, y pidieron que se les sepultara frente al altar de ese nombre, esperando, 
quizá, recibir los beneficios de los vivos que oraban en ese lugar. Otras personas de la 
villa solicitaron, incluso, que los oficios religiosos se realizaran "hasta el fin de los 
tiempos"; lo que permite suponer que quisieron garantizar los sufragios en pro de sus 
almas hasta el día del juicio final, cuando el "juez supremo" destinara a cada quien al 
lugar que le correspondía. 
En uno de los apartados iniciales del protocolo testamentario, denominado confessio, 
también se alude a "la siempre virgen e inmaculada serenísima Reyna de los Ángeles, 
María Santícima, Madre de Dios y Señora Nuestra", como intercesora o "medianera"ante el tribunal divino. Otras entidades que también se incluían eran el Santo Ángel 
de la guarda, los santos de devoción y "demás de la corte celestial". Al margen de los 
formulismos empleados en el pliego, algunos fieles ofrecieron detalles sobre las 
advocaciones que debían considerarse durante la celebración de las misas: el 
"patriarcha Señor San Jossé", el "señor san Rafael" y "la virgen de Guadalupe". De 
igual forma, la virgen de los Dolores resultó beneficiada por uno de los testadores que 
decidió donarle una "pollera de Lustrina" y unos "zarcillos de diamantes" que habían 
pertenecido a su difunta esposa. 
Las huellas de la devoción que se profesaba a las diversas advocaciones de la virgen y 
a las ánimas del purgatorio, se pueden apreciar hoy en día en las pinturas que se 
conservan en la catedral de Santiago; ellas ilustran los sufrimientos que aguardaban a 
las almas en su tránsito por el purgatorio y la intervención liberadora de la virgen del 
Carmen, de la virgen de la Luz. 
Los aspectos relacionados con la mortaja, que se incluían en las cláusulas iniciales del 
testamento, se vinculaban de igual forma con el bienestar del alma en el más allá. En 
los primeros años del siglo XIX, la mayoría de los testadores de Saltillo solicitaron 
que se les ataviara con el hábito del "seráfico padre san Francisco". Al hacer esta 
elección probablemente buscaban abreviar su tiempo de estancia en el purgatorio ya 
que el sayal franciscano representaba en esa época, una fuente de indulgencias. El 
uso del hábito como sudario era común entre los vecinos que eran miembros 
"devotos" de la orden tercera de san Francisco; y tal vez se generalizó porque, desde 
tiempo atrás, la Iglesia católica había establecido que los que se enterraran con los 
vestidos de cualquiera de las órdenes mendicantes obtendrían la remisión de la 
tercera parte de sus culpas, posteriormente esta indulgencia se amplió haciéndose 
plenaria. 
En su conjunto, estas providencias hablan sobre el tipo de vínculos que se pretendía 
establecer con la divinidad y de la confianza que se depositaba en el poder de la 
virgen y los santos como intercesores ante el "supremo tribunal de Dios". También 
sugieren que, en ese tiempo, la concepción de la frontera que dividía lo material de lo 
espiritual, el mundo de los vivos y el de los muertos, era borrosa. 
Un signo de los desplazamientos culturales que tuvieron lugar al inicio del siglo XIX, 
fue la decisión que tomaron algunos testadores de no incluir en el pliego 
testamentario los detalles relativos al funeral y a los oficios religiosos. Ellos 
explicaron que ya habían comunicado sus decisiones a su albacea, quien se encargaría 
de darles cumplimiento. En otros casos, incluso se señaló que la elección de estos 
asuntos se dejaba a criterio del albacea o de al-gunos de los familiares más cercanos. 
Lo anterior sugiere el deseo de mantener fuera del documento y al margen del 
receptor, cuestiones que se reservaron para las personas de mayor confianza. 
Durante la segunda mitad del siglo XIX, los asuntos funerarios y religiosos dejaron de 
mencionarse en el pliego testamentario; en esa época, las antiguas fórmulas religiosas 
se sustituyeron por enunciados seculares. Posiblemente, más que desaparecer, estas 
cuestiones empezaron a concebirse como una elección individual que debía 
expresarse en el espacio privado. 
Por otra parte, en todos los casos, las cláusulas de los legados piadosos compitieron 
en el testamento con otros asuntos profanos, a los que se asignaba igual o mayor 
importancia. En Europa desde el siglo XVIII -según señala Philippe Ariès-, las 
limosnas habían dejado de ser el objeto esencial del testamento, y aunque se 
mantuvieron en el pliego, no ocupaban su totalidad. 
La Heterogeneidad de las Disposiciones 
Los legados piadosos que se ordenaron en Saltillo y San Esteban, a finales del siglo 
XVIII y principios del XIX, presentan diferencias y contrastes que resultan aún más 
evidentes cuando se comparan las particularidades de éstos en los dos poblados. 
En Saltillo, los donativos que se aplicaban a la salvación de las almas se destinaron, 
por lo general, al oficio de misas que se podían llevar a cabo "por una sola vez" en 
forma de novenarios o treintenarios, celebrados durante los nueve o los treinta días 
que sucedían al fallecimiento. Otro tipo de misas eran las de "cabo de año", que se 
efectuaban en el primer aniversario del fallecimiento. 
Además de disponer misas, algunos testadores saltillenses ordenaron el reparto de 
limosnas entre los pobres y la condonación de deudas a sus trabajadores: "mando que 
se den de limosna a los pobres cincuenta pesos, y que a los peones del serbisio de la 
lavor se les perdone la tercera parte de lo que resulte devernos según sus cuentas y a 
los que tubieren dies años de serbisio la mitad". Estas donaciones aparecen en 
algunos casos como gesto de agradecimiento o como una especie de reparación por 
los servicios prestados; pero también expresan un gesto de misericordia, que 
posiblemente se ligó al deseo del testador de contar con las oraciones de aquellos que 
resultaban beneficiados. Por otro lado, ciertos textos de la época, que criticaron las 
ayudas post mortem, muestran que con las limosnas se buscaba igualmente aumentar 
la concurrencia al entierro: 
No me parece mal que los pobres acompañen á los ricos cuando muertos; pero sería 
mejor sin duda que los ricos acompañasen á los pobres cuando vivos, esto es en las 
cárceles, en los hospitales y en sus chozas miserables [...] aliviándoles sus miserias [...] 
Entonces sí asistirían á los funerales, no los pobres alquilados, sino los socorridos, 
llorando tras el cadáver de su bienechor. 
Aunque las celebraciones que se llevaban a cabo por una sola vez fueron solicitadas 
en determinados casos, la mayor parte de los saltillenses optaron por establecer 
fundaciones de misas o capellanías, con la finalidad de que los oficios se repitieran 
con cierta periodicidad o hasta "el fin de los tiempos". Para el establecimiento de las 
fundaciones de misas y capellanías, se incorporaron mecanismos más complejos que 
los utilizados en las ceremonias que se realizaban "por una sola vez". El solo hecho de 
que las fundaciones se instauraran previendo su duración hasta el fin de los tiempos, 
implicaba que debían considerarse las transferencias a varias generaciones. Estas 
dificultades pueden apreciarse en los testamentos de aquellas personas que 
informaron de los compromisos que les fueron delegados por sus ascendientes o 
cónyuges. La cuestión se complicaba aún más cuando el testador añadía sus propias 
disposiciones a las que habían ordenado sus antecesores. En 1799, por ejemplo, uno 
de los testadores reconoció los réditos sobre un principal de cien pesos, que habían 
sido otorgados por su primera esposa para el oficio anual de cinco misas rezadas por 
el bien de su alma. Preocupado por dar continuidad a la fundación que le había 
encomendado la difunta, ordenó a su albacea que hiciera los pagos pendientes para 
seguir con los oficios hasta que sus hijos -que eran aún menores- redimieran esa 
cantidad y la pusieran en poder del cura de la parroquia, quien cuidaría de que las 
misas se siguieran celebrando a perpetuidad. Además de transferir los compromisos 
de esa fundación, el testador decidió comprometer algunos de sus bienes para la 
realización anual de otras cinco misas, que se aplicarían en este caso, al cuidado de su 
propia alma y la de su segunda mujer, así como por las de aquellos con los que había 
tenido "trato y comercio". 
Las diferencias que se pueden apreciar en las disposiciones testamentarias de la villa, 
posiblemente estuvieron determinadas por la fortuna y la situación familiar de los 
otorgantes. Es probable, que en este asunto influyera el peso de la costumbre y la 
pertenencia a la parroquia, porque ninguna de las personas que estaban de paso por 
Saltillo solicitaron misas fuera de las de su entierro. 
Pese a que

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