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1 No es de oro la luna ni de plata el sol Juan Carlos Pabon 2 Texto © 2017 Juan Carlos Pabon Productor: Juan Carlos Pabon. Todos los derechos reservados. 1ª edición: Mayo 2017. Reservados todos los derechos. Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legales previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico, mecánico, fotocopia, grabación o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual. Diseño de Portada: José Vicente Reyes Rojas. Art Publicidad. Sitio web del autor: https://www.facebook.com/Juan-Carlos-Pabon- 1088944384515357/?ref=br_rs https://www.facebook.com/Juan-Carlos-Pabon-1088944384515357/?ref=br_rs https://www.facebook.com/Juan-Carlos-Pabon-1088944384515357/?ref=br_rs 3 Con amor a Joseph y Jenny. 4 Hay una leyenda que dice que todos tenemos un doble y que el día que nos encontremos con este, ese día moriremos. 5 Índice Sinopsis Simplemente Sofía Esa palabra que empieza por «A» Un corazón solitario Mañana Carmen Esa cosa que llaman amor Candilejas Sueño repetido Un cuento de memorias Uno de nosotros Fiesta anticipada Tarde Nunca es tarde Todas las veces Sofía Regalos de despedida Doppelganger Antes del fin Noche Epílogo Comentarios del autor acerca de la obra 6 Sinopsis La historia inicia con la experiencia contada por un joven escéptico llamado Andrés, quien en un encuentro casual conoce a una bailarina prodigio llamada Sofía. Dicho encuentro da paso al amor entre ellos, pero tras ciertos sueños y eventos de naturaleza misteriosa, ambos se verán obligados a lidiar con las exigencias que conlleva mantener una relación amorosa real, alejada de las que se encuentran descritas en los cuentos de hadas. Al mismo tiempo, Andrés deberá asimilar y combatir la influencia y experiencia de un misterioso hombre, que parece ser un reflejo negativo de lo que podría ser su futuro, el cual está marcado por una inevitable fatalidad. No es de oro a luna ni de plata el sol es un relato filosófico, lírico e intimista; acerca del amor, la amistad, el destino y el poder inmerso en uno mismo para afrontar y decidir su propio camino. 7 Capítulo I Simplemente Sofía Yo no lo sabía, pero, ese mismo día lo sabría: la chica en cuestión se llamaba Sofía. Aunque a las 7 y 50 de la mañana de aquel día era imposible para mí saberlo, ya que para esa hora ella aún no había llegado a mi vida. Antes de ese eso, no hubiese podido distinguirla entre cientos de personas que caminasen junto a mí indiferentes e imprecisos. No habríamos llegado a tener siquiera un roce en algún lugar fortuito. O buscado un tiempo a solas en medio de una fiesta, entre un grupo afín de amigos. Nada. Nada entre nosotros dos: ni una palabra, un beso, una casa en común, peleas sin sentido, sospechas, algo de masoquismo, necesidad por costumbre o patológica, persecuciones furiosas, celos, comida en familia los domingos, cenas. Nada de eso entre nosotros. Nada que pudiese darse de imprevisto entre dos desconocidos. Hasta ese entonces todo habría transcurrido así, de esa manera, hasta antes de aquel día. Pero, justo a esa hora, de aquella típica mañana; estando sentado en un Café llamado Ovunque. —El cual visitaba regularmente antes de ir a mi empleo en una aseguradora transnacional—. De saber a esa hora que ese mismo día la conocería, podría haber pensado en que una mujer como ella no estaba destinada a llegar a mi 8 vida. Tenía la convicción de que algún suceso extraño o evento inevitable terminaría por alejarla de mí, o en todo caso, que alguien se interpondría entre nosotros y finalmente me la quitaría. Esto, en el supuesto de que pudiese arrebatársenos algo que aún no hemos poseído; hecho que por ilógico, dudo que pueda darse. Durante años había jugado con imágenes mentales de cómo debían ser las cosas en el futuro y de cómo debería ser la conclusión lógica y equilibrada de los hechos con que forjaba mi camino. Por momentos parecía que sí, que finalmente se realizarían, pero, por alguna razón jamás se materializaban. Nunca me quejé de eso; al contrario, siempre he pensado que lamentarse es lo peor que puede hacer un hombre; también quejarse en contra de su propio Dios. —Si lo tiene—. Lo creo honestamente. En esos días recuerdo haber escuchado hablar acerca de un joven que entre circunstancias extrañas acababa de despertar de un largo estado de coma clínico. Decían que había estado tanto tiempo inmerso en la oscuridad que el hecho de encontrarse cerca de la gente, en ciertas ocasiones, hasta parecía incomodarle. Yo, sin entenderlo del todo, sentía que eso también ocurría dentro de mí, aunque nadie pudiese percibirlo. A veces, la gente me incomodaba, pero no era culpa de la gente. —En algunos casos—. En realidad: me encontraba como secuestrado dentro de mí mismo, como en un cuarto lejano y fantástico que no podía ser ubicado en ningún punto fijo de la tierra. Y podría decirse que ni aun yo mismo estaba consciente de eso. Bien, sé que debo presentarme, ahora, que no puedo seguir interactuando sin revelarme ante ti, que me lees. Aunque, preferiría seguir de incognito hasta el final de 9 mi relato. Pero, me encuentro en la obligación de decirte que al menos podrías llamarme: Andrés. «¿Andrés? ¿¡Nada más, Andrés!?» —Te imagino reclamarme. Sí. Puedes llamarme, Andrés. Así, Andrés, sin apellidos: simplemente Andrés. También, estoy obligado a decirte que para ese día del cual estoy hablando, y que inició el hecho que da vida a esta historia, contaba apenas con veintiún años de edad. Perfecto. Ya te he dado nombre y edad: dos datos para nada relevantes, hasta ahora. Tampoco daré nombre del lugar ni año de calendario. Pero iremos mejorando. En el caso de que continúes pensando en que debo describirme con detalle para que puedas imaginarme mientras esté narrando, déjame advertirte que lo veo inapropiado; soy algo hostil con los estereotipos. Pero, de todos modos, siento que algo más de mí debo decirte, aunque el hacerlo me haga sentir incomodo. Mi cabello es negro y contrasta con el siempre color pálido de mi piel. En esos días algunas personas decían que tenía una «sonrisa maligna», aunque al mismo tiempo infantil. En conclusión: podría decirse que era de rostro aniñado y de mirada profunda, como inquisidora, pues buscaba siempre «algo» oculto en el interior de los demás. Es la descripción más extensa de mí que podré otorgarte. Por ahora. Pero iremos mejorando. 10 Para continuar con mi relato debo decirte que durante un instante, mientras seguía sentado en el Café, mis pensamientos sufrieron una disonancia cognoscitiva cuando vino a mi mente la palabra: Ovunque. «Pero ¿qué será lo que significa?», me pregunté. Durante meses había desayunado casi todos los días a la misma hora, en el mismo Café; y sin embargo, el nombre tan singular del sitio era un detalle en el que realmente nunca me había fijado. «Es curioso —pensé sonriendo—, de seguro es una palabra extranjera». Miré directamente al lugar donde se encontraba el letrero con el nombre del local. «Parece el nombre de alguna receta de comida mediterránea —continué cavilando para pasar el rato— o el nombre de algún castillo donde se forjó alguna batalla». En ese momento, un mesonero pasó justo en frente de mi mesa y sentí deseos de satisfacer mi curiosidad. «Quizás, si le llego a preguntar me dirá que es el nombre de la batalla de Ovunque», pensé sonriendo. El asunto del nombre del lugar era un tema que no tenía ninguna relevanciapara mí, pero de cualquier cosa solía hacer un reto. En este caso quería descifrarlo sin tener que buscarlo en un diccionario o en la web en internet. «¡Al diablo! —pensé—, de seguro es el nombre de uno de los hijos del dueño del Café, aunque Ovunque sería un terrible nombre de persona». —Sonreí maliciosamente. Ya algo aburrido dije en voz alta: 11 —Me voy. ¡Es tarde! Lo cierto del caso es que ya llevaba media hora divagando; y ni siquiera, había terminado de tomarme el capuchino. «Otra cosa que dejo a medias este año», dije para mis adentros. Me dispuse a terminarlo, pero hice un gesto de rechazo nada más probarlo; ya estaba frio. Y, acto seguido me levanté solemnemente, como si todos en el lugar me estuviesen observando. «Mañana cuando vuelva preguntaré por esa palabra [Ovunque], y tendré una duda menos en mi vida», me propuse. Dejé el dinero de la cuenta sobre la mesa y me dirigí a la trasnacional de seguros que quedaba justo a dos calles del Café. No importaba lo cerca que estuviese del sitio: yo siempre llegaba tarde. Y mientras más cerca me mudaba a mi lugar de trabajo más tarde llegaba. Ahora, que lo pienso: entiendo que el ir por la calle de esa manera, tan de prisa, era una muestra más de mi personalidad a veces caótica. Digamos que toda la vida me había acostumbrado, por retrasos, a andar de prisa para no llegar tarde. Aunque no me importaba en lo absoluto lo que opinarán los demás al verme caminando todo el tiempo tan apresurado. Tal vez, eso era una de las cosas que más me definía: que no me importaba nadie más en el mundo, además de mí mismo; claro está. Al cabo de unos minutos llegué por fin al pié del Mini Centro Comercial París: un edificio de siete pisos; hecho de corte antiguo y de construcción tradicional. Elaborado con muro de carga de piedra, y bajo cubierta, su construcción era de 12 madera. Más que administrativo era de carácter comercial, pero todos sus espacios de oficina pertenecían a la trasnacional para la que trabajaba. Recuerdo que ese día debía estar en mi oficina poco antes de las 8 am para participar en una video conferencia con nuestro supervisor general. También, recuerdo que para esa fecha mi asistente se encontraba de reposo médico, según su doctor sufría: «Crisis de angustia con ataques recidivantes y con agorafobia a los lugares públicos». Diagnóstico del que no entendía nada en realidad, pero dicho malestar me sonaba a algo semejante a la locura. Lo cual no me extrañaba en lo absoluto, ya que el mundo siempre me había parecido de por sí un lugar idóneo para deprimirse, angustiarse, enloquecerse o enamorarse. Cualquiera de estas opciones definitivamente perjudiciales para el organismo. Hice un movimiento de mi mano izquierda hacia el bolsillo de mi pantalón para buscar las llaves de la oficina, pero no las tenía allí. Intenté el mismo movimiento con la mano derecha hacía el otro bolsillo, y pensé: «Lo malo de ser ambidiestro es que puedes perder las cosas con cualquiera de las dos manos». Volví a revisar al mismo tiempo en ambos bolsillos. No. Las llaves no las tenía conmigo. «¿Dónde las perdí, en dónde?», comencé a preguntarme con inquietud. «¿Las habré dejado en casa?», pensé. —¡No puede ser! —exclamé en voz alta—. Recuerdo perfectamente que cerré con llave antes de venirme a trabajar. 13 Luego de varios segundos, traté de hacer memoria recordando todas y cada una de las cosas que había hecho en el transcurso de la mañana al salir de casa, pero no ubicaba donde podía haber perdido las llaves. De pronto, recordé haberlas sacado de mi bolsillo al momento de pagar el capuchino. Y, salí rampante de nuevo, pero esta vez en dirección a la cafetería. Mientras caminaba de prisa, pensando en las llaves, recordé un extraño sueño que tuve de niño y que nunca me atreví a contarle a nadie. En aquel sueño me encontraba en medio de un jardín inmenso, de cielos y nubes surreales, con una variedad de árboles y plantas de colores tan vividos y nítidos que yo mismo pude haberme sentido como un visitante en un universo alternativo o en el paraíso del Edén, del que alguna vez había oído hablar cuando era niño. Podía percibir los olores perfectamente: excitantes, fragantes, mareantes, concentrados. El olor de las hierbas silvestres allí no era espeso, rustico ni simple: era embriagante. Las frutas tenían un olor ligero y campesino, como recién traídas de las huertas, con olor a vino. En ese lugar no existía la lluvia, pero si un día al fin llovía, estaba seguro: el olor de la tierra y las montañas sería transalpino. Tenía en una de mis manos un manojo de llaves: brillantes y más grandes de lo usual. Al moverlas hacían un sonido como de cristales chocando, similar al que emitían las bambalinas plateadas a la entrada de algunos restaurantes. Su sonido poseía un efecto hipnótico y relajante; todo me embriagaba. Cualquier cosa que hacía o me proponía era delirante. 14 Me detuve frente a un árbol frondoso, lleno de manzanas. Nadie me lo había dicho ni yo lo había expresado, pero, en el sueño sentía que debía ir a algún lado: un sitio específico donde algo o alguien me esperaba. Pero el árbol me detenía. Era tan bello, tan suntuoso; su fruto era empalagoso, me extasiaba. Lo tenía todo, ya no había necesidad de seguir andando en el camino. Pero, luego de un tiempo, comencé a perder las llaves que traía. Una a una, mientras, más comía del fruto del árbol, no entendía como, pero, justo antes de perder su brillo… las llaves… se extinguían. Y así, día a día, las llaves continuaron desapareciendo hasta que finalmente reaccioné, y otra vez consciente de quien era, decidí marcharme, reanudar mi viaje y dejar de comer de aquel fruto tan rico, tan adictivo. Sin más, sin voltear jamás, dejé atrás el árbol y eché a andar de nuevo en el camino. Después de retomar el viaje me detuve frente a un arco gigantesco, que era como una puerta donde nacía el sol. Y más allá del arco, a lo lejos, pude distinguir una casa construida frente a un lago donde pescaba alguien desconocido, con una caña color trino. Y, así terminó aquel sueño. De todas las llaves que tuve en el principio del sueño, al final pude conservar tan solo una. Y aunque al día siguiente, al despertar, investigué cual podría ser el significado de soñar con llaves, en aquel entonces no le vi mucho sentido a la respuesta. Después sí. 15 Justo al terminar de recordar ese sueño, innecesario por demás, noté que ya estaba de vuelta frente al Café Ovunque. Y me detuve de golpe. Miré hacia la mesa donde hacía unos minutos estuve sentado y donde todas las mañanas durante el último año me había sentado de la misma manera. Y allí estaba ella. Me pareció algo familiar, como si de otro tiempo u otro mundo la hubiera conocido. O como si en un extraño sueño, antes, eso hubiese ocurrido. Ella estaba allí, sentada: con mirada curiosa y con sus piernas cruzadas. Tenía mis llaves entre sus manos y su mirada fija en mi llavero. —El cual tenía forma de caracol—. Lo miraba de forma fija, insistente, como si le gustase o como si le recordase algo o alguien en particular. Debo decirte que a ella, a diferencia de mí, si deseo describirla a cabalidad: Digamos que era una joven de unos diecisiete años de edad; sus ojos eran de un extraño azul gris que se hacían más oscuros hacía la pupila. Sin duda, eran los ojos de una niña. Su cabello fue lo segundo que me llamó la atención: era rubio y llegaba mucho más abajo de su cuello; también era bello, aunque daba la impresión de estar peinado de manera precipitada o poco elaborada. Los rasgos de su rostro eran delicados; contrastaban con una cierta y misteriosa frialdad de su mirada. En conclusión: la chica era bella, se veía bonita, aunque algo triste. Ese día estuve muy seguro, por su aspecto, de que podía comprender como era ella. Hoy, no vislumbroa ciencia cierta ni con total claridad el verdadero sentido de su rostro y la levedad infantil de su mirada. «¿Quién será?», me pregunté. 16 Mientras, imaginaba la respuesta, seguí contemplándola algunos segundos más, al tiempo que ella, muy despacio, quizás, sintiéndose observada, levantaba su rostro y clavaba en mí su mirada. Yo para aquel momento no lo sabía; pero, lo sabría: La chica en cuestión se llamaba Sofía. 17 II Esa palabra que empieza por «A» La chica sentada en el Café me miraba sonriente, como tratando de amenizar lo peculiar de la situación. Me fui acercando lentamente, mientras ella no apartaba de mí su mirada. —Hola, esas son mis llaves. —Hice un gesto señalando el llavero y sonriéndole amigablemente. —¿Sabías que para dentro de veinte años el 40% de los hombres y el 35% de las mujeres de 45 a 54 años de edad estarán sin casarse? —preguntó sonriente. No esperando tal entrada de parte de la chica, tardé algo más de unos segundos para asimilar el asunto; aunque, igual, seguí con la jugada. Sin pedirle permiso me senté frente a ella al tiempo que le respondía con otra pregunta. —¿Sabías que hay una teoría según la cual el universo está unido por hilos invisibles de materia oscura? Esta materia no puede detectarse por ningún instrumento científico; y sin embargo, mantiene unidas mil millones de galaxias de todo el universo. No puede verse, pero sabemos que allí está —dije asintiendo con el rostro. Ella soltó una pequeña risa, mientras me miraba complacida de la velocidad con la que había entrado en el juego. Y, para continuar con la plática, me respondió también con otra pregunta. 18 —¿Sabías que Charles Darwin, al defender su Teoría de la evolución, nunca pudo responder a preguntas tales como: el por qué de la aparición del habla en un hábitat donde no se necesitaba o la «involución» que implicó la primera y segunda guerra mundial? —Me miró expectante. —Veo que también te gustan los artículos de ciencia —dije. Hubo un breve silencio donde nos miramos a los ojos. Yo, tratando de quitarle seriedad a la conversación, dije: —¿Alguna vez has notado qué el pato Lucas es el más humano de los dibujos animados? —Sonreí. —¿Cómo sabes eso? —dijo con ojos saltones. —Porque presenta características muy propias de nosotros los «seres humanos» —dije en tono de sarcasmo—: Es avaro, ambicioso, competitivo y tramposo; sería capaz de casarse con cualquiera por dinero y no le gustan los niños. —Cierto. Todas esas características que nombraste son muy «humanas» —dijo con aire de desaliento. Hubo otro breve silencio donde volvió a observarme con detalle. —Estas llaves como que sí son tuyas —dijo extendiendo su mano para entregármelas. —Las dejé por descuido, gracias. Mientras tomaba las llaves aproveché la ocasión para detallarla nuevamente: la noté tan bella, dulce y tan serena, que no pude evitar la tentación de querer conocerla. —Y dime: ¿de dónde eres? —pregunté—. ¿Vives cerca? 19 Ella me miró con expresión de ingenuidad, inclinando su rostro de lado para analizarme. —¿Estás de prisa? —me respondió con otra pregunta, como parecía ser su costumbre. —No tengo nada que hacer en los próximos treinta minutos —afirmé sonriendo. —Yo tampoco —respondió con picardía. En ese preciso momento recordé la video conferencia, que seguro ya habría comenzado. Y sin pensar en nada más apagué mi celular. —¡Estoy libre como un náufrago! —exclamé inclinándome hacía atrás en actitud de descanso. Ella me miró incrédula. —Con ese traje tan solapado dudo mucho de que seas del tipo de hombre que es libre como un náufrago. —Tranquila. Estoy libre —afirmé en tono despreocupado. —Bien. Si es así, hagamos algo —propuso coqueta. —¿Algo cómo qué? —Terminemos un crucigrama que llevo por la mitad. Dirigí la mirada hacia un pequeño libro de pasatiempos que tenía sobre la mesa. Considero que los pasatiempos son la forma más improductiva de perder el tiempo, si es que hay otras formas productivas de perderlo, pero en ese momento jugar con ella no me pareció una locura. —Bien, empecemos —dijo sonriendo—: La palabra es un sinónimo para definir la felicidad y tiene cuatro letras en inglés y en español. 20 —A ver si acierto —dije—. Esa palabra la usan para referirse a ese sentimiento que todos se juran y aseguran darse de por vida, pero son realmente incapaces de cumplirlo en la mayoría de los casos, ¿sí? —indagué. Ella frunció el ceño y se destacaron más sus ojos grises. —Ya he pensado acerca de ello —continué—. Creo que hemos mal interpretado esa palabra de cuatro letras. Promoviendo ideas falsas con cuentos de hadas, baladas emotivas y con esos tan apoyados «finales felices». —Hice una señal de entre comillas con mis dedos. Hizo un gesto ansioso con intensión de interrumpirme. —Lo que esa palabra significa no termina jamás —continué apresuradamente sin permitir que interrumpiera—. No tiene un final en sí mismo, simplemente cambia de dirección. —¿Cambia de dirección? —preguntó incrédula. Sí —respondí—. Cuando creemos que el sentimiento ha terminado no es así. Sigue existiendo y en su momento volvemos a entregarlo a otra persona distinta: mejor o peor que la que se tenía. Eso es indiferente. —Podemos controlar a quien darle nuestros sentimientos —expresó con vehemencia—. Depende de nosotros si decidimos irnos o quedarnos al lado de quien lo compartimos. —En principio, sí —asentí dispuesto a replicar—. Pero, luego de que te has involucrado emocionalmente con una persona, ya te es más difícil dominar las situaciones. Pienso, que cuando conoces a alguien siempre existe ese punto inicial de regreso donde puedes decidir alejarte o no de esa relación, incluso, por las razones más sencillas. Luego de esto se llega a otro punto especial de no retorno, 21 donde aun conociendo los peores defectos de la pareja se te hace muy difícil abandonarla y además… —Eso no es un querer verdadero —me interrumpió—: es costumbre, conformismo, masoquismo, falta de autoestima, dependencia, apego, falta de amor propio o personalidad. Eso no es lo que significa esa palabra. —… Einstein decía —continué, ignorando lo que acababa de decir—: «La energía no se crea ni destruye, simplemente se transforma». Así ocurre con esa palabra de la que estamos hablando. No deja existir, simplemente se transforma; es decir, cambia de dirección. —¡Muy interesante! —exclamó asintiendo con la cabeza. Si —dije—. Pero no me preguntes como llegué a esas conclusiones, quedaría mal. —Sonreí maliciosamente. Pero insisto en que tu teoría es un sofisma —dijo, mientras colocaba ambas manos sobre la mesa y acercaba su rostro en forma desafiante al mío, al punto de casi rozarme. No pude evitar ponerme nervioso. Esa chica tenía algo que me hacía temblar. —¿Sabes que es un sofisma, verdad? —preguntó girando de lado su pequeña cabeza. Arqueé una ceja. —Esa palabra es como el agua —respondí ignorando de nuevo su comentario—. El agua cambia de forma y se adapta al envase que la contiene. A veces, entregamos el sentimiento a personas que son apasionadas y nos adaptamos a su pasión o a su forma de ser. Otras personas son más reservadas e inteligentes y nos dejamos influenciar por su intelectualidad. Algunos amores son místicos o 22 espirituales, nos envuelve su misticismo y creamos un sentimiento afín de carácter espiritual. A veces, el sentimiento proviene de un lazo de sangre o amistad o se entrelaza a un ideal o a un sueño personal. Ella me miró, pero no dijo nada. Pienso que el sentimiento más perfecto es aquel que jamás se logra realizar —dije—. Un sentimiento construido mentalmente, que en nuestros pensamientos se forja como un ideal. Algo platónico. —O tal vez el sentimiento más perfecto es aquel que vivimos plenamente en su totalidad —me contradijo. Volví a sonreír; ellano daba su brazo a torcer: era una máquina de hacer replica. —No es la primera vez que alguien habla sobre ese tema, ni que yo lo hablo —continuó—. Pero, para mí la vida es esa palabra. No es que la logres, no es que la construyas o ganes. La vida está hecha para ser feliz y la felicidad para mí se encuentra toda condensada en ella. Encontrar a esa única persona que hay para ti y en ese instante saberlo. Y de allí en adelante que se viva lo que se tenga que vivir. En ese momento miró su reloj y se apresuró a decir evidentemente contrariada: —Pasaron los treinta minutos. Ya vienen a buscarme; tengo que irme. Noté que subrayaba sobre el crucigrama y escribía algo con rapidez. No pude evitar sentirme algo inconforme: no había logrado saber nada de ella ni ella de mí. La conversación no había sido amena. Solo sirvió para hacer notar mis defectos y mi obsesiva terquedad en tener siempre la razón a toda costa. Un auto se detuvo frente al Café y ella al verlo se levantó para irse. 23 —¿No me vas a decir cómo te llamas? —pregunté. —Sofía. —¿Sofía qué? —Simplemente Sofía —respondió sonriendo. —¿Tienes algún número de teléfono? Quizás te llame otro día para terminar el crucigrama. —No. Perdí mi celular —dijo sonriendo de nuevo—. Los teléfonos siempre se me dañan o los pierdo. Era obvio que no quería volver a verme. Y no la culpo. Ese día ni yo mismo hubiese querido verme de nuevo. «De seguro creerá que soy un fanático ortodoxo», pensé. Me miró a los ojos y dijo a manera de consejo: —No hace falta ser un genio para escribir sinónimos sobre un papel destartalado; sobran los mismos si consigues el tiempo y el valor para acercarte y susurrar, justo en la curvatura que hace el alma, al interior de un corazón. Si haces esto: la palabra del crucigrama seguro se quedará pequeña. Me dio un beso en la mejilla y se fue hacia el auto que la estaba esperando. El conductor, a quien no pude distinguir bien, ya tocaba la bocina en señal de prisa. Yo la seguí con la mirada mientras se alejaba. El sol ya estaba algo fuerte y me daba directamente sobre la cara. Entrecerré los ojos para poder verla mejor a través de la luz, pero creo que más bien di la impresión de fruncir el ceño. Entonces, me apresuré a decirle justo antes de que subiese al vehículo: —¿¡No me vas a preguntar cómo me llamo!? 24 —Soy hostil con los estereotipos —respondió sonriendo. —Tal vez haya suerte y nos volvamos a ver —dije. —¡Ovunque! —dijo mirando hacia el letrero que contenía el nombre de la cafetería. Giré el rostro para ver de nuevo el letrero y cuando volví la mirada para preguntarle qué significaba… ya no estaba. Se había ido. Noté que había dejado sobre la mesa el librito de pasatiempos que habíamos estado resolviendo, y vi que estaba algo gastado por el uso. «Con razón me dijo lo de escribir la palabra sobre el papel destartalado», pensé. Distinguí el crucigrama y al leerlo vi que tenía la palabra A-M-O-R, subrayada y enmarcada en un círculo. Y un poco más abajo se leía algo que había escrito al borde del cuadernillo de pasatiempos: Muchachito… ya buscaré que hacer contigo. 25 III Un corazón solitario Después de aquel encuentro en el Café Ovunque, curiosamente no volví a desayunar allí con la regularidad que lo había venido haciendo durante esos últimos meses. Durante un par de semanas, después de haber conocido a Sofía, ocupé mi atención en terminar una acreditación especial exigida para obtener un ascenso en el trabajo. —Tienes una llamada por la línea dos —dijo mi asistente. Del otro lado del teléfono pude oír la voz de mi jefe y único amigo, Ricardo Belafonte: un hombre de veintisiete años de edad, de tez morena clara, altura promedio, cabello exageradamente lacio; el cual siempre movía con ademanes algo narcisistas. Su rostro denotaba una edad superior a la que tenía y revelaba historias de constantes trasnochos, fiestas y excesos. Su voz tenía un timbre peculiar y su rostro siempre estaba adornado por una sonrisa. —Ese ascenso es tuyo, ¡ya está listo! —dijo con tono bonachón. —Cierto. Veo que finalmente comienzan a apreciar mi talento —bromeé—. ¿Para qué interrumpes mi arduo trabajo? —Nada en especial: solo quería saber cómo te iba. Eso es todo. ¡Mantenme informado si necesitas algo, muchacho! —Necesito un ascenso —respondí bromeando. —¡Por cierto! —dijo—: la próxima semana tienes trabajo conjunto con el gerente general. Él quiere hacer la selección final para designar al próximo gerente 26 de distrito. Los candidatos al cargo coordinarán las encuestas que van a ser aplicadas en el interior del país y todo se hará en las afueras de la ciudad. La selección se hará a varios kilómetros al noroeste de aquí. Queda algo lejos, ¿vale? ¡Cambio y fuera! —Espera, ¿por qué no empezaste con eso tan importante? —reclamé. —Por allí empecé. ¿¡No te dije que el ascenso era tuyo!? Deja de quejarte que toda la información está en el fax que te voy a enviar en uno o dos minutos… o mañana o luego que te hagan las evaluaciones. Y colgó. Ricardo tenía un sentido del humor muy vivaz y sofisticado: hacía bromas en momentos serios y cuando el ambiente estaba animado tendía a quedarse en silencio. Solo sabía hacer bromas con sarcasmos. Me quedé pensando en el momento que estaba viviendo. Tarde o temprano llegan momentos considerados fundamentales en la vida de cada ser humano. Cada uno realiza la valoración de la importancia de los acontecimientos que le suceden según sus motivaciones, sueños y anhelos. Pienso que lo mismo ocurre con el placer y el dolor: cada quien en su interior conoce y valora las dimensiones de su propia alegría y sufrimiento, dándole un rango distinto de importancia y significación. Lo cierto, es que a nuestro entender todo dolor propio es considerado como mayor que el dolor del «otro», que también sufre. Sentimos que ninguna desgracia, cualquiera que esta sea, puede ser comparada con la nuestra en virtud de nuestro propio sufrimiento y desesperación. Y, por más que expliquemos a terceros acerca de la constitución de nuestro sufrir, difícilmente podrían entendernos del todo; ni siquiera, cuando ellos hayan tenido una 27 experiencia similar a la nuestra. Imagino que esto se debe a que cada espíritu y cada cuerpo resisten, soportan y sienten el sufrimiento o la alegría en medida de su propia sensibilidad interna. Cuando los demás sufren y lloran por las penurias y desgracias ajenas no solo se debe al dolor experimentado por compartir el sufrimiento ajeno, si no, por el hecho de ver reflejado en cierta forma un futuro posible de su propio presente, de una posible tragedia a la vuelta de la esquina de la calle de sus vidas. En el dolor y la muerte de los otros vemos el reflejo de nuestra propia frustración y muerte por venir. Y más aún, cuando el que sufre es alguien cercano a nosotros. Ver morir a un hermano es el anticipo inevitable de la muerte de los hermanos sobrevivientes y de nuestra propia muerte. El dolor de cualquier persona que uno ame es el reflejo de nuestro propio dolor, así, como el amor alcanzado por otros representa la vislumbre de un posible amor futuro al alcance de nosotros. «La próxima semana subiré un escalón más en mi proyecto de vida», pensé. Me gustaba divagar, cavilar, naufragar a veces en el mar profundo de mis pensamientos. Era una forma de subsistencia que mi propio espíritu había generado. Un mecanismo de defensa donde podía organizar todo aquello que vivía como si fuesen anagramas. Pero también lo que soñaba, lo que sentía, pero no entendía. En el mundo interno de mi mente, podía encontrar consuelo y calma. Yo no pensaba para alertarme o confundirme ni para generar dudas sin respuestas: Pensaba para aliviar mi alma y para escapar de aquello que me atormentaba. 28 Pero siempre, luegode volver de naufragar, dejaba atrás mis pensamientos para continuar dedicándome a mis asuntos de oficina. …………………………………………………………………………………………………… Al primer día de la semana siguiente, alrededor de las diez de la noche, tomé un taxi para ir hacia las afueras de la ciudad. Era una hora inapropiada para los desplazamientos por carretera, pero mi exceso de trabajo y la urgencia de estar al día siguiente, a primera hora, para la evaluación de ascenso me lo exigían. Recuerdo que el hombre que conducía el taxi donde viajaba se llamaba Héctor. Era más o menos como de sesenta años de edad, de complexión delgada, moreno, con signos de calvicie ya muy pronunciados; en su rostro de facciones endurecidas por el sol destacaban unas cejas encrespadas y una nariz aguileña de gran tamaño. En cuanto a su forma de ser: se me hacía extrovertido, coloquial; por lo que se dedicó a pasar las horas del viaje hablando constantemente, contándome anécdotas e indagando acerca de mi vida personal. Durante el camino pude ver lo rudimentario de la carretera y el mal estado de las casas aledañas a la vía. También destacaba el relieve agujereado de las paredes mal pintadas de las casas y el estado deprimido de los techos hechos de madera y de zinc. Después de dos horas de viaje, mientras la luna poblaba casi en su totalidad el universo visual; yo como siempre divagaba, anticipando la realización de todas aquellas cosas maravillosas que supuestamente me sucederían al llegar. De repente, se oyó un sonido abrupto debajo del auto. 29 —¡Se espichó una llanta! —se quejó el chofer—. Hagamos un alto aquí para cambiarla y luego haremos una parada en la estación de servicio que viene. —No hay problema. —Hice una mueca. Al salir del vehículo y contemplar los alrededores del lugar sentí un leve escalofrió. El sitio era inhóspito e inspiraba una fuerte sensación de inseguridad. No había duda que en cualquier momento algo malo nos podría suceder. El paraje, desde el recodo de la carretera donde nos encontrábamos, estaba constituido por una planicie desprovista de matorrales en los laterales del camino; sin embargo, la maleza iba poblando esos costados de la carretera a medida que se avanzaba hacia el norte. Eso se nos constituía como un problema: debido a que se facilitaba el camuflaje de posibles salteadores y disminuía las posibilidades de que algún viajero nos diera un aventón o nos ayudara con el coche. —¡Diablos! ¡Mal nacida sea mi suerte! —rabió el conductor en la parte posterior del carro. —¿¡Qué pasó!? —pregunté alarmado. —No está la llanta de repuesto. Mi hijo habrá olvidado guardarla de nuevo al lavar el carro ayer. Estamos sin forma de salir de este atasco. Yo me quedé mirando fijamente el maletero del carro, como tratando de encontrar alguna explicación para todo lo que de repente me estaba ocurriendo. —¿Y ahora? ¿Qué es lo que vamos a hacer? —pregunté—. No puedo llamar pidiendo asistencia vial: mi teléfono está sin cobertura. —Voy a caminar hasta la próxima estación de gasolina —respondió el taxista—. Está más o menos como a una hora a pie desde aquí. Buscaré una grúa y vendré a buscarlo. No se preocupe. 30 Hice otra mueca. El taxista al darse cuenta de mi expresión dijo: —Mejor no. Es peligroso tanto quedarse aquí esperando ayuda como ir caminando hasta la parada de viajero, a esta hora nadie nos dará un aventón. Está ruta está azotada por personas que fingen tener accidentes para luego apuntar con armas y robar a quienes se detienen a ayudarlos. Mejor vayamos ambos; no tendría caso quedarse uno de los dos aquí. —¿Y por qué tomamos este camino? —pregunté. —Porque la primera opción, que es cruzando el puente por el oeste, no es viable. Recuerde que el puente está recibiendo mantenimiento y mejoras. ––No sabía nada de eso. —¿En qué mundo vive, doctor? —dijo con escondido sarcasmo. —Bueno. —Me encogí de hombros—. Mejor vámonos de aquí antes de que se haga más tarde. Tomé mi maletín como a regañadientes y comenzamos a caminar. «Esto es una locura —pensé—. Siempre es lo mismo». De vez en cuando pasaba algún automóvil que subía las luces al distinguirnos, pero en ningún momento alguno de los conductores hizo el menor intento de detenerse para ayudarnos. Durante todo el camino, yo miraba, con actitud maníaca, hacia todos lados con angustia y desconfianza, atento de que en cualquier momento pudiesen asaltarnos. No sé a la verdad cuánto tiempo caminamos: cálculo que alrededor de una hora, más o menos. No lo sé en realidad, lo cierto del caso es que ya no podía sentir mis piernas debido al cansancio. 31 —¡Hasta que por fin! —exclamó Héctor—. Llegamos sanos y salvos. ¡Gracias a Dios! Voy a buscar donde quedarnos para pasar la noche aquí, y mañana resolvemos. Nos encontrábamos en una estación de servicio típica de esas que se ven normalmente a lo largo del camino en carreteras de viajes interestatales. En ella podía verse un cafetín decorado al estilo de las pequeñas loncherías, una central gasolinera, la sede de la estación donde se encontraban los baños y dos cuartos, que a primera vista, uno parecía ser una oficina y el otro un dormitorio sencillo. ––Voy al baño —dije—. Señor Héctor, nos vemos en el cafetín. Al cabo de un rato, tal como habíamos acordado, nos encontramos frente al cafetín de la gasolinera. —Conseguí un cuarto para pasar la noche —dijo—. No es muy grande y tendrá que compartirlo con el hombre que atiende la estación de servicio. Le expliqué la situación al dueño del cafetín que amablemente se ofreció a hablar con él. —¿Y qué dijo? —Aceptó compartir el cuarto por esta noche. —Y usted: ¿dónde va a dormir? —Yo dormiré en una colchoneta que me ofreció uno de los camioneros que está pasando la noche aquí. —¿Y qué haremos con el auto? —Cuando amanezca compraré el repuesto e iré por el coche, tranquilo —respondió. —¿Y solucionó todo eso en cinco minutos? —Sonreí—. ¡Vaya que es eficiente! 32 El viejo soltó una pequeña carcajada debido a mi comentario. —Más bien, le debo una disculpa —dijo—. Por no revisar el trabajo de mi hijo fue que terminamos aquí. —Tranquilo —Sonreí—. Ya se me pasó la calentera. —Vámonos a dormir —me pidió—. Mañana tendremos un día muy agitado —diciendo esto, me condujo al cuarto de la estación donde pasaría lo que quedaba de noche. Llegamos y entramos sin previo aviso al cuarto: el cual estaba lleno de artículos de repuestos por doquier e impregnado a su vez de un leve olor a gasolina. Vi que las paredes estaban llenas de posters de mujeres semidesnudas en afiches de automotores. En el interior de la habitación había una cama litera a medio tender y una pequeña ventana por la cual entraba una luz brillante que venía de un poste ubicado justo en frente. Me di vuelta para decirle algo a Héctor, pero este ya se había ido con rapidez. Al observar nuevamente la habitación pude distinguir junto a la ventana, observando la luz que venía desde afuera, a un hombre que estaba sentando en actitud taciturna. Me acerqué silenciosamente hacía él y noté de inmediato que tenía una botella de whisky medio vacía entre sus manos. También, vi que tenía una extraña mirada: algo misteriosa y profunda. Yo para él era ajeno. Como una cosa. Tuve la sensación de que podía acostarme a dormir o hacer un escándalo y él no notaría nada de lo que hiciera en lo absoluto. —Buenas noches— por fin me atreví a decir acercándome un poco más—. Gracias por su amabilidad. 33 Mas, no respondió el saludo. Ya más cerca, a pesar de no haber mucha luz, pude detallarlo correctamente: tendría alrededor de setenta años, su cabello era blanco, frondoso y ondulado como la lana; su frente y quijadas eran anchas y su mentón cuadrado como el de los clásicos boxeadores. Mediría un metro noventa sin exagerar y sus manos eran grandes y callosas. Unido a esto, teníaaspecto agotado, como abatido. El anciano impávido siguió mirando la luz que lo alejaba de las negras realidades que habitaban en el deprimente cuarto en que dormía. Como no me prestó atención alguna me dirigí a la litera, y sin consultarle, escogí la cama de arriba para descansar. «No querrá que lo molesten —pensé al momento—, no estará acostumbrado a visitas ni a nadie que le converse». —La vida es una cuestión dolorosa, ¿no cree? —preguntó de pronto con voz ronca sin dejar de mirar la luz que entraba por la ventana. —¡Ni que lo diga! —respondí de inmediato—. Hoy se nos reventó una llanta y caminamos varias horas por un camino lleno de atracadores. ––Me dispuse a entablar una conversación amena. —El dolor de ser solitario ––continuó, ignorando mi respuesta—. De no tener a nadie en el mundo que nos comprenda, que nos aliente, que nos dé una mano o el contacto tibio de sus brazos al acostarnos. Me refiero a la terrible angustia de no saber si al levantarnos por la mañana las cosas finalmente serán diferentes o si seguiremos desandando por el mundo sin nadie a quien le importe nuestro bienestar o nuestra presencia. «Otra vez en medio de otra locura», pensé quejoso. 34 —A eso me refiero. ¿Me entiende usted? —preguntó insistiendo. —Bueno, yo nunca he necesitado a nadie —respondí sin dejar de tender la cama—. Siempre he estado solo. Me llenan otras cosas —Ósea: ¿que no me entiende? —Si, lo entiendo… desde un punto de vista analítico; pero, no lo he vivido —respondí ya dispuesto a acostarme. Pegué un pequeño salto, me acosté boca arriba sobre la litera y continué hablando a la vez que revisaba mi celular. —Las conductas pueden predecirse. Lo importante es crear patrones de regularidad y entonces aparecerán las respuestas acerca de lo que las personas harían bajo la influencia de un estímulo determinado. —Los sentimientos determinan la conducta más que la razón —afirmó—. Ya que si por la razón fuera uno debería preservar su propia felicidad por encima del bienestar de los demás. ¿No es así? —Yo lo haría —respondí indiferente mientras me sentaba sobre la cama—. Yo preservaría mi propio bienestar por encima del de los demás. —Yo traté hace mucho de aplicar el mismo razonamiento que usted, joven, la misma forma de pensar. Traté de encerrar al amor en una raíz cuadrada, pero ese no fue mi único error. —Inclinó el rostro y fijó su mirada en el piso. —Yo no conozco el amor, si es que existe —dije—. Nunca en mi vida lo quise ni necesité. —Me encogí de hombros. —Mal por ti muchacho. ¡Igual, brindemos por eso! — Levantó la botella en gesto de brindis y bebió. Yo sonreí. 35 «Qué buena broma venir a caer aquí con este borracho», pensé. —Joven, aunque ahora me vea como una piltrafa, antes fui un hombre rico y llegue a tener una vida glamorosa. Fui un arquitecto importante, admirado. Hoy, solo tengo conmigo el dolor de ser solitario y la impresión de que el tiempo es mi enemigo. Yo no respondía. Solo quería que el viejo hiciera silencio para dormirme. El anciano dándose cuenta de mi incomodidad dijo: —No te preocupes muchacho. Vete a dormir. Hoy tuviste la mala fortuna de presenciar una de esas malas noches de Giovanni Pesci Feltri. Al oír su nombre no puede evitar voltear y mirarlo sorprendido. «Yo supe de un gran arquitecto —pensé—, que asesino a su esposa y a su amante al encontrarlos en una estación de trenes». Me mantuve en silencio por un momento, mientras seguía reflexionando. «¿Será el mismo?... ¡No creo!», me dije incrédulo. —No creo que a un joven como usted —interrumpió mis pensamientos—, le interese saber de las penurias de un vejestorio como yo. En contestación, traté de responderle haciendo un gesto de negación con mi rostro, pero sin mucho éxito. —Ayer hice un escrito —cambió el tema—. ¿Quieres oírlo? Aún no tiene nombre, pero si lo tuviera se llamaría: «Incertidumbre». Decían que tenía talento para escribir, pero nunca lo creí. »Recuerdo que la primera vez que escribí una carta de amor fue la noche en que la que iba a ser mi esposa y yo tuvimos nuestra primera cita. 36 Se acercó más a la luz que provenía de la ventana y comenzó a leer en voz alta: —¿Quién seré al final de todo esto?/ ¿Qué me pasará?/ ¿Qué tan oscuro /y tan incierto? »¿Seré Navidad, Seré Febrero?/ ¿O seré uno de tus besos? »Dímelo tú. ¿Estoy muriendo?/ ¿O seré producto de algún sueño? Al terminar de leer los versos, apretó la botella de whisky entre sus manos y se quedó mirando, como abstraído, la ventana. Hasta el día de hoy, algunas veces, suelo pensar el inverosímil encuentro que tuve aquella noche con el melancólico vigilante de esa gasolinera; también, en la importancia que llegó a tener en aquel entonces para mi vida. No sabía quién era ese anciano llamado Giovanni o por qué razón lo había conocido —si es que había una—. Pero una cosa era cierta: lo impregnaba el misterio. La luz del sol hacía horas que ya había dejado de iluminar el mundo. Agotado por el esfuerzo sentí como mi cuerpo se rendía ante mi agotada condición. Solo la luz artificial que venía desde afuera, a través de la ventana, nos mantenía cubiertos de las sombras. Y mis ojos, ya vencidos por el cansancio se fueron cerrando poco a poco. 37 IV Mañana —¿Andrés, esto es un sueño? —preguntó Sofía. —¡Es más que un sueño! —respondí. El hotel donde estábamos se encontraba en una edificación de ocho pisos. El lugar estaba enmarcado por un camino de flores bien cuidado que conducía desde el portón del jardín hasta la puerta principal. En los alrededores, también podían distinguirse más jardines enmarcados en arquitectura al estilo medieval. Aunque las flores por doquier eran el elemento distintivo de la fachada, estas se veían combatidas por las figuras de mármol que había en la entrada principal del hotel. En el interior del mismo el ambiente era sobrio, aunque acogedor y muy bello tanto en su estructura barroca como en su decorado discordante al estilo del siglo XVI. En general: toda su estructura era hermosa y se encontraba poblada de columnas, arcos, frontones y frisos al estilo medieval. Sofía me miraba de manera intima, abrazada a mí, ambos acostados de lado y mirándonos frente a frente. Nuestros rostros parecían contraerse y extenderse al unísono, como si para vivir necesitásemos el aire del uno exhalado por el otro. —¿Es un cuento de hadas? —preguntó. —Es más que un cuento —respondí sonriendo. http://es.wikipedia.org/wiki/Columna_%28arquitectura%29 http://es.wikipedia.org/wiki/Arco_%28construcci%C3%B3n%29 http://es.wikipedia.org/wiki/Front%C3%B3n http://es.wikipedia.org/wiki/Friso 38 »¿Seremos felices para siempre? —pregunté—. Ahora que soy feliz contigo quiero seguirlo siendo siempre. Prométeme que nunca nos separaremos y que venceremos todo lo que se nos ponga por delante. Prométemelo. —Te lo prometo —dijo Sofía mirándome a los ojos. Al escuchar sus palabras, que contenían la promesa definitiva que sellaba nuestra felicidad, una nueva seguridad con relación al futuro se sembró dentro de mí en aquel instante. Esta, no tenía que ver con proyectos de trabajo, contratos laborales, lujos, una bella casa, viajes o muchos amigos. Tenía relación con el significado de sus palabras al decirlas. —Te creo, Sofía. Creo en ti. Nos besamos. Luego, su atención se fijó sobre mí como la mirada enigmática de un águila. —¿Por qué siempre necesitamos que se nos confirme con palabras el amor que se nos tiene? Es algo que me causa curiosidad. —No entiendo —dije. —Me explico —dijo—: si la persona amada demuestra con toda clase de actos su amor hacia nosotros, pero no nos dice en ninguna oportunidad lo que siente, llegamos a pensar que el compromiso no es completo. Llegamos a creer que podríamos estar compartiendo nuestras vidas con alguien que no nos quiere del todo comoaparenta o demuestra. «Mucha experiencia para tener tan sólo diecisiete años», pensé. —Caso contrario —dijo sonriendo—, si nos dicen todo el tiempo que nos aman y nunca lo demuestran a través de los hechos, podemos llegar a pensar que: «Tal vez sea su forma de amar, que hay que darle tiempo» o que «la persona está 39 confundida». A veces, terminamos por adoptar la «genial» idea de: «Yo sé que me ama, pero no lo quiere demostrar por temor al compromiso». —Si. Puede ser —dije. —Así es —dijo—, porque las palabras de amor que nos dicen son depositadas en lo más íntimo de nuestra memoria. Y por eso, cuando los problemas llegan a nuestra relación, el sentimiento que una vez tuvimos sobrevive en nuestra mente con el recuerdo de las promesas que se nos hicieron. Luego de una breve pausa concluyó: —Por eso no deberían existir las promesas de eternidad en el amor. ¿No crees? Debería vivirse el momento sin esperar fidelidad ni eternidad. Solo vivir el día a día, ya que nadie sabe lo que le depara el futuro. De pronto, frente a mis ojos, la habitación del hotel donde dormíamos tomó una extraña tonalidad. Tal vez, timbrada por la oscuridad de lo que estaba ocurriendo en el interior de Sofía. No lo sé. —No te duermas todavía, Andrés, hay algo que tienes que saber. La gravedad del tono de su voz y la extraña densidad que había tomado la habitación despertaron en mí un estado de alarma que traté de ocultar con una sonrisa nerviosa. —¿Qué cosa es? Hubo un silencio sepulcral entre ambos. No entendía cómo podíamos ir con tanta rapidez de un momento de plena felicidad a otro de absoluta incertidumbre. Por un instante, pensé que me hablaría del regreso de algún amor del pasado o algún error grave que habría cometido antes de conocerme. 40 Me miró una vez más. Pero esta vez, su mirada estaba como cargada de una sensación de culpabilidad que hizo que mis manos comenzaran a enfriarse. —Te fui infiel —dijo finalmente—. Dormí con otro hombre. Tenía que decírtelo porque sé que es imposible para mí vivir con esto que te hice. Poco a poco fui irguiendo mi cuerpo hasta sentarme en la cama. El movimiento realmente no fue tan lento; pero, a mí me pareció que tardé una eternidad en sentarme; en ningún momento aparté mi vista de ella mientras me levantaba. Noté como una sensación vertiginosa iba nublando poco a poco mi mente con cada segundo que transcurría. El aspecto de la habitación a medida que pasaban los segundos se ensombrecía. Parecía una pesadilla. Ya ofuscado cualquier intento para producir algún pensamiento coherente, solo atisbé a preguntar: —¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste Sofía? ¿¡Qué estabas pensando, qué nunca me daría cuenta!? ¡Dime! De golpe, Sofía se levantó de la cama con la sábana arropando su cuerpo, mientras comenzaba a vestirse para irse de la habitación. También me levanté, fui tras ella y la tomé por el brazo mientras la obligaba a mirarme a la cara. —Dime Sofía: ¿Cuándo y cómo fue? ¿¡Con quién!? ¡Quiero saberlo todo! —diciendo esto la empujé a la cama ferozmente. —¡Me haces daño animal! —dijo mientras se levantaba y se disponía a vestirse rápidamente. 41 Yo la miraba incesante, como no queriendo perder detalle de sus expresiones, como queriendo hallar la verdad más allá de la «sinceridad» de sus palabras. —Hablamos cuando te tranquilices —dijo sollozando—. ¡Por eso lo pensé mil veces antes de contarte nada! —¡Perra! —exclamé—. ¿¡Dime con quién fue!? —¿¡Para qué!? ¡Dime! —¡Para matarlo a golpes!... —dije enfurecido— y después matar… —Contraje fuertemente mi mandíbula conteniendo un rugido a la vez que cerraba ferozmente los puños de mis manos. —¿¡Para matarme a mí también!?¿¡Es eso lo que ibas a decir!? —preguntó gritando, mientras se dirigía a la puerta de la habitación. Yo no hice nada por detenerla al ver que se marchaba. —¿Con quién lo hice es lo único que te interesa, verdad? —preguntó, detenida delante de la puerta—. Déjame decirte, Andrés, que eso es lo menos importante de todo esto. El por qué y el con quién son dos preguntas que no nos van a llevar a nada. —¡Pero si me acabas de decir que seríamos felices para siempre! —dije exaltado—. ¿Y ahora me sales con esto? Tú no vales la pena. ¡Mujerzuela!, ¡vete de aquí! ¡No quiero volver a verte jamás! No miramos, pero, con miradas muy distintas: yo con rabia contenida y ella con los ojos llenos de lágrimas. Un par de segundos después, reaccioné como si estuviese despertando de un estado catatónico y me dirigí hacia ella violentamente; la tomé una vez más por el 42 brazo y la saqué a la fuerza de la habitación dejándola tirada en el pasillo del piso del hotel. Sofía se levantó con rapidez y se fue corriendo a medio vestir por el pasillo hasta el elevador. —De verdad que me arrepiento de haberte conocido —dije, mientras cerraba golpeando la puerta tras de mí. Ya, dejándome caer lentamente al piso, apoyé la espalda a la pared de la habitación y con ambas manos en la cabeza me adentré en el pozo amargo de mi desolación. No sé si era el momento adecuado para enfrascarme en pensar en Sofía y en que haría ahora sin ella. Pero, sin duda, era el momento obligado, porque no podía dirigir ninguna función de mí ser a otro tema que no fuese ella. Mas, ningún pensamiento me daba calma o contestaba nada. Durante un par de minutos miré fijamente las agujas del reloj que estaba en la pared de la habitación, pero el sonido martillante del pasar de los segundos lo que hacía era angustiarme todavía más. Entonces, me levanté y salí corriendo tras de ella. Tenía que decirle lo mucho y lo valioso que había vivido junto a ella en todo este tiempo. No podía permitir que su último recuerdo de mí fuese una imagen tan negativa como la que había visto hacía unos minutos. Bajé las escaleras desde el tercer piso y corriendo desaforado llegué a la recepción donde estaba el encargado, que se veía algo contrariado. —¿Dónde está la chica? ¿Por dónde se fue? —pregunté agitado. 43 —Salió corriendo descalza hacia la avenida norte —respondió—.Yo le dije que podía llamarle un taxi, pero no quiso esperar. Me dispuse a seguirla hasta donde fuera sin importarme absolutamente nada. Si este era el final: no concluiría sin un último intento desgarrado de mi alma por recuperarla. Y corrí vertiginosamente tras de ella mientras pensaba: «No me importa lo que puedan pensar los demás; ni siquiera, lo que pudiesen pensar ella y su amante. Sé que se reían de mí en sus furtivas conversaciones nocturnas. Lo sé». No podía parar de correr ni de pensar azarosamente: «Estoy seguro que ella le juro entre sus brazos que lo amaba. Que seguía a mi lado por lástima porque no quería herirme. Ella quería alejarse poco a poco de mí para que no me doliera tanto su partida. Lo sé». —¡Sofiaaaaa! —gritaba mientras corría tras ella, apenas distinguiéndola a lo lejos. Comenzó a llover repentinamente. Y la lluvia parecía incrementarse a medida que corría en búsqueda de Sofía, pero yo parecía tener solo esencia para sentirla en medio de la lejanía. Y, en esa hora en que me encontré corriendo de madrugada y descalzo como un loco entre las avenidas, gritando su nombre, contradictoriamente, en ese momento, encontré la serenidad para entenderlo todo con perfecta claridad: La amaba y esa noche estaba dispuesto a perdonarle absolutamente todo con tal que ella no me abandonara. «No podré soportarlo», pensaba mientras corría jadeando. 44 —¡Sin ella no puedo! No podré… —me decía en voz alta. —¡Sofía! ¡Sofía! —seguía llamándola incesantemente mientras corría. Luego de cruzar través de una calle transversal a la avenida norte, llegué al final de un callejón sin salida en el que pude divisarla de rodillas en el piso y con el rostro escondido entre sus manos, en medio de la lluvia que seguía cayendo a cantaros, inclinada sobre uncuerpo que yacía tirado sobre el suelo. —¡Sofía! —exclamé deteniéndome. —¡Andrés! ¿Por qué lo hiciste? —preguntó llorando y dirigiendo su mirada hacia el cuerpo inerte. —¿Qué hice qué amor? —pregunté confundido. Ella continuaba llorando y diciendo incoherencias; ignorando lo que acababa de decir, pero al cabo de unos segundos levanto su rostro y, como cuando un misil se fija un objetivo, me dirigió una mirada cargada de odio. Y entonces, se abalanzó sobre mí como una fiera y comenzó a golpearme en el pecho con sus puños cerrados en forma de martillo. La tomé por sus brazos y comencé a preguntarle: —¿¡Qué ocurre amor!? ¿¡Quién es este hombre!? ¿¡Te hizo daño, te atacó!? —¡Tú lo mataste, Andrés! —gritaba mientras hacía esfuerzos por seguirme golpeando—. ¡Tú lo mataste! ¡Asesino! ¡Nunca te lo perdonaré! ¡Nunca!. ¡Nunca!... ¡Te odio! Aún sin entender la situación, la tomé fuertemente por los hombros, y la miré a los ojos al separarla lentamente de mí. —¿Lo amas? —pregunté. 45 —¡Lo amo! —respondió—. ¡Lo amo… y aún ante la muerte misma repetiré que lo amo! Retrocedí dos pasos, lentamente, sin dejar de mirar hacía el suelo. —¡Tú sabías que lo amaba y por eso lo mataste! —dijo posando una vez más su mirada cargada de odio sobre mí—. Lo mataste porque sabías que jamás podría amarte como lo amo a él. —Yo jamás… yo —balbuceé—… yo jamás haría algo así. Tuve una sensación de muerte que me nubló por completo y me dieron unas ganas terribles de vomitar; y fue allí, cuando pude discernir una extraña humedad en mis manos que no había podido percibir hasta entonces. Levanté ambas manos para descubrir con espanto que estaban llenas de sangre. Y vi como un cuchillo se deslizaba entre ellas, yendo a parar en el piso. —¡Dios mío! ¿¡Qué hice!? —me pregunté en voz alta con terror llevando ambas manos hacia mi cabeza. Cuando busqué con la mirada a Sofía para pedirle alguna explicación, las luces de las patrullas de la guardia policial que se acercaban hacia el callejón encandilaron mis ojos y sus sirenas ensordecieron mis oídos. Comencé a llorar… al contemplar el triste final de mi amor con Sofía. «Esto no podía terminar de otra manera», pensé con la cabeza gacha. Levanté la mirada una vez más para buscarla de nuevo, pero ya se había marchado. No la volvería a ver jamás. Esa era la última vez que la vería en mi vida. «Debí haberla amado más —pensé—, estar más pendiente de ella, prestarle más atención cuando me hablaba, no haber llegado tarde a nuestras citas, no haberle hablado mal de sus sueños infantiles. Debí darle más importancia a sus 46 necesidades. Fui un egoísta, y mi egoísmo hizo que perdiéramos la oportunidad de vivir cosas mejores». «Quisiera haberme podido despedir de ella sin que tan sólo me odiara», pensé finalmente. Y en ese momento trágico para mi vida no pensé en el futuro terrible que me esperaría, seguramente tras las rejas: solo pensé en ella y en cómo se sentiría. Levanté el rostro para mirar al cielo y volver a ver aquella estrella fugaz que contemplamos juntos aquella noche de diciembre. Y fue en ese momento cuando vi la inscripción del nombre de la avenida por la cual había corrido como un loco minutos antes: Avenida Comunque. Y con esa imagen en mente desperté sobresaltado y bañado en sudor. «Fue un sueño —pensé— o más bien una pesadilla». Vi que estaba acostado en la litera de la gasolinera y que la luz del sol ya comenzaba a iluminar el mundo. «Ya está siendo de día», me conforté. La luz del sol comenzó a cubrir con fuerza mi rostro; dado marcha atrás a las sombras de esa pesadilla. «Qué extraño, haber soñado con aquella chica de la cafetería —me dije incrédulo—. Si nada más la vi una sola vez. Increíble, ver las cosas que hace la mente». Vi que el anciano Giovanni no se encontraba en la habitación. «Se levantaría a trabajar temprano», concluí. 47 Dirigí de nuevo la mirada a través de la única ventana de la habitación para disfrutar de los primeros rayos de sol, pero, en el cielo despejado, se fue sucintado un cambio, algunas nubes grises comenzaron a presagiar una fuerte lluvia por venir. Nubes que amenazaban con nublar el brillante sol de mí mañana o mejor dicho: De esa mañana en la que ante el futuro me despertaba. 48 V Carmen A la mañana siguiente, el viejo Giovanni al verme pidió disculpas por el estado de ebriedad en que se encontraba la noche anterior y me invitó a tomarnos un café, donde aprovechamos para conversar amenamente. Luego de comentarle que sentía interés por la arquitectura, propuso vernos durante los días que yo fuese a permanecer allí, para compartir algunas de sus experiencias como arquitecto y de su vida en general. Lo cual hicimos, y a decir verdad, durante los ratos que aprovechamos para hablar encontramos muchas cosas en común; por momentos llegamos a sentirnos como si fuésemos viejos conocidos. Después del incidente en la gasolinera estuve una semana más en las afueras de la ciudad participando en la evaluación de desempeño de la empresa. Algunas veces, en los ratos libres por las noches, iba a hablar con el viejo Pesci Feltri. Y sin temor a equivocarme, podría que reconocer que tuvimos conversaciones por demás interesantes. El sueño donde había visto a la jovencita que conocí en el café me había perturbado más de lo usual; sin embargo, no se lo comenté al anciano ni a nadie más, dándolo solo por una anécdota incomoda. Al término de la semana volví a las labores rutinarias del trabajo. Pensé en volver a pasar por el Café Ovunque y tratar de reiniciar algún contacto con Sofía, pero me desalenté de inmediato pensando que ella ya ni se acordaría de mí. 49 —¡Hola, muchacho! —saludó Ricardo Belafonte–. Es increíble ver como la mala suerte no te abandona: mira que accidentarte a media noche antes de una prueba de ascenso; no es algo que le pase a cualquiera. —Sí. A la verdad, la pase mal —respondí haciendo una mueca. —Me imagino que si hubiesen aparecido unos maleantes en el camino seguro que te desmayas. Ya te he visto en acción y sé que no sabes pelear —comentó haciendo graciosos movimientos de boxeo frente a mí. —¡Bueno, tú tampoco peleas mucho que digamos! —dije conteniendo la risa. —¡No te creas! Hace años conocí a alguien que fue campeón mundial de boxeo aficionado y me dio unas clasecitas. Eso sí, lo básico. ¡No quería que luego fuese a moler a golpes a todos por allí! Yo sonreía. —Por cierto, cambiando el tema —dijo—. Según escuche esta mañana en gerencia: el ascenso será tuyo. Me mantuve pensativo. —¿Qué te ocurre, Andrés? —preguntó—. Ni muerto te habrías visto tan callado. ¿De qué se trata? ¿No será que te has enamorado, no? —dijo dándome golpecitos en el hombro. —No se trata de eso —respondí—, es que… —¡Ya se, estas estresado! —me interrumpió—. He escuchado que eso del estrés es terrible; aunque, a mí nunca me ha dado —dijo levantando ambas cejas. Era muy difícil llevar temas serios con él. —Mira —dijo—: ¿qué te parece si mañana en la noche vamos a un musical de baile flamenco, con unas amigas? Ya he visto la obra como cinco veces, pero mi 50 nueva novia, que es la productora y directora artística del evento, me obliga a ir todas las semanas al menos una vez. ¡Ya me sé hasta los diálogos! —¿Y cómo hay diálogos si es un musical? —pregunté aburrido. —Es una cuestión de baile —respondió—, combinada con rimas, sonetos y esas cosas artísticas que a ti no te gustan, pero a mí sí. Sabes que veo todas las telenovelas. Levanté ambas cejas. —¡Anda, vamos! —insistió—. Te ayudará con tu estrés y tus problemas psicológicos. Que no son pocos. —Sabes, tuve un sueño inquietante… —me dispuse a contarle. —Yo también —me interrumpió—: tuve una pesadilla ¡Soñé que me había casado! Fue traumático. Tengo una semana sin poder dormir. —Contigo nunca se puede mantener una conversaciónnormal, ¿cierto? —dije contrariado. —Mañana a las siete de la noche te espero frente al Teatro Lorca —dijo—. Y por favor, trata de llegar temprano por primera vez en tu vida. No llegues tarde. Entre tanto que hablaba y seguía hablando no dejó abierta ninguna oportunidad para negarme. —Para qué llegar temprano si igual vamos a llegar de todos modos —me quejé. —¿Qué excusa tan mala es esa? —preguntó—. ¿De quién es? ¿De Maquiavelo? —Allí estaré sin falta —dije al fin resignado—. Qué bueno tener un amigo con el cual siempre puedo conversar acerca de mis problemas. 51 —¡Qué bueno que sabes valorarme! —bromeó—. Pero aprende a valerte por ti mismo, porque no te voy a durar toda la vida. ¡Nos vemos! Y salió sonriendo de mi oficina. Yo me quedé en silencio, mientras miraba hacia las montañas que se levantaban a lo lejos y que podían verse desde la ventana. Algo estaba comenzando a perturbarme y no podía definir exactamente que era. Tenía la forma de un presentimiento infantil por ser irracional e inexplicable; pero, de igual manera me llenaba de desasosiego y ansiedad. Yo no creía en el destino, pero, en cierta forma le temía. Tampoco creía del todo en Dios, aunque, algunas veces le presentía, como en el sueño de aquella noche en la gasolinera. En fin. No era de los que profesaba fe en lo incierto; sin embargo, la idea de que algo estaba a punto de comenzar a jugar a los dados con mi destino me mantenía alerta noche y día. Al día siguiente, con media hora de retraso, estuve en el Teatro Lorca para encontrarme con Ricardo. El ambiente en las inmediaciones del lugar se encontraba muy animado. Y los organizadores del evento se disponían a realizar un agasajo para los actores antes de la función de aquella noche. Yo me encontraba inquieto e indispuesto de estar allí, puesto que no conocía a nadie. Me mantuve en la entrada del teatro por varios minutos a la espera de encontrarme con Ricardo, cuando sentí que de manera sutil me tocaban en el hombro. Giré y me encontré con el rostro de una mujer joven, de unos veintiséis años de edad, alta, de facciones agradables y rostro muy maquillado; su cabello largo y 52 ondulado parecía muy bien cuidado. Su contextura era visiblemente atlética y su mirada deba la impresión de ser poseedora de una inteligencia vivaz. —Hola, Andrés —me saludó de manera familiar—. Te estábamos esperando. —Hola —alcancé a decir. Hizo un gesto con la mano señalando hacía el interior del teatro y vi que allí estaba Ricardo junto a un grupo de personas vestidas de manera pintoresca. Mientras él sonreía y hacía señas como buscando mí atención, yo me dispuse a ir a su encuentro a la vez que me disculpaba con la joven por mi tardanza. —No te preocupes. Ya Ricardo nos contó como eras —dijo mientras me tomaba por el brazo y me conducía hacia el grupo. —¿Cómo era yo en qué? —pregunté sonriendo. —¡Hola, muchacho! —saludó Ricardo—. No importa que hayas llegado tarde. Hoy hay brindis antes de la obra. —¿Eso no se hace después de la función? —pregunté. —Hermano filósofo y físico, Andrés. Esto no es un paquete estadístico como con los que tú trabajas: esto es arte y el arte no se deja llevar por ningún tipo de paradigma… —… ni convencionalismo —concluyó la frase la joven sonriendo. —Por cierto, ella es Martha Vilar —dijo Ricardo señalando a la chica–: mi novia desde hace tres semanas y también es la productora del evento. Ella hizo un gesto de reverencia lleno de coquetería. —Él es Andrés, mi mejor amigo y compañero de trabajo —dijo Ricardo colocando su mano sobre mi hombro—. Y ellos son el grupo de ballet y danza 53 Réveiller. —Los presentó señalando al grupo de bailarinas que estaban a su lado—. No son todos, algunos más están en los camerinos. Hice un gesto cortes en forma de saludo y estreché amablemente la mano de algunos de los del grupo. —Vamos adentro —sugirió Martha. Me acerqué a ella y susurrándole al oído dije en voz baja: —Con todo este ajetreo no tuve tiempo de ver la cartelera con el nombre de la obra y los actores —sonreí encogiéndome de hombros. —¿Cómo se llama la obra? —Carmen —respondió al instante. —¿Carmen? —Carmen es el nombre de una novela de Prosper Mérimée, publicada en 1847. Sirvió de inspiración para el libreto de la ópera con el mismo nombre y trata sobre un hombre enamorado que mata a su querida, la cual era de vida licenciosa. Ha tenido múltiples adaptaciones artísticas. La nuestra al baile flamenco es una de tantas esas —concluyó sonriente. —Interesante —dije. Caminamos por el salón posterior del teatro hasta reunirnos con el resto del grupo que ya nos esperaban para realizar el brindis. Al llegar al final del pasillo me detuve a contemplar a los artistas que aún no había podido conocer hasta el momento. El grupo era nutrido, integrados por un número alrededor de treinta personas en total. Todos y cada uno de ellos eran muy singulares, con el alma propia heredada de los gitanos y de los artistas de medio siglo. Todos parecían ser muy bohemios; http://es.wikipedia.org/wiki/Prosper_M%C3%A9rim%C3%A9e http://es.wikipedia.org/wiki/1847 54 sus ademanes eran muy sutiles y la forma y el sentido que daban al pronunciar sus palabras estaban llenos de un gran contenido lingüístico y literario. Dirigí una mirada a Ricardo que estaba frente a mí en medio de la gente, manifestándole mi timidez por no conocer a nadie del grupo. Y, fue en ese preciso instante cuando todo ocurrió. Duró solo una décima de segundo, pero, fue más que suficiente para darme cuenta de la visión que estaba teniendo frente a mis ojos. Sentada a un lado del comité del brindis se encontraba Sofía, vestida de gitana y mirándome fijamente. Presa del asombro de haberla encontrado por segunda vez en un lugar tan poco común, no pude organizar con la velocidad habitual mis pensamientos ni mi reacción. De inmediato, el sueño que había tenido con ella hacía pocas noches vino a mi mente como un relámpago. Ella pareció reconocerme, porque me saludó nada más al verme, aunque, con una media sonrisa. Aún no sabía cómo comportarme en medio de la situación. Me encontraba nervioso y a la vez complacido de volver a verla; lo que era extraño, porque nuestra primera conversación fue más bien como una discusión. Ella se levantó de la silla e ignorándome se acercó a uno de los grupos que estaban dispersos. «¡Mujeres!» —pensé. Mi pensamiento fue interrumpido por Ricardo, que debido a su despierta suspicacia, ya se había dado cuenta de que algo singular estaba pasando. 55 Se acercó a ella, la tomó por el brazo y luego se dirigió hacia mí haciéndome muecas y toda clase de gestos en clave con la boca. Ella mientras caminaba hacia mí solo se limitaba sonreír y mirarme con las mejillas enrojecidas. —Andrés, te presento a Sofía: bailarina profesional. Ella está, como quien dice, colaborando con el grupo para este espectáculo. Ella es alumna de la octava mejor escuela de ballet clásico del mundo. —¿Si? Creo que ya la conozco —dije haciéndome el olvidadizo. Extendí mi mano y ella me correspondió con la suya mientras sonreía. —Me pareces conocido —dijo—, pero no se dé dónde. —En el Cafetín Ovunque —dije—. Un día que perdí mis llaves y al volver tú estabas en mi mesa. Fue algo casual. ¿Recuerdas? —A la verdad no —dijo haciéndose la olvidadiza. «Mujeres, ¿¡quién puede entenderlas!?», pensé de nuevo. —Nos pusimos a hablar del amor —continué recordándole—. Tú estabas allí en la mesa llenado un crucigrama… ¿Si? —Para ser un encuentro casual te acuerdas muy pero muy bien —dijo coqueta. —Bueno, no es que haya sido como una cita. Tengo excelente memoria, eso es todo —respondí encogiéndome de hombros. Ricardo solo se limitaba a vernos como si estuviese viendo una pelota de tenis ir de un lado al otro. Ella me observó durante unos segundos con picardía y luego fingiórecordar: —¡Ya te recuerdo! Y por lo que veo sigues siendo un niño mal humorado. No has cambiado en nada desde aquel día en que hablamos. 56 Arqueé una ceja. —Y dime: ¿cómo un sofista como usted se atreve a venir a contemplar este mundo repleto de bohemios y gitanos? —preguntó. —¿Sofista?... —pregunté sonriendo—, bueno, vine porque también soy un amante del arte y las cosas bellas. Pero, ahora que vine y llevo rato aquí, me he dado cuenta que no he visto nada bello todavía. —Eso es porque la belleza está en los ojos del que mira —dijo dispuesta a iniciar de nuevo el combate verbal. Por fin Ricardo, al entender hacia donde se dirigía nuestra conversación, intervino nervioso y preguntó: —Y dime, Sofía: ¿qué has hecho de nuevo en estos días? —Nada —respondió—. Con ganas de soltar el toro, pero no me animo. Al ruedo de mi vida no ha llegado todavía un verdadero torero. —Me miró desafiante a los ojos. Sofía, visiblemente turbada, se dio vuelta y se marchó sin despedirse. En ese preciso momento comenzó el brindis, al cual nos unimos rápidamente. Después de finalizado este, los artistas comenzaron a dirigirse a sus camerinos para disponerse a comenzar la función. —¿Qué se supone que fue esa escena? —preguntó Ricardo. —¡Nada! —respondí indiferente—. Esa Sofía es una loca. Vamos a sentarnos. —Vas a tener que explicarme cómo fue eso de qué la conociste por casualidad —me interpeló Ricardo—. Y cómo fue ese asunto tan rebuscado de las llaves perdidas. ¡No me digas que ahora estas acosando mujeres en los cafés! 57 —Ricardo, por favor. ¡Eres un enfermo! —dije conteniendo la risa—. Te iba a contar, pero tú nunca escuchas a nadie. —Es raro que digas eso —dijo—, porque lo único que hago todo el día es escucharte hablar. ¡Psicópata! —Me jaló del brazo para que nos sentáramos. Aún debíamos esperar alrededor de 15 minutos a que comenzará la función. Mientras el tiempo de espera transcurría con cierta lentitud, en mi interior, me hacia algunas preguntas: «¿Por qué soñé con esta mujer? ¿Por qué siempre me la encuentro? ¿Quién será ella? ¿Casualidad? No puede ser que tantas casualidades se den en la vida». En medio de mis interrogaciones las luces del teatro se fueron diluyendo, apagándose una a una; y ya pudimos ir viendo a los bailarines en medio del escenario. Al momento de entrar, Sofía, la cual interpretaba a Carmen en escena, noté que sus movimientos eran tal como su personalidad me había parecido hasta entonces: altivos y elegantes, pero, a la vez sencillos sin llegar a ser ordinarios. En el escenario se movía desafiante en medio del grupo de bailarinas que estaban sentadas alrededor de ella mientras decían cantando: —La Carmen tiene un cuchillo. La escena me provocó un escalofrió. Una vez más el sueño de la otra noche volvía a mí como un golpe gélido cargado de electricidad; me llenaba como de un temor incierto de aquello que está por venir, pero a la vez no se sabe que es realmente. La música y el golpeteo de las bailarinas en el piso me adentraban en un mundo cargado de hipnotismo y fascinación. Sentía con cada golpe de Sofía, una 58 excitación dentro de mí ser que me invitaba a adentrarme en un mundo desconocido, lleno de pasión y sensualidad. Entre el coqueteo del bailoteo de los cuerpos y la música que invitaba al abandono de la reflexión podía escuchar los versos que componían el drama cantado de la obra: —El amor es un pájaro rebelde que nadie lo puede enjaular y es inútil llamarlo si él no quiere contestar. Se escuchaban retumbar los aplausos del público que acompañaban cada una de las estrofas de las gitanillas: ¡El amor! ¡El amor!... El amor es un gitanillo que nunca conoció ley alguna, si tú no me amas, yo te amo. Y si yo te amo, ¡ten cuidado!... —¡El amor te espera, toreador! —decían los coros. «Con razón me hizo ese comentario del torero y el toro —razoné—. El toro debe ser el amor y el torero el que la busca. Pero ¿ella querrá amar de verdad? ¿Con esa actitud tan evasiva? Lo dudo». —¡Ninguna mujer antes de ti atormentó mi alma tan profundamente! —escuchaba recitar al personaje llamado don José. Uno de los personajes principales de la obra. Hoy, pienso que si el amor pudiese medirse y ser evaluado según la intensidad y la fuerza del poder e impacto de su presencia, nunca sería sentido con tanta magnitud como en el momento que perdemos el objeto de nuestro amor. Es paradójico; pero, el amor nunca se revela con tanto dominio sobre el corazón amante como cuando ya vemos quebrada la relación de nuestro sentimiento con aquella persona a la que amamos. 59 Cuando el objeto de nuestro amor yace sin vida, nunca podría sentirse que se le ama tanto como en ese preciso momento en que pierde su último halito. La pérdida es la puerta de entrada a la desolación como primera invitada, pero, esta no viene sola, llega acompañada de algunos remordimientos: «Pude haber hecho más por ella, pude haber sido mejor, si la tuviese a mi lado, hoy día, no cometería los mismos errores». —¡Te lo advierto!... Carmen, ¡estoy cansado de sufrir! —continuaba recitando el personaje de don José. Cuando el amor deja de ser correspondido, a veces pasa lo que al personaje de don José, se trata de hacer volver a la persona amada con fútiles declaraciones para convencerla: «Nadie podría amarte más que yo». En algunos casos se apela a la fuerza de arrastre con sentencias fatalistas: «Nunca serás feliz con él, algún día pagaras lo que me hiciste, te arrepentirás cuando él te deje». O dejándole claro nuestro desprecio: «Cuando vuelvas a pedirme perdón ya no estaré aquí para ti». «Realmente es una situación poco sana, pero pasa», pensaba. El personaje de don José aparecía, entre escena y escena, y continuaba con su lucha. —¿Te vas con él?, dime entonces…: ¿Lo amas? —¡Le amo! ¡Le amo… y aún ante la muerte misma repetiré que lo amo! —versaba el personaje de Carmen interpretado por Sofía. —¡Esa Sofía es el demonio! —exclamó Ricardo durante esa escena—. Lo engañó con el torero y se lo dice como si nada. —¡Que no es Sofía! —dije—. Es el papel que ella interpreta, bruto. 60 —¡Qué si es Sofía, te digo! —contestó—. ¿No la estás viendo qué si es ella? —insistía, burlándose de mí. —¡Estoy harto de amenazarte! —nos interrumpió intimidante en las tablas el personaje de don José. —¡Entonces, mátame o déjame pasar! —dijo el personaje de Carmen interpretado por Sofía. «El final era predecible desde el primer momento —anticipé—: Don José terminará poseído por el demonio de los celos y asesinara a Carmen y a su amante también; pero ¿por qué razón se ofusca con ella habiendo tantas mujeres en el mundo?». Sofía, asesinada por el personaje de Don José, agonizaba como Carmen, tirada en el suelo en medio del escenario. Al ver lo impecable de su interpretación, fue inevitable no sentir por ella admiración absoluta; admiración, que iba creciendo en medio de aquella lluvia de aplausos. «No podía terminar de otra manera» —me dije con resignación pensando en el trágico final de la obra. «En el ruedo de la vida de Sofía ya hay torero», dije en mi interior mirando el escenario, mientras el telón bajaba majestuosamente. 61 VI Esa cosa que llaman amor Querida Diana: Quería decirte algunas cosas que nadie más si no solo tú entendieras, aunque, hoy en día eso es difícil, porque no se conoce un idioma en el universo que tan solo dos personas puedan hablarlo y entenderlo. Tampoco, se conoce un secreto tan grande y tan oculto que absolutamente nadie en el mundo pudiese saber, quizás, porque el secreto más grande del universo es aquel que ni tú ni yo ni nadie sabe. Ni siquiera Dios. Ese secreto tan grande que nadie en el mundo sabe tal vez seamos tú y yo. De la misma manera, pienso que no se conoce una canción que ya esté terminada
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