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No es de Oro la Luna ni de Plata el Sol

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No es de oro la luna ni de plata el sol 
Juan Carlos Pabon 
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Texto © 2017 Juan Carlos Pabon 
Productor: Juan Carlos Pabon. 
Todos los derechos reservados. 
1ª edición: Mayo 2017. 
 
Reservados todos los derechos. Quedan prohibidos, dentro de los límites 
establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legales previstos, la reproducción 
total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico, 
mecánico, fotocopia, grabación o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la 
autorización previa de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual. 
 
Diseño de Portada: José Vicente Reyes Rojas. Art Publicidad. 
Sitio web del autor: 
https://www.facebook.com/Juan-Carlos-Pabon-
1088944384515357/?ref=br_rs
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Con amor a Joseph y Jenny. 
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Hay una leyenda que dice que todos tenemos un doble y que el día que nos 
encontremos con este, ese día moriremos. 
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Índice 
 
Sinopsis 
Simplemente Sofía 
Esa palabra que empieza por «A» 
Un corazón solitario 
Mañana 
Carmen 
Esa cosa que llaman amor 
Candilejas 
Sueño repetido 
Un cuento de memorias 
Uno de nosotros 
Fiesta anticipada 
Tarde 
Nunca es tarde 
Todas las veces Sofía 
Regalos de despedida 
Doppelganger 
Antes del fin 
Noche 
Epílogo 
Comentarios del autor acerca de la obra 
 
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Sinopsis 
 
La historia inicia con la experiencia contada por un joven escéptico llamado Andrés, 
quien en un encuentro casual conoce a una bailarina prodigio llamada Sofía. Dicho 
encuentro da paso al amor entre ellos, pero tras ciertos sueños y eventos de 
naturaleza misteriosa, ambos se verán obligados a lidiar con las exigencias que 
conlleva mantener una relación amorosa real, alejada de las que se encuentran 
descritas en los cuentos de hadas. Al mismo tiempo, Andrés deberá asimilar y 
combatir la influencia y experiencia de un misterioso hombre, que parece ser un 
reflejo negativo de lo que podría ser su futuro, el cual está marcado por una 
inevitable fatalidad. 
No es de oro a luna ni de plata el sol es un relato filosófico, lírico e intimista; 
acerca del amor, la amistad, el destino y el poder inmerso en uno mismo para 
afrontar y decidir su propio camino. 
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Capítulo I 
Simplemente Sofía 
 
Yo no lo sabía, pero, ese mismo día lo sabría: la chica en cuestión se llamaba Sofía. 
Aunque a las 7 y 50 de la mañana de aquel día era imposible para mí saberlo, ya que 
para esa hora ella aún no había llegado a mi vida. 
Antes de ese eso, no hubiese podido distinguirla entre cientos de personas 
que caminasen junto a mí indiferentes e imprecisos. No habríamos llegado a tener 
siquiera un roce en algún lugar fortuito. O buscado un tiempo a solas en medio de 
una fiesta, entre un grupo afín de amigos. 
Nada. 
Nada entre nosotros dos: ni una palabra, un beso, una casa en común, peleas 
sin sentido, sospechas, algo de masoquismo, necesidad por costumbre o patológica, 
persecuciones furiosas, celos, comida en familia los domingos, cenas. 
Nada de eso entre nosotros. 
Nada que pudiese darse de imprevisto entre dos desconocidos. 
Hasta ese entonces todo habría transcurrido así, de esa manera, hasta antes 
de aquel día. 
Pero, justo a esa hora, de aquella típica mañana; estando sentado en un Café 
llamado Ovunque. —El cual visitaba regularmente antes de ir a mi empleo en una 
aseguradora transnacional—. De saber a esa hora que ese mismo día la conocería, 
podría haber pensado en que una mujer como ella no estaba destinada a llegar a mi 
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vida. Tenía la convicción de que algún suceso extraño o evento inevitable terminaría 
por alejarla de mí, o en todo caso, que alguien se interpondría entre nosotros y 
finalmente me la quitaría. 
Esto, en el supuesto de que pudiese arrebatársenos algo que aún no hemos 
poseído; hecho que por ilógico, dudo que pueda darse. 
Durante años había jugado con imágenes mentales de cómo debían ser las 
cosas en el futuro y de cómo debería ser la conclusión lógica y equilibrada de los 
hechos con que forjaba mi camino. Por momentos parecía que sí, que finalmente se 
realizarían, pero, por alguna razón jamás se materializaban. Nunca me quejé de eso; 
al contrario, siempre he pensado que lamentarse es lo peor que puede hacer un 
hombre; también quejarse en contra de su propio Dios. —Si lo tiene—. Lo creo 
honestamente. 
En esos días recuerdo haber escuchado hablar acerca de un joven que entre 
circunstancias extrañas acababa de despertar de un largo estado de coma clínico. 
Decían que había estado tanto tiempo inmerso en la oscuridad que el hecho de 
encontrarse cerca de la gente, en ciertas ocasiones, hasta parecía incomodarle. 
Yo, sin entenderlo del todo, sentía que eso también ocurría dentro de mí, 
aunque nadie pudiese percibirlo. A veces, la gente me incomodaba, pero no era 
culpa de la gente. —En algunos casos—. En realidad: me encontraba como 
secuestrado dentro de mí mismo, como en un cuarto lejano y fantástico que no podía 
ser ubicado en ningún punto fijo de la tierra. Y podría decirse que ni aun yo mismo 
estaba consciente de eso. 
Bien, sé que debo presentarme, ahora, que no puedo seguir interactuando sin 
revelarme ante ti, que me lees. Aunque, preferiría seguir de incognito hasta el final de 
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mi relato. Pero, me encuentro en la obligación de decirte que al menos podrías 
llamarme: Andrés. 
«¿Andrés? ¿¡Nada más, Andrés!?» —Te imagino reclamarme. 
Sí. Puedes llamarme, Andrés. Así, Andrés, sin apellidos: simplemente Andrés. 
También, estoy obligado a decirte que para ese día del cual estoy hablando, y 
que inició el hecho que da vida a esta historia, contaba apenas con veintiún años de 
edad. 
Perfecto. Ya te he dado nombre y edad: dos datos para nada relevantes, hasta 
ahora. Tampoco daré nombre del lugar ni año de calendario. Pero iremos mejorando. 
En el caso de que continúes pensando en que debo describirme con detalle 
para que puedas imaginarme mientras esté narrando, déjame advertirte que lo veo 
inapropiado; soy algo hostil con los estereotipos. Pero, de todos modos, siento que 
algo más de mí debo decirte, aunque el hacerlo me haga sentir incomodo. 
Mi cabello es negro y contrasta con el siempre color pálido de mi piel. En esos 
días algunas personas decían que tenía una «sonrisa maligna», aunque al mismo 
tiempo infantil. En conclusión: podría decirse que era de rostro aniñado y de mirada 
profunda, como inquisidora, pues buscaba siempre «algo» oculto en el interior de los 
demás. 
Es la descripción más extensa de mí que podré otorgarte. 
Por ahora. 
Pero iremos mejorando. 
 
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Para continuar con mi relato debo decirte que durante un instante, mientras 
seguía sentado en el Café, mis pensamientos sufrieron una disonancia cognoscitiva 
cuando vino a mi mente la palabra: Ovunque. 
«Pero ¿qué será lo que significa?», me pregunté. 
 Durante meses había desayunado casi todos los días a la misma hora, en el 
mismo Café; y sin embargo, el nombre tan singular del sitio era un detalle en el que 
realmente nunca me había fijado. 
«Es curioso —pensé sonriendo—, de seguro es una palabra extranjera». 
Miré directamente al lugar donde se encontraba el letrero con el nombre del 
local. 
«Parece el nombre de alguna receta de comida mediterránea —continué 
cavilando para pasar el rato— o el nombre de algún castillo donde se forjó alguna 
batalla». 
En ese momento, un mesonero pasó justo en frente de mi mesa y sentí 
deseos de satisfacer mi curiosidad. 
«Quizás, si le llego a preguntar me dirá que es el nombre de la batalla de 
Ovunque», pensé sonriendo. 
El asunto del nombre del lugar era un tema que no tenía ninguna relevanciapara mí, pero de cualquier cosa solía hacer un reto. En este caso quería descifrarlo 
sin tener que buscarlo en un diccionario o en la web en internet. 
«¡Al diablo! —pensé—, de seguro es el nombre de uno de los hijos del dueño 
del Café, aunque Ovunque sería un terrible nombre de persona». —Sonreí 
maliciosamente. 
Ya algo aburrido dije en voz alta: 
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—Me voy. ¡Es tarde! 
Lo cierto del caso es que ya llevaba media hora divagando; y ni siquiera, había 
terminado de tomarme el capuchino. 
«Otra cosa que dejo a medias este año», dije para mis adentros. 
Me dispuse a terminarlo, pero hice un gesto de rechazo nada más probarlo; ya 
estaba frio. Y, acto seguido me levanté solemnemente, como si todos en el lugar me 
estuviesen observando. 
«Mañana cuando vuelva preguntaré por esa palabra [Ovunque], y tendré una 
duda menos en mi vida», me propuse. 
Dejé el dinero de la cuenta sobre la mesa y me dirigí a la trasnacional de 
seguros que quedaba justo a dos calles del Café. 
No importaba lo cerca que estuviese del sitio: yo siempre llegaba tarde. Y 
mientras más cerca me mudaba a mi lugar de trabajo más tarde llegaba. Ahora, que 
lo pienso: entiendo que el ir por la calle de esa manera, tan de prisa, era una muestra 
más de mi personalidad a veces caótica. 
Digamos que toda la vida me había acostumbrado, por retrasos, a andar de 
prisa para no llegar tarde. Aunque no me importaba en lo absoluto lo que opinarán 
los demás al verme caminando todo el tiempo tan apresurado. Tal vez, eso era una 
de las cosas que más me definía: que no me importaba nadie más en el mundo, 
además de mí mismo; claro está. 
Al cabo de unos minutos llegué por fin al pié del Mini Centro Comercial París: 
un edificio de siete pisos; hecho de corte antiguo y de construcción tradicional. 
Elaborado con muro de carga de piedra, y bajo cubierta, su construcción era de 
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madera. Más que administrativo era de carácter comercial, pero todos sus espacios 
de oficina pertenecían a la trasnacional para la que trabajaba. 
Recuerdo que ese día debía estar en mi oficina poco antes de las 8 am para 
participar en una video conferencia con nuestro supervisor general. También, 
recuerdo que para esa fecha mi asistente se encontraba de reposo médico, según su 
doctor sufría: «Crisis de angustia con ataques recidivantes y con agorafobia a los 
lugares públicos». Diagnóstico del que no entendía nada en realidad, pero dicho 
malestar me sonaba a algo semejante a la locura. Lo cual no me extrañaba en lo 
absoluto, ya que el mundo siempre me había parecido de por sí un lugar idóneo para 
deprimirse, angustiarse, enloquecerse o enamorarse. Cualquiera de estas opciones 
definitivamente perjudiciales para el organismo. 
Hice un movimiento de mi mano izquierda hacia el bolsillo de mi pantalón para 
buscar las llaves de la oficina, pero no las tenía allí. Intenté el mismo movimiento con 
la mano derecha hacía el otro bolsillo, y pensé: 
«Lo malo de ser ambidiestro es que puedes perder las cosas con cualquiera 
de las dos manos». 
Volví a revisar al mismo tiempo en ambos bolsillos. 
 No. Las llaves no las tenía conmigo. 
«¿Dónde las perdí, en dónde?», comencé a preguntarme con inquietud. 
«¿Las habré dejado en casa?», pensé. 
 —¡No puede ser! —exclamé en voz alta—. Recuerdo perfectamente que cerré 
con llave antes de venirme a trabajar. 
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 Luego de varios segundos, traté de hacer memoria recordando todas y cada 
una de las cosas que había hecho en el transcurso de la mañana al salir de casa, 
pero no ubicaba donde podía haber perdido las llaves. 
De pronto, recordé haberlas sacado de mi bolsillo al momento de pagar el 
capuchino. 
Y, salí rampante de nuevo, pero esta vez en dirección a la cafetería. 
Mientras caminaba de prisa, pensando en las llaves, recordé un extraño sueño 
que tuve de niño y que nunca me atreví a contarle a nadie. 
En aquel sueño me encontraba en medio de un jardín inmenso, de cielos y 
nubes surreales, con una variedad de árboles y plantas de colores tan vividos y 
nítidos que yo mismo pude haberme sentido como un visitante en un universo 
alternativo o en el paraíso del Edén, del que alguna vez había oído hablar cuando 
era niño. 
Podía percibir los olores perfectamente: excitantes, fragantes, mareantes, 
concentrados. El olor de las hierbas silvestres allí no era espeso, rustico ni simple: 
era embriagante. Las frutas tenían un olor ligero y campesino, como recién traídas de 
las huertas, con olor a vino. En ese lugar no existía la lluvia, pero si un día al fin 
llovía, estaba seguro: el olor de la tierra y las montañas sería transalpino. 
Tenía en una de mis manos un manojo de llaves: brillantes y más grandes de 
lo usual. Al moverlas hacían un sonido como de cristales chocando, similar al que 
emitían las bambalinas plateadas a la entrada de algunos restaurantes. Su sonido 
poseía un efecto hipnótico y relajante; todo me embriagaba. Cualquier cosa que 
hacía o me proponía era delirante. 
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 Me detuve frente a un árbol frondoso, lleno de manzanas. Nadie me lo había 
dicho ni yo lo había expresado, pero, en el sueño sentía que debía ir a algún lado: un 
sitio específico donde algo o alguien me esperaba. Pero el árbol me detenía. Era tan 
bello, tan suntuoso; su fruto era empalagoso, me extasiaba. Lo tenía todo, ya no 
había necesidad de seguir andando en el camino. 
Pero, luego de un tiempo, comencé a perder las llaves que traía. Una a una, 
mientras, más comía del fruto del árbol, no entendía como, pero, justo antes de 
perder su brillo… las llaves… se extinguían. 
Y así, día a día, las llaves continuaron desapareciendo hasta que finalmente 
reaccioné, y otra vez consciente de quien era, decidí marcharme, reanudar mi viaje y 
dejar de comer de aquel fruto tan rico, tan adictivo. 
Sin más, sin voltear jamás, dejé atrás el árbol y eché a andar de nuevo en el 
camino. 
Después de retomar el viaje me detuve frente a un arco gigantesco, que era 
como una puerta donde nacía el sol. Y más allá del arco, a lo lejos, pude distinguir 
una casa construida frente a un lago donde pescaba alguien desconocido, con una 
caña color trino. 
Y, así terminó aquel sueño. 
De todas las llaves que tuve en el principio del sueño, al final pude conservar 
tan solo una. Y aunque al día siguiente, al despertar, investigué cual podría ser el 
significado de soñar con llaves, en aquel entonces no le vi mucho sentido a la 
respuesta. Después sí. 
 
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Justo al terminar de recordar ese sueño, innecesario por demás, noté que ya 
estaba de vuelta frente al Café Ovunque. Y me detuve de golpe. 
Miré hacia la mesa donde hacía unos minutos estuve sentado y donde todas 
las mañanas durante el último año me había sentado de la misma manera. 
Y allí estaba ella. 
Me pareció algo familiar, como si de otro tiempo u otro mundo la hubiera 
conocido. O como si en un extraño sueño, antes, eso hubiese ocurrido. 
Ella estaba allí, sentada: con mirada curiosa y con sus piernas cruzadas. 
Tenía mis llaves entre sus manos y su mirada fija en mi llavero. —El cual tenía forma 
de caracol—. Lo miraba de forma fija, insistente, como si le gustase o como si le 
recordase algo o alguien en particular. 
Debo decirte que a ella, a diferencia de mí, si deseo describirla a cabalidad: 
Digamos que era una joven de unos diecisiete años de edad; sus ojos eran de 
un extraño azul gris que se hacían más oscuros hacía la pupila. Sin duda, eran los 
ojos de una niña. Su cabello fue lo segundo que me llamó la atención: era rubio y 
llegaba mucho más abajo de su cuello; también era bello, aunque daba la impresión 
de estar peinado de manera precipitada o poco elaborada. Los rasgos de su rostro 
eran delicados; contrastaban con una cierta y misteriosa frialdad de su mirada. 
 En conclusión: la chica era bella, se veía bonita, aunque algo triste. 
Ese día estuve muy seguro, por su aspecto, de que podía comprender como 
era ella. Hoy, no vislumbroa ciencia cierta ni con total claridad el verdadero sentido 
de su rostro y la levedad infantil de su mirada. 
«¿Quién será?», me pregunté. 
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Mientras, imaginaba la respuesta, seguí contemplándola algunos segundos 
más, al tiempo que ella, muy despacio, quizás, sintiéndose observada, levantaba su 
rostro y clavaba en mí su mirada. 
Yo para aquel momento no lo sabía; pero, lo sabría: 
La chica en cuestión se llamaba Sofía. 
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II 
Esa palabra que empieza por «A» 
 
La chica sentada en el Café me miraba sonriente, como tratando de amenizar lo 
peculiar de la situación. 
Me fui acercando lentamente, mientras ella no apartaba de mí su mirada. 
—Hola, esas son mis llaves. —Hice un gesto señalando el llavero y 
sonriéndole amigablemente. 
—¿Sabías que para dentro de veinte años el 40% de los hombres y el 35% de 
las mujeres de 45 a 54 años de edad estarán sin casarse? —preguntó sonriente. 
No esperando tal entrada de parte de la chica, tardé algo más de unos 
segundos para asimilar el asunto; aunque, igual, seguí con la jugada. 
Sin pedirle permiso me senté frente a ella al tiempo que le respondía con otra 
pregunta. 
—¿Sabías que hay una teoría según la cual el universo está unido por hilos 
invisibles de materia oscura? Esta materia no puede detectarse por ningún 
instrumento científico; y sin embargo, mantiene unidas mil millones de galaxias de 
todo el universo. No puede verse, pero sabemos que allí está —dije asintiendo con el 
rostro. 
Ella soltó una pequeña risa, mientras me miraba complacida de la velocidad 
con la que había entrado en el juego. 
Y, para continuar con la plática, me respondió también con otra pregunta. 
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 —¿Sabías que Charles Darwin, al defender su Teoría de la evolución, nunca 
pudo responder a preguntas tales como: el por qué de la aparición del habla en un 
hábitat donde no se necesitaba o la «involución» que implicó la primera y segunda 
guerra mundial? —Me miró expectante. 
—Veo que también te gustan los artículos de ciencia —dije. 
Hubo un breve silencio donde nos miramos a los ojos. 
Yo, tratando de quitarle seriedad a la conversación, dije: 
—¿Alguna vez has notado qué el pato Lucas es el más humano de los dibujos 
animados? —Sonreí. 
—¿Cómo sabes eso? —dijo con ojos saltones. 
—Porque presenta características muy propias de nosotros los «seres 
humanos» —dije en tono de sarcasmo—: Es avaro, ambicioso, competitivo y 
tramposo; sería capaz de casarse con cualquiera por dinero y no le gustan los niños. 
—Cierto. Todas esas características que nombraste son muy «humanas» 
—dijo con aire de desaliento. 
Hubo otro breve silencio donde volvió a observarme con detalle. 
—Estas llaves como que sí son tuyas —dijo extendiendo su mano para 
entregármelas. 
—Las dejé por descuido, gracias. 
Mientras tomaba las llaves aproveché la ocasión para detallarla nuevamente: 
la noté tan bella, dulce y tan serena, que no pude evitar la tentación de querer 
conocerla. 
—Y dime: ¿de dónde eres? —pregunté—. ¿Vives cerca? 
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Ella me miró con expresión de ingenuidad, inclinando su rostro de lado para 
analizarme. 
—¿Estás de prisa? —me respondió con otra pregunta, como parecía ser su 
costumbre. 
—No tengo nada que hacer en los próximos treinta minutos —afirmé 
sonriendo. 
—Yo tampoco —respondió con picardía. 
En ese preciso momento recordé la video conferencia, que seguro ya habría 
comenzado. Y sin pensar en nada más apagué mi celular. 
—¡Estoy libre como un náufrago! —exclamé inclinándome hacía atrás en 
actitud de descanso. 
 Ella me miró incrédula. 
—Con ese traje tan solapado dudo mucho de que seas del tipo de hombre que 
es libre como un náufrago. 
—Tranquila. Estoy libre —afirmé en tono despreocupado. 
—Bien. Si es así, hagamos algo —propuso coqueta. 
—¿Algo cómo qué? 
—Terminemos un crucigrama que llevo por la mitad. 
Dirigí la mirada hacia un pequeño libro de pasatiempos que tenía sobre la 
mesa. Considero que los pasatiempos son la forma más improductiva de perder el 
tiempo, si es que hay otras formas productivas de perderlo, pero en ese momento 
jugar con ella no me pareció una locura. 
—Bien, empecemos —dijo sonriendo—: La palabra es un sinónimo para 
definir la felicidad y tiene cuatro letras en inglés y en español. 
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—A ver si acierto —dije—. Esa palabra la usan para referirse a ese 
sentimiento que todos se juran y aseguran darse de por vida, pero son realmente 
incapaces de cumplirlo en la mayoría de los casos, ¿sí? —indagué. 
Ella frunció el ceño y se destacaron más sus ojos grises. 
—Ya he pensado acerca de ello —continué—. Creo que hemos mal 
interpretado esa palabra de cuatro letras. Promoviendo ideas falsas con cuentos de 
hadas, baladas emotivas y con esos tan apoyados «finales felices». —Hice una señal 
de entre comillas con mis dedos. 
Hizo un gesto ansioso con intensión de interrumpirme. 
—Lo que esa palabra significa no termina jamás —continué apresuradamente 
sin permitir que interrumpiera—. No tiene un final en sí mismo, simplemente cambia 
de dirección. 
—¿Cambia de dirección? —preguntó incrédula. 
Sí —respondí—. Cuando creemos que el sentimiento ha terminado no es así. 
Sigue existiendo y en su momento volvemos a entregarlo a otra persona distinta: 
mejor o peor que la que se tenía. Eso es indiferente. 
—Podemos controlar a quien darle nuestros sentimientos —expresó con 
vehemencia—. Depende de nosotros si decidimos irnos o quedarnos al lado de quien 
lo compartimos. 
—En principio, sí —asentí dispuesto a replicar—. Pero, luego de que te has 
involucrado emocionalmente con una persona, ya te es más difícil dominar las 
situaciones. Pienso, que cuando conoces a alguien siempre existe ese punto inicial 
de regreso donde puedes decidir alejarte o no de esa relación, incluso, por las 
razones más sencillas. Luego de esto se llega a otro punto especial de no retorno, 
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donde aun conociendo los peores defectos de la pareja se te hace muy difícil 
abandonarla y además… 
—Eso no es un querer verdadero —me interrumpió—: es costumbre, 
conformismo, masoquismo, falta de autoestima, dependencia, apego, falta de amor 
propio o personalidad. Eso no es lo que significa esa palabra. 
—… Einstein decía —continué, ignorando lo que acababa de decir—: «La 
energía no se crea ni destruye, simplemente se transforma». Así ocurre con esa 
palabra de la que estamos hablando. No deja existir, simplemente se transforma; es 
decir, cambia de dirección. 
—¡Muy interesante! —exclamó asintiendo con la cabeza. 
Si —dije—. Pero no me preguntes como llegué a esas conclusiones, quedaría 
mal. —Sonreí maliciosamente. 
Pero insisto en que tu teoría es un sofisma —dijo, mientras colocaba ambas 
manos sobre la mesa y acercaba su rostro en forma desafiante al mío, al punto de 
casi rozarme. 
No pude evitar ponerme nervioso. Esa chica tenía algo que me hacía temblar. 
—¿Sabes que es un sofisma, verdad? —preguntó girando de lado su pequeña 
cabeza. 
Arqueé una ceja. 
—Esa palabra es como el agua —respondí ignorando de nuevo su 
comentario—. El agua cambia de forma y se adapta al envase que la contiene. A 
veces, entregamos el sentimiento a personas que son apasionadas y nos adaptamos 
a su pasión o a su forma de ser. Otras personas son más reservadas e inteligentes y 
nos dejamos influenciar por su intelectualidad. Algunos amores son místicos o 
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espirituales, nos envuelve su misticismo y creamos un sentimiento afín de carácter 
espiritual. A veces, el sentimiento proviene de un lazo de sangre o amistad o se 
entrelaza a un ideal o a un sueño personal. 
Ella me miró, pero no dijo nada. 
Pienso que el sentimiento más perfecto es aquel que jamás se logra realizar 
—dije—. Un sentimiento construido mentalmente, que en nuestros pensamientos se 
forja como un ideal. Algo platónico. 
—O tal vez el sentimiento más perfecto es aquel que vivimos plenamente en 
su totalidad —me contradijo. 
Volví a sonreír; ellano daba su brazo a torcer: era una máquina de hacer 
replica. 
—No es la primera vez que alguien habla sobre ese tema, ni que yo lo hablo 
—continuó—. Pero, para mí la vida es esa palabra. No es que la logres, no es que la 
construyas o ganes. La vida está hecha para ser feliz y la felicidad para mí se 
encuentra toda condensada en ella. Encontrar a esa única persona que hay para ti y 
en ese instante saberlo. Y de allí en adelante que se viva lo que se tenga que vivir. 
En ese momento miró su reloj y se apresuró a decir evidentemente 
contrariada: 
—Pasaron los treinta minutos. Ya vienen a buscarme; tengo que irme. 
 Noté que subrayaba sobre el crucigrama y escribía algo con rapidez. 
No pude evitar sentirme algo inconforme: no había logrado saber nada de ella 
ni ella de mí. La conversación no había sido amena. Solo sirvió para hacer notar mis 
defectos y mi obsesiva terquedad en tener siempre la razón a toda costa. 
Un auto se detuvo frente al Café y ella al verlo se levantó para irse. 
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—¿No me vas a decir cómo te llamas? —pregunté. 
—Sofía. 
—¿Sofía qué? 
—Simplemente Sofía —respondió sonriendo. 
—¿Tienes algún número de teléfono? Quizás te llame otro día para terminar el 
crucigrama. 
—No. Perdí mi celular —dijo sonriendo de nuevo—. Los teléfonos siempre se 
me dañan o los pierdo. 
Era obvio que no quería volver a verme. Y no la culpo. Ese día ni yo mismo 
hubiese querido verme de nuevo. 
«De seguro creerá que soy un fanático ortodoxo», pensé. 
Me miró a los ojos y dijo a manera de consejo: 
—No hace falta ser un genio para escribir sinónimos sobre un papel 
destartalado; sobran los mismos si consigues el tiempo y el valor para acercarte y 
susurrar, justo en la curvatura que hace el alma, al interior de un corazón. Si haces 
esto: la palabra del crucigrama seguro se quedará pequeña. 
Me dio un beso en la mejilla y se fue hacia el auto que la estaba esperando. El 
conductor, a quien no pude distinguir bien, ya tocaba la bocina en señal de prisa. 
Yo la seguí con la mirada mientras se alejaba. El sol ya estaba algo fuerte y 
me daba directamente sobre la cara. 
Entrecerré los ojos para poder verla mejor a través de la luz, pero creo que 
más bien di la impresión de fruncir el ceño. 
Entonces, me apresuré a decirle justo antes de que subiese al vehículo: 
—¿¡No me vas a preguntar cómo me llamo!? 
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—Soy hostil con los estereotipos —respondió sonriendo. 
—Tal vez haya suerte y nos volvamos a ver —dije. 
—¡Ovunque! —dijo mirando hacia el letrero que contenía el nombre de la 
cafetería. 
Giré el rostro para ver de nuevo el letrero y cuando volví la mirada para 
preguntarle qué significaba… ya no estaba. 
Se había ido. 
Noté que había dejado sobre la mesa el librito de pasatiempos que habíamos 
estado resolviendo, y vi que estaba algo gastado por el uso. 
«Con razón me dijo lo de escribir la palabra sobre el papel destartalado», 
pensé. 
Distinguí el crucigrama y al leerlo vi que tenía la palabra A-M-O-R, subrayada 
y enmarcada en un círculo. 
Y un poco más abajo se leía algo que había escrito al borde del cuadernillo de 
pasatiempos: 
Muchachito… ya buscaré que hacer contigo. 
 
 
 
 
 
 
 
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III 
Un corazón solitario 
 
Después de aquel encuentro en el Café Ovunque, curiosamente no volví a 
desayunar allí con la regularidad que lo había venido haciendo durante esos últimos 
meses. Durante un par de semanas, después de haber conocido a Sofía, ocupé mi 
atención en terminar una acreditación especial exigida para obtener un ascenso en el 
trabajo. 
—Tienes una llamada por la línea dos —dijo mi asistente. 
Del otro lado del teléfono pude oír la voz de mi jefe y único amigo, Ricardo 
Belafonte: un hombre de veintisiete años de edad, de tez morena clara, altura 
promedio, cabello exageradamente lacio; el cual siempre movía con ademanes algo 
narcisistas. Su rostro denotaba una edad superior a la que tenía y revelaba historias 
de constantes trasnochos, fiestas y excesos. Su voz tenía un timbre peculiar y su 
rostro siempre estaba adornado por una sonrisa. 
—Ese ascenso es tuyo, ¡ya está listo! —dijo con tono bonachón. 
—Cierto. Veo que finalmente comienzan a apreciar mi talento —bromeé—. 
¿Para qué interrumpes mi arduo trabajo? 
—Nada en especial: solo quería saber cómo te iba. Eso es todo. ¡Mantenme 
informado si necesitas algo, muchacho! 
—Necesito un ascenso —respondí bromeando. 
—¡Por cierto! —dijo—: la próxima semana tienes trabajo conjunto con el 
gerente general. Él quiere hacer la selección final para designar al próximo gerente 
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de distrito. Los candidatos al cargo coordinarán las encuestas que van a ser 
aplicadas en el interior del país y todo se hará en las afueras de la ciudad. La 
selección se hará a varios kilómetros al noroeste de aquí. Queda algo lejos, ¿vale? 
¡Cambio y fuera! 
—Espera, ¿por qué no empezaste con eso tan importante? —reclamé. 
—Por allí empecé. ¿¡No te dije que el ascenso era tuyo!? Deja de quejarte que 
toda la información está en el fax que te voy a enviar en uno o dos minutos… o 
mañana o luego que te hagan las evaluaciones. 
Y colgó. 
Ricardo tenía un sentido del humor muy vivaz y sofisticado: hacía bromas en 
momentos serios y cuando el ambiente estaba animado tendía a quedarse en 
silencio. Solo sabía hacer bromas con sarcasmos. 
Me quedé pensando en el momento que estaba viviendo. 
Tarde o temprano llegan momentos considerados fundamentales en la vida de 
cada ser humano. Cada uno realiza la valoración de la importancia de los 
acontecimientos que le suceden según sus motivaciones, sueños y anhelos. 
Pienso que lo mismo ocurre con el placer y el dolor: cada quien en su interior 
conoce y valora las dimensiones de su propia alegría y sufrimiento, dándole un rango 
distinto de importancia y significación. Lo cierto, es que a nuestro entender todo dolor 
propio es considerado como mayor que el dolor del «otro», que también sufre. 
Sentimos que ninguna desgracia, cualquiera que esta sea, puede ser 
comparada con la nuestra en virtud de nuestro propio sufrimiento y desesperación. Y, 
por más que expliquemos a terceros acerca de la constitución de nuestro sufrir, 
difícilmente podrían entendernos del todo; ni siquiera, cuando ellos hayan tenido una 
 27 
experiencia similar a la nuestra. Imagino que esto se debe a que cada espíritu y cada 
cuerpo resisten, soportan y sienten el sufrimiento o la alegría en medida de su propia 
sensibilidad interna. 
Cuando los demás sufren y lloran por las penurias y desgracias ajenas no solo 
se debe al dolor experimentado por compartir el sufrimiento ajeno, si no, por el hecho 
de ver reflejado en cierta forma un futuro posible de su propio presente, de una 
posible tragedia a la vuelta de la esquina de la calle de sus vidas. 
 En el dolor y la muerte de los otros vemos el reflejo de nuestra propia 
frustración y muerte por venir. Y más aún, cuando el que sufre es alguien cercano a 
nosotros. Ver morir a un hermano es el anticipo inevitable de la muerte de los 
hermanos sobrevivientes y de nuestra propia muerte. 
El dolor de cualquier persona que uno ame es el reflejo de nuestro propio 
dolor, así, como el amor alcanzado por otros representa la vislumbre de un posible 
amor futuro al alcance de nosotros. 
«La próxima semana subiré un escalón más en mi proyecto de vida», pensé. 
Me gustaba divagar, cavilar, naufragar a veces en el mar profundo de mis 
pensamientos. Era una forma de subsistencia que mi propio espíritu había generado. 
Un mecanismo de defensa donde podía organizar todo aquello que vivía como si 
fuesen anagramas. Pero también lo que soñaba, lo que sentía, pero no entendía. 
En el mundo interno de mi mente, podía encontrar consuelo y calma. 
Yo no pensaba para alertarme o confundirme ni para generar dudas sin 
respuestas: Pensaba para aliviar mi alma y para escapar de aquello que me 
atormentaba. 
 28 
Pero siempre, luegode volver de naufragar, dejaba atrás mis pensamientos 
para continuar dedicándome a mis asuntos de oficina. 
…………………………………………………………………………………………………… 
 
Al primer día de la semana siguiente, alrededor de las diez de la noche, tomé un taxi 
para ir hacia las afueras de la ciudad. Era una hora inapropiada para los 
desplazamientos por carretera, pero mi exceso de trabajo y la urgencia de estar al 
día siguiente, a primera hora, para la evaluación de ascenso me lo exigían. 
Recuerdo que el hombre que conducía el taxi donde viajaba se llamaba 
Héctor. Era más o menos como de sesenta años de edad, de complexión delgada, 
moreno, con signos de calvicie ya muy pronunciados; en su rostro de facciones 
endurecidas por el sol destacaban unas cejas encrespadas y una nariz aguileña de 
gran tamaño. En cuanto a su forma de ser: se me hacía extrovertido, coloquial; por lo 
que se dedicó a pasar las horas del viaje hablando constantemente, contándome 
anécdotas e indagando acerca de mi vida personal. 
Durante el camino pude ver lo rudimentario de la carretera y el mal estado de 
las casas aledañas a la vía. También destacaba el relieve agujereado de las paredes 
mal pintadas de las casas y el estado deprimido de los techos hechos de madera y 
de zinc. 
Después de dos horas de viaje, mientras la luna poblaba casi en su totalidad 
el universo visual; yo como siempre divagaba, anticipando la realización de todas 
aquellas cosas maravillosas que supuestamente me sucederían al llegar. 
De repente, se oyó un sonido abrupto debajo del auto. 
 29 
—¡Se espichó una llanta! —se quejó el chofer—. Hagamos un alto aquí para 
cambiarla y luego haremos una parada en la estación de servicio que viene. 
—No hay problema. —Hice una mueca. 
Al salir del vehículo y contemplar los alrededores del lugar sentí un leve 
escalofrió. El sitio era inhóspito e inspiraba una fuerte sensación de inseguridad. No 
había duda que en cualquier momento algo malo nos podría suceder. El paraje, 
desde el recodo de la carretera donde nos encontrábamos, estaba constituido por 
una planicie desprovista de matorrales en los laterales del camino; sin embargo, la 
maleza iba poblando esos costados de la carretera a medida que se avanzaba hacia 
el norte. Eso se nos constituía como un problema: debido a que se facilitaba el 
camuflaje de posibles salteadores y disminuía las posibilidades de que algún viajero 
nos diera un aventón o nos ayudara con el coche. 
—¡Diablos! ¡Mal nacida sea mi suerte! —rabió el conductor en la parte 
posterior del carro. 
—¿¡Qué pasó!? —pregunté alarmado. 
—No está la llanta de repuesto. Mi hijo habrá olvidado guardarla de nuevo al 
lavar el carro ayer. Estamos sin forma de salir de este atasco. 
Yo me quedé mirando fijamente el maletero del carro, como tratando de 
encontrar alguna explicación para todo lo que de repente me estaba ocurriendo. 
—¿Y ahora? ¿Qué es lo que vamos a hacer? —pregunté—. No puedo llamar 
pidiendo asistencia vial: mi teléfono está sin cobertura. 
—Voy a caminar hasta la próxima estación de gasolina —respondió el 
taxista—. Está más o menos como a una hora a pie desde aquí. Buscaré una grúa y 
vendré a buscarlo. No se preocupe. 
 30 
Hice otra mueca. 
El taxista al darse cuenta de mi expresión dijo: 
—Mejor no. Es peligroso tanto quedarse aquí esperando ayuda como ir 
caminando hasta la parada de viajero, a esta hora nadie nos dará un aventón. Está 
ruta está azotada por personas que fingen tener accidentes para luego apuntar con 
armas y robar a quienes se detienen a ayudarlos. Mejor vayamos ambos; no tendría 
caso quedarse uno de los dos aquí. 
—¿Y por qué tomamos este camino? —pregunté. 
—Porque la primera opción, que es cruzando el puente por el oeste, no es 
viable. Recuerde que el puente está recibiendo mantenimiento y mejoras. 
––No sabía nada de eso. 
—¿En qué mundo vive, doctor? —dijo con escondido sarcasmo. 
 —Bueno. —Me encogí de hombros—. Mejor vámonos de aquí antes de que 
se haga más tarde. 
Tomé mi maletín como a regañadientes y comenzamos a caminar. 
«Esto es una locura —pensé—. Siempre es lo mismo». 
De vez en cuando pasaba algún automóvil que subía las luces al distinguirnos, 
pero en ningún momento alguno de los conductores hizo el menor intento de 
detenerse para ayudarnos. 
Durante todo el camino, yo miraba, con actitud maníaca, hacia todos lados con 
angustia y desconfianza, atento de que en cualquier momento pudiesen asaltarnos. 
No sé a la verdad cuánto tiempo caminamos: cálculo que alrededor de una 
hora, más o menos. No lo sé en realidad, lo cierto del caso es que ya no podía sentir 
mis piernas debido al cansancio. 
 31 
—¡Hasta que por fin! —exclamó Héctor—. Llegamos sanos y salvos. ¡Gracias 
a Dios! Voy a buscar donde quedarnos para pasar la noche aquí, y mañana 
resolvemos. 
Nos encontrábamos en una estación de servicio típica de esas que se ven 
normalmente a lo largo del camino en carreteras de viajes interestatales. En ella 
podía verse un cafetín decorado al estilo de las pequeñas loncherías, una central 
gasolinera, la sede de la estación donde se encontraban los baños y dos cuartos, 
que a primera vista, uno parecía ser una oficina y el otro un dormitorio sencillo. 
––Voy al baño —dije—. Señor Héctor, nos vemos en el cafetín. 
Al cabo de un rato, tal como habíamos acordado, nos encontramos frente al 
cafetín de la gasolinera. 
—Conseguí un cuarto para pasar la noche —dijo—. No es muy grande y 
tendrá que compartirlo con el hombre que atiende la estación de servicio. Le expliqué 
la situación al dueño del cafetín que amablemente se ofreció a hablar con él. 
—¿Y qué dijo? 
—Aceptó compartir el cuarto por esta noche. 
—Y usted: ¿dónde va a dormir? 
—Yo dormiré en una colchoneta que me ofreció uno de los camioneros que 
está pasando la noche aquí. 
—¿Y qué haremos con el auto? 
—Cuando amanezca compraré el repuesto e iré por el coche, tranquilo 
—respondió. 
—¿Y solucionó todo eso en cinco minutos? —Sonreí—. ¡Vaya que es 
eficiente! 
 32 
El viejo soltó una pequeña carcajada debido a mi comentario. 
—Más bien, le debo una disculpa —dijo—. Por no revisar el trabajo de mi hijo 
fue que terminamos aquí. 
—Tranquilo —Sonreí—. Ya se me pasó la calentera. 
—Vámonos a dormir —me pidió—. Mañana tendremos un día muy agitado 
—diciendo esto, me condujo al cuarto de la estación donde pasaría lo que quedaba 
de noche. 
Llegamos y entramos sin previo aviso al cuarto: el cual estaba lleno de 
artículos de repuestos por doquier e impregnado a su vez de un leve olor a gasolina. 
Vi que las paredes estaban llenas de posters de mujeres semidesnudas en afiches 
de automotores. En el interior de la habitación había una cama litera a medio tender 
y una pequeña ventana por la cual entraba una luz brillante que venía de un poste 
ubicado justo en frente. 
Me di vuelta para decirle algo a Héctor, pero este ya se había ido con rapidez. 
Al observar nuevamente la habitación pude distinguir junto a la ventana, observando 
la luz que venía desde afuera, a un hombre que estaba sentando en actitud taciturna. 
Me acerqué silenciosamente hacía él y noté de inmediato que tenía una 
botella de whisky medio vacía entre sus manos. También, vi que tenía una extraña 
mirada: algo misteriosa y profunda. 
Yo para él era ajeno. Como una cosa. Tuve la sensación de que podía 
acostarme a dormir o hacer un escándalo y él no notaría nada de lo que hiciera en lo 
absoluto. 
—Buenas noches— por fin me atreví a decir acercándome un poco más—. 
Gracias por su amabilidad. 
 33 
Mas, no respondió el saludo. 
Ya más cerca, a pesar de no haber mucha luz, pude detallarlo correctamente: 
tendría alrededor de setenta años, su cabello era blanco, frondoso y ondulado como 
la lana; su frente y quijadas eran anchas y su mentón cuadrado como el de los 
clásicos boxeadores. Mediría un metro noventa sin exagerar y sus manos eran 
grandes y callosas. Unido a esto, teníaaspecto agotado, como abatido. 
El anciano impávido siguió mirando la luz que lo alejaba de las negras 
realidades que habitaban en el deprimente cuarto en que dormía. Como no me 
prestó atención alguna me dirigí a la litera, y sin consultarle, escogí la cama de arriba 
para descansar. 
«No querrá que lo molesten —pensé al momento—, no estará acostumbrado a 
visitas ni a nadie que le converse». 
—La vida es una cuestión dolorosa, ¿no cree? —preguntó de pronto con voz 
ronca sin dejar de mirar la luz que entraba por la ventana. 
—¡Ni que lo diga! —respondí de inmediato—. Hoy se nos reventó una llanta y 
caminamos varias horas por un camino lleno de atracadores. ––Me dispuse a 
entablar una conversación amena. 
—El dolor de ser solitario ––continuó, ignorando mi respuesta—. De no tener a 
nadie en el mundo que nos comprenda, que nos aliente, que nos dé una mano o el 
contacto tibio de sus brazos al acostarnos. Me refiero a la terrible angustia de no 
saber si al levantarnos por la mañana las cosas finalmente serán diferentes o si 
seguiremos desandando por el mundo sin nadie a quien le importe nuestro bienestar 
o nuestra presencia. 
«Otra vez en medio de otra locura», pensé quejoso. 
 34 
—A eso me refiero. ¿Me entiende usted? —preguntó insistiendo. 
—Bueno, yo nunca he necesitado a nadie —respondí sin dejar de tender la 
cama—. Siempre he estado solo. Me llenan otras cosas 
—Ósea: ¿que no me entiende? 
—Si, lo entiendo… desde un punto de vista analítico; pero, no lo he vivido 
—respondí ya dispuesto a acostarme. 
Pegué un pequeño salto, me acosté boca arriba sobre la litera y continué 
hablando a la vez que revisaba mi celular. 
—Las conductas pueden predecirse. Lo importante es crear patrones de 
regularidad y entonces aparecerán las respuestas acerca de lo que las personas 
harían bajo la influencia de un estímulo determinado. 
—Los sentimientos determinan la conducta más que la razón —afirmó—. Ya 
que si por la razón fuera uno debería preservar su propia felicidad por encima del 
bienestar de los demás. ¿No es así? 
—Yo lo haría —respondí indiferente mientras me sentaba sobre la cama—. Yo 
preservaría mi propio bienestar por encima del de los demás. 
—Yo traté hace mucho de aplicar el mismo razonamiento que usted, joven, la 
misma forma de pensar. Traté de encerrar al amor en una raíz cuadrada, pero ese no 
fue mi único error. —Inclinó el rostro y fijó su mirada en el piso. 
—Yo no conozco el amor, si es que existe —dije—. Nunca en mi vida lo quise 
ni necesité. —Me encogí de hombros. 
—Mal por ti muchacho. ¡Igual, brindemos por eso! — Levantó la botella en 
gesto de brindis y bebió. 
Yo sonreí. 
 35 
«Qué buena broma venir a caer aquí con este borracho», pensé. 
—Joven, aunque ahora me vea como una piltrafa, antes fui un hombre rico y 
llegue a tener una vida glamorosa. Fui un arquitecto importante, admirado. Hoy, solo 
tengo conmigo el dolor de ser solitario y la impresión de que el tiempo es mi 
enemigo. 
Yo no respondía. Solo quería que el viejo hiciera silencio para dormirme. 
El anciano dándose cuenta de mi incomodidad dijo: 
—No te preocupes muchacho. Vete a dormir. Hoy tuviste la mala fortuna de 
presenciar una de esas malas noches de Giovanni Pesci Feltri. 
Al oír su nombre no puede evitar voltear y mirarlo sorprendido. 
«Yo supe de un gran arquitecto —pensé—, que asesino a su esposa y a su 
amante al encontrarlos en una estación de trenes». 
Me mantuve en silencio por un momento, mientras seguía reflexionando. 
«¿Será el mismo?... ¡No creo!», me dije incrédulo. 
—No creo que a un joven como usted —interrumpió mis pensamientos—, le 
interese saber de las penurias de un vejestorio como yo. 
En contestación, traté de responderle haciendo un gesto de negación con mi 
rostro, pero sin mucho éxito. 
—Ayer hice un escrito —cambió el tema—. ¿Quieres oírlo? Aún no tiene 
nombre, pero si lo tuviera se llamaría: «Incertidumbre». Decían que tenía talento para 
escribir, pero nunca lo creí. 
»Recuerdo que la primera vez que escribí una carta de amor fue la noche en 
que la que iba a ser mi esposa y yo tuvimos nuestra primera cita. 
 36 
 Se acercó más a la luz que provenía de la ventana y comenzó a leer en voz 
alta: 
—¿Quién seré al final de todo esto?/ ¿Qué me pasará?/ ¿Qué tan oscuro 
/y tan incierto? 
»¿Seré Navidad, Seré Febrero?/ ¿O seré uno de tus besos? 
»Dímelo tú. ¿Estoy muriendo?/ ¿O seré producto de algún sueño? 
 
Al terminar de leer los versos, apretó la botella de whisky entre sus manos y 
se quedó mirando, como abstraído, la ventana. 
Hasta el día de hoy, algunas veces, suelo pensar el inverosímil encuentro que 
tuve aquella noche con el melancólico vigilante de esa gasolinera; también, en la 
importancia que llegó a tener en aquel entonces para mi vida. 
No sabía quién era ese anciano llamado Giovanni o por qué razón lo había 
conocido —si es que había una—. Pero una cosa era cierta: lo impregnaba el 
misterio. 
La luz del sol hacía horas que ya había dejado de iluminar el mundo. 
Agotado por el esfuerzo sentí como mi cuerpo se rendía ante mi agotada 
condición. Solo la luz artificial que venía desde afuera, a través de la ventana, nos 
mantenía cubiertos de las sombras. Y mis ojos, ya vencidos por el cansancio se 
fueron cerrando poco a poco. 
 37 
 
IV 
Mañana 
 
—¿Andrés, esto es un sueño? —preguntó Sofía. 
 —¡Es más que un sueño! —respondí. 
El hotel donde estábamos se encontraba en una edificación de ocho pisos. El 
lugar estaba enmarcado por un camino de flores bien cuidado que conducía desde el 
portón del jardín hasta la puerta principal. En los alrededores, también podían 
distinguirse más jardines enmarcados en arquitectura al estilo medieval. 
 Aunque las flores por doquier eran el elemento distintivo de la fachada, estas 
se veían combatidas por las figuras de mármol que había en la entrada principal del 
hotel. 
En el interior del mismo el ambiente era sobrio, aunque acogedor y muy bello 
tanto en su estructura barroca como en su decorado discordante al estilo del siglo 
XVI. En general: toda su estructura era hermosa y se encontraba poblada de 
columnas, arcos, frontones y frisos al estilo medieval. 
Sofía me miraba de manera intima, abrazada a mí, ambos acostados de lado y 
mirándonos frente a frente. Nuestros rostros parecían contraerse y extenderse al 
unísono, como si para vivir necesitásemos el aire del uno exhalado por el otro. 
—¿Es un cuento de hadas? —preguntó. 
—Es más que un cuento —respondí sonriendo. 
http://es.wikipedia.org/wiki/Columna_%28arquitectura%29
http://es.wikipedia.org/wiki/Arco_%28construcci%C3%B3n%29
http://es.wikipedia.org/wiki/Front%C3%B3n
http://es.wikipedia.org/wiki/Friso
 38 
»¿Seremos felices para siempre? —pregunté—. Ahora que soy feliz contigo 
quiero seguirlo siendo siempre. Prométeme que nunca nos separaremos y que 
venceremos todo lo que se nos ponga por delante. Prométemelo. 
—Te lo prometo —dijo Sofía mirándome a los ojos. 
 Al escuchar sus palabras, que contenían la promesa definitiva que sellaba 
nuestra felicidad, una nueva seguridad con relación al futuro se sembró dentro de mí 
en aquel instante. Esta, no tenía que ver con proyectos de trabajo, contratos 
laborales, lujos, una bella casa, viajes o muchos amigos. Tenía relación con el 
significado de sus palabras al decirlas. 
—Te creo, Sofía. Creo en ti. 
Nos besamos. 
Luego, su atención se fijó sobre mí como la mirada enigmática de un águila. 
—¿Por qué siempre necesitamos que se nos confirme con palabras el amor 
que se nos tiene? Es algo que me causa curiosidad. 
—No entiendo —dije. 
—Me explico —dijo—: si la persona amada demuestra con toda clase de actos 
su amor hacia nosotros, pero no nos dice en ninguna oportunidad lo que siente, 
llegamos a pensar que el compromiso no es completo. Llegamos a creer que 
podríamos estar compartiendo nuestras vidas con alguien que no nos quiere del todo 
comoaparenta o demuestra. 
«Mucha experiencia para tener tan sólo diecisiete años», pensé. 
—Caso contrario —dijo sonriendo—, si nos dicen todo el tiempo que nos aman 
y nunca lo demuestran a través de los hechos, podemos llegar a pensar que: «Tal 
vez sea su forma de amar, que hay que darle tiempo» o que «la persona está 
 39 
confundida». A veces, terminamos por adoptar la «genial» idea de: «Yo sé que me 
ama, pero no lo quiere demostrar por temor al compromiso». 
—Si. Puede ser —dije. 
—Así es —dijo—, porque las palabras de amor que nos dicen son depositadas 
en lo más íntimo de nuestra memoria. Y por eso, cuando los problemas llegan a 
nuestra relación, el sentimiento que una vez tuvimos sobrevive en nuestra mente con 
el recuerdo de las promesas que se nos hicieron. 
Luego de una breve pausa concluyó: 
—Por eso no deberían existir las promesas de eternidad en el amor. ¿No 
crees? Debería vivirse el momento sin esperar fidelidad ni eternidad. Solo vivir el día 
a día, ya que nadie sabe lo que le depara el futuro. 
De pronto, frente a mis ojos, la habitación del hotel donde dormíamos tomó 
una extraña tonalidad. Tal vez, timbrada por la oscuridad de lo que estaba ocurriendo 
en el interior de Sofía. No lo sé. 
—No te duermas todavía, Andrés, hay algo que tienes que saber. 
La gravedad del tono de su voz y la extraña densidad que había tomado la 
habitación despertaron en mí un estado de alarma que traté de ocultar con una 
sonrisa nerviosa. 
—¿Qué cosa es? 
Hubo un silencio sepulcral entre ambos. No entendía cómo podíamos ir con 
tanta rapidez de un momento de plena felicidad a otro de absoluta incertidumbre. Por 
un instante, pensé que me hablaría del regreso de algún amor del pasado o algún 
error grave que habría cometido antes de conocerme. 
 40 
Me miró una vez más. Pero esta vez, su mirada estaba como cargada de una 
sensación de culpabilidad que hizo que mis manos comenzaran a enfriarse. 
—Te fui infiel —dijo finalmente—. Dormí con otro hombre. Tenía que decírtelo 
porque sé que es imposible para mí vivir con esto que te hice. 
Poco a poco fui irguiendo mi cuerpo hasta sentarme en la cama. El 
movimiento realmente no fue tan lento; pero, a mí me pareció que tardé una 
eternidad en sentarme; en ningún momento aparté mi vista de ella mientras me 
levantaba. 
Noté como una sensación vertiginosa iba nublando poco a poco mi mente con 
cada segundo que transcurría. El aspecto de la habitación a medida que pasaban los 
segundos se ensombrecía. Parecía una pesadilla. 
 Ya ofuscado cualquier intento para producir algún pensamiento coherente, 
solo atisbé a preguntar: 
—¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste Sofía? ¿¡Qué estabas pensando, qué nunca 
me daría cuenta!? ¡Dime! 
De golpe, Sofía se levantó de la cama con la sábana arropando su cuerpo, 
mientras comenzaba a vestirse para irse de la habitación. 
También me levanté, fui tras ella y la tomé por el brazo mientras la obligaba a 
mirarme a la cara. 
—Dime Sofía: ¿Cuándo y cómo fue? ¿¡Con quién!? ¡Quiero saberlo todo! 
—diciendo esto la empujé a la cama ferozmente. 
—¡Me haces daño animal! —dijo mientras se levantaba y se disponía a 
vestirse rápidamente. 
 41 
Yo la miraba incesante, como no queriendo perder detalle de sus expresiones, 
como queriendo hallar la verdad más allá de la «sinceridad» de sus palabras. 
—Hablamos cuando te tranquilices —dijo sollozando—. ¡Por eso lo pensé mil 
veces antes de contarte nada! 
—¡Perra! —exclamé—. ¿¡Dime con quién fue!? 
—¿¡Para qué!? ¡Dime! 
—¡Para matarlo a golpes!... —dije enfurecido— y después matar… —Contraje 
fuertemente mi mandíbula conteniendo un rugido a la vez que cerraba ferozmente los 
puños de mis manos. 
—¿¡Para matarme a mí también!?¿¡Es eso lo que ibas a decir!? —preguntó 
gritando, mientras se dirigía a la puerta de la habitación. 
Yo no hice nada por detenerla al ver que se marchaba. 
—¿Con quién lo hice es lo único que te interesa, verdad? —preguntó, 
detenida delante de la puerta—. Déjame decirte, Andrés, que eso es lo menos 
importante de todo esto. El por qué y el con quién son dos preguntas que no nos van 
a llevar a nada. 
—¡Pero si me acabas de decir que seríamos felices para siempre! —dije 
exaltado—. ¿Y ahora me sales con esto? Tú no vales la pena. ¡Mujerzuela!, ¡vete de 
aquí! ¡No quiero volver a verte jamás! 
No miramos, pero, con miradas muy distintas: yo con rabia contenida y ella 
con los ojos llenos de lágrimas. 
Un par de segundos después, reaccioné como si estuviese despertando de un 
estado catatónico y me dirigí hacia ella violentamente; la tomé una vez más por el 
 42 
brazo y la saqué a la fuerza de la habitación dejándola tirada en el pasillo del piso del 
hotel. 
Sofía se levantó con rapidez y se fue corriendo a medio vestir por el pasillo 
hasta el elevador. 
—De verdad que me arrepiento de haberte conocido —dije, mientras cerraba 
golpeando la puerta tras de mí. 
Ya, dejándome caer lentamente al piso, apoyé la espalda a la pared de la 
habitación y con ambas manos en la cabeza me adentré en el pozo amargo de mi 
desolación. 
No sé si era el momento adecuado para enfrascarme en pensar en Sofía y en 
que haría ahora sin ella. Pero, sin duda, era el momento obligado, porque no podía 
dirigir ninguna función de mí ser a otro tema que no fuese ella. 
Mas, ningún pensamiento me daba calma o contestaba nada. 
Durante un par de minutos miré fijamente las agujas del reloj que estaba en la 
pared de la habitación, pero el sonido martillante del pasar de los segundos lo que 
hacía era angustiarme todavía más. 
Entonces, me levanté y salí corriendo tras de ella. 
Tenía que decirle lo mucho y lo valioso que había vivido junto a ella en todo 
este tiempo. No podía permitir que su último recuerdo de mí fuese una imagen tan 
negativa como la que había visto hacía unos minutos. 
Bajé las escaleras desde el tercer piso y corriendo desaforado llegué a la 
recepción donde estaba el encargado, que se veía algo contrariado. 
—¿Dónde está la chica? ¿Por dónde se fue? —pregunté agitado. 
 43 
—Salió corriendo descalza hacia la avenida norte —respondió—.Yo le dije que 
podía llamarle un taxi, pero no quiso esperar. 
Me dispuse a seguirla hasta donde fuera sin importarme absolutamente nada. 
Si este era el final: no concluiría sin un último intento desgarrado de mi alma por 
recuperarla. 
Y corrí vertiginosamente tras de ella mientras pensaba: 
«No me importa lo que puedan pensar los demás; ni siquiera, lo que pudiesen 
pensar ella y su amante. Sé que se reían de mí en sus furtivas conversaciones 
nocturnas. Lo sé». 
No podía parar de correr ni de pensar azarosamente: 
«Estoy seguro que ella le juro entre sus brazos que lo amaba. Que seguía a 
mi lado por lástima porque no quería herirme. Ella quería alejarse poco a poco de mí 
para que no me doliera tanto su partida. Lo sé». 
—¡Sofiaaaaa! —gritaba mientras corría tras ella, apenas distinguiéndola a lo 
lejos. 
Comenzó a llover repentinamente. Y la lluvia parecía incrementarse a medida 
que corría en búsqueda de Sofía, pero yo parecía tener solo esencia para sentirla en 
medio de la lejanía. 
Y, en esa hora en que me encontré corriendo de madrugada y descalzo como 
un loco entre las avenidas, gritando su nombre, contradictoriamente, en ese 
momento, encontré la serenidad para entenderlo todo con perfecta claridad: 
La amaba y esa noche estaba dispuesto a perdonarle absolutamente todo con 
tal que ella no me abandonara. 
«No podré soportarlo», pensaba mientras corría jadeando. 
 44 
—¡Sin ella no puedo! No podré… —me decía en voz alta. 
—¡Sofía! ¡Sofía! —seguía llamándola incesantemente mientras corría. 
Luego de cruzar través de una calle transversal a la avenida norte, llegué al 
final de un callejón sin salida en el que pude divisarla de rodillas en el piso y con el 
rostro escondido entre sus manos, en medio de la lluvia que seguía cayendo a 
cantaros, inclinada sobre uncuerpo que yacía tirado sobre el suelo. 
—¡Sofía! —exclamé deteniéndome. 
—¡Andrés! ¿Por qué lo hiciste? —preguntó llorando y dirigiendo su mirada 
hacia el cuerpo inerte. 
—¿Qué hice qué amor? —pregunté confundido. 
Ella continuaba llorando y diciendo incoherencias; ignorando lo que acababa 
de decir, pero al cabo de unos segundos levanto su rostro y, como cuando un misil 
se fija un objetivo, me dirigió una mirada cargada de odio. 
Y entonces, se abalanzó sobre mí como una fiera y comenzó a golpearme en 
el pecho con sus puños cerrados en forma de martillo. 
La tomé por sus brazos y comencé a preguntarle: 
—¿¡Qué ocurre amor!? ¿¡Quién es este hombre!? ¿¡Te hizo daño, te atacó!? 
—¡Tú lo mataste, Andrés! —gritaba mientras hacía esfuerzos por seguirme 
golpeando—. ¡Tú lo mataste! ¡Asesino! ¡Nunca te lo perdonaré! ¡Nunca!. ¡Nunca!... 
¡Te odio! 
Aún sin entender la situación, la tomé fuertemente por los hombros, y la miré a 
los ojos al separarla lentamente de mí. 
—¿Lo amas? —pregunté. 
 45 
—¡Lo amo! —respondió—. ¡Lo amo… y aún ante la muerte misma repetiré 
que lo amo! 
Retrocedí dos pasos, lentamente, sin dejar de mirar hacía el suelo. 
 —¡Tú sabías que lo amaba y por eso lo mataste! —dijo posando una vez más 
su mirada cargada de odio sobre mí—. Lo mataste porque sabías que jamás podría 
amarte como lo amo a él. 
—Yo jamás… yo —balbuceé—… yo jamás haría algo así. 
Tuve una sensación de muerte que me nubló por completo y me dieron unas 
ganas terribles de vomitar; y fue allí, cuando pude discernir una extraña humedad en 
mis manos que no había podido percibir hasta entonces. 
Levanté ambas manos para descubrir con espanto que estaban llenas de 
sangre. Y vi como un cuchillo se deslizaba entre ellas, yendo a parar en el piso. 
—¡Dios mío! ¿¡Qué hice!? —me pregunté en voz alta con terror llevando 
ambas manos hacia mi cabeza. 
Cuando busqué con la mirada a Sofía para pedirle alguna explicación, las 
luces de las patrullas de la guardia policial que se acercaban hacia el callejón 
encandilaron mis ojos y sus sirenas ensordecieron mis oídos. 
Comencé a llorar… al contemplar el triste final de mi amor con Sofía. 
«Esto no podía terminar de otra manera», pensé con la cabeza gacha. 
Levanté la mirada una vez más para buscarla de nuevo, pero ya se había 
marchado. No la volvería a ver jamás. Esa era la última vez que la vería en mi vida. 
«Debí haberla amado más —pensé—, estar más pendiente de ella, prestarle 
más atención cuando me hablaba, no haber llegado tarde a nuestras citas, no 
haberle hablado mal de sus sueños infantiles. Debí darle más importancia a sus 
 46 
necesidades. Fui un egoísta, y mi egoísmo hizo que perdiéramos la oportunidad de 
vivir cosas mejores». 
 «Quisiera haberme podido despedir de ella sin que tan sólo me odiara», 
pensé finalmente. 
Y en ese momento trágico para mi vida no pensé en el futuro terrible que me 
esperaría, seguramente tras las rejas: solo pensé en ella y en cómo se sentiría. 
Levanté el rostro para mirar al cielo y volver a ver aquella estrella fugaz que 
contemplamos juntos aquella noche de diciembre. Y fue en ese momento cuando vi 
la inscripción del nombre de la avenida por la cual había corrido como un loco 
minutos antes: 
Avenida Comunque. 
 
Y con esa imagen en mente desperté sobresaltado y bañado en sudor. 
«Fue un sueño —pensé— o más bien una pesadilla». 
Vi que estaba acostado en la litera de la gasolinera y que la luz del sol ya 
comenzaba a iluminar el mundo. 
«Ya está siendo de día», me conforté. 
La luz del sol comenzó a cubrir con fuerza mi rostro; dado marcha atrás a las 
sombras de esa pesadilla. 
«Qué extraño, haber soñado con aquella chica de la cafetería —me dije 
incrédulo—. Si nada más la vi una sola vez. Increíble, ver las cosas que hace la 
mente». 
Vi que el anciano Giovanni no se encontraba en la habitación. 
«Se levantaría a trabajar temprano», concluí. 
 47 
Dirigí de nuevo la mirada a través de la única ventana de la habitación para 
disfrutar de los primeros rayos de sol, pero, en el cielo despejado, se fue sucintado 
un cambio, algunas nubes grises comenzaron a presagiar una fuerte lluvia por venir. 
Nubes que amenazaban con nublar el brillante sol de mí mañana o mejor dicho: 
De esa mañana en la que ante el futuro me despertaba. 
 48 
 
V 
Carmen 
 
A la mañana siguiente, el viejo Giovanni al verme pidió disculpas por el estado de 
ebriedad en que se encontraba la noche anterior y me invitó a tomarnos un café, 
donde aprovechamos para conversar amenamente. 
Luego de comentarle que sentía interés por la arquitectura, propuso vernos 
durante los días que yo fuese a permanecer allí, para compartir algunas de sus 
experiencias como arquitecto y de su vida en general. Lo cual hicimos, y a decir 
verdad, durante los ratos que aprovechamos para hablar encontramos muchas cosas 
en común; por momentos llegamos a sentirnos como si fuésemos viejos conocidos. 
Después del incidente en la gasolinera estuve una semana más en las afueras 
de la ciudad participando en la evaluación de desempeño de la empresa. Algunas 
veces, en los ratos libres por las noches, iba a hablar con el viejo Pesci Feltri. Y sin 
temor a equivocarme, podría que reconocer que tuvimos conversaciones por demás 
interesantes. 
El sueño donde había visto a la jovencita que conocí en el café me había 
perturbado más de lo usual; sin embargo, no se lo comenté al anciano ni a nadie 
más, dándolo solo por una anécdota incomoda. 
Al término de la semana volví a las labores rutinarias del trabajo. Pensé en 
volver a pasar por el Café Ovunque y tratar de reiniciar algún contacto con Sofía, 
pero me desalenté de inmediato pensando que ella ya ni se acordaría de mí. 
 49 
—¡Hola, muchacho! —saludó Ricardo Belafonte–. Es increíble ver como la 
mala suerte no te abandona: mira que accidentarte a media noche antes de una 
prueba de ascenso; no es algo que le pase a cualquiera. 
—Sí. A la verdad, la pase mal —respondí haciendo una mueca. 
—Me imagino que si hubiesen aparecido unos maleantes en el camino seguro 
que te desmayas. Ya te he visto en acción y sé que no sabes pelear —comentó 
haciendo graciosos movimientos de boxeo frente a mí. 
—¡Bueno, tú tampoco peleas mucho que digamos! —dije conteniendo la risa. 
—¡No te creas! Hace años conocí a alguien que fue campeón mundial de 
boxeo aficionado y me dio unas clasecitas. Eso sí, lo básico. ¡No quería que luego 
fuese a moler a golpes a todos por allí! 
Yo sonreía. 
—Por cierto, cambiando el tema —dijo—. Según escuche esta mañana en 
gerencia: el ascenso será tuyo. 
Me mantuve pensativo. 
—¿Qué te ocurre, Andrés? —preguntó—. Ni muerto te habrías visto tan 
callado. ¿De qué se trata? ¿No será que te has enamorado, no? —dijo dándome 
golpecitos en el hombro. 
—No se trata de eso —respondí—, es que… 
—¡Ya se, estas estresado! —me interrumpió—. He escuchado que eso del 
estrés es terrible; aunque, a mí nunca me ha dado —dijo levantando ambas cejas. 
Era muy difícil llevar temas serios con él. 
—Mira —dijo—: ¿qué te parece si mañana en la noche vamos a un musical de 
baile flamenco, con unas amigas? Ya he visto la obra como cinco veces, pero mi 
 50 
nueva novia, que es la productora y directora artística del evento, me obliga a ir todas 
las semanas al menos una vez. ¡Ya me sé hasta los diálogos! 
—¿Y cómo hay diálogos si es un musical? —pregunté aburrido. 
—Es una cuestión de baile —respondió—, combinada con rimas, sonetos y 
esas cosas artísticas que a ti no te gustan, pero a mí sí. Sabes que veo todas las 
telenovelas. 
Levanté ambas cejas. 
—¡Anda, vamos! —insistió—. Te ayudará con tu estrés y tus problemas 
psicológicos. Que no son pocos. 
—Sabes, tuve un sueño inquietante… —me dispuse a contarle. 
—Yo también —me interrumpió—: tuve una pesadilla ¡Soñé que me había 
casado! Fue traumático. Tengo una semana sin poder dormir. 
—Contigo nunca se puede mantener una conversaciónnormal, ¿cierto? —dije 
contrariado. 
—Mañana a las siete de la noche te espero frente al Teatro Lorca —dijo—. Y 
por favor, trata de llegar temprano por primera vez en tu vida. No llegues tarde. 
Entre tanto que hablaba y seguía hablando no dejó abierta ninguna 
oportunidad para negarme. 
—Para qué llegar temprano si igual vamos a llegar de todos modos —me 
quejé. 
—¿Qué excusa tan mala es esa? —preguntó—. ¿De quién es? ¿De 
Maquiavelo? 
—Allí estaré sin falta —dije al fin resignado—. Qué bueno tener un amigo con 
el cual siempre puedo conversar acerca de mis problemas. 
 51 
—¡Qué bueno que sabes valorarme! —bromeó—. Pero aprende a valerte por 
ti mismo, porque no te voy a durar toda la vida. ¡Nos vemos! 
Y salió sonriendo de mi oficina. 
Yo me quedé en silencio, mientras miraba hacia las montañas que se 
levantaban a lo lejos y que podían verse desde la ventana. 
Algo estaba comenzando a perturbarme y no podía definir exactamente que 
era. Tenía la forma de un presentimiento infantil por ser irracional e inexplicable; 
pero, de igual manera me llenaba de desasosiego y ansiedad. 
Yo no creía en el destino, pero, en cierta forma le temía. Tampoco creía del 
todo en Dios, aunque, algunas veces le presentía, como en el sueño de aquella 
noche en la gasolinera. 
En fin. No era de los que profesaba fe en lo incierto; sin embargo, la idea de 
que algo estaba a punto de comenzar a jugar a los dados con mi destino me 
mantenía alerta noche y día. 
Al día siguiente, con media hora de retraso, estuve en el Teatro Lorca para 
encontrarme con Ricardo. El ambiente en las inmediaciones del lugar se encontraba 
muy animado. Y los organizadores del evento se disponían a realizar un agasajo 
para los actores antes de la función de aquella noche. 
Yo me encontraba inquieto e indispuesto de estar allí, puesto que no conocía 
a nadie. Me mantuve en la entrada del teatro por varios minutos a la espera de 
encontrarme con Ricardo, cuando sentí que de manera sutil me tocaban en el 
hombro. Giré y me encontré con el rostro de una mujer joven, de unos veintiséis años 
de edad, alta, de facciones agradables y rostro muy maquillado; su cabello largo y 
 52 
ondulado parecía muy bien cuidado. Su contextura era visiblemente atlética y su 
mirada deba la impresión de ser poseedora de una inteligencia vivaz. 
 —Hola, Andrés —me saludó de manera familiar—. Te estábamos esperando. 
 —Hola —alcancé a decir. 
Hizo un gesto con la mano señalando hacía el interior del teatro y vi que allí 
estaba Ricardo junto a un grupo de personas vestidas de manera pintoresca. 
Mientras él sonreía y hacía señas como buscando mí atención, yo me dispuse a ir a 
su encuentro a la vez que me disculpaba con la joven por mi tardanza. 
 —No te preocupes. Ya Ricardo nos contó como eras —dijo mientras me 
tomaba por el brazo y me conducía hacia el grupo. 
—¿Cómo era yo en qué? —pregunté sonriendo. 
—¡Hola, muchacho! —saludó Ricardo—. No importa que hayas llegado tarde. 
Hoy hay brindis antes de la obra. 
—¿Eso no se hace después de la función? —pregunté. 
—Hermano filósofo y físico, Andrés. Esto no es un paquete estadístico como 
con los que tú trabajas: esto es arte y el arte no se deja llevar por ningún tipo de 
paradigma… 
—… ni convencionalismo —concluyó la frase la joven sonriendo. 
—Por cierto, ella es Martha Vilar —dijo Ricardo señalando a la chica–: mi 
novia desde hace tres semanas y también es la productora del evento. 
 Ella hizo un gesto de reverencia lleno de coquetería. 
—Él es Andrés, mi mejor amigo y compañero de trabajo —dijo Ricardo 
colocando su mano sobre mi hombro—. Y ellos son el grupo de ballet y danza 
 53 
Réveiller. —Los presentó señalando al grupo de bailarinas que estaban a su lado—. 
No son todos, algunos más están en los camerinos. 
Hice un gesto cortes en forma de saludo y estreché amablemente la mano de 
algunos de los del grupo. 
—Vamos adentro —sugirió Martha. 
Me acerqué a ella y susurrándole al oído dije en voz baja: 
—Con todo este ajetreo no tuve tiempo de ver la cartelera con el nombre de la 
obra y los actores —sonreí encogiéndome de hombros. 
—¿Cómo se llama la obra? 
—Carmen —respondió al instante. 
—¿Carmen? 
—Carmen es el nombre de una novela de Prosper Mérimée, publicada en 
1847. Sirvió de inspiración para el libreto de la ópera con el mismo nombre y trata 
sobre un hombre enamorado que mata a su querida, la cual era de vida licenciosa. 
Ha tenido múltiples adaptaciones artísticas. La nuestra al baile flamenco es una de 
tantas esas —concluyó sonriente. 
—Interesante —dije. 
Caminamos por el salón posterior del teatro hasta reunirnos con el resto del 
grupo que ya nos esperaban para realizar el brindis. 
Al llegar al final del pasillo me detuve a contemplar a los artistas que aún no 
había podido conocer hasta el momento. El grupo era nutrido, integrados por un 
número alrededor de treinta personas en total. 
Todos y cada uno de ellos eran muy singulares, con el alma propia heredada 
de los gitanos y de los artistas de medio siglo. Todos parecían ser muy bohemios; 
http://es.wikipedia.org/wiki/Prosper_M%C3%A9rim%C3%A9e
http://es.wikipedia.org/wiki/1847
 54 
sus ademanes eran muy sutiles y la forma y el sentido que daban al pronunciar sus 
palabras estaban llenos de un gran contenido lingüístico y literario. 
Dirigí una mirada a Ricardo que estaba frente a mí en medio de la gente, 
manifestándole mi timidez por no conocer a nadie del grupo. 
Y, fue en ese preciso instante cuando todo ocurrió. Duró solo una décima de 
segundo, pero, fue más que suficiente para darme cuenta de la visión que estaba 
teniendo frente a mis ojos. 
Sentada a un lado del comité del brindis se encontraba Sofía, vestida de 
gitana y mirándome fijamente. 
Presa del asombro de haberla encontrado por segunda vez en un lugar tan 
poco común, no pude organizar con la velocidad habitual mis pensamientos ni mi 
reacción. 
De inmediato, el sueño que había tenido con ella hacía pocas noches vino a 
mi mente como un relámpago. 
Ella pareció reconocerme, porque me saludó nada más al verme, aunque, con 
una media sonrisa. 
Aún no sabía cómo comportarme en medio de la situación. Me encontraba 
nervioso y a la vez complacido de volver a verla; lo que era extraño, porque nuestra 
primera conversación fue más bien como una discusión. 
Ella se levantó de la silla e ignorándome se acercó a uno de los grupos que 
estaban dispersos. 
«¡Mujeres!» —pensé. 
Mi pensamiento fue interrumpido por Ricardo, que debido a su despierta 
suspicacia, ya se había dado cuenta de que algo singular estaba pasando. 
 55 
Se acercó a ella, la tomó por el brazo y luego se dirigió hacia mí haciéndome 
muecas y toda clase de gestos en clave con la boca. Ella mientras caminaba hacia 
mí solo se limitaba sonreír y mirarme con las mejillas enrojecidas. 
—Andrés, te presento a Sofía: bailarina profesional. Ella está, como quien 
dice, colaborando con el grupo para este espectáculo. Ella es alumna de la octava 
mejor escuela de ballet clásico del mundo. 
—¿Si? Creo que ya la conozco —dije haciéndome el olvidadizo. 
Extendí mi mano y ella me correspondió con la suya mientras sonreía. 
—Me pareces conocido —dijo—, pero no se dé dónde. 
—En el Cafetín Ovunque —dije—. Un día que perdí mis llaves y al volver tú 
estabas en mi mesa. Fue algo casual. ¿Recuerdas? 
—A la verdad no —dijo haciéndose la olvidadiza. 
«Mujeres, ¿¡quién puede entenderlas!?», pensé de nuevo. 
—Nos pusimos a hablar del amor —continué recordándole—. Tú estabas allí 
en la mesa llenado un crucigrama… ¿Si? 
—Para ser un encuentro casual te acuerdas muy pero muy bien —dijo 
coqueta. 
—Bueno, no es que haya sido como una cita. Tengo excelente memoria, eso 
es todo —respondí encogiéndome de hombros. 
Ricardo solo se limitaba a vernos como si estuviese viendo una pelota de tenis 
ir de un lado al otro. 
Ella me observó durante unos segundos con picardía y luego fingiórecordar: 
 —¡Ya te recuerdo! Y por lo que veo sigues siendo un niño mal humorado. No 
has cambiado en nada desde aquel día en que hablamos. 
 56 
Arqueé una ceja. 
—Y dime: ¿cómo un sofista como usted se atreve a venir a contemplar este 
mundo repleto de bohemios y gitanos? —preguntó. 
—¿Sofista?... —pregunté sonriendo—, bueno, vine porque también soy un 
amante del arte y las cosas bellas. Pero, ahora que vine y llevo rato aquí, me he 
dado cuenta que no he visto nada bello todavía. 
—Eso es porque la belleza está en los ojos del que mira —dijo dispuesta a 
iniciar de nuevo el combate verbal. 
Por fin Ricardo, al entender hacia donde se dirigía nuestra conversación, 
intervino nervioso y preguntó: 
—Y dime, Sofía: ¿qué has hecho de nuevo en estos días? 
—Nada —respondió—. Con ganas de soltar el toro, pero no me animo. Al 
ruedo de mi vida no ha llegado todavía un verdadero torero. —Me miró desafiante a 
los ojos. 
Sofía, visiblemente turbada, se dio vuelta y se marchó sin despedirse. 
En ese preciso momento comenzó el brindis, al cual nos unimos rápidamente. 
Después de finalizado este, los artistas comenzaron a dirigirse a sus camerinos para 
disponerse a comenzar la función. 
—¿Qué se supone que fue esa escena? —preguntó Ricardo. 
—¡Nada! —respondí indiferente—. Esa Sofía es una loca. Vamos a sentarnos. 
—Vas a tener que explicarme cómo fue eso de qué la conociste por 
casualidad —me interpeló Ricardo—. Y cómo fue ese asunto tan rebuscado de las 
llaves perdidas. ¡No me digas que ahora estas acosando mujeres en los cafés! 
 57 
—Ricardo, por favor. ¡Eres un enfermo! —dije conteniendo la risa—. Te iba a 
contar, pero tú nunca escuchas a nadie. 
—Es raro que digas eso —dijo—, porque lo único que hago todo el día es 
escucharte hablar. ¡Psicópata! —Me jaló del brazo para que nos sentáramos. 
Aún debíamos esperar alrededor de 15 minutos a que comenzará la función. 
Mientras el tiempo de espera transcurría con cierta lentitud, en mi interior, me hacia 
algunas preguntas: 
«¿Por qué soñé con esta mujer? ¿Por qué siempre me la encuentro? ¿Quién 
será ella? ¿Casualidad? No puede ser que tantas casualidades se den en la vida». 
En medio de mis interrogaciones las luces del teatro se fueron diluyendo, 
apagándose una a una; y ya pudimos ir viendo a los bailarines en medio del 
escenario. 
Al momento de entrar, Sofía, la cual interpretaba a Carmen en escena, noté 
que sus movimientos eran tal como su personalidad me había parecido hasta 
entonces: altivos y elegantes, pero, a la vez sencillos sin llegar a ser ordinarios. En el 
escenario se movía desafiante en medio del grupo de bailarinas que estaban 
sentadas alrededor de ella mientras decían cantando: 
—La Carmen tiene un cuchillo. 
La escena me provocó un escalofrió. Una vez más el sueño de la otra noche 
volvía a mí como un golpe gélido cargado de electricidad; me llenaba como de un 
temor incierto de aquello que está por venir, pero a la vez no se sabe que es 
realmente. 
La música y el golpeteo de las bailarinas en el piso me adentraban en un 
mundo cargado de hipnotismo y fascinación. Sentía con cada golpe de Sofía, una 
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excitación dentro de mí ser que me invitaba a adentrarme en un mundo desconocido, 
lleno de pasión y sensualidad. 
Entre el coqueteo del bailoteo de los cuerpos y la música que invitaba al 
abandono de la reflexión podía escuchar los versos que componían el drama 
cantado de la obra: 
—El amor es un pájaro rebelde que nadie lo puede enjaular y es inútil llamarlo 
si él no quiere contestar. 
 Se escuchaban retumbar los aplausos del público que acompañaban cada 
una de las estrofas de las gitanillas: ¡El amor! ¡El amor!... El amor es un gitanillo que 
nunca conoció ley alguna, si tú no me amas, yo te amo. Y si yo te amo, ¡ten 
cuidado!... 
 —¡El amor te espera, toreador! —decían los coros. 
 «Con razón me hizo ese comentario del torero y el toro —razoné—. El toro 
debe ser el amor y el torero el que la busca. Pero ¿ella querrá amar de verdad? 
¿Con esa actitud tan evasiva? Lo dudo». 
 —¡Ninguna mujer antes de ti atormentó mi alma tan profundamente! 
—escuchaba recitar al personaje llamado don José. Uno de los personajes 
principales de la obra. 
 Hoy, pienso que si el amor pudiese medirse y ser evaluado según la 
intensidad y la fuerza del poder e impacto de su presencia, nunca sería sentido con 
tanta magnitud como en el momento que perdemos el objeto de nuestro amor. Es 
paradójico; pero, el amor nunca se revela con tanto dominio sobre el corazón amante 
como cuando ya vemos quebrada la relación de nuestro sentimiento con aquella 
persona a la que amamos. 
 59 
 Cuando el objeto de nuestro amor yace sin vida, nunca podría sentirse que 
se le ama tanto como en ese preciso momento en que pierde su último halito. La 
pérdida es la puerta de entrada a la desolación como primera invitada, pero, esta no 
viene sola, llega acompañada de algunos remordimientos: «Pude haber hecho más 
por ella, pude haber sido mejor, si la tuviese a mi lado, hoy día, no cometería los 
mismos errores». 
 —¡Te lo advierto!... Carmen, ¡estoy cansado de sufrir! —continuaba 
recitando el personaje de don José. 
 Cuando el amor deja de ser correspondido, a veces pasa lo que al personaje 
de don José, se trata de hacer volver a la persona amada con fútiles declaraciones 
para convencerla: «Nadie podría amarte más que yo». En algunos casos se apela a 
la fuerza de arrastre con sentencias fatalistas: «Nunca serás feliz con él, algún día 
pagaras lo que me hiciste, te arrepentirás cuando él te deje». O dejándole claro 
nuestro desprecio: «Cuando vuelvas a pedirme perdón ya no estaré aquí para ti». 
 «Realmente es una situación poco sana, pero pasa», pensaba. 
 El personaje de don José aparecía, entre escena y escena, y continuaba 
con su lucha. 
 —¿Te vas con él?, dime entonces…: ¿Lo amas? 
 —¡Le amo! ¡Le amo… y aún ante la muerte misma repetiré que lo amo! 
—versaba el personaje de Carmen interpretado por Sofía. 
 —¡Esa Sofía es el demonio! —exclamó Ricardo durante esa escena—. Lo 
engañó con el torero y se lo dice como si nada. 
—¡Que no es Sofía! —dije—. Es el papel que ella interpreta, bruto. 
 60 
—¡Qué si es Sofía, te digo! —contestó—. ¿No la estás viendo qué si es ella? 
—insistía, burlándose de mí. 
 —¡Estoy harto de amenazarte! —nos interrumpió intimidante en las tablas el 
personaje de don José. 
 —¡Entonces, mátame o déjame pasar! —dijo el personaje de Carmen 
interpretado por Sofía. 
 «El final era predecible desde el primer momento —anticipé—: Don José 
terminará poseído por el demonio de los celos y asesinara a Carmen y a su amante 
también; pero ¿por qué razón se ofusca con ella habiendo tantas mujeres en el 
mundo?». 
 Sofía, asesinada por el personaje de Don José, agonizaba como Carmen, 
tirada en el suelo en medio del escenario. 
 Al ver lo impecable de su interpretación, fue inevitable no sentir por ella 
admiración absoluta; admiración, que iba creciendo en medio de aquella lluvia de 
aplausos. 
 «No podía terminar de otra manera» —me dije con resignación pensando en 
el trágico final de la obra. 
 «En el ruedo de la vida de Sofía ya hay torero», dije en mi interior mirando el 
escenario, mientras el telón bajaba majestuosamente. 
 61 
 
VI 
Esa cosa que llaman amor 
 
Querida Diana: 
 Quería decirte algunas cosas que nadie más si no solo tú entendieras, 
aunque, hoy en día eso es difícil, porque no se conoce un idioma en el universo que tan 
solo dos personas puedan hablarlo y entenderlo. Tampoco, se conoce un secreto tan 
grande y tan oculto que absolutamente nadie en el mundo pudiese saber, quizás, porque 
el secreto más grande del universo es aquel que ni tú ni yo ni nadie sabe. Ni siquiera 
Dios. 
 Ese secreto tan grande que nadie en el mundo sabe tal vez seamos tú y yo. 
 De la misma manera, pienso que no se conoce una canción que ya esté 
terminada

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