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Noches de pesadilla - Varios autores

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Una compilación de historias escalofriantes de los autores clásicos del género. Cuentos
atractivos para lectores fanáticos del terror, acompañados por un estudio del género, las
obras y los autores.
AA. VV.
Noches de pesadilla
Antología de cuentos de terror
ePub r1.0
GONZALEZ 03.05.15
AA. VV., 2005
Prólogo: Marcelo Birmajer
Estudio: María Cristina Figueredo
Editor digital: GONZALEZ
ePub base r1.2
N
[Prólogo]
Por Marcelo Birmajer
unca me ha convencido el punto de vista que sitúa a la serpiente como el villano en la historia
de Adán y Eva. En cuanto se lo piensa un poco, la serpiente no obliga ni engaña a Eva, ni
mucho menos a Adán. Apenas si le sugiere a Eva probar el fruto prohibido. La serpiente seduce, pero
no amenaza. Eva podría haber rechazado su incitación sin riesgos. Adán también. La serpiente era
apenas un detalle, como lo es también en el cuento de Ambrose Bierce que abre este libro: «El
hombre y la serpiente». Lo sustancial del cuento, en cambio, es el miedo. El terror. Y no podemos
echarles la culpa a las serpientes por la tentación, por el terror, ni por sentirnos tentados por el
terror. Mientras leía sobrecogido estos relatos, me preguntaba cuáles son esas cosas a las que todos
los hombres tememos en algún momento de la vida. Aunque no hice una encuesta planetaria, me
arriesgo a proponer que casi todos los nacidos de mujer tememos, por lo menos, a la muerte, al
dolor, a la vejez, y a la pérdida o el sufrimiento de los seres queridos. Aquel que no tema al misterio
nunca aclarado del fin de la existencia humana, temerá al implacable proceso por el cual nuestra piel
se arruga, nuestros músculos se atrofian y nuestra memoria flaquea; y quien no tema ni a uno ni a otro,
seguramente temblará ante la perspectiva de ese chispazo infernal que es el dolor en el cuerpo
humano; y quien sea tan valiente como para no amedrentarse frente a esas inevitables circunstancias,
apuesto a que sí temerá que le ocurran a un ser querido, o a perderlo. Hay personas temerarias que
prefieren morir antes que sufrir, incluso antes que ser objeto de una humillación. Otras son capaces
de afrontar las más dolorosas enfermedades con tal de seguir viviendo semanas. Existen seres
humanos que se alegran por la tranquilidad que les trae la vejez, y otros que prefieren abandonar al
ser amado antes que verlo envejecer. Así de variado, heroico y triste es el mosaico humano. Sin
embargo, todos, todos los integrantes de alguno de estos equipos han sentido miedo alguna vez. El
miedo es una sensación. Puede parecer una obviedad, pero la muerte, la vejez, el dolor, la pérdida
del ser amado, son hechos concretos; el miedo sólo se siente, y puede sentirse o no. Uno de los
grandes atractivos de la literatura de terror es poder disfrutar de la sensación del miedo sin tener que
afrontar el hecho real que lo produce. El miedo a las arañas, a las ratas, a las cucarachas —que por
lo general no nos hacen nada y con las cuales apenas si nos cruzamos un par de veces al año— son
formas del miedo a cualquiera de los hechos antes mencionados; y la suma de todos los miedos es el
miedo a lo desconocido. La adultez nos ayuda a recibir con menos temor un dolor de muelas, porque
nuestra experiencia nos enseña que en algún momento lo superamos; pero ¿cuál sería nuestra
reacción ante el mismo dolor si nos dijeran que es imposible aplacarlo? Lo desconocido nos
atemoriza aun cuando sepamos que más allá de las brumas nos aguarda algo bello o placentero. Pero
en un cuento podemos espiar la experiencia de morir de miedo sin pagar el precio. No se trata sólo
de ver qué le pasa a otro: cada lector puede compartir las sensaciones de un personaje, extraer de él
la intensidad y preservarse al mismo tiempo. Todos los lectores somos vampiros con los personajes.
Acompañamos a Napoleón mientras es guiado por un espectro, porque siempre quisimos vivir el
vértigo de hablar con un habitante del Más Allá, pero sin dejarle nuestro teléfono ni nuestra
dirección. Transpiramos en la casa embrujada de la calle Aungier, pero al cerrar el libro nos
burlamos del pobre infeliz que quedó atrapado entre sus páginas. Llegamos hasta el umbral de la
ferocidad del conde Drácula, y le aplicamos el único conjuro realmente inapelable: considerarlo un
personaje de ficción. Pero ¿de veras salimos tan indemnes de las historias de terror que leemos por
placer? ¿Nos despedimos con tanta facilidad de aquellos personajes con los que vivimos a lo largo
de un cuento, como polizones o súcubos? Los miedos que ellos viven ya acompañaban al hombre de
las cavernas y siguen acompañando al de los rascacielos: el misterio de la muerte y del sufrimiento,
de la identidad (¿quién soy?) y del desamor, no ha avanzado hacia su respuesta, ni con la tecnología
ni con las múltiples escuelas filosóficas. Nacemos con miedo y tememos hasta el último día, cada
uno, como individuo, igual que el primer hombre sobre la Tierra. Absorbemos las historias de estos
personajes como el lobo intenta succionar la sangre del joven en el cementerio.
No faltan cementerios en esta antología, pero… ¿por qué nos dan miedo los cementerios? Se
supone que esos sitios son más tranquilos y pacíficos que el resto de los lugares de la Tierra. Son los
vivos, no los muertos, quienes pueden ponernos en peligro. Pero nuestra imaginación se resiste a
aceptar que la vida termine, y, por algún motivo —mi inteligencia no llega tan lejos como para
deducirlo—, la mayoría de los autores sugieren que nada bueno puede provenir de los redivivos. Mis
dos cuentos preferidos en esta antología son, en primer lugar, el que trata este tema: «La pata de
mono», de W. W. Jacobs. Está narrado con una austeridad y una sencillez que lo vuelve doblemente
siniestro. No me extraña que haya sido escrito por un humorista; en mi opinión, es un cuento perfecto.
El segundo pertenece a un maestro y precursor, H. G. Wells, y trata otro de los temas a los que nos
referíamos: la vejez.
Como desde siempre la literatura ha procurado inquietar al lector —ya sea para prevenirlo,
castigarlo o simplemente divertirlo—, estos cuentos no tienen fecha de vencimiento. Podrían haber
sido escritos hoy mismo, y sin duda seguirán siendo material de adaptaciones para el cine y la
televisión. Hoy ustedes tienen el privilegio de poder leerlos tal y como sus autores los concretaron.
E
El hombre y la serpiente
Ambrose Bierce
I
s informe verídico —y confirmado por tantos testigos, que ningún hombre juicioso y erudito
osa hoy en día contradecirlo— que los ojos de la serpiente tienen propiedades magnéticas,
de modo que si alguien cayese bajo su influjo es atraído hacia ella contra su voluntad, y muere en
forma lamentable por la mordedura de ese ser.
Recostado en el sillón con toda comodidad, en bata y zapatillas, Harker Brayton se sonrió
mientras leía aquella frase en la vieja obra de Monyster, Las maravillas de la ciencia: «Lo único
que tiene de maravilloso», se dijo, «es que los hombres juiciosos y eruditos de los tiempos de
Morryster hayan creído en tales tonterías, rechazadas por la mayoría, hasta por las personas más
ignorantes de nuestra época».
Siguió reflexionando, pues Brayton era un hombre de ideas, y sin darse cuenta bajó el libro sin
desviar la vista. En cuanto el volumen estuvo por debajo de su línea de para sostener la dirección de
su mirada malévola. Los ojos ya no eran simples puntos luminosos; miraron a los suyos con sentido,
un sentido que encerraba un significado maligno.
II
Por suerte, una serpiente en el dormitorio de una de las mejores casas de una ciudad moderna no
es un fenómeno tan común como para pasar inadvertido. Harper Brayton, un soltero de treinta y cinco
años, culto, indolente, pero también atlético, rico, popular y de buena salud, acababa de regresar a
San Francisco después de llevar a cabo un largo viaje por países remotos y desconocidos. Sus
gustos, siempre un tanto lujosos, se habían vuelto exagerados tras largas privaciones; y puesto que
los servicios del Hotel Castle ya no satisfacían sus deseos a la perfección, aceptó gustosola
hospitalidad de su amigo, el distinguido doctor Druring. La casa grande y antigua del científico,
ubicada en lo que era entonces un barrio poco ostentoso de la ciudad, se mostraba a todas luces
apartada y distante del resto. Era obvio que no guardaba relación alguna con las edificaciones
contiguas de su entorno, bastante modificado, y había desarrollado las excentricidades propias del
aislamiento. Una de ellas era un ala visiblemente inadecuada desde el punto de vista arquitectónico y
no menos discordante en cuanto a su propósito, pues era una combinación de laboratorio, zoológico y
museo. Allí era donde el doctor satisfacía la faceta científica de su naturaleza con el estudio de
aquellas formas de la vida animal que atraían su interés y se adecuaban a sus gustos, los cuales, hay
que confesarlo, se inclinaban por el tipo inferior. Para que alguno de los tipos superiores agradara a
sus sentidos, aunque fuera de modo superficial, debía conservar por lo menos determinadas
características rudimentarias propias de los «dragones primigenios», tales como sapos y culebras.
Sus simpatías científicas se inclinaban por los reptiles: admiraba a los seres ordinarios de la
naturaleza y se describía a sí mismo como el Zola de la zoología. Como su esposa e hijas no tenían la
suerte de compartir su lúcida curiosidad respecto de los hábitos de vida de las malhadadas criaturas
—nuestros parientes lejanos—, fueron excluidas con severidad exagerada de lo que él llamaba el
Serpentario, y condenadas a la compañía de sus semejantes; no obstante, para suavizar los rigores
del destino, les había permitido, gracias a su enorme generosidad, aventajar a los reptiles en la
magnificencia de su ambiente y brillar con mayor esplendor.
En cuanto a su arquitectura y a su «decoración», el Serpentario era sencillo y austero, como
convenía a las humildes circunstancias de sus habitantes, a muchos de los cuales, por cierto, no se les
podía conceder sin peligros la libertad necesaria para disfrutar con plenitud del lujo, pues tenían la
inquietante particularidad de estar vivos. En sus compartimientos, sin embargo, gozaban de muy
pocas restricciones, limitadas a las indispensables para su necesaria protección frente a la costumbre
nefasta de comerse unos a otros; y, como bien le informaron a Brayton, era ya tradicional encontrar a
algunos de ellos, en diversos momentos, en determinados lugares del local donde les hubiera
resultado muy embarazoso explicar su presencia. A pesar del Serpentario y de sus siniestras
asociaciones —a las que, en efecto, prestaba muy poca atención—, la vida en la mansión Druring le
resultaba a Brayton muy agradable.
III
Más allá de la sorpresa inicial y un ligero estremecimiento de repugnancia, la situación no alteró
demasiado al señor Brayton. Su primer impulso fue el de tocar la campanilla para llamar al criado,
pero no lo hizo, aunque el cordón de la campanilla se encontrara al alcance de la mano. Se le ocurrió
que tal acto lo haría parecer temeroso, lo cual, desde luego, no era cierto. Lo afectaban menos los
peligros de la situación que su incongruencia, de la cual era muy consciente: era repulsiva, pero a la
vez absurda.
El reptil pertenecía a una especie desconocida para Brayton. Tan sólo podía calcular su longitud;
pero en su parte más visible, el cuerpo del animal parecía tan grueso como su antebrazo. ¿De qué
modo resultaba peligroso, si en verdad lo era? ¿Se trataba de una serpiente venenosa? ¿Una boa
constrictora? Su conocimiento de las señales de peligro de la naturaleza no le permitía saberlo, pues
nunca había tenido necesidad de descifrar aquel código.
Pero si el animal no era peligroso, al menos era ofensivo. Por lo demás, «desentonaba», estaba
fuera de lugar, lo que lo convertía en una impertinencia. La joya no era digna del engaste. Ni siquiera
los gustos bárbaros de nuestra época y nuestro país, que llenaron las paredes de las habitaciones con
cuadros, el piso con muebles y los muebles con baratijas, han proporcionado un sitio adecuado para
ese ejemplar de vida selvática. Además —¡la sola idea le resultaba insoportable!—, las
exhalaciones de su aliento se mezclaban con el aire que él mismo respiraba.
Cuando estos pensamientos adquirieron forma, con mayor o menor precisión, en la mente de
Brayton, se sintió impulsado a tomar cartas en el asunto. Podría denominarse este proceso como
reflexión y decisión. Es por eso que somos sabios o imprudentes. Así es como la hoja marchita en la
brisa otoñal muestra mayor o menor inteligencia que sus compañeras cuando cae en el suelo o en el
lago. El señorío del movimiento humano es un secreto a voces: algo contrae nuestros músculos.
¿Importa que llamemos voluntad a esos cambios moleculares iniciales?
Brayton se levantó y decidió apartarse despacio de la serpiente, sin perturbarla en lo posible,
hasta cruzar la puerta. Así se alejan los hombres de la presencia de la grandeza, pues la grandeza es
poder, y el poder constituye una amenaza. Sabía que podía retroceder sin cometer errores. Si el
monstruo lo seguía, el gusto decorativo que había llenado las paredes de cuadros también le
proporcionaba un estante de armas orientales asesinas; podría elegir una apropiada para la ocasión.
Mientras tanto, los ojos de la serpiente ardían con una malevolencia más despiadada que nunca.
Brayton levantó el pie derecho para dar un paso atrás, pero en ese mismo instante sintió una
poderosa fuerza que lo frenaba.
—Dicen que soy valiente —murmuró—. Y la valentía, ¿no será simplemente orgullo? ¿Voy a
retirarme sólo porque no hay testigos de mi humillación?
Se sostenía con la mano derecha apoyada en el respaldo de la silla mientras mantenía el pie
suspendido en el aire.
—¡Ridículo! —exclamó en voz alta—. No soy tan cobarde como para tener miedo de sentirme
atemorizado.
Levantó el pie un poco más, doblando apenas la rodilla, y lo clavó con fuerza en el piso, ¡a un
par de centímetros delante del otro! No podía ni imaginar cómo había sucedido aquello. El intento
con el pie izquierdo obtuvo el mismo resultado, y éste avanzó con respecto al derecho. La mano
aferraba el respaldo de la silla; mantenía el brazo estirado, un tanto hacia atrás. Cualquiera diría que
no estaba dispuesto a perder ese punto de apoyo. La cabeza maligna de la serpiente aún sobresalía
del anillo interior, igual que antes, a la altura del cuello. No se había movido, pero en ese momento
los ojos eran chispas eléctricas que irradiaban una infinidad de agujas luminosas.
El rostro del hombre era de una palidez cenicienta. Volvió a avanzar un paso, y otro más,
arrastrando en parte la silla, que, al soltarla, cayó con estrépito al piso. Brayton lanzó un gemido. La
serpiente no se movió ni emitió sonido alguno, pero sus ojos eran dos soles resplandecientes. El
propio reptil quedaba oculto por completo tras ellos. Exhalaban aros crecientes de colores brillantes
y vividos que, al alcanzar su mayor tamaño, desaparecían uno tras otro como pompas de jabón.
Parecían acercarse al rostro del hombre, pero luego se retiraban a una distancia inconmensurable.
Brayton oyó en alguna parte el redoble de un gran tambor, con estallidos esporádicos de una música
lejana, increíblemente dulce, como el sonido que produce el viento en un arpa eolia. Supo que era la
melodía del amanecer de la estatua del rey Memnón y creyó encontrarse en los juncos al lado del
Nilo, oyendo, exaltado, el himno inmortal a través del silencio de los siglos.
Cesó la música o, más bien, se convirtió, de modo imperceptible, en el lejano tronar de una
tormenta distante. Ante él, se desplegaba un paisaje reluciente de sol y de lluvia, atravesado por un
arco iris de vivos colores que contenía dentro de su curva gigantesca cien ciudades del todo visibles.
A mitad de camino, una serpiente enorme que lucía una corona levantaba la cabeza por encima de sus
voluminosas circunvoluciones y lo miraba con los ojos de su madre muerta. En forma súbita, aquel
paisaje encantado pareció elevarse a toda velocidad como el telón de un teatro y desapareció en el
vacío.Algo lo golpeó con fuerza en el rostro y el pecho. Cayó al suelo y le brotó sangre de la nariz
rota y de los labios lastimados. Se quedó un rato atontado y aturdido; permaneció en el piso con los
ojos cerrados y el rostro apoyado contra la puerta. Poco después se recuperó y se dio cuenta,
entonces, de que, con la caída, al apartar la vista, se había roto el hechizo que lo aprisionaba. Sintió,
pues, que si miraba hacia otro lado le sería posible retroceder. Pero, aunque no la viera, la sola idea
de que la serpiente estaba a poca distancia de su cabeza —quizás a punto de saltar sobre él y
enroscarse en su garganta—, le resultaba demasiado espantosa. Levantó la cabeza, volvió a mirar
esos ojos siniestros y fue de nuevo cautivado por ellos.
La serpiente estaba quieta y había perdido en parte su poder sobre la fantasía; no se repitieron las
espléndidas visiones de los instantes anteriores. Bajo su frente plana y carente de cerebro, los ojos
negros, como perlas relucientes, brillaban como al principio, con una expresión de malignidad
horrorosa. Era como si aquella criatura, segura ya de su victoria, hubiera decidido no poner en
práctica más engaños seductores.
Entonces sucedió una escena atroz. El hombre, boca abajo en el piso a corta distancia de su
enemigo, se apoyó en los codos, con la cabeza echada hacia atrás y las piernas extendidas a todo lo
largo. Tenía el rostro blanquecino entre las gotas de sangre, y los ojos abiertos al máximo. De los
labios le caía espuma en forma de escamas. Poderosas convulsiones le sacudieron todo el cuerpo,
que empezó a realizar ondulaciones casi serpentinas. Se dobló por la cintura, moviendo las piernas
de un lado a otro. Y cada movimiento lo acercaba un poco más a la serpiente. Lanzó las manos hacia
adelante en un intento de empujarse para atrás, pero siguió avanzando con los codos sin poder
detenerse.
IV
El doctor Druring y su esposa se hallaban sentados en la biblioteca. El científico estaba —cosa
rara— de buen humor.
—A través del intercambio con otro coleccionista, acabo de obtener un espléndido ejemplar de
Ophiophagus —le dijo a su mujer.
—¿Y qué es eso? —preguntó ella con languidez.
—¡Caramba, qué supina ignorancia! Querida mía, un hombre que después de casarse comprueba
que su esposa es inculta tiene derecho a divorciarse. La Ophiophagus es una serpiente que se come a
las otras serpientes.
—Pues ojalá se coma a todas las tuyas —contestó ella, mientras cambiaba, distraída, la dirección
de la lámpara—. Pero ¿cómo las encuentra? Supongo que hechizándolas.
—Tan propio de ti, querida —dijo el doctor con cierta petulancia—. Ya sabes lo que me irrita
cualquier referencia a esa superstición grosera sobre el poder de fascinación de las serpientes.
La conversación fue interrumpida por un fuerte grito que resonó en la casa silenciosa como la voz
sepulcral de un demonio. Y sonó una y otra vez con terrible claridad. Se levantaron de un salto: el
hombre, confundido; su esposa, pálida y muda de terror. Casi antes de que hubiera desaparecido el
eco del último grito, el doctor salió de la habitación y subió las escaleras de dos en dos. En el
pasillo, frente a la habitación de Brayton, encontró a varios criados que habían bajado del piso
superior. Entraron juntos sin llamar a la puerta. No tenía llave y cedió con facilidad. Brayton yacía
muerto en el piso, boca abajo. La cabeza y los brazos estaban semiocultos debajo de la barandilla
del pie de la cama. Empujaron el cuerpo hacia atrás y le dieron la vuelta. Tenía el rostro manchado
de sangre y espuma, los ojos muy abiertos, contemplando… ¡una visión espantosa!
—Ha muerto de un ataque —dijo el científico, doblando la rodilla y colocándole la mano sobre
el corazón. Mientras se encontraba en esa postura, miró debajo de la cama y añadió—: ¡Dios mío!
¿Cómo llegó esto hasta aquí?
Alargó el brazo bajo la cama, sacó la serpiente y, enroscada todavía, la arrojó al medio de la
habitación, desde donde, con un sonido seco y opaco, se deslizó por el piso barnizado hasta chocar
con la pared. Y allí se quedó inmóvil. Se trataba de una serpiente disecada; sus ojos eran dos botones
de calzado.
Traducción: Luz Freire
Título original: «The Man and the Snake»,
en Tales of Soldiers and Civilians, 1890.
B
Napoleón y el espectro
Charlotte Brontë
ien, como les iba diciendo, el Emperador se fue a dormir.
—Chevalier, baja la persiana y cierra la ventana antes de irte.
El valet obedeció. Luego tomó el candelero y salió del cuarto. Unos minutos después, el
Emperador sintió que su almohada le resultaba bastante incómoda y se levantó para sacudirla un
poco. Entonces percibió un leve crujido en la cabecera de la cama. Prestó atención pero, cuando
volvió a recostarse, todo estaba en silencio.
Aún no había logrado relajarse totalmente cuando sintió necesidad de beber. Se inclinó un poco,
apoyándose en el codo, y tomó un vaso de limonada de una mesa pequeña que había junto a la cama.
Bebió una gran cantidad y se refrescó. Al volver a colocar el vaso en su lugar, sintió un profundo
gemido en el ropero que se hallaba en un rincón del cuarto.
—¿Quién anda ahí? —gritó el Emperador, tomando su revólver—. Hable o le vuelo la tapa de
los sesos.
El único efecto que generó esta amenaza fue una risa breve y pronunciada, y luego le siguió un
silencio absoluto.
El Emperador se levantó de un salto, se puso rápidamente su robe-de-chambre, que había dejado
en el respaldo de una silla, y se dirigió con valentía hacia el ropero embrujado. Algo crujió cuando
abrió la puerta. Avanzó hacia adelante con el arma en la mano. No apareció nadie —ni un alma ni una
sustancia—; el crujido evidentemente había sido provocado por la caída de un abrigo, que colgaba
de un gancho en la puerta. Algo avergonzado de sí mismo, regresó a la cama.
Cuando estaba a punto de cerrar los ojos otra vez, se oscureció de pronto la luz de las tres velas
de cera que se hallaban en un candelabro de plata sobre la repisa de la chimenea. El Emperador miró
hacia arriba: una sombra negra y opaca la tapaba. Sudando de terror, Napoleón extendió la mano
para alcanzar el cordón de la campana, pero algún ser invisible se la arrebató y en ese mismo
momento desapareció la sombra amenazante.
—¡Bah! —exclamó el Emperador—. Sólo fue una ilusión óptica.
—¿Sí? —susurró cerca de su oído una voz apagada, con tono grave y misterioso—. ¿Fue una
ilusión, Emperador de Francia? ¡No! Lo que usted oyó y vio es una triste realidad, una advertencia.
¡Levántese! ¡Usted, que enarboló el estandarte del águila! ¡Despiértese! ¡Usted, que blandió el cetro
de lirios! Sígame, Napoleón, y verá más.
Cuando la voz dejó de oírse, el Emperador percibió con asombro una figura. Pertenecía a un
hombre alto y delgado, vestido con una levita azul, ribeteada con encaje de oro. Llevaba una corbata
negra muy ajustada, con dos pequeños broches colocados debajo de las orejas. Tenía la cara pálida,
la lengua le sobresalía de entre los dientes, y los ojos, vidriosos y enrojecidos, se salían de sus
cuencas de modo temible y prominente.
—¡Mon Dieu! —exclamó el Emperador—. ¿Qué es lo que veo? ¿De dónde ha venido, espectro?
La aparición no dijo nada pero avanzó un poco y, levantando el dedo, le hizo señas a Napoleón
para que lo siguiera. El Emperador, bajo el influjo de una fuerza misteriosa, que le anuló la
capacidad de pensar y de actuar por sí mismo, obedeció en silencio. La pared sólida del cuarto se
abrió cuando se acercaron y, luego de atravesarla, se cerró tras ellos con un ruido similar al de un
trueno. La oscuridad hubiera sido absoluta de no ser por la débil luz que brillaba alrededor del
fantasma y permitía ver las paredes húmedas de un largo corredor abovedado. Avanzaron por allí con
silenciosa celeridad. Una brisa fría y refrescante subía rápidamente por la bóveda, con el sonido de
un lamento, anunciando que se acercaban al exterior; el Emperador se ajustó un poco más su camisón
holgado. Enseguida salieron y Napoleón advirtió que se hallaba en una de las calles principales de
París.
—Estimable espíritu —dijo, temblandocon el aire frío de la noche—, permítame regresar a
ponerme un abrigo. Volveré enseguida.
—Avance —respondió su compañero, implacable.
A pesar de la creciente indignación que le provocó una especie de ahogo, el Emperador se sintió
obligado a obedecer.
Siguieron por las calles desiertas hasta que llegaron a una casa imponente construida en las
orillas del Sena. Aquí, el espectro se detuvo: las puertas se abrieron para recibirlos y ambos
entraron en un amplio vestíbulo de mármol, cubierto en parte por una cortina. A través de sus
pliegues semitransparentes se podía ver una luz intensa que brillaba con un lustre deslumbrante.
Delante de esta cortina, había una hilera de figuras femeninas lujosamente vestidas. Llevaban en la
cabeza guirnaldas con las más bellas flores, pero tenían la cara oculta por horribles máscaras que
representaban calaveras humanas.
—¿Qué significa toda esta mascarada? —gritó el Emperador, haciendo un esfuerzo para
deshacerse de esas cadenas mentales que lo limitaban contra su voluntad—. ¿Dónde estoy, y por qué
me trajo hasta aquí?
—Silencio —le contestó el guía, con esa lengua negra y sangrienta sobresaliendo aun más de su
boca—. Haga silencio, si quiere evitar la muerte inmediata.
El Emperador habría respondido —su coraje natural era capaz de superar el temor transitorio
que lo había dominado al comienzo—, pero en ese momento una melodía extravagante, sobrenatural,
fue aumentando el volumen detrás de la inmensa cortina, que iba y venía, hinchándose lentamente
hacia afuera como agitada por una conmoción interna o una lucha entre fuertes vientos. En ese mismo
instante, penetró en ese vestíbulo embrujado una mezcla abrumadora de olores de cuerpos
putrefactos, combinada con las fragancias más finas de Oriente. Ahora se oía a la distancia el
murmullo de muchas voces, y algo lo tomó del brazo desde atrás, con ansiedad.
Se dio vuelta rápidamente. Sus ojos se encontraron con el rostro familiar de Marie-Louise.
—¿Qué sucede? ¿Tú también en este sitio infernal? —le preguntó—. ¿Qué te trajo hasta aquí?
—¿Puedo hacerte la misma pregunta? —respondió la Emperatriz, sonriendo.
Napoleón no dijo nada; el asombro se lo impidió.
Ya no había ninguna cortina entre la luz y él. Había desaparecido como por arte de magia, y una
araña extraordinaria colgaba encima de su cabeza. A su alrededor, había un grupo numeroso de
mujeres, lujosamente vestidas pero sin las máscaras de calaveras humanas, y, entre ellas, una
cantidad similar de caballeros, contentos y animados. Todavía se oía la música, pero era evidente
que provenía de una orquesta ubicada cerca de él. Aún se percibía un agradable olor a incienso,
aunque no estaba mezclado con ningún hedor.
—¡Mon Dieu! —exclamó el Emperador—. ¿Cómo sucedió todo esto? ¿Dónde diablos está el
espectro?
—¿El espectro? —contestó la Emperatriz—. ¿A qué te refieres? ¿No seria mejor que salieras del
cuarto y fueras a descansar?
—¿Que salga del cuarto? ¿Por qué? ¿Dónde estoy?
—En mi salón privado, rodeado de algunos cortesanos que invité a un baile esta noche. Entraste
hace unos minutos en camisón, con los ojos fijos y bien abiertos. Supongo, por tu asombro, que
caminabas sonámbulo.
Inmediatamente, el Emperador sufrió un ataque de catalepsia, y siguió en ese estado toda la noche
y gran parte del día siguiente.
Título original: «Napoleón and the Spectre», 1833, publicado
posteriormente en The Twelve Adventurers and Other Stories, 1925.
Traducción: Fabiana A. Sordi
A
La pata de mono
William Wymark Jacobs
I
fuera, la noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de la residencia Laburnam las
persianas estaban cerradas y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez; el
primero, que tenía la idea de que el juego involucraba cambios radicales, ponía a su rey en peligros
tan intensos e innecesarios como para arrancarle comentarios a la anciana de cabello blanco que tejía
plácidamente junto al fuego.
—Escuchen el viento —dijo el señor White, quien, tras haberse dado cuenta de un error fatal
cuando ya era demasiado tarde, deseaba amablemente impedir que su hijo lo viera.
—Estoy escuchando —confirmó éste, inspeccionando severamente el tablero mientras extendía la
mano—. Jaque.
—Me cuesta trabajo creer que vendrá esta noche —comentó su padre, con la mano suspendida
sobre el tablero.
—Mate —replicó el hijo.
—Eso es lo peor de vivir tan lejos —gritó el señor White con repentina e inesperada violencia
—. De todos los lugares más detestables, fangosos y solitarios, éste es el peor. El sendero es una
ciénaga y el camino es un torrente. No sé en qué están pensando todos. Supongo que porque sólo hay
dos casas en el camino creen que carece de importancia.
—No tiene caso, querido —dijo su esposa, con tono conciliador—, tal vez ganes la próxima vez.
De pronto, el señor White levantó los ojos, justo a tiempo para interceptar una mirada de
entendimiento entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios, y escondió un gesto de
culpabilidad en su delgada barba gris.
—Ahí está —dijo Herbert White, mientras el portal se cerraba y se acercaban a la puerta unos
pasos fuertes y pesados.
El anciano se levantó con hospitalaria celeridad y, al abrir la puerta, lo oyeron darle el pésame al
recién llegado, quien también se compadeció de sí mismo. La señora White dijo:
—¡Ya, ya! —y tosió suavemente, mientras su esposo entraba en la sala, seguido de un hombre
alto y corpulento, de ojos pequeños y semblante rubio rojizo.
—El sargento mayor Morris —dijo, presentándolo.
El sargento mayor estrechó sus manos, tomó el asiento que le ofrecieron junto al fuego y se quedó
observando plácidamente mientras su anfitrión sacaba whisky y vasos, y colocaba una pequeña tetera
de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, sus ojos se tornaron más brillantes, y comenzó a hablar. El pequeño círculo
familiar apreciaba con ansioso interés a este visitante de tierras lejanas, que hablaba de lugares
desconocidos y formidables hazañas, de guerras y pestes, y pueblos extraños.
—Hace veintiún años de eso —recordó el señor White, inclinando la cabeza a su esposa e hijo
—. Cuando se fue era un jovenzuelo. Y mírenlo ahora.
—No parece haberle ido tan mal —agregó amablemente la señora White.
—A mi también me gustaría ir a la India —comentó el anciano—; sólo para echar un vistazo.
—Está mejor aquí —respondió el sargento mayor, sacudiendo la cabeza. Apoyó el vaso vacío y,
suspirando suavemente, la sacudió de nuevo.
—Me gustaría ver todos esos antiguos templos y a los faquires y malabaristas —afirmó el viejo
—. ¿Qué era eso que comenzó a contarme el otro día sobre una pata de mono, o algo así, Morris?
—Nada —contestó el soldado rápidamente—. Por lo menos, nada que valga la pena escuchar.
—¿Una pata de mono? —preguntó la señora White con curiosidad.
—Bueno, es sólo un poco de lo que ustedes llamarían magia —dijo el sargento mayor
espontáneamente.
Sus tres oyentes se inclinaron ansiosos. Con la mente ausente, el visitante se llevó el vaso a los
labios, y luego volvió a dejarlo. Su anfitrión lo llenó.
—Si la miran —continuó el sargento mayor, buscando torpemente en su bolsillo—, es sólo una
patita común, momificada.
Sacó algo de su bolsillo y lo mostró. La señora White se apartó haciendo una mueca, pero su hijo
la tomó y la examinó con curiosidad.
—¿Y qué tiene de especial? —inquirió el señor White al quitársela a su hijo; pero después de
observarla, la colocó sobre la mesa.
—Un viejo faquir la hechizó —dijo el sargento mayor—. Era un hombre santo. Quería demostrar
que el destino rige la vida de las personas y que los que interfieren con él lo hacen muy a su pesar. La
hechizó de manera que tres hombres distintos pudieran pedirle tres deseos cada uno.
Sus gestos eran tan impresionantes que sus interlocutores se dieron cuenta de que su risa ligera no
concordaba con la situación.
—Y bien, ¿por qué no pide usted tres deseos? —preguntó Herbert, astutamente.
El soldado lo miró como un hombre de edad madura debe ver a un joven presuntuoso.
—Ya los pedí —respondió quedamente, y su caraenrojecida palideció.
—¿Y en realidad se le cumplieron los tres deseos? —interrogó el señor White.
—Sí —dijo el sargento mayor, y su vaso chocó contra sus dientes fuertes.
—¿Y alguien más ha pedido deseos? —insistió la anciana.
—El primer hombre pidió sus tres deseos. Sí —fue la respuesta—. No sé cuáles fueron los
primeros dos, pero el tercero fue la muerte. Así fue como obtuve la pata.
Su tono era tan serio que se hizo un silencio en el grupo.
—Si ya pidió usted sus tres deseos, entonces ya no le sirve para nada, Morris —afirmó el
anciano—. ¿Para qué la conserva?
El soldado sacudió la cabeza.
—Por gusto, supongo —dijo lentamente.
—Si tuviera tres deseos más —agregó el anciano, mirándolo con perspicacia—, ¿los pediría?
—No lo sé —dijo el otro hombre—, no lo sé.
Tomó la pata, y, balanceándola entre el dedo índice y el pulgar, la arrojó al fuego. White, con un
leve gemido, se agachó y la recogió.
—Es mejor dejar que se queme —comentó el soldado seriamente.
—Morris, si usted no la quiere —dijo el otro—, démela a mí.
—No lo haré —insistió su amigo—. Yo la lancé al fuego. Si la conserva, no me culpe por lo que
ocurra. Arrójela de nuevo a las llamas; sea sensato.
El otro movió la cabeza y examinó de cerca su nueva posesión.
—¿Cómo lo hace? —inquirió.
—Levántela con la mano derecha y pida el deseo en voz alta —dijo el sargento mayor—. Pero lo
prevengo sobre las consecuencias.
—Suena como Las mil y una noches —opinó la señora White, mientras se levantaba y
comenzaba a preparar la cena—. ¿Cree usted que podría pedir cuatro pares de manos para mí?
Su esposo sacó el talismán de su bolsillo y los tres se echaron a reír, mientras el sargento mayor,
con cara de alarmado, lo tomaba del brazo.
—Si va a pedir un deseo —dijo ásperamente—, pida algo sensato.
El señor White la volvió a poner en su bolsillo, y, acomodando las sillas, invitó a su amigo a la
mesa. Durante la cena, el talismán fue parcialmente olvidado y, luego, los tres se sentaron a escuchar,
encantados, una segunda parte de las aventuras del soldado en la India.
—Si el cuento de la pata de mono no es más veraz que los otros que nos ha contado, no
conseguiremos nada de ella —dijo Herbert, al cerrarse la puerta tras su invitado, que salió apurado
por alcanzar el último tren.
—¿Le diste algo a cambio? —inquirió la señora White, mirando de cerca a su esposo.
—Muy poca cosa —respondió él, ruborizándose levemente—. No quería nada, pero lo obligué a
aceptar. Y otra vez me presionó para que la tirara.
—Seguramente seremos ricos, famosos y felices —dijo Herbert con horror fingido—. Para
comenzar, padre, pide ser emperador… así tu esposa no te dominará.
Corrió alrededor de la mesa, perseguido por la traviesa señora White, armada con la funda de un
almohadón.
El señor White extrajo la pata del bolsillo y la miró dudando.
—No sé qué pedir, eso es un hecho —dijo pausadamente—. Me parece que tengo todo lo que
quiero.
—Si pudieras pagar la casa, estarías muy feliz, ¿o no? —comentó Herbert, con la mano en su
hombro—. Bueno, entonces pide doscientas libras; eso sería suficiente.
Su padre, sonriendo avergonzado ante su propia credulidad, levantó el talismán, mientras su hijo,
con el rostro serio y un tanto desfigurado por el guiño que hacía a su madre, se sentó al piano y tocó
unos acordes impresionantes.
—Deseo doscientas libras —aseguró el anciano.
Un estrepitoso sonido del piano recibió la palabras, interrumpido por un estremecedor gemido
del viejo. Su esposa y su hijo corrieron hacia él.
—Se movió —gritó, con una mirada de disgusto hacia el objeto que yacía en el piso—. Al pedir
el deseo se torció en mi mano como una víbora.
—Bien, no veo el dinero —dijo su hijo, al levantarla y ponerla sobre la mesa— y apuesto a que
nunca lo veré.
—Debe haber sido tu imaginación —comentó su esposa, mirándolo ansiosamente.
Él movió la cabeza.
—Sin embargo, no importa. No se ha hecho ningún mal, aunque me llevé una fuerte impresión.
De nuevo se sentaron ante el fuego, mientras los dos hombres terminaban de fumar sus pipas.
Afuera, el viento soplaba más que nunca, y el anciano se sobresaltó por el sonido de una puerta
golpeando violentamente en el piso de arriba. Un silencio inusual y depresivo se abatió sobre ellos, y
duró hasta que la anciana pareja se levantó para retirarse a dormir.
—Espero que encuentren el dinero dentro de una gran bolsa en el medio de su cama —dijo
Herbert al darles las buenas noches—, y a algo horrible agazapado sobre el armario observándolos
mientras se guardan su riqueza malhabida.
El señor White se sentó en la oscuridad, contemplando el fuego agonizante, y adivinando rostros
en él. El último fue tan espantoso y simiesco que lo miró estupefacto. Se volvió tan vivido que, con
una risita intranquila, buscó en la mesa un vaso que tuviera un poco de agua para arrojársela. Su
mano se topó con la pata de mono y, con un ligero estremecimiento, se la frotó en el abrigo y subió a
su habitación.
II
A la mañana siguiente, en la claridad del sol frío que iluminaba la mesa del desayuno, Herbert se
rió de sus miedos. Había un aire de integridad en la habitación, ausente la noche anterior, y la pata
sucia y reseca estaba abandonada sobre un mueble con un descuido que no denotaba mucha fe en sus
virtudes.
—Supongo que todos los soldados viejos son iguales —dijo la señora White—. ¡Qué idea la de
hacernos escuchar tal barbaridad! ¿Cómo podrían concederse deseos en estos días? Y si se pudiera,
¿cómo podrían perjudicarte doscientas libras?
—Podrían caer del cielo sobre su cabeza —imaginó el frívolo Herbert.
—Morris dijo que todas las cosas ocurrían con tanta naturalidad —comentó su padre—, que
podrías, si quisieras, atribuirlas a una coincidencia.
—Bueno, no se lancen sobre el dinero antes de que yo vuelva —agregó Herbert al levantarse de
la mesa—. Temo que te conviertas en un hombre ruin y avaro, y tengamos que repudiarte.
Su madre rió. Luego lo acompañó a la salida y lo miró alejarse por el camino. Al regresar a la
mesa del desayuno, se divirtió a costa de la credulidad de su esposo. Todo esto no impidió que
corriera a la puerta cuando llamó el cartero, ni que se refiriera con brusquedad a los suboficiales
retirados de costumbres bohemias cuando descubrió que en el correo venía una factura del sastre.
—Me imagino que Herbert hará alguno de sus comentarios graciosos cuando vuelva a casa —
dijo mientras se sentaban a comer.
—Así lo creo —respondió el señor White, sirviéndose un poco de cerveza—. Pero, de cualquier
modo, la cosa se movió en mi mano; lo juro.
—Te imaginaste que se movía —dijo la anciana con tono conciliador.
—Te digo que se movió —replicó él—. No me lo imaginé; sólo… ¿qué pasa?
Su esposa no contestó. Estaba observando los misteriosos movimientos de un hombre que estaba
afuera, y que, mirando de forma poco decidida hacia la casa, parecía intentar convencerse de entrar.
Ella lo asoció con las doscientas libras, cuando notó que el extraño estaba bien vestido, y llevaba un
sombrero de seda, brillante de tan nuevo. Aquel hombre hizo tres veces una pausa ante la cerca, y
luego echó a andar otra vez. La cuarta vez se detuvo, puso la mano sobre ella, y, con repentina
resolución, la abrió de par en par y caminó por el sendero. Al mismo tiempo, la señora White se
llevó las manos a la espalda, se desató apresuradamente el delantal, y puso ese útil accesorio debajo
del almohadón de la silla.
Invitó al extraño a pasar a la sala. Él, que parecía intranquilo, la miró furtivamente, y escuchó
preocupado las disculpas de la anciana por la apariencia del lugar y el abrigo de su esposo, prenda
que por lo general reservaba para el jardín. Entonces esperó, tan pacientemente como su sumisión se
lo permitía, a que él dijera qué lo había traído hasta allí, pero al principio estuvo extrañamente
silencioso.
—Me… me pidieron que viniera —dijo al fin, y se agachó a quitarle un trocito de algodón a sus
pantalones—. Vengo de Maw y Meggins.
La anciana se sobresaltó.
—¿Pasa algo? —preguntó sin aliento—. ¿Le ha ocurrido algo a Herbert? ¿Qué pasó?¿Qué pasó?
Su esposo intervino.
—Calma, calma, madre —dijo apresuradamente—. Siéntate y no saques conclusiones. Estoy
seguro de que usted no ha traído malas noticias, señor —y miró al otro, anhelante.
—Lo siento… —comenzó el visitante.
—¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
—Muy herido —dijo suavemente—. Pero no sufre.
—¡Gracias a Dios! —exclamó la señora White juntando las manos—. ¡Gracias a Dios!
¡Gracias…!
Se interrumpió de pronto, al comprender el siniestro sentido que se escondía en ese consuelo, y
vio la terrible confirmación de sus temores en el rostro del hombre. Entonces contuvo la respiración,
miró a su marido, que parecía no entender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo
silencio.
—Quedó atrapado en las máquinas —dijo el hombre en voz baja.
—Quedó atrapado en las máquinas —repitió el señor White, aturdido—. Sí.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer entre las suyas y la apretó,
como lo hacía cuarenta años antes, cuando la cortejaba.
—Era el único que nos quedaba —dijo, volviéndose suavemente hacia el visitante—. Es muy
duro.
El otro tosió, se levantó y se acercó con lentitud a la ventana.
—La empresa me ha encomendado que les exprese sus condolencias por esta gran pérdida —dijo
sin volverse—. Les ruego que comprendan que sólo soy un empleado y que obedezco órdenes.
No hubo respuesta. El rostro de la señora White estaba lívido, sus ojos fijos, y su respiración
inaudible. El semblante de su esposo reflejaba una expresión como la que podría haber tenido su
amigo el sargento al comienzo de su carrera.
—Quería decirles que Maw y Meggins se deslindan de responsabilidades —prosiguió—. No
admiten ninguna obligación. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, desean
compensarlos con una cantidad de dinero.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con horror al visitante. Sus labios
secos pronunciaron la palabra:
—¿Cuánto?
—Doscientas libras —fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió lánguidamente, extendió los brazos como un
ciego y se desplomó sin sentido.
III
En el cementerio nuevo e inmenso, a unos tres kilómetros de distancia, marido y mujer sepultaron
a su hijo y volvieron a la casa inmersos en la sombra y el silencio. Todo fue tan rápido que al
principio casi no se dieron cuenta y les quedó una esperanza, como si fuera a ocurrir algo que
aliviara ese peso, demasiado grande para dos corazones viejos.
Pero pasaron los días y esa esperanza se transformó en resignación, esa desesperada resignación
de los viejos que algunos llaman apatía. A veces casi no hablaban, porque no tenían nada que
decirse; sus días eran largos hasta el cansancio.
Alrededor de una semana después, el señor White se despertó repentinamente una noche, estiró la
mano y se encontró solo. El cuarto estaba a oscuras y él escuchó el sonido de un llanto contenido que
venía de la ventana. Se incorporó en la cama para escuchar mejor.
—Ven aquí —dijo tiernamente—. Te va a dar frío.
—¡Mi hijo tiene frío! —respondió la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia y sus ojos,
pesados de sueño. Cabeceó de forma intermitente hasta que un grito salvaje de su mujer lo despertó
bruscamente.
—¡La pata! —gritaba—. ¡La pata de mono!
El señor White se levantó alarmado.
—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué pasa?
Ella se acercó a él tambaleante.
—La quiero —dijo en voz baja—. ¿No la has destruido?
—Está en la sala, sobre la repisa —contestó, asombrado—. ¿Por qué?
Llorando y riendo al mismo tiempo, se inclinó y lo besó.
—La había olvidado —dijo histéricamente—. ¿Por qué no lo había pensado antes? ¿Por qué no
lo habías pensado tú?
—¿Pensar qué? —preguntó.
—En los otros dos deseos —respondió rápidamente—. Sólo hemos pedido uno.
—¿Y no fue suficiente?
—No —gritó ella, con aires de triunfo—. Pediremos uno más. Baja y tráela pronto, y pide que
nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama. Levantó las sábanas y sus temblorosos miembros quedaron al
descubierto.
—Dios mío, estás loca —gritó horrorizado.
—Tráela —jadeó—. Tráela pronto y pide. ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
El hombre encendió la vela.
—Vuelve a acostarte —dijo, inseguro—. No sabes lo que estás diciendo.
—Nuestro primer deseo se cumplió —afirmó la mujer febrilmente—. ¿Por qué no el segundo?
—Fue una coincidencia —balbuceó el anciano.
—Ve por ella y pide el deseo —gritó su esposa, temblando por la emoción.
El marido se dio vuelta, la miró y dijo con voz trémula:
—Hace diez días que está muerto, y además… no quiero decir más… sólo pude reconocerlo por
la ropa. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras, ahora…
—Tráemelo —gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees que le tengo miedo al niño
que crié?
Él bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa. El talismán estaba en su lugar, y
un miedo terrible de que su deseo aún no formulado trajera a su hijo mutilado antes de que él pudiera
escapar del cuarto se apoderó de él y le cortó la respiración al advertir que había perdido el rastro
de la puerta. Con la frente fria por el sudor, tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared hasta
que se encontró en el pequeño pasillo con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta el rostro de su mujer le pareció distinto. Estaba ansiosa y
pálida, y tenía algo sobrenatural. Tuvo miedo de ella.
—Pídelo —gritó con violencia.
—Es absurdo y perverso —balbuceó.
—Pídelo —repitió su esposa.
El hombre levantó la mano.
—Deseo que mi hijo vuelva a vivir.
El talismán cayó al suelo y el señor White lo miró con terror. Luego, temblando, se dejó caer en
una silla, mientras la anciana, con ojos febriles, se acercaba a la ventana y levantaba la persiana.
El hombre se quedó sentado, inmóvil, aterrado; miraba ocasionalmente la silueta de la anciana
que escudriñaba por la ventana. El cabo de la vela, quemado hasta el borde del candelero de
porcelana, lanzaba sombras palpitantes sobre el techo y las paredes, hasta que expiró, con una última
oscilación. El anciano, con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, volvió a la cama.
Minutos después, ella vino silenciosa y apática a su lado.
No hablaron. Escuchaban en silencio el pulso del reloj. Crujió un escalón y un ratón se escurrió
por la pared. La oscuridad era opresiva, y, después de pasar un rato juntando coraje, el señor White
buscó la caja de fósforos, encendió uno y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera se apagó el fósforo y él se detuvo para encender otro. Al mismo tiempo,
sonó un golpe suave, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Se le cayeron los fósforos. Él permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe.
Huyó a su cuarto y rápidamente cerró la puerta. Resonó un tercer golpe por toda la casa.
—¿Qué fue eso? —dijo la mujer, levantándose de la cama.
—Un ratón —contestó el hombre, con un estremecimiento—, un ratón. Pasó a mi lado por la
escalera.
La mujer se había erguido y escuchaba. Un golpe más fuerte que los anteriores retumbó en el aire.
—¡Es Herbert! —gritó ella—. ¡Es Herbert!
Corrió hacia la puerta, pero su esposo la siguió, la tomó de un brazo, y la mantuvo inmovilizada.
—¿Qué vas a hacer? —susurró con voz quebrada.
—¡Es mi hijo, es Herbert! —gimió ella, luchando por liberarse—. Olvidé que estaba a tres
kilómetros de aquí. ¿Por qué me detienes? Déjame ir. Debo abrirle la puerta.
—¡Por el amor de Dios, no lo dejes entrar! —exclamó el anciano, lleno de terror.
—¿Vas a temerle a tu propio hijo? —gritó, forzando a su marido a soltarla—.-Déjame ir. ¡Ya voy,
hijo! ¡Voy a verte, Herbert!
Sonó otro golpe, y otro más. La anciana, con un tirón desesperado, se zafó de su esposo y corrió
hacia abajo. Él fue detrás de ella y la llamó angustiosamente al darse cuenta de que bajaba por la
escalera. Oyó cómo soltaba la cadena y quitaba el pasador de la puerta. Luego, la voz jadeante de la
anciana llegó hasta él.
—El cerrojo dearriba —gritó—. Ven pronto. No lo alcanzo.
Pero su esposo estaba agachado en el piso, buscando la pata. Si pudiera encontrarla antes de que
aquella cosa entrase a la casa. Los golpes eran ahora más frenéticos. Oyó que su esposa se
apoderaba de una silla y la arrastraba hasta colocarla junto a la puerta. Descorrió el cerrojo. En ese
momento, el anciano encontró la pata de mono y pidió su tercer y último deseo, ya casi sin aliento.
Los golpes cesaron abruptamente, aunque su eco se quedó en el aire. Escuchó a su esposa mover
la silla y abrir la puerta. Una fría corriente de aire se coló hasta la escalera, y un largo lamento de
desaliento y dolor de su esposa le dio fuerzas para correr a su lado. Desde la puerta vio el farol que
se balanceaba en la acera de enfrente, iluminando un camino tranquilo y solitario.
Título original: «The Monkey’s Paw», 1902, en
The Lady of the Barge (1906). Gentileza: The Society of Authors.
Tomado de: Cuentos de terror, Alfaguara, México, 1997.
Traducción: Noemí Novell
N
Relato de los extraños
sucesos de la calle Aungier
Joseph Sheridan Le Fanu
o vale la pena relatar mi historia; al menos, no vale la pena escribirla. En realidad, al contarla
como me lo pidieron a veces, no me fue tan mal, aunque no soy yo quien debiera decirlo. Era
una noche de invierno, y yo me encontraba ante un círculo de rostros inteligentes y ávidos,
iluminados por un buen fuego después de la cena; afuera se levantaba el viento helado y gemía,
mientras los comensales se hallaban en el interior, cómodos y abrigados. Pero es arriesgado hacerlo
como usted me lo pide. La pluma, la tinta y el papel no son medios adecuados para transmitir lo
maravilloso, y un «lector» es por cierto un animal más crítico que un «escucha». No obstante, si
usted puede convencer a sus amigos de que lo lean al anochecer, y después que la conversación
alrededor de la chimenea haya versado sobre cuentos emocionantes de ese terror vago e impreciso;
en pocas palabras, si usted me asegura el mollia tempora fandi, me consagraré a la tarea, y diré lo
que tengo que decir con mi mejor disposición. Bueno, pues, dadas estas condiciones, no diré más, y
le contaré de manera sencilla cómo ocurrió todo.
Mi primo, Tom Ludlow, y yo estudiamos juntos medicina. Creo que hubiese sido un buen médico
de haber insistido en la profesión, pero prefirió la Iglesia, pobre muchacho, y murió joven, víctima
de la peste, contraída durante el noble desempeño de sus funciones. Pero, para nuestros fines, baste
con decir que tenía un carácter reposado, aunque de naturaleza franca y alegre; era muy estricto en
cuanto al cumplimiento de la verdad, y no se parecía a mí en modo alguno, pues mi temperamento es
excitable y nervioso.
Mientras estudiábamos, mi tío Ludlow, el padre de Tom, compró tres o cuatro casas viejas en la
calle Aungier. Una de ellas estaba desocupada. Él residía en el campo, y Tom propuso que nos
estableciéramos en la casa vacía mientras no se alquilara; una opción que cumpliría el doble fin de
situarnos cerca de la universidad y de nuestros lugares de diversión, y de ahorramos el pago de la
renta semanal por el hospedaje.
Nuestro mobiliario era muy escaso; nuestro equipaje, modesto y rudimentario en extremo. En
pocas palabras, nuestras posesiones eran casi tan austeras como las de un campamento militar. Así
pues, llevamos a cabo nuestro plan no bien lo ideamos. El salón se convirtió en la sala de estar. A mí
me tocó el dormitorio ubicado encima de la sala, y a Tom, el de atrás, en el mismo piso, cuarto que
yo no hubiera ocupado por nada del mundo.
En primer lugar, la casa era muy, muy vieja. Tengo entendido que hace cincuenta años renovaron
la fachada, pero aparte de eso no tenía nada moderno. El agente que la compró y rastreó los títulos a
pedido de mi tío, me dijo que se vendió, junto a otras propiedades confiscadas, en la casa de remates
Chichester, creo que en 1702; y había pertenecido a sir Thomas Hacket, quien fue alcalde de Dublín
en los tiempos de Jacobo II. Cuántos años tenía entonces, no lo sé, pero, de todos modos, los años y
los cambios sufridos a través del tiempo fueron suficientes para otorgarle ese aspecto misterioso y
triste, excitante y depresivo a la vez, que es tan propio de la mayoría de las mansiones antiguas.
Se modernizaron muy poco los detalles, y quizá fuera mejor así, pues había algo extraño y
anticuado en las paredes y techos, en la forma de las puertas y ventanas, en la posición peculiar de la
repisa de la chimenea, situada en diagonal, en las vigas y las pesadas cornisas, además de la singular
solidez de la ebanistería, desde las barandillas hasta los marcos de las ventanas. Todo eso era
imposible de ocultar, y hubiera revelado su antigüedad debajo de innumerables capas de barniz y
adornos modernos.
A decir verdad, se notaban algunos intentos, al punto de empapelar las salas, pero, de un modo u
otro, el papel parecía tosco y fuera de lugar. La anciana, que atendía un pequeño bazar en el camino,
y cuya hija —una solterona de cincuenta y dos años— era nuestra única criada desde el amanecer
hasta su discreta retirada en cuanto terminaba de preparar el té en las dependencias de servicio, esta
mujer, digo, lo recordaba, desde la época en que el juez Horrocks solía pasar allí sus días,
agasajando a sus invitados con excelente carne de venado y vinos raros y añejos. (Éste se había
ganado la reputación de ser un juez severo y «amigo de la horca» y acabó por colgarse él mismo bajo
un rapto de «locura temporal», como sentenció el juez de primera instancia). En aquellos tiempos
felices, tapices de cuero dorado adornaban las salas de estar y es muy posible que causaran una
magnífica impresión, pues las habitaciones eran de veras espaciosas.
Los dormitorios tenían revestimientos, pero el del frente no era lóbrego; y en éste la hospitalidad
de lo antiguo prevalecía sobre sus connotaciones sombrías. Pero el dormitorio de atrás, por
compatibilidad de temperamentos, se había unido a la recámara y anulado la separación. Tenía dos
ventanas sombrías ubicadas de modo extraño, que miraban al vacío frente al pie de la cama, y con el
recoveco oscuro propio de las viejas casas de Dublín, como un enorme armario fantasmal. Por la
noche, este «nicho», como solía llamarlo nuestra mucama, tenía, a mi juicio, un carácter
especialmente siniestro y sugerente. La vela distante y solitaria de Tom brillaba en vano con luz
trémula en la oscuridad. Allí estaba siempre vigilándolo… siempre impenetrable. Pero esto creaba
sólo una parte del efecto. No tengo palabras para expresar lo repulsiva que me resultaba toda la
pieza. En sus trazos y proporciones había, supongo, discordancias latentes, cierta relación
indescriptible y misteriosa, que perturbaba en forma confusa algún recóndito sentido de lo apropiado
y lo seguro, y daba lugar a indescriptibles sospechas y recelos en la imaginación. En general, como
dije al principio, por nada del mundo hubiera pasado una noche solo en ese cuarto.
Nunca pretendí ocultarle al pobre Tom mis debilidades supersticiosas, y él, por su parte,
ridiculizaba mis temores con la mayor franqueza. Sin embargo, el escéptico estaba predestinado a
recibir una dura lección, como se verá enseguida.
Al poco tiempo de ocupar nuestros respectivos dormitorios empecé a padecer una gran inquietud
por las noches y trastornos en el sueño. Puesto que siempre había dormido profundamente y no era de
ningún modo propenso a las pesadillas, supongo que estas molestias me tornaron muy intolerante. Así
pues, en lugar de disfrutar de mi acostumbrado reposo, mi destino consistía ahora en «beber todos
los horrores» cada noche. Luego de una serie inicial de sueños desagradables y espantosos, mis
angustias adquirieron forma definitiva, y la misma visión, sin variaciones perceptibles en los
detalles, me visitaba al menos (en promedio) dos veces por semana.
Ahora bien, este sueño, pesadilla o ilusión infernal —como se la quiera llamar— en cuya
desgraciada víctima me convertí, se aparecía de la siguiente manera:
Yo veía, o imaginabaque veía, cada mueble y cada particularidad de la pieza donde dormía con
la más abominable nitidez, a pesar de la profunda oscuridad. Esto, como es sabido, se da al margen
de la pesadilla común. Pues bien, mientras me encontraba en ese estado de clarividencia, que
consistía apenas en la iluminación del escenario donde iba a presentarse el monótono cuadro vivo
del horror, razón de mis noches insoportables, mi atención, de manera inmutable, se dirigía —no sé
por qué— a la ventana opuesta al pie de mi cama; y siempre con el mismo efecto, un sentimiento de
anticipación espantoso, lento pero seguro, se apoderaba de mí. De algún modo, empecé a percibir
que manos extrañas llevaban a cabo, para atormentarme, preparativos horribles e imprecisos en un
lugar desconocido, y, luego de una pausa, que siempre me parecía igual, de pronto se asomaba una
imagen por la ventana, donde se quedaba fija, como atraída por la electricidad, y entonces empezaba
el castigo del horror que a veces llegaba a durar varias horas. La imagen pegada de ese modo
misterioso a la ventana era el retrato de un viejo, en bata floreada de seda carmesí, cuyos pliegues
podría describir, con un rostro que expresaba una rara mezcla de intelecto, lascivia y poder, pero a la
vez siniestro y rodeado de presagios malignos. Tenía la nariz ganchuda, como el pico de un buitre;
los ojos grandes, grises y saltones, e iluminados por una enorme crueldad fría y mortífera. Remataba
estas facciones un gorro de terciopelo carmesí; los cabellos que aparecían por debajo del gorro
habían encanecido con los años, pero las cejas conservaban su negrura original. Bien recuerdo cada
línea, matiz y sombra de ese semblante, ¡y con razón! La mirada de esa cara infernal permanecía fija
en mí, y la mía respondía a la inexplicable fascinación de una pesadilla, durante un período de
angustia muy prolongado. Por fin:
Cantaba el gallo y entonces desaparecía el demonio que me había esclavizado durante las
espantosas vigilias de la noche; y, atormentado y nervioso, me levantaba para cumplir con las
obligaciones del día.
Sentía —no sé por qué, pero puede deberse a la intensa angustia y profundas impresiones de
horror sobrenatural, con el cual estaba asociada la extraña fantasmagoría— un insuperable rechazo a
describir la naturaleza exacta de mis preocupaciones nocturnas a mi amigo y compañero. Por lo
general, sin embargo, le decía que estaba obsesionado con sueños abominables; y, conforme al
materialismo atribuido a la medicina, tratamos los dos de disipar mis miedos, no a través del
exorcismo, sino por medio de un tónico reconfortante.
—Le haré justicia a este tónico y admitiré con franqueza que el maldito retrato empezó a espaciar
sus visitas bajo sus efectos. ¿Qué me dices? ¿Fue, pues, esa singular aparición —tan llena de
carácter como de terror— una criatura de mi fantasía o la invención de mi pobre estómago? ¿Fue, en
suma, subjetiva (para decirlo en la jerga técnica de nuestro tiempo), y no la intromisión y el ataque
palpable de un agente externo? Reconozcamos, mi querido amigo, que eso carece de lógica. El
espíritu perverso que cautivó mis sentidos bajo la forma de un retrato, bien pudo haber estado cerca
de mí y haber sido igualmente enérgico y maligno aunque yo no lo hubiera visto. ¿Qué implica la
totalidad del código moral de la religión revelada en cuanto al debido cuidado de nuestros cuerpos, a
la sobriedad, la templanza, etc.? Hay una correspondencia obvia entre lo material y lo invisible.
Hasta donde sabemos, la tonicidad saludable del sistema y su energía intacta pueden protegemos
contra influencias que de otro modo volverían espantosa la vida. El mesmerista y el electrobiólogo
fracasan, en promedio, con nueve de cada diez pacientes, y eso también puede ocurrirle al espíritu
maligno. Para la producción de determinados fenómenos espirituales son indispensables condiciones
especiales del sistema corporal. A veces la operación sale bien, pero a veces falla, eso es todo.
Descubrí después que mi compañero, escéptico al parecer, también tenía problemas. Pero en ese
momento yo aún no lo sabía. Una noche en que, por milagro, me encontraba durmiendo
profundamente, me despertaron unos pasos en el vestíbulo delante de mi pieza, seguidos de un ruido
atronador que resultó ser el candelabro de bronce que el pobre Tom Ludlow había lanzado con todas
sus fuerzas por encima de la barandilla, y que luego rebotó con gran estrépito hasta el segundo tramo
de las escaleras; y casi al mismo tiempo, Tom abrió mi puerta de golpe e irrumpió de espaldas en mi
cuarto en un estado de extrema agitación.
Salté de la cama y lo agarré del brazo antes de tener una idea clara de mi propia ubicación. Allí
estábamos —en camisón, delante de la puerta abierta—, mirando a través de la vieja barandilla la
ventana del vestíbulo, por la que brillaba la tenue luz de la luna opacada por las nubes.
—¿Qué pasa, Tom? ¿Qué te pasa? ¿Qué demonios te pasa, Tom? —le pregunté, sacudiéndolo
nervioso, con impaciencia.
Respiró hondo antes de responderme, pero no con mucha coherencia.
—No, nada. Nada en absoluto. ¿Yo hablé? ¿Qué dije? ¿Dónde está la vela, Richard? Está oscuro;
yo… yo tenía una vela.
—Sí, muy oscuro —dije—. ¿Pero qué pasa? ¿Qué ocurre? ¿Por qué no contestas, Tom? ¿Has
perdido el juicio? ¿Qué pasa?
—¿Qué pasa? Ah, ya acabó. Debe de haber sido un sueño, nada más que un sueño, ¿no crees? No
puede ser otra cosa que un sueño.
—Por supuesto —le contesté, muy nervioso—. Fue un sueño.
—Creí —dijo— que había un hombre en mi cuarto y… y salté de la cama y… y… ¿dónde está la
vela?
—En tu cuarto, probablemente —respondí—. ¿Voy a buscarla?
—No, quédate aquí… no vayas. No importa… te pido que no vayas; fue sólo un sueño. Cierra la
puerta con llave, Dick. Me quedaré aquí contigo… estoy nervioso. Así que, Dick, sé bueno, enciende
tu vela y abre la ventana… estoy en un estado calamitoso.
Hice lo que me pedía y, envuelto en una de mis mantas como Granuaile, nuestra heroína irlandesa
del siglo XVI, se sentó al lado de mi cama.
Todo el mundo sabe lo contagioso que es el miedo de todo tipo, pero en especial la clase de
miedo que experimentaba Tom en esas circunstancias. Yo no quería oír los pormenores de la
espantosa visión que tanto lo había aterrado, y creo que por nada del mundo él los hubiese referido
en ese preciso momento.
—No es necesario que me cuentes tu sueño disparatado, Tom —le dije, simulando indiferencia,
pero en verdad al borde del pánico—. Hablemos de otra cosa. Es evidente que esta casa vieja y
mugrienta nos hace daño a ambos, y que Dios me libre de quedarme más tiempo aquí, para sufrir
indigestiones… y… pasar noches horribles. De modo que mejor buscamos otro hospedaje, ¿no te
parece?, de inmediato.
Tom estuvo de acuerdo, y después de una pausa, dijo:
—He estado pensando, Richard, que hace tiempo que no veo a mi padre, y he decidido ir a verlo
mañana y regresar en uno o dos días, y podrías alquilar un piso para nosotros mientras tanto.
Supuse que esta decisión, sin duda el resultado de las visiones que lo habían atemorizado tan
hondamente, se disiparía por la mañana junto con el abatimiento y las sombras de la noche. Pero
estaba equivocado. Tom se fue al campo en cuanto amaneció, y acordamos que no bien encontrara
hospedaje adecuado le avisaría por carta para que volviera de la casa del tío Ludlow.
Ahora bien, a pesar de lo ansioso que estaba por cambiar de alojamiento, sucedió que, debido a
una serie de demoras y percances, pasó casi una semana antes de que pudiese cumplir con mi
acuerdo y con el envío inmediato de la carta a Tom; y entretanto, su seguro servidor se vio envuelto
en una o dos aventuras insignificantes, las cuales, pese a lo ridículas que puedan parecer hoy,
minimizadas a la distancia, en aquel entonces estimularon en forma considerable, por cierto, mi
deseo de mudarme.
Una o dos noches después de la partida de mi compañero, estaba sentado en mi dormitorio, al
lado de la chimenea, con la puerta cerrada con llave y un vaso de ponche de whisky caliente sobre la
estrafalariamesa de patas largas; pues la mejor manera de mantener a raya a
los espíritus negros y blancos,
los espíritus azules y grises,
que me rodeaban, consistía en seguir la costumbre recomendada por la sabiduría de mis antepasados,
y «elevé mi espíritu con bebidas espirituosas». Dejé de lado el volumen de Anatomía, y me dediqué
con placer, antes de beber el ponche y acostarme en la cama, a leer una media docena de páginas del
Spectator. Y en eso oí pasos que bajaban por la escalera del desván. Eran las dos de la mañana y las
calles estaban tan silenciosas como un camposanto. Por consiguiente, se oían los ruidos con perfecta
nitidez. El andar era lento y pesado, caracterizado por la afectación y la gravedad de la edad
avanzada, y descendía por la angosta escalera del piso superior, y, lo que hacía más singular el
sonido era sin duda que los pies que lo producían estaban descalzos y bajaban tanteando el camino
con golpes secos y torpes, muy desagradables al oído.
Sabía a ciencia cierta que mi asistente se había ido varias horas antes y que sólo yo quedaba en
la casa. Era evidente también que la persona que bajaba por las escaleras no tenía la intención de
disimular sus movimientos, sino que, por el contrario, parecía dispuesta a hacer más ruido aún y
proceder con mayor premeditación sin necesidad alguna. Cuando los pasos llegaron al pie de la
escalera delante de mi cuarto, parecieron detenerse, y supuse que en cualquier momento se abriría la
puerta de golpe y entraría el personaje original del odioso retrato. Sin embargo, sentí un gran alivio
pocos segundos después al oír que los pasos volvían a descender, en la misma forma, por las
escaleras que desembocan en las salas, y luego, después de una pausa, iban de allí al piso de abajo,
al recibidor, donde dejaron de oírse.
Ahora bien, cuando cesó el ruido, yo estaba hecho un atado de nervios, como suele decirse; había
alcanzado un grado de excitación muy molesto. Me puse a escuchar, pero no se oía nada. Cobré
ánimo para llevar a cabo una prueba decisiva y, con voz estentórea, grité por encima de las
barandillas:
—¿Quién anda allí?
Pero la única respuesta que obtuve fue el eco de mi propia voz resonando en la vieja casa
vacía… ningún nuevo movimiento; nada, en fin, que les diera a mis fastidiosas sensaciones una
orientación concreta. Creo que en tales circunstancias hay algo muy desagradable y decepcionante en
el sonido de la propia voz, cuando es proyectada en soledad y en vano. Intensificó mi sensación de
aislamiento, y mis temores aumentaron al ver que la puerta, que yo estaba seguro de haber dejado
abierta, estaba cerrada detrás de mí; con vaga inquietud, por temor a que me cortaran la retirada,
entré en mi cuarto tan rápido como pude, y allí me quedé en un estado de aislamiento imaginario, y
muy incómodo en efecto, hasta el amanecer.
Esa noche no apareció el huésped descalzo, pero la noche siguiente, cuando ya estaba acostado,
en la oscuridad, creo que alrededor de la misma hora que la vez anterior, oí otra vez con nitidez los
pasos del viejo bajando del desván.
Esta vez ya había bebido mi ponche, y por lo tanto mi estado de ánimo era excelente. Salté de la
cama, agarré el atizador mientras pasaba al lado del fuego casi extinguido, y en un santiamén me
encontré en el vestíbulo. En ese momento, ya había cesado el ruido, la oscuridad y el frío eran
desalentadores, e imagínese mi horror cuando vi o creí ver un monstruo negro, no sé si con forma de
hombre o de oso, de pie y de espaldas a la pared, en el vestíbulo frente a mí, con un par de ojos
verdes que brillaban con luz tenue. Ahora bien, con toda franqueza le confesaré que la alacena donde
colocamos a la vista nuestros platos y tazas estaba situada justo en aquel lugar, aunque en ese
momento no lo recordé. Al mismo tiempo debo decirle con toda honestidad que, pese a la
imaginación exaltada, nunca pude convencerme de que fui víctima de mi propia fantasía en este
asunto, pues la aparición, después de uno o dos cambios de forma, como en un acto de
transformación incipiente, empezó a avanzar hacia mí, ahora que lo pienso bien, en su forma original.
Empujado más por el terror que por la audacia, le lancé el atizador por la cabeza con todas mis
fuerzas; y con el acompañamiento de un horrible estrépito regresé a mi cuarto y cerré la puerta con
doble llave. Entonces, apenas unos segundos después, oí que los espantosos pies descalzos bajaban
por las escaleras, hasta que cesó el sonido en el recibidor, igual que la otra vez.
Si la aparición de la noche anterior fue una ilusión óptica producto de mi fantasía que jugueteaba
con los oscuros contornos de la alacena, y si sus horribles ojos no eran más que tazas invertidas, tuve
la satisfacción, de todos modos, de haberle lanzado el atizador con asombroso resultado, ya que,
para decirlo con una de esas frases hechas, «mató a dos pájaros de un tiro», tal como pusieron en
evidencia los trozos y fragmentos de mi juego de té. Hice todo lo posible por consolarme y llenarme
de valor a partir de esas demostraciones, pero no funcionó. ¿Y qué puedo decir de esos espantosos
pies descalzos y su continua marcha pesada, que marcaba los intervalos de la escalera a través de la
soledad de mi casa embrujada, y a una hora en que no se manifestaba ningún influjo positivo?
¡Maldición! Todo este asunto era abominable. Me sentía muy desanimado y me horrorizaba la llegada
de la noche.
Llegó, y empezó amenazante, con tormentas y ráfagas tenaces de lluvia deprimente. Las calles se
volvieron silenciosas antes de lo acostumbrado; y a las doce de la noche no se oía nada excepto el
inquietante golpeteo de la lluvia.
Me puse todo lo cómodo y abrigado que pude. Encendí dos velas en vez de una. Renuncié a la
cama y me dispuse a salir, con la vela en la mano; pues, coute qui coute, estaba decidido a ver, si era
visible, al ente que perturbaba la quietud nocturna de mi mansión. Estaba intranquilo y nervioso, e
intenté en vano interesarme por mis libros. Caminé por el cuarto, silbando ya fuera música marcial o
alegre, mientras que, de vez en cuando, intentaba escuchar el pavoroso ruido. Me senté y miré fijo la
etiqueta cuadrada de la solemne y discreta botella negra, hasta que «EL MEJOR WHISKY AÑEJO DE
MALTA DE FLANAGAN & CÍA.» se convirtió en una especie de callado acompañamiento de todas las
especulaciones fantásticas y horribles que acosaban mi mente.
Entretanto, el silencio se hizo más profundo y la oscuridad, más tenebrosa. Traté en vano de
escuchar el ruido de un vehículo o el alboroto atenuado de un riña en la distancia. Apenas se oía el
rumor de un viento incipiente que surgió después de la tormenta que había atravesado las montañas
de Dublín más allá del alcance del oído. En medio de esta enorme ciudad empecé a sentirme solo
con la naturaleza, y sabe Dios qué más. Mi valor disminuía. Sin embargo, el ponche, que embrutece a
tantos, me convirtió de nuevo en un hombre, justo a tiempo para oír, con firmeza y suficiente sangre
fría, los pies desnudos, blandos y torpes que una vez más descendían por la escalera.
Tomé un candelabro con cierto estremecimiento. Mientras avanzaba traté de improvisar una
oración, pero callé durante un momento para escuchar, y no logré terminarla. Los pasos continuaban.
Confieso que dudé por unos segundos frente a la puerta, antes de armarme de valor y abrirla. Cuando
eché una mirada, vi que el vestíbulo estaba vacío del todo: no había monstruo alguno en las
escaleras, y, como el detestable sonido había cesado, me tranquilicé lo suficiente como para
aventurarme hasta la barandilla. ¡Horror de los horrores! Uno o dos peldaños más abajo, la pisada
sobrenatural golpeó el piso. Logré percibir algo en movimiento; era del tamaño del pie de Goliat:
gris, pesado, y se sacudía con peso muerto de un escalón al otro. Por mi vida, nunca había visto o
imaginado una rata gris más monstruosa.
Shakespeare dijo: «Hay hombres que no soportan un cerdo asado, y otros enloquecen al ver un
gato». Estuve a punto de perder la cordura cuando vi esa rata, porque —ríase de mí, silo desea—
me lanzó lo que creo que fue una expresión de malicia indudablemente humana, y, al tiempo que se
arrastraba casi entre mis pies y me observaba, podría jurar que vi —entonces lo pensé pero ahora
estoy seguro— la mirada infernal y la cara odiosa de mi viejo amigo del retrato, impresas en el
rostro de la enorme alimaña que tenía ante mí.
Regresé con rapidez a mi cuarto con una sensación de repugnancia y horror imposible de
describir, y aseguré la puerta, como si al otro lado hubiera un león. ¡Maldito él o eso; maldito el
retrato y su modelo! Tenía la sensación de que la rata —sí, la rata, la RATA que acababa de ver— era
aquel ser maligno oculto bajo un disfraz, vagando por la casa en una de sus infernales diversiones
nocturnas.
Temprano por la mañana, empecé a recorrer con grandes dificultades las calles fangosas, y, entre
otras diligencias, envié una nota de urgencia a Tom, pidiéndole que volviera. Pero no bien regresé a
la casa me encontré con un mensaje de mi «compinche» viajero, en el cual me anunciaba su arribo
para el día siguiente. Me alegró la noticia en más de un sentido, ya que, por un lado, había tenido
éxito en mi búsqueda de alojamiento, y por otro, la aventura medio ridícula y medio horrible de la
noche anterior volvía especialmente gratos el cambio de ambiente y el retorno de mi compañero.
Esa noche, dormí en forma provisoria en mi nueva vivienda de la calle Digges, y a la mañana
siguiente regresé a desayunar a la mansión embrujada, donde sin duda Tom acudiría de inmediato en
cuanto llegase.
Estaba en lo cierto: llegó y una de sus primeras preguntas se refirió al principal motivo de
nuestro cambio de residencia.
—Gracias a Dios —dijo, con auténtico fervor, al enterarse de que ya estaba todo arreglado—.
Me alegro mucho por ti. En cuanto a mí, te aseguro que por nada en el mundo volvería a pasar una
noche en esta espantosa casa vieja.
—¡Al diablo con la casa! —exclamé, con una sincera mezcla de miedo y aversión—. No hemos
pasado ni un momento agradable desde que vinimos a vivir aquí.
Seguí hablando y de paso le conté mi aventura con la vieja rata hinchada.
—Bueno, si eso fuera todo —dijo mi primo, fingiendo no darle importancia al asunto—, no creo
que me hubiese preocupado demasiado.
—Cierto, pero su mirada, su rostro, querido Tom —insistí—, si hubieses visto eso, habrías
pensado que era cualquier cosa menos lo que las apariencias indicaban.
—Prefiero creer que el mejor prestidigitador en ese caso sería un gato grande y robusto —
respondió, con una risita irritante.
—Pero ahora hablemos de tu propia aventura —dije, con brusquedad.
Ante esta provocación, miró a su alrededor con inquietud. Yo le había avivado un recuerdo muy
desagradable.
—La oirás, Dick, te la contaré —dijo—, pero, por Dios, caballero, relatarla aquí me haría sentir
muy incómodo, pese a que presentamos un frente demasiado sólido como para que los fantasmas se
atrevan a entrometerse en este momento.
Aunque lo dijo en broma, creo que fue una apreciación seria. Nuestra criada estaba en un rincón
del cuarto, guardando los trozos de la vajilla y del juego de té de porcelana en una canasta. Pronto
dejó la tarea, y con la boca y los ojos muy abiertos se puso a escuchar absorta. Tom relató sus
experiencias casi con estas mismas palabras:
—Lo vi tres veces, Dick, tres veces inconfundibles, y estoy absolutamente seguro de que tenía la
intención de hacerme un daño infernal. Como te decía, yo estaba en peligro, en grave peligro; pues en
el mejor de los casos, de no haber huido tan pronto, sin duda hubiese perdido la razón. Gracias a
Dios, me escapé.
»La primera noche en que ocurrió este repulsivo episodio me hallaba acostado en la vieja cama
de madera con la intención de dormir. Me repugna recordarlo. En realidad, estaba bien despierto,
pese a que había apagado la vela y me mantenía inmóvil como si estuviera dormido; y, aunque
inquietos en ocasiones, mis pensamientos se sucedían de modo alegre y placentero.
»Creo que, cuando oí un sonido en… en ese recoveco detestable y oscuro en el extremo del
dormitorio, eran por lo menos las dos de la mañana. Parecía como si alguien arrastrara con lentitud
un trozo de cuerda por el piso, levantándola y dejándola caer de nuevo, suavemente, en espirales. Me
senté en la cama una o dos veces, pero no pude distinguir nada, así que llegué a la conclusión de que
se trataba de los ratones del revestimiento de las paredes. No sentí ninguna emoción alarmante,
excepto curiosidad, y poco después dejé de prestar atención.
»Mientras permanecía en ese estado, aunque parezca raro, sin sospechar al principio de la
presencia de algo sobrenatural, vi de pronto a un viejo, más bien robusto y corpulento, en una especie
de bata de color rojo apagado, con una gorra negra en la cabeza, que se movía con lentitud y
dificultad en forma diagonal a través del dormitorio, desde el recoveco, pasando delante del pie de
mi cama, hasta el antiguo armario de la leña a mi izquierda. Llevaba algo bajo el brazo: la cabeza le
colgaba ligeramente hacia un lado; y, ¡Dios misericordioso!, cuando le vi la cara…».
Tom se calló por un momento, y luego continuó:
—Ese semblante funesto, que vivo o muerto nunca podré olvidar, reveló lo que era. Sin mirar a
izquierda o derecha, pasó por mi lado, y entró en el armario ubicado cerca de la cabecera de la
cama.
»Mientras se acercaba a mí esa especie pavorosa e indescriptible de muerte y culpa, sentí que ya
no tenía la capacidad para hablar ni moverme, al igual que un cadáver. Muchas horas después de su
desaparición, yo aún estaba demasiado aterrorizado y débil como para intentar algún movimiento. En
cuanto llegó el día, me armé de valor y registré el cuarto, en especial el camino que pareció tomar el
aterrador intruso, pero no había rastros de que alguien hubiese pasado por allí, ni señales visibles de
desorden entre la leña que cubría el piso del armario.
»Empecé a recuperarme un poco en ese momento. Estaba rendido y exhausto, y por fin me venció
un sueño febril. Bajé tarde, y al verte tan abatido, por causa de tus sueños relacionados con el
retrato, cuyo original se presentó ante mí —ahora lo sé—, no quise hablar sobre la visión infernal.
De hecho, estaba tratando de convencerme a mí mismo de que todo había sido una alucinación, y no
tenía deseos de revivir la intensidad de las repugnantes impresiones de la noche anterior… ni de
comprometer la persistencia de mi escepticismo, por medio del relato de mis padecimientos.
»Confieso que me hizo falta mucha sangre fría para regresar a mis aposentos embrujados la noche
siguiente y acostarme tranquilo en la misma cama —continuó Tom—. Y lo hice en tal estado de
agitación que habría bastado una insignificancia —no me avergüenza decirlo— para desatar en mí un
pánico incontrolable. Sin embargo, esa noche transcurrió en calma, como la siguiente y también dos o
tres más. Empecé a recuperar la confianza en mí mismo y a convencerme de que creía en las teorías
de las ilusiones espectrales, con las que al principio había tratado en vano de engañar a mis
convicciones.
»La aparición había sido, en efecto, del todo anómala. Recorrió la habitación sin advertir para
nada mi presencia. Yo no la perturbé, y ésta no mostró interés por mí ¿Para qué fin imaginable le
servía, pues, cruzar el cuarto en forma visible? Por supuesto, bien podría haber estado en el armario
en vez de haber ido allí, con la misma facilidad con que se introdujo en el recoveco sin entrar en la
habitación en forma perceptible por los sentidos. Además, ¿cómo demonios pude verlo? Era una
noche oscura; yo no tenía velas; no había fuego en la chimenea; ¡y sin embargo lo vi con la misma
claridad, tanto el colorido como el contorno, con que suelo distinguir cualquier forma humana! Un
sueño cataléptico podría explicarlo del todo; y yo estaba decidido a considerarlo un sueño.
»Uno de los fenómenos más notables relacionados con la mendacidad consiste en la enorme
cantidad de mentiras deliberadas que nos contamos a nosotros mismos, puesto que es lícito suponer
que caeríamos

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