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Por amor a la Física by marck

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POR AMOR ALA
Wa ter Lewin
con Warren Goldstein
Del ñnal del arco iris a la frontera del tiempo. 
Un viaje por las maravillas de la física.
«Has cambiado mi vida» es una frase muy común en los emails que Walter Lewin recibe 
a diario de fans cautivados por sus "vídeo clases" sobre las maravillas de la física, y es 
que desde el momento en que sus clases estuvieron disponibles en internet, Lewin se 
convirtió en una celebridad en YouTube, y cerca de mil personas descargan sus graba­
ciones cada día. Durante más de treinta años como profesor en el Instituto Tecnológico 
de Massachusetts (MIT), Lewin perfeccionó su peculiar arte de enseñar y de hacer de la 
física algo accesible y divertido. En sus cursos, siempre prácticos, ha llegado a colocar su 
cabeza delante de un martillo demoledor o a aplicarse una sobrecarga de trescientos 
mil voltios para explicar conceptos básicos a sus estudiantes.
En Por amor a la física, Lewin responde a preguntas curiosas: ¿Es posible que seamos 
más bajos estando de pie que estando tumbados? ¿Por qué los colores del arcoíris siem­
pre están ordenados del mismo modo? ¿Sería posible tocar alguno con la mano? Lewin 
acompaña a los lectores en un viaje maravilloso abriendo nuestros ojos ante la increíble 
belleza y el poder con el que la física puede revelarnos los mecanismos ocultos del mun­
do que nos rodea. «Para mí», escribe Lewin, «la física es una forma de ver lo espectacu­
lar y lo mundano, lo inmenso y lo diminuto, como un bonito y emocionante conjunto 
de interrelaciones», «sumerjo a las personas en su propio mundo, el mundo en el que 
viven y con el que están familiarizadas pero que todavía no abordan como físicos.»
eBooks con estilo
Walter Lewin 
con Warren Goldstein
Por amor a la física
ePUBvI.O
betatron 16.02.12
m ás libros en e p u b g ra t is .m e
Título: Por amor a la física 
©2012, Walter Lewin y W arren Goldstein 
Título original: FOR THE LOVE OF PHYSICS 
Traducción de Marcos Pérez Sánchez 
Editorial: Random House M ondadori, S. A. 
ISBN: 9788499921549
A todos los que me inculcaron el amor por la física y el arte.
W a l t e r L e w in 
A mi nieto Caleb Benjamin Luria. 
W a r r e n G o l d s t e in
Introducción
Delgado y de casi m etro noventa, con lo que parece ser una cam isa de trabajo azul rem an­
gada hasta los codos, pantalones de dril de color caqui, sandalias y calcetines blancos, el 
profesor se m ueve a grandes zancadas de un lado a otro de la tarim a en la sala de conferen­
cias declam ando, gesticulando, parándose de vez en cuando para hacer énfasis en algún 
punto, entre una larga hilera de pizarras y una m esa de laboratorio que le llega po r los m us­
los. C uatrocientas sillas se elevan frente a él, ocupadas por estudiantes que se rem ueven en 
sus asientos pero m antienen la m irada fija en el profesor, que da la im presión de que ape­
nas consigue contener la poderosa energía que recorre su cuerpo. Con su frente despejada, 
su m ata de pelo gris alborotado, sus gafas y el deje de un acento europeo no identificable, 
recuerda al Doc Brown que in terpretaba C hristopher Lloyd en la película Regreso al fu turo , 
el científico-inventor vehem ente, visionario y un poco loco.
Pero no estam os en el garaje de Doc Brown, sino en el Instituto de Tecnología de 
M assachusetts (M IT), la universidad de ciencia e ingeniería más im portante de Estados U- 
nidos, quizá incluso de todo el m undo, y dando clase en la p izarra está el profesor W alter
H. G. Lewin. D etiene sus pasos y se vuelve hacia la clase: «Algo m uy im portante a la hora 
de hacer m ediciones, que olvidan siem pre todos los libros de texto universitarios de física 
—despliega los brazos, abriendo los dedos— es la im precisión en vuestras mediciones». H a­
ce una pausa, da un paso, dejándoles tiem po para pensar, y se para de nuevo: «Cualquier 
m edida que tom éis sin saber cuál es su im precisión carece de significado». Sus m anos vue­
lan, cortando el aire para hacer énfasis en ello. O tra pausa.
«Lo repito. Q uiero que lo oigáis esta noche a las tres de la m adrugada cuando os 
despertéis.» Aprieta los dedos índice contra las sienes, haciéndolos girar com o si se ta ladra­
se el cerebro. «Cualquier m edición que hagáis sin conocer su im precisión carece po r com ­
pleto de significado.» Los estudiantes lo observan con atención, com pletam ente embelesa-
Solo llevamos once m inutos de la p rim era clase de Física 8.01, el curso universitario de 
in troducción a la física m ás fam oso del m undo.
En diciem bre de 2007 apareció en la portada del New York Times un artículo que 
calificaba a W alter Lewin com o «estrella de la red» del MIT, en el que se hablaba de sus cla­
ses de física, disponibles en el sitio web OpenCourseW are* del MIT, así com o en YouTube, 
iTunes U y Academ ic Earth. Las de Lewin fueron unas de las prim eras clases que el M IT 
colgó en in ternet y la decisión fue un acierto. H an sido excepcionalm ente populares. Las 
noventa y cuatro clases —tres cursos com pletos m ás siete clases independientes— tienen
unos tres m il visionados al día, un m illón al año. Incluidas varias visitas po r el m ism ísim o 
Bill Gates, que ha visto todas las de los cursos 8.01: M ecánica Clásica, y 8.02: E lectricidad y 
M agnetism o, si nos atenem os a las cartas (¡en correo postal!) que le envió a Walter, en las 
que le decía que estaba deseando pasar a 8.03:Vibraciones y Ondas.
«Ha cam biado m i vida» es una frase que suele encabezar los correos electrónicos que 
Lewin recibe a diario de gente de todas las edades y de todas las partes del m undo. Steve, 
un florista de San Diego, escribió: «Tengo renovados bríos y veo la vida con ojos teñidos de 
física». M oham ed, futuro estudiante de ingeniería en Túnez, escribió: «Por desgracia, aquí 
en m i país los profesores no aprecian com o usted la belleza de la física y yo he sufrido m u­
cho por ello. Solo quieren que aprendam os cóm o resolver ejercicios “típicos” para aprobar 
el exam en, no ven m ás allá de ese reducido horizonte». Seyed, un iraní que ya había cursa­
do un par de m ásters en Estados Unidos, escribió: «Nunca había d isfrutado realm ente de la 
vida hasta que le vi dar clase de física. Profesor Lewin, sin duda ha cam biado m i vida. Su 
m anera de enseñar vale diez veces el coste de la m atrícula y hace de ALGUNOS profesores, 
no todos, unos delincuentes. Enseñar m al es un DELITO MUY GRAVE». O Siddharth, de 
la India: «Pude sentir la física más allá de las ecuaciones. Sus alum nos siem pre lo recorda­
rán, y yo tam bién, com o un gran profesor que hizo que la vida y el aprendizaje fuesen más 
interesantes de lo que yo creí que era posible».
M oham ed cita con entusiasm o y aprobación la últim a clase de Lewin en Física 8.01: 
«Puede que siem pre recordéis de mis clases que la física puede ser m uy em ocionante y h e r­
m osa y que nos rodea po r todos lados, en todo m om ento, si som os capaces de aprender a 
verla y a apreciar su belleza». M arjory, otra adm iradora, escribió: «Veo sus vídeos siem pre 
que puedo; en ocasiones cinco veces a la sem ana. Me fascina su personalidad, su sentido del 
hum or y, po r encim a de todo, su capacidad para sim plificar las cosas. O diaba la física en el 
instituto, pero usted ha hecho que me encante».
Lewin recibe decenas de correos com o estos cada sem ana y los contesta todos.
W alter Lewin hace m agia al presentar las maravillas de la física. ¿Cuál es su secreto? «Le 
m uestro a la gente su propio m undo —dice—, el m undo en el que viven y que conocen, p e ­
ro que no m iran com o físicos... aún. Si hablo de ondas en el agua, les pido que hagan ex­
perim entos en sus bañeras; eso saben lo que es. Com o tam bién saben qué son los arcos iris. 
Es algo que me encanta de la física: puedes llegar a explicar cualquier cosa. ¡Consigo que les 
encante la física! A veces, cuando mis alum nos se im plican de verdad, las clases casi pare­
cen todo un acontecim iento.»
Puede subirse a una escalera de cinco m etros y beberzum o de arándanos desde un vaso 
de precipitados colocado en el suelo con una pajita serpenteante hecha a base de tubos de 
laboratorio. O puede estar arriesgándose a sufrir una grave lesión al poner su cabeza en la 
trayectoria de una pequeña pero potente bola de dem olición que se balancea a m ilím etros 
de su mejilla. Puede disparar con un rifle contra dos botes de p in tura llenos de agua, o car-
garse con 300.000 voltios de electricidad m ediante un aparato de gran tam año llam ado ge­
nerador de Van de Graaff —que parece sacado del laboratorio de un científico loco de una 
película de ciencia ficción— con su pelo, ya habitualm ente salvaje, to talm ente de punta. U- 
tiliza su cuerpo com o parte del equipo experim ental. Com o suele decir: «Al fin y al cabo, la 
ciencia requiere sacrificios». En una dem ostración —que aparece en la cubierta de este li­
b ro — se sienta en una bola de m etal extrem adam ente incóm oda en el extrem o de una cuer­
da que cuelga del techo de la sala de conferencias (que él llam a la m adre de todos los p én ­
dulos) y se balancea de un lado a otro m ientras sus alum nos cuentan en voz alta el núm ero 
de oscilaciones, todo con tal de dem ostrar que el núm ero de oscilaciones que da un p én d u ­
lo en un tiem po determ inado es independiente del peso que tenga en su extremo.
Su hijo, Em anuel «Chuck» Lewin, ha asistido a algunas de estas clases y cuenta: «Una 
vez lo vi inhalar helio para cam biar la voz. Para conseguir que el efecto se produzca —la cla­
ve está en los detalles— norm alm ente llega casi a desmayarse». C onsum ado artista de la p i­
zarra, Lewin dibuja con despreocupación figuras geométricas, vectores, gráficas, fenóm e­
nos astronóm icos y anim ales. Su m étodo para dibujar líneas de puntos les gustó tanto a unos 
alum nos que produjeron un gracioso vídeo en YouTube, titulado «Some o f W alter Lewins 
Best Lines» («Algunas de las m ejores líneas de W alter Lewin»), que consistía sim plem ente 
en fragm entos de las clases de su curso 8.01 en los que Lewin dibujaba sus famosas líneas 
de puntos en distintas pizarras. (Lo puedes ver en www.youtube.com/watch?v 
=raurl4s0pjU.)
D ueño de una presencia dom inante y carism àtica, Lewin es verdaderam ente excéntrico: 
estrafalario y obsesionado por la física. Siempre lleva en su cartera dos aparatos llam ados 
polarizadores para poder ver al instante si cualquier fuente de luz, ya sea el cielo, un arco 
iris o los reflejos en las ventanas, está polarizada, y que quienquiera que esté con él pueda 
verlo tam bién.
¿Y esas camisas de trabajo azules que lleva a clase? Resulta que no son en absoluto 
camisas de trabajo. Se las hace a m edida, en algodón de alta calidad, un sastre en H ong Kon- 
g; una decena de ellas cada pocos años. Lewin diseñó el enorm e bolsillo en la parte izquier­
da para poder m eter en él su agenda. N ada de protectores de bolsillos —este físico-artista- 
profesor es un hom bre m eticuloso en el vestir—, lo que le lleva a uno a preguntarse por qué 
parece que luce el broche más raro que jam ás se le haya visto a un profesor de universidad: 
un huevo frito de plástico. «M ejor —dice— tener un huevo en m i cam isa que en m i cara.»
¿Qué hace ese enorm e anillo rosa de polim etilm etacrilato en su m ano izquierda? ¿Y qué 
es esa cosa plateada sujeta a su cam isa justo a la altura del ombligo, que no deja de m irar de 
reojo?
Cada m añana al vestirse, Lewin puede elegir entre cuarenta anillos y trein ta y cinco 
broches, así com o decenas de pulseras y collares. Sus gustos van desde lo ecléctico (pulse­
ras kenianas de cuentas, un collar de grandes piezas de ámbar, broches de plástico con for­
http://www.youtube.com/watch?v
m a de frutas) a las antigüedades (un pesado brazalete de plata de Turkm enistán), pasando 
po r la joyería creada po r diseñadores y artistas o lo simple y cóm icam ente extravagante (un 
collar de pastillas de regaliz hechas de fieltro). «Los alum nos em pezaron a fijarse en ellos — 
dice—, así que em pecé a cam biarlos para cada clase. Y, sobre todo, cuando doy charlas a los 
niños. Les encanta.»
¿Y esa cosa enganchada a su cam isa que parece un enorm e pasador de corbata? Es un 
reloj especialm ente diseñado (regalo de un amigo artista) con la esfera al revés para que 
Lewin pueda ver la hora solo con m irar hacia abajo.
A veces puede parecer que Lewin está distraído, el típico profesor despistado. Pero en 
realidad suele estar pensando profundam ente sobre algún aspecto de la física. Com o ha re­
cordado recientem ente su mujer, Susan Kaufman: «Cuando vam os a Nueva York siem pre 
conduzco yo. Pero hace poco, no sé po r qué, saqué un mapa, y al hacerlo vi que los m árge­
nes estaban llenos de ecuaciones. Hizo esos garabatos en los m árgenes la últim a tem pora­
da que estuvo dando clase, porque se aburría m ientras íbam os de viaje. No se sacaba la fí­
sica de la cabeza. Tenía presentes a sus alum nos y su escuela veinticuatro horas al día».
Quizá lo más llam ativo de la personalidad de Lewin, según su vieja am iga la h istoriadora 
de la arquitectura N ancy Stieber, es «la intensidad de su interés, como un láser. Siempre p a­
rece que se im plica al m áxim o con lo que decide hacer y se olvida del 90 po r ciento del m u n ­
do. Con esa concentración, com o de láser, elim ina lo que no le parece esencial, llegando a 
im plicarse de una form a tan intensa que provoca una extraordinaria joie de vivre».
Lewin es un perfeccionista, tiene una obsesión casi fanática con los detalles. No es solo 
el m ejor profesor de física del m undo, tam bién fue pionero en el cam po de la astronom ía 
de rayos X y dedicó dos décadas a construir, p robar y observar fenóm enos subatóm icos y 
astronóm icos con equipos ultrasensibles diseñados para m edir rayos X con un grado de p re­
cisión extraordinario. Lanzando globos enorm es y extrem adam ente delicados que rozaban 
el lím ite superior de la atm ósfera terrestre, em pezó a descubrir una exótica variedad de fe­
nóm enos astronóm icos, com o las erupciones de rayos X. Los descubrim ientos que sus co­
legas y él hicieron en este cam po contribuyeron a esclarecer la naturaleza de la m uerte de 
las estrellas en gigantescas explosiones de supernovas y a verificar que los agujeros negros 
existen realm ente.
A prendió a hacer pruebas, pruebas y más pruebas, lo que no solo se traduce en su éxito 
com o astrofísico experim ental, sino tam bién en la notable claridad con la que revela la m a­
jestuosidad de las leyes de N ewton, po r qué las cuerdas de un violín producen unas notas 
resonantes tan herm osas, y po r qué pierdes y ganas peso, aunque sea m uy brevem ente, cuan­
do m ontas en un ascensor.
Para sus clases siem pre ensayaba al m enos tres veces en un aula vacía, haciendo el últim o 
ensayo a las cinco de la m añana del día de la clase. «Lo que hace que sus clases funcionen 
—dice el astrofísico David Pooley, un antiguo alum no que trabajó con él en el aula— es el 
tiem po que les dedica.»
C uando el D epartam ento de Física del M IT nom inó a Lewin para un prestigioso prem io 
de docencia en 2002, m uchos colegas destacaron estas m ism as cualidades. Una de las des­
cripciones más evocadoras de la experiencia de aprender física con Lewin es la de Steven 
Leeb, hoy profesor de ingeniería eléctrica e inform ática en el Laboratorio de Sistemas Elec­
trom agnéticos y Electrónicos del MIT, que cursó su asignatura de E lectricidad y M agnetis­
m o en 1984. «Explotaba en el escenario —recuerda Leeb—, nos agarraba po r el cerebro y 
nos llevaba a una m ontaña rusa de electrom agnetism o que aún puedo sentir en la nuca. Es 
un genio en el aula, con un abanico de recursos sin parangón para encontrar la form a de 
simplificar los conceptos.»
Robert Hulsizer, uno de los colegas de Lewin en el D epartam ento de Física, intentó 
resum ir en vídeo algunas de las dem ostraciones de las clases de Lewin para hacer una es­
pecie de película con sus m ejores m om entos destinada a losalum nos de otras universida­
des. Se dio cuenta de que era imposible. «Las dem ostraciones están tan bien hilvanadas con 
el desarrollo de las ideas, incluidos el aum ento de la tensión y el desenlace, que no era p o ­
sible identificar el m om ento preciso en que em pezaba o term inaba una dem ostración. Pa­
ra mí, la riqueza de las presentaciones de W alter es tal que no pueden dividirse en pedazos.»
Lo em ocionante de la form a con que W alter Lewin presenta las maravillas de la física es 
la gran alegría que transm ite sobre los prodigios de nuestro m undo. Su hijo Chuck recuer­
da con cariño el entusiasm o con que su padre transm itía esa sensación de alegría a sus h e r­
m anos y a él. «Tiene la capacidad de hacer que veas las cosas y que te sobrecojas con su h e r­
m osura, de generar en ti alegría, asom bro y em oción. Me refiero a las increíbles ventanas 
que abría para ti, a los m om entos que provocaba, que hacían que te sintieras feliz de estar 
vivo y a su lado. Una vez estábam os de vacaciones en M aine. Recuerdo que no hacía m uy 
buen tiem po y los niños estábam os sim plem ente pasando el rato, com o suelen hacer los n i­
ños, aburridos. Mi padre sacó de algún sitio una pequeña pelota y espontáneam ente se in ­
ventó un jueguecito extraño; un m inuto después, varios niños de la casa de al lado se acer­
caron y de pronto éram os cuatro, cinco o seis riendo m ientras nos lanzábam os y recogía­
m os la pelota. Recuerdo haberm e sentido em ocionado y contento. Si hago m em oria y p ien­
so en qué es lo que m e ha m otivado en la vida, veo que es tener m om entos de alegría pura 
com o esos, saber lo buena que puede llegar a ser la vida, todo lo que puede ofrecer. Eso lo 
he aprendido de m i padre.»
W alter solía organizar en invierno un juego para sus hijos en el que probaban la calidad 
aerodinám ica de unos aviones de papel, lanzándolos contra la gran chim enea del salón. «Pa­
ra ho rro r de m i m adre —recuerda Chuck—, los salvábamos del fuego. ¡Queríam os ganar la 
siguiente ronda com o fuese!»
C uando venían invitados a cenar, W alter dirigía el juego del viaje a la Luna. Chuck lo 
recuerda así: «Bajábamos las luces y aporreábam os la m esa con los puños en un redoble, si­
m ulando el ru ido del lanzam iento de un cohete. A lgunos de los niños incluso se m etían b a ­
jo la m esa y daban golpes. Después, cuando llegábamos al espacio, dejábam os de golpear y, 
una vez que alunizábam os, todos nos m ovíam os po r el salón com o si hubiese m uy poca gra­
vedad, dando pasos disparatadam ente exagerados. M ientras, los invitados debían de p en ­
sar: «¡Esta gente está loca!». Pero para nosotros, los niños, ¡era fantástico! ¡Ir a la Luna!».
W alter Lewin ha llevado alum nos a la Luna desde que entró po r p rim era vez en un aula 
hace m ás de m edio siglo. Perpetuam ente extasiado con el m isterio y la belleza del m undo 
natural —de los arcos iris a las estrellas de neutrones, de un fém ur de ratón a los sonidos de 
la m úsica— y po r los intentos de científicos y artistas de explicar, in terpretar y representar 
el m undo, W alter Lewin es uno de los guías científicos más apasionados, entusiastas y ca­
paces que existen. En los capítulos siguientes podrás experim entar su pasión, entusiasm o y 
capacidad a m edida que va desvelando y com partiendo contigo su am or de toda una vida 
po r la física. ¡Disfruta del recorrido!
W a r r e n G o l d s t e in
1
Del núcleo al espacio profundo
Es realm ente asom broso. M i abuelo m aterno era analfabeto, trabajaba de celador y, dos ge­
neraciones después, yo soy catedrático en el MIT. Le debo m ucho al sistema educativo h o ­
landés: hice el doctorado en la Universidad Tecnológica de Delft, en los Países Bajos, y m a­
té tres pájaros de un tiro.
Desde el principio em pecé a im partir clases de física. Para pagar la m atrícula tuve que 
ped ir un préstam o al gobierno holandés y, si daba clases a jo rnada completa, al m enos vein­
te horas a la sem ana, cada año el gobierno me perdonaba una quinta parte de la deuda. O- 
tra ventaja de dar clase era que no tendría que hacer el servicio militar. El ejército habría si­
do lo peor, un desastre absoluto para mí. Soy alérgico a cualquier form a de autoridad —es 
un rasgo de m i personalidad— y sabía que habría acabado hablando más de la cuenta y fre­
gando suelos. Así que enseñaba m atem áticas y física a tiem po completo, veintidós horas de 
clase a la sem ana, en el Liceo Libanon de Rotterdam , a alum nos de dieciséis y diecisiete 
años. Me libré del ejército, no tuve que devolver el préstam o y m e estaba sacando el doc to ­
rado, todo a la vez.
También aprendí a dar clase. Para mí, era em ocionante enseñar a alum nos de instituto 
y poder ejercer una influencia positiva sobre las m entes de chicos jóvenes. Siempre traté de 
que las clases fueran interesantes pero tam bién divertidas para los alum nos, a pesar de que 
el centro era bastante estricto: las puertas del aula tenían m ontantes en su parte superior y 
uno de los jefes de estudios solía subirse a una silla y espiar a los profesores a través de ellos. 
¿Te lo puedes creer?
La cultura del centro no me convencía y, com o buen estudiante de doctorado, rebosaba 
entusiasm o. M i objetivo era transm itir ese entusiasm o a mis alum nos, ayudarles a ver la be­
lleza del m undo que les rodeaba de una form a distinta, transform arlos para que ellos tam ­
bién apreciasen la belleza del m undo de la física y entendiesen que la física está en todas 
partes, perm ea nuestras vidas. Me di cuenta de que lo im portante no son los tem as que tra ­
tas, sino lo que descubres. Exponer en clase teorías acabadas puede ser algo aburrido y los 
alum nos lo notan. D escubrir las leyes de la física y conseguir que vean a través de las ecua­
ciones, sin embargo, revela el proceso de descubrim iento, con toda su novedad y em oción, 
y a los alum nos les encanta participar en él.
Tuve oportun idad de hacerlo tam bién, de una form a distinta, m uy lejos de las aulas. 
Cada año, la escuela patrocinaba unas vacaciones de una sem ana en las que un profesor se
llevaba a los chicos de acam pada a un lugar bastante rem oto y prim itivo. M i ex mujer, Hui- 
bertha, y yo lo hicim os una vez y nos encantó. C ocinábam os todos juntos y dorm íam os en 
tiendas de cam paña. Entonces, com o estábam os m uy lejos de las luces de la ciudad, desper­
tábam os a los chicos a m edianoche, les dábam os chocolate caliente y les sacábam os a ver 
las estrellas. Identificábam os constelaciones y planetas y podían contem plar la Vía Láctea 
en todo su esplendor.
No estaba estudiando, ni siquiera enseñando, astrofísica —de hecho, estaba diseñando 
experim entos para detectar algunas de las partículas más pequeñas del universo—, pero 
siem pre m e ha fascinado la astronom ía. Lo cierto es que a casi todos los físicos del planeta 
les encanta la astronom ía. M uchos físicos que conozco construyeron sus propios telesco­
pios cuando estaban en secundaria. Mi viejo amigo y colega en el M IT George C lark esm e­
riló y pulió un espejo de 15 centím etros para un telescopio cuando estaba en el instituto. 
¿Por qué les gusta tanto la astronom ía a los físicos? Por una parte, m uchos de los avances 
de la física —las teorías sobre el m ovim iento orbital, po r ejem plo— han sido resultado de 
dudas, observaciones y teorías astronóm icas. Por otra, la astronom ía es física, escrita a gran 
escala sobre el cielo nocturno: eclipses, cometas, estrellas fugaces, cúm ulos globulares, es­
trellas de neutrones, erupciones de rayos gamm a, chorros, nebulosas planetarias, superno- 
vas, cúm ulos de galaxias, agujeros negros.
Basta con que m ires al cielo y te hagas unas preguntas obvias: ¿Por qué el cielo es azul, 
los atardeceres rojos y las nubes blancas? ¡La física tiene las respuestas! La luz solar se com ­
pone de todos los colores del arco iris, pero a m edida que atraviesa la atm ósfera se d isper­
sa en todas direcciones al chocar con las m oléculasdel aire y con m inúsculas partículas de 
polvo (m ucho más pequeñas que una m iera, que es una diezm ilésim a de centím etro). Es lo 
que se conoce com o dispersión de Rayleigh. La luz azul es la que más se dispersa, unas c in­
co veces más que la roja. Por tanto, cuando m iras al cielo durante el día en cualquier d irec­
ción1 predom ina el azul y po r eso tiene ese color. Si m iras al cielo desde la superficie de la 
Luna (quizá hayas visto fotografías), no es azul, sino negro, com o el nuestro po r la noche. 
¿Por qué? Porque la Luna no tiene atm ósfera.
¿Por qué son rojos los atardeceres? Justam ente por la m ism a razón po r la que el cielo es 
azul. C uando el Sol está en el horizonte, sus rayos deben recorrer una m ayor distancia a tra ­
vés de la atm ósfera y la luz verde, azul y violeta se dispersa m ás y resulta prácticam ente fil­
trada. C uando la luz llega a nuestros ojos —y a las nubes que tenem os encim a— está com ­
puesta en su m ayor parte de amarillo, naranja y, sobre todo, rojo. Por eso, al am anecer y al 
atardecer, a veces casi parece que el cielo está ardiendo.
¿Por qué son blancas las nubes? Las gotas de agua en las nubes son m ucho más grandes 
que las dim inutas partículas que hacen que nuestro cielo sea azul y, cuando la luz se d isper­
sa a través de estas partículas m ucho m ás grandes, todos los colores se dispersan en la m is­
m a m edida. Pero si una nube está m uy cargada de hum edad, o a la som bra de otra nube, la 
atravesará poca luz y la nube se oscurecerá.
Una de las dem ostraciones que me gusta hacer en clase es crear un pedazo de «cielo 
azul». Apago todas las luces y apunto hacia el techo del aula, cerca de la pizarra, con un fo­
co de luz blanca m uy brillante, cuidadosam ente protegido. A continuación, enciendo unos 
cuantos cigarrillos y los coloco en el haz de luz. Las partículas de hum o son lo suficiente­
m ente pequeñas com o para p roducir dispersión de Rayleigh y, com o la luz azul es la que 
m ás se dispersa, los alum nos ven hum o azul. Después doy un paso más: inhalo el hum o y 
lo m antengo en mis pulm ones alrededor de un m inuto. No siem pre es fácil, pero la ciencia 
a veces requiere sacrificios. Exhalo el hum o sobre el haz de luz y los alum nos ven entonces 
hum o blanco: ¡he creado una nube blanca! Las dim inutas partículas de hum o se han crea­
do en mis pulm ones, donde hay m ucho vapor de agua, así que ahora todos los colores se 
dispersan po r igual y la luz resultante es blanca. ¡El cam bio de color de la luz del azul al b lan­
co es realm ente asombroso!
Con esta dem ostración consigo responder dos preguntas en una: ¿Por qué es azul el cielo 
y po r qué son blancas las nubes? De hecho, hay una tercera cuestión m uy interesante que 
tiene que ver con la polarización de la luz, de la que hablaré en el capítulo 5.
En el campo, podía m ostrarles a mis alum nos la galaxia de A ndróm eda, la única que se 
puede ver a simple vista, a unos 2,5 m illones de años luz (24 trillones de kilóm etros), lo que, 
en distancias astronóm icas, es com o la casa de al lado. Está com puesta po r unos 200.000 
m illones de estrellas. Im agínatelo: 200.000 m illones de estrellas y solo podíam os ver una te ­
nue m ancha borrosa. También veíamos un m ontón de m eteoros (la m ayoría de la gente los 
llam a estrellas fugaces). Si tenías paciencia, podías observar uno cada cuatro o cinco m in u ­
tos. En aquella época no los había, pero ahora verías tam bién unos cuantos satélites. Hay 
m ás de 2.000 orbitando alrededor de la T ierra y, si m antienes la vista fija durante cinco m i­
nutos, casi seguro que verás uno, sobre todo unas pocas horas después del atardecer o an ­
tes del amanecer, cuando el Sol aún no se ha puesto o todavía no ha salido sobre el propio 
satélite y la luz solar aún se refleja sobre él. Cuanto más lejos está el satélite, y m ayor es por 
tanto la diferencia entre el m om ento en que el Sol se pone en la Tierra y en el satélite, más 
tarde por la noche se puede ver. Los satélites se reconocen porque se m ueven m ás rápido 
que cualquier otra cosa en el cielo (salvo los m eteoros); si parpadea, créeme, es un avión.
Siempre me ha gustado especialm ente m ostrar M ercurio a la gente cuando estam os 
viendo las estrellas. Al ser el planeta más cercano al Sol, es m uy difícil verlo a simple vista. 
Las m ejores condiciones se dan unas pocas sem anas al año, po r la m añana y por la noche. 
M ercurio órbita alrededor del Sol en solo ochenta y ocho días, razón po r la cual se le puso 
el nom bre del m ensajero con pies alados de los dioses rom anos. Es tan difícil de ver porque 
su órbita es m uy cercana al Sol: nunca está a más de unos 25 grados de distancia del Sol
cuando lo m iram os desde la Tierra (un ángulo m enor que el que form an las dos m anecillas 
del reloj a las once en punto). Solo se puede ver poco después de la puesta del Sol y antes 
del amanecer, y cuando está a una m ayor distancia del Sol, visto desde la Tierra. En Esta­
dos U nidos siem pre está cerca del horizonte; casi hace falta estar en el cam po para verlo. 
¡Qué maravilla cuando consigues encontrarlo!
M irar a las estrellas nos pone en contacto con la inm ensidad del universo. Si seguimos 
m irando al cielo noctu rno y dejam os que nuestros ojos se adapten durante un tiem po sufi­
ciente, podem os ver perfectam ente la superestructura de los confines de nuestra propia ga­
laxia, la Vía Láctea: de 100.000 a 200.000 m illones de estrellas unidas com o po r un tejido 
diáfano y deliciosam ente delicado. El tam año del universo es inabarcable, pero para hacer­
te una idea puedes em pezar pensando prim ero en la Vía Láctea.
N uestra estim ación actual es que puede haber tantas galaxias en el universo como 
estrellas en nuestra propia galaxia. De hecho, cuando un telescopio observa el espacio p ro ­
fundo, lo que ve son sobre todo galaxias —es im posible d istinguir las estrellas a distancias 
realm ente grandes—, cada una con miles de m illones de estrellas. Recuerda tam bién el re­
ciente descubrim iento de la m ayor estructura en el universo conocido, la G ran M uralla de 
galaxias, identificada po r el Sloan Digital Sky Survey, un im portante proyecto que ha auna­
do los esfuerzos de más de trescientos astrónom os e ingenieros y veinticinco universidades 
y centros de investigación. Desde que se puso en funcionam iento en el año 2000, el telesco­
pio Sloan se pasa todas las noches observando, y así seguirá al m enos hasta el año 2014. La 
G ran M uralla tiene una longitud de más de 1.000 m illones de años luz. ¿Te empieza a dar 
vueltas la cabeza? Si no es así, ten en cuenta que el universo observable (no todo, solo la p a r­
te que podem os observar) tiene aproxim adam ente unos 90.000 m illones de años luz de an-
Este es el poder de la física: puede decirnos que el universo observable está com puesto 
de unos 100.000 m illones de galaxias. También puede decirnos que, de toda la m ateria en 
el universo visible, solo alrededor del 4 po r ciento es m ateria ordinaria, de la que están for­
m adas las estrellas y las galaxias (y tú y yo). A lrededor del 23 po r ciento es lo que se d eno ­
m ina m ateria oscura (invisible). Sabemos que existe, pero no sabem os qué es. El 73 po r cien­
to restante, el grueso de la energía en nuestro universo, es la llam ada energía oscura, que 
tam bién es invisible. Y nadie tiene ni idea de lo que es. La conclusión es que ignoram os qué 
es el 96 po r ciento de la m asa/energía del universo. La física ha explicado m uchas cosas, p e ­
ro aún nos quedan m uchos m isterios po r resolver, algo que a m í m e resulta m uy sugerente.
La física explora la inm ensidad inim aginable, pero al m ism o tiem po puede adentrarse 
en los dom inios más m inúsculos, hasta trozos de m ateria com o los neutrinos, del tam año 
de una dim inuta fracción de un protón. A eso dedicaba la m ayor parte de m i tiem po en mis 
prim eros días com o físico, a los reinos de lo m uy pequeño, m idiendo y trazando gráficos de
laem isión de partículas y radiación desde núcleos radiactivos. Era física nuclear, pero no 
de la que se dedica a constru ir bom bas: estaba estudiando la base del funcionam iento de la 
m ateria a un nivel realm ente fundam ental.
Probablem ente ya sabes que casi toda la m ateria que puedes ver y tocar está com puesta 
po r elem entos com o hidrógeno, oxígeno o carbono, que se com binan en moléculas, y que 
la un idad más pequeña de un elem ento es el átomo, com puesto po r un núcleo y electrones. 
El elem ento m ás ligero y abundante en el universo, el hidrógeno, tiene un pro tón y un elec­
trón. Pero existe una form a de hidrógeno que tiene tam bién un neu trón en su núcleo. Se 
trata de un isótopo del hidrógeno, una form a distinta del m ism o elem ento llam ada deute- 
rio. Existe incluso un tercer isótopo del hidrógeno, con dos neutrones junto al p ro tón en el 
núcleo: el tritio. Todos los isótopos de un elem ento tienen el m ism o núm ero de protones 
pero diferente cantidad de neutrones, y los elem entos tienen distinto núm ero de isótopos. 
Hay trece isótopos del oxígeno, por ejemplo, y trein ta y seis isótopos del oro.
A hora bien, m uchos de estos isótopos son estables, es decir, perduran más o m enos para 
siempre, pero la m ayoría son inestables, otra form a de decir que son radiactivos. Los isóto­
pos radiactivos se desintegran, esto es, tarde o tem prano se transform an en otros elem en­
tos. A lgunos de los elem entos en los que se transform an son estables y la desintegración ra ­
diactiva se detiene, pero otros son inestables, y la desintegración continúa hasta alcanzar un 
estado estable. De los tres isótopos del hidrógeno, solo uno, el tritio, es radiactivo: se desin­
tegra en un isótopo estable del helio. De los trece isótopos del oxígeno, tres son estables; de 
los trein ta y seis del oro, solo uno es estable.
Probablem ente recuerdes que m edim os la velocidad de desintegración de los isótopos 
radiactivos por su «vida m edia», que puede ir desde un m icrosegundo (una m illonésim a de 
segundo) a miles de m illones de años. C uando decim os que el tritio tiene una vida m edia 
de unos doce años, querem os decir que, en una m uestra de tritio, la m itad de los isótopos 
se desintegrarán en doce años (solo quedará una cuarta parte cuando hayan transcurrido 
veinticuatro años). La desintegración nuclear es uno de los procesos m ás im portantes de 
transform ación y creación de m uchos elementos. No es alquim ia. De hecho, durante m i in ­
vestigación para el doctorado, a m enudo vi cóm o isótopos radiactivos del oro se desinte­
graban en m ercurio, y no al revés, com o les habría gustado a los alquim istas medievales. Sin 
embargo, hay m uchos isótopos del m ercurio, y tam bién del platino, que se desintegran en 
oro. Pero solo un isótopo del platino y otro del m ercurio se desintegran en oro estable, del 
que puedes llevar en el dedo.
Mi trabajo era trem endam ente em ocionante: los isótopos radiactivos se desintegraban 
literalm ente en mis m anos. Y m uy intenso: los isótopos con los que trabajaba tenían n o r­
m alm ente vidas m edias de uno o unos pocos días. El oro 198, po r ejemplo, tiene una vida 
m edia de poco m ás de dos días y medio, po r lo que tenía que darm e prisa. Conducía de 
Delft a A m sterdam , donde generaban estos isótopos en un ciclotrón, y volvía rápidam ente
al laboratorio en Delft, donde disolvía los isótopos en ácido para pasarlos a form a líquida, 
los ponía sobre una película m uy delgada y los colocaba en detectores.
Estaba in tentando verificar una teoría sobre la desintegración nuclear que predecía la 
proporción entre los rayos gam m a y la em isión de electrones desde el núcleo y necesitaba 
hacer m ediciones precisas. Este trabajo ya se había hecho con m uchos isótopos radiactivos, 
pero recientem ente habían aparecido algunos resultados que no cuadraban con lo que la 
teoría predecía. M i director de tesis, el profesor A aldert W apstra, me sugirió que tratase de 
determ inar si el problem a era de los resultados o de la teoría. Fue algo enorm em ente satis­
factorio, com o trabajar con un puzle m uy complicado. El reto consistía en que mis m ed i­
ciones tenían que ser m ucho más precisas que las que habían hecho otros investigadores an-
Los electrones son tan pequeños que hay quien dice que no tienen tam año efectivo (su 
grosor es de m enos de una m ilbillonésim a de centím etro) y los rayos gam m a tienen una 
longitud de onda de m enos de una m ilm illonésim a de centím etro. Y, aun así, la física me 
ofreció los m edios para detectarlos y contarlos. Es otra de las cosas que más me gusta de la 
física experim ental: nos perm ite «tocar» lo invisible.
Para realizar las m ediciones que necesitaba, tuve que exprim ir la m uestra todo lo que 
pude, porque cuantos más recuentos hiciese m ayor sería la precisión. Con frecuencia tra ­
bajaba unas sesenta horas seguidas, a m enudo sin dorm ir. Estaba un poco obsesionado.
Para un físico experim ental, la precisión es la clave de todo. La exactitud es lo único que 
im porta y una m edición que no va acom pañada de su grado de precisión no tiene sentido. 
Los libros de texto universitarios sobre física olvidan casi siem pre esta idea simple, potente 
y absolutam ente fundam ental. C onocer el grado de precisión es esencial para m uchas co­
sas en la vida.
En m i trabajo con isótopos radiactivos, conseguir el grado de precisión que necesitaba 
alcanzar era m uy difícil, pero a lo largo de tres o cuatro años fui m ejorando mis habilida­
des de m edición. Después de hacer m ejoras en algunos de los detectores, resultó que eran 
m uy precisos. Estaba confirm ando la teoría y publicando mis resultados, y este trabajo aca­
bó siendo m i tesis doctoral. Lo que resultó especialm ente gratificante para m í fue que mis 
resultados eran bastante concluyentes, algo que no suele suceder. A m enudo, en la física y 
en la ciencia en general, los resultados no son siem pre claros, pero yo tuve la suerte de lle­
gar a una conclusión firme. Había resuelto un puzle, me había consagrado com o físico y h a ­
bía contribuido a describir el territorio desconocido del m undo subatómico. Tenía veinti­
nueve años y estaba encantado de hacer una contribución sólida. No todos estam os desti­
nados a hacer descubrim ientos de la im portancia y trascendencia de N ew ton y Einstein, p e ­
ro aún queda m ucho territorio po r explorar.
También tuve la suerte de que, para cuando obtuve m i título, estaba com enzando una 
nueva era de descubrim ientos sobre la naturaleza del universo. Los astrónom os estaban rea­
lizando descubrim ientos a un ritm o asom broso. A lgunos estaban exam inando las atm ósfe­
ras de M arte y Venus, buscando vapor de agua. O tros habían descubierto los cinturones de 
partículas cargadas que circulan po r las líneas del cam po m agnético de la Tierra, lo que aho ­
ra llam am os cinturones de Van Alien. O tros habían descubierto enorm es y potentes fuen­
tes de ondas de radio conocidas com o cuásares (fuentes de radio cuasiestelares). En 1965 se 
descubrió la radiación de fondo de m icroondas (CMB: cosmic microwave background), los 
vestigios de la energía que em itió el big bang, p rueba contundente de esta teoría sobre el 
origen del universo, que había sido objeto de controversia. Poco después, en 1967, los as­
trónom os descubrirían una nueva categoría de estrellas a las que llam aron púlsares.
Podría haber seguido trabajando en física nuclear, porque tam bién en ese cam po se 
estaban produciendo m uchos descubrim ientos. Sobre todo en la persecución y descubri­
m iento de un creciente zoo de partículas subatómicas, las m ás im portantes de las cuales 
eran los quarks, que resultaron ser los elem entos que form an los protones y los neutrones. 
El abanico de com portam ientos de los quarks es tan extraño que, para clasificarlos, los físi­
cos les asignaron lo que llam aron sabores: arriba, abajo, extraño, encanto, cim a y fondo. El 
descubrimiento de los quarks fue uno de esos herm osos m om entos en la ciencia en que se 
confirm a una idea puram ente teórica. Los físicos teóricos habían predicho los quarks y los 
físicos experim entales lograron encontrarlos. Eran realm ente m uy exóticos, pues revelaban 
que los cim ientos de la m ateria eran m ucho m ás com plicados de lo que sabíamos. Por ejem ­
plo, ahora sabem os que los protones constan de dos quarks arriba y uno abajo ligados por 
la interacción nuclear fuerte, en form a de otras partículas extrañas denom inadas gluones. 
A lgunos teóricos han calculado recientem ente que el quark arriba parece tener una m asa 
de alrededor del 0,2 po r ciento de la del protón, m ientras que el quark abajo tiene una m a­
sa de aproxim adam ente el 0,5 por ciento de la del protón. Este ya no era el núcleo que co­
nocieron nuestros abuelos.
Estoy seguro de que el zoo de partículas habría sido un área de investigación fascinante 
en la que adentrarse, pero, po r un feliz accidente, las habilidades que desarrollé para m edir 
la radiación em itida po r el núcleo resultaron ser extrem adam ente útiles para explorar el u n i­
verso. En 1965 recibí una invitación del profesor Bruno Rossi, del MIT, para trabajar en as­
tronom ía de rayos X, un cam po com pletam ente nuevo, con apenas unos pocos años de h is­
toria (Rossi lo había iniciado en 1959).
El M IT fue lo m ejor que me pudo pasar. El trabajo de Rossi sobre rayos cósm icos ya 
entonces era legendario. Había liderado un departam ento en Los Álamos durante la guerra 
y había sido pionero en la m edición del viento solar, tam bién llam ado plasm a in terp laneta­
rio: un flujo de partículas cargadas que emite el Sol, el causante de nuestra aurora boreal y 
que «sopla» sobre las colas de los com etas alejándolas del Sol. A hora tenía la intención de 
buscar rayos X en el cosmos. Era un trabajo com pletam ente exploratorio, no tenía ni idea 
de si los encontraría o no.
Cualquier cosa se perm itía entonces en el MIT. Podías trabajar en cualquier idea que se 
te ocurriese, con tal de que convencieses a la gente de que era factible. ¡M enuda diferencia 
con los Países Bajos! En Delft, la jerarquía era rígida y a los estudiantes de doctorado se les 
trataba com o una clase inferior. Los profesores tenían la llave de la puerta principal de m i 
edificio, pero a un estudiante de doctorado solo le daban la llave de la puerta del sótano, 
donde se guardaban las bicicletas. Cada vez que entrabas en el edificio tenías que pasar por 
los alm acenes de bicicletas y recordar que eras un don nadie.
Si querías trabajar después de las cinco, tenías que rellenar un form ulario, cada día, a las 
cuatro de la tarde, justificando po r qué debías quedarte hasta tarde, cosa que yo tenía que 
hacer casi siempre. La burocracia era un verdadero incordio.
Los tres catedráticos que dirigían m i instituto tenían plazas de aparcam iento reservadas 
junto a la puerta principal. Uno de ellos, m i propio tutor, trabajaba en A m sterdam y venía 
a Delft solo una vez a la sem ana, los m artes. Un día le pregunté: «¿Te im portaría que ocu ­
pase tu plaza cuando no estás aquí?». «Por supuesto que no me im portaría», me respondió, 
pero el p rim er día que aparqué allí m e llam aron po r m egafonía y m e ordenaron, de la for­
m a más categórica, que quitase el coche. O tro ejemplo: com o tenía que ir a A m sterdam a 
recoger mis isótopos, me perm itían gastar 25 céntim os en un café y 1,25 florines en la co­
m ida (en aquella época, esto era m ás o m enos un tercio de dólar), pero tenía que presentar 
recibos separados de cada cosa. Pregunté si podía añadir los 25 céntim os a la com ida y en ­
tregar un solo recibo po r 1,50 florines. El jefe del departam ento, el profesor Blaisse, me es­
cribió una carta en la que me decía que si quería com er com o un gourm et podía hacerlo, 
pero que yo correría con los gastos.
Qué diferencia fue llegar al M IT y librarm e de todo eso; m e sentí com o si renaciera. 
Todo se hacía para estim ularte. Me dieron la llave de la puerta principal y podía trabajar en 
m i despacho cuando quisiese, de día o de noche. Para mí, la llave del edificio era com o la 
llave para todo. El d irector del D epartam ento de Física m e ofreció un puesto de profesor a 
los seis meses de llegar, en junio de 1966. Lo acepté y nunca me fui.
Llegar al M IT fue tan estim ulante tam bién porque había vivido la devastación de la 
Segunda G uerra M undial. Los nazis habían asesinado a la m itad de m i familia, una trage­
dia que aún no he asum ido realm ente. M uy rara vez hablo de ello porque me resulta m uy 
difícil. H an pasado m ás de sesenta y cinco años y sigue siendo algo que me sobrepasa. C a­
si siem pre que m i herm ana Bea y yo hablam os de ello acabam os llorando.
Nací en 1936 y tenía solo cuatro años cuando los alem anes atacaron los Países Bajos, el 
10 de mayo de 1940. En uno de mis prim eros recuerdos estam os todos nosotros, mis abue­
los m aternos, m i m adre, m i padre, m i herm ana y yo, escondidos en el cuarto de baño de 
nuestra casa (en el núm ero 61 de A m andelstraat, en La Haya) cuando las tropas nazis inva­
dieron nuestro país. Nos pusim os pañuelos húm edos en la nariz, porque nos habían adver­
tido de que habría ataques con gas.
La policía holandesa secuestró de su casa a mis abuelos judíos, Gustav Lewin y Em m a 
Lewin Gottfeld, en 1942. A proxim adam ente en ese m ism o m om ento, se llevaron a Julia, la 
herm ana de m i padre, su m arido Jacob (de nom bre de pila, Jenno), y sus tres hijos (Otto, 
Rudi y Em m ie), los subieron en cam iones, con sus maletas, y los m andaron a W esterbork, 
el cam po de tránsito en Holanda. Más de cien m il judíos pasaron po r W esterbork cam ino 
de otros campos. Los nazis enseguida enviaron a mis abuelos a Auschwitz y los asesinaron 
—con gas— el día que llegaron, el 19 de noviem bre de 1942. Mi abuelo tenía setenta y c in­
co años, la m ism a edad que m i abuela, por lo que no habrían sido candidatos para los cam ­
pos de trabajo. W esterbork, por cierto, era m uy raro: parecía un complejo turístico para ju ­
díos. Había espectáculos de ballet y tiendas. M i m adre hacía a m enudo tortitas de patata y 
se las enviaba por correo a nuestros familiares en W esterbork.
Com o m i tío Jenno era lo que los holandeses llam an un statenloos, «apátrida» —no tenía 
nacionalidad—, consiguió quedarse en W esterbork con su fam ilia durante casi un año an ­
tes de que los nazis los separaran y los enviasen a cam pos distintos. A m i tía Julia y a mis 
prim as Em m ie y Rudi las m andaron prim ero al cam po de concentración para m ujeres de 
Ravensbrück, en Alemania, y después a Bergen-Belsen, tam bién en Alemania, donde p e r­
m anecieron cautivas hasta que term inó la guerra. Mi tía Julia m urió diez días después de la 
liberación del cam po por los Aliados, pero mis prim as sobrevivieron. M i prim o Otto, el m a­
yor, tam bién había sido enviado a Ravensbrück, al cam po para hom bres, y casi al final de la 
guerra acabó en el cam po de concentración de Sachsenhausen; sobrevivió a la «m archa de 
la m uerte» de Sachsenhausen en abril de 1945. Al tío Jenno lo m andaron directam ente a 
Buchenwald, donde lo asesinaron jun to a otras 55.000 personas.
C uando veo una película sobre el Holocausto, algo que tardé m ucho en hacer,
inm ediatam ente la proyecto sobre m i familia. Por eso La vida es bella m e resultó terrib le­
m ente difícil de ver, incluso desagradable. No m e cabía en la cabeza que se hiciesen brom as 
sobre algo tan serio. Aún sigo teniendo pesadillas en las que me persiguen los nazis y a ve­
ces me despierto to talm ente aterrorizado. Una vez, incluso, presencié en sueños m i propia 
ejecución po r los nazis.
A lgún día me gustaría hacer el recorrido, el últim o recorrido de mis abuelos paternos, 
desde la estación de tren hasta las cám aras de gas en Auschwitz. No sé si llegaré a hacerlo, 
pero m e parece una form a de rendirles hom enaje. C ontra tamaña m onstruosidad, puede 
que los pequeños gestos sean todo lo que tenem os. Eso, y nuestra negativa a olvidar: nunca 
digo que mis familiares «m urieron» en cam pos de concentración; siem pre utilizo la palabra
«asesinados», para no perm itir que el lenguaje oculte la realidad.
Mi padre era judío pero m i m adre no y, com o judío casado con una m ujer no judía, no 
fue un objetivo inm ediato. Pero en 1943 ya sí lo era. Recuerdo que él tenía que llevar la es­
trella amarilla. Mi m adre, m i herm ana y yo no, pero él sí. No le prestam os m ucha atención, 
al m enos al principio. La llevaba algo escondida, bajo la ropa, cosa que estaba prohibida. Lo
verdaderam ente a terrador fue la m anera gradual en que se acom odó a las restricciones de 
los nazis, que cada vez eran peores. Prim ero se le prohibió usar el transporte público. Lue­
go no podía en trar en los parques públicos. Después no podía en trar en los restaurantes. 
¡Pasó a ser persona non grata en los sitios que había frecuentado durante años! Y lo increí­
ble era la capacidad de la gente para adaptarse.
C uando ya no podía usar el transporte público, decía: «Bueno, ¿cuándo uso yo el 
transporte público?». C uando ya no podía en trar en los parques públicos, decía: «Bueno, ¿- 
cuándo voy yo a los parques públicos?». Después, cuando ya no podía ir a un restaurante, 
decía: «Bueno, ¿cuándo voy yo a restaurantes?». Trataba de hacer que esas cosas horribles 
pareciesen triviales, com o pequeñas incom odidades, quizá por el bien de sus hijos, y quizá 
tam bién para su propia paz interior. No lo sé.
Sigue siendo uno de los tem as de los que más m e cuesta hablar. ¿Por qué esa capacidad 
para ver cóm o el agua va subiendo lentam ente sin aceptar que acabará ahogándote? ¿Cómo 
es posible que lo viesen y al m ism o tiem po no lo viesen? Es algo que no consigo aceptar. 
Desde luego, en cierto sentido es to talm ente comprensible: puede que sea la única form a de 
sobrevivir, m ientras consigas seguir engañándote.
A unque los nazis prohibieron que los judíos entrasen en los parques públicos, m i padre 
podía ir a los cem enterios. Aún hoy recuerdo m uchos paseos con él po r un cem enterio cer­
cano. Fantaseábam os sobre cóm o y po r qué habrían m uerto nuestros familiares (a veces lle­
garon a m orir cuatro el m ism o día). Aún pienso en eso hoy cuando paseo po r el fam oso ce­
m enterio de M ount A uburn en Cambridge.
Lo m ás trágico que me sucedió durante m i infancia fue que de repente m i padre 
desapareció. Recuerdo perfectam ente el día que se fue. Volví a casa del colegio y po r algu­
na razón sentí que no estaba. M i m adre estaba fuera, así que le pregunté a nuestra niñera, 
Lenie: «¿Dónde está papá?», y obtuve una respuesta supuestam ente tranquilizadora, pero 
de alguna form a supe que m i padre se había ido.
Bea vio cóm o se iba, pero no m e lo dijo hasta m uchos años después. Por seguridad, los 
cuatro dorm íam os en la m ism a habitación y a las cuatro de la m añana vio cóm o se levan­
taba y m etía ropa en una bolsa. Después le dio u n beso a m i m adre y se fue. Mi m adre no 
sabía adonde iba. H abría sido m uy peligroso que lo supiera, porque los alem anes podrían 
haberla to rtu rado para averiguar dónde estaba m i padre. A hora sabem os que la Resistencia 
lo escondió y un tiem po después recibim os m ensajes suyos a través de ellos, pero en ese m o ­
m ento era terrible no saber dónde estaba o ni siquiera tener la certeza de si estaba vivo.
Yo era dem asiado joven com o para en tender hasta qué punto su ausencia afectó a m i 
m adre. Mis padres habían m ontado un colegio en nuestra casa —lo que sin duda influyó 
m ucho en m i am or por la enseñanza— y ella se las vio y se las deseó para seguir adelante 
sin él. Ya de natural tenía tendencias depresivas, pero ahora su m arido se había ido y tem ía 
que m andasen a sus hijos a un cam po de concentración. Seguro que estaba realm ente ate­
rrada por nosotros, porque, tal como m e contó cincuenta y cinco años después, una noche 
nos dijo a Bea y a m í que teníam os que do rm ir en la cocina y puso cortinas, m antas y to a ­
llas bajo las puertas para que el aire no saliese. Pensaba encender el gas para que m uriése­
m os m ientras dorm íam os, pero al final no lo hizo. No sé si alguien puede echarle en cara 
que se le pasase po r la cabeza. Desde luego, Bea y yo no.
Yo estaba m uy asustado. Sé que suena ridículo, pero era el único varón, así que pasé a 
ser algo así com o el hom bre de la casa, aunque tuviese siete u ocho años. En La Haya, d o n ­
de vivíamos, había m uchas casas destartaladas en la costa, m edio destruidas po r los alem a­
nes, que estaban construyendo búnkeres en nuestras playas. Yo iba po r allí y robaba m ade­
ra —iba a decir «recoger», pero era robar— de esas casas para tener com bustible con el que 
cocinar y calentarnos.
Para tra tar de no pasar frío en invierno, llevábamos ropa de lana basta, áspera, de baja 
calidad. Y hoy sigo sin tolerar la lana. Mi piel es tan sensible que duerm o con sábanas de al­
godón del más fino. Tam bién es esa la razón po r la que solo com pro camisas de algodón de 
la m ejor calidad, que no me irritan la piel. Mi hija Pauline dice que incluso m e alejo si la 
veo llevando algo de lana. Ese es el efecto que la guerra aún ejerce sobre mí.
Mi padre volvió antes de que term inase la guerra, en el otoño de 1944. En m i familia no 
nos ponem os de acuerdo sobre cóm o sucedió, pero, po r lo que yo sé, m i m aravillosa tía Lau- 
k, la herm ana de m i m adre, estaba un día en A m sterdam , a unos cincuenta kilóm etros de 
La Haya, y divisó a m i padre con una mujer. Lo siguió a distancia y lo vio en trar en una ca­
sa. Volvió m ás tarde y descubrió que estaba viviendo con una mujer.
Mi tía se lo contó a m i m adre, que al principio se deprim ió y se disgustó aún más, pero, 
según me contaron, se recom puso y cogió el barco a A m sterdam (los trenes ya no funcio­
naban), anduvo hasta la casa y llam ó al tim bre. Abrió la m ujer y m i m adre dijo: «Quiero h a ­
blar con m i m arido». La m ujer respondió: «Yo soy la m ujer del señor Lewin». Pero m i m a­
dre insistió: «Quiero ver a m i m arido». Mi padre salió a la puerta y ella dijo: «Te doy cinco 
m inutos para que hagas la m aleta y vuelvas conm igo o me divorciaré y no volverás a ver a 
tus hijos nunca más». A los tres m inutos bajaba las escaleras con sus cosas y volvía con ella.
En varios aspectos fue m ucho peor cuando volvió, porque la gente sabía que m i padre, 
cuyo nom bre era tam bién W alter Lewin, era judío. La Resistencia le había dado docum en­
tos falsos, con el nom bre de Jaap H orstm an, y a m i herm ana y a m í nos o rdenaron que le 
llam ásem os tío Jaap. Es un verdadero milagro, que sigue sin tener explicación para Bea y 
para mí, que nadie lo denunciara. U n carpintero construyó una tram pilla en el suelo de 
nuestra casa. La podíam os levantar para que m i padre se escondiese en el sem isótano. Sor­
prendentem ente, m i padre consiguió evitar que lo apresasen.
Volvió a casa unos ocho meses antes de que acabase la guerra, el peor m om ento de la 
guerra para nosotros, la ham bruna del invierno de 1944, el hongerwinter. Casi veinte m il 
personas m urieron de ham bre. Para calentarnos, nos arrastram os bajo la casa y arrancam os
una de cada dos vigas —los grandes travesaños que sostenían la planta baja— para usarlas 
com o leña. D urante ese invierno, com im os bulbos de tu lipán e incluso corteza de árbol. La 
gente podía haber denunciado a m i padre a cam bio de com ida. Los alem anes pagaban d i­
nero (creo que eran cincuenta florines, unos quince dólares de la época) po r cada judío que 
se les entregaba.
Los alem anes vinieron a nuestra casa un día. Resultó que estaban requisando m áquinas 
de escribir y vieron las nuestras, las que utilizábam os para dar clase, pero les parecieron de­
m asiado viejas. Los alemanes, a su m anera, eran bastante estúpidos: si te ordenan hacer aco­
pio de m áquinas de escribir, no detienesjudíos. Parece de película, lo sé, pero sucedió de 
verdad.
Tras todo el traum a de la guerra, supongo que lo asom broso es que tuve una infancia 
m ás o m enos norm al. Mis padres siguieron con su colegio —el Haagsch Studiehuis— co­
m o habían hecho antes y durante la guerra, enseñando a escribir a m áquina, taquigrafía, 
idiom as y habilidades para los negocios. Yo tam bién im partí clases allí m ientras estaba en 
la universidad.
Mis padres eran aficionados al arte y yo em pecé a aprender tam bién. La universidad fue 
una época m aravillosa, tanto en lo social com o en lo académico. Me casé en 1959, empecé 
el doctorado en enero de 1960 y m i p rim era hija, Pauline, nació un año más tarde. Mi hijo 
Em anuel (que ahora se llam a Chuck) nació dos años después y nuestra segunda hija, Em- 
ma, llegó en 1965. N uestro segundo hijo, Jakob, nació en Estados U nidos en 1967.
C uando llegué al MIT, la fortuna m e sonrió: m e vi inm erso en la oleada de 
descubrim ientos que se estaban produciendo en ese m om ento. A unque no sabía nada de 
investigación espacial, la experiencia que yo podía ofrecer era perfecta para el equipo p io ­
nero en astronom ía de rayos X de Bruno Rossi.
Los cohetes V-2 habían superado los lím ites de la atm ósfera terrestre y se había abierto 
un nuevo horizonte de posibilidades de descubrim ientos. Irónicam ente, el V-2 lo había d i­
señado W ernher von Braun, que era nazi. Desarrolló los cohetes durante la Segunda G ue­
rra M undial para m atar a civiles aliados y fueron terriblem ente destructivos. Los fabrica­
ron trabajadores esclavos en Peenem ünde y en la tristem ente fam osa planta subterránea de 
M ittelwerk, en A lem ania, y unos veinte m il m urieron en el proceso. Los cohetes causaron 
la m uerte de más de siete m il civiles, en su m ayoría en Londres. Había un lugar de lanza­
m iento a kilóm etro y m edio de la casa de mis abuelos m aternos, cerca de La Haya. R ecuer­
do un ru ido com o de chisporroteo cuando cargaban los cohetes y un estruendo cuando los 
lanzaban. En un bom bardeo, los Aliados in tentaron destru ir la m aquinaria de los V-2, p e ­
ro fallaron y en su lugar m ataron a quinientos civiles holandeses. Después de la guerra, los 
norteam ericanos llevaron a Von Braun a Estados U nidos y se convirtió en un héroe. Es al­
go que siem pre me ha dejado atónito: ¡era un crim inal de guerra!
D urante quince años, Von Braun trabajó con el ejército estadounidense en la 
construcción de los sucesores de los V-2, los misiles Redstone y Júpiter, que portaban cabe­
zas nucleares. En 1960 entró en la NASA y dirigió el M arshall Space Flight Center, en Ala- 
bam a, donde desarrolló los cohetes Saturno que llevaron astronautas a la Luna. Los suceso­
res de sus cohetes abrieron el cam po de la astronom ía de rayos X, así que, aunque sus cohe­
tes em pezaron siendo arm am ento, al m enos tam bién se utilizaron para el desarrollo de la 
ciencia. A finales de la década de 1950 y principios de la de 1960 abrieron nuevas ventanas 
al m undo —no, ¡al universo!—, dándonos la oportun idad de echar una ojeada más allá de 
la atm ósfera terrestre y rastrear fenóm enos que, de otra form a, no habríam os podido ver.
Para descubrir rayos X del espacio exterior, Rossi había seguido una corazonada. En 
1959 acudió a un ex alum no suyo llam ado M artin A nnis, que entonces dirigía una em pre­
sa de investigación en Cambridge, A m erican Science and Engineering (ASE), y le dijo: «Vea­
m os si hay rayos X ahí fuera». El equipo de ASE, dirigido por el futuro prem io Nobel Ric- 
cardo Giacconi, colocó tres contadores Geiger-M üller en un cohete que lanzaron el 18 de 
junio de 1962. Estuvo solo seis m inutos po r encim a de los ochenta kilóm etros de altitud 
fuera de la atm ósfera terrestre (algo im prescindible, pues la atm ósfera absorbe los rayos X).
Por supuesto, detectaron rayos X y, lo que es incluso m ás im portante, fueron capaces de 
dem ostrar que provenían de una fuente situada fuera del sistema solar. Fue una bom ba que 
cam bió la astronom ía por completo. Nadie lo esperaba y a nadie se le ocurrían razones p lau­
sibles para que estuviesen ahí; nadie entendió realm ente el hallazgo. Rossi se había lanzado 
a explorar una idea arriesgada para ver si tenía algún sentido. Este es el tipo de corazona­
das que tiene un gran científico.
Recuerdo la fecha exacta en que llegué al MIT, el 11 de enero de 1966, porque uno de 
nuestros hijos contrajo las paperas y tuvim os que retrasar el viaje a Boston; KLM no nos de­
jaba volar, ya que las paperas son contagiosas. En m i prim er día conocí a Bruno Rossi y tam ­
bién a George Clark, que en 1964 había sido el prim ero en lanzar un globo a m ucha altitud 
—unos 43.000 m etros— para buscar fuentes que em itiesen rayos X de m uy alta energía, de 
m odo que pudiesen penetrar la atm ósfera hasta esa altitud. George me dijo: «Sería estupen­
do que quisieras un irte a m i grupo». Estaba exactam ente en el sitio adecuado en el m om en­
to adecuado.
Si eres el prim ero en hacer algo estás abocado a tener éxito, y nuestro equipo hizo un 
descubrim iento tras otro. George era m uy generoso: tras dos años m e traspasó el control 
del grupo po r completo. Estar en la pun ta de lanza de la nueva vanguardia de la astrofísica 
fue sim plem ente extraordinario.
Tuve la increíble suerte de encontrarm e m etido de lleno en el trabajo más em ocionante 
que se estaba haciendo entonces en astrofísica, pero lo cierto es que todas las áreas de la fí­
sica son asombrosas; todas están plagadas de delicias m isteriosas y revelan asom brosos des­
cubrim ientos continuam ente. M ientras nosotros encontrábam os nuevas fuentes de rayos X,
los físicos de partículas descubrían elem entos cada vez más fundam entales de la estructura 
del núcleo, resolviendo el m isterio de qué es lo que lo m antiene unido, descubriendo los bo- 
sones W y Z, que transm iten las interacciones nucleares «débiles», y los quarks y los gluo- 
nes, que transm iten las interacciones «fuertes».
La física nos ha perm itido rem ontarnos m uy atrás en el tiem po, hasta los lím ites del 
universo, y recrear la asom brosa im agen conocida com o cam po u ltraprofundo del Hubble 
(HUDF: Hubble U ltra Deep Field), que revela lo que parece ser una infinidad de galaxias. 
No deberías term inar este capítulo sin buscar en in ternet el Cam po ultraprofundo. ¡Tengo 
amigos que se han puesto esta im agen com o salvapantallas!
El universo tiene unos 13.700 m illones de años. Sin embargo, debido a que el espacio se 
ha expandido m uchísim o desde el big bang, actualm ente estam os viendo galaxias que se 
form aron entre 400 y 800 m illones de años después del big bang y que ahora están a m ucho 
más de 13.700 m illones de años luz. Los astrónom os calculan ahora que el lím ite del u n i­
verso observable se encuentra a unos 47.000 m illones de años luz de nosotros en cada d i­
rección. Debido a la expansión del espacio, m uchas galaxias rem otas se están alejando de 
nosotros a una velocidad superior a la de la luz. Esto puede parecer sorprendente, incluso 
imposible, a quienes fueron educados en la idea de que, com o Einstein postuló en su teoría 
especial de la relatividad, nada puede ir m ás rápido que la velocidad de la luz. Sin embargo, 
de acuerdo con la teoría de la relatividad general de Einstein, no hay límites para la veloci­
dad entre dos galaxias cuando el propio espacio se está expandiendo. Existen razones de p e­
so po r las que los científicos piensan ahora que estam os viviendo la era dorada de la cos­
mología, el estudio del origen y la evolución de todo el universo.
La física ha explicado la belleza y la fragilidad de los arcos iris, la existencia de agujeros 
negros, po r qué los planetas se m ueven com o lo hacen, qué sucede cuando una estrella ex­
plota, po r qué una patinadora sobre hielo se acelera cuando jun ta los brazos al cuerpo, por 
qué los astronautas no pesan en el espacio, cóm o se form aron los elem entos del universo, 
cuándoem pezó el universo, cóm o produce m úsica una flauta, cóm o generam os la electri­
cidad que mueve nuestros cuerpos y nuestra econom ía y cóm o sonó el big bang. Ha explo­
rado las dim ensiones más dim inutas del espacio subatóm ico y las mayores distancias del 
universo.
Mi amigo y colega Víctor Weisskopf, que ya era toda una institución cuando llegué al 
MIT, escribió un libro titu lado The Privilege ofBeing a Physicist. Este m aravilloso título ex­
presa los sentim ientos que sentí al encontrarm e involucrado de lleno en uno de los p e río ­
dos más em ocionantes de descubrim ientos en astronom ía y astrofísica desde que los h o m ­
bres y las m ujeres em pezaron a m irar detenidam ente al cielo por la noche. La gente con la 
que he trabajado en el MIT, a veces justo al otro lado del pasillo, han ideado técnicas asom ­
brosam ente creativas y sofisticadas para hacer frente a las preguntas más fundam entales de 
toda la ciencia. Y ha sido un privilegio para m í tanto ayudar a am pliar el conocim iento co­
lectivo de la hum anidad sobre las estrellas y el universo com o iniciar a varias generaciones 
de jóvenes en la com prensión y el am or por este magnífico cam po del saber.
Desde esos prim eros días en que sostuve isótopos radiactivos en la palm a de la m ano, 
los descubrim ientos de la física, tan to antiguos com o nuevos, nunca han dejado de fasci­
narm e, com o tam poco lo han dejado de hacer su rica historia y sus fronteras en continuo 
m ovim iento y la m anera en que ha abierto mis ojos a las inesperadas maravillas del m undo 
que me rodea. Para mí, la física es una form a de ver —lo espectacular y lo corriente, lo in ­
m enso y lo d im inu to— com o un todo entretejido de una m anera herm osa y em ocionante.
Así es com o he in tentado siem pre que la física cobrase vida para mis estudiantes. Creo 
que es m ucho m ás im portante que recuerden la belleza de los descubrim ientos que cen trar­
se en las com plicadas m atem áticas; a fin de cuentas, la m ayoría no acabarán dedicándose a 
la física. He hecho todo lo que he podido para ayudarles a ver el m undo de otra m anera, p a ­
ra que se hicieran preguntas que nadie antes les había enseñado a plantearse, para que p u ­
dieran ver los arcos iris com o nunca los habían visto antes y para que se centrasen en la ex­
quisita belleza de la física en lugar de en los detalles de las m atem áticas. Esta es tam bién la 
intención de este libro, ayudarte a abrir los ojos ante las extraordinarias form as que tiene la 
física de ilum inar los entresijos de nuestro m undo y su prodigiosa belleza y elegancia.
2
Mediciones, imprecisiones y estrellas
Mi a b u e l a y G a l i l e o G a l i l e i
La física es básicam ente una ciencia experim ental y las m ediciones y sus im precisiones cons­
tituyen el fundam ento de todo experim ento, todo descubrim iento. Incluso los grandes avan­
ces teóricos en física llegan en form a de predicciones sobre cantidades que pueden m ed ir­
se. Por ejemplo, la segunda ley de N ewton, F = m a (fuerza es igual a m asa po r aceleración), 
quizá la ecuación m ás im portante de la física, o la fórm ula E = me2 de Einstein (energía es 
igual a m asa po r velocidad de la luz al cuadrado), la ecuación más conocida de la física. Si 
no es m ediante ecuaciones m atem áticas, ¿de qué otra m anera pueden los físicos expresar 
relaciones entre m agnitudes m edibles com o la densidad, el peso, la longitud, la carga, la 
atracción gravitatoria, la tem peratura o la velocidad?
Reconozco que puede que no sea im parcial, ya que la investigación de m i doctorado 
consistió en m edir distintos tipos de desintegración nuclear con un alto grado de precisión 
y que mis contribuciones a los prim eros años de la astronom ía de rayos X se produjeron en 
form a de m ediciones de rayos X de alta energía provenientes de lugares a decenas de miles 
de años luz. Pero la física sin m ediciones sencillam ente no existe. Y tan im portante como 
eso es que las m edidas no tienen sentido sin sus imprecisiones.
Sin darse cuenta, uno espera continuam ente que la im precisión tenga valores razonables. 
C uando tu banco te inform a de cuánto dinero tienes en tu cuenta, esperas una im precisión 
de m enos de m edio céntim o. C uando com pras ropa po r in ternet, esperas que el tallaje no 
varíe m ás que una pequeña fracción de una talla. U n par de pantalones de la talla 44 que 
varíe en solo un 3 po r ciento cam bia una talla entera de cintura y puede acabar siendo una 
45, y colgarte de las caderas, o una 43, y hacer que te preguntes cóm o has engordado tanto.
También es fundam ental que las m ediciones se expresen en las unidades correctas. Valga 
com o ejemplo la M ars Clim ate Orbiter, una m isión de once años de duración con un coste 
de 125 m illones de dólares que acabó en fracaso po r una confusión con las unidades. Un 
equipo de ingenieros utilizó unidades del sistem a m étrico decim al m ientras que otro u tili­
zó unidades del sistema anglosajón y, com o resultado, en septiem bre de 1999, la nave espa­
cial entró en la atm ósfera de M arte en lugar de alcanzar una órbita estable.
En la m ayor parte de este libro utilizo unidades del sistema m étrico decim al porque son 
las que usan la m ayoría de los científicos. Sin embargo, de vez en cuando utilizo unidades
del sistem a anglosajón cuando lo considero apropiado. Para la tem peratura utilizo las esca­
las Celsius o Kelvin (Celsius más 273,15), pero a veces uso Fahrenheit, pese a que ningún 
físico trabaja en grados Fahrenheit.
Mi aprecio po r el papel crucial de las m ediciones en la física es una de las razones por 
las que soy escéptico respecto a las teorías que no pueden verificarse m ediante m ediciones. 
Por ejemplo, la teoría de cuerdas, o su prim a mayor, la teoría de supercuerdas, el últim o in ­
tento de los teóricos por desarrollar una «teoría del todo». Los físicos teóricos, y hay algu­
nos m uy brillantes dedicados a la teoría de cuerdas, aún tienen que idear algún experim en­
to, alguna predicción, que pueda dem ostrar alguna de las proposiciones de la teoría de cuer­
das. No hay nada en la teoría de cuerdas que pueda verificarse experim entalm ente, al m e­
nos hasta ahora. Esto significa que la teoría de cuerdas no tiene capacidad de predicción, lo 
que hace que algunos físicos, com o Sheldon Glashow en Harvard, duden que se pueda in ­
cluso considerar física.
Sin embargo, la teoría de cuerdas cuenta con algunos defensores brillantes y elocuentes. 
Brian Greene es uno de ellos, y su libro y su program a de la PBS El universo elegante (en el 
que aparece una breve entrevista conm igo) son entretenidos y estupendos. La teoría M de 
Edward W itten, que unificó cinco teorías de cuerdas diferentes y postula que existen once 
dim ensiones del espacio, de las que nosotros, seres inferiores, solo vem os tres, es algo bas­
tante trem endo e intrigante.
Pero, cuando la teoría se desboca, pienso en m i abuela m aterna, una gran dam a de 
m aravillosos dichos y costum bres que dejaban claro que tenía una gran intuición científi­
ca. Solía decirm e, po r ejemplo, que eres m ás bajo cuando estás de pie que cuando estás tu m ­
bado, algo que m e encanta enseñarles a mis alum nos. El p rim er día de clase les anuncio que, 
en honor a m i abuela, voy a com probar esta idea descabellada. Por supuesto, esto les des­
concierta po r completo. Casi puedo ver cóm o piensan: «¿Más bajo de pie que tum bado? 
¡Imposible!».
Su incredulidad es comprensible. Desde luego, si hay alguna diferencia de altura entre 
estar tum bado y de pie debe de ser bastante pequeña. Al fin y al cabo, si fuese de 30 centí­
m etros lo notarías, ¿no? Te levantarías de la cam a po r la m añana, te pondrías de pie y h a ­
rías «cloc»: 30 centím etros m enos. Pero si la diferencia fuese de solo 0,1 centím etros nunca 
te darías cuenta. Por eso sospecho que, si m i abuela tenía razón, la diferencia es probable­
m ente de solo unos pocos centím etros, 2 o 3.
Para llevar a cabo m i experimento, prim ero debo lograr que den por bueno el grado de 
im precisión en mis m ediciones. Así que em piezo m idiendo una barra de alum inio vertical­
m ente —salen 150,0 centím etros— y les pido que acepten que probablem ente soy capaz de 
m edirla con una precisión de m ás/m enos una décim a de centím etro. Así que la m edida ver­
tical es 150,0 ± 0 ,1 centím etros. Después m ido la barra en horizontal y obtengo 149,9 ±0 ,1 
centím etros, lo que concuerda —dentro de la im precisión de las m ediciones— con la m e­
dida vertical.
¿Qué consigo al m edir la barra de alum inio en am bas posiciones? ¡Mucho! Por un lado, 
las dos m ediciones dem uestran que he sido capaz de m edir la longitud con una precisión 
de 0,1 centím etros (1 m ilím etro). Pero para m í es al m enos igual de im portan te dem ostrar­
les a los alum nos que no estoy jugando con ellos. Supongam os, por ejemplo, que he p repa­
rado una vara de m edir «trucada» para mis m ediciones horizontales, que sería algo terrible 
y m uy deshonesto. Al m ostrar que la longitud de la barra de alum inio es la m ism a en las dos 
m ediciones, dem uestro que m i integridad científica está fuera de toda duda.
Entonces pido un voluntario, lo m ido de pie, escribo el núm ero en la pizarra: 185,2 
centím etros (± 0,1 centím etros, po r supuesto), para tener en cuenta la im precisión. A con­
tinuación, le pido que se tum be sobre m i m esa en m i equipo de m edición, que parece un 
Ritz Stick gigante, el aparato de m adera que tienen en las zapaterías para m edir el tam año 
del pie, pero en el que su cuerpo entero es el que hace de pie. Brom eo un poco sobre si está 
cóm odo y le agradezco su sacrificio po r la ciencia, lo que hace que se sienta un pelín incó­
m odo. ¿Qué guardo en la manga? Deslizo el taco de m adera triangular hasta ajustarlo con­
tra su cabeza y, m ientras sigue ahí tum bado, escribo el nuevo núm ero en la pizarra. Así que 
ahora tenem os dos m ediciones, cada una con su im precisión de 0,1 centím etros. ¿Cuál es 
el resultado?
¿Te sorprende saber que los resultados difieren en 2,5 centím etros (± 0,2 centím etros, 
po r supuesto)? Debo concluir que realm ente es 2,3 centím etros más alto cuando está tu m ­
bado. Vuelvo a m i alum no postrado, anuncio que es aproxim adam ente 2,5 centím etros más 
alto durm iendo que de pie y, esta es la m ejor parte, declaro: «¡Mi abuela tenía razón! ¡Co­
m o siempre!».
¿No te lo crees? Pues resulta que m i abuela era m ejor científica que la m ayoría de 
nosotros. C uando estam os de pie, el em puje de la gravedad com prim e el tejido blando en ­
tre las vértebras de la colum na vertebral, m ientras que, cuando nos tum bam os, la colum na 
se extiende. Una vez que lo sabes puede parecer obvio, pero ¿lo habrías predicho? De h e­
cho, ni siquiera los científicos de la NASA previeron este efecto al planificar las prim eras 
m isiones espaciales. Los astronautas se quejaron de que sus trajes les apretaban m ás cuan­
do estaban en el espacio. Estudios posteriores, durante la m isión Skylab, dem ostraron que 
los seis astronautas de los que tom aron m edidas habían crecido alrededor del 3 po r ciento 
(algo más de cinco centím etros si m ides un m etro ochenta). A hora los trajes de los astro ­
nautas se fabrican con un m argen adicional para tener en cuenta este crecimiento.
¿Ves lo reveladoras que pueden llegar a ser unas buenas mediciones? En la m ism a clase 
en que dem uestro que m i abuela tenía razón, me divierto m idiendo algunas cosas m uy ra ­
ras, todo para p robar una sugerencia del gran Galileo Galilei, el padre de la ciencia y la as­
tronom ía m odernas, que una vez se preguntó: «¿Por qué tienen los mayores m am íferos el 
tam año que tienen y no son más grandes?». Se respondió a sí m ism o suponiendo que si un 
m am ífero llegaba a pesar dem asiado sus huesos se rom perían. C uando leí esto sentí cu rio ­
sidad por saber si tenía razón o no. Su respuesta parecía intuitivam ente correcta, pero qu i­
se com probarlo.
Sé que los fém ures de los m am íferos —los huesos de sus m uslos— soportan la m ayoría 
de su peso, así que decidí hacer varias m ediciones com parando los fém ures de distintos m a­
míferos. Si Galileo tenía razón, entonces el fém ur de un anim al extrem adam ente pesado no 
sería lo suficientem ente resistente com o para soportar su peso. Evidentem ente, yo sabía que 
la resistencia del fém ur del anim al tenía que depender de su grosor. Es algo intuitivo que los 
huesos m ás gruesos soportan más peso. Cuanto m ás grande fuese el anim al, más resisten­
tes debían ser sus huesos.
Por supuesto, el fém ur tam bién sería más largo cuanto más grande fuese el anim al y caí 
en que, com parando las longitudes y los grosores de los fém ures frente al tam año de los an i­
males, podía poner a prueba la idea de Galileo. Según mis cálculos, que son dem asiado com ­
plicados para explicarlos aquí (lo hago en el Apéndice 1), decidí que, si Galileo tenía razón, 
a m edida que los m am íferos iban siendo más grandes el grosor de sus fém ures tenía que au­
m entar más rápido que su longitud. Por ejemplo, calculé que si un anim al era cinco veces 
m ás grande que otro —y su fémur, po r tanto, cinco veces más largo—, el grosor de su fém ur 
tendría que ser once veces mayor.
Esto im plicaría que llegaría un m om ento en que coincidirían el grosor y la longitud de 
los fémures, o incluso sería m ayor el prim ero que la segunda, lo que daría com o resultado 
unos m am íferos bastante poco viables. Desde luego, un anim al así no sería el m ejor adap­
tado en la lucha por la supervivencia, po r eso existe un lím ite m áxim o al tam año de los m a­
míferos.
Ya había hecho m i predicción de que el grosor aum entaría m ás rápido que la longitud. 
A hora venía lo divertido.
Fui a la Universidad de H arvard, donde tienen una herm osa colección de huesos, y les 
pedí unos fém ures de m apache y de caballo. U n caballo es unas cuatro veces más grande 
que un m apache y, com o cabía esperar, el fém ur de caballo (42,0 ± 0,5 centím etros) era unas 
tres veces y m edia m ás largo que el de m apache (12,4 ± 0,3 centím etros). H asta aquí todo 
bien. M etí los núm eros en m i fórm ula y predije que el fém ur de caballo debía de ser algo 
m ás de seis veces m ás grueso que el de m apache. C uando m edí los grosores (con una im ­
precisión de alrededor de m edio centím etro para el m apache y de dos centím etros para el 
caballo), resultó que el hueso del caballo era cinco veces más grueso, m ás/m enos alrededor 
de un 10 po r ciento. La cosa pintaba m uy bien para Galileo. Sin embargo, decidí am pliar la 
m uestra e incluir m am íferos tanto m ás pequeños com o m ás grandes.
Así que volví a H arvard y m e dieron otros tres huesos, de antílope, zarigüeya y ratón. 
He aquí una com paración de los huesos:
¿No es m aravilloso, tan rom ántico? La progresión descendente de las form as es preciosa, 
fíjate en lo delicado y m inúsculo que es el fém ur de ratón. Un fém ur d im inuto para un ra ­
tón dim inuto. ¿No es herm oso? N unca dejará de m aravillarm e la belleza de cada detalle del 
m undo natural.
Pero ¿y las mediciones? ¿Cómo encajan en m i ecuación? C uando hice los cálculos me 
quedé estupefacto, verdaderam ente estupefacto. El fém ur de caballo es unas 40 veces más 
largo que el de ratón y mis cálculos predecían que debía ser más de 250 veces más grueso. 
Sin embargo, solo era unas 70 veces más grueso.
Así que m e dije: «¿Por qué no he pedido un fém ur de elefante? Eso podría zanjar la 
cuestión definitivamente». Creo que en H arvard ya estaban un poco hartos de m í cuando 
volví a aparecer po r allí, pero me dieron am ablem ente un fém ur de elefante. ¡Para entonces 
seguro que lo único que querían era librarse de mí! Créeme, m e costó transportar ese hue­
so: m edía más de un m etro y pesaba una tonelada. Tenía tantas ganas de hacer mis m ed i­
ciones que esa noche no conseguí pegar ojo.
¿Sabes cuál fue el resultado? El fém ur de ratón tenía

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