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SIN PAZ INTERIOR _ÓSCAR RODRÍGUEZ PÉREZ DE EULATE PDF

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ÓSCAR RODRÍGUEZ PÉREZ DE EULATE
SIN PAZ 
INTERIOR
ÓSCAR RODRÍGUEZ PÉREZ DE EULATE
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I
El autobús nuevo, pero poco confortable aminoró la velocidad y abandonó la autovía 
por la salida correspondiente para empezar a circular por una carretera secundaria. 
Nueve horas de viaje habían hecho mella en sus articulaciones, pero el final del 
trayecto estaba ya próximo. Dos gasolineras, una frente a la otra, precedían a la señal 
de tráfico que anunciaba el municipio de Llanos de San Severo. Atravesaron un largo 
bulevar flanqueado por bloques de pisos poco elevados a fin de no competir con la 
altura de las torres mudéjares, uno de sus principales atractivos, y al llegar a una 
rotonda, giraron a la izquierda para continuar por la Avenida del Conquistador. 
Aproximadamente en su ecuador, los edificios de pisos daban paso a casas de dos 
plantas, hasta llegar a la parada de la Plaza de España.
Máximo, bajó del autobús y esperó a que el conductor abriera el portaequipajes. Las 
farolas acababan de encenderse con la llegada del ocaso, que acompañado de un 
viento fresco, le apremió a ponerse su chaqueta de cuero negro, sin llegar a subirse la 
cremallera. Cogió su petate blanco de entre la multitud de bultos y maletas y echó a 
andar por la amplia plaza, rectangular y empedrada, con salidas en las cuatro esquinas,
rodeada por construcciones de dos plantas. El piso inferior de cada una, de ladrillo 
macizo, descansaba sobre un zócalo de cantos rodados. Los soportales pavimentados 
en piedra, formados por pilares y columnas, sustentaban capiteles decorados con 
pequeños escudos de armas. Encima se alzaban las plantas altas, de adobe y madera, 
con sus balcones de forja. Pasó frente al edificio del ayuntamiento y abandonó la plaza 
por una de las salidas próximas a él, para proseguir su caminar por calles cada vez más 
angostas, solitarias y oscuras, de casas de piedra caliza de dos plantas que pronto se 
irían sustituyendo por otras de ladrillo con las fachadas enfoscadas, pintadas de tonos 
ocres.
En casa, no había nadie. Samuel estaría donde de costumbre, pensó Máximo. Soltó el 
petate en cualquier parte, se quitó la ropa y se metió en la bañera. No le extrañó que el
agua saliera fría. Ya estaba acostumbrado. Eran muchos años de duchas heladas. Secó 
su cuerpo y se vistió con los mismos vaqueros que llevó puestos durante el viaje, 
además de una camiseta negra de manga corta que sacó de un cajón del armario de su 
habitación. Del fondo del petate, extrajo una fotografía enmarcada y la dejó sobre su 
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cama. A continuación, cogió dinero de un sobre abultado y se lo metió en el bolsillo. 
Por suerte, quedaban latas de cerveza en la vieja nevera de la cocina. Salió a la calle y 
marchó hasta una cabina telefónica dando sorbos. Metió un par de monedas en la 
ranura e hizo una llamada para pedir un taxi que se presentó frente a la cabina unos 
minutos más tarde.
–Buenas noches, Máximo. ¿Cuándo fue la última vez que viniste por aquí? –Él se 
acercó hasta la puerta del conductor. Sobre su mano derecha apoyada en el coche, 
descansó el peso del cuerpo.
–Hola Miguel. Ya hace bastante. Pero esta vez he venido para quedarme una buena 
temporada.
 –¿Vas a subir o necesitas que te abran la puerta?
 –Si nunca me la has abierto, ¿por qué en esta ocasión iba a ser diferente? –Máximo 
bordeó la parte delantera del vehículo, abrió la puerta y se sentó al lado del conductor. 
–Ten cuidado no vayas a derramar esa lata, he limpiado el coche hoy mismo. –El taxista
inició el recorrido sin preguntar a su cliente a dónde se dirigía. 
–Para una vez que lo haces, no presumas delante de mí. Me conformo con no 
quedarme pegado al asiento. Capullo de mierda.
–¿Has terminado ya el contrato?
–Hoy mismo. Ya estaba hasta los cojones. Además, ahora tengo que hacerme cargo de 
Samuel. –Bebió un largo trago y se aclaró la garganta–. ¿Ya te has enterado de lo que le 
pasa?
–Algo he oído.
–Todavía son los primeros síntomas. Cuando empiece a ponerse pesado lo tendré que 
llevar a una residencia especializada.
–¿Vas a empezar a buscar trabajo?
–Tengo dos años de desempleo. No me corre prisa, pero tampoco me gusta estar 
desocupado. Veré qué hay.
–No gran cosa. Sabes que nadie te dará faena por aquí cerca.
–Casi nadie. Sé ganarme el pan, Miguel.
–De eso no me cabe duda.
–Oye, déjame en la estación de servicio, quiero comprarme algo de cena, casi no he 
comido en todo el día.
–Como quieras. Cada vez que regresas al pueblo, vienes más delgado. Sé lo mal que se 
come en uno de esos barcos, yo también estuve de joven, pero a ti por lo menos te 
pagaban.
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 –Tú ya no recuerdas cuando eras joven –contestó con un gesto arrogante en su rostro, 
su mirada concentrada en las líneas mal pintadas de la carretera. Bajó la ventanilla, 
arrojó la lata al asfalto y la subió de nuevo. Llegaron a la estación de servicio y el taxista
detuvo su vehículo.
–Son quinientas más la voluntad.
–Mi voluntad es que estés despierto cuando necesite que vengas a recogerme. 
Últimamente duermes mucho y trabajas poco. –Le pagó con un billete de mil, y esperó 
a que le diera el cambio.
–Llámame luego si quieres, pero no te aseguro que vaya a estar levantado. Que te lo 
pases bien, chungo. Saluda a tu padre de mi parte.
El coche se alejó y Máximo entró en la gasolinera. Compró un bocadillo de jamón y una
lata de cerveza, y después sacó un paquete de tabaco de la máquina expendedora. 
Luego cruzó la carretera hasta llegar a la zona de aparcamientos del club nocturno. Las 
luces de neón rojas brillaban intensamente. La noche estaba fresca para ser el segundo
día de junio. Comió deprisa y ayudó con un gran trago de cerveza a que la cena la 
bajara por el esófago. Tiró la lata al suelo, encendió un cigarrillo y caminó dando 
caladas hasta la entrada del prostíbulo. El gigantón del portero y él, se dijeron buenas 
noches, cruzó la puerta y terminó sentado en uno de los viejos taburetes junto a la 
barra. La música de salsa sonaba a un volumen moderado. Terminó el cigarrillo y arrojó
la colilla al suelo. 
–¿Qué le pongo? –El camarero era nuevo, latinoamericano. 
–Ginebra y tónica. Vaso ancho. 
Se giró sobre el taburete y echó un vistazo al variopinto grupo de prostitutas que 
deambulaban por el local. Ninguna cara conocida. Sudamericanas en su mayoría, y 
algunas mujeres del este de Europa. Por lo menos ninguna de ellas parecía menor de 
edad.
–Son seiscientas pesetas caballero. –Máximo se dio la vuelta y abonó al empleado la 
cantidad exacta. 
El cubalibre estaba muy cargado, pero no le importó. El local seguía tal y como lo 
recordaba. Una barra de formica negra moteada de blanco, abultada allí donde la 
humedad se había concentrado, se prolongaba por todo el fondo de la sala. Un 
televisor de plasma con mala calidad de imagen al que nadie prestaba atención. La 
máquina de discos en una de las esquinas, las de tabaco junto a la puerta de entrada. 
Sofás baratos de color negro distribuidos a lo largo de las paredes. Muchos de los focos
del techo no emitían luz alguna. Cerca de donde él bebía, estaba sentada una chica 
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muy joven con aspecto de eslava, vestida simplemente con un sujetador y un tanga 
negros. Máximo decidió acercarse a conocerla, pero fue ella quien inició la 
conversación.
–¿Cómo te llamas encanto?
–Máximo. ¿Cuál es el tuyo?
–Irina.
–¿Eres rusa?
–Da.
–¿Cuánto hace que trabajas aquí?
–Un mes. ¿Por qué no me invitas a una copa?
–¿Por qué no subimos mejor a una habitación?
–Son cinco mil, encanto.
–Te pagaré seis si lo haces bien y dejas de llamarme encanto. ¿Entendido?
–Da.
Dejaron atrás el suelo pegajoso de la sala y subieron por las escaleras hasta uno de los 
cuchitriles del club. Aunque falto de una reforma, el cuarto estaba bastante limpio. 
Máximo le entregó un billete de cinco mil.
–Desnúdate. –Irina obedeció. Su porte delgadoy sin curvas pronunciadas, tenía 
apariencia de frágil. El rubio de su espesa melena no era natural. A continuación 
procedió él a quitarse la ropa.
–¿No quieres que te la lave en el bidé? –preguntó con su particular acento.
–No, vamos ya a la cama.
Pese a su aspecto delicado, la chica le convenció. La entrega que demostró a lo largo de
los veinte minutos que duró el trabajo, le sirvió para ganarse otras mil pesetas.
–Muchísimas gracias –dijo con una sonrisa angelical.
–Has estado bien. –Se vistió y salió de la habitación, mientras ella se quedó en el quicio
de la puerta con sus enormes ojos azules y su cara risueña, con la intención de darse 
una ducha antes de bajar.
Máximo ordenó una segunda copa en la barra. En esta ocasión, el camarero sí era un 
viejo conocido.
–¿Qué tal chungo? ¿Cómo va todo? 
–No me puedo quejar. ¿Y tú qué te cuentas? –Los dos hombres se estrecharon la mano.
–Aquí donde siempre. Sin grandes novedades. Hacía tiempo que no te veía por aquí. 
¿Has estado viajando?
–Un par de meses en Centroamérica. Mi última navegación.
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–¿Y qué vas a hacer ahora? –Máximo bebió un trago del gin-tonic.
–He venido para quedarme y buscar un poco de paz interior.
–Un placer volver a hablar contigo. Perdona, tengo clientes que atender. –Él levantó el 
vaso en dirección a su compañero de conversación e hizo una mueca de conformidad. 
Encendió otro cigarro, tomó asiento en uno de los banquillos y recostó levemente la 
espalda contra el filo de la barra. La sala estaba repleta de parroquianos en busca de 
sexo y de profesionales ansiosas por vaciarles las carteras. El humo del tabaco era tan 
denso que producía picor en los ojos y añadía al local un suplemento de opacidad. La 
sensación de calor era mayor que la de antes de subir a la habitación y Máximo se 
deshizo de la chaqueta. Alejandro, su colega al otro lado de la barra, le aseguró que se 
la devolvería de una pieza cuando llegara la hora de marcharse.
Cuando vació su copa del todo, se secó los labios con el dorso de la mano y agitó el 
vaso a fin de escuchar el maravilloso sonido que producían los cubitos de hielo al 
colisionar entre sí y contra el vidrio. Le apetecía un trago más, pero en compañía de 
una de las señoritas. Ahora era el turno de las latinoamericanas. Inspeccionó con 
detenimiento a todas las que estaban presentes en la sala, en busca de un suculento 
botín que saciara sus deseos. En el borde de un sofá rinconera, observó a una chica 
morena que llevaba un vestido blanco y plataformas del mismo color. Tenía las piernas 
cruzadas, y sus manos entrelazadas reposaban sobre su abdomen. No dejaba de mover
el pie derecho acompasadamente, al ritmo de la música. Parecía que se tratara de una 
joven disfrutando de la noche en una sala de fiestas en lugar de una prostituta de un 
burdel de carretera.
–¿Te importa si me siento contigo?
–No. ¿Cómo va a importarme? Adelante.
–No soy capaz de recordar cuál es tu nombre.
–Eso es porque a lo mejor no hemos sido presentados. Me llamo Sinaí.
–Yo soy Máximo.
–¿Qué se dice?
–Estoy bien. ¿Tú qué tal?
–Lo mismo digo. Nunca le había visto anteriormente, y trabajo aquí desde hace cuatro 
meses. ¿Es la primera vez que viene? –Él le ofreció una pequeña sonrisa.
–He estado un tiempo fuera por motivos de trabajo. Por eso no te resulto familiar. Pero
soy un cliente habitual. Voy a tomarme una copa. Si me dices qué bebes traeré otra 
para ti. –A diferencia de lo ocurrido anteriormente con la chica rusa, a la que hubiera 
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llevado a rastras a la cama, cuando su ansiedad era irrefrenable, con Sinaí se mostró 
tranquilo, dispuesto a disfrutar del momento.
–Ron con cola, si no le importa.
Volvió al poco de la barra con dos vasos anchos, los que normalmente se utilizan para 
verter sidra.
–Salud.
–Salud Máximo.
–¿De dónde eres?
–Soy colombiana. ¿Usted es de acá?
–De ningún sitio. Pero he vivido en este pueblo casi toda mi vida, así que puedo 
contestar que sí.
–¿En qué trabaja?
–Hoy por hoy en nada.
–¿Y qué planes tiene?
–Ninguno. He regresado a este pueblo para ocuparme de un asunto y aclararme las 
ideas.
–Óigame, no es muy hablador.
–Es sólo que prefiero discutir de otros temas. He desperdiciado mucho tiempo yendo 
de aquí para allá y sintiéndome atado de pies y manos. Me apetecía aislarme una 
temporada.
–Entonces le gusta conversar, pero no le agrada que le hagan demasiadas preguntas.
–Algo parecido.
–No se me apure, yo no voy a contarle una de vaqueros.
–Me gusta como hablas. Me recuerdas a una mujer de la que conservo buenos 
recuerdos.
–¿De mi país?
–No, de un poco más al norte.
Bebieron sin ninguna prisa, y una vez vaciaron los vasos, subieron a una de las 
habitaciones. Después del sexo, se quedaron tumbados de costado sobre la cama, 
estudiando sus cuerpos y sus semblantes. Sinaí era de escasa estatura, pero atractiva, 
morena y de curvas sinuosas. Su pelo ondulado y negro, a juego con sus ojos rasgados, 
agraciados con larguísimas pestañas. Él era alargado y atlético. En su espalda, hacia la 
parte izquierda lucía un tatuaje con la imagen de Cristo coronado de espinas mirando 
hacia arriba. En el hombro derecho, una pequeña cicatriz circular y puntiforme.
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–Ahorita vengo. –Sinaí se levantó de la cama y Máximo se deleitó con el movimiento de
sus glúteos al caminar. Se escuchó el ruido de la cisterna del baño, y para cuando 
reapareció, él ya estaba medio vestido.
–Me lo he pasado bien contigo. Tengo intención de volver pronto por aquí.
–Yo estaré por acá. Váyase con cuidado.
–Cuídate.
En la sala, ya con poca gente, se tomó dos copas más, hasta que se dio cuenta de que 
en la cartera no le quedaba más que chatarra. Había pasado demasiado tiempo en la 
habitación con Sinaí. Entonces decidió que era el momento de largarse. El camarero le 
devolvió la chaqueta y salió a la calle caminando con la intención de llamar a un taxi 
para que viniera a recogerlo. Otras veces solía haber alguno aparcado en la explanada 
de tierra frente al club, pero esa noche no tuvo suerte. Cruzó la carretera y metió un 
par de monedas en la ranura de la cabina junto a la estación de servicio, ya cerrada. 
Como no recordaba de memoria el número de la parada del pueblo, pensó en llamar a 
Miguel. Después de mucho intentarlo, nadie descolgó el teléfono. Golpeó 
violentamente el auricular contra la cabina hasta destrozarlo y volvió hasta el club 
irritado. El camarero le hizo el favor de telefonear a la parada de taxis del pueblo, pero 
nadie atendió la llamada. 
–Salgo en hora u hora y media, puedo acerarte si quieres.
–No, tú no vives en el pueblo. No te pediré que hagas eso por mí. Prefiero irme 
caminando.
–No me importa llevarte, en serio.
–Buenas noches, Alejandro.
Un metro por fuera del arcén de la oscura carretera, Máximo se dirigió a pie hasta el 
pueblo, su estado de embriaguez como única compañía. Le gustaba la soledad. Que no 
le hicieran preguntas. Pero la distancia era larguísima. Siete u ocho kilómetros a través 
de una inmensa llanura. La luz de la luna llena, sirvió al menos para que no terminara 
andando titubeante por mitad de la carretera. Rodeado por el silencio y la nada, se 
acordó de cuando no mucho tiempo atrás se había visto en una situación similar, 
marchando sólo en mitad de la noche por un camino desierto y oscuro. El recuerdo de 
aquellos momentos le hizo detenerse en seco. Visiones sobrecogedoras transitaron por
su mente una vez más. Inquietantes espectros que le visitaban sin permiso, y que 
alteraban su calma. La mirada perdida y la respiración acelerada. Se sentó encogido en 
el suelo, con la cabeza apoyada contra las rodillas y gritó para que escapara toda la 
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angustia que encerraba en su interior. Luego, tranquilizado, se incorporó, miró a su 
alrededor y continuó su peregrinar bajo el cielo estrellado.
Inmerso en sus reflexiones,llegó hasta él un ruido de claxon. Un coche de la Guardia 
Civil, se orilló hasta casi salir de la calzada y se detuvo unos metros delante de donde él
marchaba.
–Por ahí va un hombre prudente que prefiere caminar durante horas antes de tener 
que conducir después de haberse tomado una copa.
–Buenas noches.
–Buenas noches Máximo. Pensábamos que éramos los únicos despiertos a estas horas. 
Veo que nos equivocábamos.
–Hay a quien no le gusta dormir.
–O quien no tiene más remedio que estar levantado. ¿Vas hacia el pueblo?
–Si no me he equivocado de dirección, así es.
–¿Por qué no subes al coche?
–No me gusta la idea de tener que ir en el asiento trasero de un coche patrulla. Pero 
puedo intentarlo.
En pocos minutos llegaron al pueblo y la pareja de la Guardia Civil le dejó frente a su 
casa. Aún estaba de noche.
–Gracias por el paseo. Buen servicio y buenas noches.
–Vete a la cama Máximo. Hasta otra.
El vehículo se alejó despacio. Buenos hombres y ejemplares agentes. Precisamente lo 
que él no era. Abrió la puerta de hierro y pasó al zaguán. La portezuela de madera no 
estaba cerrada. La cruzó y fue encendiendo todas las luces según progresaba por las 
habitaciones buscando la presencia de Samuel. Sentado en el suelo del cuarto de baño,
con la cabeza apoyada en el borde del inodoro, que hacía las veces de improvisada 
almohada, descansaba su cuerpo inerte. Manifiesto era el olor a alcohol y a vómito. 
Con el revés de la mano, trató de buscar su reacción golpeándole en la cara, pero no 
consiguió más que un resonado gruñido. Arrastró el cuerpo tirando de los brazos, y lo 
trasladó hasta su habitación. Lo depositó sobre la cama sin retirar las sábanas y cerró la
puerta del cuarto al salir. Después tiró de la cadena del inodoro para que los vómitos 
desaparecieran. A continuación, se desvistió en su dormitorio y se sentó en la vieja 
butaca de tela gris. Hurgó en el petate y sacó el abultado sobre lleno de dinero. Lo 
retorció con fuerza, y por un instante pensó en trocear cada uno de los malditos 
billetes, pero lo reconsideró vencido por lo fundado de su importancia. Los iba a 
necesitar. El sobre quedó arrugado en el suelo, al pie de la butaca. Luego alcanzó la foto
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que antes había colocado sobre la cama y la observó detenidamente. Una imagen del 
buque anfibio Hernán Cortés, firmada por el Señor Comandante. Un hombre respetado
y querido por Máximo, un gran Comandante. Lanzó el marco con fuerza contra la pared
y el cristal se rompió en mil pedazos. Se tumbó en la cama y durmió de manera 
intermitente.
Por la mañana, Máximo se sirvió un vaso de leche fría. Fregó los platos sucios 
acumulados en el fregadero y se sentó en una de las sillas de madera de color miel. Ya 
sólo quedaban dos de las cuatro que llegaron a tener. Muchos de los cajones y puertas 
de los muebles de la cocina no tenían tiradores. El suelo y la encimera necesitaban de 
una limpieza a fondo. Terminado el escueto desayuno, encendió un cigarrillo y salió a 
fumar a la calle. Samuel odiaba el olor del tabaco en casa. Su vivienda era de una sola 
planta, en el centro de una hilera doble de viejas casas adosadas. El sol brillaba con 
fuerza y la resaca aporreaba cruelmente su cabeza. Tiró la colilla lo más lejos que pudo 
de la puerta y volvió a entrar. Samuel estaba levantándose en ese instante.
–Buenos días Samuel.
–Buenos días hijo. ¿Cuándo has llegado?
–Te escribí una carta contándote que venía ayer por la noche.
–¿Una carta? ¿Estás seguro? –dijo incorporándose con torpeza.
–Está abierta dentro de un cajón del comedor. Has tenido que leerla.
–No recuerdo… ¿Por qué no me la traes? –La somnolencia y la confusión estaban ya 
dando paso a la pérdida de memoria relacionada con los acontecimientos recientes.
–No importa. ¿Dónde estuviste anoche?
–En El Chaparrón. ¿Has venido para quedarte? –Samuel vestía una camiseta de 
propaganda descolorida a fuerza de lavados, un pantalón de deporte con las 
cremalleras de los bolsillos rotas y unas chanclas de goma. La falta de aseo personal era
la ya conocida por Máximo.
–En principio sí. ¿Quieres ir al bar de Esteban? Te invito a unos callos con garbanzos.
–¿A qué viene tanta generosidad?
–Date un baño y cámbiate de ropa. Después entraré yo a ducharme. –Samuel no 
objetó. Después de asearse salieron a la calle.
 –Hacía años que no íbamos al bar de Esteban. Llevabas poco tiempo en la Armada. 
Acababas de jurar bandera. 
–Samuel, no es por ahí.
–¿Ah, no? Algo escuché sobre que se habían trasladado, pero no sabía a dónde. Te 
veo… distinto. Más reservado que de costumbre.
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–No me conoces demasiado bien.
El bar seguía ubicado donde siempre lo había estado. Su cocina no era variada, apenas 
unas cuantas comidas caseras. La fachada de color blanco estaba agrietada. Las puertas
negras metálicas, despintadas. Algunas de las losas marrones del suelo se veían 
fragmentadas. Las mesas y sillas eran de madera laminada económica, con las patas 
delgadas de metal cromado, algunas corroídas. Los manteles de flores estampadas 
estaban deshilachados. Tomaron asiento en el único sitio que quedaba libre.
–¿Qué va a ser señores?
–Callos con garbanzos para los dos y una botella de tinto de la casa. –El camarero 
apuntó la comanda y se marchó. 
 –¿Cómo te las arreglas?
–Bastante bien, hijo, sé cuidarme sólo. –El jaleo del bar les obligaba a tener que llevar 
la conversación en un tono elevado. 
–Te veo peor de lo que esperaba. Me sorprende que no te hayas metido todavía en 
ningún lío.
–Pues así ha sido. Si has venido para hacer de niñera conmigo, pierdes el tiempo.
–Tu salud no está bien, no te empeñes en negarlo.
–A mi edad, el vigor de cualquiera se resiente.
–Sabes que no es cuestión de edad.
Les sirvieron lo que habían pedido y empezaron a comer. El golpeteo de las cucharas 
contra los platos era incesante en todo el bar. Un viejo televisor de pared que hacía 
esquina, emitía las noticias a un volumen inaudible.
–Soy viejo para cambiar, hijo. –Su sonrisa reveló su boca desdentada y amarillenta–. A 
estas alturas poco me importan las cosas. 
–Quiero que empieces el tratamiento de tiamina y que comas mejor. Y por supuesto 
que bebas menos. 
–Lo que usted mande. –Llevándose la mano derecha a la sien, hizo el saludo militar. 
Luego tomó un gran trago de vino de su vaso otrora transparente–. Salud. –Luego 
volvió a dejar el vaso sobre la mesa.
–Si no lo haces por las buenas, tendrá que ser por las malas. No te la juegues.
–Ya veremos quien se cansa antes.
El propósito de Máximo era claro: internarlo cuando fuera posible. Mientras llegaba el 
momento, confiaba en que no le diera demasiados problemas.
–Eres un viejo testarudo.
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–Y tú de tanto navegar te has vuelto un amargado. ¿No había mejor manera de que 
malgastaras tu vida?
–¡Tú la desperdiciaste bebiendo! –Algunos comensales de los que estaban más cerca, 
sorprendidos por la rudeza del reproche, interrumpieron lo que hacían por un 
momento y dirigieron sus miradas hacia ellos. Máximo se frotó la cara con ambas 
manos, y a continuación las sostuvo en el aire en posición vertical, con el rostro 
cabizbajo, en un gesto de disculpa.
–He perdido el apetito. –Samuel se levantó de su asiento y abandonó el local. Máximo 
dio un fuerte puñetazo sobre la mesa y volvió a llamar la atención de algunas personas,
pero en lugar de levantarse y seguirle, encendió un cigarrillo y trató de tranquilizarse. 
No probó un bocado más, y pagada la cuenta se marchó.
En casa no había nadie, salvo el habitual enjambre de moscas de esa época del año. 
Sacó el sobre arrugado con el dinero de su pantalón y lo escondió donde Samuel no lo 
pudiera encontrar. Casi un millón de pesetas. Serviría para encerrarlo en una buena 
residencia, aunque no por mucho tiempo. En el interior del trastero, contempló sus 
juegos de pesas, la bicicleta estática, y con más melancolía,su caballete, los tubos de 
pintura, los diluyentes y los lienzos en blanco iguales que su vida. Sólo uno de ellos 
concretaba la imagen de una mujer. Cogió una paleta y la acarició con las yemas de los 
dedos. Los pocos cuadros que le habían encargado, estarían colgados de las paredes de
algunas de las casas del pueblo. 
Máximo empleó el resto de la tarde en beber latas de cerveza sentado en una silla de 
plástico junto a la puerta de casa. De vez en cuando, encendía un cigarrillo. El espacio 
llano de tierra que se extendía delante y que servía de separación con los bloques de 
viviendas sociales, estaba cubierto de excrementos de perro y botellas de vidrio rotas. 
Sólo lo vería limpio los días previos al comienzo de las festividades locales. Desde los 
pisos, llegaba el ruido de la música y de los tubos de escape de los coches de los 
jóvenes. Él no tenía ni siquiera intención de comprarse uno. Menos aún ahora. Sólo 
conseguiría colisionar contra algo o alguien. Causar daño. Era lo único que se le daba 
hacer bien, pendiente quedaba demostrar lo contrario. Se encendieron las luces del 
alumbrado público, y negros murciélagos salieron a revolotear en busca de su cena. Él 
los observó desde su asiento, idiotizado, con las extremidades muertas, impedidas para
cualquier movimiento, salvo el de aproximar las latas de cerveza a sus delgados labios. 
Los vecinos que pasaban delante no se molestaban en saludarle. Él tampoco a ellos. 
Una vez el frigorífico quedó limpio de latas, se acercó con paso inestable a una 
pequeña tienda cercana y compró dos paquetes de seis. La primera de ellas tendría 
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que tomársela caliente. Dentro de sí mismo, los escollos eran mucho mayores que 
tener que beber cerveza a temperatura ambiente. En medio del desánimo, apareció 
Samuel.
–¿Puedo acompañarte?
–Sírvete. –Entró en la casa y reapareció al instante con una lata en la mano. Máximo 
hizo un movimiento para levantarse y cederle su asiento, pero Samuel le dijo que no 
era necesario y se sentó en el bordillo de la acera. No estaba tan ebrio como su hijo 
daba por seguro que volvería.
–Esos malditos chicos acabarán por atropellar a alguien. Casi todos los días aparecen 
restos de carrocerías en el suelo. Se pasan el tiempo haciendo el loco con sus estúpidos
coches… ¿Cómo lo llaman?
–Tuning.
–Estúpidos. No sirven para otra cosa. –Entonces Samuel se quedó en silencio, 
pensando si él no era también algo inservible.
–Mañana es domingo. Podemos ir al cementerio y llevar unas flores.
–Ve tú solo.
–¿No has vuelto por allí desde el día del entierro?
–Ya sabes que no puedo, que es superior a mis fuerzas.
–¿Por qué no lo intentas? Acompáñame hasta la entrada, y dependiendo de cómo te 
encuentres, entras o me esperas fuera.
–De acuerdo, pero puedo asegurarte que no cruzaré la puerta.
Tal y como Samuel había anunciado, no se atrevió a traspasar la entrada del 
cementerio y Máximo entró solo a llevar un ramo de flores a la tumba de su madre. 
Llevaba cinco años muerta. Él ni siquiera pudo asistir al funeral. Navegaba. Siempre 
navegaba. La mar le costó entre otras cosas, no poder dar el último adiós a su madre. 
Samuel no fue un buen marido. Jamás le había puesto una mano encima ni faltado al 
respeto, pero su carácter distante y su alcoholismo, la obligaron a vagar por el 
interminable sendero de la amargura hasta sus últimos días. Samuel trabajó durante 
años en la fábrica de cajas de plástico del pueblo. Durante el turno de noche en los 
meses de verano, algunos empleados, entre ellos él, solían consumir cerveza de 
manera frecuente. Un viernes de madrugada, se produjo un accidente laboral sin que 
nadie resultara herido de consideración, pero que ocasionó serios costes económicos a 
la empresa. La nave no disponía de cámaras de vigilancia, pero varios trabajadores 
demostraban un evidente estado de embriaguez, confirmado por las pruebas médicas 
a las que se les sometieron tras el siniestro. Samuel, como otros, perdió su empleo. No 
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era alcohólico entonces, pero a partir de ese momento, cuando nadie estaba dispuesto 
a ofrecerle trabajo, desarrolló la dependencia. Máximo llegaba a casa del colegio y casi 
todos los días se encontraba la misma escena. Samuel borracho maldiciendo su suerte 
o dormido en el sofá del salón, su buena madre sollozando. Después de comer, se 
encerraba en su habitación para no verla llorar. Cuando su padre despertaba, las 
discusiones empezaban otra vez. Pronto aprendió a marcharse de casa nada más llegar 
de la escuela. Decía que se iba a estudiar a casa de un compañero, pero sólo eran 
excusas para evitar respirar la atmósfera ingrata allí concentrada. El impago de la 
hipoteca desembocó en el desahucio, y los tres se mudaron a la casucha de una sola 
planta, con la pintura de la fachada desprendida casi por completo y el mobiliario tan 
deshecho como ellos. El dueño, un viejo conocido, les permitió quedarse a cambio de 
una renta muy pequeña. Con dieciocho años recién cumplidos, Máximo hizo dos cosas 
que llevaba tiempo queriendo llevar a cabo: terminar el bachillerato y alistarse en la 
Armada. Al poco tiempo, su madre enfermó. La enfermedad avanzó tan deprisa y él 
estaba siempre tan lejos, que no pudo ser testigo de su empeoramiento. Eso le alegró 
en parte, pero el no haber estado junto a ella las últimas horas en el hospital, dejó 
alojado en su corazón un aguijón colmado de veneno. 
Máximo se agachó frente a la tumba de su madre, el nicho de la parte inferior, aquel 
más próximo al suelo. Parecía que estuviera predeterminada a eso precisamente, a 
acabar en la zona baja del escalafón, al final de una vida de entrega sin ser 
recompensada. Depositó las flores y rezó mentalmente una oración por su alma. Sólo 
cuando iba de visita al cementerio se vestía tan formalmente. 
–Podemos irnos Samuel.
–¿Te apetece un trago?
–¿Por qué no? 
Sobre un taburete junto a la barra, los dos bebieron vino blanco durante un buen rato. 
Máximo había parado a la tercera copa, pero Samuel no pensaba detenerse tan pronto.
–¿Me culpas a mí verdad?
–¿Qué estás diciendo?
–Sé que me consideras culpable de su sufrimiento. –Samuel exhibía una extraña mueca
en su cara desagradable, los ojos muertos, su barba de varios días y su nefasta higiene 
bucal–. ¿Por qué no te atreves a decírmelo?
–Estás borracho. ¿Por qué no te limitas a beber y a callar?
–¡Tú me odias!
–Yo no te odio.
ÓSCAR RODRÍGUEZ PÉREZ DE EULATE
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–Me desprecias por desatenderla. ¡Dímelo, grandísimo farsante!
–¡Te detesto maldito alcohólico inútil! –respondió con el rostro enrojecido–. ¡Ni 
siquiera serviste para que se sintiera querida! No eres más que un viejo… –Sin 
terminar la frase, abandonó el bar en busca de un lugar donde nada ni nadie le 
molestasen, excepto sus propios recuerdos. 
II
El timbre sonó insistentemente y Máximo acudió a abrir la puerta. Ante su asombro, 
un hombre alto vestido con un uniforme gris claro y una gorra de plato le esperaba en 
la calle, de espaldas a la casa.
–¿Puedo ayudarle en algo? –La inesperada visita se dio la vuelta de manera que 
Máximo pudo ver su cara alargada y su nariz afilada.
ÓSCAR RODRÍGUEZ PÉREZ DE EULATE
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–Don Justo me ha pedido que venga a recogerle a usted. 
–¿Don Justo quiere verme?
–Eso me ha dicho.
–¿Y qué quiere don Justo de mí?
–Realmente no lo sé, señor. Sólo me ha ordenado que venga hasta aquí… –El hombre 
miró a su alrededor y mostró un semblante propio de alguien que acaba de salir de una
tienda de campaña en mitad de las trincheras–… Y le pida a don Máximo Cabarga que 
me acompañe hasta la hacienda.
–Yo soy quien busca.
–¿Tendrá entonces la bondad de acompañarme? –Máximo dudó por un instante si 
negarse a ir, pero tratándose de don Justo, el asunto a discutir sería de mucha 
importancia.
–Por supuesto. ¿Quiere pasar? Necesito asearme un poco.
–No, gracias, prefiero esperar en el coche.
–No le haréesperar demasiado. Sólo serán unos minutos.
–Don Justo insistió en que viniera temprano a fin de que usted tuviera tiempo para su 
aseo personal y vestirse debidamente, señor. Estaré en el coche.
Máximo entró de nuevo en casa sin ni siquiera cerrar la puerta y corrió hasta el cuarto 
de baño. Se duchó y se afeitó a toda prisa, buscó su mejor camisa y pantalón y los 
planchó. Limpió superficialmente sus zapatos negros a falta de betún y salió en busca 
del chófer de don Justo. La berlina de gama alta, de un azabache brillantísimo, estaba 
estacionada al principio de la calle. Máximo golpeó la ventanilla de la puerta del 
acompañante del conductor, el hombre se percató de su presencia y abrió el cierre 
centralizado para que entrara.
–Cuando usted quiera –le hizo saber Máximo. El chófer, que se había quitado la 
chaqueta, llevaba una camisa blanca impoluta. Arrancó el silencioso motor de la 
berlina de lujo y emprendieron la marcha.
De camino, pese a ir sentados uno al lado del otro, los ocupantes del vehículo no 
intercambiaron palabra alguna. El conductor había adoptado una postura rígida, que 
además de en el cuerpo, se manifestaba también en sus músculos faciales, una tensión 
que pretendía reflejar la trascendencia de su cometido. Máximo pensó en cómo sería 
trabajar para un tipo como don Justo. ¿Y qué querría de él?
El automóvil circuló por una carretera de doble sentido pero de anchos arcenes, 
rodeada por vastos y llanos viñedos hasta donde era visible. Pasado un tiempo, tomó 
una pequeña salida a la derecha, y continuó por un camino bien asfaltado hasta 
ÓSCAR RODRÍGUEZ PÉREZ DE EULATE
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aproximarse a una rotonda. La cruzaron, siguieron por un corto camino de tierra y 
alcanzaron una cancela de hierro. El chófer accionó el freno de mano, se bajó del coche
y pasó una tarjeta por un lector que abrió las puertas de forja de color ceniza. Antes de 
sentarse, se puso de nuevo la chaqueta.
El exterior de la finca estaba circundado por muros de unos tres metros de altura. 
Cerca de la verja, unos pequeños azulejos blancos con letras negras, anunciaban el 
nombre de la propiedad: Hacienda Orgaz. Lo primero que podía verse nada más entrar,
era una gran explanada pavimentada, con garajes a dos aguas para estacionamiento de
los vehículos, de sólida estructura de madera de roble y cubiertas de teja cerámica de 
color rojizo. Al fondo, un edificio de dos plantas de ladrillo rojo, con gruesas puertas de 
vidrio y acero brillante, precedido de una escalinata de piedra gris. La edificación 
funcionaba como recepción y núcleo de oficinas. A su entrada, un letrero dorado 
divulgaba el nombre del negocio: Bodegas Orgaz. Los pulidos suelos de mármol marrón
crema reflejaban hasta la luz más insignificante. Atravesaron esa parte y salieron a una 
extensísima terraza empedrada, con presencia de rosales y olivos. El enorme patio 
estaba flanqueado a izquierda y derecha por construcciones blancas de una sola 
planta, con tejados claros de acabado rústico. Al final, el soberbio inmueble de dos 
plantas, con su fachada blanca y los mismos tejados del color de la paja. A la gran 
puerta principal de madera, la custodiaban magníficos ventanales rústicos del mismo 
material. Sobre el portón, un discreto balcón, acompañado por más ventanales que se 
extendían por toda la planta alta. El chófer le acompañó hasta cruzar la puerta, y a 
partir de ahí le dejó en manos de una sirvienta.
–Buenos días, don Máximo. Don Justo le esperaba en su despacho. Tenga la amabilidad
de seguirme. –Don Máximo. No dejaba de hacerle gracia. ¿En qué terminaría todo 
esto?
–Buenos días. Vamos a su despacho –respondió él.
A la amplitud del recibidor le siguió la majestuosidad del salón, amueblado en caoba 
brasileña, con los suelos de barro de color canela. Ascendieron por una escalera de 
mármol en color crema-marfil, provista de una baranda circular con balaustres 
torneados rayados y pasamanos de caoba natural, hasta llegar a la parte de arriba, 
cuyos suelos eran de madera, así como las paredes hasta la mitad de su altura, que 
además estaban decoradas con lujosos espejos y cuadros que evocaban escenas de 
caza. Llegaron hasta el final de un largo pasillo y se detuvieron frente a una puerta 
doble tallada con motivos religiosos.
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 –Espere un momento. –La mujer llamó dos veces y la abrió lo imprescindible para que 
cupiera su minúsculo cuerpo. A continuación retrocedió y cerró la puerta.
–El señor se encuentra reunido. Cuando termine podrá entrar usted. –La sirvienta se 
marchó y él se quedó sólo. Al poco tiempo, la puerta se abrió y emergió del despacho 
Juan Reyes, uno de los capataces de don Justo. Máximo sólo era un chaval cuando le 
cruzó la cara a Juan a la salida de un bar, por una absurda discusión durante un partido 
de fútbol. Nadie le faltaba al respeto por mucho que fuera un adolescente de quince 
años hijo de un borracho. Se miraron con menosprecio, y según el capataz se iba, se 
oyó una voz desde el interior del despacho.
–Puedes pasar.
El estudio de don Justo, como el resto de la casa, estaba amueblado en caoba 
brasileña. Junto a su señorial mesa de escritorio, un atril servía de apoyo a una 
voluminosa biblia abierta por la mitad, con el filo de las hojas dorado. Al fondo, una 
gran ventana rectangular con marquesina de teja y el cristal dividido en pequeños 
cuadros por junquillos de madera, aportaba mucha luminosidad a la habitación.
–Buenos días don Justo.
–Buenos días Máximo. Es un placer volver a verte. –Con firmeza estrecharon las manos.
Beneplácito en el rostro del anfitrión, indiferencia en el del invitado.
–Usted dirá en qué puedo ayudarle.
–Siéntate, por favor.
Don Justo vestía una elegante camisa blanca de manga larga, vaqueros y botas de 
montar. Bordeó la mesa, se aceró hasta un mueble bar clásico, se sirvió una copa de 
coñac y le preguntó a Máximo si quería tomar algo.
–Se lo agradezco mucho, pero no me apetece.
–Una lástima. Para mí, no hay nada comparable a una buena copa de coñac después de
montar a caballo. –Las aspas de madera del gran ventilador instalado en el techo, 
giraban deprisa y reducían la sensación de calor. Sobre la mesa había un marco con una
fotografía de la difunta esposa de don Justo.
–¿Puedo ofrecerte un cigarrillo?
–Sí, por supuesto, gracias.
–¿Un habano?
–No. –El despacho se inundó de humo rápidamente y el amo de la casa se sentó a 
fumar en su trono de madera y lino, la copa de licor sobre un posavasos. Los 
ensortijados dedos de la mano derecha, sujetaban el puro en posición horizontal. Se 
levantó de su asiento y abrió la ventana para airear la estancia.
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–¿Cómo se encuentra tu padre?
–Para no cuidarse yo diría que bastante bien. Gracias por su interés.
–¿Notas empeoramiento?
–Con respecto a la última vez que estuve aquí, sí que lo aprecio.
–¿Piensas en trasladarlo a una residencia especializada?
–Es mi deseo, pero no estoy seguro de poder permitírmelo.
–Son muy costosas. Hay pocas en éste país.
–Por lo que ha podido comprobar, así es.
–¿Te preguntarás por qué te he mandado traer?
–Siento una gran curiosidad. –Don Justo advirtió un discreto sarcasmo.
–Voy a darte empleo.
–¿Quiere que trabaje en sus viñedos? –Don Justo sonrió durante una fracción de 
segundo, y borró momentáneamente la severidad de su rostro. Su cabello era denso y 
corto, entre el color de la nieve y el gris, como su perilla y sus pobladas cejas. Los ojos 
pequeños, redondos y azules. Sus labios delgados.
–No. No me refería a esa clase de trabajo.
–¿En las bodegas?
–Eres un chico listo y con talento. Te necesito para que hagas algo más cualificado, y yo 
pago muy bien mis encargos. Tú, bien lo sabes.
–No se lo niego.
–Pero me gustan las cosas bien hechas. No tolero la desgana ni los descuidos. Defectos 
que no veo en ti.
–Usted apenas me conoce, pero le agradezco el comentario.
–Te conozco mejor de lo que crees, tenlo porseguro.
–¿Va a contarme qué es lo que tengo que hacer?
–Por supuesto, hombre impaciente. Quiero que pintes un cuadro.
–¿Un cuadro?
–¿Tan extraño te resulta? Creo que no soy el primero que te encarga un retrato en el 
pueblo.
–¿Entonces estamos hablando de retratar a una persona?
–Correcto. Te pagaré un millón de pesetas. Ya sabes lo puntual y generoso que soy a la 
hora de abonar los jornales.
–No tengo queja al respecto. –La contestación contentó a Don Justo–. ¿Pero no cree 
que es mucho dinero?
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–Siendo tú el artista, no lo considero un despilfarro. Tu segundo millón en muy poco 
tiempo. –Máximo pareció incomodarse.
–¿Es usted a quien tengo que retratar? –Don Justo sonrió.
–Se trata de mi hija.
–¿Alexandra? 
–La única que tengo.
–Confieso que no esperaba que fuera ella.
–¿Tienes algún inconveniente?
–En absoluto.
–Creo que os conocéis. ¿Me equivoco?
–Nos conocemos, aunque vagamente.
–No te estoy obligando a que hagas algo en contra de tu voluntad. Si no estás 
convencido buscaré a otro que…
–No será necesario. Yo me haré cargo.
–Magnífico. –Don Justo sonrió ampliamente y Máximo pudo contemplar las relucientes
y numerosas piezas de oro que reemplazaban en su dentadura a las naturales ya 
desaparecidas–. ¿Cuánto tiempo tardarás en acabar el trabajo?
–Una semana aproximadamente.
–Estupendo. Mañana temprano salgo de viaje para promocionar las bodegas fuera del 
país. Estaré fuera casi dos semanas. Todo aquello que necesites, házselo saber a 
Alexandra, ella te lo proporcionará.
–¿Cuándo empezamos?
–Alexandra no está en el pueblo en estos momentos. Mañana a mediodía cuando el 
chófer regrese de llevarme al aeropuerto de Madrid, te recogerá en casa. Ella te 
esperará y podréis concretarlo todo. ¿Te parece correcto?
–De acuerdo por mi parte.
–Le diré que para cuando finalices la obra, tenga el dinero preparado para pagarte. ¿Te 
viene bien que te recojan mañana a las once?
–Fenomenal. Estaré listo a esa hora. ¿No sería…?
–Dime.
–Si me facilitase una fotografía, podría pintar el cuadro en casa.
–La niña insistió en que se realizara al natural. Contra eso no pude oponerme.
–Ustedes mandan.
–Estaba seguro de que llegaríamos a un acuerdo. –Bebió un largo sorbo hasta acabarse 
la copa de coñac y se secó discretamente los labios húmedos con un pañuelo de seda. 
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La otra mano seguía sosteniendo el habano igual que si fuera un dardo, su llama 
extinguida después de un rato sin darle caladas–.Tú y yo nos entendemos bien. ¿No te 
parece?
–Sí. Eso creo. –Don Justo se levantó y Máximo intuyó que la conversación había llegado
a su fin. Él se puso también de pie.
–Siento tener que dejarte, pero tengo un día ajetreado por delante. –Descolgó un 
teléfono de color negro colocado encima de la mesa y ordenó que el chófer se 
presentara en el recibidor–. Ha sido un placer poder volver a hacer negocios contigo, 
chico. –La mirada aviesa del señor de la casa le transmitía suprema desconfianza.
–Lo mismo digo. –El apretón de manos se repitió y Máximo abandonó el despacho.
–Ah, Máximo… –El joven se giró de inmediato–. Espero no quedar decepcionado. 
Cierra la puerta al salir. 
Don Justo se quedó sólo en su despacho, sentado y pensativo. Abrió uno de los cajones
de su mesa, sacó ropa interior de color negro que había pertenecido a su difunta 
esposa, se la acercó a la cara para olerla, y después la depositó en el mismo sitio donde
permanecía guardada.
Durante el trayecto de regreso al pueblo, la sensación de perplejidad surgida en la 
casona no se desvaneció. Un millón de pesetas por un trabajo de una semana para 
alguien con quien habría hablado no más de dos veces en su vida. El automóvil se 
detuvo y pensó que ya estaban en casa, pero sólo se trataba de un paso de peatones 
por el que en ese momento caminaban despacio dos chicas quinceañeras vestidas muy
provocativas. La mirada obscena del chófer le irritó profundamente.
–Podrían ser tus hijas, jodido depravado. Cuando paremos, te daré una toalla para que 
te limpies la barbilla. –El hombre no respondió.
Máximo entró en casa, se desvistió y se alegró de haber bajado por fin de aquel 
despreciable coche de lujo. Samuel roncaba sobre su cama, deshecha y con las sábanas
sucias, el fuerte olor a alcohol inadmisible, saturación de abandono y parálisis de 
entusiasmo. Su camiseta de tirantes amarillenta y salpicada de manchas. El pantalón 
desabrochado, el cinturón de cuero suelto, un viejo conocido suyo. Familiarizado a su 
rígido tacto y a la dureza de su hebilla desde su más tierna infancia. Desde la 
adolescencia, un objeto inofensivo. Aun llevaba puestos los zapatos. Los cordones del 
izquierdo estaban desatados. Su cabeza sin pelo sobre la almohada. Máximo se 
preparó algo de comer, pero el ruido no consiguió que Samuel despertara. 
Llegado el momento en el que el calor en la calle ya no era agobiante, sacó una silla y 
una lata de cerveza y se sentó a beber y a fumar. Los inquilinos de la casa de al lado, 
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pasaron cerca de él y se subieron al coche. Ella pesaba algún kilo de más, pero Máximo 
la encontraba bella, interesante. Le gustaba su pelo largo y liso, sus caderas anchas y su
busto voluminoso. Era escandalosa cuando mantenía relaciones sexuales con su 
marido. Él lo era a la hora de discutir. Podían mantener una acalorada pelea por la 
tarde, incluso insultándose, y esa misma noche acabar haciendo el amor. Le encantaría 
meterse con ella en la cama y escuchar sus gritos durante horas. 
Samuel apareció con una lata en la mano, fiel a su compromiso con el alcohol. En la 
otra, un triste bocadillo de queso en lonchas.
–Tienes la caja de pastillas en un mueble de la cocina.
–Ahora cuando acabe de comer me las tomo.
–¿Llevas todo el día durmiendo?
–No, sólo lo hago a ratos. Me despierto y duermo otra vez.
–Hoy he conseguido trabajo.
–¿Trabajo? ¿Tú? ¿Dónde?
–Para don Justo.
–¿En los viñedos? No me lo creo. Tu cabeza está peor que la mía. 
–En el campo no, idiota. Me ha pedido que le haga un retrato.
–¿A él?
–A su hija.
–¿A Alejandra?
–A la misma. Y va a pagarme un buen dinero.
–¿Cuánto?
–No lo sé, depende de cómo quede el cuadro. Lo haré bien, descuida.
–Es un cínico y un explotador. Ese cerdo tiene un ejército de hondureños y 
nicaragüenses a su servicio para pagar lo mínimo. Tendrás suerte si llegas a cobrar.
–No me seas agorero. Don Justo y yo nos entendemos.
–¿Y para qué quiere esa cría que la retraten?
–Ni idea. Tampoco me importa mucho.
–¿Cómo piensas ir hasta la hacienda? ¿Andando?
–Su chófer vendrá por mí.
 –Cuánto lo dudo.
–Esta mañana así ha sido. Ya te lo he dicho. Ese cabrón y yo sabemos llevarnos bien 
cuando nos interesa.
–Sigue haciendo tratos con él y lo lamentarás. No tienes ni idea de qué clase de 
hombre es.
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–Demasiado bien lo sé.
–Siempre te ha gustado meter la mano debajo de las piedras sin mirar antes si debajo 
había escorpiones. Me asombra que no te haya pasado factura esa actitud tuya.
–¿De qué me iba a sorprender?
–No queda cerveza en la nevera.
–¿Qué quieres que haga yo?
–¡Que vayas a por más! ¡Qué voy a querer!
–Mañana tengo que ir a la hacienda. No puedo levantarme como si me hubiera pasado 
un tren por encima.
–¡Pero yo no tengo que ir a esa estúpida hacienda a pintar a ninguna zorra!
–No digas eso de la niña. Me ha dado trabajo.
–Es una zorra. Dame dinero y no te molestaré más.
–Si te tomas la pastilla te daré algo para que vayas tirando. Pero quiero ver con mis 
propios ojos cómo te la tragas.
Samuel corrió hacia dentro de la casa y salió con un vaso de agua y la caja de los 
medicamentos. Máximo no sabía si era debido a la ansiedad por marcharse a tomarse 
un trago, o por la pérdida de habilidad en las manos, pero Samuel era incapaz de abrir 
la caja y extraer un comprimido. En parte, estaba disfrutando de ver como aquel viejo 
inútil se desesperaba porno poder conseguir su objetivo. Al final, tuvo que sacar él 
mismo una de las pastillas y dársela. Se la tomó, le dio un billete de dos mil pesetas y se
largó a toda prisa. Así le dejaría tranquilo. La duda que ahora planeaba sobre él, era 
qué clase de noche se le avecinaba: de insomnio o de pesadillas. Entonces pensó en si 
debía haber comprado algún fármaco para poder conciliar el sueño. Nunca lo había 
hecho en su vida. ¿Por qué ahora?
Desde la cama, Máximo escuchaba el ruido de la pesada respiración que llegaba desde 
el dormitorio de Samuel. Se levantó y se lavó la cara frente al estropeado espejo del 
cuarto de baño. Su rostro era el de un hombre cansado a pesar de su juventud. 
Demasiados amaneceres en su retina quizá. Excesivas noches en vela, vigilias de 
intranquilidad capaces de agotar el aliento de los más infatigables. Sus ojos hundidos, 
los sobresalientes pómulos, la barbilla destacada, sus delgados labios, la nariz plana y 
su cabeza rapada se ajustaban al reflejo de un alma martirizada. Después de darse una 
ducha, se afeitó y sacó del trastero un lienzo, el soporte, pinturas, una paleta y los 
pinceles necesarios para hacer el cuadro. Lo dejó todo en la puerta de casa y se fumó 
un cigarrillo mientras esperaba a que vinieran en su búsqueda. Al menos podía irse con
la tranquilidad que le proporcionaba saber que Samuel dormía en su cama. 
ÓSCAR RODRÍGUEZ PÉREZ DE EULATE
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El resplandeciente automóvil negro de don Justo aparcó puntualmente a escasos 
metros de su casa. Se acercó cargado con sus enseres y los metió en el amplio 
maletero. El conductor y él se saludaron con un poco sincero buenos días y salieron en 
dirección la hacienda. No volvieron a dirigirse la palabra en todo el trayecto.
–La señorita Alexandra se encuentra en la piscina –le informó una sirvienta de edad 
avanzada–. Venga conmigo.
Después de cruzar el vastísimo salón, pasaron a una sala de estar un poco más 
pequeña y acristalada. A continuación a una terraza con el techo de madera, sostenido 
por columnas rectas de ladrillo. El tejado de color arena, sobresalía varios metros de la 
fachada. Las losas de color arcilla se extendían algo más allá del tejado, hasta terminar 
en un tupido césped. En mitad de éste, se encontraba la piscina, recta en los lados más 
largos, pero semicircular en los extremos, con peldaños para entrar y salir del agua. Los
azulejos de color marrón y marfil tenían forma de mosaico. No tenía escalerillas 
metálicas. Fuera de ella, resguardada del sol por una sombrilla, sobre una tumbona 
inclinada a media altura, yacía la hija de don Justo. La sirvienta se marchó y Máximo se 
acercó hasta ella.
–Buenos días, soy Máximo, he venido por encargo de su padre para retratarla. –La 
chica, sin incorporarse, se quitó las gafas de sol, ladeó la cabeza ligeramente y le miró 
con indiferencia.
–Ya sé quién eres y a lo que has venido. Te estaba esperando, pero no veo que traigas 
nada con lo que retratarme respondió fríamente.
–Lo he dejado todo en la sala donde está el piano. Me gustaría que me explicara dónde
y de qué manera quiere que la retrate.
–Tengo diecinueve años, así que empieza ya a tutearme. –Se levantó de la tumbona y 
caminó con elegancia–. Ven conmigo. –Máximo la siguió hasta una zona un poco 
distanciada de la piscina, poblada de árboles y de setos. Bajo una gran pérgola, había 
un conjunto de muebles de mimbre de color canela claro, formado por un largo sofá de
tres plazas, dos sillones y una mesa de centro con tapa de cristal. Alexandra tomó 
asiento con finura en el sofá de tres plazas, y extendió los brazos a lo largo del 
respaldo–. Aquí es donde quiero que me pintes, exactamente en esta postura. –Elevó 
los pies del suelo y los apoyó sobre el asiento. A continuación dobló las piernas hasta 
unirlas con su pecho, las rodeó con sus brazos, y su cuerpo quedó encogido y de perfil. 
–Exactamente en esa postura. –Perfecto –comentó él.
–Tal y como me estás viendo. Pero sin el biquini.
–¿Desnuda?
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–¿Qué pasa? ¿Nunca has visto una mujer desnuda?
–Don Justo no me dijo…
–Has venido a retratarme a mí, no a mi padre. ¿Eres lento de entendimiento? –Él trató 
de disimular el hecho de que le sorprendiera el más que aparente mal carácter de la 
jovencita.
–Como quieras. Te pintaré desnuda. ¿A qué hora del día quieres posar?
–¿A qué hora? ¿Qué más da?
–Hay que hacerlo a una hora en concreto, para que la luz sea más o menos la misma. Es
más importante de lo que parece. Tú me dirás.
–En ese caso que sea por la tarde.
–¿Después de comer?
–¡Ni hablar! Cuando el sol no esté tan alto.
–Perfecto. ¿Qué día te apetece que empecemos?
–Esta misma tarde. Cuanto antes nos pongamos a trabajar, antes quedará terminado.
–Conforme. ¿Puede llevarme el chófer a mi casa y recogerme luego?
–¿Ya quieres irte? –Alexandra estaba ya sentada cómodamente, con las piernas 
cruzadas, mirando a Máximo detrás de sus gafas de sol, que permanecía en pie a 
merced de lo que la muchacha dispusiera–. ¿Qué prisa tienes? ¿No sería mejor que te 
quedaras a comer? Así no tendrás que marcharte y volver al cabo de un rato.
–No pensaba que me fueras a ofrecer esa posibilidad. Tu hospitalidad me sorprende.
–¿Aceptarás mi invitación entonces o tendré que comer sola?
–Será un placer quedarme a almorzar contigo.
–Muy bien. Pero no actúes como si fueras un militar, se te nota muy tenso. Seguro que 
acabaremos siendo amigos. Por cierto, ¿cuánto tiempo tardarás en terminar el 
cuadro?
–¿Qué prisa tienes? Cuanto más tarde, más tiempo tendremos para conocernos. ¿Te 
parezco ahora menos militar? –contestó con ironía.
–No quiero pasarme toda la vida adoptando una postura incómoda.
–La que has elegido no lo es del todo. Creo que aproximadamente en una semana 
habremos acabado. –De saber que iba a pintar desnuda a aquella mocosa malcriada, le
hubiera dicho a don Justo que necesitaría de dos semanas mínimo. Alexandra era 
bellísima. Su cuerpo esbelto, ligeramente tostado por el sol. Largas piernas que 
terminaban en unas perfectas caderas, seguidas de una estrecha cintura y un vientre 
plano. El finísimo vello rubio presente debajo de su ombligo destacaba sobre el tono 
cobrizo de su piel. Sus pechos firmes, no muy voluminosos, lo mismo que sus glúteos. 
ÓSCAR RODRÍGUEZ PÉREZ DE EULATE
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Su cabello, largo y ondulado era del color del fuego. Sus preciosos ojos azules, 
separados por su bonita y discreta nariz, en el centro de su hermoso rostro. Sus labios 
carnosos y tentadores. Estaba deseando que llegara el momento de pintar para verla 
desnuda.
–¿Te apetece dar un paseo por la casa para hacer tiempo hasta la hora de comer?
–Como quieras. Abriremos el apetito.
–Te enseñaré la finca. –En la terraza, Alexandra se puso una falda playera de crochet, 
de color blanco, que apenas ocultaba la parte inferior del biquini, le cogió de la mano y 
se lo llevó a dar una vuelta por la hacienda. Todas las habitaciones eran lujosas y 
espaciosas, amuebladas en caoba natural, las camas con dosel. Los suelos de los baños 
y los lavabos de precioso mármol y los azulejos de mosaico. Ojearon las cuadras, 
ocupadas por impresionantes ejemplares de raza hispano-árabe y terminaron la visita 
donde ella más tarde posaría desnuda.
–Es fabulosa la casona, me ha encantado.
–Gracias, nos gusta el estilo clásico, y nos encanta recibir visitas para disfrutar con ellas 
de lo que tenemos. 
–¿Suele venir gente a menudo?
–Casi constantemente. En verano menos que el resto del año. Familiares, amigos, 
personas que hacen negocios con papá. –La muchacha disfrutaba siendo el centro de 
admiración de Máximo. En los sucesivos días, su vanidad iba a verse recompensada 
cuando su cuerpo fuera estudiado con precisión por las miradas atentas y escrupulosas
de un hombre casi desconocido–. ¿Tienes hambre?
–Mucha. Tanto caminar me ha abierto el apetito.
–¿Te apetece almorzar en el salón principal o prefieres que nos sirvan la comidaen la 
terraza?
–En la terraza hay más luz, pero hace bastante calor. Lo dejo a tu elección.
–Mandaré entonces que preparen la mesa en el salón. Va a resultar muy vacío, con solo
dos personas comiendo, pero con el aire acondicionado evitaremos tener que pasar 
calor.
Sobre la alargada mesa de madera oscura, habían extendido un mantel de color blanco,
con un agradable olor a suavizante. Una criada colocó los platos de porcelana, las 
copas, las servilletas de tela y los cubiertos de plata igual que si se tratara de un 
distinguido restaurante, mientras Alexandra y Máximo estaban sentados conversando, 
uno frente al otro.
–¿Qué van a servirnos?
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–Ensalada de bogavante y ternera en salsa con zanahorias.
–Suena delicioso.
–Lo es. Por si te quedabas a comer, dejé dicho anoche que cocinasen ese menú. A papá
y mí nos encanta.
–¿A dónde exactamente ha ido tu padre de viaje?
–No se lo he preguntado. Es posible que haya ido a Alemania a promocionar nuestros 
vinos.
–¿Suele ausentarse mucho de casa?
–No demasiado. Le encanta el pueblo. No suele viajar con mucha frecuencia.
–¿Qué desean de beber los señores? –preguntó un mayordomo ataviado de negro.
–A mí puede traerme una botella de agua mineral, no demasiado fría.
–¿No quieres probar nuestros vinos? Son excelentes.
 –Estoy seguro de que lo son, pero tengo trabajo que hacer por la tarde y no quiero 
desconcentrarme.
–Como quieras. No sabía que fueras tan profesional, aunque cuando papá ha recurrido 
a ti, debe ser por algo. Pocos son los que gozan de su confianza.
–Cuando te pagan bien, sólo queda hacer las cosas tal y como te las han ordenado y no
rechistar. He obedecido ciegamente órdenes durante siete años por un salario de 
mierda. ¿Qué dificultad puede haber en acatar las de tu padre cuando retribuye como 
es debido?
–Te refieres al ejército, ¿verdad? –Él asintió con la cabeza.
El criado volvió a entrar con un carrito en el que transportaba la bebida y una bandeja 
de gran tamaño de porcelana y sirvió la cantidad deseada de ensalada que los 
comensales quisieron tomar. Era como casi todos los sirvientes, centroamericano.
–¿Qué hacías exactamente en aquel barco?
–Estuve en dos buques diferentes. Mi cometido era el del mantenimiento de las armas,
ejercicios de tiro, conservación de los pañoles de munición y recuento de la misma.
–¿Pañoles?
–Es donde se guardan las municiones, explosivos, armas…
–¿Y qué cuidado precisan? –Alexandra bebió un gran sorbo de vino blanco.
–Limpieza y buen funcionamiento, comprobar la temperatura, el nivel de humedad y 
que todo esté perfectamente estibado.
–¿Estibado?
–Sujeto para que nada se mueva cuando la mar se vuelve violenta.
–Vaya vocabulario. Pañol, estibar…
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–Claro que no siempre se hacen las cosas como es debido.
–¿A qué te refieres?
–No se puede pintar un pañol de municiones, porque los vapores de la pintura son 
inflamables. Imagínate lo que puede ocurrir si se produce un incendio en un pañol de 
municiones.
–Mejor no estar cerca, me imagino. ¿Y los pintabais entonces?
–Sí. Luego los abríamos de par en par para que los vapores se disiparan lo antes 
posible.
–¿Alguna vez…?
–No. Al menos no donde yo he navegado. He tenido suerte en ese sentido.
–¿Y lo que has dicho de la temperatura?
–Los que estaban bajo cubierta, o sea, debajo del suelo para que lo entiendas, suelen 
tener una temperatura estable. En realidad es donde deben estar ubicados. Si hay 
alguno por encima de la cubierta principal, y las paredes y el techo dan al exterior, en 
verano la temperatura se dispara. Se abren las puertas para que se ventilen y se riegan 
los mamparos, o sea las paredes y el techo, que viene a ser la superficie de la cubierta 
siguiente.
–¿Con mangueras?
–Gruesas mangueras.
–¿Da resultado?
–Más o menos, pero hasta que no cae la noche, o navegas por latitudes superiores, no 
es efectivo del todo.
–Vaya, es interesante. Una vida llena de peligros y aventuras.
–Con el tiempo deja de serlo.
–Has dicho que estuviste en dos buques diferentes.
–Uno era para transportar blindados, camiones y tropas.
–¿Cómo lo hacíais?
–El barco tenía una cubierta de carros, como una gran bodega de carga de unos cien 
metros de largo por diez o doce de ancho. Estaba debajo de la cubierta principal, y 
podía abrirse tanto a proa, como a popa, para facilitar el desembarco de los vehículos.
–¿Por delante y por detrás?
–Correcto. Sobre la cubierta principal había espacio para transportar más carros. Se 
trincaban a unos orificios con forma de trébol que se extendían a lo largo de dicha 
cubierta.
–¿Cómo era el otro barco?
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–Un buque escolta, para proteger portaaviones. Muy bien armado con misiles de 
medio alcance y cañones de mediano calibre. Además sirve para patrullar y abordar 
otros barcos sospechosos de transportar armas, normalmente provenientes de países 
productores de armamento, con rumbo a otros que están en conflicto.
–Una vida para escribir una novela. –Máximo resopló.
–Tal vez. ¿Cuéntame tú algo?
–Mi vida no es tan azarosa. He terminado mi primer año en la universidad.
–¿Qué estudias?
–Ciencias políticas. ¿Te gusta la política? Es muy interesante.
–Sí, pero no quiero hablar de ese tema. ¿Qué más haces?
–Acompañar a papá en alguno de sus viajes. Nos lo pasamos bien.
–¿Qué más?
–¡Me entusiasma ir a Madrid y comprarme ropa cara! ¿Te parezco superficial? –La cara 
de la joven adquirió un tono serio.
–No. ¿Qué chica joven no disfrutaría haciendo eso? –Ella reaccionó con un gesto de 
agrado.
Los sirvientes retiraron los platos y las copas sucias. Acto seguido sirvieron la carne, y 
Alexandra sustituyó el vino blanco por el tinto.
–¿Seguro que ni siquiera te apetece un poco?
–Después de pintar te prometo probar una copa del vino que tú me sugieras.
–Está bien, cabezota. Pero tendrán que ser dos copas.
–Una.
–Eso ya se verá.
–Será difícil que me hagas cambiar de idea ¿Te molesta si fumo?
–Por supuesto que no. ¿Te gusta mi compañía? –Máximo se sorprendió por la 
pregunta.
–Muy amena. La primera impresión que tuve al verte… 
–¿Qué? Vamos, dímelo. ¿Qué pensaste de mí?
–Creí que serías distante conmigo. Sospeché que eras consentida y maleducada.
–¿Qué te hizo pensar eso? Más te vale contármelo.
–Habladurías de la gente del pueblo, infundadas, a la vista está.
–¿Qué dicen de mí esos desgraciados?
–A la gente no le gusta que muchos de los empleos que da tu padre estén ocupados 
por inmigrantes. Para ellos es algo negativo. A ti te consideran una niña mimada.
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–¡No son más que unos muertos de hambre y unos envidiosos! Además no sirven para 
trabajar. Los hondureños y nicaragüenses hacen más por menos. ¿Qué coño esperan? 
Si ellos tuvieran viñedos harían lo mismo que nosotros.
–En eso último tienes toda la razón. A todos nos gusta criticar, pero luego nos vemos en
esa situación que tanto nos irrita y acabamos por actuar de igual manera. –Ella levantó 
la copa satisfactoriamente, igual que cuando se brinda.
–No deberías dejarte influir por habladurías y apariencias –dijo susurrando y mirándole
fijamente–. Por ser de familia rica, no significa que trate a la gente con desdén, si es 
que también lo creen esos malnacidos. –Él hizo una mueca para demostrar que así 
era–. ¡Qué hijos de perra! Deberían emigrar a las grandes ciudades para que los 
explotasen en las fábricas y tuvieran además que pagar alquileres desorbitados. 
Volverían otra vez aquí en un santiamén. –Sabedora de su exabrupto, pareció 
abochornarse y rápidamente recuperó la compostura–. Además, aunque la mayoría de 
los contratados por mi padre sean centroamericanos, también hay hombres del 
pueblo.
Terminado el postre, se sentaron un rato a reposar la comida y cuando en la calle 
empezó a hacer algo menos de calor, se prepararon para empezar a plasmar la imagen 
de Alexandra en el lienzo. Máximo colocó todo su materialdelante del sofá de mimbre 
de color canela claro, con los asientos y respaldos tapizados en telas de la misma 
tonalidad, al tiempo que la muchacha se quitó primero sus sandalias blancas, después 
la falda playera de crochet, y a continuación, muy despacio, el sujetador del biquini de 
color turquesa. Sus senos firmes y picudos, de tamaño medio, quedaron expuestos a 
los ojos de Máximo, que los contempló con fascinación. Finalmente, la joven se deshizo
suavemente de la parte inferior del biquini y consumó su desnudez. Se sentó en el sofá,
asumiendo la postura acordada, con las piernas encogidas y rodeadas por sus brazos, 
de perfil al artista, y el pintor inició su tarea.
Primero hizo un boceto con carboncillo, difuminándolo con simples toques de los 
dedos, lo más detallado posible, pues no quiso limitarse únicamente a marcar las zonas
de sombra y a guardar las proporciones de la obra. Eliminó de un soplo el sobrante del 
carboncillo, aplicó un fijador en aerosol, para que el boceto quedara firme al lienzo y le 
indicó a la modelo que podía descansar unos minutos hasta que el esbozo estuviera 
completamente seco. 
–¿Qué tengo que hacer ahora?
–Descansa unos minutos. Ahora empezaremos a pintar de verdad.
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Alexandra volvió a posar cuando él estuvo listo. Mezcló las pinturas azul, amarilla y roja
y obtuvo los tonos deseados.
–¿Qué es ese olor tan fuerte a aguarrás?
–Esencia de trementina. Sirve para diluir la pintura y limpiar los pinceles.
–¿Es importante?
–Mucho. Ahora quiero que adoptes un rostro pensativo y no modificarlo. ¿Sabrás 
hacerlo bien?
–Soy capaz de fingir bien cualquier tipo de expresión. ¿Podré cuando menos seguir 
hablando?
–Procura que tu boca sea lo único que se mueva en tu cuerpo, pero tampoco quiero 
que abuses.
–Puedes hacer conmigo cuanto desees –dijo con resolución. Máximo se sorprendió, 
una mezcla de desconcierto y extrañeza en su mirada, ante la aparente presencia de 
segundas intenciones en la afirmación.
–¿Cómo has dicho?
–Ya me entiendes. Puedes pedirme que haga cuanto sea necesario para el buen 
desarrollo de la obra. Adoptar una postura, una expresión en mi rostro. Aportar un 
elemento decorativo, una flor en mi pelo…
–No te preocupes por eso. Es un cuadro sencillo. De haber colocado una sábana sobre 
el sofá, tendría que dar forma a los pliegues del tejido. Como no hará falta, me centraré
en conseguir bien los colores, las sombras y detallar lo mejor posible el cuerpo.
–Mi figura. Lo dices cómo si fuera cualquier cuerpo y no lo es. ¿Acaso no lo encuentras 
hermoso?
–Admito que sí. Es realmente hermoso.
–¿A cuántas mujeres has retratado desnudas?
–Tienes el honor de ser la primera.
–¿Cómo está quedando?
–Falta bastante todavía. De momento voy aproximándome a los colores definitivos. 
Primero les doy un valor más oscuro y después los aclaro según sea preciso. Delimito 
luego las zonas de máxima claridad de las más sombrías. Dejaré para el final detallar las
particularidades de tu figura, perdón, de tu hermosa figura…
–Gracias.
–… Y conseguir el máximo realismo posible en la expresión de tu cara.
–De mi bonita cara. ¿Te has dado cuenta de lo bien que me huele el pelo?
–Sí, lo he notado. A fresas.
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–Es un champú especial a base de frutas. Me encanta como me deja el pelo.
–Creo que por hoy podemos dejarlo ya. Hemos progresado mucho. No quiero 
ocasionarte calambres en el cuerpo. En tu hermoso cuerpo.
–Soy la única modelo que a día de hoy día posa para ti. Si logras complacerme, otras se 
animarán a hacerlo… y yo a repetirlo.
Alexandra se levantó del sofá y se desperezó. Su zona inguinal brillaba sudorosa, igual 
que el corto vello de su pubis en forma de pirámide invertida. El asiento del sofá donde
ella se había acomodado, aparecía oscurecido por la transpiración de sus glúteos. Se 
agachó hasta alcanzar un abanico de color negro del revistero de la mesa y se abanicó 
todo el cuerpo, haciendo hincapié en las zonas más acaloradas. Se puso de nuevo el 
biquini turquesa y la falda playera y se sentó en uno de los sillones mientras él limpiaba
los pinceles con trementina. Después caminó hasta la terraza. Un criado se acercó a 
ella nada más verla aproximarse, conversaron unos segundos, y la joven regresó hasta 
donde estaba Máximo.
–¿Te tomarás dos copas conmigo antes de irte?
–Será un placer tomarme una.
–¿Por qué esa respuesta irónica? No tienes que conducir, y en casa tampoco nada 
importante que hacer.
–¿Por qué piensas que no tengo nada significativo que hacer?
–Oye, no pretendo ser hiriente. Pero no tienes trabajo ni pareja. Ni tan siquiera un 
coche.
–Pueden hacerse grandes cosas aun a falta de todo eso.
–¿Por ejemplo? –Él se quedó pensativo.
–Tienes razón, no se puede hacer nada. Al menos nada entretenido. –Ella soltó una 
carcajada. 
Apareció una sirvienta con una botella de vino blanco bien fría y una gran bandeja de 
ostras frescas con limón. Alexandra sirvió dos copas, brindaron y bebieron.
–Dime. ¿Te parece que estoy siendo una buena modelo?
–Por supuesto. Muy obediente. Y con excepción de tu boca permaneces inmóvil como 
una estatua de sal.
–Es una pena que en pocos días el cuadro esté finalizado. Me está gustando mucho 
posar para un gran artista. –Él bajó la cabeza y se frotó la nariz, seguro de la falsedad 
de la opinión de la muchacha, pero fingió sentirse halagado. La miró con detenimiento, 
se recostó en el sillón con las manos entrelazadas y apoyadas en la nuca, y exteriorizó 
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un más que convincente aura de optimismo, asistido por una franca sonrisa. También él
tenía habilidad a la hora de aparentar.
–Para mí es divertido salir de la rutina para variar y tomar este delicioso aperitivo 
contigo. Y sinceramente, ha sido un placer conocerte. Lo digo en serio. –Máximo 
saboreó el vino y la miró atentamente–. No quiero parecer descortés, pero quisiera que
tu chófer me acercara hasta casa.
–Como desees. No insistiré para que te quedes a cenar, pero quiero pedirte que 
aceptes la invitación cuando hayas terminado el trabajo.
–Puedes contar con ello. No tomes mucho el sol, no quiero que ciertas partes de tu 
cuerpo se enrojezcan.
–No puedes quejarte. No tendrás que plasmar en el retrato la línea de mi biquini 
porque no la hay. Te recogerán mañana a las seis.
Ella le acompañó hasta el edificio de las oficinas, donde estaba el chófer y se 
despidieron con un sencillo beso en la mejilla. 
III
–¡Ponme otra cerveza, coño!
–Enseguida, chungo. –El camarero cogió la misma jarra de la que Máximo había estado 
bebiendo y se la llenó hasta el borde–. Ésta la paga la casa.
El ameno pasatiempo de detallar sobre un lienzo a una chica preciosa completamente 
desnuda le había dado la oportunidad de olvidar por un tiempo lo despreciable que era
su vida, y obstaculizado el acceso de horribles recuerdos a su mente. Pero siempre 
volvían. Además eran capaces de mantenerse a flote sobre el mar de alcohol en el que 
recientemente se estaba aficionando a nadar. Alcohol. Su efecto analgésico, paliaba en 
parte el dolor punzante y discontinuo que repentinamente regresaba con la intención 
de infringir castigo. Y nunca faltaba a su cita.
Alexandra era bellísima. Se había mostrado amable con él, casi seductora. Decían de 
ella que le volvían loca los hombres, en particular aquellos que la superaban en edad. 
Era una rosa admirable, pero sus espinas podían ser letales. Máximo desconfiaba de su 
comportamiento benévolo y de su apariencia inofensiva. Lo más aconsejable, se 
repetía así mismo, era actuar con cautela.
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Después de entrar en el aseo para orinar, decidió tomarse la última jarra. Era la cuarta. 
Su consumo de alcohol era excesivo, pero de momento no preocupante. No conducía 
en estado de embriaguez, entre otras cosas porque no tenía coche, ni actuaba de 
manera excéntrica o impropia. La barra estaba encharcadade cerveza derramada, 
mugrienta por la falta de limpieza. Los ceniceros rebosantes de colillas y el suelo 
asqueroso. En aquel momento, para desgracia de Máximo, Samuel y otros viejos 
borrachos como él, hicieron acto de presencia en el local. Los dos se percataron de la 
presencia del otro, pero hicieron como que no se habían visto. El grupo de beodos 
pidió que se les sirviera vino tinto, entre el alboroto y la impaciencia. Cuando les 
dispensaron el morapio en pequeños vasos de vidrio, vociferaron incivilizadamente. Los
peores pronósticos de Máximo se confirmaron cuando Samuel, alentado por sus 
acompañantes, se subió en una descuidada mesa de billar a hacer el ridículo cantando 
coplas. Pagó la cuenta y se marchó a casa para ahorrarse contemplar aquella escena.
Algunos de los azulejos de su cuarto de baño estaban rotos y el desagüe de la bañera 
enmohecido. El agua resbalaba por su cuerpo consumido. El paseo hasta casa y la larga 
ducha fría, despejaron su aturdimiento, pero no el malestar. Pasados los efectos de la 
cerveza, las preocupaciones regresaban a un primer plano. El mismo rostro de siempre,
joven, moreno y con los ojos cerrados. Inexpresivo, sucio e inerte. Sempiterna 
persecución, sombra inseparable de un desventurado errante, inútil búsqueda de un 
escondrijo. La paz interior. ¿Dónde estaba la paz interior? Lo que le separaba de ella no 
era una simple magnitud física. 
La iluminación del pequeño salón era pobre. Primero se sentó en el sofá con los codos 
apoyados sobre las rodillas y las manos encima de la cabeza. Luego se tumbó 
completamente en espera de una somnolencia que no llegaba, los giros en una y otra 
dirección incontables. Se levantó en busca de una lata de cerveza, pero en la ruidosa 
nevera únicamente había vino blanco de cartón. Bebió dos grandes tragos 
directamente del recipiente, apagó la luz del salón, cruzó el patio interior, llegó a su 
dormitorio y se tumbó en la cama. Después de un cigarrillo, y otro y otro, consiguió 
quedarse dormido. 
En mitad de la noche, despertó sobresaltado, los delirios de cada madrugada 
intentando estrechar lazos con su yo no consciente, reacio al vínculo, pero demasiado 
extenuado como para expulsar las visiones de sus dominios. Llenó una botella de 
plástico vacía con agua del fregadero de la cocina y regresó a su lecho de ortigas a 
dormir intermitentemente. Cuando se levantó, se sentía peor aún que antes de 
haberse acostado. Sudor, agotamiento, dolor de cabeza y en las articulaciones…
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–¿Te apetece que juguemos un rato a la brisca?
–¿Por qué no? –En el fondo no le apetecía, pero tampoco tenía nada importante que 
hacer hasta las seis–. ¿Te has tomado la pastilla de hoy? 
–Eso iba a hacer. –Recogieron los platos sucios de la mesa, Máximo los fregó junto a 
otros del día anterior y se marcharon al salón.
–Reparte tú.
–¿Estuviste ayer en la hacienda?
–Sí, un rato. Fue la primera tarde.
–¿Con la niña?
–Ya no es tan niña. ¿Cuánto hace que no la ves?
–No estoy seguro. ¿Nos tomamos un vaso de vino?
–Tómatelo tú si quieres. Yo después tengo que volver con ella. –Samuel se sirvió un 
vaso de vino bien colmado y volvió para continuar con la partida.
–¿Qué clase de cuadro le estás pintando? –A pesar del ligero temblor de sus manos, 
podía llevarse el vaso a la boca sin derramar ni una sola gota.
–Desnuda y sentada sobre un sofá de mimbre.
–Ah, entiendo. ¿Y dónde está mientras tanto su padre? ¿Os deja a solas?
–Está de viaje promocionando sus vinos.
–Así que la has visto desnuda. ¿Es mayor de edad?
–Sí, Samuel. De lo contrario no aceptaría retratarla así.
–Para algunas cosas es cierto que has nacido… disciplinado. –Tomó un sorbo de tinto y 
se hurgó con la larga uña de su dedo meñique entre las pocas muelas contiguas que 
todavía conservaba–. Pero eso no evitará que te metas en líos con esa golfa. Será mejor
que mantengas la cabeza fría y el miembro reposado. –Se limpió la boca con el dorso 
de la mano y bebió otro trago de vino.
–No soy estúpido, Samuel.
–Sólo te digo que no cierres los ojos ni para pestañear. A nadie le pagan un millón por 
pintar en cueros a una cría.
–¿Se te ocurre otra manera de ganar tanto dinero en tan poco tiempo?
–Es mejor conseguir menos y no tener que relacionarte con cierta clase de gente. Ya te 
darás cuenta de lo que te digo. Conozco mejor que tú a esas personas.
–No han sido tus consejos ni tu educación los que me enseñaron a valerme por mí 
mismo.
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–Tú no necesitabas que nadie te diera lecciones de ninguna clase. Eras demasiado 
inteligente para dejarte enseñar… y sobradamente terco. De ningún padre hubieras 
seguido sus pasos. Pero tu confianza en ti mismo no es sino una desventaja.
–Vaya –en su rostro se formó una leve sonrisa–, tenemos aquí a un padre mediocre, 
pero experto en la personalidad. ¿Por qué no te prestas a ayudar a los vecinos? Se 
pasan el día discutiendo.
–Casi tanto como nosotros. ¿Has vuelto a casa para reprocharme continuamente que 
soy un inepto y un desgraciado? Lo sabía perfectamente antes de que regresaras, 
pero… no hay nada que arreglar aquí. Si volviste con esa idea, quítatela de la cabeza. 
Haz tu propia vida y deja que la mía siga por el camino que lleva.
Mientras esperaba en la calle fumando un cigarrillo, Samuel se quedó en el salón 
bebiendo vino y viendo la televisión. Hacía muchísimo calor, pero tenía que salir de 
aquel agujero antes de acabar carcomido igual que el mobiliario. Ya debían ser más de 
las seis, y le extrañó que el chófer se retrasara. Anteriormente había sido 
excepcionalmente puntual. De pronto, dobló la esquina de la calle un coche distinto a 
la berlina de lujo de los últimos días, un modelo nuevo de Escarabajo de color rosa que 
circulaba velozmente. Se detuvo frente a él y la luna del conductor descendió 
suavemente.
–Perdón por el retraso. –Máximo dudó por un instante–. ¿Te quedarás ahí pasando 
calor o vendrás conmigo? –Él se acercó sonriendo, caminando por delante del coche, 
mientras ella le devolvía la sonrisa, sus blancos dientes en formación, listos para pasar 
revista–. ¿No te alegras de verme?
–Me alegra y me sorprende. No pensaba que fueras a venir tú a recogerme. Cuando te 
he visto, he imaginado que sólo te pasabas por aquí para decirme que no hacía falta 
que fuera más a la hacienda.
–¿Por qué iba a hacer una cosa así?
–Creí que habías cambiado de idea y que no querías que terminara de retratarte.
–Pero si es lo único en lo que he pensado desde que me he levantado de la cama esta 
mañana. Bueno, este mediodía. Ser el centro de tu atención aunque sólo sea por unas 
horas. ¿Tú no deseabas que llegara el momento de ponerte otra vez manos a la obra? 
Me sentiré muy triste si no es así.
–Estoy impaciente por empezar. Pero lo que voy a hacer es trabajar lo más despacio 
posible y así tendré que ir a la hacienda más tardes de lo planeado para poder verte.
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–Estúdiame con detenimiento. Que no te de ningún reparo observarme. Quiero verme 
en el lienzo exactamente como soy, sin ninguna imperfección, igual que mi reflejo en 
un espejo.
Alexandra llevaba puesta una camiseta de tirantes negra y un pantalón vaquero 
cortísimo de color blanco, con el corte irregular y el filo deshilachado.
–¿Pasas muchas horas al día delante del espejo?
–Nunca me canso de hacerlo, menos aún en verano que puedo ir ligera de ropa. ¿Te 
gusta mi coche?
–No. Lo siento.
–Gracias por ser sincero conmigo. ¿Cómo es el tuyo? Oops! Olvidaba que no tienes 
ninguno.
–No sabía que fueras tan burlona.
–Ya tendrás tiempo de conocerme a fondo. Hay muchas cosas que no sabes de mí.
–¿Y deben interesarme?
–Claro que deben. A menos que no quieras que seamos buenos amigos.
–¿Y si no quiero?
–¿Por qué no ibas a querer? ¿Te has parado a pensar lo bien que nos lo podemos pasar 
juntos?
–¿Haciendo qué?
–Cualquier cosa. Me gusta improvisar. No planear nada. Cuando

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