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Focus - Daniel Goleman

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En	este	esperado	 libro,	el	psicólogo	y	periodista	Daniel	Goleman,	autor	del
best-seller	 mundial	 Inteligencia	 emocional,	 nos	 ofrece	 una	 visión
radicalmente	 nueva	 del	 recurso	 más	 escaso	 y	 subestimado	 de	 nuestra
sociedad,	 una	 capacidad	 que	 resulta	 ser	 el	 secreto	 para	 la	 excelencia:	 la
atención.
Las	personas	que	logran	un	máximo	rendimiento	(ya	sea	en	los	estudios,	los
negocios,	el	deporte	de	competición	o	 las	artes)	son	precisamente	aquellas
que	cultivan	formas	de	focalización	o	de	meditación	inteligente.
Combinando	 la	 investigación	 de	 vanguardia	 con	 conocimientos	 prácticos,
Focus	 profundiza	 en	 la	 ciencia	 de	 la	 atención	 en	 todas	 sus	 variedades	 (el
foco	 interno,	 el	 foco	 en	 los	 demás	 y	 el	 foco	 exterior).	 En	 la	 era	 de	 la
distracción	permanente,	Goleman	sostiene	convincentemente	que	ahora	más
que	nunca	tenemos	que	aprender	a	cultivar	la	atención,	tanto	como	forma	de
autocontrol,	 de	 mejorar	 la	 empatía	 o	 para	 comprender	 la	 complejidad	 que
nos	rodea.
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Daniel	Goleman
Focus
Desarrollar	la	atención	para	alcanzar	la	excelencia
ePub	r1.0
smonarde	19.12.13
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Título	original:	Focus
Daniel	Goleman,	2013
Traducción:	David	González	Raga	y	Fernando	Mora
Diseño	de	portada:	Romi	Sanmartí
Editor	digital:	smonarde
ePub	base	r1.0
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Para	el	bienestar	de	las	generaciones	venideras
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1.	La	facultad	sutil
Ver	a	John	Berger	deambulando	por	el	primer	piso	de	un	centro	comercial	del	Upper
East	Side	 de	Manhattan	mientras	 observa	 a	 los	 clientes	 es	 un	 ejemplo	palmario	 de
atención	en	acción.	Vestido	con	una	anodina	chaqueta	negra,	camisa	blanca,	corbata
roja	y	el	walkie-talkie	siempre	en	la	mano,	ese	vigilante	de	seguridad	va	de	un	lado	a
otro	sin	dejar	de	observar	a	los	posibles	compradores.	No	en	vano	se	le	conoce	como
«los	ojos	del	centro	comercial».
El	 suyo	no	es	un	 trabajo	 sencillo	en	 la	planta	de	un	centro	comercial	 en	 la	que
acostumbra	 a	 haber	 al	 menos	 50	 personas.	 Y,	 mientras	 van	 de	 joyería	 en	 joyería,
rebuscan	 entre	 los	 bolsos	 de	 Prada	 o	 se	 detienen	 a	 examinar	 las	 bufandas	 de
Valentino,	John	no	les	quita	ojo	de	encima.
La	 danza	 que	 John	 ejecuta	 en	 esa	 pista	 es	 todo	 un	 ejemplo	 de	 movimiento
browniano.	Su	mirada	se	posa	unos	segundos	en	el	mostrador	de	los	bolsos;	luego	se
desplaza	 a	 un	 lugar,	 situado	 cerca	 de	 la	 puerta,	 que	 le	 proporciona	 una	 amplia
perspectiva	y,	finalmente,	se	acerca	a	un	rincón,	desde	el	que	puede	echar	un	discreto
vistazo	a	un	trío	que	se	le	antoja	sospechoso.
Así	 es	 como	 los	 clientes,	 interesados	 por	 las	mercancías,	 permanecen	 ajenos	 al
escrutinio	continuo	al	que	John	los	somete.
Como	dice	un	proverbio	indio:	«cuando	un	carterista	se	encuentra	con	un	santo,
solo	 ve	 bolsillos»,	 y	 John,	 del	 mismo	 modo,	 entre	 una	 muchedumbre,	 solo	 ve
carteristas.	Su	mirada	es	una	especie	de	foco	luminoso,	de	modo	que	no	resulta	nada
difícil	 imaginar	 su	 rostro	 transformado	 en	 un	 gran	 globo	 ocular	 que	 recuerda	 a	 un
cíclope.	John	parece,	en	este	sentido,	la	encarnación	misma	de	un	faro.
Pero…	¿qué	es	lo	que	John	busca?	Los	indicios	que	le	advierten	que	está	a	punto
de	cometerse	un	robo	son,	según	me	dice,	«una	forma	especial	de	mover	los	ojos,	un
cierto	movimiento	 corporal,	 esos	 clientes	que	 se	desplazan	 como	 si	 de	una	piña	 se
tratara,	o	aquel	otro	que	no	deja	de	echar	miradas	furtivas	a	su	alrededor.	Llevo	tanto
tiempo	haciendo	esto	que	detecto	los	signos	de	inmediato».
Cuando	John	dirige	su	atención	hacia	uno	de	los	50	clientes,	ignora	a	los	otros	49
—y	 todas	 las	 otras	 cosas—,	 lo	 que,	 en	 medio	 de	 tal	 océano	 de	 distracciones,
constituye	una	auténtica	proeza	de	concentración.
Esa	 conciencia	 panorámica,	 que	 alterna	 con	 la	 búsqueda	 continua	 de	 indicios
reveladores,	 requiere	 del	 concurso	 de	 formas	 de	 atención	muy	 diferentes	 (desde	 la
atención	 selectiva	hasta	 la	alerta,	 la	orientación	y	el	modo	adecuado	de	gestionarlo
todo),	cada	una	de	las	cuales	constituye	una	herramienta	mental	fundamental	que	se
asienta	en	una	red	concreta	de	circuitos	cerebrales[1].
La	búsqueda	continua	de	eventos	que	nos	ayudan	a	permanecer	atentos	fue	una	de
las	 primeras	 facetas	 de	 la	 atención	 en	 recabar	 el	 interés	 de	 la	 ciencia.	 Y	 esa
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investigación	se	agudizó,	durante	 la	 II	Guerra	Mundial,	acicateada	por	 la	necesidad
militar	de	contar	con	operadores	de	 radar	que	pudiesen	permanecer	atentos	muchas
horas	y	por	 el	descubrimiento	de	que	hacia	 el	 final	de	 su	vigilancia,	 la	 atención	 se
rezagaba	y	se	les	escapaban	más	señales.
Recuerdo	haber	visitado,	en	plena	Guerra	Fría,	a	un	investigador	financiado	por	el
Pentágono	para	 estudiar	 los	 niveles	 de	 vigilancia	 en	 periodos	 de	 entre	 tres	 y	 cinco
días	de	privación	de	sueño,	es	decir,	el	tiempo	estimado	que,	durante	una	supuesta	III
Guerra	 Mundial,	 deberían	 permanecer	 despiertos	 los	 militares	 en	 algún	 búnker
oculto.	Y	aunque,	afortunadamente,	su	experimento	jamás	tuvo	que	superar	la	prueba
de	la	cruda	realidad,	sus	alentadores	resultados	indicaban	que,	al	cabo	de	tres	o	más
noches	sin	dormir,	el	ser	humano	sigue	prestando,	con	la	adecuada	motivación,	una
aguda	atención	(aunque,	si	la	motivación	mengua,	no	tardará	en	dormirse).
La	ciencia	de	la	atención	se	ha	expandido,	en	los	últimos	años,	mucho	más	allá	de
la	vigilancia.	Son	las	habilidades	atencionales,	según	esta	ciencia,	las	que	determinan
nuestro	 nivel	 de	 desempeño	 de	 una	 determinada	 tarea.	 Si	 nuestra	 destreza	 en	 la
atención	es	pobre,	también	lo	será	nuestro	desempeño,	pero	si,	por	el	contrario,	está
bien	desarrollada,	nuestro	desempeño	puede	 llegar	a	ser	excelente.	De	esta	 facultad
sutil	depende,	pues,	nuestra	agilidad	vital.	Y,	por	más	oculto	que	en	ocasiones	esté,	el
vínculo	entre	atención	y	excelencia	se	halla	detrás	de	casi	todos	nuestros	logros.
Son	 muchas	 las	 operaciones	 mentales	 que	 requieren	 de	 esta	 facultad.	 Cabe
destacar,	 entre	 ellas,	 la	 comprensión,	 la	memoria	 y	 el	 aprendizaje,	 la	 sensación	 de
cómo	y	por	qué	nos	sentimos	de	un	modo	determinado,	la	«lectura»	de	las	emociones
ajenas	 y	 el	 establecimiento	 de	 buenas	 relaciones	 interpersonales.	 Nos	 centraremos
ahora,	dejando	provisionalmente	de	lado	este	determinante	invisible	de	la	eficacia,	en
los	 beneficios	 que	 conlleva	 el	 perfeccionamiento	 de	 esta	 facultad	 mental	 y	 en	 la
comprensión	del	mejor	modo	de	conseguirlo.
La	atención,	en	todas	sus	variedades,	constituye	un	valor	mental	que,	pese	a	ser
poco	reconocido	(y	hasta	subestimado,	en	ocasiones),	influye	muy	poderosamente	en
nuestro	modo	de	movernos	por	 la	vida.	Y	es	que,	en	una	curiosa	especie	de	 ilusión
óptica	de	nuestra	mente,	el	haz	de	nuestra	conciencia	suele	pasarnos	desapercibido	y
solo	 advertimos	 el	 producto	 final	 de	 nuestra	 atención	 (es	 decir,	 el	 aroma	 del	 café
matutino,	esa	sonrisa	cómplice,	aquel	guiño	o	nuestras	ideas,	buenas	o	malas).
Aunque	su	importancia	es	enorme	para	navegar	por	la	vida,	la	atención	en	todas
sus	 variedades	 representa	 un	 activo	 mental	 menospreciado	 y	 poco	 conocido.	 Mi
objetivo	 aquí	 es	 el	 de	 subrayar	 una	 capacidad	 mental	 subestimada	 y	 escurridiza,
indispensable	para	determinar	el	escenario	de	nuestras	operaciones	mentales	y	vivir
una	vida	plena.
Empezaremos	 nuestro	 viaje	 explorando	 algunos	 de	 los	 ingredientes
fundamentales	de	 la	 atención.	Uno	de	 ellos	 es	 la	 alerta	vigilante,	 tan	bien	 ilustrada
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por	el	caso	de	John	con	el	que	iniciábamos	este	capítulo.	La	ciencia	cognitiva	se	ha
dedicado	 a	 estudiar	 un	 amplio	 abanico	 de	 variables	 ligadas	 a	 la	 atención,	 como	 la
concentración,	 la	 atención	 selectiva,	 la	 conciencia	 abierta	 y	 el	 modo	 en	 que,	 para
supervisar	 y	 gestionar	 nuestras	 operaciones	mentales,	 el	 control	 ejecutivodirige	 la
atención	hacia	nuestro	interior.
Nuestras	capacidades	mentales	se	erigen	sobre	la	mecánica	básica	de	nuestra	vida
mental.	 Por	 una	 parte,	 tenemos	 la	 conciencia	 de	 uno	 mismo	 (fundamento	 de	 la
autogestión)	y,	por	la	otra,	la	empatía	(fundamento	de	las	relaciones	interpersonales),
aspectos	 fundamentales	 ambos	 de	 la	 inteligencia	 emocional.	 Y	 la	 debilidad	 o
fortaleza	en	estos	dominios	puede,	como	veremos,	boicotear	una	vida	o	una	carrera	o
allanar	el	camino,	por	el	contrario,	hacia	la	plenitud	y	el	éxito.
Más	 allá	 de	 estos	 dominios,	 la	 ciencia	 sistémica	 nos	 abre	 a	 dimensiones
atencionales	más	amplias	que	nos	conectan	con	los	complejos	sistemas	que	definen,
al	 tiempo	 que	 constriñen,	 nuestro	 mundo[2].	 Tal	 foco	 externo	 nos	 enfrenta	 a	 la
necesidad	de	conectar	con	esos	sistemas	vitales.	Pero,	como	nuestro	cerebro	no	está
diseñado	para	esa	tarea,	permanecemos	ciegos	a	los	sistemas,	lo	que	explica	nuestra
torpeza	a	la	hora	de	movernos	en	esa	dimensión.	Sin	embargo,	ese	conocimiento	nos
ayuda	a	entender	el	funcionamiento	de	las	organizaciones,	de	la	economía,	o	de	los
procesos	globales	que	gobiernan	la	vida	en	este	planeta.
Resumamos	 lo	 dicho	 hasta	 ahora	 señalando	 que,	 si	 queremos	 vivir
adecuadamente,	es	necesaria	cierta	destreza	para	movernos	en	tres	ámbitos	distintos:
el	mundo	externo,	el	mundo	interno,	y	el	mundo	de	los	demás.
Los	descubrimientos	 realizados,	 tanto	 en	 los	 laboratorios	de	neurociencia	 como
en	las	aulas,	sobre	el	modo	de	fortalecer	este	músculo	tan	esencial	de	nuestra	mente,
nos	 traen,	 en	 este	 sentido,	 buenas	 noticias.	Y	 es	 que	 bien	 podríamos	 considerar	 la
atención	como	un	músculo,	que	se	desarrolla	en	la	medida	en	que	se	ejercita	y	que,	en
caso	contrario,	acaba	marchitándose.	Veremos	el	modo	en	que	la	práctica	inteligente
puede	 contribuir	 a	 desarrollar	 y	 perfeccionar	 el	 músculo	 de	 nuestra	 atención,	 o
rehabilitarlo	en	aquellos	casos	en	que	se	encuentre	infradesarrollado.
Para	que	los	líderes	obtengan	buenos	resultados	deben	desarrollar	estos	tres	tipos
de	foco.	El	foco	interno	nos	ayuda	a	conectar	con	nuestras	intuiciones	y	los	valores
que	nos	guían,	 favoreciendo	el	 proceso	de	 toma	de	decisiones;	 el	 foco	externo	nos
ayuda	 a	 navegar	 por	 el	mundo	 que	 nos	 rodea,	 y	 el	 foco	 en	 los	 demás	mejora,	 por
último,	 nuestra	 vida	 de	 relación.	 Por	 ello	 decimos	 que	 el	 líder	 desconectado	 de	 su
mundo	interno	carece	de	 timón,	el	 indiferente	a	 los	sistemas	mayores	en	 los	que	se
mueve	está	perdido,	y	el	inconsciente	ante	el	mundo	interpersonal	está	ciego.
Y	 no	 son	 solo	 los	 líderes	 quienes	 se	 benefician	 del	 equilibrio	 entre	 estos	 tres
factores.	Todos	vivimos	en	entornos	amenazadores	en	los	que	abundan	las	tensiones	y
objetivos	 enfrentados	 tan	 propios	 de	 la	 vida	 moderna.	 Cada	 una	 de	 estas	 tres
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modalidades	de	la	atención	puede	ayudarnos	a	encontrar	un	equilibrio	que	nos	ayude
a	ser	más	felices	y	productivos.
La	«atención»,	un	término	derivado	de	la	expresión	latina	attendere	(que	significa
«tender	 hacia»),	 nos	 conecta	 con	 el	 mundo	 modelando	 y	 definiendo	 nuestra
experiencia.	Según	los	neurocientíficos	cognitivos	Michael	Posner	y	Mary	Rothbart,
la	atención	proporciona	el	mecanismo	«que	subyace	a	nuestra	conciencia	del	mundo
y	a	la	regulación	voluntaria	de	nuestros	pensamientos	y	sentimientos»[3].
Anne	Treisman,	especialista	en	esta	área	de	investigación,	afirma	que	el	modo	en
que	 desplegamos	 nuestra	 atención	 determina	 lo	 que	 vemos[4].	 O,	 como	 dijo	Yoda:
«Ten	muy	presente	que	tu	enfoque	determina	tu	realidad».
Una	encrucijada	peligrosa	para	la	humanidad
Aferrada	 a	 las	 piernas	 de	 su	 madre,	 la	 cabeza	 de	 la	 niñita	 apenas	 si	 alcanzaba	 la
cintura	 de	 aquella,	 mientras	 viajaban	 en	 el	 transbordador	 que	 las	 llevaba	 de
vacaciones	a	una	 isla.	La	madre,	sin	embargo,	absorta	en	 la	pantalla	de	su	 iPad,	no
solo	no	la	hacía	caso,	sino	que	ni	siquiera	parecía	darse	cuenta	de	su	presencia.
Una	escena	parecida	se	repitió	poco	después	en	el	microbús	que	compartí	con	un
grupo	de	nueve	amigas	que	iban	de	escapada	de	fin	de	semana.	Al	minuto	de	haber
tomado	asiento	en	el	oscuro	monovolumen,	 los	 rostros	de	 todas	ellas	se	 iluminaron
con	el	mortecino	resplandor	de	las	pantallas	de	su	correspondiente	iPhone	o	tableta,
en	un	silencio	únicamente	interrumpido	por	el	ruido	sordo	de	los	teclados,	la	llegada
de	un	nuevo	mensaje	de	texto	o	algún	que	otro	comentario	esporádico.
La	indiferencia	de	esa	madre	y	el	silencio	de	esas	amigas	ilustran	el	modo	en	que,
adueñándose	de	nuestra	atención,	 la	 tecnología	entorpece	nuestras	 relaciones.	En	el
año	2006	se	introdujo	en	el	 léxico	inglés	la	palabra	pizzled	(que	podríamos	traducir
como	 «perplado»),	 un	 término	 que	 captura	 la	 combinación	 de	 los	 sentimientos	 de
«perplejidad»	y	«enfado»	de	quienes	ven	cómo	la	persona	con	la	que	están	hablando
no	tiene	empacho	alguno	en	sacar	su	BlackBerry	y	responder	al	mensaje	que	acaba	de
recibir.	 Esta	 situación,	 tan	molesta	 como	 irritante,	 ha	 acabado	 convirtiéndose	 en	 la
norma.
Y	 la	 adolescencia,	 vanguardia	 de	 nuestro	 futuro,	 es	 el	 epicentro	 de	 este
movimiento.	Durante	 los	 primeros	 años	 de	 esta	 década,	 el	 número	 de	mensajes	 de
texto	mensuales	por	adolescente	era,	por	término	medio,	de	3417,	el	doble	exacto	que
unos	 pocos	 años	 antes,	 al	 tiempo	 que	 caía	 en	 picado	 el	 tiempo	 que	 pasaban	 al
teléfono[5].	Los	adolescentes	estadounidenses	envían	y	 reciben	hoy	un	promedio	de
más	de	100	mensajes	de	texto	al	día,	unos	10	por	cada	hora	que	pasan	despiertos.	He
llegado	a	ver	a	un	niño	enviando	un	mensaje	mientras	montaba	en	bicicleta.
«Acabo	de	visitar	a	unos	primos	de	New	Jersey	—me	contó	un	amigo—,	cuyos
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hijos	poseían	todos	los	dispositivos	electrónicos	conocidos.	Y,	como	apenas	podía	ver
sus	rostros,	tuve	que	aprender	a	distinguirlos	por	sus	coronillas,	porque	se	pasaban	el
tiempo	 mirando	 su	 iPhone	 para	 ver	 si	 alguien	 les	 había	 enviado	 un	 mensaje,
actualizando	su	página	de	Facebook	o	sumidos	en	algún	que	otro	videojuego.	Eran
completamente	inconscientes	de	lo	que	sucedía	a	su	alrededor	y	no	parecían	poseer
grandes	habilidades	interpersonales».
Los	 niños	 de	 hoy	 en	 día	 crecen	 en	 una	 nueva	 realidad,	 una	 realidad	 en	 la	 que
están	muy	desconectados	de	sus	semejantes	y	mucho	más	conectados	que	nunca,	por
el	contrario,	con	las	máquinas,	una	situación	que,	por	razones	muy	diversas,	resulta
inquietante.	 Por	 una	 parte,	 los	 circuitos	 sociales	 y	 emocionales	 del	 cerebro	 infantil
aprenden	 a	 través	 del	 contacto	 y	 la	 interacción	 con	 las	 personas	 con	 las	 que	 se
relacionan.	Y,	como	esas	 interacciones	moldean	los	circuitos	cerebrales,	el	aumento
del	 tiempo	 que	 pasan	 con	 los	 ojos	 clavados	 en	 una	 pantalla	 digital,	 con	 el
consiguiente	detrimento	del	que	dedican	a	relacionarse	con	otros	seres	humanos,	no
augura	nada	bueno.
Este	 compromiso	 con	 el	 mundo	 digital	 tiene	 un	 coste	 por	 lo	 que	 se	 refiere	 al
tiempo	 pasado	 en	 compañía	 de	 personas	 reales,	 es	 decir,	 en	 el	 entorno	 en	 el	 que
aprendemos	a	«leer»	los	mensajes	no	verbales.	La	nueva	camada	de	nativos	de	este
mundo	digital	es	tan	diestra	en	el	uso	de	teclados	como	torpe	en	la	interpretación,	en
tiempo	 real,	 de	 la	 conducta	 ajena,	 especialmente	 en	 lo	 que	 respecta	 a	 advertir	 la
consternación	que	provoca	la	prontitud	con	la	que	interrumpen	una	conversación	para
leer	un	mensaje	de	texto	que	acaban	de	recibir[6].
Un	estudiante	universitario	observa	la	soledad	y	el	aislamiento	que	acompañan	al
hecho	de	vivir	en	un	mundo	virtual	de	tuits,	actualizaciones	de	perfil	y	«subir	fotos	de
la	cena».	Luego	advierte	que	sus	compañeros	de	clase	están	perdiendo	la	capacidad
de	conversar,	y	no	digamos	ya	las	charlas	en	torno	a	la	búsqueda	de	sentido	que	tanto
pueden	 enriquecer	 los	 años	 de	 universidad.	 «No	 es	 posible	 disfrutarde	 ningún
cumpleaños,	concierto,	encuentro	o	fiesta	sin	tomarte	un	tiempo	para	distanciarte	de
lo	que	estás	haciendo»	y	asegurarte	de	que	tu	mundo	digital	sepa	lo	mucho	que	estás
divirtiéndote.
Luego	están	los	fundamentos	básicos	de	la	atención,	el	músculo	cognitivo	que	nos
permite	 seguir	una	historia,	 aprender,	 crear	o	perseverar	en	una	 tarea	hasta	 llegar	a
concluirla.	No	cabe	la	menor	duda,	como	veremos,	de	que	el	tiempo	dedicado	por	los
jóvenes	 a	 los	 dispositivos	 electrónicos	 contribuye	 a	 desarrollar	 ciertas	 habilidades
cognitivas…	 pero	 también	 hay	 que	 plantearse	 los	 déficits	 emocionales,	 sociales	 y
cognitivos	que	ello	acarrea.
Una	maestra	de	segundo	de	ESO	me	dijo	que,	durante	muchos	años,	había	estado
leyendo	el	libro	Mithology,	de	Edith	Hamilton,	a	sucesivas	generaciones	de	alumnos.
Se	trataba	de	un	libro	que	les	gustaba	mucho,	hasta	hace	cinco	años,	en	que,	según
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me	dijo:	«Empecé	a	ver	que	no	les	gustaba	tanto,	ni	siquiera	a	quienes	mejores	notas
sacaban.	 Dicen	 que	 la	 lectura	 es	 demasiado	 difícil,	 que	 las	 frases	 son	 muy
complicadas	y	que,	para	leer	una	página,	necesitan	mucho	tiempo».
Ella	se	pregunta	si	 la	capacidad	 lectora	de	 los	niños	no	se	habrá	visto	mermada
por	los	mensajes	cortos	que	reciben	en	su	teléfono	móvil.	Y	luego	concluyó	diciendo:
«Es	 difícil	 enseñar	 las	 reglas	 gramaticales	 compitiendo	 con	 el	 juego	 World	 of
WarCraft».
En	 el	 caso	 más	 extremo,	 Taiwán,	 Corea	 y	 otros	 países	 asiáticos	 consideran	 la
adicción	 de	 los	 niños	 y	 los	 jóvenes	 a	 internet	 (los	 juegos,	 las	 redes	 sociales	 y	 la
realidad	virtual)	como	una	crisis	sanitaria	nacional	que	los	aísla.	En	torno	al	8%	de
los	 jugadores	 estadounidenses	 de	 entre	 8	 y	 18	 años	 parece	 satisfacer	 los	 criterios
diagnósticos	 establecidos	 por	 la	 psiquiatría	 para	 diagnosticar	 la	 adicción.	 Y	 la
investigación	cerebral	realizada	mientras	juegan	ha	puesto	de	relieve	la	existencia	de
cambios	 en	 su	 sistema	neuronal	 de	 recompensa	 semejantes	 a	 los	 que	 presentan	 los
alcohólicos	y	los	drogadictos[7].	Existen,	en	este	sentido,	anécdotas	que	nos	hablan	de
adictos	 a	 los	 videojuegos	 que	 se	 pasan	 el	 día	 durmiendo	 y	 la	 noche	 jugando,	 sin
comer	 ni	 lavarse	 siquiera,	 y	 se	 muestran	 agresivos	 cuando	 algún	 familiar	 tiene	 la
osadía	de	interrumpirlos.
Los	 ingredientes	 de	 una	 relación	 se	 ponen	 en	 marcha	 cuando	 dos	 personas
comparten	 el	 mismo	 foco,	 lo	 que	 provoca	 una	 sincronía	 física	 inconsciente
generadora,	a	su	vez,	de	buenos	sentimientos.	Ese	foco	compartido	con	el	maestro	es
el	 que	 coloca	 al	 cerebro	 del	 niño	 en	 la	mejor	 disposición	 para	 aprender.	Cualquier
profesor	 que	 se	 haya	 esforzado	 en	 lograr	 que	 la	 clase	 preste	 atención	 conoce	 las
dificultades	que	el	alumno	tiene,	cuando	no	se	tranquiliza	ni	se	centra,	para	entender
una	lección	de	historia	o	de	matemáticas.
La	 relación	 exige	 dirigir	 la	 atención	 en	 la	misma	dirección	 y	 compartir,	 de	 ese
modo,	el	mismo	foco.	Y,	dado	el	océano	de	distracciones	en	el	que	hoy	en	día	nos
vemos	 obligados	 a	 navegar,	 nunca	 ha	 sido	 mayor	 que	 ahora	 la	 necesidad	 de
esforzarnos	en	establecer	ese	tipo	de	conexión.
El	empobrecimiento	de	la	atención
También	 hay	 que	 tener	 en	 cuenta	 el	 coste	 que,	 para	 los	 adultos,	 ha	 supuesto	 esta
reducción	 de	 la	 atención.	 El	 representante	 de	 una	 gran	 cadena	 de	 radiodifusión
mexicana	 se	 quejaba	 diciendo	 que:	 «Hace	 unos	 años,	 podíamos	 hacer	 un	 vídeo	 de
cinco	 minutos	 para	 presentarlo	 a	 una	 agencia	 de	 publicidad.	 Hoy	 no	 podemos
pasarnos	 del	minuto	 y	medio.	 Si,	 durante	 ese	 tiempo,	 no	 hemos	 logrado	 captar	 su
atención,	 todo	el	mundo	echa	mano	a	 su	 teléfono	para	ver	 si	ha	 recibido	un	nuevo
mensaje».
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Un	 profesor	 universitario,	 especializado	 en	 cinematografía,	 me	 contó
recientemente	 que	 estaba	 leyendo	 una	 biografía	 de	 uno	 de	 sus	 héroes,	 el	 conocido
director	 francés	 François	 Truffaut.	 Pero	 luego	 añadió:	 «No	 puedo	 leer	más	 de	 dos
páginas	 de	 un	 tirón,	 porque	 tengo	 la	 absoluta	 necesidad	 de	 conectarme	y	 ver	 si	 he
recibido	 algún	 correo	 electrónico.	 Creo	 que	 estoy	 perdiendo	 la	 capacidad	 de
concentrarme	en	cosas	serias».
La	incapacidad	de	resistirnos	a	verificar	una	y	otra	vez	la	bandeja	de	entrada	de
nuestro	correo	o	de	nuestra	página	de	Facebook,	en	lugar	de	seguir	atentos	a	nuestro
interlocutor,	desemboca	en	lo	que	el	sociólogo	Erving	Goffman,	magistral	observador
de	 la	 interacción	 social,	 ha	 denominado	 como	 un	 «fuera»,	 es	 decir,	 un	 gesto	 que
transmite	a	la	otra	persona	el	mensaje	de	que	«no	estoy	interesado»	en	lo	que	sucede
aquí	y	ahora.
Los	organizadores	del	tercer	congreso	All	Things	D(igital),	celebrado	en	2005,	se
vieron	obligados	a	desconectar	 la	 red	wifi	de	 la	 sala	 en	que	 se	 celebraba	el	 evento
debido	al	resplandor	de	las	pantallas	de	los	ordenadores	portátiles,	un	indicio	evidente
del	poco	interés	que	despertaba,	en	la	audiencia,	 la	acción	que	se	desarrollaba	en	el
escenario.	Como	dijo	uno	de	los	participantes,	se	hallaban	en	un	estado	de	«atención
parcial	continua»,	una	especie	de	estupor	inducido	por	el	bombardeo	de	información
procedente	de	fuentes	de	información	tan	diversas	como	el	orador,	los	miembros	de	la
audiencia	y	la	actividad	que	estaban	llevando	a	cabo	en	sus	portátiles[8].	Son	muchos
los	 lugares	 de	 trabajo	 de	 Silicon	 Valley	 que	 han	 tratado	 de	 enfrentarse	 a	 este
problema	prohibiendo	el	acceso	a	las	reuniones	con	ordenadores	portátiles,	teléfonos
móviles	y	otros	dispositivos	digitales.
Una	ejecutiva	del	mundo	editorial	me	confesó	sentirse	desbordada,	al	cabo	de	un
rato	 de	 no	 comprobar	 el	 estado	 de	 su	 teléfono	 móvil,	 por	 «una	 sensación	 de
discordancia.	 Echas	 de	 menos	 el	 impacto	 que	 acompaña	 a	 la	 recepción	 de	 un
mensaje.	Y	por	más	que	sepas	que	no	está	bien	comprobar	tu	teléfono	cuando	estás
con	 alguien,	 se	 trata	 de	 algo	 adictivo».	 Por	 eso,	 ha	 terminado	 firmando,	 con	 su
marido,	un	acuerdo	según	el	cual:	«Apenas	llegamos	a	casa,	procedentes	del	trabajo,
guardamos	 nuestros	 teléfonos	 en	 un	 cajón.	 Y	 solo	 los	 comprobamos	 cuando	 la
ansiedad	 empieza	 a	 desbordarnos.	 Y	 debo	 decir	 que,	 de	 este	 modo,	 estamos	 más
presentes.	Ahora,	por	lo	menos,	hablamos».
Nuestra	atención	se	enfrenta	de	continuo	a	las	distracciones,	tanto	internas	como
externas.	¿Pero	cuál	es	el	coste	de	estas	distracciones?	Un	ejecutivo	de	una	empresa
financiera	me	formuló,	en	este	sentido,	la	siguiente	reflexión:	«Cuando,	en	medio	de
una	reunión,	me	doy	cuenta	de	que	mi	mente	se	ha	desviado	a	otro	lugar,	me	pregunto
cuántas	oportunidades	se	me	habrán	escapado».
Un	 médico	 amigo	 me	 cuenta	 que,	 para	 poder	 desempeñar	 adecuadamente	 su
trabajo,	 sus	 pacientes	 están	 empezando	 a	 automedicarse	 con	 fármacos	 para	 el
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trastorno	 de	 déficit	 de	 atención	 o	 la	 narcolepsia.	 Y	 un	 abogado	 me	 dijo,	 en	 este
mismo	 sentido:	 «Estoy	 seguro	 de	 que,	 si	 no	 los	 tomara,	 ni	 siquiera	 podría	 leer	 los
contratos».	 Hasta	 no	 hace	mucho,	 los	 pacientes	 necesitaban	 una	 receta	 para	 poder
conseguir	 esos	 medicamentos	 que	 han	 acabado	 convirtiéndose	 en	 potenciadores
rutinarios.	Cada	vez	son	más	los	adolescentes	que	aparentan	tener	síntomas	de	déficit
de	atención	para	conseguir	recetas	de	estimulantes,	una	ruta	química	a	la	atención.
Y	 Tony	 Schwartz,	 un	 asesor	 que	 enseña	 a	 los	 líderes	 a	 gestionar	 más
adecuadamente	su	energía,	me	dijo:	«Enseñamos	a	la	gente	a	ser	más	consciente	del
modo	 en	 que	 emplea	 su	 atención…	 que	 ahora,	 todo	 hay	 que	 decirlo,	 es	 siempre
pobre.	La	atención	ha	 acabado	convirtiéndose	en	el	principal	problema	de	nuestros
clientes».
Ese	 bombardeo	 de	 datos	 desemboca	 en	 atajos	 negligentes,	 como	 el	 filtrado
descuidado	 del	 correo	 electrónico	 atendiendo	 exclusivamentea	 su	 encabezado,	 la
pérdida	 de	 muchos	 mensajes	 de	 voz	 y	 la	 lectura	 demasiado	 rápida	 de	 mensajes	 y
recordatorios.	 Pero	 no	 es	 solo	 que	 el	 volumen	 de	 información	 nos	 deje	muy	 poco
tiempo	libre	para	reflexionar	sobre	su	significado,	sino	que	 los	hábitos	atencionales
que	desarrollamos	nos	hacen	también	menos	eficaces.
Esta	es	una	situación	ya	advertida,	en	1977,	por	Herbert	Simon,	premio	Nobel	de
Economía.	 Mientras	 escribía	 acerca	 del	 advenimiento	 de	 un	 mundo	 rico	 en
información,	señaló	que	la	 información	consume	«la	atención	de	sus	receptores.	De
ahí	que	el	exceso	de	 información	vaya	necesariamente	acompañado	de	una	pobreza
de	atención»[9].
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Parte	I:	La	anatomía	de	la	atención
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2.	Los	fundamentos	básicos
Cuando	era	joven	tenía	el	hábito	de	hacer	los	deberes	escuchando	los	cuartetos	para
cuerda	de	Béla	Bartók	que,	pese	a	 resultarme	 levemente	cacofónicos,	me	gustaban.
Conectar	con	esas	notas	discordantes	me	ayudaba,	de	algún	modo,	a	concentrarme	y
aprender	más	rápidamente,	pongamos	por	caso,	la	fórmula	del	hidróxido	de	amonio.
Años	más	tarde	recordé,	mientras	me	dedicaba	a	escribir	artículos	para	The	New
York	Times,	esa	temprana	experiencia.	En	el	Times,	 trabajaba	en	el	departamento	de
Ciencias	que,	en	esa	época,	ocupaba	un	antro,	del	tamaño	de	un	aula,	abarrotado	de
escritorios	 en	 los	 que	 se	 apiñaban	 más	 de	 10	 periodistas	 científicos	 y	 una	 media
docena	aproximada	de	redactores.
El	entorno	sonoro	del	lugar	estaba	impregnado	de	una	cacofonía	no	muy	distinta	a
la	de	Bartók.	A	mi	 lado	podía	 escuchar	una	charla	 entre	 tres	o	 cuatro	personas,	un
poco	 más	 allá	 se	 oían	 una	 o	 varias	 conversaciones	 telefónicas,	 mientras	 los
periodistas	 entrevistaban	 a	 sus	 fuentes	 y	 los	 redactores	 preguntaban	 a	 voz	 en	 grito
cuándo	esperábamos	entregar	nuestro	artículo.	Rara	vez,	dicho	en	otras	palabras,	se
oía,	en	ese	entorno,	el	sonido	del	silencio.
Pero	ello	nunca	impidió	que	entregásemos	a	 tiempo	nuestro	artículo.	Nadie	dijo
nunca,	 para	 poder	 concentrarse:	 «¡Silencio,	 por	 favor!».	 Lo	 que	 hacíamos,	muy	 al
contrario,	era	desconectar	del	ruido	y	redoblar	nuestra	atención.
Esa	 concentración	 en	 medio	 del	 ruido	 es	 un	 claro	 ejemplo	 del	 poder	 de	 la
atención	selectiva,	la	capacidad	neuronal	de	dirigir	la	atención	hacia	un	solo	objetivo,
ignorando	 simultáneamente	 un	 inmenso	 aluvión	 de	 datos,	 cada	 uno	 de	 los	 cuales
constituye,	en	sí	mismo,	un	posible	foco	de	atención.	Eso	es	lo	que	William	James,
uno	 de	 los	 fundadores	 de	 la	 psicología	 moderna,	 quería	 decir	 cuando	 definió	 la
«atención»	como	«la	toma	de	posesión,	por	la	mente,	de	un	modo	claro	y	vívido,	de
uno	entre	varios	objetos	o	cadenas	de	pensamientos	simultáneamente	posibles»[10].
Hay	 dos	 tipos	 de	 distracción,	 la	 sensorial	 y	 la	 emocional.	 Los	 distractores
sensoriales	son	muy	sencillos	y	nos	ayudan,	por	ejemplo,	a	dejar	de	prestar	atención,
mientras	 leemos,	a	 los	márgenes	blancos	que	enmarcan	el	 texto.	O	si	 se	da	cuenta,
por	un	momento,	de	la	sensación	del	contacto	de	la	lengua	con	el	paladar,	reconocerá
que	ese	es	uno	de	los	muchos	datos	que	su	cerebro	expurga	del	continuo	bombardeo
de	 sonidos,	 formas,	 colores,	 sabores,	 olores	 y	 sensaciones	 de	 todo	 tipo	 que	 nos
asaltan	de	continuo.
Más	 problemáticas	 resultan	 las	 distracciones	 asociadas	 a	 estímulos
emocionalmente	cargados.	Aunque	pueda	resultar	sencillo	concentrarse,	en	medio	del
bullicio	 de	 una	 cafetería,	 en	 responder	 un	 correo	 electrónico,	 basta	 con	 oír	 que
alguien	 pronuncia	 nuestro	 nombre,	 para	 que	 ese	 dato	 acabe	 convirtiéndose	 en	 un
señuelo	emocionalmente	tan	poderoso	que	nos	resulte	casi	imposible	desconectarnos
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de	la	voz	que	acaba	de	pronunciarlo.	Nuestra	atención	se	apresta	entonces	a	escuchar
todo	lo	que,	sobre	nosotros,	se	diga,	en	cuyo	caso	podemos	acabar	olvidándonos	de
responder	incluso	a	ese	correo	electrónico.
Por	 eso,	 el	 principal	 reto	 al	 que,	 en	 este	 sentido,	 todos	—aun	 las	personas	más
concentradas—	nos	enfrentamos	procede	de	la	dimensión	emocional	de	nuestra	vida,
como	el	reciente	choque	que	acabamos	de	tener	con	un	conocido	y	cuyo	recuerdo	no
deja	de	 interferir	en	nuestro	pensamiento.	Todos	esos	pensamientos	afloran	por	una
buena	razón,	obligándonos	a	prestar	atención	a	lo	que	tenemos	que	hacer	con	lo	que
nos	 está	 molestando.	 La	 línea	 divisoria	 entre	 la	 especulación	 infructuosa	 y	 la
reflexión	 productiva	 reside	 en	 si	 nos	 acerca	 a	 alguna	 solución	 o	 comprensión
provisional	 que	 nos	 permita	 dejar	 atrás	 esos	 pensamientos	 o	 nos	 mantiene,	 por	 el
contrario,	obsesivamente	atrapados	en	el	mismo	bucle	de	preocupación.
Nuestra	 actuación	 será	 peor	 cuantas	 más	 interferencias	 obstaculicen	 nuestra
atención.	La	investigación	realizada	al	respecto	ha	puesto	de	relieve	la	existencia	de
una	 elevada	 correlación	 entre	 la	 frecuencia	 con	 que	 los	 atletas	 universitarios	 ven
cómo	 la	 ansiedad	 interrumpe	 su	 concentración	 y	 su	 respuesta	 en	 la	 próxima
temporada[11].
El	asiento	neuronal	de	la	capacidad	de	permanecer	con	la	atención	centrada	en	un
objetivo,	 ignorando	 simultáneamente	 todos	 los	 demás,	 reside	 en	 las	 regiones
prefrontales	 del	 cerebro.	 Los	 circuitos	 especializados	 de	 esta	 región	 alientan	 la
fortaleza	 de	 los	 datos	 en	 los	 que	 queremos	 concentrarnos	 (el	 correo	 electrónico	 al
que,	en	el	ejemplo	anterior,	queríamos	responder),	amortiguando,	al	mismo	tiempo,
los	que	decidimos	ignorar	(como	la	charla	de	los	vecinos	de	la	mesa	de	al	lado).
No	 es	 de	 extrañar	 que,	 como	 la	 atención	 nos	 obliga	 a	 desconectar	 de	 las
distracciones	emocionales,	los	circuitos	neuronales	de	la	atención	selectiva	incluyan
mecanismos	de	inhibición	de	la	emoción.	Esto	significa	que	las	personas	que	mejor
se	concentran	son	relativamente	inmunes	a	la	turbulencia	emocional,	más	capaces	de
permanecer	 impasibles	en	medio	de	 las	crisis	y	de	mantener	el	 rumbo	en	medio	de
una	marejada	emocional[12].
El	 fracaso,	 en	 los	 casos	 extremos,	 en	 un	 foco	 de	 atención	 y	 ocuparnos	 de	 otro
puede	 dejar	 la	 mente	 sumida	 en	 las	 cavilaciones,	 los	 bucles	 de	 pensamientos
repetitivos	 o	 la	 ansiedad	 crónica.	 Y	 ello	 puede	 acabar	 desembocando	 en	 la
impotencia,	la	desesperación	y	la	autocompasión	(tan	características	de	la	depresión)
o	 la	 repetición	 incesante	 de	 rituales	 o	 pensamientos	 como,	 por	 ejemplo,	 tocar	 la
puerta	50	veces	antes	de	salir	de	casa	(propios	del	trastorno	obsesivo-compulsivo).	La
capacidad	 de	 desconectar	 la	 atención	 sobre	 una	 cosa	 y	 dirigirla	 hacia	 otra	 resulta
esencial	para	nuestro	bienestar.
Cuanto	más	 fuerte	 es	 nuestra	 atención	 selectiva,	más	 profundamente	 podremos
sumirnos	en	 lo	que	estemos	haciendo	(ya	sea	que	nos	veamos	conmovidos	por	una
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escena	muy	emocionante	de	una	película	o	un	pasaje	de	una	poesía	muy	estimulante).
La	concentración	sume	a	las	personas	en	YouTube	o	en	su	trabajo	hasta	el	punto	de
hacerles	olvidar	la	algarabía	que	les	rodea…	o	las	llamadas	de	sus	padres	avisándoles
de	que	la	cena	está	servida.
Podemos,	 en	 medio	 de	 una	 fiesta,	 descubrir	 a	 las	 personas	 concentradas:	 son
aquellas	 capaces	 de	 zambullirse	 en	 una	 conversación,	 con	 los	 ojos	 fijos	 en	 su
interlocutor,	como	si	estuviesen	absortos	en	sus	palabras,	independientemente	de	que,
a	 su	 lado,	 vociferen	 los	 Beastie	 Boys.	 La	 mirada	 de	 los	 no	 concentrados,	 por	 el
contrario,	deambula	a	la	deriva	de	un	lado	a	otro,	en	busca	siempre	de	algo	a	lo	que
aferrarse.
Richard	Davidson,	neurocientífico	de	la	Universidad	de	Wisconsin,	considera	que
el	 hecho	 de	 centrarnos	 en	 algo	 es	 una	 de	 nuestras	 muchas	 capacidades	 vitales
esenciales,	cada	una	de	las	cuales	se	asienta	en	un	distinto	sistema	neuronal,	que	nos
ayuda	 a	 navegar	 a	 través	 de	 la	 turbulenciade	 nuestra	 vida	 interna,	 del	 mundo
interpersonal	y	de	los	retos	que	la	vida	nos	depara[13].
Davidson	descubrió	que,	en	los	momentos	de	mayor	concentración,	los	circuitos
cerebrales	 de	 la	 corteza	 prefrontal	 se	 sincronizan	 con	 el	 objeto	 de	 esa	 emisión	 de
conciencia,	 en	 un	 estado	 denominado	 «cierre	 de	 fase»[14].	 Si,	 cuando	 oye	 un
determinado	 tono,	 la	 persona	 presiona	 un	 botón,	 las	 señales	 electroquímicas
procedentes	de	su	región	prefrontal	se	activan	en	sincronía	muy	precisa	con	el	sonido
escuchado.
Y,	cuanto	mayor	es	la	concentración,	más	fuerte	es	también	la	conexión	neuronal.
Pero	 si,	 en	 lugar	 de	 concentración,	 lo	 que	 hay	 es	 una	maraña	 de	 pensamientos,	 la
sincronía	acaba	desvaneciéndose[15].	Y	esa	pérdida	de	sincronía	es	propia	también	de
quienes	padecen	un	trastorno	de	déficit	de	la	atención[16].
La	atención	concentrada	mejora	el	aprendizaje.	Cuando	nos	concentramos	en	 lo
que	 estamos	 aprendiendo,	 el	 cerebro	 relaciona	 la	 nueva	 información	 con	 la	 que	 ya
conocemos	y	establece	nuevas	conexiones	neuronales.	Si,	mientras	usted	y	un	niño
pequeño	 prestan	 juntos	 atención	 a	 algo,	 usted	 lo	 nombra,	 el	 niño	 aprenderá	 ese
nombre,	cosa	que	no	sucederá	en	el	caso	de	que	la	concentración	del	niño	sea,	por	el
contrario,	pobre.
Cuando	 nuestra	 mente	 divaga,	 nuestro	 cerebro	 activa	 una	 serie	 de	 circuitos
relativos	a	cosas	que	nada	 tienen	que	ver	con	 lo	que	estamos	 tratando	de	aprender.
Por	ello	es	tan	difuso	el	recuerdo	de	lo	aprendido	mientras	estamos	distraídos.
Desatender
Hagamos	ahora	un	rápido	examen:
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¿Cuál	 es	 el	 término	 técnico	 utilizado	 para	 referirnos	 a	 la	 sincronía	 entre	 las
ondas	cerebrales	y	el	sonido	escuchado?
¿Cuáles	son	las	dos	grandes	modalidades	de	distracción?
¿Cuál	es	el	predictor	del	resultado	de	los	atletas	universitarios?
Si	 puede	 responder	 de	 memoria	 a	 estas	 preguntas,	 habrá	 estado	 manteniendo,
mientras	 leía,	 una	 atención	 concentrada.	 Las	 respuestas	 aparecen	 en	 las	 últimas
páginas	del	libro[17].
Si	no	puede	recordar	las	respuestas,	será	porque,	de	vez	en	cuando,	mientras	leía,
estaba	distraído.
Y	 también	 debe	 saber	 que,	 en	 este	 sentido,	 usted	 no	 es	 el	 único.	 La	mente	 del
lector	 suele	 divagar	 entre	 el	 20	 y	 40%	 del	 tiempo	 que	 dedica	 a	 la	 lectura.	 No	 es
sorprendente	 que	 esto	 tenga,	 para	 los	 estudiantes,	 un	 coste	muy	 elevado,	 porque	 la
comprensión	es	inversamente	proporcional	a	la	distracción[18].
Y,	en	el	caso	de	que	el	texto	contenga	algún	error	como,	en	el	ejemplo,	«debemos
ahorrar	algo	de	circo	para	el	dinero»,	en	 lugar	de	«debemos	ahorrar	algo	de	dinero
para	 el	 circo»,	 los	 lectores	 seguirán	 leyendo,	 el	 30%	 de	 las	 veces,	 aun	 cuando	 no
estén	distraídos,	hasta	caer	en	cuenta	del	error,	un	promedio	de	17	palabras	más.
Cuando	leemos	un	libro,	un	blog	o	cualquier	narración,	nuestra	mente	elabora	un
modelo	o	red	mental	que	nos	conecta	con	el	universo	de	modelos	almacenados	que
giran	en	torno	al	mismo	tema	y	nos	ayuda	a	dar	sentido	a	lo	que	estamos	leyendo.	En
esa	 amplia	 red	 de	 comprensión	 descansa	 el	 núcleo	 del	 aprendizaje.	 Cuanto	 más
distraídos	 estemos	 durante	 la	 elaboración	 de	 ese	 tejido	 y	 más	 largo	 sea	 el	 lapso
transcurrido	 hasta	 darnos	 cuenta	 de	 que	 nos	 hemos	 distraído,	 más	 grande	 será	 el
agujero	de	dicha	red	y	más	cosas,	en	consecuencia,	se	nos	escaparán.
Cuando	 leemos	 un	 libro,	 nuestro	 cerebro	 establece	 una	 red	 de	 caminos	 que
encarnan	ese	conjunto	de	ideas	y	experiencias.	Comparemos	ahora	esa	comprensión
profunda	 con	 las	 distracciones	 e	 interrupciones	 características	 de	 internet.	 El
bombardeo	de	 textos,	vídeos	e	 imágenes	y	 los	variados	mensajes	que	 recibimos	en
línea	 parecen	 ser	 la	 contrapartida	 exacta	 de	 lo	 que	Nicholas	Carr	 llamaba	 «lectura
profunda»	y	que	no	se	caracteriza	por	la	concentración	e	inmersión	en	un	tema,	sino
por	saltar	de	un	tema	a	otro	atrapando	«factoides»	inconexos[19].
Existe	el	peligro,	cuando	la	educación	se	adentra	en	el	territorio	de	la	Red,	de	que
la	masa	de	distracciones	multimedia	a	la	que	llamamos	internet	acabe	obstaculizando
el	aprendizaje.	Durante	la	década	de	los	años	cincuenta,	el	filósofo	Martin	Heidegger
nos	 advirtió	 en	 contra	 de	 la	 amenazadora	 «marea	 de	 revolución	 tecnológica»	 que
podría	«cautivar,	hechizar,	deslumbrar	y	seducir	al	ser	humano	hasta	tal	punto	que	el
pensamiento	 calculador	 acabase	 convirtiéndose	 […]	 en	 el	 único	 tipo	 de
pensamiento»[20].	 Y	 eso	 podría	 desembocar	 en	 la	 pérdida	 de	 la	 modalidad	 de
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reflexión	 llamada	 «pensamiento	 meditativo»	 a	 la	 que	 Heidegger	 consideraba	 la
esencia	de	nuestra	humanidad.
Este	 comentario	 me	 parece	 una	 advertencia	 en	 contra	 de	 la	 mengua	 de	 la
capacidad,	 básica	 para	 la	 reflexión,	 de	 mantener	 ininterrumpidamente	 un	 hilo
narrativo.	El	pensamiento	profundo	requiere	de	una	mente	concentrada.	Cuanto	más
distraídos	estamos,	más	superficiales	son	nuestras	reflexiones,	y,	cuanto	más	breves
estas,	más	triviales	también	nuestras	conclusiones.	Es,	por	tanto,	muy	probable	que,
de	seguir	Heidegger	vivo,	se	horrorizase	ante	la	necesidad	de	limitar	sus	comentarios
al	estrecho	margen	impuesto	por	140	caracteres.
¿Ha	encogido	nuestra	atención?
Una	orquesta	de	swing	de	Shanghái	tocaba	música	lounge	en	un	salón	de	congresos
atestado	 por	 cientos	 de	 personas.	 Y,	 en	medio	 de	 toda	 esa	 actividad,	 Clay	 Shirky,
sentado	ante	una	pequeña	mesa	de	bar	circular,	no	dejaba	de	aporrear	furiosamente	el
teclado	de	su	laptop.
Hacía	 años	 que	 había	 entablado	 contacto	 con	Clay,	 un	 estudioso	 de	 los	medios
sociales	formado	en	la	Universidad	de	Nueva	York,	aunque	todavía	no	había	tenido	la
ocasión	 de	 encontrarme	 con	 él	 personalmente.	 Permanecí	 varios	 minutos	 a	 su
derecha,	a	menos	de	un	metro	de	distancia,	 fuera	de	su	campo	de	atención,	pero	al
alcance	de	su	visión	periférica,	si	es	que	prestaba	atención	a	esa	banda.	El	hecho	es
que	Clay	no	se	percató	de	mi	presencia	hasta	que	pronuncié	su	nombre,	momento	en
el	 cual,	 sobresaltado,	 levantó	 la	mirada	 y	 empezamos	 a	 hablar.	 La	 atención	 es	 una
capacidad	limitada	y	la	concentración	de	Clay	parece	coparla	por	completo	hasta	que
la	dirige	hacia	mí.
«Siete	más	o	menos	dos»	chunks	 de	 información	ha	 sido	 considerado,	 desde	 la
década	de	los	cincuenta,	el	límite	superior	del	foco	de	atención,	cuando	Neal	Miller
propuso,	en	uno	de	sus	más	influyentes	artículos	de	psicología,	 lo	que	denominó	su
«número	mágico»[21].
Más	recientemente,	sin	embargo,	algunos	científicos	cognitivos	han	afirmado	que
el	límite	superior	es	de	4	chunks[22].	Lo	que	más	llamó	entonces	la	limitada	atención
del	público	(durante	un	breve	periodo	de	tiempo,	todo	hay	que	decirlo),	mientras	el
nuevo	meme	se	difundía,	 fue	que	 la	capacidad	mental	parecía	haber	experimentado
una	 contracción	 de	 7	 a	 4	 bits	 de	 información.	 «Se	 ha	 descubierto	 —proclamó
entonces	un	sitio	web	dedicado	a	la	ciencia—	que	el	límite	de	la	mente	son	4	bits	de
información»[23].
Hubo	quienes	interpretaron	ese	dato	como	el	merecido	castigo	por	la	distracción
característica	del	siglo	XXI,	dando	así	abiertamente	por	sentada	la	contracción	de	esa
capacidad	mental	fundamental.
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Pero	 esa	 es	 una	 interpretación	 equivocada	 porque,	 según	 Justin	 Halberda,
científico	cognitivo	de	la	Universidad	de	Johns	Hopkins:	«La	memoria	operativa	no
se	ha	encogido.	No	se	trata	de	que,	fruto	de	la	televisión,	nuestra	memoria	operativa
se	haya	reducido»,	es	decir,	de	que	todo	el	mundo,	en	los	años	cincuenta,	tuviese	un
límite	superior	de	7	más	o	menos	2	bits	de	información	y	de	que,	en	la	actualidad,	ese
límite	sea	de	4.
«La	 mente,	 muy	 al	 contrario,	 trata	 de	 aprovechar	 lo	 mejor	 que	 puede	 sus
limitados	 recursos	 —prosigue	 Halberda—.	 Por	 ello	 apelamos	 a	 estrategias	 que
ayuden	a	la	memoria»,	como	agruparelementos	diferentes	(como	4,	6,	0,	0	y	3)	en	un
solo	chunk	 (que	 puede	 ser,	 pongamos	 por	 caso,	 el	 distrito	 postal	 46003).	 «Es	muy
probable	que	el	límite	de	una	tarea	de	memoria	sea	de	7	más	o	menos	2	bits	y	que,
empleando	diferentes	estrategias	de	memoria,	ese	límite	se	descomponga	en	otro	de	4
más	menos	3	o	4.	Dependiendo,	pues,	del	modo	en	que	los	midamos,	4	y	7	son	dos
límites	adecuados».
Y	 el	 supuesto	 de	 que,	 durante	 la	 multitarea,	 nuestra	 atención	 se	 «divide»,	 es
también,	desde	la	perspectiva	de	la	ciencia	cognitiva,	falso.	La	atención	es	un	canal
estrecho	 y	 fijo	 que	 no	 podemos	 escindir.	 En	 lugar	 de	 dividir	 simultáneamente	 la
atención,	lo	que	realmente	hacemos	es	llevarla	de	un	lado	a	otro.	Es	como	si	hubiese
un	 interruptor	que	alternase	rápidamente	 la	atención	entre	 la	modalidad	abierta	y	 la
modalidad	concentrada.
«El	 recurso	 más	 precioso	 de	 un	 ordenador	 no	 está	 en	 su	 procesador,	 en	 su
memoria,	 en	 su	disco	duro	ni	 en	 la	 red,	 sino	 en	 la	 atención	humana»,	 concluye	un
grupo	 de	 investigación	 de	 la	 Universidad	 de	 Carnegie	 Mellon[24].	 Y	 la	 solución
esbozada	 para	 resolver	 los	 problemas	 generados	 por	 este	 cuello	 de	 botella	 gira	 en
torno	a	la	minimización	de	las	distracciones.	El	proyecto	Aura	[un	novedoso	sistema
de	 iluminación	 destinado	 a	maximizar	 las	 probabilidades	 de	 que	 una	 bicicleta,	 por
ejemplo,	 sea	 vista	 desde	 cualquier	 ángulo]	 se	 centra	 en	 la	 eliminación	 de	 los
problemas	técnicos	molestos	de	los	sistemas,	que	tanta	pérdida	de	tiempo	acarrean.
Por	 más	 loable	 que	 sea,	 sin	 embargo,	 el	 objetivo	 de	 descubrir	 un	 sistema	 de
computación	 sencillo	 no	 nos	 lleva	 muy	 lejos.	 La	 solución	 que	 precisamos	 no	 es
tecnológica,	 sino	 cognitiva.	 Y	 ello	 es	 así	 porque	 la	 fuente	 de	 las	 distracciones	 no
radica	en	la	tecnología,	sino	en	nuestra	cabeza.
Y	esto	es	algo	que	me	llevó	de	nuevo	a	Clay	Shirky	y,	muy	especialmente,	a	su
investigación	 sobre	 los	 medios	 sociales[25].	 Aunque	 nadie	 pueda	 concentrarse
simultáneamente	en	todo,	podemos	crear	juntos	una	atención	colectiva	que	posea	un
ancho	de	banda	al	que	cualquiera,	cuando	lo	necesite,	pueda	conectarse.	Y	el	ejemplo
que,	en	este	mismo	sentido,	nos	proporciona	Wikipedia	resulta	muy	ilustrativo.
Como	 dice	 Shirky	 en	 su	 libro	 Here	 Comes	 Everybody,	 la	 atención	 (como	 la
memoria	 o	 cualquier	 experiencia	 cognitiva)	 puede	 ser	 considerada	 como	 una
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capacidad	distribuida	entre	muchas	personas.	«Lo	que	ahora	es	una	tendencia	al	alza»
indica	 el	 modo	 en	 que	 distribuimos	 nuestra	 atención	 colectiva.	 Y	 aunque	 haya
quienes	 afirmen	 que	 el	 aprendizaje	 memorísitico	 o	 tecnológicamente	 asistido	 nos
embota,	no	debemos	olvidar	que	también	puede	contribuir	a	crear	una	prótesis	mental
que	amplíe	el	rango	de	nuestra	atención	individual.
Nuestro	 capital	 social	 —y	 la	 amplitud	 de	 nuestra	 atención—	 aumenta	 en	 la
medida	 en	 que	 lo	 hace	 el	 número	 de	 vínculos	 sociales	 que	 nos	 proporcionan
información	 crucial,	 como	 el	 conocimiento	 tácito,	 independientemente	 de	 que
estemos	refiriéndonos	a	un	nuevo	vecindario	o	a	una	nueva	organización,	del	«modo
en	que	aquí	funcionan	las	cosas».	Las	relaciones	informales	pueden	convertirse	así	en
ojos	 y	 oídos	 extras	 abiertos	 al	 mundo	 o	 fuentes	 [en	 la	 acepción	 periodística	 del
término]	clave	de	la	guía	que	necesitamos	para	movernos	en	ecosistemas	sociales	y
de	información	complejos.	Las	personas	suelen	tener	unos	cuantos	lazos	muy	fuertes
(es	 decir,	 amigos	 en	 los	 que	 confían)	 y	 centenares	 de	 lazos	 débiles	 (como,	 por
ejemplo,	 los	 «amigos»	 de	 Facebook).	 Estos	 últimos	 poseen	 un	 alto	 valor	 como
potenciadores	de	nuestra	capacidad	de	atención	y	fuente	de	comentarios	sobre	ofertas
de	trabajo,	ocasiones	de	compra	y	posible	pareja[26].
La	 coordinación	 entre	 lo	 que	 vemos	 y	 lo	 que	 sabemos	 enriquece	 nuestro
funcionamiento	 cognitivo.	Y	 es	 que	 aunque,	 en	 un	determinado	momento,	 la	 cuota
disponible	de	memoria	operativa	 sea	pequeña,	 el	monto	global	 de	 información	que
podemos	 recibir	 y	 emitir	 a	 través	 de	 esa	 estrecha	 rendija	 resulta	 extraordinario.	La
inteligencia	 colectiva	 de	 un	 grupo	 (es	 decir,	 lo	 que	 ven	muchos	 ojos)	 promete	 ser
mucho	 mayor	 que	 la	 suma	 de	 la	 inteligencia	 de	 los	 diferentes	 individuos	 que	 lo
componen	y	amplia,	por	ello	mismo,	nuestro	foco.
Una	 investigación,	 llevada	 a	 cabo	 en	 el	 MIT	 [Massachusetts	 Institute	 of
Technology],	sobre	la	inteligencia	colectiva	considera	que	esta	capacidad	emergente
se	ve	instigada	por	el	modo	en	que	compartimos	nuestra	atención	en	internet.	Esta	es
una	afirmación	que	habitualmente	 se	 ilustra	con	el	 siguiente	ejemplo:	mientras	que
millones	 de	 sitios	 web	 orientan	 nuestra	 atención	 hacia	 nichos	 muy	 estrechos,	 la
búsqueda	en	la	Red	favorece	la	selección	y	orientación	de	nuestro	foco	de	atención	de
modo	que	podamos	servirnos	eficazmente	de	todo	ese	esfuerzo	cognitivo[27].
«¿Cómo	podemos	conectar	a	personas	y	ordenadores	—se	pregunta	el	grupo	del
MIT	en	cuestión—	de	un	modo	que	aumente	nuestra	inteligencia	colectiva	más	allá
de	la	de	cualquier	persona	o	grupo	aislado?».
O,	como	dicen	 los	 japoneses:	«Todos	somos	más	 inteligentes	que	cualquiera	de
nosotros	aisladamente	considerado».
¿Le	gusta	lo	que	hace?
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La	pregunta	más	importante	es:	¿Es	usted	feliz	cuando	se	levanta	para	ir	a	trabajar?
Una	 investigación	realizada	por	Howard	Gardner,	de	Stanford,	William	Damon,
de	Harvard,	y	Csikszentmihalyi,	de	Claremont,	se	centró	en	lo	que	ellos	llamaban	un
«buen	trabajo»,	una	combinación	entre	la	ética	(es	decir,	lo	que	uno	cree	que	le	gusta)
y	aquello	en	lo	que	destaca	(es	decir,	lo	que	realmente	le	gusta)[28].	Las	vocaciones	de
alta	absorción	son	aquellas	en	las	que	las	personas	aman	lo	que	hacen.	El	placer	y	la
absorción	plena	en	lo	que	nos	gusta	son	los	indicadores	emocionales	del	flujo.
No	 es	 habitual	 ver,	 en	 la	 vida	 cotidiana,	 a	 personas	 que	 se	 hallan	 en	 estado	 de
flujo[29].	 Un	muestreo	 al	 azar	 del	 estado	 de	 ánimo	 revela	 que,	 la	 mayor	 parte	 del
tiempo,	 las	 personas	 están	 estresadas	 o	 aburridas	 y	 que	 solo	 de	 manera	 ocasional
experimentan	 lapsos	 de	 flujo.	El	 20%,	 según	 parece,	 de	 las	 personas	 experimentan
momentos	de	flujo	al	menos	una	vez	al	día	y	en	torno	al	15%	jamás	entran	en	dicho
estado.
Una	 de	 las	 claves	 para	 intensificar	 nuestra	 conexión	 con	 el	 estado	 de	 flujo
consiste	en	sintonizar	lo	que	hacemos	con	lo	que	nos	gusta,	como	sucede	en	el	caso
de	 quienes	 tienen	 la	 inmensa	 fortuna	 de	 disfrutar	 de	 su	 trabajo.	 Las	 personas	 con
éxito	 son,	 independientemente	del	 entorno	considerado,	 las	que	han	 sabido	dar	con
esa	combinación.
Son	varias,	además	del	cambio	de	profesión,	las	puertas	de	acceso	al	flujo.	Una	de
ellas	consiste	en	acometer	tareas	cuya	exigencia	se	aproxime,	sin	superarlo,	al	límite
superior	de	nuestras	habilidades.	Otra	vía	 consiste	 en	hacer	 algo	que	nos	 apasione,
porque	el	estado	de	flujo	se	ve	 impulsado	por	 la	motivación.	El	objetivo	último,	en
cualquiera	 de	 los	 casos,	 consiste	 en	 alcanzar	 la	 concentración	 plena,	 porque	 la
concentración,	independientemente	de	la	forma	en	que	la	movilicemos	o	del	modo	en
que	lleguemos	a	ella,	favorece	el	flujo.
El	estado	cerebral	óptimo	para	llevar	a	cabo	un	buen	trabajo	se	caracteriza	por	la
armonía	 neuronal,	 es	 decir,	 por	 la	 elevada	 interconexión	 entre	 diferentes	 regiones
cerebrales[30].	Los	circuitos	necesarios	para	la	tarea	en	curso	se	hallan,	en	ese	estado,
muy	activos,	mientras	que	los	irrelevantes,	por	el	contrario,	permanecen	en	silencio,
lo	 que	 favorece	 la	 conexión	 del	 cerebro	 con	 las	 exigencias	 del	 momento.	 Cuando
nuestro	 cerebro	 se	 adentra	 en	 esa	 dimensión	 óptima	 entramos	 en	 flujo,	 con	 lo	 que
nuestro	trabajo,	en	consecuencia,	hagamos	lo	que	hagamos,es	excelente.
Las	 investigaciones	 realizadas	 al	 respecto	 en	 el	 entorno	 laboral	 ponen,	 sin
embargo,	 de	 relieve	 que	 la	 gente	 se	 halla	 en	 estados	 cerebrales	 muy	 diferentes.
Fantasean,	pierden	el	tiempo	navegando	por	la	web	o	YouTube	y	se	limitan	a	hacer	lo
imprescindible.	 Su	 atención,	 dicho	 de	 otro	 modo,	 se	 halla	 muy	 dispersa.	 Y	 esa
indiferencia	 y	 falta	 de	 compromiso	 se	 hallan,	 especialmente	 en	 los	 trabajos	 poco
exigentes	 y	 repetitivos,	muy	 extendidas.	 Para	 acercar	 al	 trabajador	 desmotivado	 al
estado	 de	 flujo	 es	 necesario	 intensificar	 la	motivación	 y	 el	 entusiasmo,	 evocar	 una
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sensación	de	objetivo	y	agregar	una	pizca	de	presión.
Otro	grupo	considerable,	por	el	contrario,	se	halla	atrapado	en	un	estado	que	los
neurobiólogos	 denominan	 «agotamiento	 extremo»,	 en	 el	 que	 el	 estrés	 continuo
inunda	 su	 sistema	 nervioso	 con	 oleadas	 de	 cortisol	 y	 adrenalina.	De	 ese	modo,	 su
atención	 no	 se	 centra	 tanto	 en	 su	 trabajo,	 sino	 que	 se	 fija	 obsesivamente	 en	 sus
preocupaciones,	un	estado	que	suele	desembocar	en	el	llamado	burnout	[quemado].
La	atención	plena	nos	abre	una	puerta	de	acceso	al	flujo.	Pero,	cuando	decidimos
concentrarnos	en	una	cosa,	 ignorando	al	mismo	 tiempo	el	 resto,	nos	enfrentamos	a
una	 tensión	 constante,	 habitualmente	 invisible,	 entre	 dos	 regiones	 cerebrales	 muy
diferentes,	la	superior	y	la	inferior.
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3.	La	atención	superior	y	la	atención	inferior
«Yo	dirigí	mi	 atención,	 sin	mucho	 éxito,	 todo	 hay	 que	 decirlo,	 hacia	 el	 estudio	 de
algunas	cuestiones	aritméticas	—escribió	el	matemático	francés	del	siglo	XIX	Henri
Poincaré—.	 Disgustado	 con	 mi	 fracaso,	 me	 fui	 a	 pasar	 unos	 días	 a	 orillas	 del
mar»[31].
Una	mañana,	mientras	caminaba	por	un	acantilado	sobre	el	océano,	Poincaré	se
dio	 súbitamente	 cuenta,	 de	 «que	 las	 transformaciones	 aritméticas	 de	 las	 fórmulas
cuadrática	 ternarias	 indeterminadas	 eran	 idénticas	 a	 las	 de	 la	 geometría	 no-
euclidiana».
Los	detalles	concretos	de	esa	demostración	no	 importan	aquí	 (afortunadamente,
porque	yo	ni	siquiera	entiendo	los	conceptos	matemáticos	señalados),	lo	que	aquí	nos
interesa	es	el	modo	en	que	esta	revelación	llegó	a	Poincaré	ataviada	con	los	rasgos	de
«lo	 breve,	 lo	 inesperado	 y	 una	 sensación	 de	 certeza	 inmediata».	O,	 dicho	 en	 otras
palabras,	se	vio	tomado	por	sorpresa.
La	 historia	 de	 la	 creatividad	 abunda	 en	 este	 tipo	 de	 relatos.	 Karl	 Gauss,	 el
matemático	del	siglo	XVIII,	se	empeñó	infructuosamente,	durante	cuatro	largos	años,
en	demostrar	un	teorema.	Un	buen	día,	sin	embargo,	la	solución	se	le	apareció	«en	un
súbito	 fogonazo»,	sin	que	pudiera	describir	el	hilo	de	pensamientos	que	conectaron
esos	arduos	años	de	trabajo	con	ese	destello	de	comprensión.
¿Pero	por	qué	sorprendernos?	Nuestro	cerebro	cuenta	con	dos	sistemas	mentales
separados	y	relativamente	independientes.	Uno	tiene	un	gran	poder	de	computación	y
ronronea	de	continuo	con	la	intención	de	resolver	nuestros	problemas,	hasta	que	nos
sorprende	con	la	solución	súbita	a	una	compleja	deliberación.	Pero,	como	opera	más
allá	 del	 horizonte	 de	 la	 consciencia	 despierta,	 permanecemos	 ciegos	 a	 su
funcionamiento.	 Este	 sistema	 nos	 brinda	 los	 frutos	 de	 su	 inmensa	 labor	 como	 si
procedieran	de	ningún	lugar	y	en	una	multitud	de	formas,	desde	establecer	la	sintaxis
de	una	frase	hasta	elaborar	una	compleja	demostración	matemática.
Esta	 forma	 de	 atención,	 que	 discurre	 entre	 bambalinas,	 suele	 irrumpir,	 en
ocasiones	 de	 un	modo	 completamente	 inesperado,	 en	 el	 centro	 del	 escenario.	 Hay
veces	en	que,	mientras	hablamos	por	teléfono	estando	detenidos	ante	un	semáforo	en
rojo	 (el	 lector	 debe	 saber	 que	 la	 parte	 que	 se	 encarga	de	 conducir	 se	 halla,	 por	 así
decirlo,	detrás	de	la	mente),	el	bocinazo	del	coche	que	nos	sucede	nos	advierte	que	el
semáforo	ha	entrado	en	fase	verde.
Aunque	 la	mayor	parte	de	este	cableado	neuronal	se	asiente	en	 la	parte	 inferior
del	cerebro	(es	decir,	en	los	circuitos	subcorticales),	los	frutos	de	su	esfuerzo	afloran
súbitamente	en	nuestra	conciencia	avisando	al	neocórtex	(es	decir,	a	los	estratos	más
elevados	del	cerebro).	Fue	esta	vía	procedente	de	los	estratos	cerebrales	inferiores	la
que	permitió	a	Poincaré	y	Gauss	cosechar	sus	recién	mencionados	descubrimientos.
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La	expresión	«ascendente»	[o	«de	abajo	arriba»]	ha	acabado	convirtiéndose	en	la
habitualmente	 utilizada	 por	 la	 ciencia	 cognitiva	 para	 referirse	 a	 las	 operaciones
llevadas	a	cabo	por	 la	maquinaria	neuronal	propia	del	cerebro	 inferior[32].	Y,	por	 la
misma	 razón,	 la	 expresión	 «descendente»	 [o	 «de	 arriba	 abajo»]	 se	 refiere	 a	 la
actividad	mental	 (de	 origen	 principalmente	 neocortical)	 que	 controla	 e	 impone	 sus
objetivos	 sobre	 el	 funcionamiento	 subcortical.	Es	 como	 si,	 en	 este	 sentido,	 hubiese
dos	mentes	funcionando	simultáneamente.
La	mente	de	abajo	arriba:
es	más	rápida	en	tiempo	cerebral,	ya	que	discurre	en	términos	de	milisegundos;
es	involuntaria	y	automática,	porque	siempre	está	en	funcionamiento;
es	intuitiva	y	opera	a	través	de	redes	de	asociaciones;
está	motivada	por	impulsos	y	emociones;
se	ocupa	de	llevar	a	cabo	nuestras	rutinas	habituales	y	guiar	nuestras	acciones,	y
gestiona	nuestros	modelos	mentales	del	mundo.
Y	la	mente	de	arriba	abajo:
es	más	lenta;
es	voluntaria;
es	esforzada;
es	 asiento	 del	 autocontrol,	 capaz	 de	 movilizar	 rutinas	 automáticas	 y	 acallar
impulsos	emocionales,	y
es	capaz	de	aprender	nuevos	modelos,	esbozar	nuevos	planes	y	hacerse	cargo,	en
cierta	medida,	de	nuestro	repertorio	automático.
La	atención	voluntaria,	la	voluntad	y	la	decisión	intencional	emplean	los	circuitos	de
arriba	abajo,	mientras	que	la	atención	reflexiva,	el	impulso	y	los	hábitos	rutinarios	lo
hacen,	por	su	parte,	de	abajo	arriba	(como	sucede,	por	ejemplo,	cuando	un	anuncio
ingenioso	o	un	 traje	 elegante	 llaman	nuestra	 atención).	Cuando	decidimos	 conectar
con	la	belleza	de	una	puesta	de	sol,	concentrarnos	en	lo	que	estamos	leyendo	o	hablar
con	alguien,	 entramos	en	una	modalidad	de	 funcionamiento	descendente.	El	ojo	de
nuestra	mente	ejecuta	una	danza	continua	entre	la	modalidad	de	atención	ascendente
(atrapada	por	los	estímulos)	y	la	modalidad	descendente	(voluntariamente	dirigida).
El	 sistema	 multitarea	 ascendente	 escanea	 en	 paralelo	 una	 gran	 cantidad	 de
entradas,	 como	 rasgos	 de	 nuestro	 entorno	 que	 todavía	 no	 han	 llegado	 a	 ocupar	 el
centro	de	nuestra	atención	y,	después	de	analizar	lo	que	se	halla	dentro	del	rango	de
nuestro	 campo	 perceptual,	 nos	 informa	 de	 aquello	 que	 ha	 seleccionado	 como	más
relevante.	Nuestra	mente	descendente	procesa	secuencialmente,	en	cambio,	las	cosas,
una	 tras	otra,	 lleva	a	cabo	un	análisis	más	concienzudo	y	necesita	más	 tiempo	para
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decidir	lo	que	nos	presentará.
Resulta	muy	curioso	que,	en	una	especie	de	 ilusión	óptica,	nuestra	mente	acabe
equiparando	 lo	 que	 ocupa	 el	 centro	 de	 la	 conciencia	 con	 la	 totalidad	 de	 nuestras
operaciones	mentales.	Pero	lo	cierto	es	que	la	inmensa	mayoría	de	estas	no	ocupan	el
centro	del	escenario,	sino	que	 lo	hacen	entre	el	 ronroneo	del	 funcionamiento	de	 los
sistemas	ascendentes,	entre	bambalinas,	en	el	trasfondo	de	nuestra	mente.
Gran	parte	de	aquello	en	lo	que	la	mente	descendente	cree	decidir	concentrarse,
pensar	y	planear	voluntariamente	—si	no	todo,	en	opinión	de	algunos—	discurre,	de
hecho,	 por	 los	 circuitos	 ascendentes.	 Si	 se	 tratara	 de	 una	 película,	 comenta
irónicamente	al	respecto	el	psicólogo	Daniel	Kahneman,	la	mente	descendente	sería
«un	personaje	secundario	que	se	toma	por	el	protagonista»[33].
Con	 un	 origen	 que	 se	 remonta	 a	 millones	 de	 años	 atrás	 en	 la	 historia	 de	 la
evolución,	los	veloces	circuitos	ascendentes	favorecen	el	pensamiento	a	corto	plazo,
los	impulsosy	la	toma	rápida	de	decisiones.	Las	áreas	superior	y	frontal	del	cerebro	y
los	 circuitos	 descendentes	 son,	 por	 el	 contrario,	 unos	 recién	 llegados,	 porque	 su
maduración	plena	solo	se	produjo	hace	unos	centenares	de	miles	de	años.
Los	circuitos	descendentes	agregan	al	repertorio	de	nuestra	mente	talentos	como
la	autoconciencia,	la	reflexión,	la	deliberación	y	la	planificación.	Se	trata	de	un	foco
intencional	que	proporciona	a	la	mente	una	palanca	para	equilibrar	nuestro	cerebro.	A
medida	 que	 cambiamos	 nuestra	 atención	 de	 una	 tarea,	 plan,	 sensación	 o	 similar	 a
otro,	 se	 activan	 los	 circuitos	 cerebrales	 correspondientes.	 Basta	 con	 evocar	 un
recuerdo	 feliz	 para	 que	 se	 estimulen	 las	 neuronas	 del	 placer	 y	 el	 movimiento;	 es
suficiente	con	el	simple	recuerdo	del	funeral	de	un	ser	querido	para	que	se	activen	los
circuitos	 de	 la	 tristeza,	 y	 el	mero	 ensayo	mental	 de	 un	 golpe	 de	 golf	 fortalece,	 del
mismo	modo,	la	activación	de	los	axones	y	dendritas	que	se	encargan	de	orquestar	los
correspondientes	movimientos.
El	cerebro	humano	 forma	parte	de	un	diseño	evolutivo	que,	pese	a	 ser	bastante
bueno,	no	es	perfecto[34].	El	sistema	ascendente	más	antiguo	funcionó	bastante	bien
durante	 la	 mayor	 parte	 de	 la	 prehistoria,	 pero	 son	 varios	 los	 problemas	 que
actualmente	 nos	 provoca	 su	 diseño.	 Se	 trata	 de	 un	 sistema	 que	 sigue	 siendo
dominante	 y	 suele	 funcionar	 bien,	 pero	 hay	 casos,	 como	 indican,	 por	 ejemplo,	 las
adicciones,	 las	compras	compulsivas	y	 los	adelantamientos	 imprudentes,	en	 los	que
las	cosas	parecen	salirse	de	madre.
La	 necesidad	 de	 supervivencia	 instaló	 en	 nuestro	 cerebro,	 durante	 su	 temprana
evolución,	programas	ascendentes	destinados	a	la	procreación	y	la	crianza	y	a	separar
lo	que	nos	resulta	placentero	de	lo	que	nos	desagrada,	para	poder	escapar	así	de	las
amenazas	 y	 aproximarnos	 a	 las	 fuentes	 de	 alimento.	 En	 el	 mundo	 actual,	 sin
embargo,	 a	 menudo	 necesitamos,	 para	 contrarrestar	 esta	 corriente	 de	 caprichos	 e
impulsos	ascendentes,	aprender	a	gestionar	la	dimensión	descendente	de	nuestra	vida.
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La	balanza	de	estos	dos	sistemas	se	inclina	siempre,	por	una	simple	cuestión	de
economía	energética,	del	lado	del	platillo	ascendente.	Los	esfuerzos	cognitivos,	como
los	 impuestos,	por	 ejemplo,	por	 el	 aprendizaje	de	 las	nuevas	 tecnologías,	 requieren
atención	 y	 exigen	 un	 coste	 energético.	 Pero,	 cuanto	más	 ejercitamos	 una	 actividad
anteriormente	novedosa,	más	rutinaria	se	torna	y	más	asumida,	en	consecuencia,	por
los	circuitos	ascendentes,	sobre	todo	por	la	red	neuronal	de	los	ganglios	basales,	una
masa	del	 tamaño	de	una	pelota	de	golf	ubicada,	como	su	nombre	indica,	en	la	base
del	 cerebro,	 justo	 encima	 de	 la	 médula	 espinal.	 Cuanto	 más	 ejercitamos	 una
determinada	 rutina,	 mayor	 es	 la	 participación	 en	 ella	 de	 los	 ganglios	 basales,	 en
detrimento	de	otras	regiones	del	cerebro.
La	distribución	de	las	tareas	mentales	entre	los	circuitos	ascendente	y	descendente
se	atiene	al	criterio	de	obtener,	con	el	mínimo	esfuerzo,	el	máximo	resultado.	Por	eso,
cuando	 la	 familiaridad	 acaba	 simplificando	 una	 determinada	 rutina,	 su	 control
cambia,	en	una	transferencia	neuronal	que,	cuanto	más	se	automatiza,	menos	atención
requiere,	de	descendente	a	ascendente.
El	pico	de	automaticidad	puede	advertirse	durante	el	 estado	de	 flujo,	 cuando	 la
experiencia	 nos	 permite	 prestar	 una	 atención	 sin	 esfuerzo	 a	 una	 tarea	 exigente,
independientemente	de	que	se	trate	de	una	partida	entre	maestros	de	ajedrez,	de	una
carrera	de	Fórmula	1	o	de	pintar	al	óleo.	Todas	estas	actividades	requieren,	cuando	no
las	 hemos	 ejercitado	 suficientemente,	 una	 atención	 deliberada.	 Dominadas,	 sin
embargo,	las	habilidades	necesarias	para	satisfacer	la	demanda,	dejan	de	imponer	un
esfuerzo	 cognitivo	 adicional	 y	 liberan	 nuestra	 atención,	 que	 podemos	 destinar
entonces	al	logro	de	cotas	más	elevadas	de	desempeño.
Según	 dicen	 los	 auténticos	 campeones,	 en	 los	 niveles	 más	 elevados,	 cualquier
competición	con	adversarios	que	hayan	practicado	tantas	miles	de	horas	como	ellos
se	 convierte	 en	 un	 juego	mental.	El	 estado	mental	 es	 el	 que	 determina	 entonces	 el
grado	de	concentración	y	también,	en	consecuencia,	el	grado	de	desempeño.	Cuanto
más	pueda	uno	relajarse	y	confiar	en	el	sistema	ascendente,	más	libre	y	ágil	se	tornará
su	mente.
Consideremos,	por	ejemplo,	el	caso	de	los	quarterbacks,	esas	estrellas	de	fútbol
americano	que,	 según	afirman	 los	analistas,	 tienen	una	«gran	capacidad	para	ver	el
campo»,	 es	 decir,	 para	 interpretar	 las	 formaciones	 defensivas	 que	 emplean	 los
jugadores	 del	 equipo	 contrario	 y	 detectar	 incluso	 sus	 intenciones.	 De	 ese	 modo,
pueden	 anticiparse	 a	 sus	movimientos	 y	 ganar	 unos	 segundos	 preciosos	 en	 los	 que
elegir	al	 jugador	de	 su	equipo	que	en	mejores	condiciones	 se	halle	para	 recoger	 su
pase.	El	desarrollo	de	ese	 tipo	de	«percepción»	(la	percepción,	por	ejemplo,	de	que
hay	que	esquivar	a	tal	o	cual	jugador)	requiere	de	una	práctica	extraordinaria	que,	si
bien	al	comienzo	exige	mucha	atención,	luego	discurre	de	manera	automática.
No	es	nada	sencillo,	desde	la	perspectiva	del	procesamiento	mental,	seleccionar	al
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receptor	más	 adecuado	al	 que	 lanzar	 la	pelota	 cuando	uno	 se	halla	bajo	 el	 peso	de
varios	 cuerpos	 de	 casi	 100	 kilos.	 El	 quarterback	 debe	 procesar	 entonces
simultáneamente	 los	 caminos	 de	 acceso	 a	 dos	 receptores	 distintos,	 al	 tiempo	 que
procesa	y	 responde	a	 los	movimientos	de	 los	11	 jugadores	del	equipo	contrario,	un
desafío	 solo	 superable	 si	 los	 circuitos	 ascendentes	 están	 bien	 engrasados	 (y	 que
resultaría	abrumador	si	tuviese	que	razonar	conscientemente	cada	movimiento).
La	mejor	receta	para	el	fracaso
Lolo	Jones	fue	ganadora	de	la	carrera	femenina	de	los	100	metros	vallas	en	su	camino
a	 la	 medalla	 de	 oro	 de	 los	 Juegos	 Olímpicos	 de	 Beijing	 de	 2008.	 Durante	 los
entrenamientos,	 saltó	 sin	 problemas	 todas	 las	 vallas	 con	 un	 ritmo	 despojado	 de
esfuerzo…	hasta	que	algo	salió	mal.
La	 cosa	 fue,	 al	 comienzo,	 muy	 sutil	 y	 consistió	 en	 sentir	 que	 estaba
aproximándose	demasiado	deprisa	a	las	vallas.	Por	ello	pensó:	«Presta	atención	a	la
técnica…	Asegúrate	de	levantar	bien	las	piernas».
Pero	ese	pensamiento	la	llevó	a	esforzarse	un	poco	más	de	la	cuenta,	golpeando	la
novena	de	las	diez	vallas.	Jones	no	acabó	primera,	sino	séptima	y	sufrió	un	ataque	de
llanto	en	plena	pista[35].
Durante	 los	 Juegos	 Olímpicos	 de	 Londres	 de	 2012	 (donde	 finalmente	 acabó
cuarta),	Jones	pudo	recordar	con	toda	nitidez	el	origen	de	ese	fracaso.	Y	estoy	seguro
de	que,	si	 le	preguntásemos	a	un	neurocientífico	cuál	es	su	diagnóstico	del	error	de
Jones,	 respondería	 algo	 así:	 «Cuando,	 en	 lugar	 de	 dejar	 el	 asunto	 en	manos	 de	 los
circuitos	motores	que	habían	ejercitado	esos	movimientos	hasta	el	grado	del	dominio,
empezó	 a	 pensar	 en	 los	 detalles	 de	 la	 técnica,	 dejó	 de	 confiar	 en	 su	 sistema
ascendente	y	abrió	así	la	puerta	para	que	el	sistema	descendente	empezase	a	interferir
desde	arriba».
Los	 estudios	 cerebrales	 han	 puesto	 de	 relieve	 que	 cuestionar	 los	 detalles	 de	 la
técnica	mientras	 uno	 está	 practicando	 es,	 en	 el	 caso	 de	 un	 atleta	 de	 élite,	 la	mejor
receta	para	el	fracaso.	Cuando	los	futbolistas	tienen	que	pasar	velozmente	una	pelota,
zigzagueando	a	 través	de	una	fila	de	conos,	conscientes	del	 lado	del	pie	con	el	que
controlan	el	balón,	cometen	más	errores[36].	Y	lo	mismo	sucede	cuando	los	jugadores
de	béisbol	 centran	 su	 atención,	 cuando	 están	 a	 punto	de	devolver	 una	pelota,	 en	 si
mueven	el	bate	de	tal	o	cual	modo.
La	 corteza	 motora	 que,	 en	 el	 caso	 de	 un	 atleta	 experimentado,	 ha	 integrado
profundamente,	 después	 de	 miles	 de	 horas	 de	 práctica,	 esos	 movimientos	 en	 sus
circuitos	neuronales,funciona	mejor	cuando	lo	hace	por	su	cuenta	sin	interferencias
de	ningún	 tipo.	Cuando	 la	corteza	prefrontal	 se	activa	y	empezamos	a	pensar	en	 lo
que	estamos	haciendo	—o,	peor	todavía,	en	el	modo	en	que	lo	hacemos—,	el	cerebro
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otorga	 cierto	 control	 a	 los	 circuitos	 que,	 si	 bien	 saben	 cómo	pensar	 y	 preocuparse,
ignoran	el	modo	de	llevar	a	cabo	el	movimiento.	Y	esa	es,	independientemente	de	que
se	trate	de	una	carrera	de	100	metros	vallas	o	de	un	partido	de	fútbol	o	de	béisbol,	la
mejor	receta	para	el	fracaso.
Por	eso,	como	me	dijo	Rick	Aberman,	director	del	centro	de	alto	rendimiento	del
equipo	de	béisbol	Minnesota	Twins:	«Centrar	exclusivamente	la	atención,	durante	la
revisión	de	un	 encuentro,	 en	 lo	que	no	 hay	que	hacer	 en	 la	 siguiente	ocasión	es	 el
modo	más	seguro	de	obstaculizar	el	rendimiento	de	los	jugadores».
Y	eso	no	solo	afecta	al	ámbito	de	los	deportes.	Ponerse	exquisitamente	analítico
es	un	obstáculo	también	para	otra	actividad	como	hacer	el	amor.	Y	un	artículo	de	una
revista,	 titulado	«Ironic	 effects	of	 trying	 to	 relax	under	 stress»,	nos	proporciona	un
ejemplo	más,	 en	 este	mismo	 sentido,	 de	 los	 problemas	 que	 acompañan	 al	 empeño
intencional	de	relajarse[37].
Relajarse	 y	 hacer	 el	 amor	 son	 actividades	 que	 funcionan	 mejor	 cuando
permitimos	 que	 sucedan	 sin	 forzarlas.	 El	 sistema	 nervioso	 parasimpático,	 que	 se
activa	 durante	 este	 tipo	 de	 actividades,	 actúa	 independientemente	 del	 cerebro
ejecutivo,	que	piensa	en	ellas.
Edgar	 Allan	 Poe	 denominó	 «diablillo	 de	 lo	 perverso»	 a	 la	 desafortunada
tendencia	mental	 a	 traer	 a	 colación	algún	 tema	 sensible	que	uno	había	decidido	no
mencionar.	Y,	en	un	artículo	titulado	«How	to	Think,	Say,	or	Do	Precisely	the	Worst
Thing	 For	 Any	 Occasion»,	 el	 psicólogo	 de	 Harvard	 Daniel	 Wegner	 explica	 el
mecanismo	cognitivo	que	anima	a	ese	diablillo[38].
Estos	errores,	afirma	Wegner,	aumentan	cuando	estamos	distraídos,	estresados	o,
en	cualquier	otro	sentido,	mentalmente	cargados.	En	esas	circunstancias,	un	sistema
de	control	cognitivo,	por	 lo	general	destinado	a	controlar	 los	errores	en	que	hemos
incurrido	(como	«no	mencionar	tal	o	cual	cosa»),	puede	servir	involuntariamente	de
cebo	mental,	aumentando	la	probabilidad	de	 incurrir	en	el	mismo	error	(«mentando
precisamente	la	bicha»).
Wegner	lo	llamó	un	«error	irónico».	Cuando	invitó	a	unos	voluntarios	a	someterse
al	 experimento	 de	 tratar	 de	 no	 pensar	 en	 una	 determinada	 palabra	 descubrió	 que,
cuando	 se	 veían	presionados	 a	 responder	 con	 rapidez	 a	 una	 tarea	 asociativa,	 solían
pronunciar	precisamente	la	palabra	tabú.
La	 sobrecarga	 de	 atención	 entorpece	 el	 control	 mental.	 Por	 eso,	 cuanto	 más
estresados	nos	sentimos,	olvidamos	los	nombres	de	las	personas	que	conocemos	bien,
por	 no	 mencionar	 el	 día	 de	 su	 cumpleaños,	 nuestro	 aniversario	 y	 otros	 datos
socialmente	relevantes[39].
Otro	 ejemplo	 en	 este	 mismo	 sentido	 nos	 lo	 proporciona	 la	 obesidad.	 Los
investigadores	 han	 descubierto	 que	 la	 prevalencia	 de	 la	 obesidad	 en	 los	 Estados
Unidos	 durante	 los	 últimos	 30	 años	 mantiene	 una	 elevada	 correlación	 (nada
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accidental,	por	otra	parte)	con	el	efecto	que	ha	 tenido	en	 la	vida	de	 las	personas	 la
explosión	de	los	ordenadores	y	de	los	dispositivos	tecnológicos.	La	vida	inmersa	en
distracciones	digitales	genera	una	sobrecarga	cognitiva	casi	constante,	que	desborda
nuestra	capacidad	de	autocontrol…	en	cuyo	caso	olvidamos	nuestra	dieta	y,	sumidos
en	el	mundo	digital,	echamos	inadvertidamente	mano	a	la	bolsa	de	patatas	fritas.
El	error	descendente
En	una	encuesta	realizada	a	psicólogos	se	les	preguntaba	si	había	«algo	molesto»	que
no	entendían	de	sí	mismos[40].
Uno	de	ellos	dijo	que,	pese	a	haber	dedicado	dos	décadas	al	estudio	de	los	efectos
negativos	que	el	clima	nublado	tiene	en	nuestra	vida,	todavía	se	sentía	(a	menos	que
cobrase	consciencia	de	ello)	presa,	en	ocasiones,	de	ese	estado.
Otro	 estaba	 sorprendido	 por	 su	 compulsión	 a	 escribir	 artículos	 destinados	 a
demostrar	 lo	 desencaminadas	 que	 se	 hallaban	 algunas	 investigaciones,	 pese	 a	 que
nadie	pareciese	prestar	atención	a	sus	conclusiones.
Y	un	tercero	dijo	que,	pese	a	haberse	dedicado	al	estudio	del	llamado	«sesgo	de
sobrepercepción	 de	 interés	 sexual	 masculino»	 (es	 decir,	 la	 atribución	 equivocada,
como	 interés	 romántico,	de	 lo	que	no	es	más	que	una	muestra	de	amistad),	 todavía
sucumbe	a	ese	sesgo.
Los	 circuitos	 ascendentes	 aprenden	 de	 continuo	 de	 un	 modo	 tan	 voraz	 como
silencioso.	Se	trata	de	un	aprendizaje	implícito	que,	pese	a	no	entrar	nunca	en	nuestro
campo	de	conciencia,	sirve,	para	mejor	o	peor,	como	timón	que	dirige	nuestra	vida.
El	 sistema	 automático	 funciona,	 la	 mayor	 parte	 del	 tiempo,	 bastante	 bien:
sabemos	 lo	 que	 ocurre,	 lo	 que	 tenemos	 que	 hacer,	 y	 el	 modo	 en	 que	 podemos,
mientras	 pensamos	 en	 otras	 cosas,	movernos	 a	 través	 de	 las	 exigencias	 de	 la	 vida.
Pero	 también	 tiene	 sus	 debilidades,	 porque	 nuestras	 emociones	 y	 motivaciones
provocan	 sesgos	y	desajustes	 en	nuestra	atención	de	 los	que	no	 solo	no	caemos	en
cuenta,	sino	que	ni	siquiera	advertimos.
Consideremos,	por	ejemplo,	el	caso	de	la	ansiedad	social.	Las	personas	ansiosas
se	 fijan	 más,	 hablando	 en	 términos	 generales,	 en	 las	 cosas	 más	 levemente
amenazantes	y	quienes	padecen	de	ansiedad	social	se	centran	de	forma	compulsiva,
en	un	aparente	intento	de	corroborar	su	creencia	habitual	de	que	socialmente	son	unos
fracasados,	 en	 los	 más	 leves	 indicios	 de	 rechazo	 (como	 una	 expresión	 fugaz	 de
disgusto	 en	 el	 rostro	 de	 alguien).	Y	 la	mayoría	 de	 estas	 transacciones	 emocionales
discurren	por	cauces	ajenos	a	la	conciencia,	llevando	a	las	personas	a	evitar	aquellas
situaciones	en	las	que	puedan	experimentar	ansiedad.
Un	método	muy	ingenioso	para	remediar	este	sesgo	ascendente	es	tan	sutil	que	las
personas	 no	 se	 dan	 cuenta	 del	 recableado	 al	 que	 se	 ven	 sometidas	 sus	 pautas
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atencionales	(como	tampoco	advirtieron	el	cableado	original	de	su	sistema	nervioso).
Esta	terapia	invisible,	llamada	«modificación	del	sesgo	cognitivo»	o	MSC	[CBM,	en
inglés,	 de	cognitive	 bias	modification],	muestra,	 a	 quienes	 padecen	 ansiedad	 social
grave,	 fotografías	 de	 una	 audiencia	 y	 les	 pide	 que	 observen	 la	 aparición	 de	 ciertas
luces,	momento	en	el	cual	deben	pulsar,	lo	más	rápidamente	posible,	un	botón[41].
Los	destellos	luminosos	jamás	aparecen	en	las	zonas	amenazadoras	de	la	imagen,
como	los	rostros	serios,	por	ejemplo.	Aunque	la	intervención	discurre	por	debajo	del
umbral	 de	 la	 conciencia,	 los	 circuitos	 de	 abajo	 arriba	 aprenden,	 a	 lo	 largo	 de	 las
sesiones,	a	dirigir	la	atención	hacia	los	indicios	no	amenazadores.	Y	aunque,	quienes
se	 ven	 sometidos	 a	 este	 proceso,	 no	 tienen	 el	 menor	 indicio	 de	 que	 se	 está
produciendo	 una	 reestructuración	 sutil	 de	 su	 atención,	 su	 ansiedad	 social
disminuye[42].
Este	 es	 un	 uso	 benigno	 de	 esos	 circuitos.	 Luego	 también	 está	 la	 publicidad,
porque	hay	una	pequeña	industria	de	investigación	cerebral	al	servicio	del	márketing
que	se	dedica	al	descubrimiento	de	tácticas	destinadas	a	la	manipulación	de	nuestra
mente	inconsciente.	Uno	de	tales	estudios	ha	puesto	de	relieve,	por	ejemplo,	que	las
decisiones	 de	 quienes	 acaban	 de	 ver	 o	 pensar	 en	 artículos	 de	 lujo	 son	 más
egocéntricas[43].
Uno	 de	 los	 campos	 de	 investigación	 más	 activos	 sobre	 las	 decisiones
inconscientes	 se	centra	en	 lo	que	nos	 lleva	a	comprar	determinados	productos.	Los
especialistas	en	márketing	están	muy	interesados	en	descubrir	la	forma	de	movilizar
nuestro	cerebro	ascendente.
La	investigación	realizada	en	este	sentido	ha	puesto,	por	ejemplo,	de	relieve	que,
cuando	 a	 la	 gente	 se	 le	muestran	 imágenes	 de	 rostros	 felices	 que	 destellan	 en	 una
pantallaa	una	velocidad	demasiado	rápida	como	para	ser	conscientemente	registradas
(aunque	 claramente	 advertidas,	 sin	 embargo,	 por	 los	 sistemas	 ascendentes),	 beben
más	que	cuando	esas	imágenes	fugaces	presentan	rostros	enojados.
Una	revisión	exhaustiva	de	este	tipo	de	investigación	ha	concluido	que,	por	más
que	 determinen	 nuestras	 elecciones,	 las	 personas	 somos	 «fundamentalmente
inconscientes»	 de	 las	 fuerzas	 sutiles	 del	márketing[44].	 Por	 eso	 el	 sistema	 de	 abajo
arriba	 nos	 convierte	 en	marionetas	 a	merced,	 gracias	 a	 cebos	 inconscientes,	 de	 las
influencias	externas.
La	 vida	 actual	 parece	 inquietantemente	 gobernada	 por	 los	 impulsos;	 un
bombardeo	de	publicidad	nos	induce,	de	abajo	arriba,	a	desear	y	comprar	hoy	lo	que
no	 sabemos	 cómo	 pagaremos	mañana.	 El	 reino	 de	 los	 impulsos	 lleva	 a	 muchos	 a
gastar	más	de	la	cuenta	y	solicitar	préstamos	que	no	saben	cómo	devolver,	y	a	otros
hábitos	adictivos,	como	pasar	noche	tras	noche	de	fiesta	o	perder	el	 tiempo	ante	un
tipo	u	otro	de	pantalla	digital.
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El	secuestro	neuronal
¿Qué	 es	 lo	 primero	 que	 ve	 usted	 cuando	 entra	 en	 el	 despacho	 de	 alguien?	 La
respuesta	a	esa	pregunta	es	la	clave	de	lo	que,	en	ese	momento,	está	movilizando	su
foco	 ascendente.	 Es	 muy	 probable	 que,	 si	 sus	 intereses	 son	 de	 tipo	 financiero,	 lo
primero	 que	 llame	 su	 atención	 sea	 el	 gráfico	 de	 beneficios	 de	 la	 pantalla	 del
ordenador	mientras	que,	si	padece	de	aracnofobia,	se	fije	en	esa	polvorienta	 tela	de
araña	del	rincón	de	la	ventana.
Esos	son	ejemplos	de	decisiones	subconscientes	de	la	atención.	En	todas	ellas,	la
atención	se	ve	capturada	cuando	 los	circuitos	de	 la	amígdala,	centinela	cerebral	del
significado	 emocional,	 advierten	 algo	 que,	 por	 una	 razón	 u	 otra,	 les	 resulta
significativo	(como	un	insecto	de	gran	tamaño,	un	rostro	enfadado	o	un	bebé)	y	que
evidencia	la	sintonía	del	cerebro	con	ese	interés	instintivo[45].	La	reacción	del	cerebro
medio	ascendente	es,	hablando	en	 términos	de	 tiempo	neuronal,	mucho	más	 rápida
que	 la	 respuesta	 prefrontal	 descendente;	 envía	 señales	 hacia	 arriba	 para	 activar	 las
vías	 corticales	 superiores	 que,	 alertando	 a	 los	 centros	 ejecutivos	 más	 lentos,	 los
movilizan	para	prestar	atención.
Los	mecanismos	de	atención	de	nuestro	cerebro	evolucionaron	hace	centenares	de
miles	de	años	para	permitirnos	sobrevivir	en	la	jungla	de	garras	y	dientes	en	la	que
las	 amenazas	 que	 acechaban	 a	 nuestros	 ancestros	 se	 hallaban	 dentro	 de	 una
determinada	 franja	 visual,	 cuyo	 rango	de	 velocidad	 iba	 desde	 la	 arremetida	 de	 una
serpiente	 al	 ataque	 de	 un	 tigre.	 Nosotros	 hemos	 heredado	 el	 diseño	 neuronal	 de
aquellos	ancestros	cuya	amígdala	fue	lo	suficientemente	rápida	como	para	ayudarlos
a	esquivar	reptiles	y	tigres.
Las	 serpientes	 y	 las	 arañas,	 dos	 especies	 a	 las	 que	 el	 cerebro	 humano	 está
condicionado	 para	 responder	 alarmado,	 capturan	 nuestra	 atención	 aun	 cuando	 sus
imágenes	no	destellen	con	la	suficiente	rapidez	como	para	ser	conscientes	de	haberlas
visto.	 Su	mera	 presencia	 activa	 los	 circuitos	 neuronales	 ascendentes,	 enviando	 una
señal	de	alarma	más	rápidamente	que	ante	los	objetos	neutros.	Pero,	si	esas	mismas
imágenes	se	presentan	a	un	experto	en	serpientes	o	arañas	y	capturan	su	atención,	no
activan	ninguna	señal	de	alarma[46].
Al	cerebro	 le	resulta	 imposible	 ignorar	 los	rostros	emocionalmente	cargados,	en
especial	 los	 enfadados[47].	 Estos	 tienen	 mayor	 relevancia,	 porque	 el	 cerebro
ascendente	 escruta	 de	 continuo,	 en	 busca	 de	 amenazas,	 lo	 que	 sucede	más	 allá	 del
campo	de	la	atención	consciente.	Por	ello	se	muestra	tan	hábil	en	detectar,	en	medio
de	 una	 multitud,	 un	 semblante	 enfadado.	 La	 velocidad	 del	 cerebro	 inferior	 para
identificar	una	caricatura	con	las	cejas	en	forma	de	V	(como	los	niños	de	South	Park,
por	ejemplo)	es	mucho	mayor	que	la	que	emplea	en	descubrir	un	rostro	feliz.
Estamos	 programados	 para	 prestar	 una	 atención	 refleja	 a	 «estímulos
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supranormales»,	ya	sea	para	nuestra	seguridad,	nutrición	o	sexo,	como	el	gato	que	no
puede	sino	perseguir	un	falso	ratón	atado	a	una	cuerda.	Este	es	el	tipo	de	tendencias
preinstaladas	 con	 las	 que,	 en	 un	 intento	 de	 atrapar	 nuestra	 atención	 refleja,	 juega
actualmente	 la	 publicidad.	 Y	 es	 que	 basta	 con	 asociar	 el	 sexo	 o	 el	 prestigio	 a	 un
producto	para	activar	los	circuitos	que,	por	caminos	inadvertidos,	nos	predisponen	a
comprarlo.
Y	 nuestras	 tendencias	 concretas	 nos	 tornan,	 en	 este	 sentido,	 todavía	 más
vulnerables.	 De	 ahí	 que	 las	 imágenes	 de	 escapadas	 vacacionales	 que	 apelan	 a
personas	sexy	resulten	más	movilizadoras	a	las	personas	más	interesadas	por	el	sexo,
y	que	los	alcohólicos	sean	más	susceptibles	a	los	anuncios	de	vodka.
Esta	 captura	 de	 la	 atención	 preseleccionada	 ascendente	 ocurre	 de	 un	modo	 tan
automático	como	involuntario.	Estamos	más	expuestos	a	que	las	emociones	guíen	de
este	 modo	 nuestra	 mente	 cuando	 estamos	 divagando,	 cuando	 estamos	 distraídos	 o
cuando	nos	vemos	desbordados	por	la	información,	o	en	los	tres	casos	a	la	vez.
También	hay	emociones	que	se	disparan.	Estaba	escribiendo	esta	misma	sección
ayer,	 sentado	 en	mi	despacho,	 cuando	de	 la	 nada	 experimenté	 un	dolor	 en	 la	 parte
inferior	de	 la	espalda	que	me	dejó	paralizado.	Bueno…	quizás	no	salió	de	 la	nada,
porque	había	ido	gestándose	en	silencio	desde	primera	hora	de	la	mañana.	Luego,	de
repente,	mi	cuerpo	se	vio	súbitamente	desgarrado	por	un	dolor	que,	originándose	en
la	parte	inferior	de	mi	columna,	partió	mi	cuerpo	en	dos.
Cuando	traté	de	ponerme	en	pie,	el	dolor	fue	tan	intenso	que	me	vi	nuevamente
arrojado	 a	 la	 silla.	 Y	 lo	 que	 es	 peor,	 mi	 mente	 se	 lanzó	 entonces	 a	 un	 galope
desbocado	 imaginando	 lo	 peor	 («Me	 quedaré	 lisiado.	 Tendrán	 que	 darme
regularmente	 inyecciones	 de	 esteroides»,	 etcétera).	 Y	 ese	 tren	 de	 pensamientos	 se
aceleró	todavía	más	al	recordar	que,	no	hacía	mucho,	un	problema	en	la	fabricación
de	un	fármaco	sintético	había	provocado	la	muerte	por	meningitis	de	27	pacientes	que
acababan	de	recibir	esas	mismas	inyecciones.
Mientras	tanto,	acababa	de	cortar	un	bloque	de	texto	de	un	punto	relacionado	que
pretendía	 pegar	 en	 otro	 lugar.	 Pero,	 cuando	mi	 atención	 cayó	 presa	 del	 dolor	 y	 la
preocupación,	me	olvidé	por	completo	de	todo	ello,	y	el	texto	acabó	perdiéndose	en
algún	agujero	negro	paralelo	al	portapapeles.
Los	secuestros	emocionales	están	desencadenados	por	la	amígdala,	una	especie	de
radar	 cerebral	 que	 escanea	 de	 continuo	 nuestro	 entorno	 en	 busca	 de	 posibles
amenazas.	Pero,	cuando	estos	circuitos	se	centran	en	algún	peligro	(o	en	lo	que	uno
interpreta	 como	 peligro,	 porque	 a	 menudo	 se	 cometen	 también,	 en	 este	 sentido,
errores),	envían	una	andanada	de	señales	a	las	regiones	prefrontales	a	través	de	una
superautopista	 de	 circuitos	 neuronales	 ascendentes	 que	 dejan	 al	 cerebro	 superior	 a
merced	del	 inferior.	Entonces	nuestra	 atención	 se	 estrecha	y	 se	 aferra	 a	 lo	 que	nos
preocupa,	al	tiempo	que	nuestra	memoria	se	reorganiza,	favoreciendo	la	emergencia
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de	cualquier	recuerdo	relevante	para	la	amenaza	a	la	que	nos	enfrentamos,	mientras
nuestro	 cuerpo,	 impregnado	 de	 las	 hormonas	 disparadas	 por	 el	 estrés,	 prepara	 a
nuestras	extremidades	para	las	respuestas	de	lucha	o	huida.
Y,	 cuanto	 más	 intensa	 es	 la	 emoción,	 mayor	 es	 nuestra	 fijación.	 El	 secuestro
emocional	 es,	 por	 así	 decirlo,	 el	 pegamento	 de	 la	 atención.	 ¿Pero	 cuánto	 tiempo
permanece	atrapada	nuestra	atención?	Eso	depende,	al	parecer,	de	la	capacidad	de	la
región	 prefrontal	 izquierda	 para	 calmar	 la	 excitación	 de	 la	 amígdala	 (hay	 dos
amígdalas,	una	en	cada	hemisferio	cerebral).
La	superautopista	neuronal	que	va	desde	la	amígdala	hasta	el	área	prefrontal

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