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La edición digital de esta obra ha sido realizada por “Acho” para: KA-TET-CORP www.ka-tet-corp.com Título original: The Stand Traducción: Lorenzo Cortina, Rosalía Vázquez, Gloria Pons © 1978, Stephen King Nuevo material © 1990, Stephen King © 1990, Plaza & Janes Editores, S.A. © Por la presente edición: Ediciones Orbis, S.A. ISBN: 84-402-2063-4 (obra completa) ISBN: 84-402-2065-0 (tomo II) Printed in Italy Libro Segundo EN LA FRONTERA Del 5 de julio al 6 de setiembre de 1990 Llegamos en el barco que llaman el Mayflower, llegamos en el barco que navega en la luna. Llegarnos en el momento más incierto de la era. Y cantamos una melodía americana. Pero está bien, está bien. No se puede ser bienaventurado por siempre... Paúl Simón Buscamos con ahínco un restaurante para automo- [vilistas, y tratamos de hallar un espacio para aparcar. Allí las hamburguesas crepitan noche y día sobre [una parrilla al aire libre. ¡Sí! En los Estados Unidos, la juke box brinca de [continuo con discos. Caramba, estoy muy contento de vivir en los Esta- [dos Unidos. Todo cuanto deseamos está aquí, en los Estados Unidos, Chuck Berry 43 Había un hombre muerto en plena Calle Mayor de May, en Oklaho- ma. A Nick no le sorprendió. Desde que abandonó Shoyo, había visto infinidad de cadáveres, y sospechaba que no representaban ni la milé- sima parte de toda la gente muerta que había ido dejando atrás. En algunos lugares, el olor a muerte que flotaba en el aire era tan denso que estaba uno a punto de desmayarse. Así que poca diferencia podía haber por un muerto más o menos. Pero al ver que aquel muerto se sentaba, a Nick le embargó el terror hasta el punto de hacerle perder de nuevo el dominio de su bici. Em- pezó a hacer eses; luego, se bamboleó y, finalmente se vino abajo y arrojó violentamente a Nick contra el pavimento de la Carretera 3 de Oklahoma. Se hizo cortes en las manos y en la frente. —¡Arrea! Vaya tortazo que se ha pegado, compadre —dijo el cadá- ver avanzando hacia Nick a un paso que era más bien un suave balan- ceo—. Acaba de darse un buen trompazo, ¿eh? ¡Caray! Nick no le oyó. Tenía la mirada clavada en un punto del pavimento sobre el que estaban cayendo gotas de sangre que resbalaban por sus manos, procedentes del corte que tenía en la frente. Se Peguntaba si sería grave. Entonces, sintió una mano sobre el hombro. Se acordó del cadáver y trató de alejarse como pudo, andando a cuatro pies y con mirada aterrada en el ojo que no llevaba parche. —No se lo tome así —dijo el cadáver. En ese momento, Nick se dio cuenta de que no era tal cadáver. Sino un joven que lo miraba con aire satisfecho. En la mano llevaba una botella de whisky casi llena. Nick lo comprendió todo. No era un cadáver sino un borracho que había perdido el conocimiento en plena calle. Nick hizo un gesto de asentimiento al tiempo que formaba un círculo con el pulgar y el índice. En aquel preciso instante, en el ojo en que Ray Booth le había sacudido con tanta contundencia, le cayó una cálida gota de sangre que le produjo escozor. Levantó el parche y se limpió con la manga. Parecía como si hubiese recuperado algo más de visión; pero, en cuanto cerraba el ojo sano, seguía viendo el mundo como una gran mancha borrosa y un poco coloreada. Volvió a colo- carse el parche, anduvo despacio hasta la acera y se sentó en el bordi- llo junto a un «Plymouth» con matrícula de Kansas que se desfondaba lentamente sobre sus neumáticos. En la imagen reflejada en el para- choques, pudo verse la herida de la frente. Tenía un feo aspecto pero no parecía profunda. Buscaría una farmacia y allí se la desinfectaría y se pondría un aposito. Aunque se dijo que lo más probable sería que tuviera en su organismo penicilina suficiente para combatir todas las infecciones. No obstante, haber escapado por pelos a causa del rasgu- ño de bala en la pierna le hacía sentirse aterrado ante una posible in- fección. Con muecas de dolor, fue quitándose los restos de piedrecillas de las palmas de las manos. El hombre con la botella de whisky había estado observándolo todo con expresión vacua. Si Nick hubiera levantado la mirada, se habría dado cuenta al punto de que se trataba de un retrasado. Al volverse Nick hacia el parachoques para examinar su herida en la imagen refle- jada en él, desapareció toda animación de la cara del hombre, la cual quedó sin expresión, vacua e inane. Vestía un mono limpio aunque usado y unos zapatones de trabajo. Su estatura rondaría el metro seten- ta y cinco y su pelo era tan rubio que casi parecía blanco. Tenía los ojos de un azul brillante e indefinido. Esto, unido al pelo pajizo, reve- laba de manera inconfundible su ascendencia sueca o noruega. No parecía tener más de veintitrés años, aunque Nick descubriera más adelante que debería estar rondando los cuarenta y cinco, ya que podía recordar el final de la guerra coreana y que, un mes después, papá volvió a casa vestido de uniforme. Y no cabía pensar que se lo hubiera inventado. La imaginación no era precisamente el fuerte de Tom Cu- llen. Permanecía allí en pie, sin expresión, semejante a un robot al que acabaran de desenchufar. Luego, poco a poco su cara se fue animando. Sus ojos, enrojecidos por el whisky, empezaron a chispear. Sonrió. Había recordado el comentario provocado por aquella situación. ―¡Arrea! Vaya tortazo que se ha pegado, compadre. Acaba de darse un buen trompazo, ¿eh? Caray. Parpadeó al ver toda aquella sangre en la frente de Nick. Éste, llevaba un bloc de papel y un bolígrafo en el bolsillo de la ca- misa. Y allí seguían pese a la caída. Escribió: «Es que me diste un susto. Pensé que estabas muerto hasta que te sentaste. Estoy bien. ¿Hay alguna farmacia en el pueblo?» Mostró el bloc al hombre del mono, el cual lo cogió, miró lo que había escrito allí, y se lo devolvió. —Soy Tom Cullen. Pero no sé leer. Sólo llegué hasta el tercer curso; pero entonces tenía ya dieciséis años y papá hizo que lo dejara. Decía que era demasiado mayor—comentó, sonriendo. Retrasado, se dijo Nick. Yo no puedo hablar y él no puede leer. Por un instante quedó perplejo. —Arrea, vaya tortazo que se ha pegado, compadre —exclamó Tom Cullen. En cierto modo era la primera vez para ambos—. ¡Caray! ¡Vaya trompazo! Nick asintió con la cabeza. Volvió a guardarse el bloc y el bolígrafo. Se llevó de nuevo una mano a la boca y meneó la cabeza. Se tapó ambos oídos con las manos y meneó la cabeza. Se aplicó la mano izquierda a la garganta y meneó la cabeza. Cullen hizo una mueca desconcertado. —¿Tiene dolor de muelas? Yo tuve una vez. ¡Vaya si dolía, caram- ba! Dolía una barbaridad. ¡Caray! Nick negó con la cabeza y repitió su pantomima. Esta vez Cullen pensó que tenía dolor de oídos. Nick alzó los brazos con gesto deses- perado y se acercó a la bici. La pintura tenía rasguños pero, por lo demás, parecía estar en perfecto estado. La montó y pedaleó por la calle un corto trecho. Sí, estaba bien. Cullen corrió junto a él sonrien- do comento. Su mirada no se apartaba un instante de Nick. Durante casi toda la semana no había visto alma viviente. —¿No tiene ganas de hablar? —preguntó. Pero Nick no se volvió ni dio muestras de haber oído. Tom le tiró de la manga y repitió la pregunta. El hombre de la bici se llevó la mano a la boca y movió la cabeza de un lado a otro. Tom frunció el entrecejo. Ahora ya el hombre había puesto el seguro a su bicicleta y recorría con la mirada las fachadas de las tiendas. Debió haber encontrado lo que buscaba porque se dirigió hacia la acera y luego a la farmacia de Mr. Norton. Si lo que quería era entrar, iba a vérselas moradas porque estaba cerrada. Mr. Norton se había marchado del pueblo. Daba la impresión de que casi todo el mundo había cerrado y abandonado el pueblo, salvo Mom y su amiga, Mrs. Blakely. Y las dosestaban muertas. En aquel momento el hombre-que-no-hablaba intentaba abrir la puerta. Tom podía haberle dicho que no le serviría de nada, aunque en la puerta apareciera el cartel de ABIERTO. El cartel de ABIERTO era un mentiroso. Mala suerte, porque a Tom le apetecía muchísimo un batido. Era cien veces mejor que el whisky que al principio le hizo sentirse bien; aunque luego le produjo sueño y, finalmente, había hecho que la cabeza le doliera como si le fuera a estallar. Se durmió para quitarse el dolor de la cabeza; pero entonces tuvo un sinfín de horribles pesadillas sobre un hombre con un traje negro como el que siempre llevaba el Reverendo Deiffenbaker. En sus sueños, el hombre del traje negro le perseguía. A Tom le parecía un hombre muy malo. La única razón de que hubiera empezado a beber era, sobre todo, por- que al parecer no debería hacerlo, así se lo había dicho papá, y tam- bién Mom; pero ¿qué importaba, ahora que todo el mundo se había ido? Lo haría si le venía en gana. ¿Pero qué estaba haciendo ahora el hombre-que-no-hablaba? Había cogido el cubo de basura que había en la acera e iba a... ¿qué? ¿A romper el cristal del escaparate de Mr. Norton? CRAS. Vaya si lo había hecho. Y ahora estaba metiendo la mano para abrir la puerta. —¡Eh, compadre, no puede hacer eso! —gritó Tom, en su voz palpi- taba una mezcla de ultraje y excitación—. ¡Eso es ilegal! L-U-N-A, y eso quiere decir i-le-gal. ¿No sabe que...? Pero el hombre estaba ya dentro y no se volvió ni por un instante. —¿Acaso usted sordo? —gritó Tom indignado—. ¡Cáspita! ¿Es us- ted...? Dejó sin terminar la frase. De su rostro desaparecieron la excitación y la animación. Volvía a ser el robot desconectado. En May era habi- tual ver así a Tom el Tonto. Solía andar por la calle mirando los esca- parates con aquella eterna expresión de contento en su rostro escandi- navo ligeramente ancho y, de repente, se quedaba parado con la mira- da perdida. Alguien solía gritar «¡Ya se ha largado Tom!» Y todos reían. Si Tom iba acompañado de papá, éste fruncía el ceño, lo agarra- ba por el codo y le hacía emprender de nuevo la marcha. A veces, le daba palmadas en el hombro o en la espalda hasta que volvía en sí. Pero al papá de Tom cada vez se le había ido viendo menos durante... la primera mitad de 1988, porque salía con una camarera pelirroja que trabajaba en «Boomer's Bar & Grill». Se llamaba DeeDee Pasckalotte y, vaya si el nombre era motivo de chiste. Hacía más o menos un año que ella y Don Cullen se largaron juntos. Sólo se les había visto una vez en un motel barato, nido de pulgas, en Slapout de Oklahoma. A partir de entonces se esfumaron. Para la mayoría de la gente, aquellas repentinas y momentáneas pér- didas de raciocinio de Tom eran una prueba más de retraso mental; pero en realidad eran pruebas de un entendimiento casi normal. El proceso del pensamiento humano está basado, o al menos es lo que nos dicen los psicólogos, en la deducción y la inducción. Y afirman que una persona retrasada mental es incapaz de tener esos impulsos deductivos e inductivos. Hay hilos sueltos en alguna parte del interior, circuitos interrumpidos y conmutadores averiados. Tom Cullen no era un retrasado total y tenía capacidad para establecer relaciones senci- llas. De cuando en cuando, durante sus momentos de suspensión de los sentidos, se hallaba en condiciones de establecer relaciones induc- tivas o deductivas más o menos alambicadas. Experimentaba entonces la misma sensación que una persona normal cuando dice: «Lo tengo en la punta de la lengua.» Al ocurrir eso, Tom solía abandonar su mundo real, que sólo venía a ser una corriente de potencia sensorial, y se sumergía en su mente. Era semejante a un hombre que estuviera en una habitación a oscuras y desconocida, que tuviera en la mano la clavija del enchufe de una lámpara, y avanzara a gatas por el suelo, tropezando con cosas, palpando con la mano libre tratando de encon- trar la base del enchufe. Si llegaba a encontrarla, lo que no siempre ocurría, resplandecía la luz y veía con toda claridad la habitación. O sea, la idea. Tom era una criatura sensorial. En una lista de sus cosas favoritas habría incluido saborear un batido en la tienda de Mr. Nor- ton, mirando a una chica bonita, con una falda corta, que estuviese esperando en la esquina para cruzar la calle; el aroma de las lilas y el tacto de la seda. Pero, sobre todas esas cosas, le gustaba lo intangible, le encantaba ese instante en el que se establecería la conexión una vez había logrado enchufar, y la luz inundaba la habitación a oscuras. No siempre ocurría así, a menudo la conexión se le escapaba. Pero esta vez no. Había dicho: «¿Acaso es usted sordo?» El hombre se había comportado como si no oyera lo que Tom estaba diciendo, salvo en los momentos en que le estaba mirando de frente. Y el hombre no le había dicho una sola palabra, ni si-quiera hola. A veces la gente no contestaba a Tom cuando hacía preguntas porque algo en su cara les revelaba que andaba mal de la terraza. Pero, cuando esto ocurría, la persona que no contestaba parecía enfadada, o triste, o algo así como avergonzada. Pero ese hombre no se había comportado de ningún modo de ésos; había hecho a Tom la señal de un círculo formado con el pulgar y el índice y Tom sabía que aquello significaba: Bien... Sin embargo seguía sin hablar. Las manos sobre los oídos y un movimiento negativo de cabeza. Las manos sobre la boca y lo mismo. Las manos sobre el cuello y otra vez lo mismo. La habitación se iluminó. Había establecido la corriente. —¡Atiza! —exclamó Tom al tiempo que su cara volvía a animarse. Le brillaron los ojos enrojecidos. Entró corriendo en la «Norton's Drugstore» olvidando que era ilegal. El hombre-que-no hablaba estaba empapando un algodón con algo que olía como «Bactine», y luego se lo pasó por la frente. —¡Eh, camarada! —gritó Tom precipitándose en la estancia. El hombre-que-no-hablaba ni siquiera se volvió. Tom quedó por un mo- mento perplejo y luego recordó. Dio una palmada en el hombro a Nick y éste se volvió. —Usted es sordomudo, ¿verdad? ¡No puede oír! ¡No puede hablar! ¿Verdad? Nick asintió con la cabeza. Y entonces fue él quien quedó perplejo ante la reacción de Tom, el cual dio una pataleta en el aire aplaudien- do frenético. —¡Lo he pensado! ¡Hurra por mí! ¡Lo he pensado yo solo! ¡Hurra por Tom Cullen! Nick no pudo evitar una sonrisa. No recordaba ocasión alguna en la que su incapacidad hubiera despertado en alguien semejante contento. *** Había una pequeña plaza de pueblo delante del tribunal de justicia, y en esa placita se alzaba la estatua de un infante de Marina uniformado con el equipo y las armas de la Segunda Guerra Mundial. La placa que había debajo hacía constar que ese monumento estaba dedicado a los muchachos del Condado de Harper que hicieron el SACRIFICIO SUPREMO POR SU PAÍS. Nick Andros y Tom Cullen se encontra- ban sentados a la sombra de aquel monumento comiendo «Underwood Deviled» y «Underwoood Deviled Chicken» con patatas fritas. Nick llevaba un aspa de esparadrapo en la frente, sobre el ojo izquierdo. Estaba leyendo en los labios de Tom, lo que resultaba algo difícil porque éste, no paraba de meterse comida en la boca mientras hablaba, al tiempo que, en su fuero interno, se decía que empezaba a estar harto de tomar tanto comistrajo de lata. Lo que de verdad le gustaría sería un jugoso bistec con una buena guarnición. Desde que se sentaron, Tom no había dejado de hablar. Se mostraba en exceso repetitivo, matizando su discurso con muchas exclamacio- nes como ¡atiza! y ¿No es así? A Nick no le importaba. Hasta encon- trar a Tom no se había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos el contacto con otras gentes, ni de hasta qué punto le había atormenta- do en secreto la idea de que fuera el único que quedaba, la única per- sona viva en toda la Tierra. Incluso hubo un momento en el que pensó que la enfermedad había matado a todala gente en el mundo salvo a los sordomudos. Ahora, se dijo sonriendo para su fuero interno, podía especular sobre la posibilidad de que hubiera matado a todos en el mundo excepto a los sordomudos y a los retrasados mentales. Aquella idea, que le pareció regocijante a las dos de una tarde de verano, vol- vería aquella noche para atormentarle, no encontrándola ya en modo alguno divertida. Se preguntaba a dónde pensaría Tom que se había ido toda la gente. Ya le había oído hablar de papá, que se largó hacía un par de años con una camarera, y del trabajo de Tom como factótum en la granja Norbutt, y de la conclusión a la que llegó Mr. Norbutt de Que Tom se encontraba ya «lo bastante bien» para poder confiarle un hacha, y de cómo Tom había «luchado contra todos hasta dejarlos medio muertos. A uno de ellos lo envié al hospital con roturas, L-U- N-A. Eso quiere decir roturas. Es lo que hizo Tom Cullen». * también se enteró de que Tom había encontrado a su madre en casa de Mrs. Blakely; y de que ambas estaban muertas en la sala de estar, por lo que Tom había ahuecado rápidamente el ala. Jesús no acudía a llevar- se al cielo a las personas muertas si había alguien observando, explicó Tom. Dick pensó que el Jesús de Tom era una especie de Santa Claus a la inversa, que se llevaba a los muertos por la chimenea en vez de bajar regalos por ella. Pero no había dicho palabra sobre el vacío abso- luto de May, ni sobre la carretera que atravesaba el pueblo, en la que nada se movía. Tocó con suavidad el pecho de Tom a fin de detener el torrente de palabras. —¿Qué? Nick trazó con el brazo un amplio círculo, abarcando los edificios del centro del pueblo. Adoptó una expresión cómica de asombro, frunciendo el ceño, ladeando la cabeza y rascándose la coronilla. Lue- go, con los dedos, simuló el caminar sobre la hierba y terminó diri- giendo a Tom una mirada interrogadora. Lo que vio fue alarmante. Tom podía estar muerto, allí sentado, ya que en su rostro no había vestigio alguno de animación. Sus ojos, que hasta hacía un instante brillaban por todo cuanto quería decir, eran como vidrio de un azul brumoso. Tenía la boca entreabierta hasta el punto de que Nick podía ver trozos masticados de patatas fritas ad- heridos a su lengua. Las manos le pendían inertes. Nick, preocupado, alargó la mano para tocarlo. Antes de que lo hubiera hecho, el cuerpo de Tom dio una sacudida. Aletearon sus párpados y la vida fluyó de nueve a sus ojos como el agua que llenara un balde. No hubiera podi- do estar más claro lo ocurrido si un globo aerostático con la palabra EUREKA hubiese aparecido sobre su cabeza. —¡Quieres saber a dónde ha ido toda la gente! —exclamó Tom. Nick hizo un vigoroso gesto de asentimiento con la cabeza. —Bueno, supongo que se fueron a Kansas City —respondió Tom—. Atiza, eso es. Todo el mundo estaba siempre hablando de lo pequeño que era este pueblo. No ocurría nada. No había diversiones. Hasta la pista de patinaje se vino abajo. Ahora sólo quedaba el restaurante para auto- movilistas, y no brindaba ningún espectáculo; nada más que esas ana- deantes lanzadoras. Mamá siempre decía que la gente se va, y que nadie vuelve. Como hizo papá, que se largó con una camarera del «Boomer's Café». Se llamaba L-U-N-A. Eso quiere decir DeeDee Pasckalotte. Así que supongo que todos se hartaron y marcharon al mismo tiempo, Deben de haberse ido a Kansas City. ¡Caray! ¿No ha sido eso lo que han hecho. Allí es adonde debieron irse. Excepto Mrs. Blakely y mamá. Jesús se las va a llevar arriba, al cielo y las mecerá en la eterna segundad. Tom reanudó su monólogo. Se han ido a Kansas City, reflexionó Nick. Por lo que yo sé, podría ser así. Todo el mundo abandonaba el planeta pobre y triste elegido por la mano de Dios y, o bien se mecían en su eterna seguridad, o se ponían de nuevo en marcha para Kansas City. Se recostó y sus párpados aletearon. De manera que las palabras de Tom se quebraron convirtiéndose en el equivalente visual de un poe- ma moderno, sin cadencia, como una obra de e.e. Cummíngs. madre dijo no tengo que pero yo dije a ellos, yo les dije más vale que no enredarse con Había tenido malos sueños la noche anterior, que pasó en un grane- ro; y ahora, con el estómago lleno, todo cuanto quería era... atiza L-U-N-A que significa seguro que quiero. Nick se quedó dormido. *** Al despertarse, todavía en ese estado confuso en que uno se encuen- tra cuando ha dormido profundamente en pleno día, lo primero que se preguntó fue por qué sudaba de aquella manera. Lo descubrió al sen- tarse. Eran las cinco menos cuarto de la tarde, había dormido unas dos horas y media, y el sol se había corrido de detrás del monumento en memoria de la guerra. Pero eso no era todo. Tom Cullen, en un alarde orgiástico de solicitud, lo había tapado bien para que no se resfriara. Con dos mantas y un edredón. Los apartó, se levantó y se desperezó. No se veía rastro de Tom. Nick anduvo despacio hacia la entrada principal de la plaza, pregun- tándose qué iba a hacer, si es que hacía algo, respecto a Tom... El muchacho retrasado había estado comiendo de «A&P», que se encon- traba al otro lado de la plaza del pueblo. No había tenido reparo algu- no en entrar allí y coger lo que quisiera para comer, guiándose por las imágenes que aparecían en las etiquetas de las •atas; ya que, a decir de Tom, la puerta del supermercado no estaba cerrada. Nick se preguntaba perezoso qué habría hecho Tom si lo hubiera es- tado. Suponía que, llegado el momento en que el hambre le apretara lo suficiente, habría olvidado sus escrúpulos o les hubiera dado de lado por el momento. ¿Pero qué habría sido de él una vez que se hubiera acabado la comida? Sin embargo, no era eso lo que realmente preocupaba de Tom. Era la patética avidez con que el hombre le había saludado. Nick se dijo que, por retrasado que fuera, no lo era tanto como para dejar de sentir la soledad. Su madre y la mujer que fue para él como una tía, habían muerto. Su padre hacía tiempo que se había ido. Su patrón, Mr. Nor- butt, y todos los demás habitantes de May, se habían largado de tapa- dillo a Kansas City una noche, mientras Tom dormía, dejándole atrás para que deambulara de arriba abajo de la Calle Mayor, como un ama- ble fantasma sin aherrojar. Y estaba teniendo a su alcance cosas que no debía coger, como el whisky. Si volviera a emborracharse, podía incluso hacerse daño. Y si resultara herido, sin nadie que se ocupara de atenderlo, significaría probablemente su fin. Pero..., ¿cómo podrían ayudarse mutuamente un sordomudo y un hombre retrasado mental? Nos encontramos con un tipo que no puede hablar y otro que no es capaz de pensar. Bueno, en realidad no era justo decir eso. Tom podía pensar al menos un poco, pero no podía leer y Nick se planteaba cuánto tiempo tardaría en cansarse de jugar a las charadas con Tom Cullen. No se hacía ilusiones. Y no sería porque el propio Tom llegara a aburrirse de ellas. Atiza, nunca. Se detuvo en la acera frente a la entrada del parque, con las manos metidas en los bolsillos. Tomó su decisión. Bien, puedo pasar la noche aquí con Tom. Una noche más no importa. Al menos podré cocinar una comida decente para él. Algo más animado se encaminó en busca de Tom. *** Aquella noche Nick durmió en el parque. Ignoraba dónde había dormido Tom; pero, al despertarse a la mañana siguiente, algo hume- decido por el rocío pero sintiéndose estupendamente por lo demás, lo primero que vio al atravesar la plaza del pueblo fue a Tom, en cucli- llas ante una flota de coches de juguete «Corgi» y una gran gasolinera «Texaco» de plástico. Tom había llegado a la conclusión de que, si estaba bien irrumpir en el Drugstore de Norman, también lo estaba hacerlo en cualquier otro sitio. Estaba sentado en el escalón de una tienda del noventa y cinco. A lo largo del bordillo de la acera, se encontraban alineados unos cuarenta modelos de coche- Junto a ellos, el destornillador que Tomhabía utilizado, para forzar el escaparate donde se hallaban expuestos. Había varios «Jaguar», «Mercedes Benz», «Rolls Royce», un modelo «Bentley» a escala, con una larga capota verde lima, un «Lamborg- hini», un «Cord», un «Pontiac Bonneville» de diez centímetros de largo, fabricado por encargo, un «Corvette», un «Masseratti» y, que Dios tenga misericordia de nosotros y nos proteja, un «Moon» 1933. Tom estaba inclinado sobre ellos estudiándolos, conduciéndolos aden- tro y afuera del garaje, haciéndoles repostar en la bomba de juguete. Nick vio que funcionaba uno de los elevadores del taller de reparacio- nes y que, de cuando en cuando, Tom hacía subir alguno de los coches y hurgaba debajo de él. De haber podido oír, habría escuchado, en el silencio casi perfecto, el sonido de la imaginación de Tom Cullen en acción. La vibración de sus labios, brrrrr mientras conducía a los co- ches al asfalto «Fisher-Price», el chuc chuc chuc chuc de la bomba de gasolina funcionando, el sssssss del elevador subiendo y bajando. De todos modos, pudo pescar retazos de la conversación entre el propieta- rio de la gasolinera y las figurillas dentro de los cochecitos. ¿Quiere que le llene el depósito, señor? ¿Normal? ¡Puede apostar! Permítame que le limpie el parabrisas... Hum. Creo que es el carb... Déjeme que lo suba y echaré un vistazo por debajo. ¿Habitación para descansar? ¡Vaya si las hay! Por ahí a la derecha. Y sobre aquello, arqueándose durante kilómetros en todas direccio- nes, el cielo que Dios había extendido sobre aquel pequeño trecho de Oklahoma. No puedo dejarlo. No puedo hacer semejante cosa, se dijo. Y de re- pente se sintió embargado por una amarga tristeza, totalmente inespe- rada, un sentimiento tan profundo que, por un instante, tuvo la sensa- ción de que iba a romper a llorar. Se han ido a Kansas City, se dijo. Eso es lo que ha pasado. Todos se han ido a Kansas City. Nick cruzó la calle y dio a Tom una palmada en el brazo. El chico hizo un movimiento de sobresalto y miró por encima del hombro. Sus labios se distendieron en una sonrisa amplia y culpa-ole, y empezó a enrojecer por el cuello. —Sé que esto es para los niños y no para hombres hechos y dere- chos —declaró—. Lo sé. Caray, sí. Papá me lo dijo. Nick se encogió de hombros, sonrió e hizo un amplio ademán con las manos. Tom pareció aliviado. —Ahora son míos. Si quiero son míos. Si tú puedes entrar en la far- macia y coger algo yo también puedo entrar en el noventa y cinco y coger algo. Atiza, ¿acaso no puedo? No tengo que volver a dejarlos, ¿verdad? Nick negó con la cabeza. —Son míos —exclamó Tom contento, al tiempo que se volvía de nuevo al garaje. Tom le dio otra palmada y Tom se giró de nuevo—. ¿Qué? Nick le tiró de la manga y Tom se levantó de buena gana. Nick lo llevó calle abajo hasta donde se encontraba su bici. Se señaló asimis- mo, y luego a la bicicleta. Tom asintió. —Claro. Esta bici es tuya. Ese garaje «Texaco» es mío. Yo no coge- ré tu bici y tú no cogerás mi garaje. ¡Caray, no1 Nick meneó la cabeza. Volvió a señalarse. Luego a la bici. Y luego Calle Mayor abajo. Agitó la mano. Adiós. Tom se quedó muy quieto. Nick esperó. —¿Vas a irte? —preguntó por último Tom con tono vacilante. Nick asintió. —¡No quiero que te vayas! —explotó finalmente Tom, con los ojos azules muy abiertos, llenos de lágrimas.—. ¡Me gustas! ¡No quiero que te vayas también a Kansas City! Nick atrajo hacia sí a Tom y le pasó el brazo por los hombros. Vol- vió a señalarse. Luego a Tom. Seguidamente a la bici. Fuera de la ciudad. —No caigo —dijo Tom. Nick repitió paciente la pantomima. Esta vez añadió el ademán de adiós y sintiéndose de repente inspirado, cogió la mano de Tom y la agitó en señal de despedida. —¿Quieres que vaya contigo? —preguntó Tom al tiempo que en su rostro aparecía una sonrisa de incrédulo contento. Nick asintió aliviado. —¡Pues claro! —gritó Tom—. ¡Tom Cullen va a irse! ¡Tom...! —Se detuvo, su expresión de contento desapareció en parte y miró cautelo- so a Nick—. ¿Puedo llevarme mi garaje? Nick lo pensó por un instante y luego hizo un gesto de asentimiento. —¡Bien! —la sonrisa de Tom reapareció como el sol de detrás de una nube—. ¡Tom Cullen se va! Nick lo llevó junto a la bici. Señaló a Tom y luego a la bicicleta. —Nunca he montado una como ésa —dijo Tom dubitativo mirando el engranaje de la máquina y el alto y estrecho sillín. »Más vale que no lo haga. Tom Cullen se caería de una bici tan rara como ésa. Pese a esto, Nick se sintió en cierto modo alentado. Nunca he mon- tado una como ésa quería decir que sí lo había hecho en algún otro tipo de bicicleta. Se trataba solamente de encontrar una que fuera sencilla y adecuada. Tom le retrasaría algo, eso era inevitable; pero tal vez no demasiado, después de todo. Y como quiera que fuese ¿a qué venían las prisas? Los sueños sólo son sueños. Pero sentía un impulso íntimo de apresurarse, algo tan fuerte y al tiempo tan indefinido que parecía tratarse de una orden subconsciente. Llevó de nuevo a Tom junto a su gasolinera. La señaló y luego, son- riendo, hizo un ademán de asentimiento a Tom; el cual, anhelante, se puso en cuclillas. De pronto, sus manos se detuvieron en el momento de coger un par de coches. Miró a Nick con expresión conturbada y claramente suspicaz. —¿No te irás sin Tom Cullen, verdad? Nick hizo un firme ademán negativo de cabeza. —Bueno —dijo Tom, volviendo confiado a sus juguetes. Nick, sin pensarlo, alborotó el pelo del hombre. Tom levantó los ojos y le sonrió con timidez. Nick sonrió a su vez. No, no podía dejar- lo. Eso estaba claro. *** Era casi mediodía cuando al fin encontró una bici que pudiera servir- le a Tom. Nunca se imaginó que fuera a costarle tanto tiempo; pero una sorprendente mayoría de gente había cerrado a machamartillo, sus casas, garajes y edificios anexos. En casi todos los casos, se había limitado a atisbar en los garajes en sombras a través de ventanas su- cias, llenas de telarañas, con la esperanza de localizar la bici adecuada. Pasó tres horas largas deambulando de calle en calle, sudando a mares y con el sol pegándole implacable sobre la nuca. En un momento dado, había regresado a «Western Auto» para asegurarse de que no había ninguna. Las dos bicis que se encontraban en el escaparate eran tándems de dos, con tres velocidades. El resto estaba todo desmonta- do. Al fin halló lo que buscaba en un garaje pequeño y apartado en la parte sur del pueblo. El garaje estaba cerrado; pero tenía una ventana lo bastante grande como para entrar por ella. Nick rompió e' cristal de una pedrada y retiró con cuidado los trozos de cristal de la vieja y deteriorada masilla. En el interior del garaje, hacía un calor espantoso y había un apestoso hedor a aceite y polvo. La bici era una viejo mo- delo «Schwinn» para chico y se encontraba junto a una rubia «4Merc» de unos diez años de antigüedad, con las ruedas sin neumáticos y las portezuelas descolgadas. Con la suerte que estoy teniendo, se dijo Nick, la condenada bici es- tará fuera de combate. Le faltará la cadena, tendrá los neumáticos reventados o algo por el estilo. Pero esta vez la suene le había sido propicia. La bicicleta rodaba bien. Los neumáticos se encontraban en perfecto estado. Todos los cerrojos y los pedales parecían bien ajusta- dos. La bici no llevaba cesto. Tendría que remediarlo. Había un guar- dacadenas y, cuidadosamente colgada en la pared, una bomba de ma- no «Briggs» casi nueva. Siguió husmeando y en un estante encontró una lata de aceite «Tres- en-uno». Nick se sentó en el agrietado suelo de cemento, olvidado por un momento el calor, y se dedicó a engrasar con minuciosidad la ca- dena y los pedales. Una vez hubo terminado, enroscó el tapón del «Tres-en-uno» y se lo metió con suma precaución en el bolsillo de los pantalones. Con un trozo de cuerda ató la bomba de la bici en la parte trasera de la «Schwinn». Luego, abrió la puerta del garaje y, la sacó. Nuncale había parecido tan maravilloso el aire fresco. Cerró los ojos, hizo una profunda aspiración, llevó la bici hasta la calle, se montó en ella y pedaleó despacio Calle Mayor abajo. La bici rodaba de maravilla. Sería pintiparada para Tom; siempre que supiera montarla, natural- mente. La dejó aparcada junto a su «Raleigh» y luego se encaminó hacia la tienda del noventa y cinco. Encontró un cesto de alambre de buen tamaño para bicicleta, entre un montón de artículos deportivos cerca del fondo de la tienda. Se disponía ya a irse con ella debajo del brazo, cuando algo más atrajo su atención. Una bocina «Klaxon», con una campana cromada y un gran bulbo de cuero rojo. Nick, sonriente, metió la bocina en la cesta metálica y, a continuación, se dirigió a la sección de herramientas en busca de un destornillador y una llave inglesa. Salió a la calle. Tom se encontraba tumbado pacíficamente dormitando, a la sombra del viejo monumento a los infantes de Marina de la Segunda Guerra Mundial que se alzaba en la plaza del pueblo. Nick colgó la cesta del manillar de la «Schwinn», y puso junto a ella la bocina Klaxon. Entró de nuevo en la tienda del noventa y cinco, y regresó con una mochila de buen tamaño. Se fue con ella al almacén «A&P» y la llenó de latas de carne, fruta y vegetales. Se había detenido ante unas judías con chile enlatadas, cuando vio una sombra pasar por el pasillo que tenía enfrente. Si hubiera podido oír, ya se habría dado cuenta de que Tom había descu- bierto su bici. El sonido bronco y ahogado de la bocina se propagaba arriba y abajo de la calle acompañado por las risas de Tom Cullen. Nick se dirigió a la puerta del supermercado y vio a Tom corriendo majestuoso Calle Mayor abajo, con su pelo rubio y los faldones de la camisa flotando al viento y apretando sin cesar la bocina «Klaxon». En la parada Arco que marcaba el final del sector comercial, giró rápido y volvió pedaleando. Podía verse el garaje «Fisher-Price» en el cesto de la bicicleta. Los bolsillos de sus pantalones y los de su camisa caqui desbordaban de coches «Corgi». El sol brillaba con fuerza, tra- zando círculos en los radios de las ruedas. Con cierta tristeza, Nick lamentó no poder oír el sonido de la bocina, sólo para saber si le gus- taría tanto como a Tom, el cual lo saludó con la mano y siguió subien- do por la calle. Al alcanzar el extremo más alejado del sector comer- cial, dio de nuevo la vuelta y volvió, sin dejar de oprimir la bocina. Nick alzó la mano con el gesto de un policía para que se detuviera. Tom fue deslizándose hasta quedar parado delante de él. Le caían grandes gotas de sudor por la cara. El tubo de goma de la bomba osci- laba de un lado a otro. Tom jadeaba y sonreía. Nick señaló hacia las afueras de la ciudad e hizo el ademán de des- pedida. —¿Verdad que puedo llevarme mi garaje? Nick asintió al tiempo que pasaba la correa de la mochila por el cuello de toro de Tom. — ¿Nos vamos ya? Nick volvió a asentir. Hizo un círculo con el pulgar y el índice. —¿A Kansas City? Nick meneó la cabeza. —¿Adonde nos dé ]a gana? Nick asintió. Sí. Adonde nos dé la gana, se dijo. Pero lo más proba- ble es que ese adonde esté en alguna parte de Nebraska. —¡Uff! —exclamó Tom con expresión contenta— ¡Bien, bien! ¡Eso es! ¡Uufff! *** Habían alcanzado la Carretera 283 en dirección Norte y, cuando lle- vaban tan sólo dos horas y media de viaje, empezaron a aparecer grandes y oscuros nubarrones por el Oeste. La tormenta les sorprendió rápidamente descargando lluvia a raudales. Nick no podía oír los true- nos, aunque sí ver los relámpagos en forma de tridentes que despedían las nubes. Eran lo bastante brillantes como para producir deslumbra- miento, dejando luego imágenes de un azul purpúreo. Mientras se acercaban a los alrededores de Rosston, donde Nick pensaba virar en dirección Este, hacia la Carretera 64, desapareció el velo de lluvia de debajo de las nubes y el cielo adquirió un matiz amarillo liso, extraño y sobrecogedor. El refrescante viento que le había estado azotando la mejilla izquierda, dejó por completo de soplar. Nick empezó a sentirse nervioso en extremo sin saber por qué, y desmañado en forma inexpli- cable. Nadie le había dicho jamás que una de las escasas reacciones que el hombre todavía comparte con los más bajos animales, es la que se produce ante una caída radical y repentina de la presión del aire. Luego, se dio cuenta de que Tom le tiraba de la manga. Le estaba tirando con movimiento frenético. Se sobresaltó al ver que se había quedado completamente lívido. Sus ojos eran inmensos como platillos voladores. —¡Tornado! — chilló—. ¡Se acerca un tomado! Nick escudriñó buscando un embudo pero no vio ninguno. Se volvió de nuevo hacia Tom intentando encon- trar una forma de poder tranquilizarlo. Pero Tom había desaparecido. Se había metido pedaleando por el campo a la derecha de la carretera, siguiendo un sendero llano, que seguía en zigzag a través de la hierba alta. ¡Maldito loco! se dijo Nick furioso. Vas a romper tu jodido eje. Tom se dirigía hacia un granero con un silo contiguo que se veía al final de un camino polvoriento, el cual se prolongaba al menos cuatro- cientos metros. Nick, que seguía nervioso, subió pedaleando por la carretera, pasó luego la bici por encima de la valla del corral del gana- do y luego continuó pedaleando por el polvoriento sendero que con- ducía al granero. La bicicleta de Tom estaba caída fuera, en el suelo. Ni siquiera se había molestado en ponerle el seguro. Nick lo hubiera achacado sencillamente a inexperiencia si no hubiera visto a Tom utilizarlo varias veces. Se halla todo lo aterrado que le permite su reducida mente, se dijo Nick. Su propia inquietud le hizo echar una última ojeada por encima del hombro, y lo que vio lo dejó paralizado de horror. Por el Oeste se acercaba una oscuridad terrible. No era una nube si- no más bien una ausencia total de luz. Presentaba forma de un embudo que, a primera vista, parecía tener más de trescientos metros de altura. Era más ancho por arriba que por abajo. El extremo inferior no llegaba a tocar ja tierra. Y de la parte alta fluían una especie de nubarrones, como si estuviera dotado de un misterioso poder de repulsión. Mientras Nick miraba, el gigantesco embudo, tocó abajo, a más de un kilómetro de distancia. Y un largo edificio azul con el tejado de metal acanalado, que podía ser un depósito de suministros de coche o tal vez un cobertizo de almacenaje de madera, explotó con potente estruendo. Claro que él no pudo oírlo pero la vibración le sacudió, haciéndole tambalearse hacia atrás. Y el edificio pareció explotar hacia dentro, como si el embudo hubiera aspirado todo el aire que contenía. Acto seguido, el tejado de metal se partió en dos. Las dos secciones se elevaron, girando y girando como un copete que se hubiera vuelto loco. Nick, fascinado, torcía el cuello para seguir su trayectoria. Estoy viendo eso que aparece en mis peores sueños, se dijo, y no es en modo alguno un hombre, aunque es posible que a veces lo parezca. En realidad se trata de un tornado. Una grande y poderosa tromba negra irrumpiendo desde el Oeste, engullendo todo cuanto tenga el infortunio de encontrarse en su camino. Es... En aquel momento se sintió agarrado por ambos brazos, levantado literalmente en vilo y empujado al granero. Miró en derredor buscan- do a Tom Cullen y por un momento quedó sorprendido al verlo. Esta- ba tan fascinado por la tormenta que había olvidado la existencia de Tom Cullen. —¡Abajo! —dijo Tom jadeando—. ¡Aprisa! ¡Aprisa! Eso es, caray. ¡Tornado! ¡Tornado! Nick salió al fin de su trance, se dio cuenta de dónde se encontraba y con quién, y se sintió atemorizado. Mientras bajaba las escaleras y seguía a Tom hacía el sótano del granero, que servia de refugio contra las tormentas, percibió una vibración extraña y palpitante. Era lo más parecido a un sonido que jamás había experimentado, como un moles- to dolor en el centrodel cerebro. Luego, vio algo que jamás olvidaría. Vio que, una tras otra, eran arrancadas las labias de la plancha que formaba el costado del granero, y ascendían vertiginosas en el polvo- riento aire, como f¡ se tratara de dientes podridos arrancados por unas tenazas divisibles. La paja que cubría el suelo empezó a subir al tiem- po que giraba formando en el aire embudos de tornados en miniatura, yendo de un lado para otro, cayéndose y deslizándose. Aquella vibra- ción sorda se hacía por momentos más persistente. Luego, Tom empujó y abrió una pesada puerta de madera, y le hizo atravesarla de un empujón. Nick sintió olor a moho y podredumbre. Con el último resto de luz, descubrió que estaban compartiendo el sótano refugio con una familia de cadáveres roídos por las ratas. Des- pués, Tom cerró la puerta de golpe y quedaron sumidos en la más absoluta oscuridad. Disminuyó la vibración; pero ni siquiera entonces cesó del todo. El pánico le envolvió en su capa. La oscuridad reducía sus sentidos al tacto y el olfato. De ninguno de ellos recibía mensajes reconfortan- tes. Podía sentir bajo sus pies la vibración constante de las tablas y el olor a muerte. Tom le agarró a ciegas la mano, y Nick atrajo hasta su lado al retra- sado mental. Se dio cuenta de que Tom temblaba. Se preguntaba si estaría llorando o si intentaba acaso hablar con él. Aquella idea le alivió algo de su propio miedo y echó el brazo sobre los hombros de Tom, el cual le correspondió. Allí permanecieron los dos, en pie, muy erguidos agarrados el uno al otro. Nick sintió aumentar la vibración bajo sus pies. Incluso el aire pare- cía temblar ligeramente sobre su rostro. Tom se agarró a él con más fuerza todavía. Sordo, ciego y mudo, se mantenía a la espera de lo que pudiera suceder a continuación, y reflexionaba que, si Ray Booth le hubiera machacado su otro ojo, toda su vida sería como en aquellos momentos. De haber ocurrido así, creía que haría días que se habría pegado un tiro en la cabeza para acabar de una vez. Más tarde, le sería casi imposible creer a su reloj, que insistía en que sólo habían pasado quince minutos en la oscuridad del sótano refugio, aunque la lógica le asegurase que, puesto que el reloj seguía en mar- cha, tenía que ser así. Jamás en su vida había comprendido cuan subje- tivo y plástico es el tiempo. Parecía como si hubieran estado dos o tres horas; o al menos una. A medida que pasaba el tiempo, llegó a estar convencido de que Tom y él no se hallaban solos en el sótano refugio. Sí, claro, estaban los cadáveres. Algún pobre infeliz habría llevado allí a su familia cerca ya del fin, acaso con la febril suposición de que, si allí habían capeado otros desastres naturales, acaso también pudieran salvarse de ése. Pero no se refería a los cadáveres. A juicio de Nick, un cadáver era algo que no se diferenciaba mucho de una silla, una máquina de escribir o una alfombra. Un cadáver era una cosa inani- mada que ocupaba espacio. Lo que él sentía era la presencia de otro ser humano, y cada vez se hallaba más convencido de quién o qué era. Era el hombre oscuro, el hombre que cobraba vida en sus sueños, la criatura cuyo espíritu había percibido en el negro corazón del ciclón. En alguna parte... allí en el rincón, o tal vez incluso detrás de ellos... él los observaba. Y esperaba. En el momento preciso los tocaría y entonces los dos... ¿qué? Naturalmente enloquecerían de terror. Sólo eso. Él podía verlos. Nick estaba seguro de que los veía. Tenía ojos capaces de ver en la oscuridad como los de un gato o los de una miste- riosa criatura extraña. O quizá como aquel de la película, Depredador. Eso... algo así. El hombre oscuro podía ver tonos del espectro que el ojo humano no alcanzaría jamás y a él todo le parecería lento y rojo, como si todo el mundo se hubiera teñido de sangre. En un principio, Nick era capaz de separar esa fantasía de la reali- dad. Pero, a medida que pasaba el tiempo, tenía cada vez más la segu- ridad de que la fantasía era realidad. Imaginaba que podía sentir en la nuca el aliento del hombre moreno. Estaba a punto de lanzarse hacia la puerta, abrirla y salir corriendo sin importarle lo que hubiera afuera, cuando Tom lo hizo por él. De repente desapareció el brazo que Nick tenía sobre los hombros. Un instante después, la puerta del sótano refugio se abría de golpe dejan- do penetrar un derroche de deslumbrante luz blanca que obligó a Nick a protegerse con la mano el ojo que tenía bien. Apenas pudo obtener una fugaz y fantasmal imagen de Tom Cullen subiendo las escaleras tambaleante. Lo siguió, tanteando el camino entre todo aquel deslum- bramiento. Cuando llegó arriba, el ojo ya se le había acostumbrado. Pensó que la luz no había sido tan fuerte cuando bajaron al sótano y descubrió de inmediato el motivo. Había sido arrancado el tejado del granero. Casi daba la impresión de tratarse de una operación quirúrgi- ca. El trabajo era tan limpio que no había nada astillado, y apenas restos en el suelo al que una vez protegió. Tres focos del tejado colga- ban de los costados del almacén, y casi todas las tablas habían sido arrancadas de esos costados. Encontrarse allí en pie era como estar en el interior de la puntiaguda osamenta «e un monstruo prehistórico. Tom no se detuvo a calcular los daños. Huía del granero como si le estuviera persiguiendo el mismísimo diablo. Sólo una vez miró hacia atrás, con los ojos desorbitados y una expresión de te- casi cómica. Nick no pudo evitar observar por encima del hombro en dirección al sótano refugio. Las escaleras iban difuminándose entre las sombras a medida que bajaban, madera vieja, astillada y hundida en el centro de cada escalón. Pudo ver paja extendida sobre el suelo y dos pares de manos saliendo de entre las sombras. De los dedos, roídos por las ratas, nada más quedaban los huesos. Si allí dentro había alguien más, Nick no lo vio. Y tampoco quería verlo. De manera que siguió a Tom hasta el exterior. *** Tom se encontraba en pie, junto a su bicicleta, temblando. Nick se sintió desconcertado ante la caprichosa selectividad del tornado, que había destruido casi todo el granero sin causar en cambio el menor daño a sus bicicletas. De repente se dio cuenta de que Tom estaba llorando. Nick se acercó a él y le echó el brazo sobre los hombros. Tom seguía con los ojos desorbitados, fijos en la puerta doble descol- gada del granero. Nick hizo el consabido círculo con el pulgar y el índice. La mirada de Tom se detuvo por un instante en él; pero en su rostro no apareció la sonrisa que Nick esperaba. Se limitó a dirigir la vista otra vez al granero. Sus ojos tenían aquella expresión vacua y fija que a Nick no le gustaba lo más mínimo. —Allí había alguien —dijo Tom con sequedad. La sonrisa que iniciaba Nick se le heló en los labios. No sabía hasta qué punto podría dar la impresión de ser real; pero la sentía forzada. Señaló a Tom, luego se señaló asimismo y, por último, hizo un gesto breve y cortante en el aire con el canto de la mano. —No —dijo Tom—. No sólo nosotros. Alguien más que salió de la tromba. Nick se encogió de hombros. —¿Podemos irnos ya? ¡Por favor! Nick asintió con la cabeza. Condujeron de nuevo sus bicicletas a la carretera, a través del sende- ro de hierba arrancada y tierra removida por el tornado. Había tocado abajo, en la parte occidental de Rosston, cortando a través de US 283, en un recorrido de Oeste a Este, arrasando pretiles y conectando ca- bles en el aire, a semejanza de las cuerdas de un piano; había bordeado el granero a la izquierda de ellos, y se había hundido a través de la casa que se alzaba, o más bien se había alza" do frente al granero. Cuatrocientos metros más adelante, cesaba bruscamente su rastro a través del campo. Las nubes empezaban ya a abrirse, aunque todavía seguía cayendo una llovizna ligera y refrescante, y los pájaros canta- ban como si tal cosa. Nick observó el juego de los vigorosos músculos de Tom debajo dela camisa, al levantar éste su bicicleta por encima del enredo de cables que había al borde de la carretera. Este hombre me ha salvado la vida, se dijo. Jamás había visto una tromba en toda mi existencia. Si le hubiera dejado allí en May, como en un principio pensé, a estas horas habría hincado el pico. Pasó a su vez la bici por encima de aquel lío de cables y dio a Tom una palmada en la espalda al tiempo que le sonreía. Tenemos que encontrar a alguien más, pensó Nick. Hemos de en- contrarlo sólo para que yo pueda dar las gracias a Tom. Y también decirle mi nombre. Ni siquiera conoce mi nombre, porque no sabe leer. Permaneció allí un instante, aturdido por aquello. Luego, montaron en sus bicicletas y se pusieron en marcha. *** Aquella noche acamparon en la zona izquierda del campo de fútbol de la Jaycees' Little League de Rosston. El cielo nocturno estaba lim- pio de nubes y aparecía estrellado. Nick se quedó de inmediato dormi- do y no tuvo sueños. Despertó a la mañana siguiente, de madrugada, pensando en lo formidable que era estar de nuevo con alguien, cuan diferente resultaba. Se hallaban en Polk County, Nebraska. Al principio, aquello le so- bresaltó; pero, durante los últimos años, había viajado por todas par- tes. Debía de haber hablado con alguien que mencionara Polk County, o que perteneciera a ese Condado y, sencillamente su subconsciente no lo había olvidado. Había también una Carretera 30. Pero no podía creer, y mucho menos en las primeras horas de la mañana de un día hermoso como aquél, que fueran a encontrarse con una negra vieja, sentada en su porche en medio de un campo, en un maizal, cantando himnos acompañándose con una guitarra. Pero consideraba importante ir a algún sitio, buscar gente. En cierto modo compartía la urgencia de Fran Goldsmith y Stu Redman de reagruparse. Hasta que eso fuera un hecho, todo seguiría siendo ajeno y disgregado. Había peligro en todas partes. Uno no podía verlo pero lo sentía, de la misma manera que tuvo consciencia de la presencia del hombre oscuro ayer en aquel sótano. Se tenía la Sensación de que el peligro acechaba en todos los lugares, dentro de las casas, al dar vuelta a la próxima curva de la carretera, acaso oculto debajo de los coches y camiones abandonados a lo largo de las principales carreteras. Y, si no estaba allí, estaría en el calendario, escondido debajo de las dos o tres hojas siguientes. Peli- gro. Cada partícula de su ser parecía musitarlo. PUENTE FUERA DE SERVICIO, SESENTA KILÓMETROS DE CARRETERA EN MA- LAS CONDICIONES. NO NOS HACEMOS RESPONSABLES POR AQUELLAS PERSONAS QUE SIGAN CAMINO DESDE ESTE PUNTO. Parte de ello era el tremendo y estremecedor sobresalto psicológico del campo vacío. Mientras permaneció en Shoyo, se había sentido protegido en cierto modo. Poco importaba, o al menos no demasiado, que Shoyo estuviera vacío, al tratarse de algo tan pequeño en el plano general, Pero cuando uno se encontraba en movimiento era como si... Bueno, le hacía recordar una película de Walt Disney que había visto de niño, algo relacionado con la naturaleza. Aparecía un tulipán que llenaba la pantalla, un único tulipán, tan bello que te hacía contener el aliento. Luego, la cámara retrocedía con vertiginosa rapidez y veías todo un campo cubierto de tulipanes. Te dejaba fuera de combate. Producía una total sobrecarga sensorial y caía algún interruptor de circuito interno cortando la corriente. Era demasiado. Y eso estaba pasando durante aquel viaje. Shoyo estaba vacío y Nick pudo asimi- larlo. Pero también McNab estaba vacío, y Texarkana, y Spencerville. Ardmore había ardido hasta los cimientos. Fue hacia el Norte, hasta la Carretera 81 y no encontró más que venados. Por dos veces había descubierto lo que probablemente eran indicios de personas vivas. Las cenizas todavía tibias de una hoguera y un venado matado por alguien, que lo había descuartizado limpiamente. Pero personas ni una. Era como para volverse loco ir adquiriendo consciencia de la enormidad de todo ello. No se trataba solo de Shoyo, de McNab o de Texarkana. Era América la que yacía allí, semejante a una inmensa lata vacía, con unos cuantos guisantes olvidados en el fondo. Y más allá de América, se encontraba todo el mundo. Nada más de pensarlo, Nick se sintió tan mareado y enfermo que hubo de renunciar. Dedicó toda la atención al atlas. Si seguían rodando, tal vez fueran como una bola de nieve haciéndose cada vez más grande a medida que caía por la pendiente. De allí a Nebraska, con un poco de suerte, po- drían tropezar con algunas otras personas y recogerlas. O que los re- cogieran a ellos si hallaban un grupo más numeroso. Suponía que, desde Nebraska, irían a alguna otra parte. Era como una búsqueda sin nada que encontrar. Ningún Gríal ni tampoco espada alguna hundida en un yunque. Cortaremos en dirección noreste, se dijo, hacia Kansas. La Carretera 35 los conduciría a una nueva versión de la Carretera 81, y ésta los llevaría directamente a Swedeholm, en Nebraska, donde cruzaba la Carretera 92, formando un ángulo recto perfecto. Otra ruta, la Carrete- ra 30, conectaba con ambas, formando la hipotenusa de un triángulo rectángulo. Y, en alguna parte de ese triángulo, se encontraba el país de su sueño. Al pensar en ello, sintió una extraña excitación premonitoria. Cierto movimiento en la parte superior de su visión le hizo levantar la vista. Tom se encontraba sentado, frotándose los ojos con los puños. Un bostezo fenomenal parecía hacer desaparecer casi toda la parte inferior de su cara. Nick sonrió y Tom le devolvió la sonrisa. —¿Seguiremos camino también hoy? —preguntó Tom. Nick hizo un gesto de asentimiento. —Caramba, esto es estupendo. Me gusta montar mi bici. ¡Caray, sí! Espero que no paremos nunca. ¡Quién sabe!, se dijo Nick, guardando el atlas. Tal vez se cumpla su deseo. *** Aquella mañana viraron hacia el Este y almorzaron en una encruci- jada no lejos de la frontera entre Oklahoma y Kansas. Era el 7 de julio y hacía calor. Poco antes de detenerse a comer, Tom hizo su habitual parada desli- zante con la bici. Miraba fijamente un cartel clavado en un mogote de cemento medio hundido en el blanco reborde del arcén de la carretera. Nick lo miró. El cartel decía: ESTÁN SALIENDO DE HARPER COÜNTY, OKLAHOMA. ESTÁN ENTRANDO EN WOODS COUNTY, OKLAHOMA. —Yo puedo leer eso —dijo Tom. Si Nick hubiera estado en condiciones de oír, podría haberse sentido entre divertido y conmovido al descubrir cómo el tono de voz de Tom iba adquiriendo un registro agudo y declamatorio: «Ahora están sa- liendo de Harper County. Ahora están entrando en Woods County». —¿Sabes lo que te digo, colega? Nick negó con la cabeza. —Jamás he estado fuera de Harper County en toda mi vida, caray, no; Tom Cullen no. Pero una vez mi papá me trajo aquí y me enseñó este cartel. Dijo que si alguna vez llegaba a pescarme al otro lado de él, me molería a palos. Espero de veras que no nos pesque en Woods County. ¿Crees que lo hará? Nick negó enfático. —¿Está Kansas City en Woods County? Nick hizo de nuevo un gesto negativo. —Pero vamos a ir a Woods County antes que a ningún otro sitio ¿verdad? Nick asintió. A Tom le brillaron los ojos. —¿Es el mundo? Nick no le entendió. Frunció el ceño... Enarcó las cejas... Se encogió de hombros. —El inundo es el lugar al que me refiero —explicó Tom—. ¿Vamos a ir al mundo, colega? —vaciló un momento y luego preguntó con gravedad balbuceante—: ¿Has dicho Woods, verdad? ¿Iremos al mundo? (1). (1) Woods (bosques) y World (mundo) tienen una fonética semejante. —N del T. Nick asintió con un movimiento lento de cabeza. —Bueno —dijo Tom. Se quedó un instante mirando el cartel; luego, se limpió el ojo dere- cho del que le caía una única lágrima, y a continuación subió a su bici. —Bueno. Allá vamos. *** Entraron en Kansas poco antes de que oscureciera demasiado para seguir pedaleando. Después de la cena, Tom se mostró malhumoradoy cansado. Quería jugar con su garaje. Quería ver la televisión. No le apetecía seguir montando la bicicleta porque le dolía el trasero de estar tanto tiempo encima del sillín. No tenía la menor idea de las líneas divisorias entre Estados, por lo que no compartió el contento de Nick al pasar junto otro cartel en el que se leía: ESTÁN ENTRANDO EN KANSAS. Para entonces era tal la oscuridad que las letras blancas parecían flotar unos centímetros por encima del cartel marrón, seme- jantes a espíritus. Acamparon a casi medio kilómetro de la línea fronteriza, debajo de un molino de agua que se erguía sobre unas altas patas de acero seme- jante a un marciano de H.G. Wells. Tom se quedó dormido en cuanto se metió en su saco. Nick permaneció un rato sentado, contemplando cómo iban apareciendo las estrellas. La Tierra se hallaba sumida en la más absoluta oscuridad y, para él, también en el más completo silen- cio. Poco antes de meterse también en el saco de dormir vio un cuervo posarse en una empalizada cercana, y tuvo la impresión de que le estaba observando. Sus ojillos negros parecían bordeados por semicír- culos de sangre, reflejo sin duda de una borrosa luna estival, anaranja- da, que apareció sin que se diera cuenta. Había algo en el cuervo que a Nick no le gustó. Le hacía sentirse inquieto. Cogió un gran terrón y se lo arrojó. El pajarraco aleteó, pareció clavar en él una mirada funesta y furiosa; al final, desapareció en la oscuridad. Nick soñó esa noche con el hombre sin rostro, en pie sobre el alto tejado, con los brazos extendidos hacia el Este, y luego con el maíz, un maíz que sobresalía por encima de su cabeza y el sonido de la mú- sica. Sólo que esta vez sabía que era música y esta vez sabía que era una guitarra. Se despertó cerca del amanecer, con la vejiga penosa- mente llena y las palabras de ella sonando en sus oídos. Madre Aba- gail es como me llaman... ven a verme cuando quieras. *** Aquella tarde, a última hora, cuando se dirigían hacia el Este a tra- vés de Comanche County en la Carretera 160, se quedaron sentados en sus bicis con el cuerpo de lado y boquiabiertos, al ver un pequeño rebaño de bisontes, acaso no más de una docena, atravesando con calma ambas direcciones de la carretera en busca de buenos pastos. En la parte norte, hubo en tiempos una alambrada; pero, al parecer, los bisontes la habían derribado. —¿Que son ésos? —preguntó Tom asustado—. ¡No son vacas! Y como Nick no podía hablar ni Tom podía leer, le fue imposible contestar a su pregunta. Era el 8 de julio de 1990. Aquella noche dur- mieron a campo abierto, en las llanas tierras de labranza, sesenta ki- lómetros al oeste de Deerhead. *** Era el 9 de julio y estaban almorzando a la sombra de un viejo y ga- llardo olmo en el patio delantero de una granja que había ardido en parte. Tom comía salchichas. Las sacaba de una lata con una ^ano, mientras con la otra hacía entrar y salir los coches de la gasolinera. Al mismo tiempo, cantaba una y otra vez el estribillo de una canción popular. Nick se sabía de memoria las formas que iban adoptando los labios de Tom: Pequeña, ¿puedes contentar a tu hombre? Es un tipo honrado. Pequeña, ¿puedes contentara tu hombre? Nick se sentía algo deprimido y un poco impresionado por las di- mensiones del país. Jamás se había dado cuenta antes de lo fácil que resultaba levantar el pulgar sabiendo que, tarde o temprano, el cálculo de probabilidades se inclinaría de tu lado. Un coche se disponía a parar, por lo general conducido por un hombre, a menudo con una lata de cerveza entre las piernas. Quería saber a dónde te dirigías y tú alar- gabas un trozo de papel que llevabas a mano en el bolsillo de la cami- sa, un trozo de papel en el que podía leerse: «Hola, me llamo Nick Andros. Soy sordomudo. Lo siento. Voy a .....................Muchas gra- cias por el viaje. Puedo leer en los labios.» Y eso solía ser todo. A menos que al tipo que conducía no le cayeran bien los sordomudos. Les ocurría a algunos; aunque eran muy pocos. Subías al coche y te llevaba hasta donde querías ir, o al menos un buen trecho del camino. El coche devoraba la carretera y soplaba kilómetros por su tubo de escape. El coche era una forma de teletransporte. El coche dominaba a los mapas. Pero ahora no había coche, aunque en muchas de aquellas carreteras habría resultado un sistema práctico de locomoción durante cien o ciento veinte kilómetros, si se iba con cuidado. Y cuando aca- bara quedando bloqueado, bastaba con abandonar el vehículo, caminar distancias más o menos largas y luego coger otro. Pero sin automóvil eran semejantes a hormigas arrastrándose sobre el pecho de un gigante abatido, hormigas yendo infatigables de un pezón al otro. Por todo eso, Nick deseaba, sin atreverse apenas a soñarlo, que cuando final- mente se encontraran con alguna otra persona, siempre bajo el supues- to de que tal cosa pudiera ocurrir, fuera como en aquellos días, por lo general despreocupados, del autostop. Se vería ese familiar centelleo del cromo al aparecer sobre la cima de la siguiente colina, esos deste- llos del sol que a un tiempo deslumbraban y alegraban la vista. Sería un coche americano de lo más corriente, un «Chevy Biscayne» o un «Pontiac Tempest», el estupendo acero rodante del viejo Detroit. En sus sueños nunca veía una «Honda», una «Mazda» o una «Yugo». Aparecería esa belleza americana y vería a un hombre al volante, un hombre con un codo atezado asomando con despreocupación por la ventanilla. Ese hombre sonreiría y diría: «¡Por el Santo Job, mucha- chos! ¡Cuánto me alegro de veros! ¡Arriba! ¡Subid y veamos a dónde nos dirigimos!» Pero aquel día no vieron a nadie. Y, al décimo día, tropezaron con Julie Lawry, *** Fue otra jornada tórrida. Se habían pasado casi toda la tarde peda- leando con las camisas anudadas alrededor de la cintura, y los dos se estaban poniendo tan morenos como indios. Ese día no habían hecho un buen tiempo a causa de las manzanas. De las manzanas verdes. Las encontraron en un viejo manzano en el huerto de una granja, verdes, pequeñas y ácidas. Pero llevaban tanto tiempo privados de fruta fresca que les parecieron pura ambrosia. Nick se limitó a comer- se dos; pero Tom, voraz, se zampó seis, una tras otra, con el corazón y todo. Hizo caso omiso de los ademanes de Nick para que dejara de comer. Cuando a Tom Cullen se le metía una cosa en la cabeza podía resultar tan fastidioso como un niño de cuatro años. Así que, a partir más o menos de las once de la mañana y durante todo el resto de la tarde, Tom sufrió retortijones. Le caían chorritos de sudor. Gemía. Tenía que bajarse de la bici y refugiarse entre colinas bajas. Nick, pese a su irritación por lo mucho que se estaban retrasan- do, no pudo evitar que le hiciera cierta gracia. Al llegar a la ciudad de Pratt, alrededor de las cuatro de la tarde, Nick decidió que ya tenían bastante por ese día. Tom se desplomó agradecido sobre el banco de la parada de autobús, que estaba a la sombra y se quedó al punto dormido. Nick lo dejó allí y se dirigió al barrio comercial en busca de una farmacia. Trataría de hallar algo de «Pepto-Bismol» y, cuando Tom se despertara, le obligaría a beberlo, le gustara o no. Si hacía falta toda una botella para frenar la diarrea de Tom se la haría tomar por mucho que se resistiera. Nick quería recu- perar tiempo al día siguiente. Encontró una farmacia entre el Pratt Theatery el Norge local. Entró por la puerta abierta y permaneció allí un instante olfateando el rancio olor, ya familiar, de un local caluroso y sin ventilar. Se mezclaban otros olores, fuertes y empalagosos. El más fuerte era de perfume. Tal vez alguna de las botellas se hubiera roto con el calor. Nick miró en derredor buscando las medicinas para el estómago, al tiempo que intentaba recordar si el «Pepto-Bismol» soportaba bien el calor. Bueno, ya lo diría en la etiqueta. Sus ojos pasaron sin detenerse por el maniquí. Un par de filas a la derecha,vio lo que buscaba. Dio dos pasos en aquella dirección cuando de repente se dio cuenta que nunca había visto un maniquí en un drugstore. Volvió la cabeza y lo que vio fue a Julie Lawry. Se encontraba en pie, absolutamente inmóvil, con un frasco de per- fume en una mano y en la otra la pequeña varilla de cristal con la que se suelen dar los toques. Tenía los ojos azul porcelana muy abiertos, como embargada por una sorpresa, incrédula. Llevaba el pelo castaño peinado hacia atrás y recogido con una brillante banda de seda que le colgaba hasta la cintura. Vestía un ajustado suéter rosa y unos shorts téjanos tan reducidos que casi podían confundirse con bragas. Tenía un sarpullido de barrillos en la frente y uno gordísimo en el mismo centro de la barbilla. Nick y ella permanecieron mirándose a través de la desierta farma- cia, ambos paralizados. Luego, la botella de perfume se escurrió entre los dedos de la chica y explotó sobre el suelo como una bomba, con- virtiendo la tienda en una especie de invernadero. Por el olor, aquello parecía un funeral. —¡Dios mío! ¿Eres de carne y hueso? —preguntó Julie con voz tem- blorosa. A Nick le pareció que el corazón iba a salírsele del pecho y podía sentir el fuerte latido de la sangre en las sienes. Incluso la vista se le había trastornado un poco y aparecieron unos puntos luminosos inva- diendo su campo de visión. Asintió con la cabeza. —¿No eres un fantasma? Negó con la cabeza. —Entonces di algo. Si no eres un fantasma, di algo. Nick se llevó una mano a la boca y luego a la garganta. —¿Qué quieres decir con eso? La voz de la muchacha había adquirido un ligero tono histérico. Nick no podía oírlo... aunque sí percibirlo, pues se notaba en su cara. Temía avanzar en dirección a ella porque, si lo hacía, tal vez echara a correr. Nick no temía que ella tuviera miedo de ver a otra persona. Lo que le asustaba era la posibilidad de estar sufriendo una alucinación, y tal vez perdiendo la cabeza. De nuevo experimentó aquel sentimiento de frustración. Si al menos pudiera hablar... Lo intentó de nuevo con la pantomima. Después de todo, era lo úni- co que podía hacer. Esta vez logró hacerse entender. —¿No puedes hablar? ¿Eres mudo? Nick asintió. *** Ella emitió una risa estridente que en gran parte era de angustiosa contrariedad. —¿Quieres decir que cuando por fin aparece alguien, resulta que es un tipo mudo? Nick se encogió de hombros y le dirigió una sonrisa forzada. —Bien —dijo ella avanzando por el pasillo hacia él—. Eres bastante atractivo. Algo es algo. Le puso una mano en el brazo y sus senos casi le rozaron. Nick pudo oler al menos tres clases diferentes de perfume y, por de- bajo de ellos, el desagradable olor a sudor de la mujer. —Me llamo Julie —dijo—. Julie Lawry. ¿Y tú? —Lanzó una risita tonta—. No puedes decírmelo ¿verdad? Pobrecito mío. Se acercó más a él y sus senos le rozaron. Nick empezó a sentirse muy acalorado. Qué diablos, se dijo incómodo, no es más que una chiquilla. Se apartó de ella, sacó el bloc del bolsillo y empezó a escribir. Ape- nas había redactado una línea del mensaje cuando ella se apoyó sobre su hombro para ver lo que ponía. No llevaba sostén. Cielos. Desde luego pronto había superado su temor. Los trazos de su escritura em- pezaron a ser irregulares. —Bueno, adelante —dijo ella mientras Nick escribía. Parecía como si fuera un mono capaz de hacer un truco muy retorci- do. Nick tenía la mirada fija en su bloc y no podía «leer» sus palabras, aunque sí sentir el cálido cosquilleo de su aliento. —Me llamo Nick Andros. Soy sordomudo. Viajo con un hombre llamado Tom Cullen que es algo retrasado. No puede leer ni compren- der muchas de las cosas que hago, a menos que sean muy sencillas. Vamos camino de Nebraska porque pienso que allí puede haber gente. Ven con nosotros si quieres. —Desde luego —contestó ella de inmediato. Y luego, recordando que era sordo le preguntó formando las palabras con todo cuidado—: ¿Pues leer en los labios? Nick asintió. —Muy bien —dijo ella—. Estoy tan contenta de ver gente que poco importa que sean un sordomudo y un retrasado. Esto es fantasmal. Apenas puedo dormir desde que se fue la corriente. —Su rostro adqui- rió una expresión de dolor más propia de la heroína de un folletón que de una persona real—. Hace dos semanas que murieron papá y mamá, ¿sabes? Todos murieron menos yo. Y he estado tan sola. Con un sollozo, se arrojó en brazos de Nick y empezó a frotarse co- ntra él con una siniestra parodia de dolor. Cuando por fin se apartó, tenía los ojos secos y brillantes, —Oye, vamos a hacerlo —le propuso—. Resultas bastante coque- tón. Nick se quedó mirándola con la boca abierta. No podía creerlo. Pero la cosa iba de veras. Ella estaba intentando quitarle el cinturón. —Vamos. Tomo la pildora. No hay miedo —reflexionó un instan- te—. ¿Puedes hacerlo, verdad? Quiero decir que el hecho de que no puedas hablar no significa que no puedas tampoco eso. Nick alargó las manos acaso con la intención de cogerla por los hombros; pero se encontró con sus senos. Aquél fue el fin de toda resistencia posible. Y también dejó de pensar de manera coherente. La tumbó en el suelo y la poseyó. *** Más tarde, se dirigió a la puerta y miró hacia fuera, mientras se abrochaba el cinturón, para averiguar qué estaba haciendo Tom. Se- guía sentado en el banco del parque, dormido como un tronco y ausen- te del mundo. Julie se reunió con Nick. Manoseaba otro frasco de perfume. —¿Es ése el retrasado? —preguntó. Nick asintió aunque no le gustó la palabra. Parecía más bien cruel. Julie empezó a hablar de sí misma, y Nick descubrió aliviado que tenía diecisiete años, no era mucho más joven que él. Su mamá y sus amigos siempre la llamaron Cara de Ángel o sólo Ángel, porque pare- cía una adolescente. Durante una hora, estuvo contándole muchísimas más cosas, y a Nick le resultó prácticamente imposible separar la verdad de las mentiras... o de sus propias fantasías por emplear una expresión más caritativa. Debía de haber estado esperando durante toda su vida a alguien como él, que jamás podría interrumpir el ince- sante flujo de su monólogo. Nick llegó a sentir los ojos fatigados sólo de observar cómo los rosados labios de ella formaban las palabras. Pero si apartaba un solo instante la mirada para comprobar dónde estaba Tom, o pa1^ observar la destrozada luna del escaparate de la tienda de modas que había al otro lado de la calle, la mano de ella le rozaba la mejilla para obligarle a volver los ojos hacia su boca. Quería que lo «escuchara» todo, que no ignorase nada. Al principio, Nick se sintió irritado con ella y luego aburrido. Pero lo realmente increíble fue que, al cabo de una hora, descubrió que lo que deseaba era, en primer lugar, no haberla encontrado, y ahora que ya no tenía remedio, que cambiara de idea y no les acompañara. Su «ambiente» era la música rock y la marihuana, y tenía afición a lo que ella llamaba «Colombian short rounds» y «fry-dad-dies». Había tenido un amigo pero llegó a estar tan jodido con el «sistema tradicio- nal» que regía la escuela de secundaria local, que se había ido en abril pasado para enrolarse en Infantería de Marina. Desde entonces no lo había visto; pero le escribía todas las semanas. Ella y sus dos amigas, Ruth Honinger y Mary Beth Gooch, fueron a todos los conciertos rock en Wichita y, en setiembre último, hicieron autostop hasta Kansas City para ver a Van Halen y los Monsters of Heavy Metal en concier- to. Aseguraba haberlo «hecho» con el bajista Dokken y decía que había sido «la experiencia cojonuda a tope que he tenido en toda mi vida». Había «llorado y llorado» después de la muerte de sus padres, con una diferencia de veinticuatro horas; a pesar de que su madre era una «zorra mojigata» y de que, para su padre, su amigo Ronnie, el que se fue de la ciudad para enrolarse en la Infantería de Marina, fuera «como un forúnculo en el trasero». Había pensado hacerseespecialista en belleza en Wichita o «largarme a Hollywood y encontrar trabajo en una de esas compañías que hacen las casas de las estrellas. En decora- ción de interiores soy cojonuda a tope y Mary Beth dijo que vendría conmigo». Al llegar a ese punto, recordó de repente que Mary Beth Gooch había muerto y que su oportunidad de convertirse en una especialista en belleza o en una decoradora de interiores para las estrellas se había desvanecido con ella... al igual que todo lo demás, y que todo el mun- do. Cuando aquel torrente de palabras empezó a perder algo de fuerza, al menos de momento, quiso volver a «hacerlo», como le dijo con mimo. Nick hizo un movimiento negativo de cabeza y ella, por un momento, puso morritos. —Después de todo, es posible que no quiera ir con vosotros —dijo. Nick se encogió de hombros. —¡Mudo, mudo, mudo! —dijo de repente con auténtica saña, y sus ojos brillaban por el despecho; luego, sonrió—. No quise decirlo. Era una broma. Nick la contempló con expresión impávida. Le habían llamado peo- res cosas; sin embargo había algo en ella que no le gustaba nada en absoluto. Cierta inquieta inestabilidad. Las mujeres, cuando se enfa- dan con uno, pueden gritarte o abofetearte. Pero ésta no. Ésta se aba- lanzaría a arañarte. De repente tuvo la absoluta seguridad de que le había mentido respecto a su edad. No tenía diecisiete años, ni catorce, ni veintiuno. Tendría Ja edad que ella quisiera, siempre que tú la nece- sitaras más que ella a ti, la desearas más de lo que ella te deseara a ti. Se había presentado como una criatura sexual. Pero Nick se dijo que su sexualidad era tan sólo una manifestación de alguna otra cosa en su personalidad... un síntoma. Síntoma era una palabra que se utilizaba para referirse a alguien que estaba enfermo. Pero, ¿acaso no lo estaba? ¿No pensaba él que estuviera enferma? En cierto modo sí que lo pen- saba; y de repente se asustó ante el posible efecto que aquella mujer pudiera tener en Tom. —¡Eh! Tu amigo se está despertando —dijo Julie. Nick volvió la cabeza. Sí..., en aquel momento Tom estaba ya sentado en el banco, rascándose la coronilla, que se asemejaba al nido de un cuervo, y mirando en derredor desorientado. Nick se acordó de repente del Pep- to-Bismol. —¡Hola, tú! —canturreó Julie al tiempo que echaba a correr calle abajo en dirección a Tom, agitando suavemente sus senos bajo el ceñido suéter. A Tom se le desorbitaron todavía más los ojos. —¿Hola? — preguntó Tom más que dijo. Miró a Nick en busca de una explicación. Dominando su inquietud, Nick se encogió de hombros y asintió. —Soy Julie —dijo ella—. ¿Qué tal te va, encanto? Sumido en su pensamiento, y también, ¿por qué no decirlo?, en su inquietud Nick entró de nuevo en la farmacia en busca de lo que Tom necesitaba. *** —Aj-aj —dijo Tom meneando la cabeza al tiempo que retrocedía—. Aj-aj- No lo hago. A Tom Cullen no le gusta la medicina, cáspita, no. Sabe mal. Nick lo miró irritado y malhumorado, sosteniendo en la mano la bo- tella triangular de Pepto-Bismol. Miró a Julie, la cual le devolvió la mirada; pero Nick pudo ver en ella la misma enojosa expresión que cuando le llamó mudo. No era cordial sino más bien dura como el pedernal. Era la expresión que una persona, sin un sentido del humor básico, adopta cuando se dispone a fastidiar. —Tienes razón, Tom —le dijo ella—. No lo bebas, es veneno. Nick la miró muy fijo y con la boca abierta. Ella le sonrió, en jarras, desafiándole a que convenciera a Tom de lo contrario. Tal vez ésa fuera su mezquina venganza por el rechazo a su segunda oferta de follar. Miró de nuevo a Tom y él mismo tomó un trago de la botella de Pepto-Bismol. Empezaba a sentir en las sienes la sorda presión del enfado. Tendió la botella a Tom; pero éste distaba mucho de mostrarse convencido. —No, aj-aj. Tom Cullen no bebe veneno —dijo, y Nick pudo darse cuenta, sintiendo aumentar su furia hacia la joven, que Tom estaba realmente aterrado—. Papá dijo que no lo hiciera. Papá dijo que sí podía matar a las ratas en el granero, mataría a Tom. ¡No quiero vene- no! De repente, Nick se volvió a medias hacia Julie, incapaz de soportar su sarcástica sonrisa, y le descargó un fuerte golpe con la palma de la mano. Tom miraba asustado, con los ojos muy abiertos. —Maldito... —empezó a decir ella, y por un momento no encontra- ba palabras; había enrojecido intensamente y de súbito pareció más vieja, malcriada y malvada—. ¡Bastardo mudo de la mierda! ¡Sólo era una broma, especie de escupitajo! ¡Tú no puedes pegarme! ¡No pue- des pegarme, maldito seas! Se precipitó hacia Nick, el cual la hizo retroceder de un empujón. Cayó sobre sus asentaderas y se le quedó mirando enseñando los dien- tes como un animal. —Te arrancaré las pelotas —jadeó—; no puedes hacer esto. Nick, con mano temblorosa y sintiendo fuertes latidos en la cabeza, sacó su bolígrafo y garrapateó una nota con letras grandes y nerviosas. Arrancó la hoja y se la alargó a Julie. Ésta la apartó de un manotazo con los ojos brillándole de furia. Nick la recogió y agarrando a la joven por el cogote, le metió la nota en la cara. Tom había retrocedido gimoteando. —Está bien —chilló Julie—. ¡La leeré! ¡Leeré tu asquerosa nota! Contenía tan sólo tres palabras: «No te necesitamos.» —¡Jódete! —le gritó al tiempo que se soltaba. Julie retrocedió varios pasos por la acera. Tenía los azules ojos muy abiertos, como cuando topó prácticamente con ella en la farmacia; pero, en ese momento, rebosaban odio. Nick se sintió cansado. Entre todas las personas del mundo, ¿por qué precisamente ella? —No me quedaré aquí —siguió diciendo Julie Lawry—. Voy con vosotros. Y no puedes impedírmelo. Pero sí que podía. ¿Acaso no se había dado cuenta? No. se dijo Nick, no se había dado. Para ella todo aquello era una especie de esce- nificación de Hollywood, una película sobre un desastre en la tierra protagonizada por ella. Una película en la que Julie Lawry, conocida también como Cara de Ángel, siempre se salía con la suya. Sacó el revólver de la funda y apuntó a los pies de la joven. Julie se quedó muy quieta; de su cara desapareció todo vestigio de color. Sus ojos habían cambiado y parecía muy distinta. Por primera vez daba la impresión de ser real. En su mundo había aparecido algo que no podía manejar a su antojo, o al menos su mente no alcanzaba a hacerlo. Un arma. De repente, Nick se sintió asqueado además de cansado. —No quise decirlo —alegó ella presurosa—. Haré lo que quieras. Te lo juro por Dios. Nick le indicó con el arma que se fuera. Julie dio media vuelta y empezó a andar, mirando hacia atrás por encima del hombro. Andaba cada vez más de prisa y finalmente echó a correr. Nick enfundó el arma. Estaba temblando. Se sentía sucio y deprimido, como si Julie Lawry hubiera sido algo inhumano, más semejante a los redondos escarabajos de sangre fría que uno se en- cuentra debajo de los árboles muertos, que a un ser humano. Dio media vuelta buscando a Tom; pero éste había desaparecido. Salió presuroso a la calle, bajo un sol implacable, latiéndole la cabe- za de forma espantosa, palpitándole el ojo que Ray Booth le reventó. Necesitó casi veinte minutos para encontrar a Tom. Se encontraba escondido en un patio trasero, dos calles más abajo del barrio comer- cial. Estaba sentado en un herrumbroso columpio» abrazado a su gara- je «Fisher-Price». Al ver a Nick, empezó a llorar. —No me lo hagas beber, por favor; no hagas beber a Tom Cullen veneno, cáspita, no, papá decía que si mataba a las ratas me mataría a mí.... ¡por faaaaavor! Nick se dio cuenta de que todavía llevaba en la mano la botella de «Pepto-Bismol». La tiró y luego mostró a Tom las manos vacías La diarrea habría de seguir su curso. Muchísimas gracias, Julie. Tom bajó los escalones farfullando. —Lo siento —repetía una y otra vez—. Lo siento. Tom Cullen lo siente. Regresaron juntos a la Calle Mayor,., y, de repente, se pararon en seco. Las dos bicis
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