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¿Me dejas quererte? Toñi Membrives Título: ¿Me dejas quererte? © Toñi Membrives Colorado Primera edición: Diciembre, 2016 Corrección, maquetación y diseño de portada: María Elena Tijeras De Élite Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual. Para mi mana, mi marido y mi cuñado, que siempre me están criticando por no dedicarles una de mis historias. Pues esta es para ellos, que se la merecen por soportarme. Que ya es mucho. «No hay deber que descuidemos tanto como el deber de ser felices». Robert Louis Stevenson. Prólogo —Susana, ¿ya lo tienes todo? —Sí, lo tengo todo listo. —Bien, pues entonces, cuando puedas, pásale las cajas a los chicos de la mudanza para que las metan en la furgoneta. —¿Ya han acabado de desmontar todos los archivos? —Están terminando de bajar el último. Apenas queda ya nada aquí. Esa última frase me entristece. He pasado en estas cuatro paredes cerca de diez años y, ahora, las abandono. Bueno, es mi jefe quien ha decidido poner punto y final a esta relación. Y lo entiendo. El hombre con el que acabo de hablar es Josemi, el que me paga a fin de mes y me mete bronca cada vez que no le hago caso, que suele ser más a menudo de lo habitual, pues, muchas veces, no tiene razón. Pero, en el fondo, me quiere. Lo sé. Llevamos juntos muchos años, casi desde que acabé la carrera de pedagogía y, créeme, ha llovido mucho desde entonces. Soy asesora pedagógica en una empresa de formación y me encanta mi trabajo. A veces puede parecer monótono, ya que cada nuevo curso que se inicia, se siguen los mismos pasos, pero creo que no sabría hacer otra cosa. Y Josemi siempre me dice que soy muy buena desempeñando mi trabajo, que soy la mejor. Así que, ¿por qué no creerlo? De vez en cuando gusta que te digan esas cosas. Cierro la última caja que me queda por apilar junto al resto y dirijo mi mirada por las paredes blancas de mi despacho. De ellas, ya no cuelga ningún cuadro, todos están empaquetados, al igual que todo lo que había deambulando por aquí. Lo miro, apenada, pensando en que voy a echar mucho de menos este sitio. He pasado muy buenos momentos en él, otros no lo han sido tanto, pero todos forman parte de mi vida. —¿Ya te has despedido? —me dice Josemi al volver a mi despacho. —Voy a contarte una tontería, y es que me da un poquito de pena dejar este sitio. —A mí también, no lo creas, pero sé que en las nuevas oficinas vamos a estar igual o mejor que aquí. —Le sonrío con una pequeña mueca—. Piensa que vas a estar en una sala más grande que esta y podrás poner más archivadores. —Y eso, ¿qué significa? —le digo, alzando las cejas. —Que te voy a dar más trabajo —me dice, con una sonrisa, y me pasa el brazo por los hombros. —Ja, qué gracioso eres. —Te ayudo a bajar las cajas. —Josemi se agacha y coge una de ellas. Me mira—. Mañana será un día intenso. —Sí, empezaremos una nueva etapa. Nunca me pude llegar a imaginar que esa frase que dije, llegaría a cobrar tanta vida en un futuro. 1 Y llegó el mañana. Y creo que las siete de la mañana llega mucho antes de lo normal. Ayer, cuando salimos de nuestra antigua oficina, tuvimos que pasarnos por la que, desde hoy, será nuestro nuevo lugar de trabajo, y no salimos de allí hasta las nueve de la noche. Intentamos dejar lo más importante colocado en su sitio, pero todavía nos queda mucha cosa por hacer. Cuando llegué a casa y puse el culo en el sofá, mi cabeza descansó sobre los cojines y me dormí enseguida. A la una de la madrugada me desperté. Me fui a la ducha, me puse mi pijama y de nuevo estaba acurrucada en mi cama. La ducha me relajó mucho más. Qué sueño más facilón tengo últimamente. Y si anoche tenía sueño, ahora tengo mucho más. Me levanto por inercia, ya que todavía tengo los ojos cerrados y lo veo todo oscuro, pero me despierto enseguida cuando me meto un porrazo en la frente con la puerta de mi dormitorio. —¡Coño! —grito, al sentir el golpe—. ¿Por qué narices está la puerta cerrada? Voy por el pasillo hasta el cuarto de baño tocándome la frente. Vaya golpe más tonto que acabo de darme. Me siento en el inodoro para hacer pis y en un momento dado, en el que inclino la cabeza, me doy cuenta de que acaba de bajarme la regla. —¡Joder, qué mañana más estupenda! Después de asearme, voy a mi cuarto a vestirme. Me pongo un vestido azul marino y mis botas marrones. Me preparo en la cocina mi buen tazón de bebida de soja con café, bien cargadito, y espero a sacarlo del microondas para migarle unas galletas. Igual que las abuelas. Un café extracalentito, en una mañana fría de invierno, sienta de perlas. Antes de salir de casa, y como siempre hago, me doy un último vistazo en el espejo del recibidor. Observo que tengo el golpe marcado en la frente y al pasarme los dedos, noto una pequeña colina que espero que no se transforme en una gran montaña. O lo que es lo mismo, en un chichón de toda la vida. Qué bonita que voy a aparecer en las nuevas oficinas. —Buenos días, Susana —me saluda, mi vecina de al lado, una vez salgo de casa. —Hola, Cris. —¡Hola, tita Sue! —grita, la pequeña Valen, que viene hacia mí a darme un beso. —Hola, princesa —le digo, y le doy un beso en la mejilla. Me fijo en que la niña me mira extrañada. —¿Qué te ha pasado ahí? —Y señala con su minúsculo dedo mi frente. —Me he dado con la puerta de la habitación. Estaba medio dormida y he chocado con ella. —Pero ¡qué torpe eres! —me dice, riéndose de mí. Miro a la madre de la criatura, que se encoge de hombros a la vez que intenta ocultar la sonrisa que asoma por sus labios. Si va a tener razón la renacuaja, soy un desastre. —¿Te estás riendo de mí? Ahora verás. Y me abalanzo sobre ella antes de que pueda ocultarse detrás de su madre y la maltrato con cosquillas. La niña, muerta de la risa, se tira en el suelo del rellano sin parar de reír. Me encanta su risa. —¡Vale, vale, chicas ya está bien! —dice Cris, y levanta a su hija del suelo. Dirige su mirada hacia mí—. Desde luego, eres peor que la cría. —¡Pero si ha empezado ella! —me defiendo. —Ay, tita Sue, me has dejado sin fuerzas —añade la niña, toda floja. —Eso te pasa por meterte conmigo. —Pero no he dicho ninguna mentira. —No, Valen, has dicho la verdad. —No la llames así —me regaña Cris, negando con la cabeza—. Vamos, hija, que llegaremos tarde a casa de la madrina. Adiós, Susana. —Adiós, Cris. Adiós, Valen. —Las despido mientras agito mi mano y bajo por las escaleras para dejarles a ellas el ascensor. —¡Me llamo Valentina! Me encanta enfadarla, y coge un cabreo monumental cada vez que la llamo Valen. Es un encanto de niña; rubia, con ojos azules y con siete añitos muy bien puestos. Es toda una señorita. La lástima es que no tiene una figura paterna a su lado. No sabe quién es su padre y, a veces, pienso que no le hace falta, que Cris se las apaña a las mil maravillas, aunque no siempre ha sido así. Suerte que nos tiene a nosotras para ayudarla en todo lo que necesite. Cris se quedó embarazada cuando trabajaba en el salón de belleza de un hotel de la Costa Dorada. Ella se encargaba de la peluquería cuando un alemán apareció por allí. Por supuesto, él era un huésped y, como el roce hace el cariño, se enrollaron ese verano. Luego, cuando el chico terminó sus vacaciones, volvió a su país y Cris siguió con su vida. Al poco tiempo supo de su estado de buena esperanzay, aunque nunca más volvió a saber de ese chico, puesto que en ningún caso intercambiaron mucho más que fluidos, ella no dudó en tener a su pequeña. El problema vino cuando tuvo que decírselo a sus padres, que no se tomaron muy bien la noticia y la echaron de casa. Desde aquel momento, la relación padres e hija se convirtió en nula y no han vuelto a tener contacto en todos estos años. No conocen a su nieta. Recuerdo el momento en el que Cris vino a casa a pedirnos ayuda. Nos conocemos de toda la vida; mi hermano y ella fueron juntos al colegio y al instituto. Siempre he pensado que acabarían teniendo algo más que una amistad, pero, al parecer, me equivocaba. La vida los ha llevado por caminos muy distintos. Por aquel entonces, mi hermano y yo vivíamos juntos, en el apartamento en el que vivo ahora, y pudimos acogerla en casa hasta que tuvo a la niña y pudo valerse por sí misma. Fue ella, la propia Cris, la que decidió irse de casa para vivir en el piso de al lado. Cris sigue trabajando en lo que le gusta, pero esta vez en un centro de belleza que hay en unos grandes almacenes. Hace un poco de todo la pobre; te peina, te hace la manicura y la pedicura, te depila con cera… Eso sí, dejar que ella misma te haga la cera y según en qué partes de tu cuerpo, es un suicidio. Mira que llega a ser bestia. Pero como te digo una cosa, te digo la otra; te peina y te deja las manos que es una maravilla. Si es que tiene un arte. Pienso en lo injusta que a veces puede resultar la vida. Pero esas injusticias, te hacen fuerte. Lo malo, por decirlo de alguna manera, que tiene Cris, es que se ha dedicado tanto a su hija, que ha dejado su vida aparcada. Con los pensamientos puestos en mi amiga y su pequeña, llego a la parada del autobús. La nueva oficina está en el centro, así que es imposible que pueda ir con el coche y dejarlo aparcado sin que la grúa se lo lleve al depósito. El transporte público aparece a los cinco minutos y todas las personas que estamos esperando nos subimos en él, billete en mano. Cuando entro, no hay ningún asiento libre, así que me quedo de pie y me agarro a una barra que hay justo al lado de la puerta de salida. Cuando el vehículo se pone en marcha, observo a la gente que hay dentro. Hay personas de todas las edades y, cada cual, va a lo suyo. Una mujer mayor tiene la mirada perdida en el paisaje que se ve desde la ventanilla. Una chica joven va estudiando sus apuntes de la universidad. Otros leen, o bien en libro electrónico o en papel. Algunas chicas jóvenes parlotean de lo que les ha ocurrido el fin de semana, y otros, de los que más hay, aprovechan el trayecto para continuar con el sueño que ha interrumpido el despertador. Al llegar al edificio que alberga mi oficina, paso mi tarjeta de acceso por el torno y subo por las escaleras al primer piso. Solo encuentro a Josemi en su despacho. Lo saludo desde lejos y me pongo con el trabajo. —¿Te apetece un café? —me pregunta Eva, al cabo de unas horas. Es mi compañera y mujer de Josemi. —Quiero terminar de contestar a varios correos, pero baja tú, si quieres. —De acuerdo. ¿Te traigo algo? —Nada, gracias. —Le sonrío. Eva recoge su bolso y la veo que sale con su marido a desayunar. No es que no me apetezca un café, lo necesito, pero casi siempre bajo con ellos y algunas veces creo que incomodo. Y no es que ellos me lo hayan dicho, sino que me siento así. A las once de la mañana, mi estómago me recuerda que está vacío y le hago caso. Ayer, cuando dejamos todas nuestras pertenencias en su sitio, hicimos una ruta turística por todas las dependencias del edificio y me fijé que en la planta baja hay un comedor. Así que bajo a esa planta a por mi desayuno. Me planto delante de las máquinas que hay de comida y bebida. Saco un sándwich de jamón dulce y queso y voy a por un cortado a la máquina contigua. Meto cincuenta céntimos en la máquina del café (sí, eso es lo que vale. Asombroso. Habrá que ver lo bueno que está por ese precio), y pulso el botón de mi bebida. Pero la máquina no hace caso. Vuelvo a pulsar el mismo botón, pero nada. Acciono otro, por si este no va, pero tampoco funciona. Ahora le doy a la devolución de la moneda… ¡y tampoco! —Venga, vamos, maquinita, dame mi café —le digo, amablemente. Empiezo a darle a todos los botones, pero ninguno funciona. Miro a mi alrededor, por si encuentro a alguien que pueda ayudarme, pero no hay ni dios en el comedor. —Joder, no me hagas esto —le susurro, bajito. No se me ocurre otra cosa que darle golpecitos a la dichosa maquinita. Por un lateral, por el otro, una patadita de frente… —¡Ay! Y la sangre empieza a hervirme. Golpeo todos los malditos botones con rabia, enfadada porque sé que me he quedado sin café y sin mis cincuenta céntimos. —¡Mierda de máquina! —La increpo sin que ella pueda contestarme—. ¡¿Quieres jorobarme la mañana?! ¡Pues te advierto que ya he venido jodida de casa! —Y vuelvo a zurrarle golpetazos para que haga algo, pero todo es inútil y yo me mosqueo más con ella. —¿Problemas? —Sí, esta desgraciada, que ha decidido por mí que esta mañana no debo tomar café. —Creo que la máquina tiene razón. Estás un poquito alterada. Cuando oigo esa frase, me percato de que he tenido un breve diálogo con alguien, con una persona y no un monólogo con la máquina. ¡Y encima me dice que estoy alterada! ¡Será idiota! Noto la presencia de ese alguien a mi lado y poco a poco, giro la cabeza para ver la cara de ese estúpido. Cuando mis ojos se topan con los suyos, me asusto y doy un paso hacia atrás, haciendo que mi sándwich caiga de mis manos al suelo. —Tranquila, no voy a hacerte daño —me dice el chico, que se ha agachado para recoger mi bocadillo—. Ten, esto es tuyo. —Gracias —le respondo, casi en silencio, y recojo mi bocadillo de sus manos. —Esa máquina, a la que estabas aporreando, no funciona —añade, al señalarla. Se acerca a ella y saca un papel que se ha quedado debajo—. ¿Lo ves? Leo el papel que extiende con sus manos, y dice «no funciona» muy clarito, y lo pega de nuevo en la máquina. Debió de haberse caído, y yo ni lo he visto. Ahora sí que soy yo la estúpida. Me quedo mirando el papel y siento como el bochorno me recorre las mejillas. No soy capaz de mirar al chico a la cara, me muero de la vergüenza. Me he comportado como una terrorista con la máquina. Y todo por cincuenta céntimos. Por un café. Desde luego que estoy perdiendo el norte. —Espero que el chichón que tienes en la frente no sea porque te has liado a cabezazos con la pobre máquina. Me llevo la mano al chichón y mis dedos me confirman que ha crecido un poquito. Salgo corriendo del comedor. A mi paso, dejo al chico con el bocata en el suelo y con cara de no entender nada. Cuando llego al baño, me miro en el espejo y veo el señor chichote. ¡Parezco un dromedario! Me echo agua en la frente, como si con eso consiguiera bajar su tamaño. ¿Qué me pasa esta mañana? Me meto un porrazo con la puerta de mi habitación, me lío a hostia limpia con un cacharro que no puede defenderse y me topo con un pedazo de tío que me deja bloqueada. Porque sí, el chico de antes era un adonis, un dios griego, romano y egipcio, todo en uno. Un morenazo con los ojos marrones, barbita de varios días y unos brazos musculados que se dejaban entrever bajo sus mangas de camisa arremangada. Sí, ya sé que no tiene nada destacable, nada del otro mundo, un morenazo del montón, pero a mí me ha parecido un chico tremendamente atractivo. Y lo mejor de todo, es que me ha visto en la mejor versión de mí misma. Pensará que soy la copia española de la novia de Chucky. Así no encuentro novio en la vida. ¿De dónde habrá salido? Llego a casa a las siete de la tarde, destrozada del día tan tonto que he tenido y de pasarme la media hora de viaje en el autobús de pie y aguantando a unas quinceañeras babearcon unas fotos de Justin Bieber que tenían en el móvil. Tiro el bolso en el sofá y me siento. Reclino la cabeza hacia atrás y cierro los ojos para hacer desaparecer todo lo que me rodea. Y sí, todo desaparece, pero mi mente recrea el pequeño altercado que he tenido con la máquina. Y la aparición mística del guaperas, la vergüenza posterior, mi huida despavorida… Desde luego, qué mal me sientan los lunes. Me levanto del sofá para prepararme un baño, pero el timbre de la puerta me interrumpe a medio camino. —Hola, Cris —saludo a mi amiga que aparece detrás de la puerta. —Necesito sexo —me dice a bocajarro al entrar en mi casa. —Pues siento decirte que te has equivocado de puerta. Las lesbianas son las del segundo cuarta. —A mí las únicas tetas que me gustan son las mías, así que no flipes. Suelto una carcajada y cierro la puerta pensando en que a mí también me gustan sus tetas. Y no es nada morboso, solo envidia cochina. A pesar de haber tenido una niña y amamantarla, tiene unos pechos preciosos, bien moldeados, firmes y no se le caen hasta el ombligo. Como entenderás, esa soy yo. Me acerco hasta ella, que se ha sentado en el sofá y tomo asiento a su lado. La miro con expresión interrogativa, esperando a que me explique qué le pasa. No es muy habitual encontrarte con Cris hablando de sus necesidades carnales. Con lo modosita que es. Es la más comedida de las cuatro, y la que piensa con la cabeza… aunque a veces demasiado. —¿Dónde está Valen? —Te tengo dicho que no la llames así. Está en el cumpleaños de una amiga de clase. — Resopla—. Necesito sexo —me vuelve a repetir. —¿Estás bien? ¿Tienes fiebre? Deja que lo compruebe. —Y le pongo una mano en la frente. —¡Quita! —me grita, dándome un manotazo—. ¿Estás tonta? —Anda ven aquí. —Me golpeo el hombro derecho—. Cuéntame qué te pasa. Conozco demasiado bien a Cris como para saber que detrás de esa afirmación hay algo más. Además, su cara la delata. Acomoda la cabeza en mi hombro y empieza a hablar. —No tengo vida, Susana, y la que tengo es un asco. Me he dedicado todos estos años a cuidar a Valentina, que me he descuidado a mí misma. No tengo vida social, solo me relaciono con las mamás del cole y con vosotras… que no digo que esté mal —añade al verme arquear las cejas—, pero entiéndeme, hace siglos que no salgo, por no decirte que desde la edad media no cato a macho alguno. Y necesito sexo, estar con un tío que me desee, aunque sea por un ratito, sentir que tengo un orgasmo pegada a otra piel y no sentirme vacía cuando lo hago con la mierda de vibrador ese que me regalasteis, que por cierto, necesito otro nuevo. —Me advierte. Suspira—. ¡Ale! Ya te lo he dicho. ¡Joder con Cris! Me quedo mirándola asombrada, sin dar crédito a lo que acabo de oír. Me aguanto la risa. Recuerdo el día que le regalamos el vibrador. En la vida se me olvidará la cara de susto que puso. Nos llamó viciosas, degeneradas, y estuvo a punto de lanzarlo por la ventana. Menos mal que la frenamos si no ya me veo a algún niño con eso en la mano pensando que es una nueva nave de la siguiente película de Stars Wars. Y mírala ahora, no puede vivir sin él… ¡y encima quiere otro! —Ni se te ocurra reírte de lo que te he dicho —me dice apuntándome, muy seria, con su dedo índice. Y no puedo soportarlo más. Estallo en una carcajada—. ¡Lo ves! No tenía que habértelo contado. Pensé que tú me entenderías. —Perdona, pero es que no sabes lo divertido que es verte hablando de sexo. —Me echo hacia atrás en el sofá y yo sigo a lo mío, con mis risas. Me duele el estómago de tanto reír. —Soy una mujer y tengo mis necesidades. —Y me pega con un cojín en la cara. —¡Ay, que eso duele! —le digo sonriendo y me incorporo abrazando el cojín—. Entonces, si lo he entendido bien, necesitas echar un polvo. —Jodía, qué lista eres. —Vamos, déjame pensar… ¿qué te parece si salimos el sábado por la noche y buscamos a alguien que te sacie? —Mejor el viernes. Valentina tiene una fiesta de pijamas. Y quiero que me presentes a alguno de tus amigos —me dice, a la par que se retira un mechón de pelo de los ojos. —¿A mis amigos? ¿Quieres liarte con uno de mis amigos? ¿Por qué no se lo pides a Leo, que es la que tiene la pene-agenda? Leo es mi prima y es lesbiana, aunque eso no quita que tenga unos amigos de lo más apetecibles. Recuerdo que me enrollé con uno de ellos. Espera, déjame pensar cómo se llamaba… ¿Manuel? No, no era así. ¿Marcos? No, tampoco. ¡Ains!, no me acuerdo pero sé que empezaba por m… ¡Ah, Marcelino! ¡Virgen Santísima, cómo estaba Marcelino! Ese sí que me dio pan y vino… —Porque los tíos que pueda presentarme esa loca me dan miedo, deben de estar curtiditos en el sexo y yo no estoy preparada para que me empotren en una pared. Necesito algo más light. —Levanta las manos—. De momento. —¿Y qué te hace pensar que mis amigos son light? —Resalto esta última palabra. —Deduzco que tus amigos son más normalitos, así que si consigo engañar a uno de ellos y llevármelo a la cama, intuyo que no me romperá las bragas. Si tú supieras… —De acuerdo, está bien, echaré mano de teléfono para ver si encuentro a alguien disponible para el viernes. —¡Estupendo! —exclama, y se levanta del sofá, toda feliz—. ¡Nos vamos de fiesta! Me da un beso en la mejilla y se va contenta hacia la puerta. Pero cuando alcanza el pomo se para, deja de sonreír y se gira con cara de espanto. —No tengo nada que ponerme. 2 No consigo conciliar el sueño. Estoy tumbada en la cama, mirando el techo, e intento relajarme para quedarme dormida. Estoy cansada, pero no entiendo por qué no puedo dormir. Y después de quince minutos dando vueltas de un lado para otro del colchón, decido levantarme. Voy a la cocina y me preparo un vaso de leche. Con este en la mano, me dirijo hacia el comedor y me acerco al balcón. Por un momento, pierdo la vista en el cielo, en la luna que brilla allí arriba, y que se muestra tan espléndida como siempre. Más hermosa que nunca. La de cosas que habrá visto y la de secretos que debe guardar. De repente, escucho unas risas que provienen de la calle. ¿Quién pasea a las cuatro de la mañana de un día laborable y en pleno invierno? Pues unos jóvenes dándose el lote, apoyados en un coche. ¡Y vaya lote! ¡Se están poniendo morados! ¿No pueden subir al vehículo y esperar a llegar a un polígono? Al parecer, no. Y al parecer, tampoco les importa que estemos a una temperatura que ronda los cero grados. La chica tiene la espalda pegada a la puerta del copiloto y sus manos pasean por la amplitud de la espalda de él. Y lo que no es la espalda. Y él mete las manos por todos los rincones habidos y por haber del cuerpo femenino que lo rodea. Veo que una de esas manos se sumerge por debajo de la falda de la chica, tocándole un punto exacto que hace que ella dé un respingo y abra un poco los labios. Intuyo que ha dejado escapar un gemido. Recuesta su cabeza sobre el hombro de su compañero. Tiene los ojos cerrados, pero su expresión es de auténtico júbilo. El chico sigue a lo suyo, hasta que ella le tira del pelo y se relaja entre sus brazos. Él saca la mano y se lame los dedos. Vuelven a besarse con desesperación y suben al coche. Se alejan. Me quedo unos segundos con los ojos clavados en el sitio donde han estado. Me parece increíble lo que acabo de ver. Una pareja de jóvenes teniendo sexo en plena calle. Sexo manual, pero al fin de cuentas, sexo. Y más bien lo ha tenido ella porque él se ha quedado a verlas venir y seguro que tendrá toda la sangre concentrada en el mismo sitio. Espero que no tengan un accidente. Al recordar la escena siento un cosquilleo en mi bajo vientre; el gesto satisfactorio de ella, sus jadeos apresurados, el chico empleándose a fondo… me ha puesto tontorrona. Regresoa la cama y abro el cajón de mi mesita de noche. Allí está él. —Hace mucho tiempo que tú y yo estamos solos —le digo a mi vibrador. No me contesta, pero se dedica a hacer su trabajo. **** —¿Has visto la mercancía que hay en la oficina de al lado? Estoy con todos mis sentidos clavados en la pantalla del ordenador y mis dedos vuelan sobre el teclado. Estoy introduciendo los datos de los alumnos de uno de los cursos en el nuevo programa que Josemi nos ha instalado. Dice que así es más efectivo, más fácil de llevar el control. ¡Y un huevo! Es más lento que una carrera de caracoles y a mí me supone doble trabajo, pero claro, como él no lo hace servir. —¿Me estás oyendo? —¡¿Qué?! ¡¿Qué dices?! —respondo como si hubiera salido de un trance. Miro a Eva. —Te estaba diciendo que si has visto a los vecinos que tenemos. —¿A quién? —Con tanto trabajo estás perdiendo facultades —me dice, negando con la cabeza—. Que si te has fijados en los chicos de la oficina contigua. —Ah, pues no —digo con una mueca de desinterés—. ¿Los conoces? —¡Ya me gustaría! —exclama, con demasiado ímpetu—. Hay dos morenos, uno con los ojos castaños y otro con los ojos azules, que están de un buen ver… —¡Muy bonito! De pronto, Eva se calla y se le desdibuja el rostro. Abre los ojos como platos al reconocer esa voz que ha aparecido a su espalda. Sabe de quien es, lleva muchos años conviviendo con ella. Y a mí no me ha dado tiempo de avisarla. ¿De dónde ha salido con tanto sigilo? —Para mi próximo cumpleaños puedes regalarme una fregona, así recojo tus babas. —No te pongas celosote —le dice su mujer, toda melosa ella. Se levanta de su silla y lo abraza por el cuello—, que lo decía por Susana, que la pobre lleva tiempo sin pareja y, a este paso, va a perder la práctica. —Sí, claro, tú siempre mirando por el prójimo. ¿Por eso tenías que añadir tu coletilla, «están de un buen ver»? —Josemi se separa de ella y viene hacia mí con la misma cara de enojo. Nada, que me va a tocar recibir—. Por cierto, hablando de parejas, Rafa se incorpora de nuevo con nosotros para dar el curso de crónicos. Julio no puede hacerlo, está de baja, así que será uno de los tutores. Solo lo digo para que lo sepas. Y se marcha después de haber soltado esa perla. Y Eva va detrás de él, cierra la puerta de su despacho y no quiero imaginarme qué puede pasar ahí dentro. Rafa. Mi Rafa. Mi ex-Rafa. Mi exnovio. ¡La madre que te parió, Josemi! ¿Cuándo pensabas decírmelo? ¿Y cuándo pensaba decírmelo él? Él, como te puedes imaginar, es Rafa. Y hace algo más de un año que no nos vemos, aunque sí que hemos sabido del otro. Y es que, aunque seamos expareja, seguimos manteniendo el contacto. Por eso no me explico que no me dijera nada de que volvía a trabajar con nosotros. Nos conocimos hace años en el trabajo. Rafa es médico de familia y Josemi lo contrató para hacer de profesor de un curso online sobre la diabetes. El curso se impartía dos días a la semana en los que Rafa no pasaba consulta por la mañana. Y así fue como coincidimos. Enseguida congeniamos y pasamos ratos muy agradables. Primero quedábamos para tomar un café a la hora del desayuno, después comíamos juntos, luego llegaron las cenas… y lo que surgía después de esas veladas. Lo cierto es que es un tío estupendo, guapo, simpático, siempre me ha hecho reír, y lo tenía todo para ser el definitivo, pero no fue así. Fue un amor de esos locos, un amor dibujado por una pasión incontrolable, un amor al que un día tuvimos que poner fin por una suculenta oferta laboral que le ofrecieron en Seattle. Así que nuestra relación solo tenía un destino, el que marca la distancia: el fracaso. Nos procesamos un profundo y sincero cariño y me encanta que lo que vivimos se quede en nuestro recuerdo y que no nos reprochemos nada. Pero lo pasé muy mal cuando se marchó. Aunque teníamos una relación bastante sólida y preciosa, yo no era nadie para impedirle que se fuera, no tenía ningún derecho a retenerlo a mi lado y que me odiara por ello. Tenía en las manos una oportunidad excepcional, algo que solo pasa una vez en la vida, y tenía que aprovecharla. Y sí, me dolió que la escogiera a ella. He de decir que estoy bastante bien, que hago y deshago cómo, cuándo y dónde quiero, pero tengo mis momentos de bajón y me encantaría poder llegar a casa y tener unos brazos donde refugiarme. Creo que jamás encontraré a alguien que me haga vibrar como lo hacía Rafa. De repente, y sacándome de mis pensamientos, escucho abrirse la puerta del despacho de mi jefe. Tras ella, sale Eva, colocándose en orden el pelo y limpiándose la comisura de sus labios. No voy a preguntar. —¿Todo bien? —me dice, al tiempo que se sienta frente a mí. —Sí, ¿por qué lo dices? —Por Rafa. ¿No tenías ni idea de que volvía? —No, no lo sabía, pero no va a suponer ningún problema. Somos amigos. —¿Solo amigos? —pregunta, con las cejas arqueadas—. Mira que dicen que donde hubo fuego quedan brasas. —El refranero no siempre se cumple —añado, sin dejar de revisar unos papeles. —Oye, que a mí no me importaría si volvierais a estar juntos. Rafa es un buen partido, en el sentido más amplio de la palabra. —Me guiña un ojo. —¿Es que tú no has tenido bastante con el rapapolvo que te ha echado tu marido? —¡Bah! No le hagas caso. Mi marido es un poquito cascarrabias, pero es fácil de contentar. —Pobre hombre, ¡qué paciencia tiene que tener contigo! Nos reímos. Desde luego que Josemi es un santo por aguantarla. Yo estoy con ella ocho horas al día y a veces me entran unas ganas de matarla… Mi móvil suena. Un Whatsapp. Enseguida lo abro y descubro que es de mi prima Leo. Sonrío. «¡Hola, pri! Ya hemos vuelto de nuestras maravillosas vacaciones. ¿El viernes cena en tu casa? ¡Ya ves lo que casca Cris! Nosotras llevamos el vino. Tenemos muchas ganas de verte. ». Mis primas ya han vuelto de sus quince días de idílicas vacaciones. Se han ido a la República Dominicana. Si es que cada vez que lo pienso me dan una envidia. Pero lo importante es que ya han regresado y me muero por verlas. Seguro que han venido con un morenazo espectacular. Y cuando digo morenazo, me refiero al color de piel, aunque si han traído con ellas a un morenazo de cuerpo entero, no le vamos a hacer un feo, ¿no? Vuelve a sonarme el teléfono, una llamada, y esta vez es mi madre. Descuelgo con una amplia sonrisa. —¡Hola, mamá! —la saludo, eufórica. —¡Hola, hija! ¿Cómo estás? ¿Todo bien por ahí? ¿Comes en condiciones? Mi madre parece la metralleta de las preguntas, pero es así y a estas alturas no vamos a cambiarla. Me hace gracia que todavía se preocupe por si como bien, por muchos treinta y dos años que tenga, pero supongo que eso entra en el rol de madre. —Todo va genial, como siempre. ¿Y vosotros, por dónde andáis? —¡Ay, cariño! Acabamos de llegar a Cannes ¡y esto es precioso! Qué lástima que no estemos en la época del festival, que si no te traía yo a un famosito de esos… —Mamá, no empieces. —La interrumpo, porque como le dé pie a hablar de mi vida amorosa, me hace una revista del corazón en dos minutos—. ¿Cómo están papá y los tíos? —Que tajante eres cuando no te interesa hablar de un tema —añade con frustración—. Tu padre está encantado de la vida. ¡Y eso que no quería venir! Y tus tíos, pues igual. Estamos en nuestra segunda luna de miel. —Lo que daría por estar ahora ahí con vosotros. Pero lo digo por el viaje, no por la compañía. —Suelto una carcajada que contagia a mi madre. —Desde luego, qué poco nos quieres. Por cierto, ¿qué sabes de tu hermano? —Pues trabajando mucho y con ganas de volver a casa. A ver si pronto lo trasladan y lo tenemos aquí dando el coñazo. —No digas eso, que tu hermano es muy bueno —me amonesta mi madre, sonriendo—. Ojalá sea verdad.Le echo de menos. —Yo también le echo de menos, mamá. Y a vosotros también —susurro pensando en lo cierto de mis palabras—. Bueno mamá, te dejo que nos va a costar un ojo de la cara la conversación. —¡Qué le den al dinero! Tu padre y yo hemos trabajado toda la vida para ahora poder disfrutarlo. ¡Y no me voy a privar de nada! —Lo sé, señora derrochadora, pero ten en cuenta que tienes dos hijos y tienes que dejarles herencia. —¡Ja, ja! Qué graciosa que es mi niña —opina, mi madre, con un deje sarcástico—. Susana te dejo que me está llamando tu padre. Cuídate mucho. Te quiero. —Yo también te quiero, mamá. Dale un beso a papá y a los tíos de mi parte. Y cuelgo mientras miro la pantalla del móvil. De mayor, quiero ser como ellos. ¿Y lo bien que se lo montan? Me encanta verlos disfrutar de la vida. Se lo merecen. Mis padres han trabajado siempre de carniceros. Tenían una pequeña parada en el mercado municipal del pueblo, hasta que hace poco, con sesenta y tres años a cuestas, mi padre decidió que había llegado la hora de dejarlo todo y gozar de los placeres de la vida. Y de mi madre. Y todos nos alegramos de esa decisión. Por fin, llego a casa, pero antes de entrar en ella, decido hacerles una visita a mis primas. Antoinette es quien me abre la puerta y se lanza a abrazarme como si hiciera un siglo que no me ve. Y encima lo hace con su habitual descaro, sin pudor ni tapujos; en bragas y sujetador. ¡Con el frío que hace! —¡Hola, Antoinette! Yo también me alegro de verte, pero podrías taparte un poquito. —Ay, tú siempre tan recatada —me dice cuando nos separamos—. Puedes tocarme el culo si quieres, que tu prima no va a ponerse celosa. Y va y planta mis manos en sus nalgas. Al final, no me queda más remedio que reírme. Menos mal que la conozco. —Tienes un buen culo —. Y le guiño un ojo. Ella suelta una carcajada. —¿Quién tiene un culo estupendo? Al fondo, aparece mi prima Leo, ataviada con el albornoz y el pelo enrollado en una toalla, al estilo turbante. Viene a mi encuentro con su preciosa sonrisa. —Cómo me alegro de verte. —Me escudriña de arriba abajo después de espachurrarme contra su cuerpo—. ¿Qué tal estás? —Pues al parecer no tan bien como vosotras —contesto, mirándolas a ambas—. Estas vacaciones os han sentado de muerte. ¡Estáis guapísimas! La parejita se echa una mirada cómplice y se sonríen con la misma implicación. Me gusta lo mucho que se dicen con solo mirarse. Tienen una conexión especial, esa atracción que solo eres capaz de sentir por una persona en la vida. Y no me refiero a una atracción física, que, por supuesto, la hay, sino a esa fuerza que te arrastra a querer a esa persona hasta límites que ni tan siquiera conoces. Sin importarte nada más que ella. Tiene que ser muy bonito que alguien te quiera de esa manera. —La verdad es que nos han venido muy bien. Necesitábamos un descanso de todo y dedicarnos a nosotras —me explica mi prima. —Pues me alegro de que las hayáis disfrutado. Yo estoy deseando que llegue el verano para descansar, aunque me temo que no voy a poder irme a ningún sitio. —Abatida, me dejo caer en el sofá blanco de piel. Es tan cómodo. —¿Qué estás diciendo, que no te vas a ir de vacaciones? —Antoinette viene de la cocina con una botella de vino y tres copas. Las llena y me da una a mí. —Va a ser que no. —Doy un sorbo de mi bebida—. He tenido un montón de gastos, y entre la tele, el coche y el arreglo del baño, he gastado mis ahorros. No me va a quedar más remedio que ponerme morena bajo el sol de la ciudad. —No te quejes, que el sol del Mediterráneo es fantástico y, quién sabe, igual encuentras novio entre las olas. —Me anima Leo, sentándose en un brazo del sofá. —Por favor, no empieces tú también como mi madre —añado tapando mis ojos con el brazo. —Oye, que igual encuentras a un sireno con taparrabos. —Sí, a un Álex González saliendo del agua, no te digo. —Solo de pensarlo, me pongo mala. —Yo prefiero a la Halle Berry, ¡esa sí que es una sirena! Antoinette deja caer su comentario como quién no quiere la cosa y al que mi prima hace oídos sordos. —Bueno, yo he venido a que me contéis vuestras vacaciones, así que ¿quién empieza? 3 El viernes, cuando llego a la oficina, estoy muerta. Siempre me pasa lo mismo, los viernes voy arrastrándome a los sitios. La semana laboral se acaba y yo, casi, con ella. Me faltan horas al día para poder hacer todo lo que he de hacer. Y al final, acaba pasándome factura. Por suerte, los viernes hacemos jornada intensiva y a las dos de la tarde puedo marcharme a casa y pegarme una siesta de unas cuantas horas. Y hoy la necesito más que nunca, que, luego, por la noche, me toca jarana con tres mujeres increíbles. Eso es lo bueno que tiene los viernes, pero hoy, en particular, hay algo que me inquieta y en lo que no he dejado de pensar en toda la semana. Desde de que Josemi soltara el notición del mes, no he podido olvidarme de ello. No he hecho otra cosa que darle vueltas a la cabeza. Me lo he imaginado cientos de veces y en todas se me ha acelerado el pulso. Me veo clavada en sus ojos verdes, en su sonrisa de niño bueno, en su voz aguda y dulce a la vez. Sé que hemos pasado cierto tiempo separados, pero eso no quita que todo mi cuerpo se revolucione al saber que de nuevo vamos a vernos. Desde que lo dejamos, ninguno de los dos, en las interminables conversaciones que hemos tenido, ha hecho referencia a lo que nos unió y nos separó. Siempre hemos hablado de esto y de aquello, pero nunca de nuestra corta vida en común. Me da miedo la reacción que pueda tener él, aunque por Skype siempre se ha mostrado agradable, tal vez, en persona, cuando me vea, se convierta en un ser esquivo. Quizás por eso no me ha dicho que volvía a trabajar con nosotros, porque no quiere verme. ¿Y si ni siquiera me mira? ¿Y si no me dirige la palabra? ¿Es posible que nuestro encuentro se convierta en un desagradable tira y afloja lleno de resentimiento? ¿Cómo narices se comportan dos ex cuando sus vidas vuelven a cruzarse? —Vas a acabar rompiendo la mesa como sigas dándole esos golpes con el boli — comenta mi compañera, al otro lado del tablero. —Ay, Eva —digo, tirando el boli encima de unos papeles—. Estoy nerviosa. —No, si eso ya se nota, pero ¿por qué? ¿Es por Rafa? —Sí. No sé qué puede pasar cuando nos veamos. —Me inclino sobre mis brazos para acercarme un poco más a ella—. ¿Tú qué crees que pasará? —Pues creo que cuando te vea, se abalanzará sobre ti, te tumbará en la mesa, te arrancará las bragas y te follará recordando los viejos tiempos. —Abro los ojos espantada ante tal comentario—. No me mires con esa cara—. Eva empieza a reírse—. ¡Pero mira que eres tonta! ¿Qué crees que va a pasar? —No lo sé, pero espero que lo que has dicho no. —¿No te apetece un revolcón con tu ex? Hombre… si lo pienso, no estaría del todo mal. Estoy falta de arrebatos pasionales y Rafa siempre ha sido muy pasional… Pero ¡¿te estás oyendo?! Es una idea estúpida, a la par que de locos. —Lo que va a pasar —prosigue mi compañera—, es que sois personas adultas y educadas, y os saludaréis como buenos amigos. ¿No es eso lo que me cuentas, que os lleváis la mar de bien? —Sí, o al menos esa es la impresión que tengo, pero me da miedo de que Rafa no lo vea igual. Me gusta tenerlo como amigo, y no me gustaría perderlo por lo que pasó. —Pues no te preocupes, que pronto lo averiguarás. Eva me hace una señal con las cejas, y me quedo de piedra al identificar el significado de ese gesto. Me pongo en alerta y todo se agita en mi interior. Mi frecuencia cardíaca aumenta, mi respiración se vuelve más intensa, las manos me sudan y los nervios me van a ayudar a que me comporte como una estúpida delante de él. Me conozco, y siempre que no estoy serena monto cada pollo (como dice mi hermano). Me giro en mi silla, muy poco a poco, con todo el cuerpo tembloroso,y me topo con la persona que ha estado vagando por mi mente todos estos días. Qué diferente es hablar con él mediante internet a tenerlo aquí. —Hola, Susana. Me saluda un impresionante hombre llamado Rafa. ¡Joder, pero qué guapo está! ¡Está mucho más bueno ahora qué cuando estaba conmigo! ¿Estará con alguna chica? No, me lo habría dicho. «Sí, claro, igual que te ha dicho que volvía a casa y a estar codo con codo contigo», me digo a mí misma. Su irresistible atractivo es lo peor que puede pasarle a mi pésima vida sexual. —No hace falta que me saludes con tanto entusiasmo —dice, bromista, cuando todavía no he sido capaz de despegar mi culo de la silla. —Perdona. —Consigo levantarme—. Hola, Rafa. Me acerco hasta él y lo beso en las mejillas. Me rodea la cintura con sus manos y me aprieta contra su cuerpo, abrazándome con cariño. Su olor me devuelve a esos momentos que pasamos juntos. ¿Por qué tiene que oler tan bien? —¿Qué tal estás? —pregunta al separarse. Tiene los ojos del mismo color de la hierba, preciosos—. Te veo guapísima. —Gracias —consigo articular, ruborizándome. —Susana, coge las llaves del aula dos y ábrela para que Rafa pueda empezar la clase — me indica Josemi, que ha entrado en el despacho seguido de su mujer. —Claro. Doy la vuelta sobre mis pies y me dirijo a mi mesa, soltando el aire a su paso. En el cajón tengo las llaves de todas las aulas, y me entretengo buscando las que necesito. Estoy tan alterada que no atino a encontrarlas. —¿Te ayudo? Eva me mira divertida y veo por el rabillo del ojo que se está conteniendo para no soltar una buena risotada. Coge las llaves indicadas y me las da. —Gracias —le digo, enfurruñada. Ella levanta el pulgar. Pongo los ojos en blanco. Al menos hay alguien que lo pasa bien con mi ansiedad. Rafa me sigue hasta el aula, sonriendo y más fresco que una lechuga, y yo sigo como un flan hundido entre kilos y kilos de nata montada. Cuando llegamos a la puerta, no atino a meter la llave en la cerradura. Lo intento una, dos, tres veces, pero el puñetero cerrojo se mueve. —¿Me dejas a mí? —Rafa coge las llaves de mis manos y se percata de mi nerviosismo —. ¿Estás bien? —¿Por qué no me has dicho que volvías? —Suelto de golpe esa pregunta sin poder retenerla. —¿A casa o a trabajar contigo? —me dice con tranquilidad. —Ambas cosas. —Referente a volver a Barcelona, quería darte una sorpresa. Y creo que lo he conseguido. —Sus labios se ensanchan en una sonrisa—. Y el hecho de que haya vuelto a trabajar contigo, pues ni yo mismo lo sabía. Fue al día siguiente de llegar cuando Josemi me llamó para proponérmelo. —¿Él lo sabía? ¿Sabía que volvías a la ciudad? —pregunto, un tanto alucinada. Rafa afirma con la cabeza—. Cuando lo pille, se va a enterar. —No seas dura con él, yo le pedí que no te dijera nada —añade riendo—. Me ha gustado mucho volver. He tomado la decisión correcta. Rafa me acaricia el mentón con la palma de su mano y yo respondo a ese estímulo poniéndome más tontorrona de lo que estoy. Me mira con la ternura de siempre, es como si nada hubiese cambiado. —¿Tienes planes este fin de semana? **** —¿Y tú que le contestaste? Me interroga una voz femenina, a la vez que tres pares de ojos me miran expectantes. Bebo un sorbo del vino que mi prima ha traído para la cena. Se me ha secado la boca al contar a las correveidile de mis amigas mi encuentro con Rafa. No, si lo pienso, no ha sido por contarlo, sino por rememorar sus palabras, sus caricias. —Nada, llegó un grupo de alumnos y me marché. —Vaya con tu ex, ha venido lanzado. Te veo de nuevo en su cama. —Esa conclusión no puede venir de nadie más que de Antoinette. —Lo nuestro se acabó, así que no le busquéis los tres pies al gato. No va a pasar nada. —Suspiro—. Lo pasé muy mal cuando se marchó, así que no quiero pasar por lo mismo. —Fue un cabrón por escoger su carrera antes que a ti y al final, ¿para qué? Para volver con el rabo entre las piernas —sentencia mi prima. —No me ha explicado el motivo de su regreso —les aclaro—, pero sea cual sea, estoy segura de que no soy yo. —¿Y si no es así? ¿Y si realmente ha vuelto por ti? —¿Volver por mí? ¿Yo soy el motivo de su vuelta? Eso es algo estúpido. No se lo pensó mucho cuando le ofrecieron el trabajo, tenía claras sus prioridades. Por mucho que yo le hubiese suplicado que no se marchara, cosa que no hice, no habría cambiado nada. ¿Y ahora ha vuelto por mí? No encaja. Es absurdo. Doblo la servilleta que tengo en mis piernas y la dejo sobre la mesa. Me miro las manos, pensativa. Me encantaría creer que eso fuera cierto, que ha vuelto para estar conmigo. ¿Te imaginas que sea verdad? ¿Que me diga que me ha echado de menos y que no puede vivir sin mí? ¿Que todavía me quiere? Tengo que dejar de leer novelas románticas. —Quizás sus prioridades han cambiado. —Cris se mete un trozo de jamón de pata negra en la boca. El último trozo que han dejado—. ¿Y dices que está igual de guapo? —No, está mucho mejor. ¡Está tremendo! —Pues, tía, ataca, déjale ver lo que se ha perdido al irse. —Chicas, de verdad, entendedlo de una vez. Rafa y yo solo somos y vamos a seguir siendo amigos. —Pues si no lo quieres, me lo pasas, que ya me lo monto yo con él. —¡Cristina! —reprende Leo—. ¿Desde cuándo hablas así? ¿Y ese descaro? —¿Qué pasa? Si no lo necesita —dice, señalándome con el dedo—, que lo comparta con las demás, que ella ya lo ha catado. Es de buena amiga compartir las cosas. Las tres la miramos atónitas. Uno; porque Cris ha abierto la caja de Pandora y está sacando todo lo retenido durante años, y dos; ¿qué es eso de que quiere acostarse con mi ex? Eso es asqueroso, ¿no? —¿El jamón es afrodisiaco? —me susurra mi prima, en el oído. —No, Cris ya viene calentita de casa. Me levanto y me dispongo a quitar la mesa. Leo me acompaña hasta la cocina, cargada con los platos y con dos de las botellas de vino vacías. Estas mujeres no han dejado ni las migas. Empiezo a creer que durante la semana no comen nada para ponerse las botas en mi casa. Antoinette y Cris se quedan charlando tan animadamente en el salón. Por lo poco que he oído, la primera está muy interesada en el apetito sexual recién proclamado de la segunda. Si es que cuando se junta el hambre con las ganas de comer… —¿Qué diablos le pasa a Cris? Nunca la había visto tan desinhibida. —Mi prima mete el último plato en el lavavajillas. —Pues que se ha dado cuenta de que necesita a alguien a su lado. —¡Menos mal, ya era hora! —Leo junta las manos, como si agradeciera a un ser superior que Cris haya visto la luz—. Pensaba que de esta no salía y que tendríamos que ir a visitarla al convento. —¡Qué burra eres! —Le atizo con el trapo de la cocina en el culo—. Cris se merece que alguien la quiera. Solo hay que encontrar a ese alguien. —¿Sabes una cosa? Yo siempre he pensado que entre tu hermano y ella había feeling. —Y yo —digo, mientras saco de la nevera la mousse de turrón que ha hecho la nueva pervertida—, pero ya ves cómo es la vida, sus caminos no han podido ser más diferentes. —Ya te digo; ella aquí trabajando más horas que un reloj y cuidando sola de su hija, y mi primo en Londres, currando en lo que le gusta, ganando un pastón y seguramente que pasándoselo en grande. —Creo que tiene una medio novieta allí. —¿En serio? ¿Te lo ha dicho? —No exactamente, pero cuando le pregunto, siempre se sale por la tangente. Y me da miedo de que le pase lo mismo que a mí. No quiero que sufra. —El amor siempre nos hace sufrir, primita. —La que habla —le digo enarcando las cejas—, que llevas toda la vida con Antoinette y ella está perdidamente enamorada de ti. —Eso es cierto, pero no ha sido fácil. —Todo eso ya pasó, Leo. Olvídalo. Le paso un brazo por los hombros y la beso en la mejilla. Cierto es que sus inicios no fueron sencillos. Mi prima siempre supo que los hombres no le iban, y cuando conoció a su pareja, ya lotenía bastante claro. Por aquel entonces, la homosexualidad era algo tabú, algo de lo que no se podía hablar, una enfermedad contagiosa. Solo faltaba que las quemaran en la hoguera. Y estaba lo que más inquietaba a mi prima; la aceptación por parte de sus padres. Ellos nunca le dieron la espalda, «eres nuestra hija», le decían, «y te vamos a querer igual seas lesbiana, hetero o monja». (Esto último como que no lo veo). Así que el miedo infundado por la opinión de sus padres quedó en eso, en imaginaciones. Volvemos al salón con el postre, los cubiertos y una botellita de licor de hierbas, para que baje bien la cena. Depositamos todo en la mesa y corto el pastel. Las dos tertulianas siguen a lo suyo y no me molesto en prestar atención a lo que dicen, miedo me dan. —Por cierto, Sue, ¿a cuál de tus amigos vas a presentarme esta noche? ¡¿Mis amigos?! ¡Mierda, se me ha olvidado! —¿Te puedes creer que no he localizado a ninguno de ellos? —respondo, con un deje de ironía y pongo las manos en mis caderas—. Estos treintañeros no sé qué hacen los viernes por la noche. —Vamos, que se te ha olvidado —refunfuña Cris. Afirmo con la cabeza y con un mohín lastimero—. Bueno, no pasa nada, a tu edad es normal que te olvides de las cosas. —¡Oye! —Le tiro una cereza que adorna la tarta. Reímos. —Está bien, señoras mayores —habla, sonriendo, mientras nos mira a las tres—, ¿a dónde me vais a llevar esta noche? 4 —¿A la sala Arabia? ¿Y eso qué es? —pregunto a Antoinette, que ha sido la partícipe de escoger el lugar donde divertirnos. —Es el harén de lo prohibido, la cueva del placer, el antro que hace realidad tus más calientes perversiones —responde, Cris, que está sentada a mi lado en el coche. —¿Eing? —Susanita, un club de sexo. —¡¿Un club de sexo?! ¡¿Vamos a ir a un club de sexo?! —La miro—. ¿Y tú cómo sabes eso? —Por las mamás del cole. —Cris se encoge de hombros. —¡Joder, con las mamás del cole! —Muchas son divorciadas, en algo tienen que ocupar el tiempo. —¿Y qué se hace allí? —Pues vamos a recitar poemas de Neruda, ¡no me jodas, Susana! —Mis primas y Cris empiezan a descojonarse de mí, delante de mis narices—. Vamos a tomarnos algo y a ver el espectáculo. Sexo en directo. —¡¿Sexo en directo?! —Estoy patidifusa. —Eso es —me aclara, mi prima Leo—, y si te apetece, puedes tomar apuntes y poner en práctica todo lo estudiado. —¿Poner en práctica? ¿Y con quién se supone que voy a practicar? —Con algún chico que te guste del club —aclara Antoinette, despreocupada. —¡¿Puedes acostarte con los hombres del club?! —Las tres afirman con la cabeza. Me quedo callada. Están locas, locas de remate. ¡Que me llevan a un club de sexo! Vale, soy una persona abierta al tema sexual, he leído libros eróticos y te ponen muy pero que muy cachonda cuando te explican detalles. Vale que también veo pelis porno y fantaseo con ambas cosas, pero ver sexo in situ, ver dos personas pasándoselo en grande delante de tus ojos… hummm. Creo que a medida que lo pienso, no me parece tan mala idea. Puede que incluso me lo pase bien. Vamos, Sue, déjate llevar. Sin apenas darme cuenta, Leo está aparcando el coche en la calle. Salimos de él, y he de reconocer que las cuatro vamos guapísimas. Al final me ha tocado dejarle un vestido a Cris, y a la puñetera le queda mejor que a mí. Me paro frente a un local bastante moderno, al menos por fuera, con el nombre del mismo grabado en un letrero que me indica que es ahí dónde vamos a pasar la noche del viernes. Voy a entrar en ese lugar con la vagina entumecida, a ver cómo salgo. —¿Quieres hacer el favor de tirar? —Me agarra Antoinette por un brazo y me obliga a dar un paso delante del otro. —Oye, Antoinette, ¿y si no quiero acostarme con nadie? —Pues no lo haces y punto. Nadie va a obligarte a hacer algo que no quieras. Te sientas a tomarte una copa y a ver el espectáculo. Pero ya te digo que, una vez que veas lo que esos tíos son capaces de hacer, eres capaz de tirarte lo primero que encuentres. —Pero mira que llegas a ser borrica. —Sí, sí, borrica, pero ya me lo dirás, ya. —Estoy algo nerviosa. Nunca he estado en un lugar como este. —Cojo una bocanada de aire para calmarme—. ¿Cuántas veces habéis estado aquí? —Unas cuantas, y he de decirte que en todas ellas nos lo hemos pasado genial, ¿a que sí, mi amor? Mi prima Leo aparece junto con Cris a nuestro lado. Ella afirma con una sonrisa golfilla y me temo que las voy a perder de vista cuando entremos en la sala. Me da un beso en la mejilla para que me relaje. —Pues yo, si tengo oportunidad, voy a aprovecharla —sentencia, Cris, ladina—. Tengo ganas de avivarme. —Pero ¿tú no decías que no querías que te empotraran en la pared? Las cuatro nos reímos, creo que todas pensamos que Cris se ha drogado antes de venir. Pero ¿sabes qué te digo? Que me encanta que se dope. Entramos. Leo le ha dado a un chico de seguridad las cuatro invitaciones. ¡Y madre mía cómo está el de seguridad! Si todos son así, menuda noche me espera. Llegamos a un pequeño pasillo donde está el guardarropa, pero decidimos no dejar los bolsos. Los abrigos están en el coche. Subimos unos escalones y, allí, otro chico nos saluda cuando pasamos a su lado y nos abre una puerta. La del paraíso del sexo. Al entrar, mis ojos se tienen que acostumbrar a la tenue luz de la sala. La puerta se cierra a nuestras espaldas y me sobresalto. Cuando consigo enfocar lo que me rodea, me quedo alucinada. El lugar es enorme. La sala está dividida como en dos ambientes; en un extremo está lo que viene a ser el bar, con una barra detrás de la que hay camareros; chicos y chicas, que, por cierto, van ligeritos de ropa. Ellos, con el torso descubierto y unos minúsculos calzoncillos negros y ellas, con unos bikinis que no dejan mucho a la imaginación. Hay mesas donde la gente está tomando sus copas y charlando con amigos o con personas que acaban de conocer, vete tú a saber, y taburetes cerca de una especie de barandilla que separa esa zona de la que intuyo que es la zona del espectáculo. Esa otra parte parece como un cine, con butacas alrededor para no perderse la función. Dichos asientos están a los laterales y frente al escenario, que está adornado como con una especie de cama redonda. —¿Qué te parece? ¿Ha sido mala idea venir aquí? —me susurra Antoinette, zalamera. —Solo con ver a los de seguridad y a los camareros, ha valido la pena. —Pues espera a ver a los de la cama redonda. —Me guiña un ojo la muy pícara—. Venga, vamos a tomar algo. Apalancamos nuestros traseros en los taburetes y pedimos cuatro cervezas. Como Cris va lanzada, empieza a entablar conversación con uno de los camareros, un rubito de tez blanquecina, media melena, con ojos azules y unos labios carnosos a juego con sus abdominales. Me recuerda a Brad Pitt en Leyendas de pasión. —¿Y tú no haces ningún espectáculo? —le pregunta una descarada Cris al camarero. Apura su cerveza. —Lo siento, preciosa, pero yo solo me dedico a servir copas. —Y le sonríe de una manera provocadora, cosa que me hace pensar que hace sus numeritos en privado. —¡Qué desperdicio! —exclamamos las cuatro. Aunque a mi prima y a su pareja, un cuerpo masculino las deja igual de frías que si estuvieran alicatando un iglú en tanga, saben reconocer cuando ven a un cañón de tío. Y este camarero lo es. Cuando nos terminamos nuestros botellines, el barman nos sirve una ronda de chupitos de tequila. Le hemos caído bien y corren de su cuenta. Nunca he sabido qué se chupa primero, si el limón, la sal o te metes de golpe el alcohol sin pensarlo mucho. Escruto a Leo, que es la que domina el tema de las bebidas alcohólicas, de las otras, como que pasa. Y nos indica los tres pasos a seguir. —A ver chicas, primero os ponéis un poquito de sal en la mano, entre el dedo pulgar e índice, pero no lo chupéis todavía. —Nos manchamosla mano con la sal—. Segundo, el tequila de un trago y por último saboreamos el limón. ¿Entendido? —Afirmamos con la cabeza—. Pues ¡allá va! Nada más meter el lengüetazo a la sal, se me ponen los pelos tiesos, el tequila me hierve en la garganta y para rematar, el limón sale escupido de mi boca. Por si no lo has intuido, es mi primera vez con la bebida mexicana. La primera y la última, por descontado. —Por favor, Susana, que no es para tanto —me dice mi prima, dándome golpecitos en la espalda para ayudarme con la tos. Las tres se ríen de mí, y a ellas se les une el camarero Pitt. —¡Zorras! ¡Casi muero atragantada y vosotras riéndoos de mí! —consigo articular con el cuerpo todavía inclinado sobre la barra. —Menos mal que soy yo la que está desentrenada —añade Cris, con sorna. —Ay, pobre, mi niña. Ven aquí con mami. —Antoinette se acerca a mí con los brazos abiertos y me zafo de su intento. —Ni se te ocurra. —La miro de soslayo—. Me debéis cada una de vosotras una copa. Las señalo a todas con el índice y sé que se están aguantando la risa… hasta que estallan y yo las sigo. Si es que no se me puede sacar de casa. —Como yo también me he reído, a la primera copa invito yo —anuncia el barman. «Y si quieres invitarme a algo más, me apunto», pienso en mi fuero interno, que no es otro que el que hay entre mis piernas. Con mi Martini a cuestas, gentileza del chaval casi en bolas, nos vamos a ocupar unos asientos frente al escenario. En unos minutos, dará comienzo la función. Estoy deseando ver lo que se cuece en este sitio. Cris y yo nos sentamos en la segunda fila y mis primas en las butacas que hay justo detrás. —Creo que tienes a Piqué en el bote. Lo quería para mí, pero qué le vamos a hacer — me susurra Cris, con un mohín. —¿Piqué? —Sí, el rubito ligerito de ropa. El del Martini —dice señalando mi copa. —¡Ah, el Brad Pitt! Se me parece más a él, oye, con los ojos azules y los labios carnositos. —Seguro que con esa boca sabe hacer de cosas… —¡Cris! —La miro, conteniendo la risa. —¿Qué? ¡Joer! No puede fantasear una —refunfuña, mientras pone morritos. —Shhh, chicas, que ya empieza —nos anuncia Antoinette. Consumo mi bebida de golpe en el momento en que las luces bajan de intensidad y una especie de telón se abre ante nosotras para dejarnos ver la misma cama redonda de antes, pero ahora con una huésped recostada en ella. La luz se cierne en ese punto en concreto y observo que la chica lleva algo encima de su cuerpo. —¿De qué está cubierta? —musito a Cris. —Pues no estoy segura, pero parecen piezas de frutas. Cuando consigo enfocar bien, confirmo lo que me ha dicho Cris; la chica está vestida con trozos de frutas. Kiwis, plátanos, fresas, naranjas… vamos que parece la frutería del barrio. Solo lleva la fruta encima. Nada más. Nada de tela, de ropa. El postre es su vestido. Una música erótica-sensual suena por los altavoces del local justo cuando la chica, que está completamente estirada en la cama, ladea la cabeza y ensancha sus labios superiores. Un chico aparece en el acto, sonriéndole y contorneándose de una forma muy incitadora, con una única prenda de ropa: un bóxer negro. Se acerca a ella y se arrodilla tras su cabeza. La mira desde arriba y le planta un morreo que ya lo quisiera yo. Baja sus manos por el cuello de ella hasta llegar a sus pechos. De allí, retira dos rodajas de plátanos y se las come cuando deja de invadir con su lengua la boca de la chica. Me da a mí que ese no va a ser el único que coma plátanos esta noche. Una vez descubiertos sus pezones, él se los agarra con maestría, haciendo que un gemido se escape de los labios de su compañera. De la mía, también. Ella, mientras que su boca vuelve a ser arrasada, tira los brazos hacia atrás para intentar alcanzar su objetivo, el pene del chico, pero él es más hábil y se retira a tiempo, provocando un sollozo en la chica. Como todavía le queda mucho que degustar, se da la vuelta y se planta entre sus piernas abiertas. Asciende por una de ellas, recogiendo lo que encuentra a su paso. Ella se retuerce provocadoramente y su boca, ahora libre, emite pequeños quejidos de placer. La escena que estoy viendo no me deja indiferente, ni a mis compañeras tampoco, que están con la boca abierta. Nunca había venido a un sitio como este, pero he de reconocer que es morbo en estado puro. El hombre se entretiene con la otra pierna, acariciándola y besándole la piel que no está cubierta, pero lo cierto es que no le dedica demasiadas atenciones, pues está impaciente por llegar a su cometido. Retira con brusquedad todo lo que le estorba y se lanza a por ello, va directo a devorarla, a succionarla. A lo que vulgarmente conocemos como cunnilingus. Ella dobla las rodillas cuando siente su aliento en el bajo vientre, y, por su cara de auténtico gozo, el chico lo debe de estar haciendo a las mil maravillas. Ella solo gimotea y eso hace que yo resople y que me sienta un tanto incómoda por la humedad que siento entre mis piernas. —Me estoy poniendo de un cachondo… —me dice Cris, en voz baja. —Pues anda que yo… —le reconozco. Cuando el macho introduce un dedo en la vagina, ella se arquea encantada y le tira del pelo. Él, muy suavemente y con la mano que no tiene ocupada en sus menesteres, la empuja para que se tumbe y se quede quieta, agarrándole de un pecho y volviendo a pellizcarle un pezón. Ella cae desplomada en la cama, moviéndose sin control sobre su boca, estremeciéndose, agitándose, esperando que el clímax le llegue de un momento a otro. Ver a la chica en esa situación, en el límite del placer, haciendo de sus quejidos los míos, disfrutando como una loca del sexo, me incita y me enciende hasta niveles insospechados. Al cabo de unos segundos, ella se corre. Grita, grita y grita. Se relaja abiertamente sobre el colchón, y ese momento de despiste lo aprovecha el hombre para bajarse los calzoncillos y ofrecernos unas magníficas vistas de su tremenda erección. —¡Joer! ¿Eso es de verdad? —me pregunta Cris, con la boca abierta y los ojos como platos. —Me temo que sí —contesto con las comisuras de mis labios llenas de babas. —Quiero uno de esos para mi cumpleaños. Seguimos observando el panorama. ¡Y qué vistas! ¡Dios, qué portento de hombre! Y el portento pronto desaparece de nuestro ángulo de visión para perderse en el interior de la chica. El suspiro de deleite de ella al sentirse penetrada retumba en toda la sala y es tan sexualmente intenso que tengo que taparme la boca para no delatarme. Un sollozo invade mis oídos y esta vez, no proviene de la pareja que tengo delante. Me giro hacia atrás y me quedo ojiplática cuando veo a mis primas pegándose el lote, metiéndose mano descaradamente. Vaya, el rollo heterosexual las pone a tono… pero no son las únicas. Otra pareja que hay a su lado, se levanta de sus asientos y se marcha. Él, con un bulto un tanto sospechoso bajo sus pantalones. Me acurruco en mi silla y sigo disfrutando de la peli porno en directo. Dura poco más de un minuto cuando el chico se rompe dentro de ella y se baja el telón. Y el pene también. —¡Guau! Voy a venir más a menudo a este sitio. —Cris se abanica con las manos. —Comparto tu opinión y la apoyo. ¿Dónde nos hemos metido todo este tiempo? —Tú, entre el huevo derecho y el izquierdo de tu ex y yo, entre pañales llenos de mierda. Ambas nos reímos, aunque sabemos que tiene razón. Qué mal hemos aprovechado nuestras vidas. —Chicas, nosotras nos vamos un ratito. No os marchéis sin nosotras. La voz ronca de mi prima, por la tensión acumulada y el deseo de deshacerse en un orgasmo, es casi irreconocible. Las veo irse a las dos, cogidas de la mano y se pierden por un pasillo. Desde luego que me dan una envidia. —Creo que por ahí viene alguien con ganas de montar su propia diversión. —Cris arquea las cejas,me sonríe y me da un codazo en el costado. Todo a la vez. Cuando veo acercarse a Brad Piqué hacia nosotras, se me seca la garganta. El taparrabos que lleva juraría que es más pequeño que antes, cuando estaba cubierto por la barra del bar. ¡Dios santo! ¡Y dentro hay algo con vida propia! No vendrá a proponerme algo obsceno, ¿no? No, no puede ser, pero si viene a por mí, ¿qué le digo? ¿Me apetece pasar un rato agradable con un desconocido? Yo misma me respondo cuando lo veo pasar por mi lado e inclinarse sobre Cris para susurrarle algo al oído. Ella sonríe picarona y le coge la mano que le tiende para levantarse y marcharse con él sin pensárselo mucho. ¡Cris va a tener su noche! Saco la mustia aceituna de mi copa vacía y me la como pensando en lo tonta que he sido al imaginar que ese camarero venía a por mí. Ya he visto las miradas que le echaba a mi amiga. Sonrío lánguida. Me levanto para volver a la barra y pedir otra copa, ya que voy a estar un rato sola, mejor hacerlo en compañía de un poco de alcohol. Estoy sola, cachonda y sabedora de que voy a llegar a casa en este estado. ¡Qué triste! Ahora me queda esperar a que las tres magníficas salgan de donde sea que estén con cara de satisfacción y se burlen de mí. Y a mí se me va a quedar cara de aceituna rancia. —Me parece buena idea que le pidas una copa al camarero. 5 —¡¿Disculpa?! Formulo esa pregunta a la vez que me giro hacia la voz que me ha susurrado pegada a mi oreja. ¿Quién se cree que es este tío para hablarme con semejante desfachatez? Con el ceño fruncido, veo al dueño de esa voz masculina observándome con una sonrisa de medio lado. Es un chico moreno, con los ojos castaños, el pelo despeinado y una barba de varios días que le da ese toque malote que nos gusta a las chicas. Paseo los ojos desde su rostro hasta su cuerpo entero, vamos que le hago un escaneo corporal y me gusta lo que hay; unos tejanos oscuros desgastados y una camisa gris oscura. Lo cierto es que tengo la impresión de que lo he visto antes, pero no recuerdo dónde. Tengo una nula capacidad para recordar los rostros. —No te acuerdas de mí, ¿verdad? —me pregunta, todavía con esa medio sonrisa en sus labios. —¿Por qué debería acordarme de ti? —Ya, bueno, supongo que aquel día estabas tan enfadada aporreando la máquina que no te percataste de mi presencia. —¿La máquina? Pero ¿de qué estás…? —En ese momento caigo en la cuenta de qué lo conozco. Me ruborizo—. Tú eres el chico del comedor. —Buena memoria —me dice, y esta vez sonríe más abiertamente—. Creo que el otro día no tuve oportunidad de presentarme. Soy Hugo. El chico, el del día de mi pequeño desencuentro con la máquina del café de la oficina, está frente a mí, tendiéndome la mano y tiene nombre propio. Se la estrecho y un escalofrío me sube por la espalda. Se aproxima a mí y me planta dos besos, uno en cada mejilla, y no son de esos besos que das pegando mejilla con mejilla y el beso se pierde en el aire, no, qué va, es un beso literalmente plantado en mi carrillo. Contacto en toda regla. Piel con labios. Y eso me altera y me recuerda que sigo un pelín cachonda. Y con este hombre al lado… tan cerca… —Y tú, ¿tienes nombre? —me susurra en el oído. —Su… Sus… Sue… Susana —tartamudeo como una tonta. —Encantado, Susana —dice, acariciando mi mentón—. ¿Has venido sola? —Sí… bueno… no. —¿En qué quedamos? —Ríe. —No, bueno, es que he venido con unas amigas —digo con una voz medianamente en condiciones. —¿Y dónde están? —Ocupadas. —Ah, entiendo. Entonces, ¿te has quedado sola? —Eso parece. —Las rodillas comienzan a flaquearme y me siento en el taburete. —¿Qué estás tomando? —pregunta, señalando mi copa vacía. —Tomaba —digo y pongo la copa del revés—, un Martini. —¿Puedo invitarte a otro? —¡Claro! Total, en vez de sangre tengo la destilería Bacardí pasándoselo pipa en las venas. Hugo se ríe y, con esa sonrisa que le hunde los ojillos y que le marca unos hoyuelos en las mejillas, me parece el tío más irresistible del mundo. Guapo. Atractivo. Sexy. ¿Tanto he bebido? Se sienta a mi lado y llama al camarero por su nombre. Este viene al poco rato y nos planta un Martini para mí y un Gin-tonic para mi compañero. ¿Cómo sabe su nombre? Debe ser un cliente habitual. Pongo un poco de distancia entre los dos, separando unos centímetros mi taburete del suyo, pero Hugo me mira con el ceño fruncido y se acerca más a mí, sin necesidad de asiento. Así no hay manera de que corra el aire. —Así que trabajas en el edificio donde nos conocimos… —Me mira y da un sorbo a su bebida. —Sí, estoy en la primera planta. —Vaya, qué casualidad, nosotros también estamos en esa misma planta. Mi tío y yo acabamos de mudarnos. —Así que vosotros sois los buenorros de los que hablaba Eva —me digo para mí misma. Qué ojo tiene mi compañera. —¿Cómo dices? —me interroga con una sonrisilla malvada. Me ha oído. Si es que cuando estoy contentilla se me suelta la lengua… —No, nada, nada. Bebo de un sorbo el líquido que queda en mi copa y prefiero que eso me arda en el cuerpo que sentir la calentura que me gorgotea entre las piernas. Para intentar apaciguarme, cojo una pajita que hay en un recipiente y empiezo a mordisquearla, pero creo que el remedio es peor que la enfermedad, pues Hugo no me quita ojo de encima y me escruta de una manera muy poco pudorosa. Está desnudándome con la mirada y a cada rato que pasa, deseo que sean sus manos las que me despojen de mi ropa. Se acerca un poco más a mí y me acaricia el rostro. Otra vez está demasiado cerca. Ya no corre el aire. —Tienes una cara preciosa. —Gra…cias. —¿Es la primera vez que vienes a este sitio? —Sssí. —¿Te pongo nerviosa? Nerviosa, cachonda y yo que sé qué más. Asiento con la cabeza y necesito desviar mi mirada de sus labios, si no sé que me lanzo a por ellos. Miro de reojo mi copa vacía, con la tímida olivilla abandonada en el fondo y sin más, la cojo y me la meto en la boca. Así la tengo ocupada. Mientras mastico, Hugo sonríe malicioso y se separa de mí, colocándose en su asiento y agacha la cabeza. Empieza a pasear su índice por la boca de su vaso y mis pensamientos vuelan sulfurados, imaginando que me toca a mí de esa manera. Sin darme cuenta, hago lo mismo que él, pero yo, en este caso, me meto un dedo en la boca y lo muerdo. Hay que ver el cóctel explosivo que puede llegar a ser el alcohol, la falta de sexo y un chico guapísimo. Todo a la vez. Y luego decían que en Irak había armas de destrucción masiva. Hugo vuelve a mirarme y puedo seguir su mirada, que no la aparta de mi dedo juguetón entre mis labios. Se humedece los labios con su lengua y ese gesto me parece de lo más sexy que he visto nunca. Se levanta y me retira el dedo que me estoy mordiendo, lo mira y lo lame. Como dice Cris, ¡joer! —¿Te puedo proponer que vayamos a un sitio más íntimo? —murmura con su aliento en mi cuello. —¿Un sii…tio más ínn..ttimmo? —Ajá. —Y sin permiso, me besa despacio la garganta. Me deshago literalmente entre sus besos. Y dejo de pensar, de intentar averiguar qué es lo que hago con un tío al que no conozco de nada. ¿Qué me impide tener un ratito apasionado con él? ¿El pudor? ¡A la mierda! He venido para dejarme llevar y eso voy a hacer. Noto que sus manos me aprietan la cintura y me aproxima a él, bajándome del taburete, restregándome su entrepierna por mi vientre. Trago el nudo de mi garganta cuando siento tremenda erección… y es que hace tanto tiempo de eso que tengo que cerrar mis muslos para contenerme y no lanzarme a besar sus labios. Y los tiene tan apetecibles… —¿Me dejas comprobar una cosa? —me plantea con la voz alterada. Yo asiento, sin saber qué quiere hacer. Me coge de la muñeca y me lleva a una puerta que abre con prisas y la cierra con mayor celeridad. Allí, de pie junto a ella, me acorrala con su cuerpo y me besa los labios. Primerolos recorre tímidamente con su lengua, luego pasa a besarlos profundamente para terminar devorándome la boca con ansia. Llevo mis brazos a su cuello y me aferro a él, con los ojos cerrados y mis labios ocupados en degustar su sabor. Un gemido sale de ellos cuando noto que sus manos me recorren la espalda y la parte baja de la misma. Me sube el vestido rozándome los muslos con sus dedos y deja escapar mi boca para besar suavemente mi escote. —¿Todos en este club sois así de lanzados o es que me ha tocado el toro bravo de la ganadería? —digo entre jadeos. —Las dos orejas ya me las has visto, te queda el rabo. —Qué frase más manida. —Cállate y déjame besarte. Vuelve a su ardua tarea de besuquearme, de apretarme contra él, de tocarme en sitios que ya creía olvidados. Se recrea cuando encuentra mi lencería y mete la mano dentro, rozándome la piel con sus dedos, buscando mi excitación. —Esto es lo que quería comprobar. Estás lista para dejarme entrar. **** —¡¿Te lo cepillaste?! —exclama, una emocionadísima Eva, con una expresión divertida en la cara. —¡Baja la voz que nos van a oír! —Josemi está en el despacho. No se entera de nada —añade quitándole importancia con un gesto de la mano—. Bien, entonces… ¿te lo hiciste con el vecino? —Sí. —Y agacho la cabeza, sonrojada. —Ven aquí, diosa de la lujuria y deja que te abrace. —Viene hacia mí con los brazos abiertos. —Desde luego que estás para que te encierren —le digo, entre risas, pero no puedo evitar que me achuche. —¿Y qué puedes contarme de esa noche? ¿Cómo te sentiste? —pregunta Eva soltándome de sus brazos. Coge su silla y la acerca a mi lado. Se cruza de piernas y espera impaciente mi relato. —Al principio, cuando supe dónde íbamos, me quedé blanca, pero una vez dentro de ese sitio, no me pareció tan malo. Y al final, como mis amigas me abandonaron, pues tuve que buscarme con qué distraerme. —¿Con qué o con quién? —Con quién, tienes razón. Con Hugo. —Y en la cama, ¿qué tal? —En la cama, no lo sé. En el sofá, increíble. Me llevo las manos a la cara y apoyo los codos en mi mesa. Me muerdo el labio al recordar el momento del sofá de piel rojo. ¡Qué digo momento! ¡Momentazo! Cómo me cogió por las nalgas y lo rodeé con mis piernas hasta llegar a ese sofá. Cómo me fue despojando lentamente de mi ropa, admirando todo lo que veían sus ojos. Cómo se quitó la suya y dejó que viera ese cuerpo, ese pecho cubierto por un tímido camino de vello oscuro que le recorría hasta el estómago y se perdía un poco más abajo. Cómo después de enfundárselo en un preservativo, introdujo su pene, poco a poco, en mí hasta que las prisas nos pidieron paso y nos corrimos satisfechos. —Por la cara que tienes ahora mismo, yo diría que estarías dispuesta a repetir —me habla mi compañera sonriendo y guiñándome un ojo. —¡¿Y si me lo encuentro por los pasillos?! —le digo con cara asustada—. ¡Me muero de la vergüenza! Eso tendría que haberlo pensado antes de tirármelo, ¿no? —Tú recuérdalo desnudo. Eso siempre funciona. —Me palmea una rodilla y vuelve a su sitio, no sin antes cachondearse de mí. —Sí, claro, tú ríete, como eres tú la que se lo tiene que encontrar todos los días. —A él no, pero al otro no me importaría —añade, guasona—. ¿Y dices que es su tío? Eva se calla de golpe cuando la puerta del despacho de Josemi se abre y sale con cara de pocos amigos. Mira a su marido y le tira un beso, pero él, como si nada, sigue con su cara de perro. —¿Qué le pasa a tu marido? ¿Os habéis peleado? —No, qué va, pero lleva unos días raro. Le pregunto y dice que son imaginaciones mías. Llega a casa tarde, agotado. Se ducha, cena y se va a la cama. Apenas me toca. No sé qué le pasa, no quiere hablar conmigo. Y a esta —se da unos golpecitos en la sien con un dedo—, le da por pensar y no me gusta lo que piensa. —¿Qué estás insinuando? Eva se queda mirándome con tristeza en sus ojos. Se levanta y se marcha hacia el baño, cabizbaja. La sigo con la mirada y creo que es la primera vez que la veo en ese estado. Ella que siempre es tan alegre, tan extrovertida, ahora parece pequeña, vulnerable. Y me preocupa mucho lo que sea que le esté rondando por la cabeza… Josemi ¿infiel? No, no puede ser. Josemi quiere a su mujer con locura, se desvive por ella, siempre la ha antepuesto a cualquier cosa. Su vida es Eva. Tiene que ser otra cosa. A media mañana me acuerdo de que todavía no he desayunado, así que decido bajar al bar de enfrente a tomarme un café con el bocadillo del día. Como soy un poco vaga, me inclino por utilizar el ascensor, cosa que no debería hacer, pues aparte de estar echando culo y barriguita, trabajo en un primer piso, y que yo sepa, hacer un poco de ejercicio todavía no ha matado a nadie. Claro está que no quiero ser la primera. Mientras espero el ascensor, termino de abotonarme el abrigo sin dejar de pensar en qué puede ser lo que le ocurre a mi jefe. Entro en el ascensor y cuando las puertas se están cerrando… —¡Espere, por favor! ¡Sujete la puerta! De pronto entiendo que esas palabras van dirigidas a mí, así que pulso el botón para mantener las puertas abiertas y veo entrar unas cajas de las que sobresalen dos brazos y dos piernas. —Gracias. Me dice una voz oculta tras ellas. Las apoya en el pasamanos y mira la botonera para ver si ambos vamos al mismo sitio. En ese momento le veo la cara. Doy un paso hacia atrás y me maldigo por no haber bajado por las escaleras. —Hola, Susana. —Hugo. Me sonríe—. Vaya, qué casualidad encontrarnos aquí. —Hola, Hugo —respondo, con la espalda pegada a la pared del ascensor. Me sudan las manos—. Trabajamos en el mismo edificio, la misma planta, así que es lógico que nos encontremos. —¿Qué tal todo? —Muy bien hasta que te he visto —susurro bajito, para mis adentros. —¿Cómo dices? Hugo se queda esperando una respuesta, respuesta que por supuesto no le doy porque estoy tan ruborizada que no me salen las palabras. Intento recordar lo que me ha dicho mi compañera: visualízalo desnudo. Y eso hago. Recorro su ahora cuerpo vestido, con la imagen que me ha quedado grabada en mis retinas de la noche que pasamos juntos. Su piel, sus manos deslizándose por todas mis curvas, su desnudez, su aroma… y esto no funciona, pues en vez de tranquilizarme, me hace jadear. ¿Ese es el fin de recordarlo en pelotas? El ascensor emite su particular ruidito, ese ring que anuncia que ha llegado a su destino. —Tú primero, por favor. —Me cede el paso Hugo. —Gracias. Que pases un buen día. Y me escabullo todo lo rápido que mis zapatos de tacón me permiten, hasta que freno en seco mi huida cuando escucho un golpe seco, un par de improperios y algo que rueda por el suelo y choca con mis pies. Me giro y me encuentro a Hugo tirado en el pavimento, con las cajas abiertas y su interior desperdigado por doquier. Me provoca la risa verlo allí, despatarrado, envuelto por todas esas cosas caídas a su alrededor. Hugo me mira arqueando las cejas, pero responde con una sonrisa. —Ni se te ocurra hacerme una foto en este estado y colgarla en las redes sociales —dice todavía sonriendo. Y ahí están esos dos hoyuelos. —Lo siento —me disculpo—. No he debido reírme de ti. Me acerco hasta él con el objeto que ha llegado hasta mí, que no es más que un sillón de esos donde puedes dejar apoyado tu móvil. Cuando estoy a su lado, me arrodillo en el suelo y le ayudo a recoger todo lo que hay tirado a nuestro alrededor. La gente que pasa por el vestíbulo, se nos queda mirando con la sonrisa en los labios, pero ninguno se molesta en ayudarnos, a excepción de una chica, que le tiende a Hugo un calendario del año pasado y de paso, le guiña un ojo con mucho, mucho descaro. —Gracias —le dice él. —De nada, guapo —le contesta ella. Y se pierde en el ascensor sin dejar de mirar a Hugo, que tampoco es ciego. Pongo los
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