Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
1 ÍNDICE Pág. Prólogo .......................................................................................................................................... 2 Reconocimientos .......................................................................................................................... 6 Introducción: cómo empezó todo ............................................................................................7 - 11 Primera parte LOS SÍNTOMAS DE LA CODEPENDENCIA 1. Haciendo frente a la codependencia ..................................................................................12 - 14 2. Los cinco síntomas nucleares de la codependencia .......................................................15 - 37 3. Cómo los síntomas sabotean nuestras vidas ...................................................................38 - 46 Segunda parte LA NATURALEZA DEL NIÑO 4. Un niño precioso en una familia funcional ........................................................................ 47- 54 5. Un niño precioso en una familia disfuncional ...................................................................55 - 64 6. El daño emocional del abuso ..............................................................................................65 - 76 7. De generación en generación .............................................................................................77 - 81 Tercera parte LAS RAÍCES DE LA CODEPENDENCIA 8. Cómo afrontar el abuso .......................................................................................................82 - 85 9. Las defensas contra el reconocimiento del abuso ...........................................................86 - 94 10. El abuso físico .................................................................................................................. 95 - 101 11. El abuso sexual ............................................................................................................... 102 - 114 12. El abuso emocional ......................................................................................................... 115 - 119 13. El abuso intelectual ......................................................................................................... 120 - 122 14. El abuso espiritual........................................................................................................... 123 - 130 Cuarta parte HACIA LA RECUPERACIÓN 15. La recuperación personal ............................................................................................... 131 - 137 Apéndice. Una breve historia de la codependencia y una mirada a la literatura psicológica .............................................................................. 138 - 144 Referencias bibliográficas ......................................................................................................... 145 http://us.f560.mail.yahoo.com/ym/ShowLetter?box=Inbox&MsgId=967_21718913_28738_1815_2386226_0_42582_3370084_1310160456&bodyPart=7&tnef=&YY=9069&y5beta=yes&y5beta=yes&order=down&sort=date&pos=0&view=a&head=b&VScan=1&Idx=6 2 PRÓLOGO En ciertos hombres y mujeres, sentimientos humanos normales tales como la vergüenza, el temor, el dolor y la ira aparecen tan magnificados que esas personas se encuentran casi siempre en un estado emocional marcado por la angustia y por la sensación de ser irracionales, disfuncionales y/o «locas». También piensan que deben hacer felices a quienes las rodean, y cuando no pueden, les parece que en algún sentido valen «menos que» los otros. Estas personas suelen reaccionar con exceso a los acontecimientos cotidianos, experimentando sentimientos mucho más intensos que los adecuados. Por ejemplo, cuando sucede algo alarmante, en lugar de miedo normal, ellas experimentan crisis de pánico o angustia. Esas crisis también pueden producirse sin ninguna razón que las justifique. Cuando surge en su camino alguno de los dolores normales de la vida, quizá reaccionen con una desesperación profunda, sensación de desamparo o incluso con conducta o pensamientos suicidas. Ante una situación que de ordinario provocaría una cierta cólera auténtica y adecuada, esos individuos tienen a veces estallidos volcánicos de ira. En el transcurso de esas experiencias emocionales extremas, piensan, por ejemplo, «¿Por qué me trata él de este modo? ¿No sabe lo doloroso que me resulta?». Pero no pueden controlar la explosión emocional, y quedan frustradas. Esas reacciones intensas suelen ser suscitadas por experiencias muy poco dramáticas, como, por ejemplo, un desacuerdo con el cónyuge acerca de qué película ir a ver o dónde pasar las vacaciones. La desesperación o la ira pueden ser desencadenadas por la decepción de no conseguir un empleo después de haber sido entrevistado o por el hecho de que un buen amigo se mude a otra ciudad, o de que el perro del vecino haya pisoteado las flores del jardín. Cualquiera de estas situaciones puede provocar reacciones emocionales mucho más que moderadas, que van desde sentimientos explosivos hasta una blanda mansedumbre y una falta total de expresión emocional. Pero todas estas reacciones aparentemente incontrolables sabotean por igual la vida y las relaciones de esas personas. En la actualidad, ya hay muchas pruebas documentadas de que la tensión física de vivir con sentimientos reprimidos o explosivos contribuye a provocar trastornos físicos tales como la alta tensión sanguínea, las cardiopatías, la artritis, los dolores de cabeza, el cáncer y otras enfermedades. El factor emocional de la codependencia puede sabotear tanto nuestra salud como nuestras relaciones. No obstante, estos hombres y mujeres actúan como si, para calmar los sentimientos desmesurados, incontrolables e irracionales que los tiranizan, el único recurso fuera ser perfectos en todo lo que hacen o complacer a quienes los rodean. Tienen la idea ilusoria de que esos malos sentimientos (que a veces resultan abrumadores) se pueden sofocar «haciendo mejor las cosas» u obteniendo la aprobación de ciertas personas importantes de sus vidas. Con esta actitud, dejan que su propia felicidad dependa de esas personas importantes y de su aprobación. Cuando aquellos a quienes tratan de agradar «no aprecian lo que se está haciendo por ellos» y no brindan su aprobación esencial, los individuos tiranizados emocionalmente se enfurecen. Pero como la buena opinión de quienes deben aprobarlos es demasiado importante, esa ira tiene que ser reprimida. Y aunque no se la despliega de modo directo puede surgir de modo lateral, en sarcasmos, olvidos, chistes hostiles u otras conductas pasivo-agresivas. 3 A menudo, estos hombres y mujeres parecen amables y serviciales. Sin embargo, un examen más atento revela en ellos una poderosa necesidad de controlar, manipular y conseguir la aprobación que creen necesaria en su lucha con ciertos sentimientos abrumadores. A largo plazo, todos sus esfuerzos son inútiles, porque nadie puede liberarlos de ese aspecto abrumador. Llegan a creer que para ellos no hay esperanza. Por otra parte, en algunos individuos con antecedentes similares sucede algo muy distinto: las emociones humanas normales aparecen tan minimizadas, que ellos no experimentan casi ningún sentimiento — ningún temor, dolor, ira ni vergüenza, y tampoco goce, placer ni contento — . Pasan toda su vida en un estado de apatía. En realidad, han sido las familias de los alcohólicos, y de otros dependientes de drogas, las que hicieron que los terapeutas de los centros de tratamiento prestaran atención a estos dos grupos de síntomas. Todos los miembros de esas familias parecían padecer sentimientos intensificados de vergüenza, miedo, ira y dolor en sus relaciones con el alcohólico o el adicto que ocupaba el foco de la vida familiar. Pero a menudo no podían expresar esos sentimientos de un modo sano, debido a la compulsión de agradar y cuidar al adicto. En apariencia, sus esfuerzostendían a lograr que el dependiente se mantuviera sobrio o no consumiera drogas. Pero en esta relación entre la familia y el alcohólico había también algunos aspectos irracionales. Por ejemplo, la mayor parte de los miembros de la familia tenían la expectativa delirante de que si ellos eran perfectos en su «relación» con el alcohólico y en la «ayuda» a él, éste permanecería sobrio — y ellos, los miembros de la familia, se librarían de su terrible vergüenza, dolor, miedo e ira. Esta estrategia nunca daba resultado. Incluso cuando el alcohólico permanecía sobrio, la familia solía seguir enferma, y en realidad parecía experimentar resentimiento por esa sobriedad. A veces la saboteaba. Era como si la familia necesitara que el adicto siguiera enfermo y dependiente de los otros miembros para que éstos pudieran seguir dependiendo de él, y explicando de tal modo sus malos sentimientos exagerados. En cierto sentido, el alcohólico maltrataba directa o indirectamente a los miembros de la familia con su conducta egocéntrica. A veces, el adicto era tan abusivo en términos físicos, sexuales o emocionales, que cualquier persona normal habría cortado la relación con él. Y éste es el segundo aspecto irracional de la relación de estas familias con la persona adicta: no se apartan, y parecen estar bloqueadas en una enfermedad conjunta con el adicto. El hecho de que los miembros de la familia persistieran en la relación a pesar de sus consecuencias perjudiciales (abusos), corría paralelo con la insistencia del alcohólico en beber, también a pesar de las consecuencias perjudiciales. Resultó claro que, así como el alcohólico dependía del alcohol para manejar sus sentimientos abrumadores o su enfermedad, la familia dependía del alcohólico de un modo enfermizo y análogamente adictivo. En otras palabras, el alcohólico y el codependiente trataban de resolver los síntomas básicos idénticos de una misma enfermedad: el adicto que recurría al alcohol o a las drogas, y el codependiente que persistía en la relación adictiva. Esta dependencia de un adicto llevó a los terapeutas a tomar conciencia de que estaba actuando una enfermedad penosa y discapacitante, una enfermedad que más tarde 4 comprendieron que también afectaba a incontables familias de Estados Unidos en las que no había ningún miembro dependiente de sustancias químicas. Creemos que estas personas que sufren están en las garras de una seria enfermedad subyacente denominada «codependencia. Y sólo unas pocas saben que existe una cura para los síntomas discapacitantes que hemos descrito. Pero quienes padecen codependencia suelen terminar en la desesperación, y a veces mueren realmente a causa de sus efectos. Los certificados de defunción nunca mencionan esta enfermedad por su nombre. Las historias de las víctimas hablan de desvalimiento, suicidio, «accidente», problemas cardiovasculares y enfermedades malignas relacionadas con el estrés, el abandono personal y la ira reprimida, con su depresión correlativa. Esta enfermedad es muy difícil de ver desde afuera, porque quienes la padecen llevan una máscara de adecuación y éxito, destinada a lograr esa aprobación más importante que nada. Pero estos esclavos de sentimientos compulsivos poderosos y aparentemente infundados están condenados a recorrer de modo incesante un círculo de fracaso personal y experiencias intensificadas de vergüenza, dolor, miedo e ira reprimida. De hecho, muchas personas, en sus esfuerzos tendientes a huir de esos sentimientos abrumadores, recurren a sustancias químicas para adormecer su malestar. Van en camino de convertirse en alcohólicos o adictos de otro tipo. Creemos que la codependencia subyace a todas estas adicciones y las nutre. Cuando un alcohólico o cualquiera otro adicto se libera del agente químico o la conducta adictivos, en el camino a la recuperación a menudo tendrá que hacer frente a la consecuencia y los síntomas de la codependencia. Durante los últimos ocho años, Pía Mellody ha desarrollado una terapia para la codependencia en The Meadows, un centro de tratamiento de las adicciones de Wickenburg (Arizona). Ha llevado personalmente a la recuperación y la integridad a centenares de personas que padecían las agonías de la codependencia. El propósito de este libro no consiste en proporcionar una historia detallada del desarrollo del concepto de codependencia, ni argumentos relacionados con sus status de auténtica enfermedad, sino describir el trastorno tal como Pia Mellody lo ha visto: desde dentro, en cientos de vidas de pacientes, incluso en la suya propia. (Aunque en el texto siempre se emplea la primera per- sona del singular, todos los autores hemos participado en la redacción.) Los conceptos, los métodos y el enfoque ecléctico de la terapia se vierten en un lenguaje elaborado en el curso de la lucha de Pía Mellody contra la enfermedad, de modo que su base no es sólo teórica. De hecho, aquí no se intenta en absoluto idear o defender una concepción teórica. Los autores pretenden: 1) describir la estructura de la codependencia según ella opera en la vida y las relaciones cotidianas, y 2) indicar un modelo práctico que da resultado para curar a las personas que padecen los síntomas. Para quienes se interesen en la historia y el desarrollo de la noción de codependencia en la literatura psicológica, hemos incluido un breve apéndice final. Muchos de los conceptos de este libro (como la relación de la codependencia con el maltrato a los niños y la descripción de los límites internos y externos) fueron formulados y aplicados por primera vez por Pia Mellody hace ya años. El hecho de que algunas de estas ideas se hayan difundido y sean aplicadas por terapeutas y codependientes de todas partes, gracias a las conferencias y cintas grabadas de la autora, constituye un homenaje a la 5 penetración psicológica de Pia, y nos resultó grato trabajar en este proyecto, que presenta en un texto organizado las opiniones de ella y las nuestras acerca de este tema. Tenemos la esperanza de que la lectura de estas páginas permita a quienes padecen la enfermedad afrontarla y recuperarse; el hecho mismo de enfrentarse a la codependencia e ir más allá de la negación ha sido el inicio de la esperanza y la recuperación en nuestras vidas. ANDREA WELLS MILLER J. KEITH MILLER 6 RECONOCIMIENTOS Deseo hacer mención de las contribuciones de mi esposo, Pat, quien desempeñó una parte importante en el desarrollo de estas Ideas. El concepto de «límite» proviene de discusiones que hemos tenido sobre sugerencias de la madre de él acerca del modo como podía defenderse. El hecho de que Pat se enfrentara al proceso de mi enfermedad fue importante para mi propia comprensión de este material. Y como director de The Meadows, él me permitió elaborar estas ideas mediante la conversación con otros codependientes en tratamiento, y la enseñanza de aquéllas en In institución. También deseo agradecer a centenares de compañeros codependientes que me contaron sus historias y pusieron a prueba estos conceptos mientras estaban en desarrollo, después de lo cual me contaron sus penurias y sus éxitos. La cooperación, el aliento y los eventuales signos de recuperación de estas personas me han motivado e inspirado en mi propio recorrido. De la codependencia no es posible recuperarse a solas. En los linimientos sombríos en que me siento privada del apoyo de otros seres humanos, tengo una profunda conciencia de la presencia de un poder superior que me sostiene, sin el cual tengo la seguridad de que estaría perdida PÍA MELLODY Los autores desean expresar su gratitud a las siguientes personas: Roy Carlisle, que advirtió el alcance de este proyecto y nos alentó a realizarlo; Thomas Grady, cuya orientación en relación con la estructura fue inestimable; Valerie Bullock, Arlene Cárter, Richard D. Grant (hijo), Carolyn Huffman, Charles Huffman y Kay Sexton, que leyeron los primeros borradores y cuyos comentarios nos ayudarona clarificar estos conceptos. También deseamos agradecer a David Greene, que nos ayudó con la referencia a la teoría del circuito eléctrico en el examen de la vergüenza transportada. Como la decisión final en cuanto a la redacción y compaginación quedó en manos de Pia Mellody y las nuestras, aquellas personas no son responsables de cualquier error o confusión que pueda subsistir en el texto. ANDREA WELLS MILLER J. KEITH MILLER INTRODUCCIÓN: COMO EMPEZÓ TODO Hace unos años, en 1977, me enfrentaba a un número creciente de problemas en mi relación con personas importantes para mí. La relación que tenía conmigo misma era también dolorosa y difícil; estaba perturbada, y experimentaba mucha ira y miedo. Me atareaba tanto tratando de ser una esposa, madre, enfermera y amiga de primer orden, que estaba agotada. Y nadie parecía percibir el hecho de que me estuviera matando. Yo era una «agradadora» secreta, y experimentaba una ira creciente por ello , pero en apariencia no podía cambiar ni dejar de preocuparme. Estaba llena de miedo, y me sentía muy incapaz, aunque trataba de hacerlo todo a la perfección. Cada 7 vez tenía más vergüenza, porque aparentemente no lograba ser perfecta. Por fin, mi caparazón exterior, de aspecto adecuado, comenzó a agrietarse y estallar en ataques de ira, que nos asustaban a mí misma y a quienes me rodeaban. Las cosas empeoraron. La angustia y la presión interior se volvieron constantes. Mi vida parecía estar quedando fuera de control. De modo que busqué ayuda, y finalmente me dirigí a un centro de tratamiento, en 1979, para ser atendida por un conjunto de síntomas que ahora llamo «codependencia». Encontré que la comunidad profesional a la que me había dirigido no sabía cómo ayudarme. Era como si yo hablara inglés y ellos oyeran griego. No parecían comprender la naturaleza ni la seriedad de mis síntomas, y el tratamiento que ofrecían no estaba relacionado con lo que yo experimentaba. Traté de comunicar lo que me sucedía, pero con la sensación de no ser comprendida o de no ser tomada muy en serio. Me parecía que el personal me culpaba de lo que me pasaba. Desde mi perspectiva, todo lo que hacían era mirarme como si fuera una creadora de problemas irracional, no cooperativa. Era extremadamente frustrante, y yo estaba muy enojada. Sabía que probablemente yo era irracional, pero también sabía que las personas del centro no comprendían lo que me pasaba. En esa época yo trabajaba en The Meadows, un centro de Wickenburg (Arizona), para el tratamiento del alcoholismo, el consumo de drogas y problemas relacionados. En razón de mi empleo, podía darme cuenta de que mis terapeutas no sabían cómo tratarme. Tuve miedo y pensé: «Si recurro a profesionales que se supone que saben lo que hacen, les digo lo que marcha mal y ellos se limitan a mirarme como a una loca, ¡estoy realmente perdida!». Al volver a The Meadows, donde trabajaba, estaba más confundida y disfuncional que antes. Cualquier minucia me provocaba un estallido de ira. Aún recuerdo que un día, poco tiempo después, el director ejecutivo de la institución me dijo: «Pía, si no dejas de enfurecerte en las reuniones del personal, no podrás volver a ellas». Sabía que eso significaba «Vas a perder tu empleo», lo que me aterró. En ese momento comprendí que mi vida se había vuelto ingobernable, y que tenía que hacer algo para salir de la situación en la que me encontraba. Debido a ambas experiencias (el hecho de que no me ayudara el tratamiento y la posibilidad de perder mi empleo por mis reacciones coléricas), emprendí mi propio viaje de descubrimiento. En realidad no estaba tan madura. Cierto día, otro ataque de cólera en el trabajo me catapultó a la aventura del descubrimiento Me hallaba en la oficina del director, hablando con él y otro consejero que permanecía de pie junto a la puerta. Yo quería que dos hombres muy importantes en mi vida supieran hasta que punto me perturbaba que nadie pareciera «oírme» cuando les hablaba de mi malestar. Mientras me explayaba, ¡me di cuenta de que tampoco esos dos profesionales tan inteligentes podían comprenderme! Ese recuerdo todavía me hace daño hoy en día. Se limitaron a mirarme, y uno de ellos me dijo: «Bien, ¿por qué no busca usted misma el modo de tratar eso, sea lo que fuere?» Me sentí tan furiosa que quería golpearlos a los dos. Empecé a caminar de un lado a otro, y al final me fui, mientras ellos me observaban como si pensaran que estaba loca. 8 Después de salir de la oficina, mientras me iba calmando en el pasillo, recuerdo haberme dicho a mí misma: «Si yo misma debo encontrar el tratamiento, todos los que tenemos estos problemas estamos desahuciados. ¿Cómo puedo hacerlo?». Me sentía muy incapaz. Incluso tratar de identificar los problemas me confundía. Mientras luchaba con mi ira y mi pánico, me pregunté cómo podría discriminar y ordenar los síntomas de mi dolor y crear un plan de tratamiento para mí misma. Entonces, mientras daba la vuelta a la esquina del edificio, me sucedió algo. En ese momento fue como si toda mi confusión hubiera desaparecido y mis pensamientos se hubieran concentrado en un punto. Una única y simple idea ocupaba mi mente, en la forma de un interrogante: « ¿Cómo iniciaron su recuperación los primeros miembros de Alcohólicos Anónimos? ». Desde algún lugar de dentro de mí surgió la respuesta: «Esas personas compartieron sus experiencias, su fuerza y su esperanza. Al hacerlo, aprendieron en qué consistía su enfermedad, y a partir de ese principio sucedió todo lo demás». A continuación pensé otra cosa: «Mis síntomas podrían estar relacionados con el hecho de que he sido objeto de maltrato en la niñez». En efecto, en mi niñez había tenido algunas experiencias profundamente traumáticas, y de pronto recordé que algunas otras personas que yo conocía y presentaban síntomas similares a los míos también habían sido objeto de abusos en su niñez. ¡Quizás ése era el caso de muchas! ¡Quizás ése fuera el caso de todas! Yo tenía bastantes conocimientos de psicología y terapia, y suficiente recuperación en Alcohólicos Anónimos, como para saber que las experiencias dolorosas de la niñez eran un nido de víboras común en las familias adictivas y en otros tipos de familias disfuncionales. Me dije que entrevistaría a todas las personas con antecedentes de maltrato que llegaran a The Meadows en busca de tratamiento; les hablaría específicamente de abuso en la infancia y sus problemas presentes, y trataría de discernir de qué modo habían sido afectadas. Por otra parte, ya estábamos realizando algún trabajo básico sobre el maltrato a niños. Comencé pidiéndoles a los consejeros que enviaran a mi tratamiento a las personas que habían sido objeto de maltrato. En mi trabajo con los pacientes en The Meadows había llegado a darme cuenta de que los términos «maltrato» o «abuso» son mucho más amplios que lo que piensa la mayoría de las personas. Incluye más que la paliza física abierta, las lesiones, el incesto o el abuso sexual que comúnmente asociamos con esas palabras. El abuso también asume formas emocionales, intelectuales y espirituales. De hecho, cuando hablo de abuso incluyo ahora a cualquier experiencia de la infancia (desde el nacimiento hasta los 17 años) que sea «menos-que-nutricia». En mis confe- rencias, a menudo utilizo de modo intercambiable con la palabra «abuso» las expresiones «disfuncional» y «menos-que-nutricio». Cuando estas víctimas del abuso infantil llegaron a mi consultorio y me contaron sus experiencias, comencé a ver las conexiones que existían entre el maltrato que habían padecido y sus síntomas adultos intensos y aparentemente irracionales, similares a los míos. Al cabo de cierto tiempo, se perfiló con claridad un cuadro común de lo que sucedía con estas personas diferentes. Aunque yo ya sabía que los distintos tipos de abuso en la niñez creaban diferentes clases de problemas en los adultos, en ese momento pude ver con claridad que quieneshabían sido víctimas de maItrato presentaban una sintomatología común en la vida adulta. Todos nosotros teníamos los 9 síntomas de lo que ahora entendemos en general por «codependencia». (En la primera parte describiré en detalle estos síntomas específicos.) Cuando hablaba con estas personas sobre sus problemas, ellas y yo nos exaltábamos. Nos comprendíamos. De algún modo éramos una misma clase de personas que hablaban el mismo idioma. Lo que ellas me decían estaba muy claro para mí, y de ningún modo me parecía griego. Después de hablar un poco, solían preguntarme: « ¿Qué podemos hacer con estos sentimientos disparatados, Pía?». Yo les respondía: «No lo sé, pero dejadme que lo piense». Después pensaba en algo en que pudiera ayudar a aliviar ciertos síntomas que esas personas experimentaban, y les decía: «Intentad eso, yo también lo haré». No creo poder darle un consejo a nadie si yo misma no estoy dispuesta a ponerlo en práctica. Empecé sugiriendo experimentos conductuales para ayudar a los pacientes a abordar los sentimientos y las acciones irracionales que volvían sus vidas tan disfuncionales y autodestructivas. Y mientras yo misma hacía lo que les indicaba a ellos, empecé a sentirme mejor. ¡Comprendí que por fin había comenzado mi propio proceso de estar bien! Tuve la ventaja de poder compartir estas experiencias con centenares de personas que en el curso de los meses y años siguientes se internaron en el centro de tratamiento durante períodos que iban de un mes a seis semanas. Ellas probaron lo que yo les sugería, y me proporcionaron feed-back inmediato y sostenido. Los consejeros empezaron a decirme que, después de pasar algún tiempo en mi consultorio, en conversación individual sobre sus problemas de abuso infantil, los pacientes parecían obtener mejores resultados en el resto del tratamiento. Aparentemente se serenaban y comprendían mejor lo que les sucedía. De modo que comencé a registrar por escrito mis sugerencias y los efectos de ellas en los pacientes. Más tarde comprendí que, si bien los codependientes solemos ser muy sensibles a los problemas de quienes nos rodean y tenemos una perspicacia inusual para encontrar modos de ayudarlos, con frecuencia andamos a tientas en la oscuridad cuando se trata de diagnosticarnos y ayudarnos a nosotros mismos en relación con los problemas de la codependencia. Creo que sólo me ayudé a mí misma al sugerir procedimientos a otras personas y ponerlos en práctica yo misma. En la comunidad de The Meadows comenzó a circular la noticia de que este nuevo enfoque era eficaz para aislar y tratar los síntomas de la codependencia. Sin que yo misma lo advirtiera, me estaban enviando más pacientes al consultorio. Como en esa época yo era jefa de enfermeras y no estaba trabajando como terapeuta, la situación me abrumó. De modo que le pregunté al director del centro si podría crear un taller en el cual les hablaría al mismo tiempo a todos los supervivientes de abuso infantil sobre la relación entre ese maltrato en la niñez y sus síntomas adultos de codependencia. 10 Ése fue el inicio del taller sobre el abuso infantil y la codependencia, que desde entonces he estado dirigiendo en The Meadows y en diferentes ciudades de todo el país. La respuesta positiva que suscitó me ha resultado sorprendente. Los conceptos de este libro y el modelo para la terapia y la recuperación de la codependencia que yo empleo provienen de varios años de entrevistas con pacientes en The Meadows, y del asesoramiento psicológico desarrollado a partir de las entrevistas iniciales. Abordo este tema como una mensajera con algunas palabras de esperanza, y no como un erudito investigador que ha escudriñado todas las publicaciones académicas. Sé personalmente lo que es vivir con la enfermedad de la codependencia. Ella casi me destruye; hace algunos años, llegué a considerar seriamente la posibilidad de suicidarme. Pero en el trabajo con la enfermedad que afectaba las vidas de centenares de pacientes, y con la ayuda de ellos, del director y los otros consejeros de The Meadows he descubierto un modo de tratarla que nos ha sorprendido y alentado a todos. La mayoría de los codependientes no comprenden mucho de qué modo interviene esta enfermedad en sus vidas, y cómo afecta a sus relaciones, su felicidad y su autoestima. Aunque extremadamente difundida en nuestra cultura, el arte de curarla se encuentra aún en una etapa inicial y primitiva, hasta el punto de que muchos terapeutas no saben qué decir de ella. No tienen una idea muy clara sobre la causa ni sobre el mejor enfoque. Muchos terapeutas y comunicadores han dedicado un tiempo considerable a discernir y definir los síntomas psicológicos, lo que ha sido de gran valor, pero hasta la fecha no conozco exámenes útiles de los problemas causales subyacentes, y el modo como esos problemas, que se originan en la niñez, siguen vivos en los síntomas del codependiente adulto. Nuestro propósito es describir los síntomas en términos simplificados. Mostraremos de qué modo influyen en la vida y las relaciones adultas, y cómo crean dificultades y nos separan de nosotros mismos, de los otros y de un poder superior. También queremos señalar y clarificar las experiencias menos-que- nutricias de la niñez que llevan a los síntomas adultos de la codependencia. Es posible que el estudioso sutil de la psicología tenga alguna reserva inicial respecto de algunos de los conceptos que siguen, como el de «sentimiento transportado» o «inducido» y el de «núcleo de vergüenza». No inicio un debate, sino que me limito a presentar una descripción de base clínica de la enfermedad y de las comprensiones que ya han ayudado a centenares de personas a ponerse en marcha hacia su recuperación. Este libro abarca los siguientes aspectos clave de la enfermedad como yo la veo: El modo como la codependencia afecta al paciente adulto: los cinco síntomas primarios y sus consecuencias incontrolables. Una visión general de la enfermedad y sus efectos, que incluye su origen, su desarrollo, el modo como sabotea nuestras vidas y como los codependientes la transmiten sus hijos. 11 Una descripción de la naturaleza básica del niño y del modo como, según que éste reciba un cuidado parental funcional o disfuncional, se convierte en un adulto maduro funcional o en un adulto codependiente. Una discusión del modo como la experiencia del abuso infantil instila en el niño los sentimientos inapropiados (indebidamente dolorosos, exagerados o congelados) que conducen a las conductas anormales responsables de las relaciones difíciles. Una consideración profunda de las diversas conductas parentales disfuncionales (a las que yo también denomino «abuso infantil») que producen adultos codependientes. Información sobre las vías de recuperación ahora al alcance de los codependientes que quieran hacer algo para superar su penosa enfermedad, que amenaza la vida. Afrontar la codependencia exige coraje. A diferencia de las víctimas del abuso de alcohol o drogas, los codependientes son a menudo recompensados por la enorme cantidad de «agradadores» con los que ellos se comprometen como resultado de su enfermedad. Pero el miedo, la ira, el dolor, la vergüenza y la desesperación abrumadores nos han mantenido a muchos de nosotros, durante años, en un estado de desdicha. Y el único modo que he encontrado de tratar la codependencia con eficacia consiste en alentar a la gente a iniciar con valor el proceso descrito en este libro. A todos los pacientes que trato les digo lo mismo: «El secreto de tu recuperación es que aprendas a asumir tu propia historia. Mírala, toma conciencia de ella y experimenta tus sentimientos respecto de los hechos menos-que- nutricios de tu pasado. Porque si no lo haces, los problemas de tu historia permanecerán en un estado de minimización, negación y engaño, y verdaderamente seguirán detrás de ti como demonios de los que no eres consciente.Esta situación seguirá haciéndote desdichado a través de tus propias conductas disfuncionales». También empleo palabras más directas: «Abraza a tus demonios o te morderán el trasero». En otros términos, «si no abrazas lo que es disfuncional, estás condenado a repetirlo y permanecer en el dolor». Este libro trata sobre el coraje de hacer frente a nuestra propia realidad, y sobre el camino a la libertad. PÍA MELLODY I PARTE I – LOS SÍNTOMAS DE LA CODEPENDENCIA 1. HACIENDO FRENTE A LA CODEPENDENCIA Los ejemplos presentados en este libro se basan en casos verdaderos, pero se han modificado los nombres y los detalles identificatorios, para proteger la identidad de las personas involucradas. 12 Una cantidad creciente de personas se han reconocido en los síntomas descritos en las páginas que siguen. Han empezado a desear el cambio, a clarificar las distorsiones y a curarse de las secuelas penosas de la experiencia de la niñez en una familia disfuncional. Si el lector es una de estas personas, quiero decirle que existen muchas esperanzas. El primer paso importante en el cambio y la clarificación de estas distorsiones requiere que afronte el hecho de que padece esta enfermedad. Uno de los propósitos de este libro es describir los síntomas, su origen y el modo como sabotea nuestras vidas, para que el codependiente aprenda a reconocer el trastorno en él mismo. Esta enfermedad y sus vínculos con las diversas formas de abuso infantil es un tema complejo. Debido a las experiencias disfuncionales de la niñez, el adulto codependiente carece de capacidad para ser una persona madura y vivir una existencia plena y válida. La codependencia se refleja en dos áreas clave de la vida: la relación con uno mismo y la relación con los otros. Creo que la relación con uno mismo es la más importante, porque cuando uno tiene una relación respetuosa, afirmativa, consigo mismo, las relaciones con los otros se vuelven automáticamente menos disfuncionales y más respetuosas y afirmativas. Mucho se ha escrito sobre la codependencia en los ultime años, y se han identificado muchos síntomas y características. De mi propio trabajo infiero que el núcleo de la enfermedad está formado por cinco síntomas. La organización del examen de la codependencia en torno de esos cinco síntomas parece facilitar la captación del modo como se desarrolla la enfermedad. A los codependientes les resulta difícil: 1. Experimentar niveles adecuados de autoestima. 2. Establecer límites funcionales. 3. Asumir y expresar su propia realidad. 4. Ocuparse de sus necesidades y deseos de adultos. 5. Experimentar y expresar su realidad con moderación. El origen de la enfermedad He llegado a estar persuadida de que los sistemas familiares abusivos, disfuncionales, menos-que-nutricios, crean niños que se convierten en adultos codependientes. La creencia intrínseca de nuestra cultura de que hay un cierto tipo de cuidado parental «normal» contribuye a que sea más difícil enfrentarse a la codependencia. Un examen más atento de las técnicas del cuidado parental «normal» revela que entre ellas se cuentan ciertas prácticas que en realidad perjudican el crecimiento y el desarrollo del niño, y conducen a la codependencia. En realidad, lo que tendemos a denominar «cuidado parental normal» muy a menudo no es sano para el desarrollo del niño; es un cuidado parental «menos-que-nutricio» o abusivo. Por ejemplo, muchas personas creen que la gama del cuidado parental normal incluye pegarle al niño con un cinturón, abofetearlo, gritarle, ponerle apodos que lo ridiculizan, llevarlo a dormir a la cama de los adultos o mostrarse desnudo ante él cuando ya tiene más de 3 o 4 años. Quizá crean que es aceptable exigir a los niños pequeños que resuelvan por sí mismos las dificultades y situaciones de la vida, en lugar 13 de proporcionarles un conjunto concreto de reglas de conducta social y algunas técnicas básicas para la resolución de problemas. Algunos progenitores no enseñan siquiera las técnicas higiénicas básicas, como bañarse, peinarse, usar desodorantes, limpiarse los dientes, mantener ropa libre de polvo, suciedad y olor corporal, además de coserla cuando está rota: esperan que el niño lo sepa todo por sí mismo. Ciertos padres creen que, si no se le imponen al niño reglas rígidas y castigos severos y rápidos por violarlas, se convertirá en un delincuente juvenil, en una madre soltera adolescente o un drogadicto. Algunos, después de castigar a un niño inocente por error — ya que se apresuraron a hacerlo cuando aún cuando no estaban claros los hechos —, nunca se disculpan con el niño por ese error. Estos padres creen que disculparse equivaldría a demostrar «debilidad», y que por ello podría socavar la autoridad Hay quienes creen, quizás inconscientemente, que los pensamientos y sentimientos de los niños tienen poca validez, porque las criaturas son inmaduras y necesitan formación. Esos progenitores responden a los pensamientos y sentimientos del niño diciéndole: «No debes sentir eso» o «No me importa que no quieras ir a la cama: vas a ir porque es bueno para ti», y suponen une de ese modo brindan una educación funcional. Otros padres se pasan al extremo opuesto y protegen en exceso a las criaturas, no permitiendo que éstas hagan frente a las consecuencias de su propia conducta abusiva y disfuncional. Estos progenitores suelen mantener relaciones muy íntimas con los hijos, los usan como confidentes y comparten con ellos secretos que están más allá del nivel de desarrollo del niño. Esto también es abusivo. Muchos de nosotros, educados en hogares donde esta clase de conducta era común, crecimos con la idea ilusoria de que lo que nos sucedía era «normal» y apropiado. Nuestros cuidadores nos indujeron a creer que teníamos problemas porque nosotros no respondíamos de modo adecuado. Y muchos llegamos a la adultez llenos de sentimientos frustrantes y con un modo distorsionado de ver lo que sucedía en nuestra familia de origen. Creemos que era correcta la manera como nuestra familia se comportaba con nosotros, y que nuestros cuidadores fueron buenos. Par nuestra percepción inconsciente, como nosotros no éramos felices o no nos sentíamos cómodos, tampoco éramos «buenos». Además se diría que no podíamos agradar a nuestros padres siendo lo que éramos de forma natural. Esta idea errónea de que el abuso era normal, y que lo malo estaba en nosotros, nos encierra en Ia enfermedad de la codependencia, sin dejarnos salida. 14 Empezando a mirar Para iniciar este recorrido hacia la recuperación, cada uno debe considerar los cinco síntomas primarios de la codependencia y sus consecuencias incontroladas resultantes en nuestras vidas; debemos construir la historia individual de su origen. El proceso de afrontar e identificar estas cuestiones parece ser el único modo como los codependientes podemos empezar a cambiar algunos de los pensamientos, emociones y conductas que han saboteado nuestras vidas. La mayoría de las personas, cuando reconocen los síntomas de la codependencia en sí mismas, pasan por un período de confusión y decepción penosa. Esta parte dolorosa de la recuperación no es eterna, pero debemos superarla para encontrar la paz y la serenidad en una vida más sana. Tenemos que dejar de negar el hecho de la codependencia, y asumir la responsabilidad de hacerle frente. Después de cierto tiempo, asumir y afrontar codependencia se vuelve menos abrumador y confuso, cuando superamos la primera etapa del reconocimiento de la enfermedad, para trabajar activamente en la curación de los efectos devastadores de nuestra niñez y de la vida como codependientes adultos. El capítulo siguiente trata sobre lo que yo creo que son los orígenes de los cinco síntomas nucleares de la codependencia, y sobre el modo como se ve actuar a esos síntomas en la vida del codependiente adulto 2.- LOS CINCO SÍNTOMAS NUCLEARES DE LA CODEPENDENCIA Síntoma nuclear 1: la dificultadpara experimentar niveles apropiados de autoestima La autoestima sana es la experiencia interna de que uno tiene valor como persona. Proviene de dentro y pasa al exterior en las relaciones. Las personas sanas saben que son valiosas aunque cometan un error, alguien se encolerice con ellas, se las estafe, se les mienta o las rechace un amante, un amigo, un progenitor, un hijo o un jefe. Continúan experimentando esa sensación de la propia valía incluso cuando un peluquero les corta el pelo demasiado corto, aunque tengan sobrepeso, se arruinen, pierdan un partido de tenis o hayan sido insultadas u objeto de murmuraciones. En esas circunstancias, los individuos sanos quizá sientan otras emociones (por ejemplo, culpa, miedo, ira y dolor), pero su autoestima permanece intacta. Los codependientes tienen dificultades con la autoestima en uno o los dos extremos del espectro. En un extremo, la autoestima es baja o inexistente: se piensa que uno vale menos que los otros. En el extremo opuesto hay arrogancia y grandiosidad: se piensa que uno es alguien especial y superior a las otras personas El origen de la autoestima baja Los niños empiezan por aprender la autoestima de sus principales cuidadores. Pero los cuidadores disfuncionales transmiten el mensaje verbal o no verbal de que el niño es «menos que» persona. Estos mensajes del tipo «menos que», emitidos por los cuidadores, pasan a formar parte de la opinión que el niño tiene de sí mismo. Cuando llega a la adultez, es casi imposible que estas personas criadas con mensajes de «menos que» sean capaces de generar desde dentro el sentimiento de que tienen 15 valor. El origen de la arrogancia y la grandiosidad Las conductas arrogantes y grandiosas surgen de una de dos situaciones distintas. En la primera, el sistema familiar les enseña a los niños a encontrar defectos en los otros. El niño aprende a considerar que los otros son inferiores a él. Estos niños pueden ser criticados y avergonzados excesivamente por los cuidadores, pero por lo general superan la sensación resultante de ser «menos que» juzgando y criticando a los otros. Por otro lado, algunos sistemas familiares disfuncionales les enseñan a los niños que ellos son superiores a las otras personas, con lo cual les inculcan una sensación de poder. No se les ayuda a ver y corregir sus errores; tampoco se los lleva a reconocer su propia imperfección y hacerse responsable de ella. Este tipo de trato se denomina abuso de «la entrega de poder»; estos niños se crían con una falsa sensación de superioridad sobre los otros en lo relativo al valor o al mérito, y esa sensación sabotea sus relaciones en igual medida que el mensaje de ser menos que los otros. La estima exterior Si los codependientes tienen algún tipo de estima, no es autoestima, sino lo que yo llamo «estima exterior» (other-esteem). La estima exterior se basa en cosas externas, entre las cuales se cuentan las siguientes: Su apariencia. El dinero que ganan. Sus conocidos. El coche que tienen. El empleo que tienen. El desempeño de sus hijos. Lo poderoso e importante o atractivo que es el cónyuge. Los títulos que han obtenido. Lo bien que realizan actividades en las cuales los otros valoran la excelencia. No está mal que con estas cosas se disfrute o se obtengan satisfacciones, pero esto no es autoestima. La estima exterior se basa en el propio desempeño (lo que se logra o no se logra), o en la opinión y la conducta de otras personas. El problema consiste en que la fuente de la estima exterior está fuera de uno mismo, y por lo tanto es vulnerable a cambios que están más allá del propio control. Uno puede perder esta fuente exterior de estima en cualquier momento, de modo que se trata de algo frágil y poco confiable. Yo tengo cuatro hijos. Si alguno de ellos empieza a «fracasar» en una tarea, proyecto o relación, mi vida se puede volver rápidamente ingobernable. Si baso mi autoestima en sus niveles de éxito, sólo experimento estima exterior. Y no obstante, la estima exterior es la única que muchos de nosotros tenemos. Cómo se ve en acción la dificultad para 16 experimentar niveles apropiados de autoestima Frank es un arquitecto muy rico de 45 años que nunca desarrolló autoestima, nunca aprendió a valorarse desde dentro. En consecuencia cosechó estima en el exterior, basándola sobre todo en el hecho de que tenía mucho dinero e influencia. Cuando Frank perdió su fortuna en una baja repentina e inevitable del mercado inmobiliario, quedó privado de toda sensación de estima y propio merecimiento. Entró en tratamiento profundamente deprimido, creyendo que carecía por completo de valor porque no tenía el dinero y el poder de antes. Como carecía de experiencia con la verdadera autoestima, se sentía incapaz y desorientado. James, un abogado pudiente que estaba en tratamiento cuando llegó Frank, no había perdido su dinero. Aunque él creía tener verdadera autoestima, en realidad su estima también si basaba en la fortuna que poseía. James me oyó decir que la autoestima verdadera se experimenta desde dentro. Expliqué que en su origen la autoestima surge de dentro por haber sido queridos por nuestros padres en razón de lo que éramos, y no de lo que hacíamos. Pero él aún no comprendía que la estima que experimentaba era estima exterior, y no autoestima, porque el dinero no le permitía discernir su procedencia. La posición de James era mucho más difícil que la de Frank, quien sufría las consecuencias de su falta de autoestima y estaba en condiciones de reconocerla. Como James conservaba su dinero, ignoraba que tenía un problema o que su autoestima era baja o inexistente. Pero los efectos de su baja autoestima ignorada irrumpían inconscientemente en sus relaciones íntimas. Tener dinero es una de las experiencias «desde afuera hacia adentro» más poderosas entre las que enmascaran la inseguridad y la falta de autoestima personales. Es muy improbable que James realice un verdadero progreso en su recuperación. Sin embargo, su vida es desdichada, porque es adicto al alcohol y a controlar a las personas; lo han obligado a reconocer esto su jefe y su familia, a quienes no puede controlar. Pero no ve la falta de autoestima una como un problema, por lo cual no está en condiciones de enfrentarse a su propia codependencia. Liza es una madre de 42 años que se estima a sí misma según lo que hagan los hijos. Cuando uno de ellos tiene problemas pierde su sensación de estima. Buddy, el hijo de 20 años fue detenido por vender drogas y lo hirieron en la cárcel. La reacción de Liza fue una cólera extrema; Buddy la había privado de «respeto». Ahora se ve a sí misma como la madre de «un presidiario». En el centro de tratamiento se nos presenta como «i n ú t i l » porque su hijo tiene problemas. Síntoma nuclear 2: dificultad para establecer límites funcionales Los sistemas de límites son «vallas» invisibles y simbólicas que tienen tres propósitos: a) impedir que la gente penetre en nuestro espacio y abuse de nosotros; b) impedirnos a nosotros entrar en el espacio de otras personas y abusar de ellas, y c) proporcionarnos un modo de materializar nuestro sentido de «quiénes somos». Los sistemas de límites tienen dos partes: la externa y la interna. Nuestro límite externo nos permite escoger la distancia respecto de las otras personas, y 17 autorizarles o negarles autorización para que se nos acerquen. El límite externo también impide que con nuestro cuerpo le hagamos daño al cuerpo de otro. Está a su vez dividido en otras dos partes: la física y la sexual. La parte física de nuestro límite externo controla la proximidad con respecto a nosotros que les consentimos a las personas, y el hecho de que puedan tocarnos o no. Asimismo, si tenemos límites externos intactos, sabemos pedir permiso para tocar a los otros, y no nos acercamos demasiado a ellos para no causarles malestar. De modo análogo, nuestro límite sexual controlala distancia y contacto sexuales. El límite interno protege nuestros pensamientos, sentimientos y conductas, y los mantiene funcionales. Cuando utilizamos nuestro límite interno, podemos asumir la responsabilidad por nuestros pensamientos, sentimientos y conductas: no los confundimos con los de otras personas, y dejamos de culparlas a ellas por lo que pensamos, sentimos y hacemos nosotros. El límite interno también permite no sentirse responsable por los pensamientos, sentimientos y conductas de los otros, con lo cual también dejamos de manipular y controlar a quienes nos rodean. Yo visualizo mi límite externo como un receptáculo que me recubre. Su superficie se expande o se contrae mientras controlo la distancia o el contacto con los otros. Al límite interno lo visualizo como un chaleco antibalas, con pequeñas puertas que sólo se abren hacia el interior. Soy yo quien controla que estén abiertas o se mantengan cerradas. Y visualizando esos límites, puedo protegerme conscientemente de las conductas, las palabras o los sentimientos abusivos de los otros. Una persona sin límites no advierte los límites de los otros ni es sensible a ellos. Esa persona que transgrede los límites del los otros y se aprovecha de éstos se denomina «ofensor». Un «ofensor grave» es un abusador flagrante, como quienes golpean o atacan sexualmente a la esposa, los hijos o los amigos. Con límites externos e internos intactos y flexibles, las personas pueden tener relaciones íntimas en sus vidas cuando así lo deciden, pero están protegidas contra el abuso físico, sexual, emocional, intelectual o espiritual (a menos que enfrenten a un ofensor grave que tenga más fuerza que ellas). El diagrama siguiente representa un sistema de límites intacto. Los casos de maltrato por ofensores graves son muy fáciles de reconocer, por lo menos para la víctima y los testigos, pero otros casos de trasgresión no grave de los límites pueden no ser tan claros. Sistema de límites intacto Protección y vulnerabilidad Por ejemplo, Marión se dirige a pie a la iglesia, y Josie se precipita a ella con los brazos abiertos, para darle un gran abrazo. Marion retrocede, tiende la mano indicando que prefiere un apretón y dice: «Encantada de verte, Josie». Pero Josie ignora la mano tendida de Marión y su paso atrás; le da un abrazo sin pedir permiso, y exclama: « ¡Marión, qué contenta estoy de verte! ». Josie acaba 18 de avasallar el límite externo de Marion. En otro ejemplo, Charlotte vuelve a su casa del trabajo, cansada y colérica por una situación en la oficina, y ve a Janice mirando la televisión en bata, en la sala de estar. Charlotte dice: ¡Demonios Janice, no me gusta que estés en nuestra sala de estar sin vestirte! ¡Me disgusta terriblemente que estés aquí en bata. Charlotte acaba de demostrar una falta de límites internos al culpar a Janice por la cólera que siente. E n t r e l a s conductas ofensivas que demuestran una falta de límites externos se cuenta la insistencia en tener relaciones sexuales cuando el compañero ya ha dicho que no, y tocar a los otros de algún modo, sin que ellos lo autoricen. Entre los actos ofensivos que demuestran falta de límites internos están el sarcasmo para herir y menospreciar a otra persona, culpar a otro por lo que .sentimos, pensamos y hacemos o no hacemos nosotros, y creernos responsables de «conseguir» que alguien piense, sienta o haga algo. Desde luego, hay muchos actos descorteses, y por lo tanto ofensivos, que se inmiscuyen en el sentido que tienen otras personas de lo que ellas son y de lo que hacen y no hacen. Los límites deben enseñarse Los niños muy pequeños no tienen límites, ningún modo interno de protegerse del abuso de los otros, o de ser abusivos con ellos. Los padres tienen que proteger al hijo del maltrato (en especial, del maltrato al que pueden someterlo los propios padres). Asimismo, y sin dejar de respetarlo, los progenitores tienen que hacerle ver al niño su propia conducta abusiva, esta protección y este señalamiento por parte de los padres que permite que el niño, cuando llegue a la adultez, tenga límites sanos y firmes, pero flexibles. Las personas que han crecido en hogares disfuncionales suelen padecer distintos tipos de deterioro de los límites, y no están suficientemente protegidas o bien están protegidas en exceso. Del cuidado parental menos-que-nutricio resultan cuatro tipos básicos de deterioro: a) ausencia total de límites; b) límites dañados; c) muros en lugar de límites, y d) oscilaciones entre muros y ausencia de límites. Límites inexistentes ------------ Ninguna protección Las personas con límites inexistentes no advierten en absoluto que están siendo objeto de un abuso o que ellas mismas son abusivas. Les cuesta decir que no o protegerse. Permiten que los otros se aprovechen de ellas en términos físicos, sexuales, emocionales o intelectuales, sin un claro conocimiento de que tienen derecho a decir «Basta, no quiero que me toquen» o bien «Yo no soy responsable de tus sentimientos, pensamientos o conductas». 19 Un codependiente sin límites no sólo carece de protección, s i no que ta m poc o puede reconocer el derecho de otra persona a tener límites con él. Entonces traspasa los límites de las otras personas sin advertir que está haciendo algo inadecuado. Tanto la víctima como el codependiente ofensor padecen el mismo problema, salvo que la víctima soporta el abuso, mientras que el ofensor lo realiza. A largo plazo, ni una ni otro pueden cambiar por simple fuerza de voluntad. Como quienes tienen límites intactos o sanos no imaginan que haya adultos «maduros» incapaces de de no comportarse como abusadores o víctimas, e x p e r i m e n t a n poca simpatía por las personas atrapadas en la codependencia. Un sistema de límites dañados presenta «agujeros». A veces, con ciertos individuos, las personas con límites dañados pueden decir que no, establecer límites y cuidar de sí mismas. En otros momentos, o con otras personas, les resulta imposible hacerlo. Tales hombres y mujeres sólo tienen protección durante parte de tiempo. Por ejemplo, alguien es capaz de establecer límites c o n c u a l q u i e r a que no sea una figura de autoridad, o su cónyuge o sus hijos. O bien el individuo establece límites por lo general pero no cuando está cansado, enfermo o asustado. Sistema de límites dañado Protección parcial Además, las personas con límites dañados sólo se dan cuenta en parte de que los otros tienen límites. Con ciertos individuos, o en ciertas circunstancias, se vuelven ofensores, entran en la vida del otro y tratan de controlarla y manipularla. Por ejemplo, una mujer puede empezar a controlar la boda de su sobrina, pues cree que la madre de la novia no maneja las cosas «adecuadamente», mientras que esa misma mujer ni soñaría con tratar de controlar la boda de la hija de su mejor amiga. Los límites dañados pueden determinar que una persona asuma responsabilidad por los sentimientos, los pensamientos o la conducta de otros, como cuando una esposa experimenta vergüenza y culpa porque el marido insulta a alguien en una fiesta, o quizás en ciertas circunstancias — cuando está cansada enferma o asustada — ocurre que fallan los límites de una persona en otras condiciones sanas. Por ejemplo, una madre que habitualmente se relaciona con su hija de 17 años con buen límites internos, permitiéndole tomar sus propias decisiones asumir las consecuencias. Pero después de una semana agotadora de maestra suplente, de preparar bizcochos para la fiesta de la iglesia y de llevarle comida a los vecinos que sufrieron una muerte en la familia, esa mujer se acusa a sí misma por que la hija de 24 años haya decidido romper con el novio y por el sufrimiento consiguiente. Muros en lugar de límites 20 Cólera Miedo Silencio Palabras Protección completa pero sin intimidad Un sistema de muro pretendereemplazar los límites intactos, y suele estar constituido por cólera o miedo. Las personas que usan un muro de cólera comunican, de modo verbal y no verbal, el mensaje de que «Si te acercas a mí o dices algo sobre esto o aquello explotaré! Quizá te golpee o te grite, de modo que, ¡cuidado! » Otros temen acercarse y desencadenar esa cólera. Quienes emplean un muro de miedo se apartan de los otros para estar a buen recaudo. No concurren a fiestas, y después de las reuniones formales no se quedan conversando. Si se ven obligadas a participar en un grupo, emiten un campo energético de miedo del que se desprende el mensaje: «No te acerques a mí, o me desmoronaré. Soy tan frágil que no puedo manejar el contacto con nadie». Los otros codependientes que comparten los sentimientos de la víctima comprenden este mensaje y se mantienen apartados. Lamentablemente, esta clase de persona atrae al ofensor con tanta seguridad como una capa roja al toro de lidia, de tal manera que el muro de miedo no constituye un método para protegerse de los ofensores. L a s dos clases de muro son el muro de silencio y el muro de palabras. La persona que emplea un muro de silencio se queda callada, y no emite un campo energético de emociones como el individuo que emplea el miedo o la cólera. Trata de pasar i na d ve r t i da , y comienza a observar lo que sucede, en lugar de participar. Por otra parte, quienes emplean un muro de palabras a menudo hablan sin detenerse, incluso cuando alguien intenta intervenir educadamente en la conversación, realizando algún comentario o cambiando de tema. También es muy común que una persona pase, en cualquier momento, de un tipo de muro a otro, de la cólera al miedo, las palabras o el silencio, aunque siempre manteniéndose invulnerable detrás de las paredes 21 Ida y vuelta entre los límites inexistentes y los muros Ida y vuelta entre la protección completa y ninguna protección El movimiento de ida y vuelta entre un muro y límites inexistentes, por lo general, se produce primero cuando un codependiente que utiliza muros se arriesga a salir y ser vulnerable. Entonces, esa persona comprende de pronto que está demasiado indefensa, porque no tiene límites. No tener límites constituye una experiencia penosa cuando encontramos un verdadero ofensor o alguien que sólo asume la responsabilidad por su propia vida (y que a alguien sin límites le puede parecer frío o no cooperativo). El codependiente expuesto siente este malestar y rápidamente se repliega de nuevo, amparándose en el muro o los muros que le proporcionan protección: la cólera, el miedo, al silencio o las palabras. Lo lamentable de los muros es que aunque brindan un amparo sólido, no permiten la intimidad, dejan al codependiente aun más aislado y solitario. El origen de los límites disfuncionales Conociendo al codependiente se puede saber qué sistema un límites tienen sus padres. Si los límites de los padres son inexistentes, el hijo por lo general tampoco desarrolla límites. Si los padres tienen límites dañados, el hijo siempre presenta sistemas de límites dañados del mismo modo. Por ejemplo, si una mujer no tiene buenos límites en torno al esposo, es muy probable que su hijo o hija carezca de límites funcionales intactos entre ella y la persona con la que se case. Si un progenitor tiene muros y el otro límites inexistentes, los hijos bien pueden convertirse en adultos que oscilan entre ambas alternativas. Como se ve en acción la dificultad para establecer límites funcionales La descripción anterior de Josie cuando abraza a Marión, aunque esta había indicado que prefería un apretón de manos, constituye un ejemplo de falta de límites físicos externos (por parte de Josie) Frank que no tiene límites internos, está confundido. Hace una semana la esposa le pidió que la llevara a ella y a los hijos a un picnic en un parque de la zona, con familias vecinas, para pasar un día de fiesta. Dos días después, la madre lo invitó a que fuera con toda la familia a comer a la casa de ella, situada a unos 150 Km. distancia; la abuela quería ver a los niños. Ninguna de las dos mujeres tenía la menor idea de la invitación de la otra. Como carece totalmente de límites internos, Frank es incapaz de asumir la responsabilidad de lo que él mismo preferiría hacer. Está enojado y asustado, y culpa a la mujer y a la madre por ponerlo en esa situación, aunque ambas ignoran por completo el problema. Cree que, sea cual fuere su decisión, una de las dos se le 22 enojará y se enfadará con él. Durante toda una semana experimenta un intenso malestar interior y no puede decidir qué hará. Finalmente, la mañana del día de fiesta, le pide a la mujer que vaya con el y con los hijos a la casa de la madre a comer, dando por sentado que ella lo comprenderá y estará de acuerdo. Pero la esposa se enoja, porque durante toda la semana pensó en ir al picnic, y ya había comprado y preparado la comida. Los hijos pensaban que iban a estar con sus amigos, y el cambio de último minuto creará la tensión adicional de ayudarlos a aceptar su decepción. Frank se siente culpable, pero en lugar de reconocer y admitir que su indecisión y su conducta de último minuto fueron lo que creó el problema entre él y la esposa, la culpa a ella y piensa que si la mujer fuera más flexible y cooperativa no tendrían necesidad de pelear. La falta de límites internos de Frank significa que no puede ver cuál es en realidad su responsabilidad y cuál la de los otros. Cuando tiene que asumir una responsabilidad, a menudo cae en la confusión y culpa a los otros; también se culpa a sí mismo o asume irracionalmente la responsabilidad por cosas que él no ha provocado o no puede hacer. Por ejemplo, se considera responsable por el supuesto malestar y la cólera que podría haber «provocado» en la esposa o la madre si les hubiera dicho a las dos lo que quería hacer él mismo. Don tiene un límite sexual dañado. Salvo con la esposa, Brenda, su conducta sexual es adecuada. Pero con Brenda fallan sus límites sexuales, y a menudo insiste en tener relaciones cuando ella ya ha dicho que no. Continúa abrazándola, arrimándose, intentando caricias íntimas e ignorando las protestas de la mujer; después discute y queda de mal humor, sin comprender que Brenda tiene derecho a decir que no esa noche, y que será totalmente natural que se enoje y se sienta herida por el hecho de que él no lo acepte. Si Brenda tampoco tuviera límites probablemente se tragaría su cólera y admitiría el acto sexual, aunque sintiéndose usada y no amada. Si ella tiene buenos límites y los defiende, quizá Don reaccione castigándola de algún modo, con enfurruñamiento, silencio u hostilidad. En nuestra cultura, acciones como las de Don no son por lo común consideradas «ofensivas» o abusivas, pero representan los actos de un ofensor codependiente que tiene límites dañados con la esposa y por lo tanto poca capacidad para reconocer la existencia de los límites de ella. Jill tiene límites internos dañados en torno a los hombres con los que sale. Con las mujeres y los hombres de su trabajo, en la familia y con los amigos con los que no sale, sus límites internos son funcionales; sabe lo que piensa y siente, y toma sus propias decisiones respecto de lo que hará y lo que no hará. Pero en una cita con un hombre, pierde «misteriosamente» esa capacidad y n e c e s i ta q ue el pretendiente apruebe sus opiniones, sus sentimientos y sus conductas. Para agradarlo acepta hacer cosas que no le gustan. Por ejemplo, pasa un sábado en un rodeo caluroso y polvoriento, gritando con entusiasmo en cada número del espectáculo, aunque en realidad está aburrida y detesta el olor, el calor y eI polvo. Si el pretendiente parece irritado o deprimido, de inmediato ella se culpa a sí misma, preguntándose frenéticamente qué ha podido decir o hacer para molestarlo . Debido a sus límites dañados, salir con un pretendiente es una experiencia desdichaday frustrante para esta mujer en otros sentidos funcional. Maureen es una importante empleada bancaria. Se trata de una mujer atractiva, pero la expresión ruda y vehemente de su rostro hace que la mayoría 23 de las personas que se le acercan vean en ella una cólera furiosa. La secretaria tiembla cuando Maurreen la llama a su despacho, y trata de hablar lo menos posible para poder salir cuanto antes. Cuando Maureen entra majestuosamente en la sala donde va a celebrarse una reunión, n a d i e l a s a l u d a ni le pregunta cómo está. Los otros la perciben como una persona muy irritable y a la que es difícil de agradar. Di r ige su oficina con eficiencia y realiza un trabajo brillante, pero tiene muy pocos amigos en el banco. Es soltera y nunca sale con hombres. Su pasatiempo es ver vídeos de películas clásicas en su casa, ir sola a conciertos de la orquesta sinfónica local y dar largas caminatas solitarias por la orilla del río en la finca de los padres, fuera de la ciudad. Maureen usa un muro de cólera, en lugar de límites externos intactos, para mantener a las personas a una distancia física y emocional, para que su secretaria no «pierda tiempo» con charlas triviales, para mantenerse al margen de las intrigas políticas en el trabajo y para no correr el riesgo de salir herida de algún romance. Aunque muy pocas veces la gente llega a lastimarla en una relación, está aislada y sola. Kitty, una joven delgada y pálida, trabaja de cocinera un restaurante de comidas rápidas. Es extremadamente nerviosa tímida. A veces va al cine con su amiga Fran. A Kitty le agrada Fran, pero da respuestas muy breves a los comentarios de su amiga, casi nunca la mira a los ojos ni toma la iniciativa en la conversación. Cuando Fran le dice que está muy bonita con su vestido nuevo, ella se sonroja y se queda muda. Una noche, a la salida del cine, Fran quiere hablar de un problema que tiene le propone que vayan a tomar algo. Kitty piensa en seguida «¡Oh, no! ¿Qué voy a decir? ¿Y si no puedo ayudarla? ¡Nunca se qué decir! No comprendo lo que encuentra Fran en nuestra relación». Continúa preocupada y temerosa por su propio desempeño, y en realidad no escucha a Fran, que habla de sus ideas y de sus sentimientos. Al final de la noche, como estaba asustada y no podía escuchar, Kitty no ha retenido nada nuevo de las palabras de su amiga. Fran se siente frustrada y se calla. Kitty un muro de miedo, en lugar de un límite interno, para mantener a Fran a una distancia emocional e intelectual «segura». Quienes han erigido muros de miedo suelen preferir quedarse en su casa solos, y no estar con las personas que les gustan. Rechazan invitaciones a fiestas, o incluso propuestas de matrimonio de personas que aman, y lo hacen porque temen que los otros atraviesen su muro de defensa y abusen de ellos. Los rechazos pueden expresarse en términos coléricos, bruscos ó antipáticos que enemistan a la gente y son frustrantes para ambas partes. Es posible usar muros de cólera, miedo, silencio o palabras, en lugar de los límites externos, para controlar la distancia física y sexual y el contacto con los otros. También pueden usarse esos muros en lugar de límites internos, para no hacer saber a otras personas quiénes somos, y no escucharlas cuando nos dicen quiénes son ellas. Síntoma nuclear 3: la dificultad para asumir la propia realidad Los codependientes manifiestan a menudo que no saben quiénes son. Creo que esa queja está directamente relacionada con la dificultad para asumir y poder experimentar lo que yo llamo la propia «realidad». Para experimentarnos a nosotros mismos, debemos poder tomar conciencia de nuestra realidad y reconocerla. 24 Esta «realidad» tal como yo la defino, tiene cuatro componentes: El cuerpo: lo que parecemos, y cómo funcionan nuestros cuerpos. El pensamiento: cómo damos sentido a los datos recogidos. Los sentimientos: nuestras emociones. La conducta: lo que hacemos o no hacemos. Estas cuatro partes de nuestras vidas conforman la «realidad», según la definición que le doy al término. Cuando experimentamos nuestros cuerpos, nuestros pensamientos, nuestras emociones o nuestras conductas, todo esto constituye lo real desde nuestra perspectiva, aunque no sea lo que otros experimentarían en la misma situación. Esto es lo que hace de una persona el ser singular que ella es, y representa la «realidad» de la persona que lo experimenta. A los codependientes nos cuesta asumir todas o algunas partes de estos componentes, en los términos siguientes: El cuerpo: tenemos dificultad para «ver» con exactitud nuestro aspecto, o para tomar conciencia de cómo funcionan nuestros cuerpos. El pensamiento: nos cuesta reconocer nuestros pensamientos y, si lo hacemos, no sabemos comunicarlos. También interpretamos de modo falaz los datos recogidos. Los sentimientos: nos resulta difícil reconocer lo que sentimos, o experimentar emociones abrumadoras. La conducta: tenemos dificultad para tomar conciencia de lo que hacemos o no hacemos, o bien, si somos conscientes, dificultad para asumir nuestra conducta y sus consecuencias sobre los otros. El hecho de no poder asumir la propia realidad se experimenta en dos niveles: el nivel A y el nivel B. El nivel A, el menos disfuncional, es el siguiente: Sé cuál es mi realidad, pero no diré. Oculto mi realidad a otras personas, por miedo a ser inaceptable. El nivel B, más disfuncional, es el siguiente: No sé cuál es mi realidad. La vida en el nivel B es un delirio, puesto que no hay ninguna experiencia sólida de lo que mi realidad es realmente. Debo construirme o «hacer» una identidad y una realidad personales, a partir de lo que creo que yo quizá podría estar pensando o sintiendo, o bien guardar silencio y no decir nada, o tratar de reflejar los sentimientos y pensamientos de los otros sobre mí, tal y como pueda advertirlos. El origen de la dificultad para asumir la propia realidad Los niños que viven en sistemas familiares donde son ignorados, atacados o abandonados por su realidad, aprenden que no es adecuado o seguro expresarla. Es probable que, como adultos codependientes tengan más tarde dificultades para experimentar y asumir su realidad. Joe recuerda un incidente de cuando tenía 4 o 5 años. Lloraba y se acercó a su madre, que estaba de pie junto a la pileta de la cocina. Aunque él se aferró a su falda, la mujer siguió lavando los platos, ignorándolo. Cuando Joe se dirigió al 25 padre, éste reaccionó dándole una bofetada: un ataque físico. Ya de adulto, a Joe le resulta muy difícil asumir o comunicar el hecho de que experimenta dolor. Una amiga mía me ha dicho que cuando ella y sus hermanos necesitaban algo y lo expresaban, a menudo llorando, la madre se iba al tiempo que decía: «No te soporto. Me estás volviendo loca. Me voy a ir de casa, y será tu culpa, porque lloras continuamente» Mi amiga aprendió que expresar su realidad provocaba abandono. Existen versiones emocionales más sutiles del abandono que generan los mismos resultados disfuncionales. Creo que la peor experiencia de un niño es que le nieguen su realidad. Por ejemplo, Fred y Cindy tienen una terrible pelea a gritos. Fred llama «perra» a Cindy, y ella le arroja un jarrón de cristal. El jarrón estalla contra la pared; Molly, la hija de 8 años, despertada por el ruido, observa desde la puerta de la sala de estar. En el silencio que sigue, la niña dice con voz llorosa: «Esto es terrible y tengo miedo. Papá, tú le gritas palabras feas a mamá, y mamá tú has roto ese jarrón de cristal con el que me dijiste que tuviera mucho cuidado». Cindy se vuelve a Molly y le responde: «Estás loca, Molly. Papá no me ha dicho nada malo. No hay nada de qué asustarse. Y ese jarrón no era nada especial. Si crees que esto es horrible, te equivocas. Sólo tenemos una discusión normal». Entonces Fred agrega: «Es cierto, Molly. Ahora deja de espiarnos y vuelve a la cama. No debes estar levantada a estas horas».Y Mol ly piensa: «A mí me parece que fue horrible, y ellos dicen que todo estuvo bien. Debo de estar loca». A mi juicio, éste es un abuso grave, y puede hacer que Molly se sienta insegura acerca de su realidad en otras zonas. Cuando se repiten las experiencias de este tipo, Molly y Joe pierden confianza en sus percepciones, y/o dejan de expresar su realidad. Están en el nivel A: conocen su realidad pero no la comunican. A medida que el abuso continúa y adquiere formas más extremas y abrumadoras, Molly y Joe se separan de su propia realidad, sobre todo de sus sentimientos: dejan incluso de experimentar el miedo y el dolor, para que esas emociones no los abrumen. Han pasado al nivel B, han empezado a perder el contacto con su propia realidad, porque ésta les resulta intolerable. Y ya como adultos codependientes, continúan reprimiendo esas y otras situaciones penosas. Las personas que están en el nivel B suelen presentar la arrogancia y grandiosidad que hemos mencionado antes. En nuestra cultura, a los casos extremos se los llama a menudo «sociópatas», pero algunos de ellos no lo son. Simplemente, ya no experimentan la vergüenza asociada con la baja autoestima. Son lo que yo denomino personas «sin vergüenza», que han tomado distancia respecto de su propia realidad emocional (sobre todo de la vergüenza) para sobrevivir al abuso abrumador que padecieron en sus años de infancia. Esas personas están estructuradas para ofender y victimizar a otros, y es sumamente probable que lo hagan. Cómo se ve en acción la dificultad para asumir la propia realidad 26 El cuerpo: nuestra realidad física es el aspecto personal (nuestro atractivo, el tamaño del cuerpo, el aseo), y el modo como actúa el cuerpo. En el nivel A, sé que cierto vestido me queda bien, pero no lo admito. Cuando me pongo ese vestido, quizás alguien me felicite. Pero aunque yo pienso que me veo bonita, niego que me haya vestido bien, ignoro a la persona que me halaga, cambio de tema o señalo todos los defectos de mi aspecto. En el nivel B, no tengo en la mente una imagen clara de si estoy guapa o no, de modo que, después de oír el cumplido, me miro en el espejo y digo: «¿Por qué esa persona ha pensado esto?». Emily, una mujer codependiente que tiene también un trastorno de la alimentación denominado anorexia, pesa poco más de 36 kilos y mide 1 metro 78 centímetros. Está al borde de la inanición, pero cuando se mira en el espejo se ve gorda. Emily está en el nivel B, y no reconoce su aspecto, aunque se mire en el espejo. Hace algún tiempo, mi esposo Pat, que es director de The Meadows, me llamó y me dijo: «Te envío a un hombre con un trastorno de la alimentación, que quiero que diagnostiques. Es obeso». Le pregunté: «¿Por qué tengo que diagnosticarlo? Si es obeso, ¿no puede él mismo decir que tiene un trastorno de la alimentación?». Pat respondió: «No te lo puedo explicar. Diagnostícalo, Pía». Unos minutos más tarde entraba en mi consultorio un hombre de 1 metro 80 centímetros de alto y 120 kilos de peso. Yo no sabía que era la persona enviada por mi esposo, de modo que le pregunté: « ¿En qué puedo servirle?». «Tiene que diagnosticarme» —me respondió. « ¿Diagnosticarle qué?» «Un trastorno de la alimentación.» Entonces me di cuenta de la maniobra de Pat. Le pregunté al hombre: « ¿Tiene conciencia de que es obeso?». « ¿Qué quiere decir con eso?» « ¿Cuánto cree usted que debe pesar?» «Estoy muy bien con 120 kilos, soy robusto y fuerte.» No se daba cuenta en absoluto de que era obeso. El fue una de mis primeras experiencias con una persona en el nivel B en cuanto a su realidad física. No tenía la menor idea del tamaño de su cuerpo, del mismo modo que Emily no la tenía de lo delgado que era el suyo. Éste es un problema muy serio. Algunos codependientes que están en el nivel B se miran en el espejo y no pueden enfocar con claridad su propio rostro. Quizá crean que se parecen a algún otro, o ni siquiera puedan ver sus rostros o cuerpos. Yo misma oscilo entre los niveles A y B, y estoy en el nivel B en cuanto a mi aspecto durante la mitad del tiempo. Cuando me encuentro en el nivel B y me miro en el espejo, veo el rostro de mi padre, pero no el mío. Si esto sucede, no sé cómo es la 27 realidad, y detesto lo que veo. Pero cuando me reconozco y puedo ver mi propio rostro, me gusta mi aspecto. Muchas de las personas que he atendido, entre las que experimentan este síntoma en el nivel B, han sido objeto de abuso sexual. El trastorno se expresa a menudo como una experiencia de ser una cabeza flotante, sin cuerpo. A veces, ésta es la primera indicación para el terapeuta de que se encuentra ante una persona que quizá sea superviviente de un incesto o de un abuso deshonesto, y conserva el recuerdo del incidente o los incidentes enterrado en algún lugar de la mente inconsciente. El pensamiento: pensar es darles sentido a los datos recogidos. Estos datos llegan a la mente desde los sentidos, de modo que todo lo que vemos, oímos, olemos, gustamos y tocamos se considera dato recogido. En el nivel A tengo conciencia de lo que pienso acerca de cierto tema, pero no lo diré si me lo preguntan, y mucho menos por propia iniciativa. En el nivel B, no sé lo que pienso, y cuando me lo preguntan, mi mente queda en blanco o me confundo y no puedo decir nada. Jerry y Sylvia van al cine con el compañero de habitación del muchacho en el college, John. El fuerte olor corporal de John, que llena el coche, es hediondo, pero Jerry y Sylvia conversan educadamente con él. Cuando llegan al cine, John va al servicio, y Jerry le pregunta a Sylvia: «¿Te gusta mi compinche, Sylvia?». La joven piensa: «No me gusta, hiede. Preferiría no tener que pasar estas horas con él, y estaré contenta cuando esto termine». Pero, sabiendo que los dos muchachos son viejos amigos, no puede decir lo que piensa, por temor a herir a Jerry. Entonces comenta: «Oh, es magnífico. Es una suerte que haya venido con nosotros esta noche». Sylvia está en el nivel A con su pensamiento. Los sentimientos: en el aspecto de los sentimientos, nuestra realidad está constituida por las emociones. En el nivel A tengo conciencia de las emociones que surgen en mi cuerpo, pero cuando alguien me pregunta qué siento, no se lo digo. Miento, y menciono un sentimiento distinto, o niego experimentar cualquier sentimiento, sabiendo que no es así. Por ejemplo, cuando estoy realmente colérico por algo que alguien dijo, pero no quiero admitir ese sentimiento, quizá le diga a la persona de que se trata: «Me entristece lo que has dicho, pero no estoy enojado». En el nivel B, no sé cuáles son mis sentimientos, porque no experimento las emociones. Las personas en este nivel suelen decir: «Estoy confundido», o «Cuando trato de sentir algo, no sucede nada». Esto no es sano, y constituye un síntoma muy serio de codependencia. La conducta: lo que hemos hecho o no hecho constituye nuestra realidad conductual. En el nivel A, recuerdo mi conducta con claridad, pero cuando se me interroga acerca de ella, respondo otra cosa o digo que no recuerdo. Por ejemplo, soy yo quien les da de comer a los gatos de la casa. Una noche olvidé hacerlo, y a la mañana siguiente todos estaban en la puerta de atrás, maullando y andando de aquí para allá. Mi esposo me preguntó: «Pia, ¿les diste de comer a los gatos anoche?». Ese día yo estaba en el nivel A en cuanto a mi conducta, y le respondí: «No lo recuerdo. Creo que sí. ¿Por qué?». Sabía que esto era una mentira, sabía que lo había olvidado, pero no quería reconocerlo. Otro modo de ocultar ese olvido habría sido dar una respuesta complicada y vaga para que Pat no pudiera comprender lo que sucedió. 28 Si yo hubiera estado en el nivel B, no habría tenido ninguna conciencia de lo que había o no había hecho (es decir, realmente no recordaría si les había dado de comer a los gatos o no). El siguiente es otro ejemplo de conducta de nivel B. En The Meadows, una mañana
Compartir