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3547 -La-Revolucion-Francesa-1789-1799 -Una-nueva-historia-McPhee

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PETER McPHEE
La Revolución Francesa, 1789-1799
Una nueva historia
Desde hace unas décadas, y en especial tras el bicentenario de 
1989, la historia de la Revolución Francesa ha sido sometida a una 
ofensiva revisionista que niega su carácter «social» y que ha creado 
desconcierto, sin ofrecer una visión alternativa satisfactoria. Este 
libro de Peter McPhee es la primera historia «postrevisionista» de 
la Revolución: una nueva interpretación que incorpora las líneas 
de investigación que se han desarrollado en las últimas décadas: 
una mejor comprensión de la cultura política, del papel de la mujer 
y de los orígenes del Terror, y un interés mayor en la experiencia 
de la gente común, con el propósito de «escuchar las diversas 
voces de la Francia revolucionaria» y recuperar su dimensión 
social. Como ha dicho el profesor Tackett, de la Universidad de 
California, ésta es «una de las mejores historias de la Revolución 
que han aparecido en muchos años; un excelente correctivo a 
muchos textos “revisionistas” recientes, que reafirma la importancia 
de la dinámica social antes y durante la Revolución».
PETER McPHEE, catedrático de historia en la Universidad de 
Melbourne, es autor de numerosas publicaciones sobre la historia 
de la Francia modeilía, entre las que cabe destacar A Social 
History ofFrance, 1780-1880 (1992) y Revolution and Envirott- 
ment iti Southern France, 1780-1830 (1999).
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B IB L IO T E C A « S I DE B O LSILLO
PETER McPHEE
La Revolución Francesa, 1789- i 799 
Una nueva historia
 
 
BIBLIOTECA DIGITAL 
 
TEXTOS SOBRE BOLIVIA 
 
LA REVOLUCIÓN FRANCESA, LA REVOLUCIÓN HAITIANA, NAPOLEÓN 
BONAPARTE, LOS AFRANCESADOS, LAS REVOLUCIONES EUROPEAS DEL 
SIGLO XIX, EL ESTATUTO DE BAYONA, EL NACIONALISMO ESPAÑOL, LA 
GUERRA DE INDEPENDENCIA DE ESPAÑA Y DEL IMPERIO A LA 
FEDERACIÓN 
 
FICHA DEL TEXTO 
 
Número de identificación del texto en clasificación Bolivia: 3547 
Número del texto en clasificación por autores: 16357 
Título del libro: La Revolución Francesa, 1789-1799. Una nueva historia 
Título original del libro: The Frencb Revolution, 1789-1799 
Traductor: Silvia Furio 
Autor: Peter McPHEE 
Editor: Crítica, S.L. 
Derechos de autor: ISBN: 978-84-8432-866-7 
Año: 2002 
Ciudad y País: Barcelona – España 
Número total de páginas: 137 
Fuente: https://es.scribd.com/document/328883240/Peter-McPhee-la-Revolucion-Francesa-1789-
1799-c 
Temática: La revolución francesa 
 
PETER McPHEE
La Revolución Francesa, 
1789-1799
Una nueva historia
Traducción castellana de 
Silvia Furió
CRÍTICA
Barcelona
Primera edición en B i b l i o t e c a d e B o l s i l l o : febrero de 2007
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares 
del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total 
o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos 
la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella 
mediante alquiler o préstamo públicos.
Título original:
The Frencb Revolution, 1789-1799
Diseño de la cubierta: Jaime Fernández 
Imagen de la cubierta: Cover/Corbis 
Realización: Átona, S.L.
© 2002, Peter McPhee 
The Frencb Revolution, 1789-1799, was originally publishcd in English in 2002.
This translation is published by arrangement with Oxford University Press 
La Revolución Francesa, 1789-1799, se publicó originalmente en inglés en 2002. 
Esta traducción se publica por acuerdo con Oxford University Press 
© 2003 de la traducción castellana para España y América:
C r í t i c a , S .L . , Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona 
e-mail: editorial@ed-critica.es 
www.ed-critica.es 
ISBN: 978-84-8432-866-7 
Depósito legal: B.5-2007 
Impreso en España
2007. -A&M Gráfic, Santa Perpetua de Mogoda (Barcelona)
INTRODUCCIÓN
La Revolución Francesa es uno de los más grandes y decisivos momentos 
de la historia. Nunca antes había intentado el pueblo de un extenso y po­
puloso pais reorganizar su sociedad en base al principio de soberanía 
popular. El drama, el triunfo y la tragedia de su proyecto, y los intentos por 
detenerlo o por invertir su curso, han ejercido una enorme atracción en 
los estudiosos a lo largo de más de dos siglos. Aunque con ocasión del 
bicentenario en 1989 los periodistas de derechas se apresuraron a procla­
mar que «la Revolución Francesa está terminada», para nosotros su im­
portancia y fascinación no ha disminuido un ápice.1
Desde que unos cuantos miles de parisinos armados tomaron la forta­
leza de la Bastilla en París el 14 de julio de 1789, no se ha dejado de 
debatir sobre los orígenes y el significado de cuanto sucedió. Todo el 
mundo está de acuerdo en la naturaleza trascendental y sin precedentes 
de la toma de la Bastilla y los actos revolucionarios vinculados a ella en­
tre los meses de mayo y octubre de 1789. No obstante, las consecuencias 
de aquellos acontecimientos fueron tales que el debate sobre sus orígenes 
no muestra señales de concluir.
En los años siguientes a 1789 los sucesivos gobiernos revolucionarios 
trataron de reorganizar todos y cada uno de los aspectos de la vida de 
acuerdo con lo que según ellos eran los principios fundamentales de la 
revolución de 1789. Sin embargo, al no haber acuerdo sobre la aplicación 
práctica de aquellos principios, la cuestión de qué clase de revolución era 
aquélla y a quién pertenecía se convirtió en seguida en fuente de división, 
conduciendo a la revolución por nuevos cauces. Al mismo tiempo, los 
más poderosos oponentes al cambio, dentro y fuera de Francia, forzaron a
1. Stcvcn Laurcncc Kaplan, Farewell Revolution: Disputed Legad es, /•'ranee 17H9/ 
1989 (Ithaca, N.Y., 1995), pp. 470-486.
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los gobiernos a tomar medidas para preservar la revolución, que culmina­
ron en el Terror de 1793-1794.
Quienes ostentaron el poder durante aquellos años insistieron repeti­
damente en que la revolución, una vez alcanzados sus objetivos, había 
terminado, y que la estabilidad era ahora el inmediato propósito. Cuando 
Luis XVI entró en París en octubre de 1789; cuando en julio de 1791 la 
Asamblea Nacional resolvió dispersar por la fuerza una muchedumbre de 
peticionarios que exigían que el rey fuera depuesto; y cuando la Conven­
ción Nacional introdujo en 1795 la Constitución del año III, en cada una 
de estas ocasiones se aseguró que había llegado la hora de detener el pro­
ceso de cambio revolucionario. Al final, la subida al poder de Napoleón 
Bonaparte en diciembre de 1799 supuso el intento más logrado de impo­
ner la anhelada estabilidad.
Los primeros historiadores de la revolución empezaron por aquel 
entonces a perfilar no sólo sus relatos acerca de aquellos años sino tam­
bién sus opiniones sobre las consecuencias del cambio revolucionario. 
¿Hasta qué punto fue revolucionaria la Revolución Francesa? ¿Acaso la 
prolongada inestabilidad política de aquellos años ocultaba una estabili­
dad económica y social mucho más fundamental? ¿Fue la Revolución 
Francesa un punto de inflexión trascendental en la historia de Francia, e 
incluso del mundo, tal como proclaman sus partidarios, o fue más bien un 
prolongado período de violentos disturbios y guerras que arruinó millo­
nes de vidas?
Este volumen es un relato histórico de la revolución que al mismo 
tiempo trata de responder a las trascendentales cuestiones planteadas más 
arriba. ¿Por qué hubo una revolución en 1789? ¿Por qué resuító tan difí­
cil lograr la estabilidad del nuevo régimen? ¿Cómo podría explicarse el 
Terror? ¿Cuáles fueron las consecuencias de un década de cambio revo­
lucionario? Este libro se inspira en la enorme riqueza de los escritos his­
tóricos de las últimas décadas, algunos de ellos forman parte de los reno­
vados debates con ocasión del bicentenario de la revolución de 1789, pero 
en su mayoría estáninfluenciados por los cambios que se han ido produ­
ciendo en la aproximación al relato de la historia.
Cuatro temas sobresalen entre la rica diversidad de aproximaciones 
a la Revolución Francesa de los últimos años. El primero aplica una vi­
sión más imaginativa del mundo de la política situando la práctica del 
poder dentro del contexto de «cultura política» y «esfera pública». Es
decir, esta aproximación sostiene que sólo podemos comenzar a com­
prender la Revolución Francesa yendo más allá de la Corte y el Parla­
mento y tomando en consideración una amplia gama de formas de pensar 
y llevar a cabo la política en aquellos tiempos. Relacionada con ésta tene­
mos una segunda aproximación que examina el dominio masculino de la 
política institucional y la respuesta agresiva a los desafíos de las mujeres 
frente al poder de los hombres. Como corolario, una tercera aproxima­
ción ha reabierto los debates acerca de los orígenes del Terror de 1793- 
1794: ¿hay que buscar las semillas de la política represiva y mortífera de 
aquel año en los primeros momentos de la revolución, en 1789, o fue el 
Terror una respuesta directa a la desesperada crisis militar de 1793? Por 
último, y en otro orden de cosas, un renovado interés por la experiencia 
de la gente «corriente» ha hecho posible que los historiadores tengan en 
cuenta y profundicen en el estudio de la experiencia rural de la revolu­
ción. Una dimensión de aquella experiencia en la que se hará aquí hinca­
pié hace referencia a la historia del entorno rural.
La década de la Revolución Francesa fue importante también por la 
elaboración y proclamación de ideas políticas fundamentales o ideolo­
gías, tales como la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano 
en 1789 y la Constitución Jacobina de 1793. Las descripciones contem­
poráneas de algunos de los episodios más espeluznantes de la revolución, 
como las «masacres de septiembre» en 1792, son sorprendentemente con­
movedoras. Por esta razón se reproducen aquí fragmentos clave de una 
amplia gama de documentos para que el lector pueda escuchar las distin­
tas voccs de la Francia revolucionaria.
Mi colega Chips Sowerwinc ha concedido a este manuscrito el benefi­
cio de su visión critica y erudita: le estoy agradecido por ello, como lo 
estoy por su amistad y aliento. El manuscrito ha sido también mejora­
do gracias a la lectura crítica de Charlotte Alien, Judy Anderson, Glenn 
Matthews, Tim Tackett y Suzy Schmitz; por supuesto, ninguno de ellos 
es responsable de las deficiencias del presente libro. También a Juliet 
Flesch, Marcia Gilchrist y Kate Mustafa debo su inestimable ayuda.
I. FRANCIA DURANTE LA DÉCADA 
DE 1780 A 1789
La característica más importante de la Francia del siglo xvui era la de 
ser una sociedad esencialmente rural. La población que habitaba en pue­
blos y granjas era diez veces mayor que la actual. En 1780 Francia tenía 
probablemente una población de 28 millones de habitantes: si nos ate­
nemos a la definición de comunidad urbana como aquélla en la que convi­
ven más de 2.000 personas, entonces tan sólo dos personas de cada diez 
vivían en un centro urbano en el siglo xvm. La inmensa mayoría estaba 
repartida en 38.000 comunidades rurales o parroquias con una media de 
600 residentes aproximadamente. Si echamos un vistazo a dos de ellas 
descubriremos algunas de las características principales de aquel lejano 
mundo.
El diminuto pueblo de Menucourt era típico de la región de Vexin, al 
norte de París. Estaba situado entre los recodos de los ríos Sena y Oise, 
a unos pocos kilómetros al oeste de la ciudad más cercana, Pontoise, y a 
35 tortuosos kilómetros de París. Era un pueblo pequeño: había tan sólo 
280 habitantes en sus 70 hogares (pero había experimentado un fuerte 
crecimiento desde los 38 hogares de 1711). El «seigneur» o señor del 
pueblo era Jean Marie Chassepot de Beaumont, que contaba 76 años en
1789. En 1785 había solicitado y obtenido del rey el permfso y autoridad 
para establecer un livre terrier (libro de becerro) para sistematizar los 
considerables impuestos feudales que los aldeanos se negaban a recono­
cer. La granja productora de cereales dominaba económicamente el pue­
blo del mismo modo que el castillo dominaba las míseras viviendas de los 
aldeanos. Los campos cultivados ocupaban el 58 por ciento de las 352 hec­
táreas de la superficie de la minúscula parroquia, el bosque cubría otro 
26 por ciento. Algunos habitantes se dedicaban al cultivo de la vid o Ira 
bajaban la madera de los castaños que había al sur del pueblo convirtién 
dola en toneles de vino y postes, otros extraían piedra para las nuevas
construcciones en Ruán y París. Esta actividad mercantil se complemen­
taba con una economía de subsistencia basada en el cultivo de pequeñas 
parcelas de vegetales y árboles frutales (nueces, manzanas, peras, cirue­
las, cerezas), en la recolección de castañas y setas en el bosque, y en la 
leche y la carne de 200 ovejas y 50 o 60 vacas. Al igual que en todos los 
pueblos de Francia, la gente ejercía varias profesiones a la vez: por ejem­
plo, Pierre Huard regentaba la posada local y vendía vino a granel, pero 
al mismo tiempo era el albañil del pueblo.1
Sin embargo, el pueblo de Gabian, 20 kilómetros al norte de Béziers, 
cerca de la costa mediterránea del Languedoc, era totalmente distinto en 
todos los aspectos. En efecto, gran parte de sus habitantes no podrían 
haberse comunicado con sus conciudadanos de Menucourt porque, al 
igual que la inmensa mayoría de la gente del Languedoc, hablaban occi- 
tano en su vida cotidiana. Gabian era un pueblo importante, con un cons­
tante suministro de agua de manantial, y desde el año 988 su señor había 
sido el obispo de Béziers. Entre los tributos que debían pagarle figuraban 
100 setiers (un setier eran aproximadamente unos 85 litros) de cebada, 
28 setiers de trigo, 880 botellas de aceite de oliva, 18 pollos, 4 libras de 
cera de abeja, 4 perdices, y un conejo. Teniendo en cuenta el antiguo 
papel de Gabian como mercado situado entre las montañas y la costa, 
tenía también que pagar 1 libra de pimienta, 2 onzas de nuez moscada, y
2 onzas de clavo. Había asimismo otros dos señores que ejercían de­
rechos menores sobre los productos de dicha población. Como en Me­
nucourt, Gabian se caracterizaba por la diversidad de su economía mul­
ticultural, puesto que sus 770 habitantes cultivaban gran parte de los 
productos que necesitaban en las 1.540 hectáreas del pueblo. Mientras 
que Menucourt estaba vinculado a mercados más amplios debido a su 
industria maderera y sus canteras, la economía efectiva de Gabian estaba 
basada en el cultivo extensivo de viñedos y en la lana de 1.000 ovejas que 
pacían en las pedregosas colinas que rodeaban el pueblo. Una veintena de 
tejedores trabajaban la lana de las ovejas para los mercaderes de la ciudad 
textil de Bédarieux en el norte.2
1. Denise, Maurice y Robert Bréant, Menucourt: Un villaje du Vexin franfais pen­
dan! la Revolution 1789-1799 (Menucourt, 1989).
2. Peter McPhee, Une communauté languedocicnne dans l'histoire: (¡tibian 1760-
1960 (Nimcs, 2001), cap. 1.
Durante mucho tiempo la monarquía había tratado de imponer una 
uniformidad lingüística en poblaciones como Gabian obligando a los 
sacerdotes y a los abogados a utilizar el francés. Sin embargo, la mayoría 
de los súbditos del rey no usaba el francés en la vida cotidiana, al contra­
rio, podría decirse que la lengua que casi todos los franceses oían regular­
mente era el latín, los domingos por la mañana. A lo largo y ancho del 
país el francés sólo era la lengua cotidiana de aquellos que trabajaban en 
la administración, en el comercio y en los distintos oficios. Los miembros 
del clero también la utilizaban, aunque solían predicar en los dialectos o 
lenguas locales. Varios millones de habitantes del Languedoc hablaban 
variantes del occitano, el flamenco se hablaba en el noreste y el alemán 
en Lorena. Había también minorías de vascos, catalanes y celtas. Estas 
«hablas» locales — o, dichopeyorativamente, «patois»— variaban consi­
derablemente dentro de cada región. Incluso en la Ile-de-France en torno 
a París había diferencias sutiles en el francés hablado de una zona a otra. 
Cuando el Abbé Albert, de Embrun al sur de los Alpes, viajó a través de 
la Auvernia, descubrió que:
Nunca fui capaz de hacerme entender por los campesinos con quienes me 
tropezaba por el camino. Les hablaba en francés, les hablaba en mi patois 
nativo, incluso en latín, pero todo en vano. Cuando por fin me harté de 
hablarles sin que me entendieran una sola palabra, empezaron ellos ¡i 
hablar en una lengua ininteligible para mí.3
Las dos características más importantes que los habitantes de la Francia 
del siglo xvm tenían en común eran que todos ellos eran súbditos del rey, 
y que el 97 por ciento de ellos eran católicos. En la década de 1780 Fran­
cia era una sociedad en la que el sentido más profundo de la identidad de 
la gente estaba vinculado a su propia provincia o pays. Las culturas regio­
nales y las lenguas y dialectos minoritarios estaban sustentados por estra­
tegias económicas que trataban de acomodarse a las necesidades domés­
ticas dentro de un mercado regional o microrregional. La economía rural
3. Fernand Braudel, La identidad de Francia, Gedisa, Barcelona, 1993. (En la traduc­
ción inglesa —Londres, 1988— corresponde a las pp. 91-97.) Daniel Roche, France in 
tlie Enlightenment, trad. Arthur Goldhammcr (Cambridge, Mass., 1998), caps. 1-2, 6, 
pp. 488-491.
era esencialmente una economía campesina: es decir, una producción 
agraria basada en el hogar y orientada esencialmente a la subsistencia. 
Este complejo sistema multicultural pretendía en la medida de lo posible 
cubrir las necesidades de consumo de los hogares, incluyendo el vestir.
Nicolás Restif de la Bretonne, nacido en 1734 en el pueblo de Sacy, en 
el límite entre las provincias de Borgoña y Champaña, nos ofrece una 
visión de este mundo. Restif, que se trasladó a París y se hizo famoso por 
sus irreverentes historias en Le Paysan pervertí (1775), escribió sobre sus 
recuerdos de Sacy en La Vie de mon pére (1779). En ella rememora el 
ventajoso y feliz matrimonio que Marguerite, una pariente suya, estaba a 
punto de contraer con Covin, «un fornido payaso, un patán, el gran em­
bustero del pueblo»:
Marguerite poseía tierras cultivables por un valor aproximado de 120 li­
bras, y las de Covin valían 600 libras, unas eran cultivables, otras viñedos 
y otras eran prados; había seis partes de cada tipo, seis de trigo, seis de 
avena o cebada, y seis en barbecho ... en cuanto a la mujer, obtenía los be­
neficios de lo que hilaba, la lana de siete u ocho ovejas, los huevos de una 
docena de gallinas, y la mantequilla y el queso que elaboraba con la le­
che de una vaca ... Covin era también tejedor, y su mujer hacía algún tra­
bajo doméstico; por consiguiente, debió de considerarse harto afortunada.
La gente de la ciudad se refería a la población rural con el término de 
paysans, esto es, «gente del campo». Sin embargo, este sencillo vocablo 
— al igual que su equivalente español «campesino»— oculta las comple­
jidades de la sociedad rural que se revelarían en los distintos comporta­
mientos de aquella población durante la revolución. Los braceros cons­
tituían la mitad de la población en áreas como la íle-de-France en torno a 
París, dedicadas a la agricultura a gran escala. No obstante, en la mayoría 
de las regiones el grueso de la población estaba compuesto por minifun- 
distas, agricultores arrendatarios o aparceros, dependiendo también mu­
chos de ellos de la práctica de un oficio o de un trabajo remunerado. En 
todas las comunidades rurales había una minoría de hacendados, a menu­
do apodados coqs du village, que eran importantes granjeros arrendata­
rios (fermiers) o terratenientes (laboureurs). En los pueblos más grandes 
había una minoría de personas — sacerdotes, letrados, artesanos, trabaja­
dores textiles— que no eran en absoluto campesinos, pero que en general
poseían alguna parcela de tierra, como es el caso del huerto del cura. El 
campesinado constituía aproximadamente cuatro quintas partes del «ter­
cer estado» o de los «plebeyos», pero a lo largo y ancho del país poseía 
tan sólo un 40 por ciento de la totalidad de las tierras. Esto variaba desde 
un 17 por ciento en la región del Mauges en el oeste de Francia hasta un 
64 por ciento en Auvernia.
Por muy paradójico que pueda parecer, la Francia rural era al mismo 
tiempo el centro de gran parte de los productos manufacturados. La in­
dustria textil en especial dependía ampliamente del trabajo a tiempo par 
cial de las mujeres en las zonas rurales de Normandía, Velay y Picardía. 
Esta clase de industria rural estaba relacionada con las especialidades 
regionales ubicadas en las ciudades de la provincia, como por ejemplo la 
de guantes de piel de carnero en Millau, la de cintas en St-Étiennc, enca­
jes en Le Puy y seda en Lyon. Existe un estudio reciente sobre la industria 
rural realizado por Liana Vardi que se centra en Montigny, una comuni­
dad de unas 600 personas en 1780 situada en la región septentrional de 
Cambrésis, que pasó a formar parte de Francia en 1677.4 A principios del 
siglo xviii, su población, constituida esencialmente por terratenientes y 
arrendatarios de subsistencia, alcanzaba tan sólo un tercio de aquel nú­
mero. A lo largo del siglo xvm, grandes terratenientes y arrendatarios 
monopolizaron las tierras, especializándose en el cultivo de! maíz, mien­
tras que los medianos y pequeños campesinos se vieron obligados a hilar 
y tejer lino para escapar de la pobreza y el hambre. En Montigny una 
industria rural floreciente aunque vulnerable era aquella en que los mer­
caderes «sacaban y mostraban» los productos hilados y tejidos a los dis­
tintos hogares de la población. A su vez, la industria textil proporcionaba 
a los granjeros un incentivo para aumentar sustancialmente el rendimien­
to de sus cosechas con el objeto de alimentar a una población cada vez 
mayor. Los intermediarios, mercaderes-tejedores de lugares como Mon­
tigny, que hipotecaron las pequeñas propiedades familiares para unirse a 
la fiebre de ser ricos, desempeñaron un papel fundamental. Estas perso­
nas continuaron siendo rurales en sus relaciones y estrategias económicas
4. Liana Vardi, The Land and the Loom: Peasants and Profií in Northern Frunce 
1680-1800 (Durham, NC, 1993). Sobre la Francia rural en general, véanse Roche, Fratur 
in the Enlightenment, cap. 4, P. M. Jones, The Peasantry in the French Revolution (Cam­
bridge, 1988), cap. 1.
mientras que por otro lado hacían gala de un notable entusiasmo y capa­
cidad emprendedora.
Sin embargo, Montigny fue un caso excepcional. Gran parte de la 
Francia rural era un lugar de continuo trabajo manual realizado por los 
labradores. Un mundo rural en el que los hogares se enfrascaban en una 
estrategia ocupacional altamente compleja para asegurar su propia sub­
sistencia sólo podía esperar el inevitable bajo rendimiento de las cose­
chas de cereales cultivadas en un suelo inadecuado o agotado. Tampoco 
las tierras secas y pedregosas de un pueblo sureño como Gabian resul­
taban más aptas para el cultivo de los cereales que el suelo húmedo y 
arcilloso de Normandía: no obstante, en ambos lugares se dedicó una 
gran extensión de tierras al cultivo de cereales para cubrir las necesida­
des locales. Por consiguiente, muchas comunidades rurales disponían de 
unos reducidos «excedentes» que podían ser vendidos a las grandes ciu­
dades. No obstante, para los campesinos eran mucho más importantes 
las pequeñas ciudades o bourgs de los alrededores, cuyas ferias sema­
nales, mensuales o anuales constituían una ocasión para celebrar tanto 
los rituales colectivos de sus culturas locales como para intercambiar 
productos.
Las comunidades rurales consumían gran parte de lo que producían 
— y viceversa— , por lo que las pequeñas y grandes ciudades sufrían pro­
blemas crónicos por la falta de suministro de alimentos y por la limitadademanda rural de sus mercancías y servicios. Sin embargo, aunque sólo 
el 20 por ciento de los franceses vivía en comunidades urbanas, en un 
contexto europeo Francia destacaba por la cantidad y el tamaño de sus 
ciudades. Tenía ocho ciudades de más de 50.000 habitantes (París erá cla­
ramente la más grande, con aproximadamente unas 700.000 personas; a 
continuación le seguían Lyon, Marsella, Burdeos, Nantes, Lille, Ruán 
y Toulouse) y otras setenta cuya población oscilaba entre los 10.000 y
40.000 residentes. En todas estas ciudades grandes y pequeñas había 
ejemplos de fabricación a gran escala implicada en un marco comercial 
internacional, pero en la mayoría de ellas imperaba el trabajo artesanal 
para cubrir las necesidades de la propia población urbana y sus alrededo­
res, y una amplia gama de funciones administrativas, judiciales, eclesiás­
ticas y políticas. Eran capitales de provincia: sólo una de cada cuarenta 
personas vivía en París, y las comunicaciones entre la capital Versal les y 
el resto del territorio solían ser lentas e inseguras. El tamaño y la topogra-
fia del país eran un constante impedimento para la rápida transmisión de 
instrucciones, leyes y mercancías (véase mapa 1). Sin embargo, las me­
joras en las carreteras realizadas después de 1750 hicieron posible que 
ninguna ciudad de Francia estuviera a más de quince días de la capital; 
las diligencias, que viajaban 90 kilómetros al día, podían trasladar en cin­
co días a sus viajeros de París a Lyon, la segunda ciudad más grande de 
Francia con 145.000 habitantes.
Como muchas otras ciudades, París estaba circundada por una mura­
lla, principalmente para recaudar los impuestos aduaneros sobre las mer­
cancías importadas a la ciudad. En el interior de las murallas había nume­
rosos faubourgs o suburbios, cada uno con su característica mezcla de 
población inmigrante y su comercio. La estructura ocupacional de París 
era la típica de una gran ciudad: todavía predominaba la habilidosa pro­
ducción artesanal a pesar de la emergencia de numerosas industrias a 
gran escala. Algunas de estas industrias, las más importantes, estaban en el 
faubourg St.-Antoine, donde la fábrica de papel pintado Réveillon daba 
empleo a 350 personas y el cervecero Santerre disponía de 800 obreros. 
En los barrios occidentales de la ciudad, la industria de la construcción 
estaba en pleno auge puesto que las clases acomodadas levantaban impo­
nentes residencias lejos de los abarrotados barrios medievales del centro 
de la ciudad. No obstante, muchos parisinos seguían viviendo en las con­
gestionadas calles de los barrios céntricos próximos al río, donde la 
población estaba segregada verticalmente en edificios de viviendas: a 
menudo, burgueses acaudalados o incluso nobles ocupaban el primer y 
segundo piso encima de las tiendas y puestos de trabajo, mientras los 
criados, los artesanos, y los pobres habitaban los pisos superiores y el 
desván. Al igual que en las comunidades rurales, la Iglesia católica era 
una presencia constante: en París había 140 conventos y monasterios 
(que albergaban a 1.000 monjes y a 2.500 monjas) y 1.200 clérigos de 
parroquia. Una cuarta parte de las propiedades de la ciudad estaban en 
manos de la Iglesia.5
5. Daniel Roche, The People o f París: An Essay on Popular Culture in the Eigliteenth 
Century, trad. Maric Evans (Berkclcy, Calif., 1987). Entre los numerosos estudios sobre 
Paris, véase David Garrioch, Neighbourhood and Community in París, 1740-179(1 (Cam­
bridge, 1986); Arlette Farge, Fragüe Uves: Violence, Power, and Solidarity in Eigliteenth- 
Century Paris, trad. Carol Shelton (Cambridge, Mass., 1993).
En París predominaban los pequeños talleres y las tiendas de venta 
al por menor: había miles de pequeñas empresas que, como promedio, 
daban empleo a unas tres o cuatro personas. En los oficios en que se 
requería una cierta especialización, una jerarquía de maestros controla­
ba el ingreso de oficiales, que habían obtenido su título presentando su 
obra maestra (ch e f d ’oeuvre) al finalizar su tour de France a través de 
centros provinciales especializados en su oficio. Este era un mundo en el 
que los pequeños patronos y los asalariados estaban unidos por un pro­
fundo conocimiento mutuo y del oficio, y en el que los obreros cualifica­
dos se identificaban por su profesión y también por su situación de amos 
u obreros. Los contemporáneos se referían a los obreros de París con el 
término de «canalla» (menú peuple): no eran una clase trabajadora. Sin 
embargo, los desengaños que se producían entre los obreros y sus maes­
tros eran harto evidentes en aquellos oficios en los que resultaba difícil 
acceder a la maestría. En algunas industrias, como en el caso de la im­
prenta, la introducción de nuevas máquinas suponía una amenaza para las 
destrezas de los oficiales y aprendices. En 1776 los asalariados cualifi­
cados se alegraron ante la perspectiva de la abolición de los gremios y de 
la oportunidad de poder establecer sus propios talleres, pero el proyec­
to fue suspendido. A continuación, en 1781 se introdujo un sistema de 
livrels, o cartillas de los obreros, que afianzaba la posición de los maes­
tros en detrimento de los empleados díscolos.
Las relaciones sociales se centraban en el vecindario y el puesto de 
trabajo tanto como en la familia. Las grandes ciudades como París, Lyon 
y Marsella se caracterizaban por ser abarrotados centros medievales 
donde la mayoría de familias no ocupaba más de una o dos habitaciones: 
muchas de las rutinas asociadas con la comida y el ocio eran actividades 
públicas. Los historiadores han documentado el uso que las mujeres tra­
bajadoras hacían de las calles y de otros espacios públicos para zanjar 
disputas domésticas y asuntos relativos a los alquileres y a los precios de 
la comida. Los hombres que desempeñaban oficios cualificados encon­
traban solidaridad en las compagnonnages, hermandades ilegales pero 
toleradas de trabajadores que servían para proteger las rutinas laborales 
y los salarios y proporcionaban una válvula de escape para el ocio y la 
agresividad tras trabajar de 14 a 16 horas diarias. Uno de estos traba­
jadores, Jacques-Louis Ménétra, recordaba, ya avanzada su vida, sus 
tiempos de aprendiz de vidriero antes de la revolución, en un ambiente
FR A N C IA D U R A N T E LA D ÉCA D A D E 1780 A 1789 19
rebelde de compagnons que disfrutaban con travesuras obscenas, sexo 
ocasional, y violencia ritual con otras hermandades. Sin embargo, Mé­
nétra proclamaba también haber leído el Contrato social, Emilio y La 
nueva Eloísa de Rousseau, e incluso se vanagloriaba de haber conocido 
a su autor.6
En las ciudades de provincias predominaban las industrias específicas, 
como la textil en Ruán y Elbeuf. En torno a las grandes fundiciones de 
hierro y minas de carbón surgieron nuevos centros urbanos más pequeños 
como Le Creusot, Niederbronn y Anzin, donde trabajaban 4.000 empica­
dos. No obstante, especialmente en los puertos del Atlántico, el florecien­
te comercio con las colonias del Caribe fue desarrollando un sector eco­
nómico capitalista en el ámbito de la construcción de buques y del 
tratamiento de las mercancías coloniales, como en el caso de Burdeos, 
donde la población creció de 67.000 a 110.000 habitantes entre 1750 y 
1790. Era un comercio triangular entre Europa, Norteamérica y África, 
que exportaba a Inglaterra vinos y licores procedentes de puertos como el 
de Burdeos e importaba productos coloniales como azúcar, café y tabaco. 
Un sector de este comercio utilizaba ingentes cantidades de barcos de 
esclavos, construidos para este propósito, que trasportaban cargamento 
humano desde la costa oeste de Africa a colonias como Santo Domingo. 
Allí, 465.000 esclavos trabajaban en una economía de plantaciones con­
trolada por 31.000 blancos de acuerdo con las normas del Código Negro 
de 1685. Este código establecía leyes para el «correcto» tratamiento de 
las propiedades de los dueños de esclavos, mientras que negaba a los 
esclavoscualquier derecho legal o familiar: los hijos de los esclavos 
pertenecían a su propietario. En 1785 había 143 barcos participando acti­
vamente en el tráfico de esclavos: 48 eran de Nantes, 37 de ambos puer­
tos, de La Rochela y de El Havre, 13 de Burdeos, y varios de Marsella, 
St.-Malo y Dunkerque. En Nantes, el comercio de esclavos representaba 
entre el 20 y el 25 por ciento del tráfico del puerto en la década de los 
años 1780, en Burdeos entre el 8 y el 15 por ciento y en La Rochela 
alcanzó hasta el 58 por ciento en 1786. A lo largo del siglo, desde 1707, 
estos barcos de esclavos realizaron más de 3.300 viajes, el 42 por cicnlo
6. Jacques-Louis Ménétra, Journal o f My Life, trad. Arthur Goldhammer (Nueva 
York, 1986); Roche, France in the Enlightenment, pp. 342-346, cap. 20.
de los mismos procedente de Nantes: este comercio fue esencial para el 
gran auge económico de los puertos del Atlántico en el siglo xvui.7
No obstante, la mayoría de las familias de clase media obtenían sus 
ingresos y su posición a través de actividades más tradicionales, como el 
derecho y otras profesiones, la administración real, y las inversiones en 
propiedades. Aproximadamente el 15 por ciento de la propiedad rural 
estaba en manos de aquellos burgueses. Mientras que la nobleza se apo­
deraba de los puestos más prestigiosos de la administración, los rangos 
inferiores estaba ocupados por la clase media. La administración real en 
Versal les era muy reducida, con tan sólo unos 670 empleados, pero en toda 
la red de pueblos y ciudades de provincias daba empleo a miles de perso­
nas en tribunales, obras públicas y gobierno. Para los burgueses que con­
taban con sustanciales rentas no había inversiones más atractivas ni más 
respetables que los bonos del Estado, seguros pero de bajo rendimiento, o 
las tierras y el señorío. Este último en particular ofrecía la posibilidad de 
acceder a un estatus social e incluso a un matrimonio dentro de la noble­
za. En los años ochenta, uno de cada cinco señores terratenientes en el 
área de Le Mans era de origen burgués.
La Francia del siglo xvm se caracterizaba por los múltiples vínculos 
que existían entre la ciudad y el campo. En las ciudades de provincias 
especialmente, los burgueses eran dueños de extensas propiedades rura­
les de las que obtenían rentas de los campesinos y granjeros. En contra­
partida, el servicio doméstico en las familias burguesas constituía una 
fuente importante de empleo para las mujeres jóvenes del campo. Las 
muchachas menos afortunadas trabajaban como prostitutas o en talleres 
de caridad. Otro vínculo importante entre el campo y la ciudad era ía cos­
tumbre que tenían las mujeres trabajadoras de ciudades como Lyon y 
París de enviar a sus bebés a las zonas rurales para ser criados, a menudo 
durante varios años. Los bebés tenían más posibilidades de sobrevivir en 
el campo que en la ciudad, pero aún así, una tercera parte de aquellos 
niños moría mientras estaba con el ama de cría (caso contrario es el de la 
madre del vidriero Jacques-Louis Ménétra, que murió mientras él se 
encontraba al cuidado de su nodriza en el campo). Había también otra 
clase de comercio humano que afectaba a varios miles de hombres de las
7. Jean-Michcl Dcveau, La Traite rochelaise (París, 1990); Kochc, ¡''ranee in the 
Enlightenment, cap. 5.
!
L _
! tierras altas con una prolongada «temporada baja» en invierno que tenían 
que emigrar hacia las ciudades en determinados períodos estacionales o 
| durante años en busca de trabajo. Los hombres abandonaban lo que se ha 
j denominado una sociedad «matricéntrica», en la que las mujeres cuida- 
i ban del ganado y producían tejidos.
Sin embargo, la relación más importante que se estableció entre la 
! Francia rural y la urbana fue la del suministro de alimentos, especialmen- 
| te de cereales. Este vínculo a menudo se quebraba debido a las demandas 
i encontradas de los consumidores urbanos y rurales. En tiempos normales 
los asalariados urbanos gastaban del 40 al 60 por ciento de sus ingresos 
sólo en pan. Cuando en los años de escasez subían los precios, también 
aumentaba la tensión entre la población urbana, que dependía por com­
pleto del pan barato, y los segmentos más pobres de la comunidad rural, 
amenazada por los comerciantes locales que trataban de exportar los 
cereales a mercados urbanos más lucrativos. Veintidós de los años que 
van desde 1765 hasta 1789 estuvieron marcados por disturbios debidos a 
| la escasez de comida, bien en los barrios populares urbanos donde las 
¡ mujeres en particular trataban de imponer una tdxation populaire para 
¡ mantener los precios al nivel acostumbrado, bien en las áreas rurales don- 
j de los campesinos se asociaban para evitar que las pocas existencias fue­
ran enviadas al mercado. En muchas zonas la tensión por el suministro de 
alimentos agravaba la sospecha de que las grandes ciudades no eran más 
que parásitos que se aprovechaban del esfuerzo rural, puesto que la Igle­
sia y la nobleza obtenían sus riquezas del campo y consumían de forma 
ostentosa en la ciudad. No obstante, en este proceso creaban empleo para 
la gente de las ciudades y prometían caridad para los pobres.8
La Francia del siglo xvm era un país de pobreza masiva en el que la 
¡ mayoría de gente se encontraba indefensa ante una mala cosecha; Esto 
explica lo que los historiadores han denominado «equilibrio demográfi- 
j co», en el que tasas muy altas de natalidad (sobre el 4,5 de cada cien per-
8. Entre los importantes estudios sobre el comercio de cereales destacan Stevcn 
Kaplan, Provisioning Paris: Merchants and Millers in the Grain and Flour Trade during 
the Eighteenth Century (Ithaca, NY, 1984); Cynthia Bouton, The Flour War: Gender, 
Class, and Community in late Anden Regime French Society (University Park, Pa., 1993); 
Judith Miller, Mastering the Market: the State and 1989), pp. 24, 27. En lo relativo a la 
Iglesia en el siglo xvm véase también Roche, The Grain Trade in Northern France, 1700- 
1860 (Cambridge, 1998).
sonas) quedaban igualadas por elevadas tasas de mortalidad (3,5 aproxi­
madamente). Los hombres y las mujeres se casaban tarde: normalmente 
entre los 26 y 29 años y los 24 y 27 respectivamente. En las zonas más 
devotas sobre todo, donde era menos probable que las parejas evitasen la 
concepción mediante el coitus interruptus, las mujeres parían una vez 
cada veinte meses. Sin embargo, en todo el país, la mitad de los niños que 
nacían morían de enfermedades infantiles y malnutrición antes de cum­
plir los cinco años. En Gabian, por ejemplo, hubo 253 muertes en la 
década de 1780 a 1790, de las que 134 eran niños menores de cinco años. 
Aunque no resultase extraña la ancianidad — en 1783 fueron enterrados 
tres octogenarios y dos nonagenarios— , la esperanza de vida de aquellos 
que sobrevivían a la infancia se situaba alrededor de los 50 años.
Después de 1750, una prolongada serie de buenas cosechas alteró el 
equilibrio demográfico: la población aumentó de unos 24,5 millones a 
28 millones en la década de los ochenta. A pesar de ello, la vulnerabilidad 
de esta población creciente no era simplemente una función de la eterna 
amenaza de las malas cosechas. La población rural, especialmente, sus­
tentaba los costes de los tres pilares de autoridad y privilegio en la Fran­
cia del siglo xvm: la Iglesia, la nobleza, y la monarquía. Juntas, las dos 
órdenes privilegiadas y la monarquía recaudaban como promedio de un 
cuarto a un tercio del producto de los campesinos, mediante impuestos, 
tributos de señorío y el diezmo.
Los 169.500 miembros del clero (el primer estado del reino) consti­
tuían el 0,6 por ciento de la población. Según su vocación estaban dividi­
dos en un clero «regular» de 88.500 miembros (26.500 monjes y,55.000 
monjas) de distintas órdenes religiosas y un clero «secular» compuesto 
por 59.500 personas (39.000 sacerdotes o curés y 20.500 vicarios o vicai- 
res) que atendían a las necesidades espirituales de la sociedad laica. 
Había tambiénotras clases de clero «seglar». En términos sociales, la 
Iglesia era altamente jerárquica. Los puestos más lucrativos como los de 
responsables de órdenes religiosas (a menudo desempeñados in absentiá) 
y como los de obispos y arzobispos estaban en manos de la nobleza: el 
arzobispo de Estrasburgo tenía una paga de 450.000 libras al año. Aun­
que los salarios mínimos anuales de los sacerdotes y vicarios se incre­
mentaron hasta 750 y 300 libras respectivamente en 1786, estos sueldos 
les proporcionaban mayor holgura y confort del que disfrutaban la mayo­
ría de sus feligreses.
La Iglesia obtenía su riqueza principalmente del diezmo (normalmen­
te el 8 o el 10 por ciento) que imponía a los productos agrícolas en el 
momento de la recolección, que le proporcionaba unos ingresos de 150 
millones de libras al año, y de las vastas extensiones de tierras propiedad 
de las órdenes religiosas y de las catedrales. Con ello se pagaba en 
muchas diócesis una portion congrue (porción congrua) o salario al clero 
de parroquia, que éste complementaba con las costas que se recaudaban 
por servicios especiales como matrimonios y misas celebradas por las 
almas de los difuntos. En total, el primer estado poseía aproximadamente 
el 10 por ciento de las tierras de Francia, alcanzando incluso el 40 por 
ciento en Cambrésis, de las que obtenía 130 millones de libras anuales en 
concepto de arriendos y tributos. En las grandes y pequeñas ciudades de 
provincias, el clero de parroquia, monjas y monjes de órdenes «abiertas» 
pululaban por doquier: 600 de los 12.000 habitantes de Chartres, por 
ejemplo, pertenecían a órdenes religiosas. En muchas ciudades provin­
ciales, la Iglesia era también uno de los principales propietarios: en 
Angers, por ejemplo, poseía tres cuartos de las propiedades urbanas. 
Aquí, como en todas partes, la Iglesia constituía una importante fuente de 
empleo local para el servicio doméstico, para artesanos cualificados y 
abogados que cubrían las necesidades de los 600 miembros del clero resi­
dentes en una ciudad de 34.000 habitantes: funcionarios, carpinteros, co­
cineros y mozos de la limpieza dependían de ellos, del mismo modo que 
los abogados que trabajaban en los cincuenta y tres tribunales de la Igle­
sia procesando a los morosos que no pagaban el diezmo o el arriendo de 
sus inmensas propiedades. La abadía benedictina de Ronceray poseía 
cinco fincas, doce graneros y lagares, seis molinos, cuarenta y seis gran­
jas, y seis casas en el campo en los alrededores de Angers, que proporcio­
naban a la ciudad 27.000 libras anuales. *
En la década de 1780 a 1789 muchas órdenes religiosas masculinas 
estaban en vías de desaparición: Luis XV había clausurado 458 casas 
religiosas (en las que sólo había 509 miembros) antes de su muerte en 
1774, y el reclutamiento de monjes descendió en un tercio en las dos dé­
cadas posteriores a 1770. Las órdenes femeninas eran más fuertes, como 
la de las Hermanas de la Caridad en Bayeux, que proporcionaba comida y 
refugio a cientos de mujeres agotadas por sus incesantes labores de enea 
je. A pesar de todo, a lo largo y ancho de la Francia rural, el clcro de 
parroquia era el centro de la comunidad: como fuente de consuelo espiri­
tual c inspiración, como consejero en momentos de necesidad, como 
administrador de caridad, como patrono y como portador de noticias del 
mundo exterior. Durante los meses de invierno, el párroco ofrecía unos 
rudimentos de enseñanza, aunque tan sólo un hombre de cada diez y una 
mujer de cada cincuenta fuera capaz de leer la Biblia. En las zonas en que 
el hábitat estaba muy disperso, como sucedía en algunos lugares del 
Macizo Central o en el oeste, los habitantes de las granjas y caseríos más 
remotos tan sólo se sentían parte de la comunidad en la misa de los do­
mingos. En el área occidental los feligreses y el clero decidían todos los 
asuntos locales después de la misa, en lo que se ha descrito como diminu­
tas teocracias. Incluso en estos casos la educación tenía una importancia 
marginal: en la devota parroquia occidental de Lucs-Vendée sólo el 21 por 
ciento de los novios podían firmar en el registro de matrimonio, y única­
mente el 1,5 por ciento podía hacerlo de forma que permitiese suponer un 
cierto grado de alfabetización. La mayoría de los parisinos sabía por lo 
menos leer, pero la Francia rural era esencialmente una sociedad oral.
La Iglesia católica gozaba de monopolio en el culto público, a pesar 
de que las comunidades judías, aunque geográficamente separadas,
40.000 personas en total, conservaban un fuerte sentido de identidad en 
Burdeos, en el Condado Venesino y en Alsacia, al igual que los aproxima­
damente 700.000 protestantes en ciertas zonas del este y del Macizo Cen­
tral. Los recuerdos de las guerras religiosas y de la intolerancia que 
siguió a la revocación del Edicto de Nantes en 1685 estaban muy arraiga­
dos: los habitantes de Pont-de-Montvert, en el corazón de la región de los 
Camisards protestantes, cada vez más numerosos en 1700, tenían una 
guarnición del ejército y un señor católico (los caballeros de Malta) para 
recordarles diariamente su sometimiento. Sin embargo, mientras que el 
97 por ciento de los franceses eran nominalmente católicos, los niveles 
tanto de religiosidad (la observancia externa de las prácticas religiosas, 
como la asistencia a la misa de Pascua) como de espiritualidad (la impor­
tancia que los individuos otorgaban a tales prácticas) variaba a lo largo 
del país. Por supuesto, la esencia de la espiritualidad está fuera del alcan­
ce del historiador; no obstante, el declive de la fe en determinadas áreas 
puede deducirse por el número cada vez mayor de novias que quedaban 
embarazadas (que oscilaba entre el 6,2 y el 10,1 por ciento en todo el 
país) y por la disminución de la vocación sacerdotal (la cantidad de nue­
vos religiosos decreció en un 23 por ciento durante los años 1749-1789).
El catolicismo era más fuerte en el oeste y en Bretaña, a lo largo de los 
Pirineos, y al sur del Macizo Central, regiones caracterizadas por un 
reclutamiento clerical masivo de muchachos procedentes de familias 
locales bien integradas en sus comunidades y culturas. Por otro lado, en 
la zona occidental las pagas de los sacerdotes estaban muy por enciroa 
del mínimo requerido; además, ésta era una de las partes del país donde 
el diezmo se pagaba al clero local en vez de hacerlo a la diócesis, facili­
tando con ello la tarea de los sacerdotes de atender a todas las necesida­
des de la parroquia. En todas partes, los feligreses más devotos solían ser 
viejos, mujeres y del ámbito rural. La teología a la que estaban sometidos 
se caracterizaba por una desconfianza «tridentina» respecto a los placeres 
mundanos, por el énfasis en la autoridad sacerdotal y por una poderosa 
imaginería de los castigos que aguardaban más allá de la tumba a los que 
mostraban una moral laxa. Yves-Michel Marchais, el curé de la devota 
parroquia de Lachapelle-du-Génet en el oeste, predicaba que «Todo 
aquello que pueda calificarse de acto impuro o de acción ilícita de la car­
ne, si se hace por propia y libre voluntad, es intrínsecamente malo y casi 
siempre un pecado mortal, y por consiguiente motivo de exclusión del 
Reino de Dios». Predicadores como el padre Bridaine, veterano de 256 
misiones, informaban exhaustivamente a los pecadores acerca de los cas­
tigos que les aguardaban una vez excluidos:
Crueles hambrunas, sangrientas guerras, inundaciones, incendios ... inso­
portables dolores de muelas, punzantes dolores de gota, convulsiones epi­
lépticas, fiebres ardientes, huesos rotos ... todas las torturas sufridas pol­
los mártires: afiladas espadas, peines de hierro, dientes de tigres y leones, 
el potro, la rueda, la cruz, la parrilla al rojo vivo, aceite hirviendo, plomo 
d e r r e t i d o „
Los puestos de élite en el seno de la Iglesia católica estaban en manos de 
los miembros del segundo estado o nobleza. Los historiadores nunca han 
llegado a ponerse de acuerdo sobre el número de noblesque había en 
Francia en el siglo xvm, en parte debido a la cantidad de plebeyos que
9. Ralph Gibson, A Social History oj Frencli Catholicism 1789-1914 (Londres, Frun­
ce in the Enlightcnment, cap. 11; y el extraordinario estudio de John McManncrs, Cliurch 
and Society in the Eighteenth-Cenlury France, 2 vols. (Oxford, 1998). El cap. 46 de esta 
última obra analiza la postura de los protestantes y de los judíos.
reclamaban el estatus de nobleza en un intento por obtener posición, pri­
vilegios y rango, que estaban más allá del alcance de la riqueza. Cálculos 
recientes sugieren que no había más de 25.000 familias nobles o 125.000 
personas nobles, aproximadamente un 0,4 por ciento de la población.
La nobleza, en cuanto a orden, gozaba de varias fuentes de riqueza y 
poder corporativo: privilegios señoriales y fiscales, el estatus que acom­
pañaba a la insignia de eminencia, y el acceso exclusivo a una serie de 
puestos oficiales. No obstante, al igual que el primer estado, la nobleza se 
caracterizaba por una gran diversidad interna. Los nobles de provincias 
más pobres (hobereaux) con sus pequeñas propiedades en el campo 
tenían muy poco en común con los miles de cortesanos de Versalles o con 
los magistrados de los parlamentos (parlements) y los administradores 
superiores, aunque su estatus de nobleza fuera mucho más antiguo que el 
de aquellos que habían comprado un título o habían sido ennoblecidos 
por sus servicios administrativos (noblesse de robe o nobleza de toga). El 
ingreso de un hijo en una academia militar y la promesa de una carrera 
como oficial era el trato de favor de que disponían los nobles de provin­
cias para conservar su estatus y seguridad económica. Su rango en el seno 
del ejército se vio reforzado por el reglamento Ségur de 1781 que exigía 
cuatro generaciones de nobleza para los oficiales del ejército. Dentro de 
la élite de la nobleza (les Grands), las fronteras familiares y de riqueza 
estaban fracturadas por intrincadas jerarquías de posición y prerrogati­
vas; por ejemplo, de aquellos que habían sido presentados formalmente 
en la corte había que distinguir entre los que tenían permiso para sen­
tarse en un escabel en presencia de la reina y los que podían montar en 
su carruaje. Sin embargo, lo que todos los nobles tenían en común era el 
interés personal por acceder al sumamente complejo sistema de estatus y 
jerarquía en el que se obtenían privilegios materiales y promociones.10
La mayoría de nobles obtenían de la tierra una parte significativa de su 
riqueza. Aunque el segundo estado poseía en total aproximadamente un 
tercio de las tierras de Francia, ejercía derechos señoriales sobre el resto 
del territorio. El más importante de estos derechos era la percepción sis­
temática de un tributo sobre las mayores cosechas (champart, censive o
10. Vcase Roche, France in the Enlightenment, cap. 12. Un brillante estudio local nos 
lo brinda Robert Forster, The House o f Saulx-Tavanes: Versailles and Burgundy 1700- 
1830 (Baltimore, 1977).
tasque) que se recolectaban en las tierras pertenecientes al seigneurie; 
esto representaba entre una doceava y una sexta parte, pero en algunas 
zonas de Bretaña y de la Francia central ascendía incluso a un cuarto de 
la recolección. A todo esto había que añadir otros derechos fundamen­
tales, como el monopolio (banalité) sobre el horno del pueblo, sobre la 
prensa de las uvas y las aceitunas, y sobre el molino; impuestos económi­
cos sobre la transmisión de tierras e incluso sobre matrimonios; y la exi­
gencia de trabajo no remunerado por parte de la comunidad en las tierras 
del señor en la época de recolección. Se ha calculado que el valor de es­
tos tributos constituía el 70 por ciento de los ingresos de los nobles en 
Rouergue (donde el champart se llevaba un cuarto de la producción del 
campesinado), mientras que, al sur, en la vecina región de Lauragais, 
alcanzaba tan sólo el 8 por ciento.
La solución a la paradoja de cómo una sociedad esencialmente cam­
pesina podía mantener a tantas ciudades importantes se encuentra en las 
funciones que estos centros provincialGS desempeñaban en el siglo xvm. 
En cierto modo las ciudades del interior dependían del campo, puesto que 
el grueso de los tributos de señorío, arriendos, diezmos y pagos recauda­
dos por la élite de los dos primeros estados del reino se gastaban en los 
centros urbanos. Por ejemplo, el cabildo de la catedral de Cambrai obte­
nía dinero de sus propiedades sitas en pueblos como Montigny, donde 
poseía el 46 por ciento del área total en 1754. Al mismo tiempo era tam­
bién el señor del pueblo, a pesar de que aquélla era una región en la que el 
régimen feudal tenía un peso relativamente escaso.
Los habitantes del campo habían nacido en un mundo marcado por 
manifestaciones físicas y materiales del origen de la autoridad y del esta­
tus. La parroquia y el castillo dominaban el entorno edificado y recorda­
ban a los plebeyos su obligación de trabajar y someterse. A pesar de que 
en la década de 1780 los señores ya no residían en sus fincas como solían 
hacerlo a principios de siglo, continuaban ejerciendo sus numerosas 
prerrogativas que reforzaban la posición subordinada de la comunidad, 
ya fuera reservando un banco en la Iglesia parroquial, llevando armas en 
público, o nombrando a los funcionarios del pueblo. No podemos saber 
hasta qué punto la deferencia que exigían era un sincero reconocimiento 
de su eminencia; no obstante, hay repetidos ejemplos de animosidad del 
campesinado que desesperaban a los miembros de la élite. En Provenza, 
por ejemplo, se exigía que las comunidades locales respetasen las muer­
tes que pudiesen producirse en la familia del señor evitando cualquier 
fiesta pública durante un año. En esta región, un afligido noble se lamen­
taba de que, en el día de la festividad del santo patrón del pueblo de Saus- 
ses en 1768, «la gente había tocado tambores, disparado mosquetes y bai­
lado todo el día y parte de la noche, con gran boato y vanidad».11
La Francia del siglo xvm era una sociedad corporativa, en la que el 
privilegio era parte integral de la jerarquía social, de la riqueza y de la 
identidad individual. Es decir, las personas formaban parte de grupos 
sociales surgidos de una concepción medieval del mundo en el que la 
gente tenía la obligación de rezar, de luchar o de trabajar. Era una visión 
esencialmente estática o fija del orden social que no se correspondía con 
otros aspectos del valor personal, como la riqueza. El tercer estado, el 99 
por ciento de la población, incluía a todos los plebeyos, desde los mendi­
gos hasta los financieros más acaudalados. Los dos primeros estados 
estaban unidos internamente por los privilegios inherentes a su estado y 
por su visión de sus funciones sociales e identidad, pero también estaban 
divididos internamente por las diferencias de estatus y riqueza. A la cabe­
za de toda forma de privilegio — legal, fiscal, ocupacional o regional— se 
encontraba siempre la élite noble de los dos primeros estados u órdenes. 
Estas antiguas familias nobles e inmensamente ricas en la cima del poder 
compartían una concepción de la autoridad política y social que manifes­
taban a través de un ostentoso exhibicionismo en sus atuendos, en sus 
moradas y en el consumo de lujos.
El primer y segundo estado constituían corporaciones privilegiadas: 
es decir, la monarquía había reconocido ya tiempo atrás su estatus privi­
legiado a través, por ejemplo, de códigos legales distintos para sus miem­
bros y de la exención del pago de impuestos. La Iglesia pagaba tan sólo 
una contribución voluntaria (don gratuit) al Estado, normalmente no más 
del 3 por ciento de sus ingresos, por decisión del sínodo gobernante. Los 
nobles estaban generalmente exentos del pago directo de contribuciones 
salvo del modesto vingtiéme (vigésimo), un recargo impuesto en 1749. No 
obstante, las relaciones entre las órdenes privilegiadas y el monarca — el 
tercer pilar de la sociedad francesa— estaban basadas en la dependenciamutua y la negociación. El rey era el jefe de la Iglesia galicana, que goza­
11. Alain Collomp, La Maison du pére: Famille et vil ¡age en I Íautc-Provence aux 
xvu* et xvm* siécles (París, 1983), p. 286.
ba de una cierta autonomía respecto de Roma, pero a su vez dependía de 
la buena voluntad del personal de la Iglesia para mantener la legitimidad 
de su régimen. A cambio, la Iglesia católica disfrutaba del monopolio del 
culto público y del código moral. Asimismo, en reciprocidad a la obedien­
cia y respeto de sus semejantes de la nobleza, el rey aceptaba que estuvie­
sen en la cúspide de todas las instituciones, desde la Iglesia hasta las fuer­
zas armadas, desde el sistema judicial hasta su propia administración. 
Jacques Necker, un banquero de Ginebra que fue ministro de finanzas 
durante el período de 1777-1781 y ministro de Estado desde 1788, fue el 
único miembro del consejo de ministros de Luis XVI que no era noble.
La residencia del rey en Versalles fue la manifestación física de poder 
más imponente en la Francia del siglo xvm. Sin embargo, la burocracia 
estatal era a la vez reducida en tamaño y limitada en sus funciones al 
orden interno, a la política exterior, y al comercio. Había tan sólo seis 
ministros, dedicándose tres de ellos a los asuntos exteriores, a la guerra y 
a la armada, mientras que los otros se ocupaban de las finanzas, de la jus­
ticia y de la Casa Real. Gran parte de la recaudación de impuestos se 
«cosechaba» en los fermiers-généraux privados. Y lo que es más impor­
tante, todos los aspectos de las estructuras institucionales de la vida 
pública — la administración, las costumbres y medidas, la ley, las con­
tribuciones y la Iglesia— llevaban el sello del privilegio y reconocimien­
to histórico a lo largo de los siete siglos de expansión territorial de la 
monarquía. El precio pagado por la monarquía por la expansión de sus 
territorios desde el siglo xi había sido el reconocimiento de «derechos» y 
«privilegios» especiales para las nuevas «provincias». En efecto, el reino 
incluía un extenso enclave — Aviñón y el Condado Venesino— que conti­
nuó perteneciendo al papado desde su exilio allí en el siglo xiv.
La constitución por la que el rey gobernaba Francia era consuetuáina- 
ria, no escrita. Una parte esencial de la misma establecía que Luis era rey 
de Francia por la gracia de Dios, y que él solo se hacía responsable ante 
Dios del bienestar de sus súbditos. El linaje real era católico y se transmi­
tía solamente a través de los hijos mayores (ley sálica). El rey era el jefe 
del ejecutivo: nombraba a los ministros, diplomáticos y altos funciona­
rios, y tenía la potestad de declarar la guerra y la paz. Sin embargo, al 
tener los parlamentos la responsabilidad de certificar los decretos del rey, 
habían ido asumiendo paulatinamente el derecho a hacer algo más que 
revisar su corrección jurídica; es decir, los parlamentos insistían en que sus
«advertencias» podían también defender a los súbditos de las violaciones 
de sus privilegios y derechos a menos que el rey decidiese utilizar la se­
sión para imponer su voluntad.
Los compromisos históricos a los que los monarcas franceses habían 
tenido que sucumbir para garantizar la aquiescencia de las provincias 
recién adquiridas a lo largo de los siglos se manifestaban en los compli­
cados acuerdos relativos a los impuestos en todo el país. El impuesto 
directo más importante, la taille (la talla), variaba según las provincias y 
algunas ciudades habían comprado el modo de escabullirse por completo. 
El principal impuesto indirecto, la gabelle (la gabela) sobre el consumo 
de la sal, variaba de más de 60 libras por cada 72 litros hasta sólo 1 libra y 
10 céntimos. Olwen Hufton describe grupos de mujeres ostensiblemente 
embarazadas haciendo contrabando de sal en Bretaña, la zona en que los 
impuestos eran más bajos, y llevándola hacia el este, a las zonas que 
mayores impuestos pagaban, para venderla clandestinamente y obtener 
ganancias con este producto de primera necesidad.12
En cuanto a la administración, las palabras clave eran excepción y 
exención. Las cincuenta y ocho provincias de la Francia del siglo xvm 
estaban agrupadas a efectos administrativos en 33 généralités (véase 
mapa 2). Éstas variaban enormemente en tamaño y raramente coincidían 
con el territorio que cubrían las archidiócesis. Además, los poderes que 
los principales administradores del rey (intendants) podían ejercer varia­
ban considerablemente. Algunas de las généralités (generalidades), cono­
cidas como pays d ’état (países de Estado), como la Bretaña, el Langue­
doc y la Borgoña, reclamaban una cierta autonomía en la distribución de 
los impuestos que otras zonas, los pays d ’élection (países de elección), no 
tenían. Las diócesis se alineaban en tamaño y riqueza desde la archidió­
cesis de París hasta los «évéchés crottés» u «obispados enlodados», pe­
queños obispados que no eran más que el producto de acuerdos políticos 
de siglos anteriores, especialmente en el sur durante el exilio del papado 
a Aviñón en el siglo xiv.
El mapa de las fronteras administrativas y eclesiásticas de Francia no
12. Olwcn Hufton, «Womcn and the Family Economy in Eightccnth-Ccntury Frail­
ee», French Historical Sludies, 9 (1975), pp. 1-22; Hufton, The Prospect before Her: A 
History ofWomen in Western Europe, 1500-1800 (Nueva York, 1996), esp. cap. 4; Roche, 
France in the Enlightenment, cap. 7, pp. 287-299.
coincidía con el de los parlamentos (parlements y conseils souverains). 
El Parlamento de París ejercía su poder sobre medio país, mientras que el 
conseil souverain de Aras tenía sólo una pequeña jurisdicción local. Nor­
malmente, el centro de administración, la archidiócesis y la capital judi­
cial tenían sede en distintas ciudades dentro de la misma provincia. Ade­
más, rebasando todas estas fronteras aún había otra antigua división entre 
la ley escrita o romana del sur y la ley consuetudinaria del norte. A am­
bos lados de esta división había decenas de códigos de leyes locales; por 
supuesto, tanto el clero como la nobleza tenían también sus propios códi­
gos específicos.
Los que se dedicaban al comercio y a los distintos oficios se quejaban 
de las dificultades que en su trabajo les creaba la multiplicidad de jurisdic­
ciones y códigos legales. También la multiplicidad de sistemas moneta­
rios, de pesos y medidas — las medidas de tamaño y volumen no estaban 
unificadas en todo el reino— y las aduanas internas suponían obstácu­
los insalvables. Los nobles y las ciudades imponían sus propios peajes 
ipéages) a los productos que se trasladaban por ríos y canales. En 1664 
casi todo el norte de Francia había formado una unión de aduanas, pero 
seguía habiendo aduanas entre dicha unión y el resto del país, aunque no 
siempre entre las provincias fronterizas y el resto de Europa. Para las pro­
vincias orientales era más fácil comerciar con Prusia que con París.
Todos los ámbitos de la vida pública en la Francia del siglo xvm esta­
ban caracterizados por la diversidad regional y la excepcionalidad, y la 
constante resistencia de las culturas locales. Las estructuras instituciona­
les de la monarquía y los poderes corporativos de la Iglesia y la nobleza 
estaban siempre implicadas mediante prácticas locales, exenciones y 
lealtades. La región de Corbiéres perteneciente al Languedoc nos propor­
ciona un interesante ejemplo de esta complejidad institucional y de*las 
limitaciones con las que se encontraba la monarquía al tratar de ejercer 
control sobre la vida diaria. Aquélla era una zona geográficamente bien de­
limitada cuyas 129 parroquias hablaban todas occitano, con excepción 
de tres pueblos catalanes en su frontera sur. Sin embargo, la región estaba 
dividida a efectos administrativos, eclesiásticos, judiciales y contributi 
vos entre los departamentos de Carcasona, Narbona, Limoux y Perpiñán. 
Los límites de estas instituciones no eran fijos: por ejemplo, los pueblos 
vecinos administrados por Perpiñán pertenecían a diferentes diócesis.En 
Corbiéres había diez volúmenes distintos para los que se utilizaba el tér­
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mino setier (normalmente, unos 85 litros), y no menos de cincuenta me­
didas para definir un área: la sétérée abarcaba desde 0,16 hectáreas en las 
tierras bajas hasta 0,51 en las tierras altas.
Voltaire y otros reformistas hicieron campaña en contra de lo que con­
sideraban la intolerancia y crueldad del sistema judicial, especialmente en 
el famoso caso de la tortura y ejecución en 1762 del protestante de Tou- 
louse Jean Calas, condenado por el supuesto asesinato de su hijo para evi­
tar su conversión al catolicismo. El sistema punitivo que Voltaire y otros 
condenaban era una manifestación de la necesidad que tenía el régimen de 
ejercer el control sobre su inmenso y diverso reino mediante la intimida­
ción y el temor. Los castigos públicos eran severos y a menudo espectacu­
lares. En 1783, un monje capuchino apartado del sacerdocio acusado de 
agredir sexualmente a un muchacho y apuñalar a su víctima diecisiete 
veces fue quebrado en la rueda y quemado vivo en París; y dos mendigos 
de Auvernia fueron también despedazados en la rueda en 1778 por haber 
amenazado a su víctima con una espada y un rifle. En total, el 19 por ciento 
de los casos comparecidos ante el tribunal prebostal de Toulouse entre 1773 
y 1790 acabaron en ejecución pública (alcanzando incluso el 30,7 por 
ciento en 1783) y otros tantos en cadena perpetua en prisiones navales.
Sin embargo, para la mayoría de los contemporáneos la monarquía de 
Luis XVI parecía el más estable y poderoso de todos los regímenes. Aun­
que la protesta fuera endémica — tanto en forma de disturbios por la 
comida como de quejas sobre los atrevimientos de los privilegiados— , 
casi siempre se desarrollaba dentro del sistema: es decir, contra las ame­
nazas a una forma idealizada en la que se suponía que el sistema había 
funcionado anteriormente. Efectivamente, durante los motines populares 
más generalizados en los años previos a 1789 — la «guerra de la harina» 
en el norte de Francia en 1775— los amotinados gritaban que estaban 
bajando el precio del pan a los acostumbrados 2 céntimos la libra «en 
nombre del rey», reconocimiento tácito de la responsabilidad que tenía el 
rey ante Dios de procurar el bienestar de su pueblo. No obstante, en la 
década de 1780, una serie de cambios a largo plazo en la sociedad france­
sa comenzaron a minar algunos de los pilares fundamentales de la autori­
dad y a amenazar el orden social basado en los privilegios y las corpo­
raciones. Dificultades financieras profundamente arraigadas pondrían a 
prueba la capacidad de la élite para responder a los imperativos de cam­
bio. Una abrupta crisis política haría aflorar estas tensiones y problemas.
II. LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN
Una de las cuestiones largamente debatidas por los historiadores es la de 
si la burguesía del siglo xvm tenía «conciencia de clase»: es decir, si la 
Revolución Francesa fue obra de una burguesía decidida a derrocar los 
órdenes privilegiados acelerando con ello la transición del feudalismo al 
capitalismo de acuerdo con el modelo marxista de desarrollo histórico. 
Los términos de dicho debate se han planteado a menudo de forma harto 
simplificada, esto es, tratando de responder a la cuestión de si los miem­
bros más ricos de la burguesía estaban integrados en las clases gobernan­
tes. De ser así, ¿no podría argumentarse que no había ninguna crisis anti­
gua ni profundamente arraigada en el seno de esta sociedad?, ¿que la 
revolución tan sólo esgrimía causas recientes y por ello relativamente 
insignificantes? Hay pruebas evidentes a favor de este razonamiento.1 
Los nobles desempeñaron un papel activo en el cambio agrícola y minero, 
en contraste con lo que su reputación suponía entonces y ahora, y los reyes 
ennoblecieron de entre los financieros y fabricantes más brillantes a indi­
viduos como el emigrante bávaro Christophe-Philippe Oberkainpf, que 
había establecido una fábrica de tejidos estampados en Jouy, cerca de Ver- 
salles. Entre los objetos más codiciados por los burgueses figuraban unos
70.000 cargos venales, de los que 3.700 conferían nobleza a quiepes los 
ostentaban. Algunos de estos jóvenes burgueses ambiciosos que acabarían
1. La clásica formulación marxista de los orígenes de la crisis de 1789 se encuentra en 
Georgcs Lefebvre, The Corning o f the French Revolution, trad. R. R. Palmer (Princeton, 
1947); y en Soboul, La Revolución Francesa, Crítica, Barcelona, 1994. (En la traducción 
inglesa —Londres, 1989— corresponde a las pp. 25-113.) Su teoría es rebatida por William 
Doylc , Origins o f the French Revolution, 2." ed. (Oxford, 1980); y porT. C. W. Blanning, 
The French Revolution: Aristocrats versus Bourgeois? (Londres, 1987). William Doylc 
plantea el argumento de que los nobles y burgueses adinerados formaban una élite de no­
tables en su obra, The Oxford History o f the French Revolution (Oxford, 1989), cap. 1.
estando a la vanguardia de la iniciativa militante contra los nobles después 
de 1789, encontraban apropiado e incluso deseable añadir un prefijo o su­
fijo noble a su apellido plebeyo: de Robespierre, Brissot de Warville, y 
Danton. Por otro lado, hay que señalar que los distintos grupos profesiona­
les que conformaban la burguesía no se definían a sí mismos como miem­
bros de una «clase» compacta, unida a lo largo y ancho de todo el país por 
los cargos que desempeñaban y por intereses socioeconómicos similares.
Sin embargo, podría resultar mucho más esclarecedor el considerar a 
la élite de la burguesía como un grupo que buscaba ingresar en el mundo 
de la aristocracia trastornándolo al mismo tiempo sin darse cuenta. Los 
burgueses más acaudalados trataban de comprar cargos y títulos nobles, 
pues éstos les aportaban riqueza y a la vez un puesto en aquella sociedad. 
No es de sorprender que intentasen abrirse camino en un mundo que nun­
ca habrían imaginado que pudiese terminar. Por ejemplo, Claude Périer, 
el adinerado propietario de una fábrica textil de Grenoble, que también 
poseía una plantación de azúcar en Santo Domingo, pagó un millón de 
libras por varios señoríos y el inmenso castillo de Vizille en 1780, don­
de construyó una nueva fábrica textil. El rendimiento de sus señoríos 
— 37.000 libras anuales— era aproximadamente el mismo que el que po­
dría haber obtenido de haber llevado a cabo otras alternativas de inver­
sión. No obstante, aunque la burguesía más acomodada pusiera todas sus 
esperanzas y fortunas en lograr el ingreso en la nobleza, nunca dejaban de 
ser «intrusos»: sus reivindicaciones por alcanzar prestigio no sólo se basa­
ban en sus distintos logros, sino que su mismo éxito resultaba subversivo 
para la raison d 'étre del estatus de nobleza. A su vez, los nobles que emu­
laban a la burguesía tratando de parecer «progresistas» y se uníán, por 
ejemplo, a las logias masónicas, socavaban la exclusividad de su orden.
Otros historiadores han tildado de «infructuosas» y «zanjadas» las 
cuestiones acerca de los orígenes sociales y económicos de la revolución 
y afirman que sus orígenes y naturaleza pueden observarse mejor a través 
de un análisis de la «cultura política», según palabras de Lynn Hunt, del 
papel de los «símbolos, el lenguaje, y el ritual al inventar y transmitir una 
tradición de acción revolucionaria».2 Efectivamente, algunos historiado­
res han puesto en tela de juicio la idoneidad de términos como «clase»
2. Lynn Hunt, «Prólogo» a Mona Ozouf, Festivals and the French Revolution, trad.
Alan Sheridan (Cambridge, Mass. 1988), pp. ix-x; Sarah Maza, «Luxury, Morality, and
y «conciencia de clase» en la Francia del siglo xvm. David Garrioch 
comienza su estudio de «la formación de la burguesía parisina» afirman­
do que «no había burguesía parisina alguna en el siglo xvm», es decir, 
que los burgueses no se definían a sí mismos como parte integrante de 
una «clase» con intereses y puntos de vista similares. Los diccionarios 
de la época definían el término burguéspor lo que no era — ni noble ni 
obrero manual— o utilizando «burgués» como término despectivo.
No obstante, como Sarah Maza nos muestra, ello no equivale a decir 
que no hubiera crítica de la nobleza: al contrario, las causes célebres que 
ha estudiado a través de la publicación de informes judiciales de tiradas 
de hasta 20.000 en los años 1780 demuestran un frecuente y poderoso 
rechazo de un mundo aristocrático tradicional que aparece descrito como 
violento, feudal e inmoral, y opuesto a los valores de la ciudadanía, racio­
nalidad y utilidad.3 En el mundo cada vez más comercial de finales del 
siglo xvm, los nobles discutían acerca de si la abolición de las leyes de 
dérogeance (degradación) para permitir su ingreso en el comercio resuci­
taría la «utilidad» de la nobleza a ojos de los plebeyos. Lo que todo ello 
sugiere es que, aunque entre la burguesía no había conciencia de clase 
con un programa político, sí había sin lugar a dudas una enérgica crítica 
de los órdenes privilegiados y de las supuestamente anticuadas reivindi­
caciones de las funciones sociales en las que se sustentaban.
Si los cambios se manifestaban en la forma en que se expresaba el 
debate público en los años previos a 1789, ¿no es eso indicativo de mayo­
res cambios en la sociedad francesa? Recientemente los historiadores han 
vuelto al estudio de lo que ellos llaman «cultura material» de la Francia 
del siglo xvm, es decir, de los objetos materiales y prácticas de la vida 
económica. No obstante, no han dado este paso para recuperar las viejas 
interpretaciones marxistas de la vida cultural e intelectual como «reflejos» 
de la estructura económica, sino más bien para comprender los significa 
dos que la gente de la época otorgaba a su mundo a través de su conducta 
y también de sus palabras. De ello se desprende que una serie de cambios
Social Change: Why there was no Middlc-Class Consciousness in Prercvolutiomiiy 
France», Journal o f Modern History, 69 (1997), pp. 199-229.
3. David Garrioch, The Formation o f the Parisian Bourgeosie I690-IH3I) (Cambridge, 
Mass., 1996), p. 1; Sarah Maza, Prívate Uves and Public Affairs: The Causes Célebres <>J 
Prerevolutionary France (Berkeley, Calif., 1993); y «Luxury, Morality, and Social Change».
interrelacionados — económicos, sociales y culturales— estaba socavan­
do las bases de la autoridad social y política en la segunda mitad del si­
glo xvm. La expansión limitada pero totalmente visible de la empresa ca­
pitalista en la industria, en la agricultura de las tierras del interior de París, y 
sobre todo en el comercio, vinculada al negocio colonial, generaba formas 
de riqueza y valores contrarios a las bases institucionales del absolutismo, 
una sociedad ordenada de privilegios corporativos y de reivindicacio­
nes de autoridad por parte de la aristocracia y de la Iglesia. Colin Jones ha 
calculado que el número de burgueses aumentó de unos 700.000 en 1700 a 
aproximadamente 2,3 millones en 1780. Incluso entre la pequeña burgue­
sía se iba gestando una clara «cultura de consumo», patente en el gusto 
por los escritorios, espejos, relojes y sombrillas. Las décadas posteriores a 
1750 se revelaron como una época de «revolución en el vestir», según 
palabras de Daniel Roche, en la que los valores de respetabilidad, decen­
cia y sólida riqueza se expresaban a través del vestir en todos los grupos 
sociales, pero especialmente entre las clases «medias». Los burgueses 
también se distinguían de los nobles y artesanos por su cuisine bourgeoise 
(cocina burguesa), haciendo comidas menos copiosas y más regulares, y 
por sus virtudes íntimas de simplicidad en sus viviendas y modales.
Jones ha estudiado las diferentes expresiones de este cambio de valo­
res en las revistas de la época. En los años ochenta, salieron al mercado el 
Journal de santé y otras publicaciones periódicas dedicadas a la higiene y 
a la salud, que abogaban por la limpieza de las calles y la circulación del 
aire: la densa mezcla de sudor y perfume que despedían los cortesanos 
con sus pelucas era tan insoportable como el «hedor» de los campesinos 
y de los pobres en las ciudades, con su creencia en el valor medicinal de 
la suciedad y la orina. El contenido de los anuncios y de las hojas de noti­
cias denominadas Affiches, que se elaboraban en cuarenta y cuatro ciuda­
des y leían unas 200.000 personas, se fue haciendo perceptiblemente cada 
vez más «patriótico». En dichas páginas abundaba el uso de términos 
como «opinión pública», «ciudadano», y «nación» en comentarios polí­
ticos, y al mismo tiempo podía leerse en un anuncio en el A/fiche de 
Toulouse de diciembre de 1788 sobre «les véritables pastilles á la Neckre 
(sic)»: gotas patrióticas para la tos «para el bien público».4
4. Colin Jones, «Bourgeois Revolution Revivificd: 1789 and Social Change», en
Colin Lucas (ed.), Rewriling the French Revolution (Oxford, 1991); y «The (¡real Chain
Coincidiendo con la articulación de estos valores y con el gradual, 
prolongado e irregular cambio económico, se produjo una serie de desa­
fíos intelectuales a las formas políticas y religiosas establecidas, que los 
historiadores denominan «Ilustración». La relación entre el cambio eco­
nómico y la vida intelectual se encuentra en el seno de la historia social 
de las ideas, y los teóricos sociales e historiadores permanecen divididos 
acerca de la naturaleza de dicha relación. Los historiadores, especialmen­
te los marxistas, para los que los orígenes de la revolución están inextri­
cablemente unidos al importante cambio económico experimentado, han 
interpretado la Ilustración como un síntoma de una sociedad en crisis, 
como la expresión de los valores y frustraciones de la clase media. Por 
consiguiente, para Albert Soboul, que escribió en 1962, la Ilustración era 
en efecto la ideología de la burguesía:
La base económica de la sociedad estaba cambiando, y con ella se modifi­
caron las ideologías. Los orígenes intelectuales de la revolución hay que 
buscarlos en los ideales filosóficos que la clase media había estado plan­
teando desde el siglo xvn ... su conciencia de clase se había visto reforza­
da por las actitudes exclusivistas de la nobleza y por el contraste entre su 
avance en asuntos económ icos e intelectuales y su declive en el campo tic 
la responsabilidad cívica.5
Esta visión de la Ilustración ha sido rebatida por otros historiadores cinc 
hacen hincapié en el interés que muchos nobles mostraban por la filoso­
fía. Además, mientras que una generación de historiadores intelectuales 
veteranos tendía a mirar retrospectivamente desde la revolución a las ideas 
que parecían haberla inspirado, como el Contrato social de Rousseau, 
otros insisten en que el interés prerrevolucionario se centraba en su nove­
la romántica, La nueva Eloísa. *
of Buying: Medical Advertisemcnt, the Bourgeois Public Sphere, and the Origins of the 
French Revolution», American HistóricaI Review, 101 (1996), pp. 13-40; Gcorgcs Viga- 
relio, Lo limpio y lo sucio: la higiene del cuerpo desde la Edad Media, (Madrid, 1991), 
caps. 9-11. Roche trata el teína del desarrollo de una cultura comercial y de consumo de 
forma harto atractiva en France in the Enlightenment, caps. 5, 17, 19, y en The Culture o f 
Clothing: Dress and Fashion in the «Ancient Regime», trad. Jean Birrell (Cambridge, 1994).
5. Albert Soboul, La Revolución Francesa, Crítica, Barcelona, 1994. (En la traducción 
inglesa — Londres, 1989— corresponde a las pp. 67-74.) En The Enlightenment (Cam­
bridge, 1995) de Dorinda Outram encontramos una lúcida argumentación sobre el tema.
Al igual que la Ilustración no fue una cruzada intelectual unificada 
que socavara por sí sola los supuestos fundamentales del Antiguo Régi­
men, tampoco la Iglesia católica fue un monolito que sustentara siempre 
el poder de la monarquía. Algunos de los filósofos más prominentes fue­
ron prelados: Mably, Condillac, Raynal y Turgot, entre otros. Por su parte, 
Dale Van Kley insiste en la importancia del legado religioso de las no­

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