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fe: P^kW^ t Li ipenslsrüieeiói de la Mmmli 4M w gedisa CD editorial GEORGES LAPA88ADE SERIE RENOVACIÓN PEDAGÓGICA Grupos, organizaciones e instituciones por GEORGES LAPASSADE Latransiormaclóndeiaiiürocracia ^ 5 editorial Título del original francés: Groupes, organisationes institutions © Bordas, París, 1974 Diseño de cubierta: Marc Valls Tercera edición, enero de 1999, Barcelona Derechos reservados para todas las ediciones en castellano © ¿7y Editorial Gedisa,S.A. Muntaner, 460, entlo., 1.' Tel.201 60 00 08006 - Barcelona, España e-mail: gedisa@gedisa.com http.V/www.gedisa.com ISBN: 84-74324)09-7 Depósito legal: B-4.179/1999 Impreso en Romanyá Valls Verdaguer, 1. 08786 Capellades (Barcelona) Impreso en España Printed in Spain Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier me- dio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o cualquier otro idioma. mailto:gedisa@gedisa.com http://http.V/www.gedisa.com ÍNDICE Prefacio a la tercera edición francesa 9 Prólogo de Juliette Favez-Boutonier 11 Prefacio a la segunda edición francesa . . . . 15 Introducción 39 Capítulo I- — Las fases A, B y C 43 Capítulo 11. — Los grupos: Investigación — For- mación — Intervención . . . 69 Capítulo III. — Las organizaciones y el problema de la burocracia 107 Capítulo IV. — Las instituciones y la práctica insti- tucional 213 Capítulo V. — Dialéctica de los grupos, de las or- ganizaciones y de las instituciones . 249 Apéndice Uxico 289 Bibliografía 325 PREFACIO A LA TERCERA EDICIÓN EN FRANCES Hacia 1963-1964, en momentos en que escribía este libro, habíamos desarrollado en torno del movimiento de grupos una ideología que luego hubo de hallar algún eco en el movi- miento de mayo de 1968; de modo especial, la ideología de la «liberación de la palabra». Pero hoy se trata antes bien, dentro del nuevo movimiento de grupos, de incluir en el programa la «liberación del cuerpo». Esta nueva orientación es, en conjunto, antipalabrista, an- tianalítica. Su horizonte político resulta bastante oscuro. Pero es dable ver los vínculos del nuevo movimiento de grupos con los movimientos de liberación sexual e igualmente con prácticas terapéuticas mucho más antiguas, como las del trance... La ideología microsociológica y micropolítica de la década del sesenta y del número de Arguments de 1962 sobre la psicosociología en sus relaciones con la política se ha vuelto iflactual, y yo no asumo ya las tesis micropolíticas desarrolladas en el presente libro. Pienso, por el contrario, que el nuevo movimiento de grupos de bioenergía, gestait, encuentro y ex- presión podría tener, dentro de un término más o menos largo, un efecto liberador análogo a los efectos de la dinámica de grupo de hace diez años. Hoy me hallo asimismo muy lejos del análisis institucional tal cual lo definía diez años atrás. La tarea consiste en des- construir y reconstruir el concepto de institución. Tan necesaria reconstrucción la exigen también los trabajos desarrollados dentro del movimiento de la psicoterapia insti- tucional que ejercían influencia sobre nuestras primeras inves- tigaciones institucionales. Así, recientemente, F. Tosquelles declara (en Connexions n." 7) que no se debe confundir ins- titución y establecimiento, es decir, la escuela o el hospital... Estas observaciones permiten despejar por el momento una ambigüedad: ya no se definirá el análisis institucional en situación de intervención por la referencia a establecimientos «clientes»; no se trata de analizar esas instituciones. En una palabra, tengo que retomar el problema por la base.' El análisis institucional ha entrado en un período de crisis, y debemos buscar nuevas formas de intervención. La primera parte del libro, que trata de las fases A, B y C, está directamente inspirada en trabajos de Serge Mallet, en su libro sobre la nueva clase obrera, en nuestras charlas y nuestra amistad. Serge Mallet murió en un accidente automovilístico en julio de 1973. Siempre, hasta el día de su muerte, se preo- cupó por los problemas que aquejaban al movimiento obrero en Fos; al mismo tiempo militaba en el movimiento occitano. Dedico esta nueva edición a su memoria. Georges Lapassade París, 15 de mayo de 1974. 1. Es lo que haré en mi próximo libro. Le désir et Vinstitution. 10 PROLOGO El estudio de pequeños grupos ha generado entre especia- listas de las ciencias humanas la gran esperanza de llegar a descubrir leyes comunes y profundas que rigen tanto al indi- viduo como a la sociedad. De este modo finalizaría un dilema del que la psicología y la sociología de comienzos de siglo sólo podían salir merced a una elección arbitraria, ya que resultaba tan imposible comprender al hombre sin el medio social que le es indispensable como a la sociedad sin los seres humanos que la constituyen. Ahora bien, en el nivel del pequeño grupo las relaciones interprofesionales aparecen vinculadas a las conductas de los individuos y a interreacciones que el observador puede adver- tir con precisión. Y cuando el pequeño grupo es experimental o casi experimental y está dirigido de acuerdo con diversos modos de ejercicio de la autoridad o se encuentra artificial- mente liberado de toda tarea común distinta de la de «estar juntos», se hace presente, en efecto, que aquello que sucede no es una cosa cualquiera, puesto que todos toman conciencia de la presencia de los demás dentro de un clima en el que se capta en vivo el estrecho lazo de cada existencia con la del prójimo. La experiencia del grupo otorga así un sentido nuevo al «Conócete a ti mismo», que sigue siendo la última palabra de toda sabiduría y de toda cura psicológica, pero que también proporciona la prueba de que ese conocimiento para ser cabal, debe tomar en cuenta lo que otros nos revelan acerca de noso- 11 tros mismos, tanto por el papel que nos asignan como por el que asumimos. La experiencia así adquirida, por indiscutible que sea, plan- tea muchos problemas. La utilización que, aquellos a quienes tenemos la costumbre de llamar psicosociólogos, hacen de los efectos de la experiencia del grupo para diagnosticar las ten- siones que existen entre los miembros de ciertos pequeños grupos naturales y para atenuarlas mediante la facilitación de !a toma de conciencia por los individuos del origen de esas ten- siones, ha llevado a pensar que, más allá de las aplicaciones psicológicas o psicoterápicas de tales técnicas, hay posibles consecuencias sociológicas. Si el conocimiento de las leyes que rigen la vida de los pequeños grupos le permite al psicosoció- logo establecer en el equipo y la empresa un clima de coope- ración y buen entendimiento, reemplazando los conflictos de autoridad o de avidez, ¿por qué no se habrían de utilizar los mismos métodos para poner fin a la lucha de clases y hasta a la guerra? Este optimismo tal vez ingenuo, pero que podría parecer cuando menos simpático, ha sido criticado por razones más políticas que científicas, hasta el extremo de que la extra- polación de las leyes de la vida de los pequeños grupos a las sociedades humanas en su conjunto no sólo se ha visto injus- tificada, sino además acusada de tapar los designios inconfesos de un política conservadora; peor aún, la sospecha de tal ma- nera arrojada sobre el método se ha extendido hasta las expe- riencias limitadas a los pequeños grupos. Los psicosociólogos aparecen, así, como agentes de una sociedad que, para defender instituciones caducas, organiza insidiosos y falaces artificios destinados a convertir en sumisos a quienes se hallaban dis- puestos a sublevarse. En alguna medida, un opio psicológico que nada tiene que ver con la realidad social, a la que, an- tes que revelar, oculta. Indiferente a esas posiciones extremas había, no obstante —y la hay aún—, una psicología social carente de toda razón para renegar de los hechos hoy demasiado conocidos pormu- chas experiencias para que se los considere como «artefactos» sin valor. Acaso haya que extraer ante todo una primera lec- ción de esas polémicas y preguntarse si en el seno de una 12 sociedad, sea la que fuere, se puede crear un grupo siquiera efímero, poseedor de una nueva-estructura, sin ver aparecer en él, o alrededor de él, fenómenos que muestren que a ese grupo no se le puede aislar del medio social íntegro y sobre todo de las instituciones a las que pertenecen los individuos que le componen. Sin dejar, pues, de reconocer el valor de las leyes descubiertas por la dinámica de grupos, hemos de ob- servar que la confianza de los jefes de una institución en la que se ha formado un «grupo experimental» resulta necesaria para que el grupo pueda continuar su experiencia. Y si la evolución de éste inquieta a las autoridades responsables o pone en tela de juicio algunos aspectos de la institución, es el conjunto de la institución quien va a verse reaccionar a la exis- tencia del grupo. Desde luego, es normal y deseable que las instituciones evolucionen. Pero entre la evolución y la revolu- ción la confusión es fácil, sobre todo si, como nos lo enseña la psicología, la resistencia al cambio es propia no sólo de los individuos, sino también de los grupos, y suscita reacciones de defensa que suelen ser extremadamente vivas. De este modo la psicosociología, acusada por algunos de defender a una sociedad conservadora, puede ser considerada por otros como encubridora de peligrosos fermentos revolucionarios y artera socavadora de la autoridad reconocida, de costumbres y tra- diciones. Habrá quienes se sientan tentados de sacar la con- clusión de que hay, más que una psicosociología, psicosoció- logos con sus opciones teóricas y políticas personales. Pienso que para darse cuenta de su error ha de bastarles leer este libro de Georges Lapassade. Cierto es, en efecto, que, si el autor toma a menudo posición, los hechos objetivos de que informa, tanto en el campo de la historia de las ideas como en el plano de la experiencia concreta, no admiten ser trata- dos como si fueran puntos de vista subjetivos. Y porque he asistido a la evolución de su pensamiento sé cuan respetuoso es Georges Lapassade, de la objetividad de la información, aun cuando aporta a la investigación una pasión que trae con- sigo, ora el entusiasmo, ora, de ««cuerdo con los mecanismos que recordábamos hace unos instantes, la protesta. Nadie olvida de qué modo las discusiones que provoca, sin parecer buscarlas, 13 se mantienen vivas y enriquecedoras a causa de su vasta cultura y de la honestidad con que se empeña en ellas sin la menor reserva. No ha procurado tener alumnos, pero ha hecho es- cuela. El hallazgo de este filósofo comprometido íntegramente en una activa investigación ha signado espíritus y suscitado vocaciones cuyos efectos a largo plazo me es dado comprobar, especialmente entre aquellos que exploran, tras él, los difíciles caminos de la «pedagogía institucional». Por eso este libro no necesita, ante un público realmente numeroso, otro introductor que Lapassade mismo. Con todo, se me ha proporcionado la ocasión de testimo- niar al autor de la presente obra mi estimación por su trabajo y de destacar el interés que presentan sus investigaciones sobre la autogestión educativa, en particular para la psicología y la pedagogía. Yo no podría olvidar que su pensamiento se desa- rrolla con una profunda continuidad, puesto que los temas encarados en su tesis relativa a la entrada en la vida se en- cuentran en este libro juntamente con esa crítica de las ilu- siones de la «adultidad» que no aceptamos, quizá, sin reservas, pero que nos parece justificar nuestra certidumbre de que en un mundo difícil y nunca acabado Georges Lapassade nos reserva otros descubrimientos y no nos dite, hoy, su última palabra. Juliette Favez-Boutonier 14 PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN FRANCESA Este libro que trata de los grupos, las organizaciones y las instituciones ha nacido de preocupaciones vinculadas, esencial- mente, a mi experiencia en materia de psicosociología. Se trata de un trabajo que me había conducido a comprobar y demos- trar, mediante experiencias instituidas, que el origen y el sen- tido de lo que ocurre en los grupos humanos no es cosa que se deba buscar tan sólo en aquello que aparece en el nivel visible de lo que se ha dado en llamar dinámica de grupo. Así hayan sido creados para la formación de los hombres o para la experimentación e investigación de las «leyes», hay una dimensión oculta, no analizada y, sin embargo, determinante: la dimensión institucional. Propuse entonces (1963) denominar análisis institucional al procedimiento que apunta sacar a luz ese nivel oculto de la vida de los grupos, así como su funcio- namiento. El presente trabajo, elaborado a partir de una experiencia pedogógica y psicosociólogica, me había llevado, pues, a con- clusiones bastante aproximadas a las tesis desarrolladas por la corriente de la psicoterapia institucional. De ésta se ha retenido el hecho de que los psicoterapeutas institucionalistas han mos- trado que la terapia de grupo practicada en colectividad de hospital carece de efectos decisivos si no se toma en cuenta la dimensión institucional de esa colectividad. Para tomarle en cuenta, preciso es trabajar la institución misma; hay que cuidar esmeradamente la institución. Es esta una advertencia dema- siado breve para decir con algún rigor qué son hoy por hoy los 15 aportes decisivos de tales escuelas. Pero éstos nos bastan para indicar de qué manera investigadores y expertos se han visto llevados en el curso de estos últimos años a establecer difini- tivamente que un «grupo» —y por «grupo» entiendo también una «organización social»— se halla siempre sobredeterminado por instituciones. Si se desea analizar lo que ocurre en un grupo, ya sea éste «natural» o «artificial», pedagógico o expe- rimental, hay que «dmitir como hipótesis previa que el sentido de lo que ocurre aquí y ahora en este grupo tiene estrecha relación con el conjunto del tejido institucional de nuestra sociedad. Existe, luego, una relación de interdependencia entre los conceptos de grupo, organización e institución, así como entre '.os niveles de la realidad social que estos conceptos querrían circunscribir. Desde un punto de vista tópico, las nociones de grupo, organización e institución, que en el lenguaje corriente permi- ten designar a tres niveles del sistema social, pueden también servir para determinar tres niveles del análisis institucional (o socióanálisis institucional). El primer nivel es el del grupo. Definiremos, pues, el nivel de «la base» y de la vida diaria. La unidad básica es el taller, la oficina, el aula. En este nivel se sitúa la práctica socioana- lítica del análisis y de la intervención. En este nivel del sistema social ya hay institución: horarios, cadencias, normas de tra- bajo, sistemas de control, estatutos y funciones cuya finalidad consiste en mantener el orden y organizar el aprendizaje y la producción. En el taller, las normas del trabajo expresan di- rectamente, como dice Marx, el gobierno del capital dentro de la empresa. Lo que ocurre en esas unidades básicas, en esos grupos reales — ŷ también en los grupos artificiales reunidos en semi- narios de formación—, no tiene que ver, por tanto, con el mero análisis psicosociológico, si por este término se entiende la tentativa de reducir el sistema social a la suma de las interac- ciones que en éste se producen. Por el contrario, hay que decir, con Kurt Le win, que el análisis del campo de grupo implica el análisis del campo social en su conjunto, o sea, que el 16 análisis de grupo sólo es cierto si se basa en el análisis insti- tucional. En la base de la sociedad las relaciones humanas se rigen por instituciones: bajo la superficie de las «relaciones humanas» (e inhumanas) están las relaciones de producción, de dominación, deexplotación... Todo el sistema institucional está ya allí, entre nosotros, aquí y ahora. Se halla en la disposición material de sitios y herramientas de trabajo, en horarios, programas, sistemas de autoridad. En el taller y el aula está presente, aunque disimu- lado, el poder del Estado. Y en ese mismo nivel básico hay que situar a la familia, a la institución de la afectividad y la sexualidad, a la organización exogámica de los sexos, a la pri- mera división del trabajo, a la primera forma de la relación entre las edades, entre las generaciones. El grupo familiar cons- tituye el cimiento más firme del orden social establecido, el punto donde se efectúa, como lo muestra Freud, la interiori- zación de la represión, que prosigue en la escuela. Esa es la base del sistema. El segundo nivel es el de la organización. Es el nivel de la fábrica en su totalidad, de la universidad, del estableci- miento administrativo. En el nivel de la organización, grupo de grupos regidos asimismo por nuevas formas, se lleva a cabo la mediación entre la base (la «sociedad civil») y el Estado. Para nosotros se trata de un segundo nivel institucional: nivel de los aparatos, de las retransmisiones, del envío de órdenes; nivel de la organización burocrática. En este caso vemos cómo las instituciones ya adquieren formas jurídicas. Tal es, por ejemplo, el nivel de la propiedad privada de los medios de producción. El tercer nivel es el de la institución, siempre que al tér- mino se le reserve su significación habitual, que restringe su empleo al nivel jurídico y político. Pero la sociología clásica, sobre todo de Durkheim aquí ya ha desbordado su significación restringida. Tanto para Durkheim como para los sociólogos que le sucedieron, las instituciones definen todo aquello que está establecido, es decir, en otro lenguaje, el conjunto de lo instituido. El tercer nivel es, en realidad, el del Estado, que hace la Ley, que da a las instituciones fuerza de ley. De donde 17 se infiere que en esta sociedad que todavía es la nuestra, lo instituyeme se halla del lado del Estado, en la cumbre del sistema. En cambio, la «base» del sistema está instituida por la cumbre, excepto en período de crisis revolucionaria. Cuando se levanta la represión de la cumbre sobre la base, lo institu- yen te se revela en las unidades básicas. El habla social queda liberada. Se vuelve posible la creatividad colectiva. Por doquier se inventan nuevas instituciones, que ya no son, o que no llegan a serlo todavía, instituciones dominantes, signadas por la dominancia del Estado. Tal es el esquema a la vez anatómico y dinámico del sistema aquí descrito con los términos de «gru- pos, organizaciones e instituciones». Es un esquema general que se debe poder aplicar al análisis de todo sistema, a una empresa, una iglesia, un banco, un hospital, una escuela. Daré un único ejemplo —el de la escuela— con el sólo fin de ilustrar todo aquello que ha podido parecer un tanto abstracto en su generalidad. La práctica pedagógica se establece en tres niveles. E! primero de éstos es el de la unidad pedagógica de base. Es el nivel escolar de «la clase», de la práctica docente. En la pedagogía tradicional domina el curso, la enseñanza magistral. Las reformas introducen trabajos dirigidos, ejercicios prácticos, seminarios, sobre todo en la enseñanza superior. Pero dentro de estas nuevas disposiciones la relación entre educadores y educandos conserva su estructura de poder, basada en la disi- metría que opone «el saber» al «no saber». Convengamos en decir, provisionalmente, que es el nivel del «gr«po-maestros- alumnos». De un modo general, así se lo capta, y no se ve que en este grupo está aquello que ha sido instituido. No se ve que la institución determina radicalmente la relación maes- tro-alumno, la relación de formación en su vivencia misma. El segundo nivel es el del establecimiento: la escuela, el liceo, la facultad universitaria. En el presente libro he denomi- nado a este sistema de las instituciones externas. 18 Al establecimiento se le suele llamar «institución». (La ley de orientación define «Instituciones Universitarias», que son, precisamente, las universidades, deslindadas en Unidades de Enseñanza y de Investigación. El término «institución» ha designado a veces, asimismo, establecimientos de enseñanza.) Este nivel es, ante todo, el de la organización. La estructura de la administración universitaria es, por tradición, autoritaria, bien porque la autoridad emana de una elección (los decanos de las facultades), bien porque resulta de una designación (el director de liceo). Los educandos no participan (siempre dentro de la fórmula tradicional) en el poder administrativo; antes de mayo del 68, las decisiones del decano sólo eran controladas en las facultades por sus iguales, e„:j es, los profesores titu- lares de cátedras (en el Consejo de Facultad) y los maestros de conferencias (en la Asamblea de Facultad). Aun restringido, ese control de la decisión se hallaba además limitado por el hecho de que el decano estaba y está en relación directa con el poder central, al que representa dentro de la facultad, y por ser juez único de la gestión diaria del Establecimiento. Por último, no corresponde a las instituciones modificar por sí mismas sus estructuras; la reforma sólo puede provenir del Estado. Se ha visto ya, con la promulgación de la «Ley de Orientación», que decreta desde arriba la supuesta autonomía de las universidades. El Estado —tercer nivel— define las normas generales de la universidad (los concursos, las líneas generales de los pro- gramas, las nóminas de aptitud para la enseñanza superior). Pero está ya directamente presente en el segundo nivel (aun- que no pueda nombrar a su representante, el decano), y está también en el primer nivel, puesto que los profesores contro- lan la adquisición de los conocimientos. Es visible que los docentes, como entregan los diplomas, son los representantes de la autoridad estatal en la unidad pedagógica básica. Esta descripción sólo es institucional en un nivel directa- mente señalable: el del poder, de la organización, de los con- troles. Pero tales criterios no agotan en modo alguno la lista de las normas a las que debemos reconocer un carácter insti- tucional, y éstas son las que definen, en el nivel del «grupo- 19 clase», los procedimientos de la enseñanza, su ritual, su ins- talación dentro del espacio pedagógico, la fijación de los horarios, las relaciones de formación en su extrema comple- jidad, la total ignorancia del estudiante anónimo en los anfi- teatros, hasta las relaciones personales y las direcciones de trabajos, la institución de los contenidos como si se tratara de «aquello que se debe retener para el día del examen», la especificidad de la relación pedagógica, el examen... * * * En el camino del análisis institucional encontramos, nece sanamente, el Estado clasista y, por esta mediación, la estruc- tura de clase de una determinada formación social. Así, a partir de un grupo sometido al análisis deberíamos hallar, de llevar el análisis todo lo lejos que podamos, el sistema de las clases sociales y sus relaciones. Allí es donde nos conducía hace un instante el ejemplo del sistema universitario. Hoy se reconoce que la institución universitaria es una institución cla- sista. Pero por ello se entiende, y hay quienes se limitan a este punto del análisis, la segregación social efectuada por la escuela, por el sistema de los exámenes y los concursos, por el lenguaje, por todo aquello que, a partir de la desigualdad cultural, explica la desigualdad real, disimulada por una desi- gualdad formal, de los niños y los estudiantes situados ante el sistema de enseñanza. Así es como se ha establecido que la universidad es, en efecto, una institución clasista y no una institución neutral del Saber, abierta a todos, protegida de los conflictos de clases, como parece estarlo la Ciencia. Este análisisno es falso, pero sí incompleto. Además hay que mostrar que el sistema jerárquico de la universidad, tal como se reproduce bajo el inmediato control del Estado, se halla directamente ligado a la función de dominación que se le atribuye al Saber dentro de la división del trabajo. La es- cuela acostusmbra a los hombres a creer que el presunto «saber» otorga un poder de dominación y explotación. El sis- tema "burocrático —y esto no es nuevo— encuentra uno de 20 sus fundamentos esenciales en los misterios del conocimiento. Marx definía el examen como el bautismo burocrático del Saber. Y claro está que la posesión del Saber es el producto de una iniciación que nos ubica del lado de quienes dominan una sociedad, o que al menos nos f>one a su servicio. En resumen, la universidad es una institución clasista precisamente en la medida en que tiene la función de conservar las jerar- quías en nuestra sociedad. Hecha para reproducir los sistemas de dominación, ella misma es una institución dominante. Ahora bien, el Estado clasista no se podría mantener si el conjunto de las instituciones se derrumbara, como sucede en toda crisis revolucionaria. Antes de mostrarlo, tenemos aún que destacar un aspecto de la teoría de las instituciones. Espontáneamente se sitúa al sistema de las instituciones en un nivel de la estructura social. De este modo, toda socio- logía tiende en nuestros días a distinguir la infraestructura y la superestructura (en lenguaje marxista), o la base morfológica y los sistemas institucionales (en el lenguaje de la sociología surgida de Durkheim). Dentro de esta descripción se pondría a las instituciones en el nivel de la «superestructura». Pero es olvidar, por ejemplo, que las relaciones de producción se hallan instituidas. Y sobre todo, si volvemos una vez más al ejemplo del sis- tema universitario, rápidamente vemos que a esta institución sólo se la puede comprender como un sitio en el que se cruzan la instancia económica (la universidad posee una función eco- nómica vinculada a la plaza dentro de la producción), la ins- tancia política (ya hemos visto su relación con el Estado) y la instancia ideológica (hoy se sabe de qué manera la universidad produce y difunde permanentemente ideología, afirmando, casi siempre, que ésta es la Ciencia). Se puede generalizar el ejem- plo de la universidad y decir que una institución no es un nivel o una instancia de un modo de producción o de una formación social. La institución no es, para emplear el lenguaje marxista, una superestructura. Lo que se encuentra en la su- perestructura de un sistema no es más que el aspecto institu- cionalizado de la institución. Es la ley, el código, la regla escrita. Es la constitución. Se admitirá que el sistema de las 21 instituciones políticas, del juego político, de los partidos, no se limita a su aspecto institucionalizado, registrado en leyes escritas. También está aquello que ha sido instituido, que no es visible de un modo inmediato y que forma parte de la institución. Esto nos conduce a plantear como principio que la institución no es un nivel o una instancia de la formación social, sino un producto del cruce de los niveles o las instan- cias. Y este producto está sobredeterminado por el conjunto del sistema a través de la mediación del Estado. * * * El Estado se forma en el origen de las grandes civilizacio- nes, no bien la producción se organiza en gran escala. Al mis- mo tiempo aparece en ¡os sistemas del «despotismo oriental» la primera clase dominante. Después, una civilización se libera del Estado oriental: en la aurora griega de las sociedades occi- dentales, el Estado y la clase dominante dejan de coincidir en un todo. La nueva clase dominante fundamenta ahora su do- minación en la propiedad privada, y el Estado pasa a ser su «instrumento». En el curso de la historia occidental —una historia específica, que rompió su nexo original con el «modo de producción asiático»— las clases dominantes cambian al mismo tiempo que los Estados. Pero la postura de la clase dominante es siempre el control del aparato estatal. Esto es particularmente claro en el paso de la sociedad feudal a la sociedad burguesa. El Estado se establece entonces en el compromiso de la lucha de clases, hasta el momento en que se convierte, con el advenimiento de la Revolución Fran- cesa, en lo que todavía hoy es para nosotros: el Estado bur- gués. Marx primeramente y luego Lenin han mostrado este nacimiento y esta función del Estado, lugar de descifre del modo de producción. Para el movimiento revolucionario, esto es determinante, hasta el extremo de que desde hace casi un siglo el análisis político y la acción sólo alcanzan su verdadero punto de legitimidad si el Estado, con su policía, su ejército 22 y su burocracia, se presenta visiblemente como tema primero de la crítica y como el elemento que se debe destruir. Es cierto, en efecto, que la clave del cambio revolucionario estriba en la destrucción del aparato estatal burgués. La socie- dad burguesa y capitalista sólo dejará efectivamente de existir cuando haya perdido la cabeza, cuando se la haya decapitado. Un rey guillotinado: ese es el símbolo más directo de una revolución. La revolución no es, así, el golpe de Estado. Por irrisión y mistificación quienes se aseguran el poder por esta vía se proclaman, a veces, revolucionarios. Toda revolución popular es siempre un proceso que comienza a reemplazar al Estado por una soberanía polimorfa, por un nuevo sistema institucional al que no sojuzgue ya la dominación central y en el que las instituciones de la Sociedad dejen de ser insti- tuciones dominantes. La conquista del aparato estatal será posible, escribe Gramsci, cuando los obreros y los campesinos hayan formado un sistema de instituciones capaz de sustituir al sistema actual. Desde la entrada de la revolución, nuevas instituciones, suscitadas por el desarrollo mismo del proceso revolucionario, prefiguran lo que puede llegar a ser la nueva sociedad. Las instituciones de la revolución son los clubes, las asociaciones y, de un modo más general, todo aquello que posibilita la expresión y el ejercicio de la soberanía colectiva. Ea los mo- mentos revolucionarios que conocemos —para atenernos a los más clásicos, es decir, en el 89, en 1848, 1871 y 1917— vemos surgir una y otra vez Asambleas Generales Permanentes que expresan la liberación de lo instituyeme en la sociedad, que instituyen nuevas formas de vida social y que inventan de manera colectiva métodos de regulación. Al mismo tiempo se entabla rápidamente una lucha entre la revolución oficial y la «revolución dentro de la revolución». En T790 se denuncia a la vez a los sostenedores del antiguo régimen y a la anarquía, a los «izquierdistas» y a los «dere- chistas». En competencia con las instituciones revolucionarias, en la nueva legalidad se construyen instituciones surgidas de la Revolución. Y es ya el reflujo. Con posterioridad a Trotsky, a menudo se ha descrito esta dialéctica interna del proceso 23 revolucionario. La revolución permanente debería significar que la revolución no podrá en rigor producir nunca instituciones acabadas, consumadas, sino, por el contrario, instituir lo ins- tituyente, hacer que la soberanía colectiva no se aliene ya en instituciones que nuevamente se autonomicen. Las instituciones tienden a estatizarse en momentos mis- mos en que la revolución comienza por abolir el Estado. Las instituciones tienden a volverse autónomas y con ello, nue- vamente, dominantes, esto es, al servicio de la nueva clase dominante. El proceso instituyente participa, pues, en la cons- trucción de la nueva clase. Las instituciones pasan a ser insti- tuciones de ésta. Por cierto que mediante un proceso semejante se constituye la nueva ideología. En el 89, las ideas de libertad e igualdad son compartidas por todos y tienen un alcance uni- versal. Pero en seguida la clase dominante las desnaturaliza —las«recupera»—, y la libertad se convierte en su libertad. Restricciones y adaptaciones encauzan en la Declaración de los Derechos del Hombre, desde los primeros textos, la subversión ideológica y logran que las mismas armas sirvan para ocultar y a la vez justificar la nueva dominación. Dentro mismo de la ideología revolucionaria se entabla una lucha en pro de la des- viación del sentido y para transformar un discurso verdadero sobre la sociedad en ideología dominante. Desviación de las instituciones, desviación de las ideologías: ambos movimientos, solidarios, son el producto de la crisis revolucionaria. La ideología y las instituciones se convierten en nuevos diques, en nuevas formas de represión social. En- tonces el nuevo Estado se mantiene penetrando en la sociedad por todos sus poros, habituando a sus subditos a la obediencia, controlando la información, la moral pública, los modos de actuar y pensar, todo cuanto los sociólogos durkheimianos, ideólogos servidores del Estado, denominaron precisamente, a comienzos de siglo, instituciones. El análisis institucional se propone sacar a luz este doble juego institucional, esta lucha entre aquello intituyente y esto instituido, remontar el Estado a partir de las instituciones dominantes presentes en nuestra experiencia, aquí y ahora. La ideología es un proceso de desconocimiento social. Pro- 24 híbe el acceso a la verdad, al conocimiento efectivo de la so- ciedad. El análisis de las ideologías —y de las instituciones, que son siempre sus soportes— sólo se puede emprender a partir de una hipótesis sobre lo que no se ha dicho. ¿Por qué existe lo no dicho, por qué hay «secreto» en los grupos? El análisis sociológico tradicional formula una hipótesis apa- rentemente parecida sobre el no saber en la sociedad. Es un análisis que supone, en efecto, que la gente no sabe qué es ni qué hace cuando escucha la radio, cuando compra, cuando vota, cuando juzga a la sociedad y el lugar que ocupa en ésta. La sociedad implica siempre por parte de sus miembros un desconocimiento del sentido estructural de sus actos, de qué determina sus elecciones, preferencias y rechazos, opiniones y aspiraciones. Al sacar a luz los parámetros de la estructura social, el sociólogo muestra por qué se prefiere determinado oficio, por qué se decide proseguir tal tipo de estudios. Mues- tra, al mismo tiempo, que ese análisis no puede ser inmediato, que los sujetos interrogados no pueden encontrar espontánea- mente qué los ha determinado. Es una crítica de las posibili- dades de una verdad espontáneamente encontrada, pero no se dice por qué se puede manifestar esa espontaneidad. El análisis institucional debe tratar de dar razón de ese desconocimiento, no mediante una simple ignorancia de las estructuras y los funcionamientos sociales, sino por un meca- nismo de represión colectivo. Formulará la hipótesis de que al sentido se reprime, de que no podemos decir ni aun pensar lo verdadero, porque una represión social nos prohibe de manera permanente el acceso a la verdad sobre nuestra situa- ción y sobre el conjunto del sistema. La constante represión del habla social, aquello no dicho dentro de los grupos, pro- vendría así en último análisis, de la represión permanente del sentido en nuestra sociedad, represión que encuentra su origen en la dominación mantenida por las clases dirigentes y por su instrumento de opresión: el Estado, quien cumple su función de ocultación «ideológica» a través de las mediaciones institu- cionales que penetran por todas partes a la sociedad. El Estado controla la educación, la información y la cultura. Mantiene lo no dicho suscitando por doquier —en la prensa, en el in- 25 tercambio de todos los días— la autocensura, el juego de nor- mas que prohiben la verdadera comunicación. La contraprueba es la liberación de la palabra dentro de la crisis revolucionaria cuando se levanta la represión. La Revolución es el objeto central de la represión. Para evitarla, las ideologías y las instituciones dominantes funcionan y mantienen la adhesión colectiva a la dominación, al mismo tiempo que tratan de evitar el conflicto y la lucha que pudie- ran poner fin a la dominación. En ese conflicto el sociólogo no es neutral. Su papel con- siste, habitualmente, en fabricar ideología, en llenar el silencio de la sociedad con un discuro falso en torno de éste, en colmar permanentemente el «vacío» de las significaciones sociales, en producir «significaciones» para eliminar el sentido. Debido a ello, la sociología es un síntoma de la sociedad. Y por eso la protesta de la Sociedad moderna implica la autoimpugnación de los sociólogos. Antes de la crisis de mayo, nuestras investigaciones insti- tucionales remataban en un callejón sin salida. Hacía ya mucho tiempo que buscábamos en vano superar desde adentro los puntos de detenimiento de las «ciencias» sociales, en especial de la psicosociología de grupos, de las organizaciones y las instituciones. Al mismo tiempo queríamos desarrollar, con una pequeña minoría de docentes, las técnicas de la pedagogía ins- titucional y de la autogestión. La empresa, a la vez teórica y práctica, exigía la reconstrucción del concepto de institución. Aun cuando muchos sociólogos habían situado este concepto, con posterioridad a Durkheim, en el centro de la teoría socio- lógica, nosotros habíamos descubierto, a partir de determinadas prácticas psicosociológicas y pedagógicas, la ocultación funda- mental y permanente de la dimensión institucional en el aqut- ahora de las relaciones de producción, de formación, de tra- tamiento. .. Después de un trabajoso redescubrimiento de la «dimen- sión institucional» en la práctica y el análisis, algunos de no- 26 sotros pensábamos que era posible transformar radicalmente la educación, el aula, la universidad y acaso hasta el Estado mer- ced al establecimiento «subversivo» de nuevas instituciones dentro del grupo-clase, y ello a la luz de tentativas paralelas de los psiquiatras «institucionalistas», que inventan nuevas instituciones terapéuticas para las necesidades del tratamiento. Pero progresivamente llegamos a descubrir que este proyecto era profundamente utópico. La crisis de mayo disipó las ilusiones y las desinteligencias. En adelante, la crisis de las instituciones pasó a ser evidente en todos los niveles de nuestro sistema social. Desde luego, las instituciones universitarias siguen en pie, apenas «reforma- das»; pero es pura fachada. Detrás sólo hay vacío: la regulación ha reemplazado a las tareas de aprendizaje. Se discute a todas las finalidades, y no hay ya nadie que crea en la validez de esta vieja institución, que sólo logra mantenerse gracias al temor. Ya no se podrá detener la toma de conciencia de todo el mundo, educandos y hasta educadores; respecto de qué sig- nifican realmente las instituciones del saber, de la cultura y del aprendizaje. Todo ha quedado al descubierto: relaciones disimétricas entre docentes y alumnos, control de los conoci- mientos y colación de títulos y formas autoritarias de la de- signación de docentes. Todo es puesto en tela de juicio por la crisis. Y el detenimiento —provisional— de ésta no ha dete- nido la disgregación del sistema de enseñanza. Es una crisis desencadenada y animada por los jóvenes. A través de su intervención directa y decisiva en el desorden político hemos verificado qué significa la institución del adulto y su función represiva. La integración dentro del sistema de la vida calificada de «adulta», con sus normas, sus mitos, sus privilegios y sus sojuzgamientos, constituye uno de los instru- mentos más eficaces del «control social», es decir, de la con- trarrevolución permanente en nuestra sociedad. En el momento de entrar en la vida, los jóvenes descubren el horizonte de la represión, que ha de ser el de toda su vida. Pero lo rechazan, y con ello rechazan al sistema social íntegro. Pese a las dife- rencias de clase que opinen y separan a los estudiantesde los obreros jóvenes, la solidaridad institucional es causa de que 27 la «clase de la edad» sirva de mediación evidente en las fases de progresivo desencadenamiento de las luchas. En nuestra sociedad, el conflicto central no es el «conflicto de las genera- ciones»; es la lucha de clases. Pero el rechazo de la integración social por la generación joven se vuelve —o, mejor dicho, es desde un primer momento— un rechazo de la sociedad clasista, descubierta y repelida a partir de una situación ins- titucional específica. En nuestra sociedad los jóvenes se hallan dominados. Pero de ellos y gracias a su rechazo puede advenir un verdadero trastorno del sistema de formación y encuadra- miento de la juventud. Por mediación de los jóvenes, la crisis de las instituciones ha alcanzado a las organizaciones capitalistas de producción, pero también, y al mismo tiempo, a las organizaciones de la clase obrera, cuya función institucional ha sido impugnada por los trabajadores. Los obreros han rechazado las negociaciones en la cumbre. Han entrado en la huelga sin previo aviso. Al- gunos, sobre todo los jóvenes, han encontrado la eficacia de la acción directa, de la transgresión de las normas ya instituidas. La acción directa ha vuelto a ser una práctica subversiva cuya eficacia se ha verificado. Esta crítica de las instituciones uni- versitarias, económicas y sindicales mediante acciones directas, mediante actos (huelga salvaje, ocupación y autogestión como forma de huelga activa), va infinitamente más lejos que la crí- tica formulada habitualmente contra la burocratización de los establecimientos y los aparatos. En la crítica tradicional los so- ciólogos muestran las disfunciones burocráticas de las organi- zaciones, y los teóricos políticos de la burocracia denuncian «la traición de los dirigentes». En otro volumen hemos exa- minado ya estas críticas, hoy tan conocidas. Pero la crítica activa va más lejos aún. En la actualidad se critica en todas partes las regulaciones institucionales fundamentales de nuestra sociedad. La funciór integradora de las instituciones y el eludir o la disimulación per- manente de los conflictos aparecen a la vista de todos. Lo que se suele llamar «crisis de civilización» es fundamental- mente crisis de las instituciones que dan basamento y protegen a la «civilización», aseguran la difusión de sus mensajes, trans- 28 miten las ideologías dominantes y resguardan la estabilidad y el mantenimiento del orden. Detrás de este orden están siem- pre las fuerzas de la represión. En una sociedad de desigualdad y dominación, las instituciones dominantes se hallan siempre vinculadas, en mayor o menor grado, a la represión; ellas mis- mas son represivas. Ya lo subrayaba el sociólogo Max Weber: las instituciones no necesitan el consenso de los «participantes» para existir; les basta con que se las articule sobre el poder del Estado. Y se mantienen gracias a la amenaza. * * Los acontecimientos de mayo fueron para nosotros, por pri- mera vez, una confirmación y una refutación de todo cuanto habíamos podido producir; por tanto, de este libro. Una con- firmación, al parecer, si se considera la importancia que en el curso de tales acontecimientos adquirió la ideología de la diná- mica de grupo, modificada, mediante la crítica de la burocracia, por los primeros ensayos de autogestión pedagógica. Peto â l mismo tiempo el acontecimiento hubo de refutar, como ya hemos dicho, la ilusión consistente en tomar demasiado en serio el trabajo de educadores autogestores, de animadores so- ciales y de psicosociólogos de la intervención. Bien decíamos que nuestro trabajo resultaba ambiguo, que la práctica de los socioanalistas era reformista, aunque soliera presentar de una manera filigranada la impugnación informal en la base de la sociedad y el nacimiento de una sociedad salvaje. No habíamos admitido suficientemente que el levantamiento de la represión —que deja en libertad a las posibilidades y las reivindicaciones instituyentes en los grupos, al mismo tiempo que la verdadera palabra social— sólo podía llegar merced a la directa interven- ción de los dominados en las escuelas, en las fábricas, en el conjunto de la sociedad, y no por la intervención de aquellos a quienes su estatuto de formadores o de analistas separados sitúan, generalmente, del lado de la represión. Utopía, reformismo, ilusiones sobre las posibilidades de la intervención socioanalítica: esto se hizo evidente cuando la 29 transformación que pensábamos preparar con nuestra práctica institucional llegó de otras partes, es decir, cuando otros abrie- ron la primera brecha. Nuestra protesta permanecía encerrada en artículos, libros, seminarios, ghettos de ideólogos y expertos, nuestros colegas, que por otra parte, la trataban como una aberración, como un extravío, hasta el día en que los controles institucionales saltaron al nivel de un poder al que nuestras intervenciones jamás podían alcanzar. Cuando estudiantes y obreros pusieron en práctica la acción directa y la ocupación de los sitios instituciones del poder, la liberación de la crea- tividad instituyente, aguardada en vano en Jos grupos de aná- lisis, invadió la vida diaria. ¿Hay, pues, que oponer la acción directa y revolucionaria al análisis institucional? ¿Hay que renunciar a todo aquello que propone este libro? ¿No se puede, por el contrario, rein- ventar el análisis, admitiendo que su función es supletoria mientras se halla separada y que el análisis sólo se realiza de veras cuando la sociedad íntegra entra en análisis y conduce el análisis? Si se procura a cualquier precio salvar el análisis, en todo caso hay que reexaminar la regla analítica fundamen- tal, importada del psicoanálisis y que opone el análisis a la acción, excluyendo el paso al acto dentro del trabajo analítico. ¿De qué puede servir una actividad socioanajítica de formación e intervención si nada cambia realmente? Esta es la pregunta que con mayor claridad se les plantea hoy a los analistas. Ciertos psicólogos ya han respondido que una «acción ana- lítica» continua, pero progresiva y «prudente», introduce en la sociedad cambios que en un primer momento son imper- ceptibles, pero cuyo efecto acumulativo los vuelve eficaces a largo término. Ahora bien, ¿de qué tipo de «cambio» se quiere hablar? ¿Y en beneficio de quién? ¿No implica esta descrip- ción, a lo sumo, una opción reformista no analizada —que es el punto ciego del análisis— trasladada al análisis social? ¿Y hay, además, que continuar oponiendo, como hacen los teóricos de la intervención prudente y controlada, el análisis a la acción salvaje? Hemos visto, por el contrario, que la acción directa puede tener una eficacia analítica que va más lejos que nuestras intervenciones analíticas. No es necesario, 30 para lograr un análisis social, ser un analista diplomado, reco- nocido, inmerso en el manejo del lenguaje esotérico de la pro- fesión. Un animador de tipo revolucionario puede ejercer en la acción una función analítica reconocida, facilitar con sus observaciones tanto como con sus acciones la revelación de las signifacaciones, mostrar las instituciones en su verdad y obligarlas a decir qué son. Y, sobre todo, una práctica revo- lucionaria eficaz puede mostrar todos los niveles del sistema institucional que hemos descrito en el presente libro. En mayo redescubrimos, a la luz del acontecimiento, que el Estado no es nada apenas deja de encontrar apoyo en las instituciones dominantes, y que éstas sólo se mantienen en pie gracias al sostén del Estado y de su aparato de represión. Así, por ejemplo, cuando la institución universitaria ya no puede asegurar el orden interno de los establecimientos, la policía estatal suple inmediatamente a todas las policías cul- turales desfallecientes. El Estado mantiene a las instituciones merced al miedo de los subditos. Al mismo tiempo, éstas arraigan el Poder del Estado y, con ello, de las clases dominantesen el conjunto de la sociedad. Por lo demás, basta leer a Durkheim para compren- derlo. Pero esta comprensión era meramente teórica y se en- caminaba, sobre todo, hacia cierta legitimación. Durkheim era un hombre de orden. Le gustaba lo «instituido». El orden institucional descrito por los sociólogos parecía casi «natural», necesario, indispensable. Habíamos olvidado a Marx. La crisis general de las instituciones, la impugnación institu- cional visible en todas partes desde los acontecimientos de mayo y el regreso del orden instituido revelaron en la práctica lo que algunas investigaciones más teóricas y ciertas experien- cias más limitadas, como por ejemplo la autogestión, ya nos habían dejado entrever. Unos cuantos ensayos experimentales limitados a las dimensiones de los seminarios de formación y de las intervenciones socioanalíticas sugerían ya que las socie- dades podrían y deberían administrarse de acuerdo con mo- delos que fuesen rigurosamente lo contrario al funcionamiento social habitual. Pero la percepción experimental de esas posi- bilidades se veía rechazada por todo el aparato técnico y con- 31 ceptual de las ciencias sociales y de sus aplicaciones prácticas. Bien fue visto cuando los primeros intentos de autogestión pedagógica chocaron con la burocracia universitaria. Cinco aiíos después, la autogestión se convirtió dentro de las facultades ocupadas en el programa aceptado por todos... ¡durante el mes de la ocupación! Por la misma época se ensayaba la autogestión en las fábricas. £1 orden burocrático se encontraba amenazado por doquier. Durante aquel mayo de 1968 rechazamos colectivamente la práctica de las decisiones reservadas a instancias separadas y protegidas así por el secreto de las deliberaciones. Redescubri- mos y experimentamos lo que significaba «el regreso a la base», no ya en el lenguaje burocrático de la consulta o la elección, sino como una práctica permanente, una práctica que sitúa «en la base» el sitio único de la soberanía. Así se rechazó la institución de la separación en todos los niveles de la vida social y política. De allí, la alienación de la soberanía popular a un pequeño número de elegidos dejó de presentarse como una evidencia, como una necesidad natural. Aprendimos a ver en ello nada más que una forma de organización característica de cierto tipo de sociedad. Marx muestra que la burguesía con- sidera contingentes y perecederas las instituciones del feuda- lismo, pero tiene a sus propias instituciones por naturales y eternas. La entrada en la revolución significa la impugnación activa de las instituciones corrientemente estimadas irreempla- zables. Todavía no sabemos de qué modo se las puede exacta- mente reemplazar. Pero sí sabemos, en cambio, que su destruc- ción es el acto previo necesario para inventar otras instituciones. Otra crítica, aún ayer limitada a algunos pequeños grupos experimentales, se ha generalizado; es la crítica del voto, en- cargado de decir la verdad sobre la voluntad de los grupos, dando a conocer la orientación de su mayoría. Ya sabíamos que la mayoría no es necesariamente democrática. Pero el mo- vimiento de mayo reveló aún más: una minoría puede ser la verdadera expresión de una mayoría incierta, funcionar como revelador analítico y crear, merced a su práctica social, un nuevo consenso. Tal es lo que sucede y lo que ya se ha pro- ducido en toda revolución. 32 En 1871, durante la Comuna de París, los parisienses in- ventaron una nueva vida y nuevas instituciones. Las viejas instituciones estatales (el Estado burgués con su ejército, su Ijolítica y su burocracia) habían sido provisionalmente abolidas tlurante aquella primavera en que París era libre. La Comuna era ya la «participación» verdadera: a un tiempo, el gobierno directo y la celebración. Todas las significaciones —econó- micas, políticas, lúdicras— de la «participación» directa de todos en la vida social se hallaban mezcladas en ese momento de la Revolución. La entrada en la devolución (el «grupo en fusión») siem- pre implica esa ruptura, esa falla en el sistema y ese despertar de la invención política colectiva. En 1789 es en el Contrato Social en acto; la soberanía de la Asamblea General institu- yente; el deterioro del poder central (los departamentos se administran por asambleas elegidas y sin representantes del gobierno central). En clubes, iglesias, en múltiples lugares, la gente se reúne todos los días para impugnar al Poder. 1848 es el despertar de la palabra colectiva en clubes y asambleas, y para comprender el proceso revolucionario ello resulta mucho más significativo que las leyes sobre la organización del tra- bajo, los talleres, las reformas, la nueva constitución. 1871, la Comuna: tres meses más de debates políticos en las nuevas instituciones de la soberanía. 1917, los soviets: el «sistema» de la Asamblea General Permanente vuelve a encontrarse nuevamente en fábricas, barcos y cuarteles. Todo aquello que se descubre —y redescubre— cada vez es una nueva relación con la política, con el conjunto del sistema institucional: nuevas formas, nuevas instituciones también para la vida diaria. Y cuan- do esto se consuma, la Revolución se suspende: en 1794, en junio de 1848, en mayo de 1871, en 1918, a partir del momento en que los Consejos comienzan a ceder su función instituyente y su poder al nuevo Estado. Sartre ha descrito esta soberanía colectiva e instituyente como momento del grupo en fusión. Ve en ella una expresión de la Revolución y tiende a presentarla en términos bastante próximos a los de la psicología de multitudes, como si la Revolución efectiva estuviera detrás de ello y en la toma del 33 poder, en el momento ideal del Estado. Para Sartre, el mo- mento de la palabra social liberada por doquier, cuando «todos son oradores» (según la expresión de Montjoie, retomada en Crítica de la razón dialéctica), «significa», simplemente, ¡a revolución. El habla social liberada es para él un significado, no el significante revolucionario central. Además, Sartre no muestra que en ese momento del grupo (las Asambleas de la soberanía, los clubes, todos los concursos revolucionarios son, en efecto, grupos en fusión) la institución ya está ahí, en su condición de movimiento de lo instituyente, ante todo, y luego como movimiento que se efectúa en nuevos grupos institu- cionales, y porque, en fin, «la multitud» en trance es asimismo «institucional». Sartre se aproxima sobremanera a los análisis psicosociológicos, y de este modo se interpreta en el presente libro, acentuando, incluso, este aspecto. En Crítica de la razón dialéctica, el actor de la historia es el pueblo insurrecto. Pero a la luz de la dinámica de grupo y de su utilización pedagógica, habíamos concedido esta función de revelación social (que Sartre otorga a la multitud en fusión) a un nuevo tipo de ani- mador. En lugar de querer utilizar a Sartre para salvar a los psicosociólogos, habríamos debido mostrar que la sociología de grupos y organizaciones no es más que uno de los signos desviados, deformados por la ideología, del proyecto revolu- cionario, disimulado en el desorden del Estado, del sistema de producción, de la organización capitalista. La psicosociología anunciaba el proyecto —vago aún, muy mal formulado y en- cerrado en experiencias demasiado artificiales— de una forma nueva de la soberanía popular, o, para decirlo con mayor exac- titud, de reencontrar y redescubrir ésta. En una palabra, en lugar de detenerse en los «problemas» de la regulación y en nuevas recetas, habría sido preferible analizar la impugnación institucional escondida en la experiencia de los grupos. El movimiento de mayo desarrolló esta impugnación con una efi- cacia completamente distinta. En la crisis de mayo recupera- mos, además de la ideología ya difundida en la experiencia limitada de los seminarios, la práctica, sobre todo, del gobierno directo: era la crítica actuante de modelos habitualmente re- cibidosde la delegación de poder. 34 Desde luego, aquellos grandes temas de mayo de 1968 —el habla social liberada, la decisión colectiva, la crítica per- manente del poder que nacía en los grupos, la búsqueda de la verdadera comunicación— ya nos eran conocidos, y hasta fue- ron descritos en este libro, aquí mismo, a partir de ciertas experiencias activas de la dinámica de los grupos. En algunas publicaciones del 22 de marzo, como por ejemplo en Es sólo un comienzo, encontramos términos que habíamos empleado, pero esta vez para describir, no ya aquello que ocurre en un seminario de psicosociología, sino que ha sucedido en la calle. Se ha dicho que todo el país —digamos, cuando menos, París— se había vuelto por entonces un inmenso «grupo de base». ¿Hay que extraer de allí la conclusión de que los psi- cosociólogos de grupos prepararon la crisis, o quizá proporcio- naron el lenguaje y la ideología? No es cosa que se haya pro- bado. Es cierto que en la experiencia de mayo y en textos surgidos de ella se descubren esquemas y lenguaje que llevan a recordar, no a laboratorios de la dinámica de grupos en estricto sentido, sino a la ideología que se había difundido en las experiencias pedagógicas de pequeños grupos. Pero cuando esto se destaca hay también que hacer observar, rápi- damente, que esa liberación del habla social se produjo en la calle, sin preceptores, sin consignas que instituyesen la expe- riencia. Luego, si se hallan semejanzas, es porque las dos si- tuaciones —el Seminario y la Revolución— tienen por rasgo común el hecho de desenvolverse en cierto espacio libre, a partir de un levantamiento de la represión. La diferencia consiste en que el levantamiento de la re- presión es mucho más limitado, mucho más ambiguo, en la práctica de seminarios. Si bien es cierto, como recientemente se ha hecho observar,' que el T. Group se ha visto influido 1. Bernard M. Bass, «The anarchist movement and the T-Group: some possible lessons for organizational developpment», /. Appl. Behav. Set., 1967, num. 2, págs. 211-227, citado por Robert Pages en «L'analyse psychosociologique et le mouvement de mai 68», Communications, 1969, num. 12, págs. 46-53. En el mismo artículo. R. Pages desarrolla un punto de vista cercano al nuestro: «. .sería ingenuo creer que la experiencia técnica psicosocial vivida en medio 35 por ciertas corrientes del pensamiento anarquista, los anima- dores de T. Groups no son, generalmente, anarquistas. Algu- nas aspiraciones de tipo anarquista se abren paso a pesar de ellos dentro del espacio de relativa libertad implicado por la experiencia. Son aspiraciones que encuentran, pues, en el len- guaje contemporáneo determinadas formas de expresión que hallamos en un movimiento en el que los anarquistas militantes han desempeñado un importante papel, al difundir una ideolo- gía a través de una práctica. Pero hay que ir más lejos. Esa afirmación de un pensamiento anarquista transformado que se encuentra en experiencias al fin y al cabo tan diferentes como un T. Group y una crisis de tipo revolucionario es el producto mismo de la crisis. El T. Group instituye una situación mi- crosocial en la que cierto número de estructuras quedan arti- ficialmente abolidas; aquí aquello que ocurre se parece, en efecto, a un momento naciente de la historia. De ahí las seme- janzas. La diferencia fundamental incumbe a la ausencia de precep- tores en el «T. Group de la Revolución». El detonante no es ya el que los psicosociólogos denominan intervención; es la acción directa como práctica revolucionaria. Estas dos prácticas sociales —la práctica de equipos de psicosociólogos interven- cionistas y la de movimientos revolucionarios— no son identi- ficables. La acción de psicosociólogos no directivos mantienen una relación pedagógica que es una relación de poder. La acción revolucionaria apunta, en cambio, a la abolición de las diferen- cias, simplemente a abrir la brecha ^ que le permita a todo grupo conducirse solo y analizarse sin el apoyo de anima- estudiantil desde hace algunos años haya podido desempeñar un papel pro- piamente causal. A lo sumo ha podido otorgar ciertas formas nuevas al actual movimiento». 2. Decíamos: «Los tipos que están en la manifestación son capaces de defenderse solos», y habíamos decidido que el 10 de mayo no habría servido de orden, a fin de que todos se metieran dentto. Dany se habla apostado con dos compañeros en la esquina del bulevar Saint-JMichel y el bulevar Saint-Germain, diciendo; «Corten las cadenas. Nada de cadenas laterales. Que la población pueda entrar en la multitud... Todo el mundo se vuelve su pro- pio servicio de orden», etcétera. En «Mouvement du 22 mars», Ce n'est qu'n debut, continuoHs le combat, Maspéro, 1968, pág. 7. 36 dores, que llevan a cabo, al mismo tiempo que el análisis, el «servicio de orden» en grupos de formación. He aquí un libro ambiguo. La publicación de una obra en estas condiciones, todavía inciertas, se justifica esencialmente por su capacidad de pro- vocación más aún que por su función de información. En términos más tranquilizadores, se ha de decir que un Ensayo de este tipo, de intención fundamentalmente crítica, se jus- tifica esencialmente en la medida en que puede provocar cambios. El porvenir dirá si es esta una función que todavía hoy se le asigna, o si debemos considerar este libro y, sobre todo, aquello que trata como la expresión de una etapa ya superada en la historia de una crisis cuyos primeros comienzos apenas conocemos. Georges Lapassade. Enero de 1970. 37 INTRODUCCIÓN La experiencia inmediata de la vida social se sitúa siempre en grupos: la familia, el aula, los amigos. En el caso del tra- bajo, el horizonte inmediato de la experiencia lo constituye siempre grupos: es el equipo en la empresa, y el grupo sin- dical. Pero ya en estas organizaciones aparece, presto, un elemento nuevo; se aprehende al grupo en un sistema institu- cional: la organización de la Empresa, de la Universidad. En este nivel, la posibilidad de una acción directa sobre las deci- siones se aleja; de pronto tengo la sensación de una impo- tencia, y me parece que las decisiones se toman a menudo en otra parte, sin que se me consulte. La experiencia —primero vivida y luego reflexionada— de esta contradicción les ha planteado a los hombres, hace ya mucho, un problema que la historia no ha podido resolver. No bien una sociedad se organiza —y necesariamente debe organizarse—, los hombres dejan de participar en decisiones esenciales y descubren que están separados de los diferentes sistemas de poder. Esta separación es, como dice Marx, el modo fundamental de la existencia en la «sociedad burguesa». Penetra en todas las esferas de la existencia y hasta en la existencia privada. Los pequeños grupos de la vida diaria se hallan sobredeter- minados por la organización de la separación, que alcanza su más alto grado en la moderna sociedad burocrática. Ello ha entrañado reacciones. Primeramente fueron de tipo político; en el siglo pasado algunos pensadores se sublevan 39 contra el orden establecido y anuncian tiempos en los que los hombres al fin podrán organizarse en grupos libres, con que liberarán la espontaneidad creadora de conjuntos sociales. Des- pués, a comienzos del presente siglo, el proyecto se encamina por vías que parecen más científicas, pero que están siempre suscitadas por el progreso de la separación en la nueva sociedad. Los psicosociólogos de grupos y sociólogos de la organi- zación y la burocracia elaboran conceptos y técnicas que tien- den, por caminos diversos, pero convergentes, a tratar las dis- funciones de la sociedad industrial en el nivel concreto y coti- diano de la existencia en común. Con todo, si miramos más de cerca, descubrimos que esos nuevos caminos y vías tienen por resultado real, no el abolir la separación, sino sencillamente el acomodarla, hacerla más soportable. Las nuevas técnicas de la buena comunicación,de la coope- ración, del mando denominado «democrático» facilitan la adap- tación de las burocracias modernas a los cambios técnicos y sociales. Inauguran la entrada en un nuevo orden neoburocráti- co, aun cuando parezcan apuntar más lejos, en dirección de una nueva sociedad controlada por todos sus miembros, que ven- dría a ser una sociedad de autogestión. Este reformismo burocrático se pone particularmente de relieve en la incapacidad de los psicólogos del grupo para ma- nejar, así en la práctica como en la teoría, el nivel institucional dentro de los grupos. Es un problema que, aun siendo esen- cial, no ha sido explícitamente encarado. Todo ocurre como si el psicosociólogo fuera, sin desearlo expresamente, el agente de la modernización que le abre camino a una nueva burocracia. No será el psicosociólogo el único que ejerza esa función. Ideólogos, jóvenes dirigentes sindicalistas y cuadros jóvenes de empresas cumplen el mismo trabajo. La «nueva clase obrera» prepara dirigentes para la sociedad neoburocrática y supuesta- mente «autoadmínistrada» del porvenir, El sistema de la verdadera autogestión es muy diferente. Debería poner fin a la separación entre dirigentes y ejecutantes, entre gobernantes y gobernados. ¿Pero quién admite hoy la validez de este programa? Nos 40 hemos acostumbrado desde la infancia a considerar estas rela- ciones como datos naturales y eternos de la existencia social. El papel de la escuela resulta esencial para preparar al hombre a aceptar la organización de la separación. Se comprende, así que haya que cambiar la escuela si se desea verdaderamente cambiar la sociedad. La transformación de la escuela no es suficiente, claro está. Pero nada, en cam- bio, puede cambiar si los hombres no aprenden desde la in- fancia a construir instituciones y a administrarlas. Este es el origen de aquello que yo llamo autogestión pedagógica, que apunta a modificar actitudes y comportamientos. Si el día de mañana se establecen nuevas estructuras que apunten a permitir por fin la participación de todos en las decisiones, es decir, la autogestión social, de nada ha de servir si los hombres no han aprendido ya a vivir en la nueva sociedad y a construirla de manera permanente, a no fijar jamás el movimiento histórico en instituciones inmutables y separadas del acto instituyente. Así, la oposición histórica entre el «grupo en fusión»,v como dice Sartre, y las Instituciones llegaría a su fin en un mundo en el que los hombres estarían preparados para recha- zar la propiedad privada de la organización, que es el signo distintivo de nuestra vida social y su fundamento último. Sidi Bou Said Julio de 1966 41 CAPITULO I LAS FASES A, B y C El descubrimiento de los problemas de grupos, organiza- (iones e instituciones, las funciones de psicosociólogos y orga- nizadores consejos en empresas, y la definición de empresas i'omo organizaciones y no ya tan sólo como instituciones eco- nómicas: tal el movimiento que comienza, a nuestro parecer, a principios del siglo xx. En rigor, tiene sus precursores y se modifica con la historia. Preciso es situar la «era de los organi- zadores» y el «capitalismo de organización» dentro del conjunto lie un movimiento histórico. I.A FASE A En el curso de una primera fase — l̂a fase A, para retomar el modelo de Touraine—, que es la de la sociedad industrial y capitalista en el siglo xix, las organizaciones de trabajadores se basan en oficios, y ello a pesar del gran desarrollo del tra- bajo parcelario. Obreros profesionales, polivalentes, organizan sindicatos y desarrollan reivindicaciones de gestión directa («la mina para los mineros»). La ideología anarco-sindicalista es liostil a la acción en el nivel «político», parlamentario. En esas organizaciones no se plantea el problema de la burocracia. Pero (I proletariado del siglo xix no se halla representado, en su conjunto, por organizaciones de masas. 43 En ese momento se elaboran las primeras doctrinas socio lógicas y políticas de la nueva sociedad. Hay que recordar en este punto las grandes corrientes que siguen dominando nuestro pensamiento y que aún hoy constituyen el marco de nuestra acción y de nuestra reflexión. En Fourier es dable ver al verdadero precursor de la psi- cosociología de los pequeños grupos y hasta de las técnicas de grupo. Esa es, al menos, la tesis que Robert Pages ha estable- cido a partir de un análisis riguroso del movimiento furierista considerado como portador de un proyecto de experimentación social y político en el nivel en que es actualmente posible una experimentación de ese tipo, o .sea, en el nivel de los pequeños grupos y de las microorganizaciones sociales, ya que para Fourier el grupo liega hasta la dimensión de una empresa. Fourier es profundamente directivo. Propone el plan rigu- roso y sistemático de una sociedad socialista en el que nada se deja a la improvisación, en cuanto al sistema. Los grupos básicos (de formación, de producción) se integran rigurosa- mente en un sistema institucional, que asegura su coordinación y sus intercambios. Antes de Lewin y la dinámica de grupo, antes de los ciber- néticos sociales, Fourier quiso hacerse el Newton de una so- ciedad de pequeños grupos, analizar el orden o, mejor dicho, el desorden de la naciente sociedad industrial con referencia a un posible sistema de «armonía» organizado científicamen- te a partir de las pasiones del hombre y, de un modo más general, de su psicología. Este sistema social de compleja in- teracción es una interpsicología que da su lugar a las nece- sidades, es una interpsicología no represiva, no obstante la subordinación del sistema a los planes establecidos por Charles Fourier. Es, desde luego, la ambición «sociocrática», como habrá de decir Auguste Comte, el Human Engeneering, el psi- cosociólogo- rey. Acíaradc) ío anterior, añadamos que Ja obra ¿e Fourier está plena de anticipaciones de aquello que un siglo después pro- pondrá la psicología de grupos. Muestra, por ejemplo, que los cambios pedagógicos y políticos son necesariamente solidarios; la organización colectiva y colectivista de la sociedad es lo que 44 habrá de permitir una pedagogía de grupo, y «dentro de los grupos los mayores influyen sobre los más jóvenes y se enca- minan respectivamente a las funciones útiles, como consecuencia del impulso que imprimen las tribus superiores, las de los querubines y los serafines, que ya forman parte de la armonía activa». Proudhon criticó severamente la «utopía» furierista. Es- cribió: «En mi opinión, una idea desventurada de la escuela falansteriana consistió en haber creído que arrastraría al mundo con tan sólo permitírsele plantar su tienda y construir un primer falansterio modelo. Se suponía que un primer ensayo, más o menos exitoso, acarrearía un segundo, y luego, paulati- namente, las poblaciones formarían un alud con las 37.000 comunas de Francia y un buen día se encontrarían metamor- foseadas en grupos de armonía y falansterios. En política y economía social, la epigénesis, como dicen los fisiólogos, es un principio radicalmente falso. Para cambiar la constitución de un pueblo hay que actuar a la vez sobre el conjunto y sobre cada parte del cuerpo p>olítico; nunca podríamos recordarlo demasiado». Es una crítica que se anticipa a las que formulan hoy cier- los sociólogos a los psicosociólogos: se «denuncia» el error de una «revolución» por los grupos, la revolución sociométrica de Moreno, el «seminario» lewiniano, y ello en nombre del hecho previo necesario, que es el cambio social en su conjunto. Pero cuando Proudhon reclama «una soberanía efectiva de las masas trabajadoras, reinantes, gobernantes», da con los sis- temas de los grupos y cae a su vez bajo los golpes de las críticas irónicas de Marx. Según el sociólogo Georges Gurvitch, l'roudhon anuncia mejor que Marx la autogestión social; por tanto, el sistema generalizado y descentralizado de grupos. Pero para Marx todoesto sólo representa en el caso de Proudhon un andamiaje meramente abstracto y carente de fundamento. \i\ pensamiento de los grupos es la «miseria de la filosofía»: «...así como del movimiento dialéctico de las categorías sim- 45 pies nace el grupo, así también del movimiento dialéctico de grupos nace la serie, y del movimiento dialéctico de las series nace el sistema íntegro. ... No se espante el lector ante esta metafísica con todo su andamiaje de categorías, grupos, series y sistemas». Con Saint-Simon comienza una corriente tecnocrática. Para él hemos entrado, después del siglo de las revoluciones, en el siglo de la organización. Los problemas actuales de la organi- zación hallan aquí su fuente; Saint-Simon anuncia el reemplazo de los «políticos» por los «administradores». En 1819 empieza a publicar un «periódico», L'Organisateur, que es el antepa- sado de las revistas modernas dedicadas a la gestión de las empresas. Auguste Comte prolonga en seguida esta doctrina cuando define el papel de los «sociócratas», quc, sobre la base de la naciente sociología, podrán ayudar a los gerentes de la sociedad industrial en la regulación de ésta. Todo un aspecto de la sociología y de la psicosociología «intervencionista» se halla directamente vinculado a estas doc- trinas de la tecnocracia y la «sociocracia». Comte asigna a los sociócratas la misión de transformar los clubes revolucionarios en lugares donde se analicen y traten los conflictos de la socie- dad industrial, donde el proletariado aprenda a participar, a ocupar su sitio en la vida de la nueva sociedad. Comte advierte en las doctrinas socialistas de su tiempo cierta verdad: muestran a su manera que la humanidad, llegada al fin a su estado adulto, entrada en la edad positiva, va muy pronto a conocer «la universal cooperación». Toma nota de una «orientación espontánea» del proletariado hacia la socia- bilidad efectiva, que se pone de manifiesto, especialmente, en «el memorable apresuramiento de nuestra población en formar por todas partes clubes sin ningún estímulo especial y pese a la ausencia de todo verdadero entusiasmo». Tales soa los clubes revolucionarios y, más cerca de nosotros, las asociacio- nes obreras. Pero en la era positiva esos clubes deberán perder su función negativa y crítica, para integrarse al nuevo orden espi- ritual; «...entonces proporcionarán el principal punto de apoyo 46 de la reorganización espiritual... En el fondo, el club está sobre todo destinado a reemplazar provisionalmente a la iglesia, o, mejor dicho, a preparar el nuevo templo». A tales clubes, «templos del futuro», se oponen las doctrinas socialistas de- sarrolladas por todos los «perturbadores occidentales». El positivismo adopta, pues, la misión de reemplazar la agitación por la cooperación, y la política revolucionaria por la nueva religión, cuyos sacerdotes han de ser los sociólogos o, como con tanta exactitud dice Auguste Comte, los sociócratas. Su papel consistirá, pues, en educar al proletariado dentro de los pe- queños grupos que éste organiza espontáneamente y en des- truir, al mismo tiempo, las peligrosas utopías sociales que consisten en «recurrir a los medios políticos allí donde deben prevalecer los medios morales». Pero lo temible de esas utopías es, sobre todo, su hostili- dad para con la organización jerarquizada de la producción y de la sociedad: «...esta utopía no se opone menos a las leyes sociológicas, por el hecho de desconocer las constituciones na- turales de la industria moderna, de las que querría descartar a jefes indispensables. Sin oficiales no hay más ejército que sin soldados; esta noción elemental conviene tanto al orden industrial como al orden militar... Ninguna gran operación sería posible si cada ejecuante debiera ser también administra- dor, o si la dirección estuviese vagamente confiada a una comu- nidad inerte e irresponsable», escribe Comte en su Discurso sobre el conjunto del positivismo. Marx piensa, por el contrario, que el problema no consiste en organizar la sociedad capitalista, sino en trabajar en pro de su desaparición. Para él, el análisis social no tiene la fina- lidad de dar fundamento a una acción «sociocrática», sino que debe servir al proletariado en su lucha por destruir la sociedad clasista y poner fin a la acción política. Los clubes deben transformarse, no en «seminarios» de educación, sino en parti- dos del proletariado, en partidos que puedan escoger el atajo 47 de la lucha política para tomar el poder, para poner fin a la separación entre poder y sociedad. Marx vio la importancia de la palabra social y de la dis- cusión de grupo: «En cuanto a la victoria final de las propo- siciones enunciadas en el Manifiesto, Marx la esperaba única- mente del desarrollo intelectual de la clase obrera, tal cual debía necesariamente resultar éste de la acción común y de la discusión» (Engels, último prólogo al Manifiesto comunista). Hoy tenemos que comprender la importancia que Marx y Engels asignaron a la discusión, la autoformación del proletariado, la conciencia social y la crítica de las ideologías. Pero en la obra de Marx no hay, ni puede haberlo —dados los fundamentos de sus análisis—, lugar para una teoría posi- tiva de grupos y organizaciones. El autor del Manifiesto y de El capital muestra, por el contrario, que la sociedad industrial y el reinado de la burguesía disuelven las relaciones humanas en todas las esferas de la vida social. Sin embargo, debido a esta necesaria disolución, en la existencia social se cumple un trabajo dialéctico. Así, el estallido mismo del grupo familiar prepara una forma nueva, futura, de las formas destrozadas: «...tanto en la histo-ia como en la naturaleza, la podredumbre es el laboratorio de la vida». Los grupos de trabajo de los viejos oficios también han estallado. la «cooperación» —título de un capítulo de El capital— en las empresas modernas implica sólo una «solida- ridad» completamente mecánica y de yuxtaposición; es el tra- bajo desmigajado, en el que cada cual efectúa únicamente una parte muy especializada en la preparación de los objetos fabri- cados; los «grupos» no son más que los productos de la división del trabajo y de la concentración industrial de los obreros en fábricas-cuarteles. Pero la Comuna de París ya anuncia, según Marx, el self government de los trabajadores, la autogestión obrera como base del futuro sistema social. La revolución social ha de restablecer, en un nivel superior, la verdadera coopera- ción. El hecho previo es, necesariamente, el trastorno absoluto del sistema, el cambio radical en la organización capitalista de la producción. Los textos más adelantados de los teóricos marxistas de- 48 sarrollan aquello que en la obra de Marx se encuentra apenas esbozado. Lenin, por ejemplo, describe una sociedad futura de participación integral de todos y de cada uno en las decisio- nes: «...la cocinera debe poder gobernar el Estado». Pero en la práctica conserva el modelo autoritario en la organización de la producción, en las relaciones de producción, contra la oposición obrera que desde 1921 reclama la autogestión obrera. Y Trotsky se une a Lenin en este punto, pese a su capacidad de análisis microsocial, que podemos ver, especialmente, en Nuevo curso, donde se desarrolla anticipadamente una verda- dera sociometría política de las relaciones dinámicas dentro del Partido y el Estado entre la burocracia y los grupos fracciónales. Sigue en pie la circunstancia de que para Marx y los marxistas la sociedad de grupos se ve rechazada a un lejano porvenir. Nacerá de la decadencia del Estado; por tanto, de la burocracia. Supone una sociedad sin clases. LA FASE B En la fase B, a partir de principios de nuestro siglo, las grandes empresas industriales se burocratizan; las teorías clá- sicas de la organización (Taylor, Eayol, etc.) expresan y justi- fican la burocratización. El acto mismo del trabajo, de la pro- ducción, es «burocratizado»
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