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Los problemas psicológicos no son enfermedades Una crítica radical de la psicopatología Ernesto López Méndez y Miguel Costa Cabanillas

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Ernesto	López	Méndez
Miguel	Costa	Cabanillas
Los	problemas	psicológicos	no	son
enfermedades
Una	crítica	radical	de	la	psicopatología
Índice
Prólogo
Introducción.	«Se	le	han	cruzado	los	cables»
1.	La	locura	melancólica	y	el	modelo	psicopatológico
1.1.	El	misterioso	ángel	de	la	melancolía
1.2.	Una	era	melancólica	y	una	antropología	pesimista
El	pecado	capital	de	la	acedia
Contrarreforma	y	melancolía:	«una	ilusión,	una	sombra,	una	ficción»
1.3.	Hipócrates	y	Galeno	redivivos
1.4.	A	Don	Quijote	se	le	secó	el	cerebro	y	perdió	el	juicio
1.5.	Un	alma	inmortal	e	invulnerable
1.6.	Entre	la	medicina,	la	teología	y	la	magia
1.7.	Tiempos	de	ruptura	y	de	emancipación
Todo	lo	que	se	oculta	en	lo	más	recóndito	del	cuerpo
Todo	lo	que	se	oculta	en	lo	más	recóndito	del	universo
1.8.	Tres	rutas
2.	La	invención	psicopatológica
2.1.	Libertad	en	el	filosofar	y	medicar:	un	adiós	a	Galeno
2.2.	La	patologización	de	los	problemas	psicológicos
Vino	viejo	en	odres	nuevos
La	metamorfosis	patológica	de	los	problemas	psicológicos
Una	búsqueda	frustrante:	sin	evidencias	de	la	lesión
Una	enfermedad	inventada,	una	logomaquia
Como	el	demonio	en	el	cuerpo,	el	error	lógico	de	la	reificación
Una	enfermedad	de	la	mente,	una	enfermedad	del	cerebro	y	de	los	nervios
Como	el	esputo	y	la	orina:	una	metamorfosis	etiológica
2.3.	La	consolidación	de	la	«patología	mental»
Los	sistemas	taxonómicos	de	las	patologías
Una	colonización	patológica	de	la	vida
3.	Quimeras	y	simulacros	psicopatológicos
3.1.	¿Melancólicos	o	endemoniados?	¿Médicos	o	exorcistas?
3.2.	La	práctica	de	la	quimera	diagnóstica
La	expropiación	del	significado:	«un	jeroglífico	que	no	se	puede	resolver»
Una	logomaquia	irrefutable
La	«virtud	dormitiva»	del	opio	o	el	reino	de	la	tautología
Psicopatología	y	exención	de	responsabilidad
Una	fuente	de	indefensión	y	de	pasividad
Un	estigma	que	puede	marcar	para	siempre
3.3.	Expulsar	demonios,	curar	psicopatologías
El	simulacro	de	tratamiento	y	la	quimera	de	la	«eficacia	terapéutica»
La	quimera	terapéutica	de	los	psicofármacos:	del	eléboro	a	la	fluoxetina
3.4.	La	ortodoxia	psicopatológica	y	el	control	social
La	estigmatización	de	las	conductas	desviadas
La	ortodoxia	psicopatológica	como	herramienta	de	control	social
4.	Desvelar	el	significado	de	los	problemas
4.1.	Las	luces	y	las	sombras	del	modelo	psicopatológico
4.2.	El	modelo	ABC	va	hasta	la	raíz	para	desvelar	el	significado
ABC:	un	modelo	radical	y	un	abundante	acervo	conceptual	y	metodológico
ABC:	tres	componentes	estructurales:	antecedentes,	biografía,	consecuencias
ABC:	un	campo	de	fuerzas,	dos	zonas	fronterizas	y	una	transacción
ABC:	la	complejidad	organizativa	de	una	red	de	interacciones
4.3.	El	eje	biográfico:	una	persona	entera	con	historia
Los	problemas	psicológicos	son	experiencias	integrales,	de	la	persona	entera
El	yo	como	«unidad	de	vivencias»	y	centro	de	operaciones
Cuerpo	y	alma:	la	fatal	escisión	de	la	biografía
El	paso	y	el	peso	de	los	años,	biografías	personales	y	problemas	con	historia
4.4.	El	eje	contextual:	residencia	en	la	tierra
4.5.	El	eje	transaccional:	somos	habitantes	de	la	frontera
No	dentro,	sino	entre,	en	la	red	de	transacciones	funcionales
Las	transacciones	interpersonales
Si	se	encubre	y	expropia	la	transacción,	se	encubre	y	expropia	el	significado
Un	patrimonio	de	la	humanidad	único,	exclusivo	y	diferente,	una	personalidad
5.	Nos	afectan	las	cosas	que	nos	pasan
5.1.	Las	cosas	que	nos	pasan	y	la	revolución	de	Iván	Pavlov
5.2.	La	«estimulación	psíquica»	de	las	glándulas
Una	maravillosa	metamorfosis	y	una	sustitución	de	funciones
Nace	algo	nuevo,	nace	una	experiencia	psicológica
¿Por	qué	la	verde	pradera	nos	hace	la	boca	agua?	La	ampliación	de	la	red
«Significas	mucho	para	mí»
Una	transacción	cambiante	y	flexible
Una	transacción	que	acorta	las	distancias	y	predice	el	futuro
De	la	excitación	a	la	inhibición,	y	viceversa
Una	transacción	generalizada	y	una	posible	fuente	de	problemas
Una	fina	y	minuciosa	discriminación
Una	transacción	lingüística:	el	poder	de	las	palabras
Cómo	lo	adquirido	transforma	lo	innato
5.3.	Un	manantial	inagotable	de	experiencias	nuevas	y	problemas
Un	lugar	en	el	mundo	seguro	y	gratificante
Cómo	se	llega	a	odiar	lo	que	se	amó
Llegar	a	amar	lo	que	antes	se	temía:	la	exposición,	una	apertura	a	la	vida
El	fetichismo	de	las	botas	negras
La	sirena	de	una	ambulancia	y	el	ataque	de	pánico
Señales	condicionadas	y	consumo	de	drogas
Conflictos	que	trastornan:	las	neurosis	experimentales
6.	Obras	son	amores	que	dejan	huella
6.1.	La	plaza	del	obradoiro	y	el	poder	operante
6.2.	Darwin	y	la	revolución	epistemológica	del	paradigma	operante
6.3.	Somos	obradores	que	dejan	huella
Obrar	es	siempre	obrar	en	situación,	en	una	circunstancia
Las	obras	son	praxis,	un	quehacer	intencional	hacia	las	metas	que	importan
Un	quehacer	que	cumple	una	función	y	tiene	un	significado
Pensar	y	conocer	es	obrar:	las	operaciones	son	la	raíz	de	las	nociones
Las	obras	son	poiesis,	son	obras	productivas	y	transformadoras
«Por	sus	obras	los	conoceréis»
6.4.	El	poder	operante,	raíz	de	la	existencia	y	de	la	biografía
El	alma	inmortal,	la	«res	cogitans»,	y	la	certeza	inconmovible	de	la	fe
También	Descartes	fue	bebé
«Res	cogitans»,	neuromitología	y	psicopatología
«Res	cogitans»,	cognitivismo	y	emocionismo
El	«yo	hago»	como	fundamento	y	raíz	de	la	existencia	y	de	la	conciencia
7.	La	vida	nos	va	dejando	huella
7.1.	Un	circuito	incesante:	cambiamos	el	mundo	y	el	mundo	nos	cambia
Hacemos	que	pasen	cosas
Ya	no	somos	los	mismos:	cuando	hacemos,	nos	rehacemos
7.2.	Comprender	lo	más	simple	para	comprender	lo	más	complejo
7.3.	Los	cuatro	caminos	de	las	consecuencias
7.4.	La	espiga	de	mañana:	consecuencias	que	refuerzan	la	conducta
Las	consecuencias	fortalecen	el	patrimonio	biográfico	y	los	problemas	psicológicos
Las	consecuencias	reforzadoras	y	valiosas	requieren	a	menudo	perseverancia
El	reforzamiento	accidental	y	las	conductas	supersticiosas
Consecuencias	liberadoras
Consecuencias	que	se	hacen	propósitos	y	que	predicen	el	futuro
7.5.	Consecuencias	punitivas	que	debilitan	la	conducta
Las	dos	caras	del	castigo:	reducir	la	conducta	castigada	y	aumentar	la	de	castigar
Cuando	los	beneficios	son	más	fuertes	que	los	costes
7.6.	No	está	el	horno	para	bollos:	las	señales	discriminativas
Señales	que	anuncian	consecuencias	y	que	controlan	la	conducta
¿Por	qué	monta	una	rabieta	y	no	obedece	a	la	primera?
La	logomaquia	del	«déficit	de	atención	con	hiperactividad»
«Te	va	la	marcha»:	una	relación	atormentada	y	dolorosa
Cuando	las	señales	no	están	claras	y	no	es	fácil	saber	a	qué	atenerse
Escarmentar	en	cabeza	ajena:	aprender	imitando
7.7.	Los	comportamientos	autopunitivos	y	la	búsqueda	del	dolor
«Soy	un	auténtico	desastre»,	o	el	tormento	del	autocastigo
Castigar	la	carne	con	asperezas
Ser	esclavo	de	una	mujer	hermosa,	o	los	enigmas	del	masoquismo	sexual
7.8.	La	logomaquia	psicopatológica	tiene	consecuencias	funcionales
7.9.	Las	ventajas	del	simulacro	de	tratamiento
¡A	ver	quién	se	sale	con	la	suya!,	y	la	estrategia	del	mutismo
Si	te	resistes	a	la	manipulación,	es	que	padeces	psicopatología
Tratamientos	que	pueden	ser	castigos,	aunque	se	disfracen	de	«terapias»
Las	ventajas	del	simulacro	terapéutico	de	los	psicofármacos
7.10.	Las	consecuencias	funcionales	de	la	caza	de	brujas
8.	El	poder	de	las	palabras
8.1.	¡Qué	viene	el	lobo!:	palabras	influyentes
La	función	sustitutiva	y	mediadora	de	las	palabras
En	su	tierna	infancia,	todos	los	niños	en	Francia	saben	hablar	en	francés
8.2.	«Si	bebes,	no	conduzcas»:	la	conducta	gobernada	por	reglas
8.3.	El	retablo	de	Maese	Pedro	y	la	literalidad	de	las	palabras
Cuando	el	lenguaje	no	es	transparencia,	sino	opacidad	y	puro	discurso,	logomaquia
La	literalidad	de	las	logomaquias	psicopatológicas
8.4.	La	tentación	de	la	fruta	madura	y	el	lenguaje	interior
El	habla	social	convertida	en	habla	interior,	en	lenguaje	silencioso
La	literalidad	del	autolenguaje
8.5.	Reglas	verbales,	control	social	y	exención	de	responsabilidad
8.6.	Moisés	y	las	tablas	de	la	ley	como	reglas	verbales
8.7.	«Hay	una	conjura	contra	mí»:	los	delirioscomo	conducta	verbal
8.8.	La	depresión,	esa	visible	oscuridad
Una	experiencia	biográfica	integral,	no	sólo	un	estado	de	ánimo
Una	experiencia	biográfica	contextual,	transaccional	y	compleja
8.9.	La	logomaquia	de	la	«enfermedad	bipolar»
9.	El	mundo	interior:	la	mente	y	la	conciencia
9.1.	Alterados	y	ensimismados	a	la	vez
9.2.	Algo	«puramente	mental»
La	mente,	heredera	del	alma	inmortal
Los	mágicos	poderes	de	la	mente
La	mente	como	simplificación	de	la	vida	y	de	las	experiencias	vitales
9.3.	Desvelar	el	misterio:	también	el	mundo	interior	es	transaccional
En	la	misma	tierra,	en	la	misma	naturaleza,	de	la	misma	materia
Un	interior	que	no	es	tal	y	que	no	se	ve	por	endoscopia
Obrar,	pensar	y	hablar.	El	pensamiento	verbal
«Es	como	si	lo	estuviera	viendo»:	pensar	e	imaginar
¡Qué	cantidad	de	recuerdos!
Tenemos	afectos	porque	las	cosas	nos	afectan:	las	emociones	como	señales	de	vida
9.4.	La	voz	de	la	conciencia
Conciencia	es	conocer	y	conocer	es	hacer
Mirarse	al	espejo	y	conocerse	a	sí	mismo
Lo	que	me	dicta	mi	conciencia
La	autoconciencia	como	hiperreflexividad
9.5.	Biografías	encarnadas
La	mente	no	está	en	el	cerebro,	tampoco	los	problemas	psicológicos
Necesarios,	pero	no	suficientes
Bibliografía	de	referencia
Créditos
A	Iván	y	Ana,
a	Miguel	y	Cristina,
a	sus	proyectos	compartidos,
que	sean	largos	y	venturosos.
Ernesto
A	mis	hijas	del	alma	y	a	sus	entrañables	parejas,
Zoe	y	Olivier,
Aitana	y	Miguel.
Que	el	amor	y	la	felicidad
os	acompañen	de	por	vida.
Miguel
Prólogo
Espléndido	 título:	 «los	 problemas	 psicológicos	 no	 son	 enfermedades».	 Parecería	 innecesario	 dedicar
tiempo	a	desarrollar	algo	tan	evidente.	El	curso	de	la	vida	nos	lleva	a	vernos	con	situaciones	difíciles	y	nos
impele	a	resolverlas.	Situaciones	que	nos	implican	a	nosotros	y	a	los	demás,	en	un	espacio	vital	compartido,
interrelacionado.	Si	estos	problemas,	problemas	psicológicos,	fueran	enfermedades,	la	vida	misma	sería	una
enfermedad.	Enfermos	o	muertos	 serían	 las	opciones	disponibles.	No	se	alarme,	apreciado	 lector,	 aún	no
hemos	llegado	a	ello,	pero	el	riesgo	existe	y	el	camino	que	conlleva	a	hacer	patológico	lo	cotidiano	viene
siendo	recorrido	desde	hace	bastante	tiempo.
Como	comienzo,	el	descartar	que	uno	esté	enfermo,	a	pesar	de	los	problemas,	no	deja	de	ser	un	alivio.
Aunque	 la	 tentación	 de	 «declararse»	 enfermo	 y	 en	 «suspensión	 de	 pagos»	 de	 obligaciones	 de	 todo	 tipo,
puede	 llegar	 a	 hacerse	 realmente	 fuerte.	Caer	 en	 ella	 puede	 ocasionar	 un	 alivio	 temporal	 pero,	 la	mayor
parte	de	las	veces,	agrava	y	extiende	el	problema.	Viene	a	cuento	aquí	el	dicho	de	que	en	el	pecado	va	la
penitencia.	Asumamos,	por	 tanto,	que	 la	vida	 tiene	sabores,	y	sinsabores,	y	que	nos	hemos	de	ocupar	de
ambos.
Los	problemas	psicológicos	no	son	enfermedades,	como	lo	son	la	hepatitis	o	 la	 tuberculosis.	No	tener
ganas,	ni	ánimo	para	hacer	las	cosas	no	es	lo	mismo,	ni	similar,	a	tener	una	infección	urinaria.	Obedece	a
causas	 distintas	 y	 tiene	 también	 distintas	 formas	 de	 solución.	Los	motivos	 del	 desánimo	y	 la	 renuncia	 a
realizar	las	actividades	cotidianas	no	se	resuelven	tomando	una	pastilla.	Creerlo	así	es	engañarse,	como	lo
es	pensar	que	una	persona	dejará	de	beber	alcohol	porque	tome	una	milagrosa	pastilla.	¿Resolverá	esto	los
problemas	que	 le	 llevan	al	abuso	del	alcohol?	Cambiamos	una	droga	por	otra	y	seguimos,	más	o	menos,
donde	 estábamos.	 Se	 bebe	 en	 exceso	 para	 olvidar,	 para	 no	 afrontar	 el	 malestar,	 la	 falta	 de	 apoyo,	 de
confianza	en	uno	mismo,	o	de	afecto	de	los	demás.	Problemas	psicológicos,	en	ocasiones	graves,	pero	no
enfermedades,	y	que	exigen	ser	tratados	desde	el	ámbito	de	lo	psicológico.	Del	mismo	modo	que	el	tumor
cancerígeno	llama	al	oncólogo,	el	tener	dificultades	para	relacionarse	con	los	demás	y	evitar	el	contacto	con
ellos,	llama	al	psicólogo.	La	confusión	al	respecto	es	nefasta.
La	psicología	es	la	ciencia	que	estudia	el	comportamiento	en	interacción	con	el	medio	social.	Hacemos
cosas	para	conseguir	unas	mejores	condiciones	de	vida,	material	y	afectiva.	Con	nuestro	comportamiento
cambiamos	 el	 entorno,	 para	 bien	 o	 para	mal,	 y	 esto	 es	 fuente	 de	 satisfacción	 de	 consecución	 de	 logros,
dificultades	y	problemas.	He	aquí	la	raíz	y	el	mantenimiento	de	los	problemas	psicológicos	y	es	ahí	donde
deben	solventarse	y	abordarse.
Los	problemas	psicológicos	reclaman	un	discurso	psicológico.	Esto	no	significa	que	lo	psicológico	sea
ajeno	a	lo	orgánico,	lo	médico.	Muy	al	contrario.	Cuando	estamos	acuciados	por	problemas,	buscando	una
solución	un	 tanto	abrumados,	nuestro	organismo	 toma	cuenta	de	ello,	 lo	sentimos	en	nuestra	 respiración,
nuestro	 latido	 cardíaco	 y	 en	 otros	 cambios	 fisiológicos,	 neuroendrocrinos,	 inmunológicos,	 etc.,	 que
podemos	no	sentir,	pero	que	producen	sus	efectos,	a	corto	y	a	largo	plazo.	Lo	mismo	sucede	cuando,	por	el
contrario,	estamos	paseando	tranquilamente,	escuchando	una	música	agradable,	o	pasando	un	buen	rato	con
los	amigos.	En	estos	concretos	casos,	 los	cambios	 fisiológicos	 tienen	un	origen	psicológico.	Aunque	una
vez	puesto	en	marcha	el	fenómeno,	también	los	cambios	fisiológicos	y	cómo	los	percibimos	influyen	en	el
proceso.	No	obstante,	debemos	tener	claro	lo	principal.	En	efecto,	ante	una	persona	que	huye	aterrada,	 la
explicación	no	está	en	señalar	que	huye	porque	tiene	miedo,	sino	en	saber	de	qué	huye	y	qué	efectos	tiene
esto	en	su	vida.
Los	problemas	de	 la	vida,	 los	problemas	psicológicos,	nos	afectan	de	forma	global.	A	veces	 tienen	su
origen	 en	 cómo	 nos	 adaptamos	 a	 situaciones	 que	 nos	 afectan	 seriamente:	 una	 enfermedad	 grave,
incapacitante,	degenerativa,	o	al	mero	paso	del	tiempo	que	nos	muestra	nuestra	labilidad	para	la	realización
de	actividades	que	antes	hacíamos	 sin	dificultad.	Es	por	 ello,	que	 la	 forma	en	que	nos	adaptamos	a	 esas
enfermedades,	que	son	tratadas	médicamente,	tiene	mucha	importancia.	De	dicha	adaptación	depende	que
tenga	un	menor	impacto	en	nuestra	vida.	El	vivir,	por	otro	lado,	es	nuestra	mayor	garantía	de	salud.	El	estar
activos	 e	 implicados	 en	 trabajar	 por	 nuestros	 proyectos	 y	 valores,	 es	 el	 mejor	 modo	 de	 darle	 sentido	 a
nuestra	vida	y,	al	 tiempo,	de	que	 los	sistemas	 fisiológicos	que	autorregulan	 funciones	biológicas	básicas,
operen	del	mejor	modo.
Ernesto	 López	 y	 Miguel	 Costa	 abordan	 esos	 aspectos	 desde	 su	 dilatada	 experiencia	 profesional:
psicológica,	social-comunitaria	y	médica.	Dichos	aspectos	nos	implican	a	todos:	como	personas	en	lo	que
atañe	a	nuestras	vidas;	como	ciudadanos	en	lo	que	toca	a	la	salud,	lo	sanitario	y	a	los	recursos	que	a	ello	se
dedican;	 y	 como	 profesionales	 del	 comportamiento	 humano	 y	 de	 la	 salud,	 porque	 supone	 una	 reflexión
sobre	nuestro	marco	de	 conocimiento	y	 las	 acciones	de	 él	 derivadas.	Ellos	 sostienen	que	 el	 concepto	de
enfermedad,	cuando	es	aplicado	a	lo	psicológico	(la	denominada	salud	mental)	es	una	invención,	y	critican
en	consonancia,	una	psicopatología	que	mimetiza	la	denominada	enfermedad	mental,	desde	la	enfermedad
médica	u	orgánica.	Esto	no	significa	que	no	«existan»	los	problemas	de	los	que	se	ocupa	la	psicopatología:
trastornos	de	ansiedad,	depresión,	etc.,	sino	que	no	se	trata	de	enfermedades	mentales,	porque	se	rechaza	el
concepto	de	«enfermedad»	para	estos	denominados	problemas	psicológicos.
El	 rechazo	 del	 modelo	 médico	 para	 abordar	 los	 trastornos	 psicológicos	 no	 es	 nuevo.	 Hoy	 día	 es
plenamente	aceptada	una	visión	que	integra	lo	biológico	junto	con	lo	psicológico	y	social:	el	bien	conocido
modelo	biopsicosocial.	López	y	Costa	reconocen	la	 importancia	de	dichos	factores	pero	van	un	paso	más
allá.	 Rechazan	 la	 existencia	 de	 una	 disciplina,	 la	 psicopatología,	 encargada	 de	 explicar	 los	 trastornos	 o
problemas	 psicológicos.	 Con	 ello	 rechazan	 los	 sistemas	 diagnósticos,	 taxonomías	 y	 nosologías.	 Aquí
recuerdan	 lo	 que	 supuso	 la	 irrupción	 de	 la	 terapia	 de	 conducta	 rechazando	 el	 concepto	 de	 enfermedad,
igualandolas	explicaciones	de	la	denominada	conducta	normal	con	la	anormal	y	refiriendo	el	diagnóstico	y
sus	categorías	al	análisis	funcional	de	la	conducta.	Los	autores	entroncan	con	esta	tradición.	¿Dónde	está,
por	tanto,	su	desafío?	Pues	en	reclamar	hoy	día	esos	principios.
Es	 cierto	 que	 en	 la	 actualidad	 el	 término	 psicopatología,	 como	 se	 ha	 comentado,	 puede	 tener	 una
orientación	 lejana	 al	 modelo	 médico	 tradicional	 estrictamente	 biológico,	 sin	 embargo	 ellos	 rechazan	 de
plano	 toda	 explicación	 que	 asuma	 cualquier	 similitud	 entre	 los	 problemas	 psicológicos	 y	 la	 enfermedad.
Esto	es,	sin	duda,	un	revulsivo	que	deja	huérfanos	a	muchos.	A	quienes	tienen,	tenemos,	que	etiquetar	por
motivos	académicos,	científicos,	profesionales,	etc.	No	obstante	y	asumiendo	que	se	aceptara	la	propuesta
se	 seguirá	 etiquetando,	 por	 ejemplo	 sustituyendo	 la	 etiqueta	 «enfermedad	 mental	 tal»	 por	 «problema
psicológico	 tal»,	 o	 «psicología	 de	 los	 problemas	 psicológicos»	 por	 «psicopatología».	 En	 suma,	 hay
psicopatologías	y	psicopatologías.	Tal	vez	el	problema	no	esté	en	las	palabras,	las	etiquetas,	sino	en	lo	que
traen	detrás.	Si	 fuera	 así,	 este	 trabajo	de	López	y	Costa	 seguiría	 teniendo	el	mismo	 fundamento	pero	no
acabaría	por	generar	el	cambio	de	etiquetas.
Las	etiquetas,	las	palabras,	tienen	mucha	importancia,	como	el	lector	podrá	leer	en	este	libro.	Es	más,	tal
vez	le	chirríe	leer	que	el	suicidio	o	el	proceso	que	lleva	a	una	persona	a	suicidarse	no	es	una	enfermedad.
Resulta	difícil	aceptarlo	porque	aun	cuando	se	esté	dispuesto	a	considerar	que	no	hay	enfermedades	sino
problemas	 psicológicos,	 esto	 se	 tambalea	 cuando	 hablamos	 de	 un	 problema	 (enfermedad)	 grave.	 Es	 un
terreno	resbaladizo.	Sin	embargo,	un	aspecto	positivo	es	eliminar	el	mimetismo	plenamente	extendido	de
considerar	los	problemas	psicológicos,	sujetos	a	convenciones	clasificatorias,	como	si	de	enfermedades	bien
establecidas	 se	 tratara.	 Aun	 cuando	 deben	 establecerse	 matices	 al	 respecto,	 esto	 supone	 una	 ventaja	 al
eliminar	barreras,	estigmas	y	despatologizar	la	vida.
En	el	capítulo	1,	se	 toma	la	melancolía	como	ilustración	histórica	del	origen	de	la	psicopatología;	una
causación	 ficticia	 sustentada	 en	 el	 modelo	 humoral	 hipocrático-galénico	 y	 en	 todo	 tipo	 de	 referencias
religiosas,	mágicas	y	de	control	social.	Paso	a	paso	se	va	observando,	y	así	se	recoge	en	el	capítulo	2,	que	el
término	enfermedad	viene	a	solventar	la	necesidad	de	etiquetar	y	encuadrar	el	problema,	de	modo	que	no
siendo	 un	 remedio	 a	 éste,	 en	 términos	 semejantes	 a	 los	 problemas	 médicos,	 es	 una	 solución	 falsa,	 una
logomaquia	dicen	López	y	Costa,	que	pasa	a	formar	parte	del	problema,	no	de	la	solución.	Sólo,	como	ellos
señalan,	 partiendo	 de	 la	 multicausalidad	 y	 de	 los	 paradigmas	 psicológicos	 pueden	 abordarse	 estos
problemas.
Si	el	enfoque	psicopatológico	es	inadecuado,	así	se	recoge	en	el	capítulo	3,	tanto	el	diagnóstico	como	el
tratamiento	 son	 remedos	 de	 su	 equivalente	 en	 el	modelo	médico	 aplicado	 a	 los	 problemas	 psicológicos.
López	y	Costa	usan	los	términos	quimera	y	simulacro	para	referirse	a	una	retórica	y	una	liturgia	propia	de
las	 enfermedades	 para	 las	 que	 el	 modelo	 sí	 es	 apropiado,	 pero	 no	 para	 los	 problemas	 psicológicos	 así
devenidos	en	enfermedades	mentales.	Falta	de	fundamentación	en	los	supuestos	procesos	de	enfermar	y	de
especificidad.	En	fin,	como	señalan	en	un	apartado,	los	psicofármacos	no	son	la	«penicilina»	de	la	mente.
Los	 tres	primeros	capítulos	han	servido	para	 resaltar	 lo	 inadecuado	del	planteamiento	psicopatológico
tradicional	para	abordar	 los	problemas	psicológicos.	Los	siguientes	dan	respuesta	a	cómo	deben	abordase
estos	problemas	desde	el	punto	de	vista	psicológico.	Rechazado	el	concepto	de	enfermedad	mental,	se	toma
como	referencia	el	análisis	funcional	de	la	conducta	como	explicación	de	la	génesis	y	significado	de	ésta.
La	conducta	surge	en	un	contexto	concreto,	precedida	por	situaciones	concretas,	afecta	a	una	persona	con
una	 biografía	 personal,	 que	 integra	 funciones	 fisiológicas	 y	 biológicas,	 y	 que	 produce	 un	 efecto
(consecuencias)	en	 la	persona	y	en	 los	demás.	Este	 intercambio	es	esencial	para	 la	vida	e	 imprescindible
para	 su	 comprensión.	 Su	 falta,	 como	 señalan	 los	 autores,	 es	 una	 barrera	 para	 la	 comunicación,	 porque
¿cómo	puedo	entender	la	impulsividad	de	una	persona	o	su	agresividad	verbal	si	no	conozco	qué	la	causa,
atendiendo	a	su	historia	personal,	y	a	sus	efectos?
El	ámbito	de	explicación	psicológica	no	es	ajeno	a	lo	biológico,	fisiológico.	En	el	capítulo	5	se	recoge
cómo	lo	emocional	y	lo	fisiológico	se	dan	la	mano	de	modo	empírico,	no	especulativo.	Los	trabajos	de	la
reflexología	rusa	con	Pavlov,	como	referencia,	son	una	muestra	de	cómo	se	produce	esa	interacción.	Muy
acertadamente	López	y	Costa	señalan	cómo	las	nuevas	experiencias	psicológicas	no	nacen	ni	dentro	ni	fuera
de	 la	 persona,	 sino	 entre	 la	 persona	 y	 el	 medio,	 el	 contexto.	 Sin	 embargo,	 siendo	 importantes	 nuestras
emociones	 lo	 es	 aún	más	nuestra	 capacidad	de	hacer,	de	obrar,	de	 transformar	 la	 realidad.	Este	 empeño,
recogido	en	el	capítulo	6,	es	el	que	explica	las	claves	de	por	qué	hacemos	las	cosas.	Sitúa,	además,	la	acción
como	dirección	de	vida,	distanciado	de	la	especulación	y	falsa	retórica.	Incluso,	haciendo	las	cosas	que	uno
se	propone	aun	cuando	las	circunstancias	sean	adversas.
El	elemento	más	singular	de	la	especie	humana	es	el	lenguaje	y	a	él	va	dedicado	el	penúltimo	capítulo
del	 libro.	 Las	 palabras	 nos	 conectan	 con	 emociones	 y	 funciones	 que	 amplían	 nuestras	 posibilidades.	 El
lenguaje,	 además,	 puede	 ejercer	 efectos	 perversos.	 Por	 ejemplo	 cuando	 el	 mundo	 simbólico	 suplanta	 al
mundo	real.	Pegarse	a	las	palabras	en	lugar	de	a	los	hechos.	Dejarse	llevar	por	la	literalidad	del	discurso	y
fusionarse	a	él.	Rumiar,	 frente	a	 tomar	perspectiva	de	 las	propias	palabras	y	pensamientos,	es	clave	para
entender	 la	 génesis	 y	 persistencia	 de	muchos	 problemas	 psicológicos.	 Este	 carácter	 privado	 que	 supone
centrarse	 en	 los	 pensamientos	 nos	 abre	 al	 mundo	 interior,	 a	 la	 conciencia.	 A	 él	 va	 dedicado	 el	 último
capítulo	 del	 libro,	 es	 lo	 que	 la	mayoría	 consideraría,	 curiosamente,	 como	 singularmente	 psicológico.	 El
ensimismamiento	como	 refugio	y	 lugar	de	desarrollo	personal.	Esta	opción,	 como	aclaran	 los	autores,	 es
una	 trampa.	 La	 vida,	 el	 intercambio,	 el	 logro	 de	 los	 proyectos	 vitales	 está	 fuera,	 no	 dentro.	 Incluso	 las
experiencias	privadas	no	son	sino	una	referencia	emocional	o	simbólica	de	intercambios	con	el	medio.	El
sentido	de	la	vida	no	es	el	ensimismamiento.	La	hiperreflexibilidad	que	señalan	Marino	Pérez	y	Louis	Sass
es	el	origen	de	graves	problemas	psicológicos.
En	suma,	tiene	el	lector	en	sus	manos	un	libro	crítico	con	la	concepción	psicopatológica	convencional.
Se	opta	por	una	 explicación	psicológica,	 acorde	 con	 los	principios	y	hallazgos	de	 la	 ciencia	psicológica.
Ésta	 se	 ha	 demostrado	 eficiente	 en	 la	 solución	de	 los	 principales	 problemas	 etiquetados	 como	 trastornos
mentales,	 desde	una	perspectiva	distinta,	 sin	 fármacos.	El	 libro	de	López	y	Costa	 expone	de	 forma	 ágil,
amena	 y	 rigurosa,	 los	 fundamentos	 de	 la	 explicación	 psicológica,	 de	 lo	 que	 vienen	 a	 ser	 denominados
problemas	psicológicos.	Éstos	pueden	ser	 leves,	afectar	poco	a	 la	vida	de	 la	persona,	o	graves,	caso,	por
ejemplo,	del	suicidio.	Con	independencia	de	la	gravedad	se	trata	de	problemas	de	la	vida,	de	las	personas,
con	una	historia	concreta,	en	un	entorno	social	y	vital,	y	sólo	desde	esta	perspectiva	pueden	entenderse	y,	tal
vez,	resolverse.	No	hay	nada	que	curar,	en	el	sentido	médico	del	término,	y	sí	de	reconciliar	a	uno	mismo
con	los	demás,	con	la	vida.	Problemas	psicológicos,	no	enfermedades.
Miguel	Ángel	Vallejo	Pareja.
Catedrático	de	Psicología.
Universidad	Nacional	de	Educacióna	Distancia.
Pozuelo	de	Alarcón,	junio	de	2014.
Introducción.	«Se	le	han	cruzado	los	cables»
Problemas	de	 la	vida,	problemas	psicológicos,	problemas	 interpersonales,	¿quién	no	 los	 tiene	o	 los	ha
tenido	alguna	vez?,	 incluso	de	esos	que	duelen	y	hacen	sufrir,	de	esos	que	 trastornan,	de	esos	que	hacen
daño	a	uno	mismo	y	a	los	demás.	Los	tienen	los	niños,	los	adultos	y	los	viejos.	Intentamos	comprenderlos	y
tratamos	de	afrontarlos	y	resolverlos,	 lo	 logramos	muchas	veces	y	seguimos	adelante	ocupándonos	de	las
tareas	de	la	vida.	Otras	veces	revisten	una	mayor	severidad,	son	difíciles	de	comprender,	nos	atormentan,
nos	 desbordan	 y	 la	 solución	 no	 resulta	 tan	 fácil.	 En	 estos	 casos	 hay	 quienes,	 abatidos	 por	 el	 problema,
buscan	ayuda	profesional,	pero	hay	 también	quienes	 toman	decisiones	extremas,	se	enredan	en	conflictos
interpersonales	interminables,	se	aíslan	de	los	demás,	hacen	disparates	o	se	quitan	la	vida.	Cuando	notamos
en	los	demás	un	comportamiento	raro,	que	nos	indica	que	tienen	algún	problema,	a	veces	nos	limitamos	a
decir	algo	tan	sencillo	y	certero	como	«está	pasando	un	mal	momento»,	«no	le	van	nada	bien	las	cosas	en
la	vida»,	y,	sobre	todo	si	se	trata	de	una	persona	cercana,	sentimos	compasión	y	le	ofrecemos	nuestra	ayuda.
Es	 también	 lo	 que	 nos	 gustaría	 encontrar	 cuando	 nosotros	 pasamos	 un	 mal	 momento	 y	 tenemos	 un
problema.	 Otras	 veces,	 si	 el	 comportamiento	 es	más	 desconcertante,	 hay	 quien	 trata	 de	 encontrarle	 una
explicación	diciendo	cosas	como	«se	le	han	cruzado	los	cables»,	«está	mal	de	la	cabeza»,	«está	loco»,	«es
una	persona	rara»	y	otras	por	el	estilo.	Éstas	probablemente	no	serían	las	explicaciones	que	nos	gustaría
oír	si	fuéramos	nosotros	los	que	tuviéramos	el	problema.
UNA	REACCIÓN	RARA	E	INCOMPRENSIBLE
Estábamos	 un	 día	 un	 grupo	 de	 amigos	 disfrutando	 de	 una	 agradable	 tertulia.	 En	 un	 determinado
momento,	 en	 plena	 conversación,	 una	 persona	 del	 grupo,	 a	 la	 que	 llamaremos	 X,	 manifiesta	 un
comportamiento	extemporáneo,	una	reacción	emocional	exagerada:	se	levanta	bruscamente	como	un	resorte
y	 abandona	 la	 estancia	 dando	 un	 portazo,	 lo	 que	 se	 diría	 una	 «espantada».	 Nunca	 le	 habíamos	 visto
reaccionar	de	semejante	manera.	Su	reacción	nos	resultó	rara,	incomprensible,	sobre	todo	porque	nos	parece
que	«no	viene	a	cuento».	Como	 la	 reacción	había	 sido	 tan	 insólita,	 siguió	 siendo	días	después	objeto	de
comentarios	por	parte	del	grupo.	Estábamos	intrigados	y	deseosos	de	averiguar	y	de	comprender,	y	todos
nos	implicamos	en	la	búsqueda	activa	de	una	explicación.	Hubo	opiniones	para	todos	los	gustos.	«No	hay
ningún	motivo	para	que	se	ponga	así»,	«es	un	poco	rara»,	«le	ha	dado	un	arrebato»,	«se	le	han	cruzado
los	 cables»,	 «no	 está	 bien	 de	 la	 cabeza»,	 «está	mal	 del	 coco»,	 son	 algunas	 de	 las	 explicaciones	 que	 se
oyeron.	Una	 persona	 del	 grupo	 que	 se	 preciaba	 de	 haber	 leído	 cosas	 de	 psiquiatría	 y	 de	 psicología	 nos
ofreció	un	diagnóstico	particular:	«es	una	neurótica».	A	otra	 le	pareció	excesivo	el	diagnóstico	y	aportó
otro	sin	tanta	carga:	«es	muy	impulsiva».	Alguien	que	se	preciaba	de	conocer	muy	bien	a	las	personas	y	de
ser	muy	«intuitiva»,	«un	poco	psicóloga»	y	«un	poco	bruja»,	dijo	que	lo	que	le	había	molestado	a	X	es	que
uno	de	los	contertulios	acaparaba	la	palabra	y	no	dejaba	intervenir	a	los	demás,	y	no	había	dejado	intervenir
a	X.	«A	mí	me	 sienta	 también	 fatal,	me	da	muchísima	 rabia,	 y	 prefiero	abandonar	 la	 tertulia	 cuando
alguien	 acapara	 la	 palabra»,	 dijo.	Hubo	 quien,	 prudentemente,	 se	 limitó	 a	 decir:	«¡A	 saber	 por	 qué	 lo
hizo!».
Días	 después	 de	 la	 tertulia,	 una	 de	 las	 personas	 que	 participaba	 en	 la	 conversación	 nos	 reveló	 que,
segundos	antes	de	la	airada	reacción	de	X,	alguien	había	hecho	un	comentario	irónico	e	hiriente	acerca	de
una	relación	apasionada	que	X	mantenía	con	una	persona	que	en	el	comentario	era	descrita	con	atributos
despectivos.	Estos	comentarios	despectivos	ya	se	habían	hecho,	al	parecer,	en	otras	ocasiones,	y	 también
habían	 provocado	 una	 reacción	 parecida.	 El	 comentario	 irónico	 en	 la	 tertulia	 de	 hoy	 había	 evocado	 los
comentarios	de	entonces,	había	hecho	revivir	el	daño	de	la	ocasión	anterior	y	había	determinado	la	reacción
que	 a	 todos	 nos	 había	 parecido	 «incomprensible».	 La	 persona	 del	 grupo	 que	 nos	 hacía	 esta	 aclaración
conocía	bien	a	X	y	sabía	cómo	le	había	herido	el	comentario	hecho	delante	de	todos	acerca	de	su	relación
apasionada.	 Fue	 la	 única	 persona	 que,	 conocedora	 del	 impacto	 del	 comentario,	 se	 había	 mantenido	 en
silencio	aquel	día.	Conocedores	de	esta	circunstancia,	alguien	hizo	entonces	un	nuevo	intento	diagnóstico:
si	X	había	reaccionado	así,	era	debido	a	«la	rabia	y	la	ira	que	había	sentido».
NO	ES	UN	CRUCE	DE	CABLES
Cuando	alguien	dice	de	nosotros	que	«no	estamos	bien	de	la	cabeza»	por	una	reacción	que	tuvimos	en
una	 determinada	 circunstancia,	 y	 que	 a	 los	 demás	 les	 ha	 podido	 parecer	 extemporánea,	 rara	 o
incomprensible,	 y	 nosotros	 sabemos	 qué	 profundo	 significado	 tiene	 esa	 experiencia	 en	 nuestra	 vida,
pensamos	y	decimos	«¡si	tú	supieras...!»,	y	nos	negamos	a	aceptar	el	diagnóstico	que	nos	hacen,	porque
sabemos	de	manera	 fehaciente	que	no	 es	un	«cruce	de	 cables»	o	una	 avería	 en	 la	 cabeza	 lo	que	 explica
nuestra	reacción,	sino	la	experiencia	vivida.	Eso	mismo	dijo	X	cuando	tuvo	la	oportunidad	de	explicar	lo
ocurrido:	«¡No	se	me	ha	cruzado	ningún	cable,	lo	que	pasa	es	que	el	comentario	que	se	hizo	delante	de
todos	sobre	una	relación	que	significa	mucho	para	mí	ha	sido	demasiado,	 teniendo	en	cuenta	además
que	 yo	 le	 había	 pedido	 en	 alguna	 otra	 ocasión	 a	 esa	 persona	 que	 por	 favor	 no	 hiciera	 ese	 tipo	 de
comentarios!».
A	 la	 vista	 de	 lo	 ocurrido,	 «es	 muy	 impulsiva»	 suponía	 definir	 la	 totalidad	 de	 X	 por	 una	 reacción
particular.	Además,	la	única	evidencia	de	esa	supuesta	característica	personal	era	la	misma	reacción.	O	sea,
que	X	había	tenido	esa	reacción	«porque	era	muy	impulsiva»,	pero	el	único	fundamento	para	atribuirle	esta
característica	 era	 su	 reacción.	 Es	 impulsiva	 porque	 ha	 reaccionado	 impulsivamente,	 y	 ha	 reaccionado
impulsivamente	 porque	 es	 impulsiva.	 A	 este	 tipo	 de	 explicaciones	 se	 les	 denomina	 «tautologías»,	 o
«explicaciones	 circulares»,	 porque	 giran	 sobre	 sí	 mismas,	 sin	 explicar	 lo	 que	 quieren	 explicar.	 Circular
resultaba	también	la	explicación	que	hacía	de	los	sentimientos	la	causa	de	la	reacción.	X	ha	reaccionado	de
esa	manera	«porque	 se	ha	 sentido	molesta»,	 pero	 la	 única	 evidencia	 de	 que	 se	 ha	 sentido	molesta	 es	 la
reacción	que	ha	tenido.	Más	tarde	X	nos	aclaró:	«Sí	que	me	sentí	muy	herida	por	el	comentario,	pero	mi
reacción	no	fue	debida	a	este	sentimiento,	sino	al	comentario	hecho	en	esas	condiciones».
Quien	 se	 preciaba	 de	 conocer	 bien	 a	 las	 personas	 y	 señaló	 que	 el	 motivo	 que	 había	 llevado	 a	 X	 a
reaccionar	de	aquel	modo	era	que	«alguien	en	la	tertulia	acaparaba	la	palabra»,	daba	los	mismos	motivos
que	a	ella	le	movían	a	actuar	y	a	sentir	del	mismo	modo.	Esta	propensión	a	creer	que	el	mundo	gira	para	los
demás	igual	que	gira	para	nosotros	y	que	nos	lleva	a	atribuir	a	los	demás	los	mismos	motivos,	pensamientos
y	 sentimientos	 que	 nosotros	 experimentamos	 en	 circunstancias	 parecidas	 es	 una	 propensión	 egocéntrica
bastante	común.	Para	conocer	el	sentido	y	el	alcance	de	la	conducta	de	los	demás	me	basta	con	conocer	el
sentido	 y	 el	 alcance	 de	 la	 mía.	 Lo	 que	 yo	 pienso	 sobre	 el	 mundo	 y	 sobre	 los	 demás	 me	 basta	 para
comprenderlos.	Mi	experiencia	íntima	se	basta	a	sí	misma,	es	la	fuente	fidedigna	de	mis	evidencias,	de	mi
conocimiento	de	la	realidad,	me	dice	siempre	la	verdad,	siempre	acierto	con	mis	«corazonadas»,	o	con	mis
«intuiciones»,	porque	«soy	muy	intuitivo»,	«soy	muy	psicólogo».	Es	una	propensión	que,	sin	embargo,	no
nos	asegura	el	acierto	cuando	juzgamos	elcomportamiento	de	los	demás.	De	hecho,	el	motivo	aducido	no
era	el	que	en	realidad	había	movido	a	X	a	reaccionar	como	lo	hizo.
Días	 después	 de	 la	 tertulia,	 la	 protagonista	 del	 incidente	 se	 disculpó	 ante	 nosotros	 por	 «haberse
descontrolado».	 Nos	 dijo	 también	 que	 ella	misma	 se	 había	 sentido	 desconcertada	 ante	 su	 reacción,	«no
esperaba	haber	montado	el	numerito,	no	entraba	en	mis	cálculos,	no	era	mi	intención»,	incluso	se	había
prometido	 que	 nunca	 más	 volvería	 a	 tener	 una	 reacción	 así,	 pero	 el	 comentario	 hiriente	 «me	 pilló	 por
sorpresa,	yo	no	contaba	con	esto»,	nos	dijo.	Ahora	se	conoce	mejor	y	está	en	mejores	condiciones	para	un
afrontamiento	futuro	diferente	de	situaciones	parecidas,	que	no	dependerá,	desde	luego,	del	arreglo	de	un
supuesto	«cruce	de	cables».	Y	se	conoce	mejor,	no	porque	haya	aceptado	alguno	de	los	diagnósticos	que	el
grupo	 le	 había	 endosado,	 sino	 porque	 ha	 experimentado	 cuánto	 impacto	 le	 pueden	 llegar	 a	 producir
comentarios	 como	el	de	 la	 tertulia.	También	 los	 contertulios	hemos	aprendido	a	 conocerla	mejor	 cuando
hemos	decidido	 apearnos	de	 las	 ficciones	 explicativas	de	nuestros	diagnósticos	y	nos	hemos	 acercado	 al
significado	profundo	que	algunos	comentarios	hirientes	pueden	tener	para	una	persona	enamorada.
LOS	PROBLEMAS	PSICOLÓGICOS	SON	PARTE	DE	LA	VIDA
El	incidente	de	la	tertulia	es	tan	sólo	una,	y	desde	luego	no	la	más	llamativa	y	la	más	dramática,	de	las
múltiples	experiencias	de	la	vida	en	las	que	una	persona	puede	mostrar	comportamientos	extemporáneos,
raros	 e	 incomprensibles	 a	 los	 ojos	 de	 los	 demás,	 comportamientos	 que	 pueden	 llegar	 a	 constituir	 un
problema	psicológico	y	a	causar	daño,	dolor	y	sufrimiento	a	quien	los	manifiesta	y	a	otras	personas	de	su
entorno	habitual.	Puede	ser	una	fobia	que	hace	huir	de	cosas	o	de	lugares	a	los	que	sin	embargo	se	quiere	o
se	necesita	ir,	una	depresión	llena	de	malos	presagios,	de	miedo,	de	culpa	y	de	tristeza	que	hace	permanecer
postrado	 y	 que	 conmueve,	 pasar	 de	 la	 euforia	 más	 impetuosa	 a	 la	 tristeza	 más	 desoladora,	 aquella
experiencia	que	los	antiguos	denominaron	melancolía	que	algunos	creyeron	posesión	del	demonio	o	tal	vez
influjo	 del	 planeta	 Saturno,	 y	 que	Alberto	Durero	 plasmó	 en	 su	Ángel	 de	 la	melancolía,	 una	 dificultad
sexual	que	amarga	la	vida	de	la	pareja,	voces	que	parecen	hablar	dentro	de	la	cabeza	y	que	inducen	a	hacer
cosas	inconvenientes,	angustiarse	y	estar	alerta	de	manera	continua	porque	«hay	una	conjura	contra	mí»,
permanecer	 en	 casa	 durante	 años	 sin	 salir	 a	 la	 calle	 temiendo	 que	 ocurra	 una	 desgracia,	 desmayarse	 sin
razón	aparente,	pensamientos	que	vienen	una	y	otra	vez	de	manera	obsesiva	y	que	incluso	se	intensifican
cuando	 se	 los	 intenta	 combatir,	 lavarse	 las	 manos	 repetidamente	 hasta	 hacerse	 llagas,	 negarse	 a	 comer
sólidos	por	 temor	a	atragantarse,	 jugar	a	 las	máquinas	 tragaperras	hasta	arruinarse,	 infligirse	autolesiones
dolorosas	 que	 alivian	 los	 sentimientos	 de	 culpa,	 comer	 con	 voracidad	 y	 de	 manera	 insaciable,	 sentir
repugnancia	ante	la	comida,	que	se	rechaza	o	se	vomita;	excitarse	sexualmente	ante	las	botas	de	una	mujer	o
pedir	que	le	azoten	y	que	le	causen	daño	para	excitarse	sexualmente	hasta	llegar	al	orgasmo.	Son	todas	estas
experiencias,	 y	 muchas	 otras,	 parte	 de	 la	 vida	 de	 muchas	 personas,	 de	 una	 vida	 tal	 vez	 trastornada	 y
atormentada	y	cuyo	significado	este	libro	quiere	contribuir	a	desvelar.
LOS	PROBLEMAS	PSICOLÓGICOS	CONVERTIDOS	EN
PSICOPATOLOGÍA
Desde	hace	muchísimo	tiempo,	 la	psicología	y	 la	psiquiatría	se	vienen	enfrentando	a	 la	ardua	tarea	de
comprender	y	explicar	esas	experiencias	de	la	vida,	extemporáneas,	raras,	incomprensibles,	aparentemente
sin	sentido	e	inmotivadas,	tanto	o	más	que	la	de	la	tertulia.	Hubo	tiempos	en	que	se	creía	que	algunas	de
esas	 experiencias	 pudieran	 ser	 castigos	 divinos	 por	 los	 pecados	 cometidos,	 posesión	 del	 demonio,
desequilibrio	de	los	humores	corporales	y	efectos	de	la	bilis	negra	que	asciende	al	cerebro	y	lo	seca,	como
le	ocurrió	a	Don	Quijote.	Hubo	tiempos	en	que	fueron	atribuidas	a	exceso	de	sangre	en	la	cabeza	que	había
que	evacuar	mediante	sangrías	producidas	con	sanguijuelas	en	la	yugular,	o	a	enfermedad	de	los	nervios.
Aun	 cuando	 hay	 quien	 sigue	 creyendo	 que	 el	 demonio	 puede	 inducir	 esos	 padecimientos,	 muchos
profesionales	 que	 se	 enfrentan	 hoy	 a	 estas	 experiencias	 se	 refieren	 a	 las	 personas	 que	 las	 viven	 con
expresiones	tales	como	«padece	un	trastorno	mental»,	«es	un	enfermo	mental»,	«es	un	bipolar»,	«es	un
esquizofrénico»,	«padece	un	trastorno	de	la	personalidad»,	creyendo	que	de	ese	modo	entran	de	manera
más	atinada	en	el	meollo	del	problema.	Otros	llegan	a	decir	de	esta	supuesta	patología	que	«en	realidad,	se
trata	de	un	desequilibrio	de	los	neurotransmisores	cerebrales»,	y	lo	dicen	como	si	hubieran	accedido	por
fin	a	la	verdadera	esencia	del	problema	vital	y	de	las	desdichas	que	esas	personas	experimentan	y	creyeran
que	así	lo	están	explicando	y	comprendiendo	mejor.	Lo	que	era	un	«cruce	de	cables»	o	el	efecto	de	la	bilis
negra	 sería	 ahora	 una	 enfermedad	 mental,	 una	 patología,	 una	 psicopatología	 y	 un	 trastorno	 de	 los
neurotransmisores	 cerebrales.	 Si	 tuvimos	 un	modelo	humoralista	 y	 un	modelo	 demonológico,	 desde	 el
siglo	XIX	hasta	la	fecha	tenemos	un	modelo	psicopatológico,	que	será	el	foco	crítico	de	este	libro,	porque,
como	reza	el	título,	los	problemas	psicológicos	no	son	una	enfermedad,	una	patología,	una	psicopatología,
como	tampoco	son	un	«cruce	de	cables»,	una	posesión	de	Satán	o	el	efecto	de	la	bilis	negra.
Una	de	las	cosas	que	tienen	en	común	las	explicaciones	que	los	contertulios	dieron	del	comportamiento
de	X	y	las	explicaciones	que	da	el	modelo	psicopatológico	de	los	problemas	vitales	es	que	pretenden	ambas
explicar	el	problema	como	algo	que	anda	mal	dentro	de	la	persona	que	vive	el	problema,	y	en	particular
dentro	de	su	cabeza,	de	su	mente,	o	de	su	cerebro,	como	si	lo	que	le	ha	ocurrido	durante	la	tertulia	a	X	no
tuviera	nada	que	ver	con	su	reacción,	o	como	si	tener	una	fobia,	deprimirse	o	delirar	fuera	algo	que	emanara
de	una	supuesta	patología	interior.	La	reacción	de	X	sería	entonces	la	expresión	o	el	síntoma	de	un	rasgo
anormal	de	su	personalidad	(«es	una	neurótica»,	«es	una	impulsiva»)	o	de	algo	que	no	le	funciona	bien	en
su	interior	(«se	le	han	cruzado	los	cables»,	«está	mal	de	la	cabeza»).	La	depresión	o	 la	 fobia	por	 la	que
alguien	sufre	sería	la	expresión	o	el	síntoma	de	una	patología	(«padece	una	enfermedad	mental»,	«es	un
enfermo	mental»,	 «es	un	bipolar»,	 «padece	un	 trastorno	de	ansiedad»)	 que	 estaría	 dentro,	 ya	no	 en	 la
posesión	de	Satán,	pero	sí	 tal	vez	en	el	desequilibrio	de	los	humores	y	en	el	humor	negro	melancólico,	o
más	modernamente	en	el	desequilibrio	de	los	neurotransmisores	o	en	los	genes.	Las	supuestas	explicaciones
del	comportamiento	de	X	y	las	supuestas	explicaciones	psicopatológicas	tienen	también	en	común	lo	que	el
psicólogo	británico	Richard	Bentall	denomina	sesgo	de	atribución,	esa	tendencia	a	explicar	la	conducta	de
los	 demás	 y	 sus	 problemas	 por	 rasgos	 o	 condiciones	 estables,	 duraderas	 e	 interiores,	 anormales	 o
patológicas,	 y	 explicar,	 en	 cambio,	 nuestra	 propia	 conducta	 y	 nuestros	 propios	 problemas	 por	 las
circunstancias	y	las	cosas	que	nos	pasan	en	la	vida.
LA	FÁCIL	TENTACIÓN	PSICOPATOLÓGICA
Hay	 que	 reconocer	 que,	 puestos	 ante	 la	 complejidad	 vital	 de	 los	 problemas	 psicológicos,	 es	 fácil	 y
cómodo	caer	en	la	tentación	psicopatológica,	como	es	también	fácil	y	cómodo	caer	en	el	«cruce	de	cables»
ante	la	reacción	de	X	en	la	tertulia.	Bastará	que	nos	digan	que	«es	una	neurótica»	o	que	«se	le	han	cruzado
los	cables»	para	creer	que	hemos	explicado	y	comprendido	su	reacción	extemporánea.	¿Para	que	molestarse
en	 buscar	 algo	 más?	 Bastará	 saber	 que	 «es	 un	 enfermo	 mental»,	 que	 «es	 un	 bipolar»,	 que	 «es	 un
esquizofrénico»,que	«padece	un	déficit	de	atención	con	hiperactividad»,	para	creer	que	hemos	explicado
y	comprendido	el	malestar,	el	dolor	y	el	sufrimiento	que	conlleva	una	depresión,	el	drama	vital	que	lleve	a
decir	 con	 enorme	 angustia	 «hay	 una	 conjura	 contra	 mí»	 o	 las	 circunstancias	 que	 provocan	 la
hiperactividad	y	desatención	de	un	niño.	Es	bastante	más	complejo	y	comprometido	tratar	de	analizar	 los
avatares	 de	 la	 vida	 en	 los	 que	 se	 produce	 el	 problema,	 las	 circunstancias	 que	 lo	 precipitan,	 que	 pueden
incluso	 haber	 pasado	 desapercibidas	 para	 los	 observadores,	 como	 de	 hecho	 ocurrió	 con	 los	 comentarios
hirientes	 que	 no	 todos	 captaron	 en	 la	 tertulia,	 y	 el	 significado	 que	 esas	 circunstancias	 revisten	 para	 la
persona	a	 la	 luz	de	su	historia	personal.	Averiguar	 las	complejas	y	diversas	circunstancias	vitales	por	 las
cuales	 una	 persona	 llega	 a	 deprimirse,	 a	 autolesionarse	 o	 a	 oír	 voces	 resulta	 sin	 duda	 más	 arduo	 que
despachar	 el	 asunto	 recurriendo	 a	 las	 ficciones	 explicativas	 del	 cruce	 de	 cables,	 de	 la	 bilis	 negra	 o	 del
desequilibrio	 de	 los	 neurotransmisores.	 Caer	 en	 la	 tentación	 psicopatológica	 cumple	 por	 eso	 también
funciones	ideológicas	conservadoras	porque	elude	el	análisis	crítico	de	esas	complejas	circunstancias	y	hace
de	 las	 desdichas	 y	 problemas	 humanos	 que	 trastornan	 un	 asunto	 derivado	 de	 «mentes	 trastornadas»,	 y
propone	 su	 solución	 a	 base	 de	 «arreglar	 las	 mentes»	 y	 de	 reequilibrar	 farmacológicamente	 los
neurotransmisores	cerebrales.
UNA	CRÍTICA	RADICAL	PARA	DESVELAR	EL	SIGNIFICADO	DE	LOS
PROBLEMAS
A	lo	largo	de	sus	9	capítulos,	este	libro	formula	una	crítica	radical	de	la	ortodoxia	y	de	los	dogmas	del
modelo	 psicopatológico,	 pues	 considera	 que	 las	 explicaciones	 que	 aduce	 este	 modelo	 son	 una	 ficción
explicativa,	una	patología	inventada,	una	logomaquia,	que	quiere	decir	«palabra	vacía	de	contenido	que	no
va	al	fondo	del	asunto»,	porque	no	se	han	aportado	evidencias	de	que	las	llamadas	«patologías	mentales»
sean	 verdaderamente	 una	 enfermedad,	 porque	 son	 una	 parodia	 de	 la	 patología	 humana	 que	 estudian	 los
modelos	de	la	medicina,	y	porque	son	tan	ficción,	como	lo	es	explicar	el	comportamiento	de	X	en	la	tertulia
por	un	inexistente	«cruce	de	cables».
Y	hace	 la	 crítica	 porque	 son	 explicaciones	 que	no	nos	 revelan	 el	 profundo	 significado	 vital	 que	 los
problemas	psicológicos	tienen	en	la	historia	de	quienes	los	viven,	como	lo	tuvieron	para	X	los	comentarios
hirientes.	El	supuesto	desequilibrio	de	los	neurotransmisores	no	explica	las	cosas	mucho	mejor	que	aquel
desequilibrio	 de	 la	 bilis	 negra	 de	 los	 clásicos	 que	 ennegrecía	 el	 rostro	 y	 la	 mirada	 del	 Ángel	 de	 la
melancolía	de	Alberto	Durero,	o	la	posesión	de	Satán.	Y	hace	la	crítica	porque	la	práctica	profesional	en	el
ámbito	de	la	denominada	«salud	mental»	está	fuertemente	impregnada	de	la	perspectiva	psicopatológica	y
amenaza	 además	 con	 patologizar	 de	 manera	 creciente	 cualquier	 experiencia	 vital	 con	 alguna	 de	 las
innumerables	 psicopatologías	 incluidas	 en	 los	 catálogos	 psicopatológicos	 que	 existen.	 Los
neurotransmisores	cerebrales	y	las	sinapsis	neuronales,	sin	saber	cómo	ni	por	qué,	se	habrían	desequilibrado
de	pronto	hoy	día	como	nunca	lo	habían	hecho	hasta	ahora	a	lo	largo	de	la	historia	de	la	especie	humana,
como	si,	parodiando	a	los	clásicos,	la	sangre	se	estuviera	subiendo	a	la	cabeza	de	forma	más	impetuosa,	hoy
más	que	nunca,	recalentando	las	meninges	y	ocasionando	todos	los	delirios,	fobias	y	melancolías	que	nos
atribulan.
Es	una	crítica	radical	porque	va	a	la	raíz	del	significado	de	los	problemas.	Y	va	a	la	raíz	de	la	mano	de
los	modelos	o	paradigmas	que	la	psicología	ha	ido	madurando	desde	los	últimos	años	del	siglo	XIX,	y	que
son	herramientas	conceptuales	analíticas	con	las	que	ofrece	una	nueva	visión	y	comprensión	antropológica
sobre	el	comportamiento	humano,	sobre	los	problemas	psicológicos	y	sobre	el	ser	humano	mismo,	y	desde
las	que	ofrece	también	métodos	y	técnicas	para	ayudar	a	afrontarlos	y	a	resolverlos.	Desde	estos	modelos	o
paradigmas	 explicativos,	 el	 libro	mostrará	 que	 hay	 una	 diferencia	 enorme	 entre	 las	 explicaciones	 de	 los
problemas	psicológicos	basadas	en	supuestas	patologías	cerebrales	o	mentales,	y	las	basadas	en	el	análisis
de	lo	que	ocurre	en	 las	circunstancias	de	 la	vida	en	las	que	la	persona	se	encuentra,	actúa	y	se	relaciona.
Mostrará	que	hay	una	diferencia	enorme	entre	lo	que	ocurre	supuestamente	en	o	dentro	de	la	persona	y	lo
que	 acontece	 y	 se	 vive	 en	 las	 experiencias	 azarosas	 entre	 la	 persona	 y	 las	 vicisitudes	 de	 la	 vida	 que	 le
afectan.	Es	la	comprensión	de	estas	experiencias	la	que	nos	acercará	mejor	a	la	comprensión	del	significado
personal	y	vital	de	la	reacción	de	X	o	de	la	vivencia	de	una	depresión,	de	un	delirio,	de	una	fobia,	de	un
intento	 de	 suicidio,	 de	 un	 conflicto	 interpersonal.	 Estas	 vivencias,	 estos	 problemas,	 resultan
incomprensibles,	inexplicables,	un	enigma,	un	«misterio	antropológico»	que	dirá	Kurt	Schneider,	si	se	les
despoja	 de	 esas	 estrechas	 transacciones	 con	 las	 circunstancias	 de	 la	 vida	 en	 las	 que	 adquieren	 sentido	 y
significado.	Si	queremos	predecir	el	comportamiento	de	X	en	ocasiones	 futuras,	nos	ayudará	mucho	más
saber	 lo	que	ha	ocurrido	en	 la	 tertulia	y	 cómo	 le	ha	afectado,	y	 saber	 cuánto	 significa	para	 ella	 su	amor
apasionado,	que	saber	que	«es	una	neurótica»	o	que	padece	un	«cruce	de	cables».
LA	VERDADERA	NATURALEZA	DE	LOS	PROBLEMAS,	MÁS	ALLÁ	DE
LA	NOMENCLATURA	PSICOPATOLÓGICA
Esta	 crítica	 radical	 conoce	 bien	 que	 hay	 muchos	 estudiosos	 y	 muchos	 profesionales	 que	 no	 creen
tampoco	 que	 los	 problemas	 psicológicos	 sean	 patologías	 o	 desequilibrios	 bioquímicos	 y	 que	 recurren
también	a	los	paradigmas	de	la	psicología	para	analizarlos	y	comprenderlos,	pero	que,	no	obstante,	utilizan
la	 palabra	 psico-patología,	 se	 adhieren	 a	 la	 terminología	 psicopatológica,	 consideran	 incluso	 que	 tiene
sentido	hablar	de	una	disciplina	psicopatológica	y	no	tienen	inconveniente	en	llamar	a	los	comportamientos
«síntomas».	Este	 libro	comparte	con	estos	estudiosos	y	profesionales	el	mismo	 interés	por	 los	problemas
psicológicos	 y	 su	 solución,	 el	 rechazo	 de	 la	 patologización	 creciente	 de	 los	 problemas	 de	 la	 vida	 y	 la
reivindicación	del	poder	explicativo	de	los	paradigmas	de	la	psicología.	Desde	este	propósito	compartido,	el
libro	es	una	invitación	a	llevarlo	hasta	sus	últimas	consecuencias.	Como	el	libro	nos	va	a	mostrar,	la	noción
de	«patología»	tiene	su	lugar	lógico	y	epistemológico	en	el	ámbito	del	enfermar	humano	que	estudian	los
modelos	 científicos	 de	 la	medicina.	 Por	 eso,	 la	 aplicación	 que	 históricamente	 el	modelo	 psicopatológico
hace	de	estos	modelos	a	los	problemas	psicológicos,	metamorfoseándolos	en	psico-patología,	es	un	grave
error	lógico	y	epistemológico,	una	perversión	de	los	modelos	y	una	parodia	de	los	mismos,	y	a	la	vez	una
desnaturalización	de	los	propios	problemas	psicológicos	que	tienen	una	naturaleza,	un	modo	de	producción
y	una	semántica	diferentes,	y	que	no	son,	por	consiguiente	un	«modo	de	enfermar»	o	una	patología.
Siendo	ello	así,	cabe	preguntarse	qué	sentido	puede	tener	seguir	usando	la	nomenclatura	psicopatológica
si	 no	 se	 cree	 que	 tenga	 fundamento	 científico,	 o	 seguir	 considerando	 el	 comportamiento	 como	 un
«síntoma»,	 cuando	 la	 disnea	 sí	 puede	 ser	 el	 síntoma	 que	 manifieste	 una	 patología	 pulmonar,	 pero	 el
comportamiento	no	manifiesta	patología	alguna	de	la	que	pudiera	emanar,	porque	las	supuestas	patologías
que	la	ortodoxia	psicopatológica	le	asigna	al	comportamiento	y	a	los	problemas	psicológicos,	y	de	las	que
supuestamente	 estos	 emanarían,	 son	patologías	 inventadas,	 logomaquias.	Los	 autores	 del	 libro	 creen	que
seguir	 usando	 la	 terminología	 de	 la	 ortodoxia	 psicopatológica,	 aunque	 no	 se	 crea	 que	 tienefundamento
científico,	o	 justamente	porque	no	 lo	 tiene,	podría	contribuir	 inadvertidamente	a	 fortalecer	 la	ortodoxia	y
sus	logomaquias	y	a	desdibujar	el	nivel	explicativo	que	aportan	los	modelos	científicos	de	la	psicología,	que
es	la	disciplina	idónea	para	desvelar,	explicar	y	comprender	el	significado	de	esos	problemas,	sin	necesidad
de	crear	«disciplinas	psicopatológicas»	nuevas.	Creemos	que	es	preferible	usar	el	rigor	de	los	modelos	de	la
psicología	y	no	las	nomenclaturas	equívocas	de	una	parodia	de	los	modelos	de	la	medicina	científica,	que
eso	es	el	modelo	psicopatológico.
COMPRENDER	Y	RESOLVER	LOS	PROBLEMAS	PSICOLÓGICOS,
RESCATÁNDOLOS	DE	LA	PSICOPATOLOGÍA
La	crítica	radical	de	la	ortodoxia	psicopatológica	no	supone,	ni	mucho	menos,	subestimar	la	importancia
real	de	los	problemas	psicológicos.	Al	contrario,	rescatarlos	de	la	psicopatología	es	ir	al	fondo	del	asunto,
reivindicar	 su	 verdadera	 realidad,	 desvelar	 su	 verdadero	 significado,	 su	 verdadera	 naturaleza,	 que	 queda
desnaturalizada	cuando	se	los	convierte	en	ficciones	psicopatológicas,	comprenderlos	mejor.	Los	problemas
psicológicos,	y	el	daño,	el	dolor	y	el	sufrimiento	que	a	menudo	llevan	consigo	no	son	una	invención,	lo	que
es	 una	 invención,	 una	 invención	 psicopatológica,	 es	 haberlos	 transfigurado	 en	 patologías,	 haberlos
desnaturalizado	como	ficticias	«patologías	mentales».	Si	 los	comprendemos	mejor,	 estaremos	en	mejores
condiciones	 también	 para	 ayudar	 a	 resolverlos	mejor,	 para	 hacer	 una	psicología	 clínica	 despatologizada
que	reivindicamos	en	nuestro	Manual	de	consejo	psicológico,	una	psicología	clínica	que	transgrede	incluso
la	 etimología	 de	 la	 palabra	 «clínica»	 (del	 griego	 «klino»,	 acostar,	 tender),	 porque	 no	 desarraiga	 a	 los
problemas	psicológicos	de	los	avatares	de	la	vida	en	los	que	se	están	experimentando	y	los	«acuesta»	ahí
transfigurados	en	«casos	clínicos	psicopatológicos»,	sino	que	los	desvela	como	experiencias	vitales,	cuyos
profundos	 significados	 residen	 en	 sus	 raíces	 contextuales	 y	 cuya	 solución	 sólo	 se	puede	 encontrar	 en	un
responsable	 afrontamiento	 de	 aquellos	 avatares,	 no	 en	 la	 quimérica	 reparación	 de	 una	 supuesta
psicopatología	 residente	 en	 el	 cerebro.	 La	 crítica	 radical	 de	 la	 ortodoxia	 psicopatológica	 que	 este	 libro
plantea	es,	pues,	una	buena	ocasión	además	para	hacer	visible	el	valor	analítico	y	explicativo	que	encierran
los	modelos	 o	 paradigmas	 de	 la	 psicología	 y	 su	 contribución	 científica,	 antropológica	 y	 humanista	 a	 la
comprensión	del	ser	humano,	a	la	comprensión	y	a	la	solución	de	los	problemas	psicológicos	que	le	afligen
en	su	navegar	cada	día	por	el	río	de	la	vida.
1
La	locura	melancólica	y	el	modelo	psicopatológico
El	 ángel	 de	 la	 melancolía,	 de	 Alberto	 Durero,	 y	 el	 Caballero	 de	 la	 Triste	 Figura,	 de	 Miguel	 de
Cervantes,	 son	 dos	 de	 las	 muchas	 expresiones	 con	 las	 que	 el	 arte	 y	 la	 literatura	 nos	 han	 mostrado	 la
melancolía	en	el	curso	de	la	historia.	Pero	la	melancolía	es	además,	o	sobre	todo,	una	experiencia	radical
que	 le	 pertenece	 a	 la	 condición	 humana	 como	 algo	 propio,	 y	 que	 durante	 los	 siglos	XVI	y	XVII,	 y	 desde
entonces,	 está	omnipresente	de	una	manera	 incontestable	 en	 todos	 los	 ámbitos	de	 la	vida,	 del	 arte,	 de	 la
literatura	y	de	la	ciencia.	Desde	la	teología,	la	filosofía,	la	astrología	y	la	medicina	se	hacen	por	entonces
intentos	por	desentrañar	el	significado	de	esta	experiencia	vital.	Son	también	tiempos	de	Contrarreforma,	en
los	que	la	Iglesia	católica	trata	de	cerrar	la	profunda	herida	que	en	la	cristiandad	había	infligido	la	rebelión
de	Martín	Lutero,	tiempos	de	melancolía	y	de	antropología	pesimista.	Son	tiempos	en	los	que	la	medicina
mantuvo	una	estrecha	imbricación	con	la	teología,	con	la	filosofía	y	con	la	magia,	y	en	los	que	los	humores
del	cuerpo,	el	demonio	y	las	brujas	configurarán,	juntos	o	por	separado,	un	modelo	humoralista,	una	visión
precientífica	del	mal	de	la	melancolía	en	la	que	podemos	encontrar	ya	un	anticipo	de	lo	que	llegará	a	ser
más	tarde	y	hoy	día	el	modelo	psicopatológico	de	cuya	ortodoxia	hace	este	 libro	un	análisis	crítico.	Pero
son	 también	 tiempos	 de	 ruptura	 y	 de	 emancipación	 respecto	 a	 la	 teología	 y	 a	 las	 creencias	 mágico-
religiosas.	 Los	 progresos	 en	 el	 conocimiento	 anatómico	 permitirán	 entrar	 en	 lo	 más	 recóndito	 del
microcosmos	 del	 cuerpo	 humano	y	 poner	 las	 bases	 de	 lo	 que	 llegarán	 a	 ser	 en	 el	 siglo	XIX	 los	modelos
científicos	de	la	patología	humana,	de	los	que	el	modelo	psicopatológico	resultará	ser	una	parodia.
1.1.	EL	MISTERIOSO	ÁNGEL	DE	LA	MELANCOLÍA
En	 el	 grabado	Melancolía	 I,	 que	 en	 1514	 realiza	 Alberto	 Durero,	 bajo	 la	 influencia	 de	 la	 tradición
humoralista	y	astrológica,	un	ángel	 femenino	muestra	el	 rostro	oscuro	de	mirada	 triste,	 teñido	de	 la	bilis
negra	de	la	melancolía	y	apoyado	en	el	puño	cerrado	de	la	mano	izquierda,	ese	gesto	con	el	que	también	se
representaba	al	planeta	Saturno	y	que	desde	antiguo	simboliza	el	dolor	y	la	pena,	y	también	la	fatiga	y	el
pensamiento	 concentrado	 y	 creador,	 y	 donde	 el	 puño	 cerrado	 era	 signo	 de	 la	 avaricia	 atribuida	 al
temperamento	melancólico,	 aunque	 también	 del	 delirio.	 Pero	 no	 sólo	 en	 la	 pintura	 donde	 la	melancolía
aparecerá	representada	durante	estos	tiempos	del	Renacimiento	y	del	Barroco.	Los	miedos	y	las	tristezas	de
la	melancolía	van	a	 impregnar	 todas	las	manifestaciones	del	arte,	de	la	 literatura	y	de	la	cultura.	Y	van	a
estar	 desde	 luego	 en	 la	 vida	 cotidiana,	 como	 una	 experiencia	 universal	 que	 les	 pertenece	 a	 los	 seres
humanos	como	algo	propio,	que	les	ha	pertenecido	desde	siempre	y	que	nos	sigue	perteneciendo	hoy	en	la
experiencia	de	la	depresión.
Considerada	 a	 lo	 largo	 de	 la	 historia	 como	 castigo	 divino,	 como	 desdicha	 fruto	 de	 las	 conjunciones
astrológicas,	como	posesión	diabólica	por	maleficio	de	las	brujas	y	como	enfermedad	del	entendimiento	por
la	 medicina	 renacentista,	 la	 melancolía	 será	 ya	 en	 nuestros	 días,	 en	 forma	 de	 «depresión	 mayor»	 y	 de
«trastorno	del	estado	de	ánimo»,	«trastorno	bipolar»,	«trastorno	bipolar	con	melancolía»,	una	de	las	muchas
experiencias	 humanas	metamorfoseadas	 en	 patología	 por	 el	modelo	 psicopatológico.	 Es	 una	 experiencia
vital	 que	 ha	 sido	 y	 es	 objeto	 de	 preocupación	 social,	 antropológica	 y	 científica.	 Son	 innumerables	 los
estudios,	investigaciones,	ensayos	y	libros	que	hoy	se	ocupan	de	la	vivencia	de	la	melancolía	a	lo	largo	de	la
historia,	 y	 en	 particular	 en	 aquella	 época	 que	 daba	 entrada	 a	 la	 Modernidad.	 El	 libro	 de	 Raymond
Klibansky,	 Erwin	 Panofsky	 y	 Fritz	 Saxl,	Saturno	 y	 la	melancolía,	 es	 una	 obra	 clásica	 que	 nació	 en	 un
estudio	sobre	el	grabado	de	Durero	y	sobre	Saturno,	el	astro	frío	y	seco	de	la	melancolía.	Roger	Bartra	lo
hace	con	una	mirada	de	antropólogo	en	Cultura	y	melancolía.	El	filólogo	Felice	Gambín	vierte	los	frutos
de	su	investigación	en	Azabache.	José	Luis	Peset	ofrece	la	perspectiva	del	historiador	de	la	medicina	en	Las
melancolías	de	Sancho	y	el	catedrático	de	Psicología	de	la	Universidad	de	Oviedo	Marino	Pérez	se	ocupa
de	ella	como	trasfondo	de	la	figura	clínica	de	la	depresión	en	Las	raíces	de	la	psicopatología	moderna.
Este	libro	se	acerca	a	la	oscuridad	misteriosa	de	la	melancolía	no	con	intenciones	historicistas,	ni	mucho
menos	eruditas.	Lo	hacemos	por	 la	propia	experiencia	humana	de	 la	melancolía	y	porque	en	 los	 intentos
precientíficos,	entreverados	de	humoralismo	hipocrático-galénico,	de	teología,	de	medicina,	y	de	creencias
mágico-religiosas,	que	en	aquel	momento	histórico	se	estaban	haciendo	para	comprender	su	misterio	y	su
sentido	desde	un	modelo	humoralista,	 se	ponían	ya	de	manifiesto,	 en	nuestra	opinión,	 las	 características
que	van	a	constituir	el	marco	conceptual	del	modelo	psicopatológico	actual.	Es	este	modelo	el	objeto	de	la
crítica	radical	que	este	libro	va	a	formulardesde	los	modelos	o	paradigmas	de	la	psicología,	con	el	mismo
afán	humanista	y	compasivo	por	la	experiencia	atormentada	de	la	melancolía	que	mostraron	todos	los	que
se	ocuparon	del	abatimiento	melancólico	en	aquellos	siglos	de	humanismo	renacentista	y	de	transición	a	la
Modernidad	y	que	trataron	de	comprenderlo	y	de	combatirlo.
1.2.	UNA	ERA	MELANCÓLICA	Y	UNA	ANTROPOLOGÍA	PESIMISTA
La	melancolía	y	cualquiera	de	las	otras	experiencias	humanas	están	embebidas	en	las	circunstancias	de
los	contextos	socioculturales	e	históricos	en	las	que	los	seres	humanos	las	vivencian,	y	en	ellos	adquieren
sentido.	Así	fue	también	en	aquellos	siglos	en	los	que	la	melancolía	se	convirtió	en	un	asunto	de	enorme
importancia	sociocultural	y	vital.	Fue	madrugador	Andrés	Velásquez,	el	médico	de	los	burdeles	de	Arcos	de
la	Frontera,	con	su	Libro	de	la	Melancolía,	publicado	en	Sevilla	en	1585,	preocupado	por	un	asunto	que
consideraba	 de	 suma	 importancia	 «para	 la	 salud	 y	 el	 bien	 público».	 En	 1586	 será	 Timothy	 Bright,	 un
médico	que	ejercía	en	el	Hospital	de	San	Bartolomé	de	Londres,	quien	escriba	Un	tratado	de	melancolía.	A
decir	verdad,	ya	se	 les	había	adelantado	en	el	siglo	XV	 el	astrólogo,	médico	y	clérigo	 florentino	Marsilio
Ficino	con	sus	Tres	libros	sobre	la	vida	y	su	Teología	platónica,	en	los	que	vincula	el	estudio,	el	genio	y	la
contemplación	con	la	melancolía	y	con	el	furor,	y	la	melancolía	aparece	bajo	el	influjo	del	planeta	Saturno,
frío	 y	 seco	 como	 la	 bilis	 negra.	 El	 médico	 francés	 André	 du	 Laurens	 escribe	 De	 las	 enfermedades
melancólicas	en	1594,	con	las	luchas	religiosas	en	Francia	en	pleno	auge,	y	en	1603	Jourdain	Guibelet	Del
humor	melancólico.	 El	 amor	 como	 enfermedad	 aparece	 en	 1610	 en	 la	Melancolía	 erótica,	 de	 Jacques
Ferrand.	 En	 1621	 aparecerá	 la	 enciclopédica	 y	 erudita	Anatomía	 de	 la	 melancolía,	 del	 clérigo	 Robert
Burton,	 un	 monumental	 ensayo	 sobre	 la	 sombra	 y	 el	 desconsuelo	 que	 la	 melancolía	 deposita	 en	 el	 ser
humano.
El	pecado	capital	de	la	acedia
Pero,	por	pertenecer	a	la	condición	humana,	ya	estaba	este	mal	de	la	melancolía	siglos	atrás	en	la	vida
cotidiana	de	los	conventos	y	en	la	vida	ascética	de	 los	contemplativos.	Ocupadas	 las	horas	del	día	con	la
práctica	de	la	lectura	obligatoria,	la	oración	y	el	trabajo	manual,	tal	como	establecían	las	reglas	monásticas
benedictinas	del	siglo	VI,	vencerán	los	monjes	a	la	ociosidad,	enemiga	del	alma.	Pero	es	preciso	supervisar
con	 celo	 el	 cumplimiento	 de	 la	 regla,	 pues	 algunos	 frailes	 no	 se	 entregan	 a	 la	 lectura	 en	 los	 períodos
establecidos.	Presos	de	la	acedia	o	pereza,	que	es	tedium	operandi,	torpor	del	alma	en	el	laborioso	ejercicio
de	 la	 devoción	 y	 de	 la	 virtud,	 y	 que	 la	 teología	 moral	 considera	 pecado	 capital,	 se	 dan	 al	 ocio,	 a	 las
divagaciones	 imaginarias,	 se	 disipan,	 miran	 con	 ansiedad	 y	 con	 disgusto	 a	 su	 alrededor,	 suspiran
lamentándose	de	que	no	vienen	a	verlos,	entran	y	salen	de	la	celda	pensando	que	están	echando	a	perder	su
vida,	desesperan	de	la	salvación,	una	confusión	se	apodera	de	ellos	como	una	tiniebla.	Cuando	a	alguno	se
le	encuentre	de	esta	manera,	se	le	reprenderá,	y	si	no	se	enmienda,	se	le	aplicarán	más	rigurosos	correctivos,
incluso	los	azotes,	para	escarmiento	propio	y	ajeno.	Ya	en	pleno	siglo	XVI,	Teresa	de	Ávila,	conocedora	de
las	doctrinas	entonces	en	vigor	acerca	de	la	melancolía,	a	la	que	ella	tiene	por	«enfermedad	grave»,	en	el
capítulo	7	de	sus	Fundaciones	advertirá	de	los	estragos	que	el	«humor	de	melancolía»	puede	ocasionar	en
el	 convento,	 y	 da	 instrucciones	 a	 las	 prioras	 para	 tratar	 con	 las	monjas	 que	 lo	manifiestan	 y	 para	 evitar
acoger	en	el	convento	a	las	que	lo	tienen.
Contrarreforma	y	melancolía:	«una	ilusión,	una	sombra,	una	ficción»
Fue	 la	 cuestión	 de	 las	 indulgencias,	 la	 bula	 promulgada	 en	 1515	 por	 el	 papa	 León	 X	 para	 recaudar
fondos	para	la	construcción	de	la	basílica	de	San	Pedro	en	Roma,	uno	de	los	detonantes	de	la	rebelión	que
en	1517	protagonizó	el	fraile	agustino	Martín	Lutero	en	la	universidad	de	Wittemberg.	La	rebelión,	junto	a
las	agrias	diatribas	 teológico-políticas	en	 torno	a	 la	 justificación	por	 la	fe	y	al	 libre	albedrío,	produjo	una
tremenda	conmoción	en	toda	la	cristiandad,	y	determinó	la	reacción	de	la	Iglesia	de	Roma	conocida	como
Contrarreforma,	un	tiempo	pródigo	en	melancolías.	Entre	1580	y	1680,	en	pleno	clima	de	Contrarreforma,
el	Barroco	hispano	se	hace	expresión	de	la	fidelidad	a	la	ortodoxia	del	Concilio	de	Trento	que	la	monarquía
católica	 personificada	 en	 Felipe	 II	 encarnó	 con	 una	 «confesionalidad	 religiosa	 intransigente»,	 que	 dirá
Manuel	Fernández	Álvarez	en	Felipe	II	y	su	tiempo,	en	una	estrecha	simbiosis	político-religiosa	que	iba	a
condicionar	todos	los	ámbitos	de	la	vida	y	del	quehacer	científico,	y	para	lo	que	contaba	con	el	formidable
instrumento	de	mantenimiento	de	la	ortodoxia	y	del	control	ideológico	del	Tribunal	de	la	Inquisición.	Es	un
tiempo	de	una	moralidad	de	penitencia,	de	combate	contra	el	pecado	y	de	liberación	de	una	culpa	original,
de	la	que	la	melancolía	era	una	manifestación	que	afectaba	a	toda	la	raza	humana,	de	sentido	teocéntrico	de
la	 existencia	 que	Calderón	 de	 la	Barca	 llevará	 al	 teatro,	 y	 que	 cualquiera	 puede	 sentir	 en	 la	música	 del
estremecedor	Oficio	de	Tinieblas	del	abulense	Tomás	Luis	de	Victoria.	Se	exalta	el	duelo,	la	melancolía,	la
angustia,	el	abandono	y	la	desolación,	el	temor	y	el	llanto,	el	desengaño	y	el	menosprecio	de	las	pompas	y
vanidades	 del	mundo	 que	 cantara	 Fray	 Luis	 de	Granada	 y	 la	 certeza	 de	 la	muerte,	 siendo	 la	 vida	«una
ilusión,	una	sombra,	una	ficción»	que	lamentaba	Segismundo	en	la	Vida	es	sueño,	eco	de	aquel	«cómo	se
pasa	la	vida/cómo	se	viene	la	muerte/tan	callando»,	que	cantara	Jorge	Manrique.
Se	conforma	así	una	era	melancólica,	una	antropología	pesimista,	sombría,	incluso	trágica,	de	pérdida,
de	 tribulación	 por	 el	 desastre	 de	La	 Invencible	 y	 por	 el	 declinar	 del	 imperio	 que	 se	 iría	 agravando	 con
Felipe	 III	 y	 Felipe	 IV.	 ¿Serán	 los	 españoles	 tétricos	 y	 sombríos	 como	 los	 veía	 Baltasar	 Gracián	 en	El
Criticón?	 Es	 una	 antropología	 que,	 frente	 a	 la	 infelicidad	 mundana,	 potencia	 y	 exacerba	 el	 mundo	 del
ensueño,	 de	 lo	 imaginario,	 de	 búsqueda	 de	 sentido	 en	 lo	 mágico	 y	 lo	 simbólico,	 en	 las	 visiones	 y
revelaciones	de	los	raptos	místicos.	Lo	temporal	confrontado	con	lo	eterno,	lo	efímero	con	lo	duradero,	lo
caduco	 con	 lo	 imperecedero,	 lo	mudable	 y	 transitorio	 con	 lo	 inmutable,	 la	 incertidumbre	 con	 la	 certeza
inconmovible	de	la	fe.	Una	antropología	de	la	que	participaba	la	crisis	melancólica	y	taciturna	del	propio
Felipe	 II,	 influida	 por	 la	 muerte	 de	 Antonio	 de	 Cabezón,	 el	 organista	 ciego	 que	 le	 había	 acompañado
siempre	en	sus	viajes	por	Europa.
1.3.	HIPÓCRATES	Y	GALENO	REDIVIVOS
En	la	transición	histórica	y	cultural	hacia	la	Modernidad	que	se	estaba	operando	durante	el	Renacimiento
y	en	aquella	era	melancólica,	la	vuelta	a	los	clásicos	suponía	el	reingreso	de	los	planteamientos	que	en	el
siglo	 V	 antes	 de	 nuestra	 era	 habían	 hecho	 Hipócrates	 de	 Cos	 y	 la	 colección	 de	 tratados	 del	 Corpus
Hipocraticum	y	que	en	el	siglo	II	de	nuestra	era	Galeno	de	Pérgamo	había	actualizado.	Pero	ellos	habían
bebido,	a	su	vez,	de	las	fuentes	de	los	«fisiólogos»	jónicos	presocráticos	del	siglo	VI	antes	de	nuestra	era,
los	 cuales,	 animados	 por	 el	 asombro	 que	 es	 el	 comienzo	 de	 la	 sabiduría,	 querían	 encontrar	 el	 elemento
primordial,	 la	 «arjé»,	 del	 que	 está	 hecha	 la	 physis,	 la	 naturaleza	 de	 todo	 lo	 que	 existe	 en	 el	 universo,
rompiendo	con	las	antiguas	concepciones	míticas	y	mágico-religiosas.	Si	Tales	de	Mileto	decía	que	era	el
agua,	Leucipo	y	Demócrito	dirán	que	todo	lo	que	existe	está	compuesto	por	átomos,	indivisibles,	de	tamaño
pequeñísimo,	invisibles,	eternos	y	en	cantidades	infinitas,	las	«semillas	de	las	cosas»,una	doctrina	que	sería
más	tarde	incorporada	por	el	filósofo	Epicuro	y	por	el	poeta	latino	Lucrecio	en	su	poema	De	rerum	natura.
Será,	sin	embargo,	la	teoría	de	Empédocles	la	que	tendrá	más	difusión.	Según	ella,	son	cuatro	los	elementos
constituyentes	 de	 la	 materia,	 fuego,	 aire,	 agua,	 tierra,	 cada	 uno	 de	 los	 cuales	 está	 dotado	 de	 dos
propiedades	o	cualidades	de	las	cuatro	que	existen,	lo	cálido,	lo	frío,	lo	húmedo	y	lo	seco.	De	esta	manera,
el	fuego	es	cálido	y	seco,	el	aire	cálido	y	húmedo,	el	agua	fría	y	húmeda,	y	la	tierra	fría	y	seca.	Será	esta
cosmología	también	la	que	se	incorpore	en	las	concepciones	naturalistas	de	la	enfermedad	de	Hipócrates	y
de	Galeno	que	se	recuperan	en	esta	vuelta	a	los	clásicos.	A	estas	concepciones	naturalistas	se	incorporarán,
como	un	nuevo	concepto	biológico,	 los	cuatro	humores	naturales,	 constituidos	por	 los	cuatro	elementos
con	 sus	 cualidades	 inherentes:	sangre,	 cálida	 y	 húmeda;	bilis	 amarilla,	 cálida	 y	 seca;	bilis	 negra,	 fría	 y
seca,	y	 flema	o	pituita,	 fría	y	húmeda.	Los	humores	que	mimetizan	 los	cuatro	elementos	de	 todo	 lo	que
existe	hace	del	microcosmos	de	cada	uno	una	pequeña	porción	del	macrocosmos	de	la	naturaleza.	Según	el
predominio	 de	 cada	 uno	 de	 los	 humores,	 habrá	 además	 cuatro	 temperamentos:	 sanguíneo,	 colérico,
melancólico	y	flemático.
Lo	que	 conserva	 la	 salud	 es	 la	 adecuada	proporción	o	crasis	de	 los	 cuatro	 elementos	 y	 de	 las	 cuatro
cualidades,	si	bien	el	cuerpo	humano	no	está	nunca	equilibrado	con	exactitud.	La	enfermedad,	la	nosos,	o
más	 bien,	 el	 enfermar,	 es	 un	 estado	 más	 o	 menos	 permanente	 que	 se	 mantiene	 incluso	 después	 de
desaparecida	la	causa	y	que	está	caracterizado	por	una	desproporción,	por	un	desequilibrio	o	discrasia	en	la
proporción	o	en	la	mezcla	de	los	cuatro	humores	o	por	predominio	de	una	de	las	cualidades,	lo	que	aparta	al
organismo	 de	 su	 ordenación	 natural	 regular	 y	 conlleva	 una	 afectación	 de	 las	 funciones	 vitales	 que	 se
manifestará	 en	 los	 síntomas.	A	 esta	 doctrina	 se	 atendrán	básicamente	 todos	 cuantos	 en	 aquel	 período	de
transición	se	ocupen	de	 la	melancolía.	Lo	hará	el	médico	 Juan	Huarte	de	San	Juan,	uno	de	 los	máximos
exponentes	de	la	ortodoxia	hipocrático-galénica	en	el	siglo	XVI,	entreverada,	en	su	caso,	con	la	ortodoxia
católica,	política	e	ideológica	del	reinado	de	Felipe	II.	Para	Huarte,	todas	las	habilidades	humanas,	todas	las
virtudes	y	vicios	y	la	variedad	y	diferencia	de	ingenios	son	«disposiciones	naturales»,	nacen	de	la	naturaleza
concretada	en	el	temperamento,	de	manera	que	la	posición,	la	función	y	los	privilegios	que	cada	uno	ocupa
en	el	cuerpo	social	vienen	impuestas,	de	manera	hereditaria	y	determinista,	por	el	temperamento	que	a	cada
uno	le	asigna	la	naturaleza,	vicaria	de	la	voluntad	divina.
Dadas	 las	 limitaciones	de	 los	conocimientos	anatómicos	y	fisiológicos	de	aquel	momento,	 la	principal
cualidad	de	la	bilis	negra	o	humor	melancólico,	que	constituía	la	piedra	angular	del	modelo	humoralista
sobre	la	melancolía,	resultaba	ser,	paradójicamente,	su	carácter	hipotético,	su	no	evidencia,	su	inexistencia.
Si	«quimera»	es	algo	que	se	propone	a	la	imaginación	como	posible	o	verdadero,	no	siéndolo,	la	bilis	negra
era	una	quimera,	lo	cual	iba	a	condicionar	obviamente	toda	la	especulación	sobre	la	melancolía	y	sobre	las
medidas	que	se	tomarán	para	combatirla.	No	obstante	su	carácter	quimérico,	la	bilis	negra	será	considerada
como	 la	 parte	 tosca	 de	 la	 sangre,	 un	 residuo	 o	 excremento	 negro,	 la	 hez	 de	 la	 sangre,	 brea	 negruzca
producida	en	el	bazo,	imaginada	así	tal	vez	por	semejanza	con	los	coágulos,	con	ciertos	vómitos	o	con	las
heces	de	color	negruzco.	Si	se	comporta	de	modo	natural,	puede	eliminarse;	de	ahí	 la	 importancia	de	 las
evacuaciones	 habituales.	 Pero	 si	 actúa	 patológicamente,	 como	 bilis	 adusta	 o	 atrabilis,	 resulta	 ser	 una
sustancia	corrosiva,	una	especie	de	fuego	tóxico,	y	entonces	las	purgas	y	evacuaciones	serán	más	fuertes	y
habrán	de	acompañarse	de	las	sangrías,	además	de	otros	remedios,	para	expulsarla.
Según	la	«neurología»	rudimentaria	del	momento,	en	el	capítulo	primero	del	Libro	de	la	melancolía,	se
ocupa	Andrés	Velásquez	del	cerebro	y	de	su	temperamento.	Del	cerebro	emana	la	virtud	motora	y	sensitiva
con	 sus	 respectivos	 instrumentos,	 y	 allí	 también	 tienen	 su	 asiento	 las	 potencias	 rectoras,	 imaginación,
razonamiento	y	memoria.	Lo	que	más	 importa,	para	que	 los	hombres	sean	hábiles	y	 letrados,	es	el	buen
temperamento	del	cerebro,	las	cuatro	calidades	bien	templadas,	una	buena	crasis	de	las	mismas.	Del	buen	o
mal	temperamento	depende	la	habilidad,	en	este	caso,	lo	que	llamamos	razón	o	entendimiento,	o	lo	que	es
lo	mismo,	mente.	En	realidad,	para	Velásquez	la	mente	es	el	mismo	temperamento	del	cerebro,	y	la	buena
razón	 depende	 de	 que	 estas	 cualidades	 estén	 bien	 mezcladas	 y	 proporcionadas,	 y	 se	 dañará	 en	 caso
contrario.	 Como	 «la	 tranquila	 sede	 de	 la	 mente»,	 definirá	 el	 cerebro	 Timothy	 Bright,	 el	 utensilio	 del
pensamiento	y	de	 la	reflexión	mediante	el	cual	el	alma	piensa.	En	su	obra	Examen	de	 ingenios	para	 las
ciencias,	publicada	en	el	año	1575	y	que	tuvo	una	amplia	difusión	en	toda	Europa	y	probable	influencia	en
la	concepción	cervantina	de	la	locura,	considera	también	Huarte	de	San	Juan	que	el	cerebro,	los	«sesos»,	es
el	asiento	del	alma	racional	y	el	«instrumento	que	naturaleza	ordenó	para	que	el	hombre	fuese	sabio	y
prudente»,	y	fuese	capaz	de	entender	y	de	producir	los	conceptos,	razonar,	imaginar	y	recordar,	para	todo	lo
cual	es	preciso	que	su	temperamento	se	mantenga	«bien	templado,	con	moderado	calor».	Si	el	cerebro	es	la
sede	del	pensamiento,	el	corazón	es	sede	de	la	vida	y	de	los	afectos	o	emociones,	que	se	agranda,	nos	dirá
Timothy	Bright,	por	efecto	del	placer	y	se	contrae	ante	las	contrariedades.
1.4.	A	DON	QUIJOTE	SE	LE	SECÓ	EL	CEREBRO	Y	PERDIÓ	EL	JUICIO
Con	 el	mismo	 empeño	 que	 los	 «fisiólogos»	 presocráticos	 habían	 indagado	 el	 origen	 de	 la	physis	 del
universo,	también	la	concepción	hipocrático-galénica	de	la	medicina	vigente	en	este	momento	se	propone
indagar	en	 la	causa	natural	de	 la	physis	de	 la	melancolía,	y	 lo	va	a	hacer	mediante	 la	quimera	de	 la	bilis
negra	y	aquella	rudimentaria	«neurología».	Se	enfrascó	Don	Quijote	de	tal	manera	en	la	lectura	de	los	libros
de	caballería,	que	«del	poco	dormir	y	del	mucho	leer	se	le	secó	el	celebro,	de	manera	que	vino	a	perder	el
juicio».	Ya	advertía	Marsilio	Ficino	que	 las	 largas	vigilias	y	«la	actividad	 frecuente	de	 la	mente	 reseca
bastante	 el	 cerebro»,	 y	 la	 naturaleza	 del	 cerebro	 «se	 torna	 seca	 y	 fría,	 que	 es	 de	 hecho	 una	 cualidad
terrena	 y	melancólica».	 En	 efecto,	 cuando	 el	 bazo	 no	 purga	 bien	 el	 humor	melancólico,	 éste,	 actuando
como	bilis	adusta	o	atrabilis,	según	Velásquez,	daña,	lesiona	y	enferma	el	cerebro,	perturbando	de	manera
violenta	 su	 temperamento.	 Ya	 había	 dicho	 Huarte	 de	 San	 Juan	 que	 «si	 el	 hombre	 cae	 en	 alguna
enfermedad	 por	 la	 cual	 el	 celebro	 de	 repente	mude	 su	 temperatura	 (como	 es	 la	manía,	melancolía	 y
frenesía),	 en	 un	momento	 acontece	 perder,	 si	 es	 prudente,	 cuanto	 sabe,	 y	 dice	mil	 disparates;	 y	 si	 es
necio,	adquiere	más	 ingenio	y	habilidad	que	antes	 tenía».	Habría	dos	 tipos	 de	melancolía	 que	 difieren
sólo	 en	 el	 grado.	 Uno	 es	 la	melancolía	 propiamente	 dicha,	 con	 miedo	 y	 tristeza;	 el	 otro	 es	 la	manía,
insania,	furor	o	frenesí.	La	manía	sería	una	excitación,	una	ensoñación	o	delirio	sin	fiebre	causado	por	 la
presencia	en	el	cerebro	de	la	bilis	amarilla	caliente	y	seca,	y	la	melancolía	sería	el	resultado	de	un	exceso	en
el	cerebro	de	bilis	negra,	humor	melancólico,	frío	y	seco,	siendo	la	manía	de	mayor	intensidad	y	siendo	los
maníacos	más	furiosos,	terribles	y	peligrosos,	a	manera	de	fieras,	que	dice	Velásquez.
La	enajenación	mental	y	la	razón	oscurecida
No	 existe	 en	 ese	momento	 un	modelo	 que	 analice,	 expliquey	 comprenda	 el	 proceso	 por	 el	 cual	 una
persona,	 en	 confrontación	 con	 los	 avatares	 de	 la	 vida,	 puede	 llegar	 a	 vivir	 y	 a	 sufrir	 la	 experiencia
psicológica	de	la	melancolía	 o	de	 la	depresión,	un	proceso	que	 la	hermenéutica	de	 los	paradigmas	de	 la
psicología	tratará	de	desentrañar	más	tarde.	No	obstante,	y	más	allá	de	la	quimera	de	la	bilis	negra	y	de	la
«neurología»	elemental	que	el	modelo	humoralista	aplicaba	a	la	melancolía,	al	igual	que	podría	aplicarlo	a
la	peste	o	a	la	sífilis,	eran	para	todos	manifiestas	las	expresiones	vitales,	a	veces	trágicas,	de	la	melancolía,
sus	 miedos,	 tristezas,	 delirios	 y	 desesperaciones,	 la	 inacción,	 la	 desolación	 y	 la	 tristeza	 que	 Durero
condensó	en	el	ángel	 femenino	de	su	grabado.	Se	habla	y	se	escribe	de	esta	vivencia	 tan	 llena	de	negros
presagios,	 y	 se	 conoce	 bien	 el	 fenómeno	del	 suicidio,	 y	Shakespeare,	 que	 conocía	 las	 doctrinas	 sobre	 la
locura	melancólica,	nos	presenta	a	un	Hamlet	que,	presa	de	la	melancolía,	se	habría	suicidado	de	no	pesar
sobre	 el	 suicidio	 la	 prohibición	 de	 la	 ley	 divina.	 Andrés	 Velásquez	 sabe	 que	 algunos,	 al	 resultarles
insoportable	la	vida	llena	de	pensamientos	trágicos,	se	dan	muerte	colgándose,	despeñándose,	abrasándose
en	el	fuego:	más	bestias	bravas	que	hombres	racionales,	tal	es	la	fuerza	de	este	mal.
Sea	melancolía	o	sea	manía,	se	trata	del	mismo	mal.	Dañada	la	«fábrica	del	cerebro»,	que	dirá	Timothy
Bright,	por	los	vapores	de	la	melancolía,	y	debido	a	la	intimidad	y	mutuo	influjo	que	existe	entre	el	alma	y
el	 cuerpo	 por	 mediación	 del	 «espíritu	 vital»,	 se	 afecta	 la	 mente,	 se	 dañan	 las	 potencias	 o	 facultades,
pensamiento,	imaginación	y	memoria.	El	morbo	melancólico	es	ante	todo,	pues,	una	alienatio	mentis,	una
enajenación	mental,	una	enajenación	del	entendimiento	o	razón.	Es	razón	enferma,	perder	la	razón,	perder
el	 seso,	 perder	 el	 juicio	 como	 lo	 perdieron	 Don	 Quijote	 y	 Tomás	 Rodaja,	 el	 Licenciado	 Vidriera,
protagonista	 de	 la	 novela	 homónima	 de	 Cervantes,	 escrita	 en	 1613,	 y	 que	 refleja	 las	 concepciones
hipocrático-galénicas	del	momento.	Después	de	haber	comido	membrillo	 toledano	que	tenía	el	veneno	de
un	 hechizo	 amoroso,	 Rodaja	 quedó	 con	 todos	 los	 sentidos	 turbados,	 con	 una	 «enfermedad	 del
entendimiento,	loco	de	la	más	extraña	locura,	imaginóse	el	desdichado	que	era	todo	hecho	de	vidrio.	Un
religioso	 de	 la	 Orden	 de	 San	 Jerónimo	 le	 curó	 y	 sanó,	 y	 volvió	 a	 su	 primer	 juicio,	 entendimiento	 y
discurso».	Cuando	Hamlet	dice	ver	«en	los	ojos	del	alma»	la	sombra	de	su	padre	muerto,	alma	inmortal	en
pena,	 para	 su	 madre	 «eso	 no	 es	 más	 que	 invención	 de	 tu	 cerebro,	 el	 delirio	 es	 muy	 diestro	 en	 esas
quiméricas	creaciones».
Al	 subir	 hacia	 el	 cerebro,	 los	 vapores	 del	 humor	melancólico	 aterrorizan	 a	 la	 imaginación	 con	 falsos
objetos,	el	cerebro	concibe	fantasías	monstruosas,	falaces	ilusiones,	voces	imaginarias	que	resuenan	en	los
oídos	y	que	 aterran	 su	pensamiento,	 y	 la	 razón	 entonces	 se	ve	 reemplazada	por	un	 temor	 imaginario	 sin
sentido,	 incluso	cuando	no	se	corre	peligro	alguno	y	no	se	evidencia	posibilidad	de	un	peligro	futuro.	La
aflicción	de	la	melancolía	es,	por	eso,	para	Timothy	Bright	«puramente	imaginaria,	carente	de	verdadero	y
justo	fundamento»,	proviene	de	las	«aprensiones	de	la	mente»	invadida	por	el	humor.	Cuando	la	sustancia
cerebral	 ha	 absorbido	 profusamente	 la	 bruma	 del	 humor,	 su	 naturaleza	 adquiere	 esa	 misma	 calidad,	 y
entonces	la	luz	natural	interna	se	oscurece,	las	tinieblas	interiores	«oscurecen	las	luces	de	la	razón».	La	tez
es	 negruzca	 por	 recibir	 de	 continuo	 los	 vapores	 negros	 que	 se	 filtran	 desde	 las	 partes	 internas.	El	 rostro
alegre	se	transforma	en	figura	de	duelo	y	el	gusto	por	la	vida	acaba	por	perderse.	Por	estarlo	el	cerebro,	el
alma	queda	sumida	en	una	tiniebla	perpetua,	nos	dirá	Du	Laurens,	como	la	noche	oscura	del	alma	de	Juan
de	la	Cruz;	es	el	«calabozo	de	la	oscuridad	melancólica»,	que	dijera	Timoty	Bright	en	el	que	todo	parece
«sombrío,	negro	y	lleno	de	horror»;	es	enfermedad	que	sujeta	la	razón	y	la	deja	oscura,	que	dijera	Teresa
de	Ávila.	Se	corrompe	la	imaginación	de	tal	manera,	que,	según	nos	dice	Velásquez,	uno	se	imaginaba	que
era	un	gallo	y	sacudía	sus	brazos	como	si	fueran	alas	y	cantaba	como	un	gallo.	Otro	se	imaginaba	ladrillo	y
no	bebía	para	no	deshacerse	con	el	agua.	Unos,	como	Rodaja,	creen	ser	de	vidrio,	otros	de	barro,	unos	son
reyes,	otros	papas.	Temen	algunos	que	les	engañen,	traicionen	y	envenenen.
«Morir	entre	memorias	tristes,	en	lágrimas	bañado»
Son	 también	 manifestaciones	 sintomáticas	 del	 morbo	 melancólico	 el	miedo	y	 la	 tristeza	 sin	 motivo
aparente.	Hamlet	ha	perdido	completamente	la	alegría,	queda	envuelto	por	 las	nubes	de	la	 tristeza,	por	el
humor	sombrío,	con	sus	párpados	abatidos,	y	son	negras,	como	la	bilis	negra,	sus	cavilaciones.	En	el	año
1634,	 recibe	 Galileo	 Galilei	 la	 dolorosa	 noticia	 de	 que	 su	 hija	 sor	 María	 Celeste	 había	 enfermado
gravemente	y	se	temía	por	su	vida,	y	alude	a	la	«acumulación	de	humores	melancólicos»	como	uno	de	los
precipitantes	de	su	muerte.	La	noticia	agravó	el	estado	de	salud	de	Galileo	y	 le	sumió	en	una	«tristeza	y
melancolía	inmensa».	De	todas	las	huellas	de	la	melancolía,	ninguna	es	tan	plural	y	variada	como	el	llanto,
nos	recuerda	Bright.	Porque	son	fríos	y	secos,	 los	melancólicos	son	tristes	y	taciturnos,	y	lloran	sin	saber
por	qué.	Garcilaso	de	la	Vega,	que	se	había	casado	por	mandato	regio	con	una	dama	de	la	reina,	pero	que	no
lo	había	podido	hacer	con	el	amor	de	su	vida,	Isabel	de	Freire,	cantó	las	penas,	la	melancolía,	los	suspiros	y
las	 lágrimas	del	amor,	de	«verse	morir	entre	memorias	 tristes»,	porque	sufre	el	«mal	de	ausencia»,	«en
lágrimas	bañado».	Se	parecía	en	esto	Garcilaso	a	Felipe	II,	que	se	fue	al	exilio	londinense	para	desposarse,
como	penoso	deber,	con	María	Tudor,	dejando	con	pena	en	Castilla	a	su	amada	Isabel	de	Osorio.	«Al	estar
el	alma	ocupada	en	toda	una	variedad	de	fantasmas,	no	se	acuerda	de	respirar»,	y	de	ahí	provienen	los
suspiros,	nos	aclara	Du	Laurens,	y	eso	mismo	 les	pasa,	en	su	opinión,	a	 los	enamorados.	El	 insomnio	es
muy	difícil	de	combatir,	nos	recuerda	el	mismo	Du	Laurens,	y	les	consume	y	atormenta	de	tal	modo	que	a
algunos	los	lleva	a	la	desesperación.
1.5.	UN	ALMA	INMORTAL	E	INVULNERABLE
Pero	 no	 se	 vaya	 a	 creer	 que	 tanta	 aflicción	 afecta	 al	 alma.	 El	 naturalismo	 que	 aplica	 el	 modelo
humoralista	ha	de	hacer	un	lugar	al	alma	en	un	contexto	sociocultural	fuertemente	impregnado	de	teología,
de	 creencias	 mágico-religiosas	 y	 de	 la	 dualidad	 alma-cuerpo	 que	 había	 tenido	 y	 seguirá	 teniendo	 en	 la
historia	una	larga	vida.	Es,	 junto	con	la	piedra	angular	de	la	bilis	negra	y	con	su	«neurología»	elemental,
otra	de	las	señas	de	identidad	del	modelo	humoralista	que	impregnará	fuertemente	también,	como	veremos,
la	«mente»	del	modelo	psicopatológico.	En	realidad,	a	pesar	de	todas	las	afectaciones	y	tribulaciones	con
las	que	se	manifiesta	la	melancolía,	y	pese	a	que,	según	Ficino,	«la	bilis	negra	atormenta	el	alma	con	una
inquietud	continua	y	delirios	frecuentes»,	el	humor	negro	o	la	bilis	amarilla	no	afectan	más	que	a	la	parte
corporal,	sin	rozar	en	absoluto	la	esencia	de	la	mente	y	del	alma	que	es	invulnerable	a	cualquier	otro	agente
que	no	sea	su	Creador.	Durante	las	tormentas	de	la	melancolía	y	la	manía,	la	mente	y	el	alma	permanecen,
pues,	 tranquilos	 y	 sosegados,	 lo	 que	 hacen	 las	 pasiones	 exacerbadas	 por	 el	 humor	melancólico	 es	 como
mucho	crear	en	el	alma	una	cierta	insatisfacción.	Lo	que	se	encuentra	en	mal	estado,	mal	dispuesto,	es	el
cuerpo,	 tabernáculo	 y	 tosco	 instrumento	 del	 alma,	 de	 menor	 nobleza	 que	 ella,	 que	 no	 logra	 alterar	 su
sustancia	pura	y	perfecta,	no	degrada	ninguna	de	sus	facultades,	no	le	puede	causar	ninguna	enfermedad	o
acortar	su	inmortalidad,	lo	que	sería	tanto	como	aniquilarla,	y	eso

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