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Ernesto López Méndez Miguel Costa Cabanillas Los problemas psicológicos no son enfermedades Una crítica radical de la psicopatología Índice Prólogo Introducción. «Se le han cruzado los cables» 1. La locura melancólica y el modelo psicopatológico 1.1. El misterioso ángel de la melancolía 1.2. Una era melancólica y una antropología pesimista El pecado capital de la acedia Contrarreforma y melancolía: «una ilusión, una sombra, una ficción» 1.3. Hipócrates y Galeno redivivos 1.4. A Don Quijote se le secó el cerebro y perdió el juicio 1.5. Un alma inmortal e invulnerable 1.6. Entre la medicina, la teología y la magia 1.7. Tiempos de ruptura y de emancipación Todo lo que se oculta en lo más recóndito del cuerpo Todo lo que se oculta en lo más recóndito del universo 1.8. Tres rutas 2. La invención psicopatológica 2.1. Libertad en el filosofar y medicar: un adiós a Galeno 2.2. La patologización de los problemas psicológicos Vino viejo en odres nuevos La metamorfosis patológica de los problemas psicológicos Una búsqueda frustrante: sin evidencias de la lesión Una enfermedad inventada, una logomaquia Como el demonio en el cuerpo, el error lógico de la reificación Una enfermedad de la mente, una enfermedad del cerebro y de los nervios Como el esputo y la orina: una metamorfosis etiológica 2.3. La consolidación de la «patología mental» Los sistemas taxonómicos de las patologías Una colonización patológica de la vida 3. Quimeras y simulacros psicopatológicos 3.1. ¿Melancólicos o endemoniados? ¿Médicos o exorcistas? 3.2. La práctica de la quimera diagnóstica La expropiación del significado: «un jeroglífico que no se puede resolver» Una logomaquia irrefutable La «virtud dormitiva» del opio o el reino de la tautología Psicopatología y exención de responsabilidad Una fuente de indefensión y de pasividad Un estigma que puede marcar para siempre 3.3. Expulsar demonios, curar psicopatologías El simulacro de tratamiento y la quimera de la «eficacia terapéutica» La quimera terapéutica de los psicofármacos: del eléboro a la fluoxetina 3.4. La ortodoxia psicopatológica y el control social La estigmatización de las conductas desviadas La ortodoxia psicopatológica como herramienta de control social 4. Desvelar el significado de los problemas 4.1. Las luces y las sombras del modelo psicopatológico 4.2. El modelo ABC va hasta la raíz para desvelar el significado ABC: un modelo radical y un abundante acervo conceptual y metodológico ABC: tres componentes estructurales: antecedentes, biografía, consecuencias ABC: un campo de fuerzas, dos zonas fronterizas y una transacción ABC: la complejidad organizativa de una red de interacciones 4.3. El eje biográfico: una persona entera con historia Los problemas psicológicos son experiencias integrales, de la persona entera El yo como «unidad de vivencias» y centro de operaciones Cuerpo y alma: la fatal escisión de la biografía El paso y el peso de los años, biografías personales y problemas con historia 4.4. El eje contextual: residencia en la tierra 4.5. El eje transaccional: somos habitantes de la frontera No dentro, sino entre, en la red de transacciones funcionales Las transacciones interpersonales Si se encubre y expropia la transacción, se encubre y expropia el significado Un patrimonio de la humanidad único, exclusivo y diferente, una personalidad 5. Nos afectan las cosas que nos pasan 5.1. Las cosas que nos pasan y la revolución de Iván Pavlov 5.2. La «estimulación psíquica» de las glándulas Una maravillosa metamorfosis y una sustitución de funciones Nace algo nuevo, nace una experiencia psicológica ¿Por qué la verde pradera nos hace la boca agua? La ampliación de la red «Significas mucho para mí» Una transacción cambiante y flexible Una transacción que acorta las distancias y predice el futuro De la excitación a la inhibición, y viceversa Una transacción generalizada y una posible fuente de problemas Una fina y minuciosa discriminación Una transacción lingüística: el poder de las palabras Cómo lo adquirido transforma lo innato 5.3. Un manantial inagotable de experiencias nuevas y problemas Un lugar en el mundo seguro y gratificante Cómo se llega a odiar lo que se amó Llegar a amar lo que antes se temía: la exposición, una apertura a la vida El fetichismo de las botas negras La sirena de una ambulancia y el ataque de pánico Señales condicionadas y consumo de drogas Conflictos que trastornan: las neurosis experimentales 6. Obras son amores que dejan huella 6.1. La plaza del obradoiro y el poder operante 6.2. Darwin y la revolución epistemológica del paradigma operante 6.3. Somos obradores que dejan huella Obrar es siempre obrar en situación, en una circunstancia Las obras son praxis, un quehacer intencional hacia las metas que importan Un quehacer que cumple una función y tiene un significado Pensar y conocer es obrar: las operaciones son la raíz de las nociones Las obras son poiesis, son obras productivas y transformadoras «Por sus obras los conoceréis» 6.4. El poder operante, raíz de la existencia y de la biografía El alma inmortal, la «res cogitans», y la certeza inconmovible de la fe También Descartes fue bebé «Res cogitans», neuromitología y psicopatología «Res cogitans», cognitivismo y emocionismo El «yo hago» como fundamento y raíz de la existencia y de la conciencia 7. La vida nos va dejando huella 7.1. Un circuito incesante: cambiamos el mundo y el mundo nos cambia Hacemos que pasen cosas Ya no somos los mismos: cuando hacemos, nos rehacemos 7.2. Comprender lo más simple para comprender lo más complejo 7.3. Los cuatro caminos de las consecuencias 7.4. La espiga de mañana: consecuencias que refuerzan la conducta Las consecuencias fortalecen el patrimonio biográfico y los problemas psicológicos Las consecuencias reforzadoras y valiosas requieren a menudo perseverancia El reforzamiento accidental y las conductas supersticiosas Consecuencias liberadoras Consecuencias que se hacen propósitos y que predicen el futuro 7.5. Consecuencias punitivas que debilitan la conducta Las dos caras del castigo: reducir la conducta castigada y aumentar la de castigar Cuando los beneficios son más fuertes que los costes 7.6. No está el horno para bollos: las señales discriminativas Señales que anuncian consecuencias y que controlan la conducta ¿Por qué monta una rabieta y no obedece a la primera? La logomaquia del «déficit de atención con hiperactividad» «Te va la marcha»: una relación atormentada y dolorosa Cuando las señales no están claras y no es fácil saber a qué atenerse Escarmentar en cabeza ajena: aprender imitando 7.7. Los comportamientos autopunitivos y la búsqueda del dolor «Soy un auténtico desastre», o el tormento del autocastigo Castigar la carne con asperezas Ser esclavo de una mujer hermosa, o los enigmas del masoquismo sexual 7.8. La logomaquia psicopatológica tiene consecuencias funcionales 7.9. Las ventajas del simulacro de tratamiento ¡A ver quién se sale con la suya!, y la estrategia del mutismo Si te resistes a la manipulación, es que padeces psicopatología Tratamientos que pueden ser castigos, aunque se disfracen de «terapias» Las ventajas del simulacro terapéutico de los psicofármacos 7.10. Las consecuencias funcionales de la caza de brujas 8. El poder de las palabras 8.1. ¡Qué viene el lobo!: palabras influyentes La función sustitutiva y mediadora de las palabras En su tierna infancia, todos los niños en Francia saben hablar en francés 8.2. «Si bebes, no conduzcas»: la conducta gobernada por reglas 8.3. El retablo de Maese Pedro y la literalidad de las palabras Cuando el lenguaje no es transparencia, sino opacidad y puro discurso, logomaquia La literalidad de las logomaquias psicopatológicas 8.4. La tentación de la fruta madura y el lenguaje interior El habla social convertida en habla interior, en lenguaje silencioso La literalidad del autolenguaje 8.5. Reglas verbales, control social y exención de responsabilidad 8.6. Moisés y las tablas de la ley como reglas verbales 8.7. «Hay una conjura contra mí»: los delirioscomo conducta verbal 8.8. La depresión, esa visible oscuridad Una experiencia biográfica integral, no sólo un estado de ánimo Una experiencia biográfica contextual, transaccional y compleja 8.9. La logomaquia de la «enfermedad bipolar» 9. El mundo interior: la mente y la conciencia 9.1. Alterados y ensimismados a la vez 9.2. Algo «puramente mental» La mente, heredera del alma inmortal Los mágicos poderes de la mente La mente como simplificación de la vida y de las experiencias vitales 9.3. Desvelar el misterio: también el mundo interior es transaccional En la misma tierra, en la misma naturaleza, de la misma materia Un interior que no es tal y que no se ve por endoscopia Obrar, pensar y hablar. El pensamiento verbal «Es como si lo estuviera viendo»: pensar e imaginar ¡Qué cantidad de recuerdos! Tenemos afectos porque las cosas nos afectan: las emociones como señales de vida 9.4. La voz de la conciencia Conciencia es conocer y conocer es hacer Mirarse al espejo y conocerse a sí mismo Lo que me dicta mi conciencia La autoconciencia como hiperreflexividad 9.5. Biografías encarnadas La mente no está en el cerebro, tampoco los problemas psicológicos Necesarios, pero no suficientes Bibliografía de referencia Créditos A Iván y Ana, a Miguel y Cristina, a sus proyectos compartidos, que sean largos y venturosos. Ernesto A mis hijas del alma y a sus entrañables parejas, Zoe y Olivier, Aitana y Miguel. Que el amor y la felicidad os acompañen de por vida. Miguel Prólogo Espléndido título: «los problemas psicológicos no son enfermedades». Parecería innecesario dedicar tiempo a desarrollar algo tan evidente. El curso de la vida nos lleva a vernos con situaciones difíciles y nos impele a resolverlas. Situaciones que nos implican a nosotros y a los demás, en un espacio vital compartido, interrelacionado. Si estos problemas, problemas psicológicos, fueran enfermedades, la vida misma sería una enfermedad. Enfermos o muertos serían las opciones disponibles. No se alarme, apreciado lector, aún no hemos llegado a ello, pero el riesgo existe y el camino que conlleva a hacer patológico lo cotidiano viene siendo recorrido desde hace bastante tiempo. Como comienzo, el descartar que uno esté enfermo, a pesar de los problemas, no deja de ser un alivio. Aunque la tentación de «declararse» enfermo y en «suspensión de pagos» de obligaciones de todo tipo, puede llegar a hacerse realmente fuerte. Caer en ella puede ocasionar un alivio temporal pero, la mayor parte de las veces, agrava y extiende el problema. Viene a cuento aquí el dicho de que en el pecado va la penitencia. Asumamos, por tanto, que la vida tiene sabores, y sinsabores, y que nos hemos de ocupar de ambos. Los problemas psicológicos no son enfermedades, como lo son la hepatitis o la tuberculosis. No tener ganas, ni ánimo para hacer las cosas no es lo mismo, ni similar, a tener una infección urinaria. Obedece a causas distintas y tiene también distintas formas de solución. Los motivos del desánimo y la renuncia a realizar las actividades cotidianas no se resuelven tomando una pastilla. Creerlo así es engañarse, como lo es pensar que una persona dejará de beber alcohol porque tome una milagrosa pastilla. ¿Resolverá esto los problemas que le llevan al abuso del alcohol? Cambiamos una droga por otra y seguimos, más o menos, donde estábamos. Se bebe en exceso para olvidar, para no afrontar el malestar, la falta de apoyo, de confianza en uno mismo, o de afecto de los demás. Problemas psicológicos, en ocasiones graves, pero no enfermedades, y que exigen ser tratados desde el ámbito de lo psicológico. Del mismo modo que el tumor cancerígeno llama al oncólogo, el tener dificultades para relacionarse con los demás y evitar el contacto con ellos, llama al psicólogo. La confusión al respecto es nefasta. La psicología es la ciencia que estudia el comportamiento en interacción con el medio social. Hacemos cosas para conseguir unas mejores condiciones de vida, material y afectiva. Con nuestro comportamiento cambiamos el entorno, para bien o para mal, y esto es fuente de satisfacción de consecución de logros, dificultades y problemas. He aquí la raíz y el mantenimiento de los problemas psicológicos y es ahí donde deben solventarse y abordarse. Los problemas psicológicos reclaman un discurso psicológico. Esto no significa que lo psicológico sea ajeno a lo orgánico, lo médico. Muy al contrario. Cuando estamos acuciados por problemas, buscando una solución un tanto abrumados, nuestro organismo toma cuenta de ello, lo sentimos en nuestra respiración, nuestro latido cardíaco y en otros cambios fisiológicos, neuroendrocrinos, inmunológicos, etc., que podemos no sentir, pero que producen sus efectos, a corto y a largo plazo. Lo mismo sucede cuando, por el contrario, estamos paseando tranquilamente, escuchando una música agradable, o pasando un buen rato con los amigos. En estos concretos casos, los cambios fisiológicos tienen un origen psicológico. Aunque una vez puesto en marcha el fenómeno, también los cambios fisiológicos y cómo los percibimos influyen en el proceso. No obstante, debemos tener claro lo principal. En efecto, ante una persona que huye aterrada, la explicación no está en señalar que huye porque tiene miedo, sino en saber de qué huye y qué efectos tiene esto en su vida. Los problemas de la vida, los problemas psicológicos, nos afectan de forma global. A veces tienen su origen en cómo nos adaptamos a situaciones que nos afectan seriamente: una enfermedad grave, incapacitante, degenerativa, o al mero paso del tiempo que nos muestra nuestra labilidad para la realización de actividades que antes hacíamos sin dificultad. Es por ello, que la forma en que nos adaptamos a esas enfermedades, que son tratadas médicamente, tiene mucha importancia. De dicha adaptación depende que tenga un menor impacto en nuestra vida. El vivir, por otro lado, es nuestra mayor garantía de salud. El estar activos e implicados en trabajar por nuestros proyectos y valores, es el mejor modo de darle sentido a nuestra vida y, al tiempo, de que los sistemas fisiológicos que autorregulan funciones biológicas básicas, operen del mejor modo. Ernesto López y Miguel Costa abordan esos aspectos desde su dilatada experiencia profesional: psicológica, social-comunitaria y médica. Dichos aspectos nos implican a todos: como personas en lo que atañe a nuestras vidas; como ciudadanos en lo que toca a la salud, lo sanitario y a los recursos que a ello se dedican; y como profesionales del comportamiento humano y de la salud, porque supone una reflexión sobre nuestro marco de conocimiento y las acciones de él derivadas. Ellos sostienen que el concepto de enfermedad, cuando es aplicado a lo psicológico (la denominada salud mental) es una invención, y critican en consonancia, una psicopatología que mimetiza la denominada enfermedad mental, desde la enfermedad médica u orgánica. Esto no significa que no «existan» los problemas de los que se ocupa la psicopatología: trastornos de ansiedad, depresión, etc., sino que no se trata de enfermedades mentales, porque se rechaza el concepto de «enfermedad» para estos denominados problemas psicológicos. El rechazo del modelo médico para abordar los trastornos psicológicos no es nuevo. Hoy día es plenamente aceptada una visión que integra lo biológico junto con lo psicológico y social: el bien conocido modelo biopsicosocial. López y Costa reconocen la importancia de dichos factores pero van un paso más allá. Rechazan la existencia de una disciplina, la psicopatología, encargada de explicar los trastornos o problemas psicológicos. Con ello rechazan los sistemas diagnósticos, taxonomías y nosologías. Aquí recuerdan lo que supuso la irrupción de la terapia de conducta rechazando el concepto de enfermedad, igualandolas explicaciones de la denominada conducta normal con la anormal y refiriendo el diagnóstico y sus categorías al análisis funcional de la conducta. Los autores entroncan con esta tradición. ¿Dónde está, por tanto, su desafío? Pues en reclamar hoy día esos principios. Es cierto que en la actualidad el término psicopatología, como se ha comentado, puede tener una orientación lejana al modelo médico tradicional estrictamente biológico, sin embargo ellos rechazan de plano toda explicación que asuma cualquier similitud entre los problemas psicológicos y la enfermedad. Esto es, sin duda, un revulsivo que deja huérfanos a muchos. A quienes tienen, tenemos, que etiquetar por motivos académicos, científicos, profesionales, etc. No obstante y asumiendo que se aceptara la propuesta se seguirá etiquetando, por ejemplo sustituyendo la etiqueta «enfermedad mental tal» por «problema psicológico tal», o «psicología de los problemas psicológicos» por «psicopatología». En suma, hay psicopatologías y psicopatologías. Tal vez el problema no esté en las palabras, las etiquetas, sino en lo que traen detrás. Si fuera así, este trabajo de López y Costa seguiría teniendo el mismo fundamento pero no acabaría por generar el cambio de etiquetas. Las etiquetas, las palabras, tienen mucha importancia, como el lector podrá leer en este libro. Es más, tal vez le chirríe leer que el suicidio o el proceso que lleva a una persona a suicidarse no es una enfermedad. Resulta difícil aceptarlo porque aun cuando se esté dispuesto a considerar que no hay enfermedades sino problemas psicológicos, esto se tambalea cuando hablamos de un problema (enfermedad) grave. Es un terreno resbaladizo. Sin embargo, un aspecto positivo es eliminar el mimetismo plenamente extendido de considerar los problemas psicológicos, sujetos a convenciones clasificatorias, como si de enfermedades bien establecidas se tratara. Aun cuando deben establecerse matices al respecto, esto supone una ventaja al eliminar barreras, estigmas y despatologizar la vida. En el capítulo 1, se toma la melancolía como ilustración histórica del origen de la psicopatología; una causación ficticia sustentada en el modelo humoral hipocrático-galénico y en todo tipo de referencias religiosas, mágicas y de control social. Paso a paso se va observando, y así se recoge en el capítulo 2, que el término enfermedad viene a solventar la necesidad de etiquetar y encuadrar el problema, de modo que no siendo un remedio a éste, en términos semejantes a los problemas médicos, es una solución falsa, una logomaquia dicen López y Costa, que pasa a formar parte del problema, no de la solución. Sólo, como ellos señalan, partiendo de la multicausalidad y de los paradigmas psicológicos pueden abordarse estos problemas. Si el enfoque psicopatológico es inadecuado, así se recoge en el capítulo 3, tanto el diagnóstico como el tratamiento son remedos de su equivalente en el modelo médico aplicado a los problemas psicológicos. López y Costa usan los términos quimera y simulacro para referirse a una retórica y una liturgia propia de las enfermedades para las que el modelo sí es apropiado, pero no para los problemas psicológicos así devenidos en enfermedades mentales. Falta de fundamentación en los supuestos procesos de enfermar y de especificidad. En fin, como señalan en un apartado, los psicofármacos no son la «penicilina» de la mente. Los tres primeros capítulos han servido para resaltar lo inadecuado del planteamiento psicopatológico tradicional para abordar los problemas psicológicos. Los siguientes dan respuesta a cómo deben abordase estos problemas desde el punto de vista psicológico. Rechazado el concepto de enfermedad mental, se toma como referencia el análisis funcional de la conducta como explicación de la génesis y significado de ésta. La conducta surge en un contexto concreto, precedida por situaciones concretas, afecta a una persona con una biografía personal, que integra funciones fisiológicas y biológicas, y que produce un efecto (consecuencias) en la persona y en los demás. Este intercambio es esencial para la vida e imprescindible para su comprensión. Su falta, como señalan los autores, es una barrera para la comunicación, porque ¿cómo puedo entender la impulsividad de una persona o su agresividad verbal si no conozco qué la causa, atendiendo a su historia personal, y a sus efectos? El ámbito de explicación psicológica no es ajeno a lo biológico, fisiológico. En el capítulo 5 se recoge cómo lo emocional y lo fisiológico se dan la mano de modo empírico, no especulativo. Los trabajos de la reflexología rusa con Pavlov, como referencia, son una muestra de cómo se produce esa interacción. Muy acertadamente López y Costa señalan cómo las nuevas experiencias psicológicas no nacen ni dentro ni fuera de la persona, sino entre la persona y el medio, el contexto. Sin embargo, siendo importantes nuestras emociones lo es aún más nuestra capacidad de hacer, de obrar, de transformar la realidad. Este empeño, recogido en el capítulo 6, es el que explica las claves de por qué hacemos las cosas. Sitúa, además, la acción como dirección de vida, distanciado de la especulación y falsa retórica. Incluso, haciendo las cosas que uno se propone aun cuando las circunstancias sean adversas. El elemento más singular de la especie humana es el lenguaje y a él va dedicado el penúltimo capítulo del libro. Las palabras nos conectan con emociones y funciones que amplían nuestras posibilidades. El lenguaje, además, puede ejercer efectos perversos. Por ejemplo cuando el mundo simbólico suplanta al mundo real. Pegarse a las palabras en lugar de a los hechos. Dejarse llevar por la literalidad del discurso y fusionarse a él. Rumiar, frente a tomar perspectiva de las propias palabras y pensamientos, es clave para entender la génesis y persistencia de muchos problemas psicológicos. Este carácter privado que supone centrarse en los pensamientos nos abre al mundo interior, a la conciencia. A él va dedicado el último capítulo del libro, es lo que la mayoría consideraría, curiosamente, como singularmente psicológico. El ensimismamiento como refugio y lugar de desarrollo personal. Esta opción, como aclaran los autores, es una trampa. La vida, el intercambio, el logro de los proyectos vitales está fuera, no dentro. Incluso las experiencias privadas no son sino una referencia emocional o simbólica de intercambios con el medio. El sentido de la vida no es el ensimismamiento. La hiperreflexibilidad que señalan Marino Pérez y Louis Sass es el origen de graves problemas psicológicos. En suma, tiene el lector en sus manos un libro crítico con la concepción psicopatológica convencional. Se opta por una explicación psicológica, acorde con los principios y hallazgos de la ciencia psicológica. Ésta se ha demostrado eficiente en la solución de los principales problemas etiquetados como trastornos mentales, desde una perspectiva distinta, sin fármacos. El libro de López y Costa expone de forma ágil, amena y rigurosa, los fundamentos de la explicación psicológica, de lo que vienen a ser denominados problemas psicológicos. Éstos pueden ser leves, afectar poco a la vida de la persona, o graves, caso, por ejemplo, del suicidio. Con independencia de la gravedad se trata de problemas de la vida, de las personas, con una historia concreta, en un entorno social y vital, y sólo desde esta perspectiva pueden entenderse y, tal vez, resolverse. No hay nada que curar, en el sentido médico del término, y sí de reconciliar a uno mismo con los demás, con la vida. Problemas psicológicos, no enfermedades. Miguel Ángel Vallejo Pareja. Catedrático de Psicología. Universidad Nacional de Educacióna Distancia. Pozuelo de Alarcón, junio de 2014. Introducción. «Se le han cruzado los cables» Problemas de la vida, problemas psicológicos, problemas interpersonales, ¿quién no los tiene o los ha tenido alguna vez?, incluso de esos que duelen y hacen sufrir, de esos que trastornan, de esos que hacen daño a uno mismo y a los demás. Los tienen los niños, los adultos y los viejos. Intentamos comprenderlos y tratamos de afrontarlos y resolverlos, lo logramos muchas veces y seguimos adelante ocupándonos de las tareas de la vida. Otras veces revisten una mayor severidad, son difíciles de comprender, nos atormentan, nos desbordan y la solución no resulta tan fácil. En estos casos hay quienes, abatidos por el problema, buscan ayuda profesional, pero hay también quienes toman decisiones extremas, se enredan en conflictos interpersonales interminables, se aíslan de los demás, hacen disparates o se quitan la vida. Cuando notamos en los demás un comportamiento raro, que nos indica que tienen algún problema, a veces nos limitamos a decir algo tan sencillo y certero como «está pasando un mal momento», «no le van nada bien las cosas en la vida», y, sobre todo si se trata de una persona cercana, sentimos compasión y le ofrecemos nuestra ayuda. Es también lo que nos gustaría encontrar cuando nosotros pasamos un mal momento y tenemos un problema. Otras veces, si el comportamiento es más desconcertante, hay quien trata de encontrarle una explicación diciendo cosas como «se le han cruzado los cables», «está mal de la cabeza», «está loco», «es una persona rara» y otras por el estilo. Éstas probablemente no serían las explicaciones que nos gustaría oír si fuéramos nosotros los que tuviéramos el problema. UNA REACCIÓN RARA E INCOMPRENSIBLE Estábamos un día un grupo de amigos disfrutando de una agradable tertulia. En un determinado momento, en plena conversación, una persona del grupo, a la que llamaremos X, manifiesta un comportamiento extemporáneo, una reacción emocional exagerada: se levanta bruscamente como un resorte y abandona la estancia dando un portazo, lo que se diría una «espantada». Nunca le habíamos visto reaccionar de semejante manera. Su reacción nos resultó rara, incomprensible, sobre todo porque nos parece que «no viene a cuento». Como la reacción había sido tan insólita, siguió siendo días después objeto de comentarios por parte del grupo. Estábamos intrigados y deseosos de averiguar y de comprender, y todos nos implicamos en la búsqueda activa de una explicación. Hubo opiniones para todos los gustos. «No hay ningún motivo para que se ponga así», «es un poco rara», «le ha dado un arrebato», «se le han cruzado los cables», «no está bien de la cabeza», «está mal del coco», son algunas de las explicaciones que se oyeron. Una persona del grupo que se preciaba de haber leído cosas de psiquiatría y de psicología nos ofreció un diagnóstico particular: «es una neurótica». A otra le pareció excesivo el diagnóstico y aportó otro sin tanta carga: «es muy impulsiva». Alguien que se preciaba de conocer muy bien a las personas y de ser muy «intuitiva», «un poco psicóloga» y «un poco bruja», dijo que lo que le había molestado a X es que uno de los contertulios acaparaba la palabra y no dejaba intervenir a los demás, y no había dejado intervenir a X. «A mí me sienta también fatal, me da muchísima rabia, y prefiero abandonar la tertulia cuando alguien acapara la palabra», dijo. Hubo quien, prudentemente, se limitó a decir: «¡A saber por qué lo hizo!». Días después de la tertulia, una de las personas que participaba en la conversación nos reveló que, segundos antes de la airada reacción de X, alguien había hecho un comentario irónico e hiriente acerca de una relación apasionada que X mantenía con una persona que en el comentario era descrita con atributos despectivos. Estos comentarios despectivos ya se habían hecho, al parecer, en otras ocasiones, y también habían provocado una reacción parecida. El comentario irónico en la tertulia de hoy había evocado los comentarios de entonces, había hecho revivir el daño de la ocasión anterior y había determinado la reacción que a todos nos había parecido «incomprensible». La persona del grupo que nos hacía esta aclaración conocía bien a X y sabía cómo le había herido el comentario hecho delante de todos acerca de su relación apasionada. Fue la única persona que, conocedora del impacto del comentario, se había mantenido en silencio aquel día. Conocedores de esta circunstancia, alguien hizo entonces un nuevo intento diagnóstico: si X había reaccionado así, era debido a «la rabia y la ira que había sentido». NO ES UN CRUCE DE CABLES Cuando alguien dice de nosotros que «no estamos bien de la cabeza» por una reacción que tuvimos en una determinada circunstancia, y que a los demás les ha podido parecer extemporánea, rara o incomprensible, y nosotros sabemos qué profundo significado tiene esa experiencia en nuestra vida, pensamos y decimos «¡si tú supieras...!», y nos negamos a aceptar el diagnóstico que nos hacen, porque sabemos de manera fehaciente que no es un «cruce de cables» o una avería en la cabeza lo que explica nuestra reacción, sino la experiencia vivida. Eso mismo dijo X cuando tuvo la oportunidad de explicar lo ocurrido: «¡No se me ha cruzado ningún cable, lo que pasa es que el comentario que se hizo delante de todos sobre una relación que significa mucho para mí ha sido demasiado, teniendo en cuenta además que yo le había pedido en alguna otra ocasión a esa persona que por favor no hiciera ese tipo de comentarios!». A la vista de lo ocurrido, «es muy impulsiva» suponía definir la totalidad de X por una reacción particular. Además, la única evidencia de esa supuesta característica personal era la misma reacción. O sea, que X había tenido esa reacción «porque era muy impulsiva», pero el único fundamento para atribuirle esta característica era su reacción. Es impulsiva porque ha reaccionado impulsivamente, y ha reaccionado impulsivamente porque es impulsiva. A este tipo de explicaciones se les denomina «tautologías», o «explicaciones circulares», porque giran sobre sí mismas, sin explicar lo que quieren explicar. Circular resultaba también la explicación que hacía de los sentimientos la causa de la reacción. X ha reaccionado de esa manera «porque se ha sentido molesta», pero la única evidencia de que se ha sentido molesta es la reacción que ha tenido. Más tarde X nos aclaró: «Sí que me sentí muy herida por el comentario, pero mi reacción no fue debida a este sentimiento, sino al comentario hecho en esas condiciones». Quien se preciaba de conocer bien a las personas y señaló que el motivo que había llevado a X a reaccionar de aquel modo era que «alguien en la tertulia acaparaba la palabra», daba los mismos motivos que a ella le movían a actuar y a sentir del mismo modo. Esta propensión a creer que el mundo gira para los demás igual que gira para nosotros y que nos lleva a atribuir a los demás los mismos motivos, pensamientos y sentimientos que nosotros experimentamos en circunstancias parecidas es una propensión egocéntrica bastante común. Para conocer el sentido y el alcance de la conducta de los demás me basta con conocer el sentido y el alcance de la mía. Lo que yo pienso sobre el mundo y sobre los demás me basta para comprenderlos. Mi experiencia íntima se basta a sí misma, es la fuente fidedigna de mis evidencias, de mi conocimiento de la realidad, me dice siempre la verdad, siempre acierto con mis «corazonadas», o con mis «intuiciones», porque «soy muy intuitivo», «soy muy psicólogo». Es una propensión que, sin embargo, no nos asegura el acierto cuando juzgamos elcomportamiento de los demás. De hecho, el motivo aducido no era el que en realidad había movido a X a reaccionar como lo hizo. Días después de la tertulia, la protagonista del incidente se disculpó ante nosotros por «haberse descontrolado». Nos dijo también que ella misma se había sentido desconcertada ante su reacción, «no esperaba haber montado el numerito, no entraba en mis cálculos, no era mi intención», incluso se había prometido que nunca más volvería a tener una reacción así, pero el comentario hiriente «me pilló por sorpresa, yo no contaba con esto», nos dijo. Ahora se conoce mejor y está en mejores condiciones para un afrontamiento futuro diferente de situaciones parecidas, que no dependerá, desde luego, del arreglo de un supuesto «cruce de cables». Y se conoce mejor, no porque haya aceptado alguno de los diagnósticos que el grupo le había endosado, sino porque ha experimentado cuánto impacto le pueden llegar a producir comentarios como el de la tertulia. También los contertulios hemos aprendido a conocerla mejor cuando hemos decidido apearnos de las ficciones explicativas de nuestros diagnósticos y nos hemos acercado al significado profundo que algunos comentarios hirientes pueden tener para una persona enamorada. LOS PROBLEMAS PSICOLÓGICOS SON PARTE DE LA VIDA El incidente de la tertulia es tan sólo una, y desde luego no la más llamativa y la más dramática, de las múltiples experiencias de la vida en las que una persona puede mostrar comportamientos extemporáneos, raros e incomprensibles a los ojos de los demás, comportamientos que pueden llegar a constituir un problema psicológico y a causar daño, dolor y sufrimiento a quien los manifiesta y a otras personas de su entorno habitual. Puede ser una fobia que hace huir de cosas o de lugares a los que sin embargo se quiere o se necesita ir, una depresión llena de malos presagios, de miedo, de culpa y de tristeza que hace permanecer postrado y que conmueve, pasar de la euforia más impetuosa a la tristeza más desoladora, aquella experiencia que los antiguos denominaron melancolía que algunos creyeron posesión del demonio o tal vez influjo del planeta Saturno, y que Alberto Durero plasmó en su Ángel de la melancolía, una dificultad sexual que amarga la vida de la pareja, voces que parecen hablar dentro de la cabeza y que inducen a hacer cosas inconvenientes, angustiarse y estar alerta de manera continua porque «hay una conjura contra mí», permanecer en casa durante años sin salir a la calle temiendo que ocurra una desgracia, desmayarse sin razón aparente, pensamientos que vienen una y otra vez de manera obsesiva y que incluso se intensifican cuando se los intenta combatir, lavarse las manos repetidamente hasta hacerse llagas, negarse a comer sólidos por temor a atragantarse, jugar a las máquinas tragaperras hasta arruinarse, infligirse autolesiones dolorosas que alivian los sentimientos de culpa, comer con voracidad y de manera insaciable, sentir repugnancia ante la comida, que se rechaza o se vomita; excitarse sexualmente ante las botas de una mujer o pedir que le azoten y que le causen daño para excitarse sexualmente hasta llegar al orgasmo. Son todas estas experiencias, y muchas otras, parte de la vida de muchas personas, de una vida tal vez trastornada y atormentada y cuyo significado este libro quiere contribuir a desvelar. LOS PROBLEMAS PSICOLÓGICOS CONVERTIDOS EN PSICOPATOLOGÍA Desde hace muchísimo tiempo, la psicología y la psiquiatría se vienen enfrentando a la ardua tarea de comprender y explicar esas experiencias de la vida, extemporáneas, raras, incomprensibles, aparentemente sin sentido e inmotivadas, tanto o más que la de la tertulia. Hubo tiempos en que se creía que algunas de esas experiencias pudieran ser castigos divinos por los pecados cometidos, posesión del demonio, desequilibrio de los humores corporales y efectos de la bilis negra que asciende al cerebro y lo seca, como le ocurrió a Don Quijote. Hubo tiempos en que fueron atribuidas a exceso de sangre en la cabeza que había que evacuar mediante sangrías producidas con sanguijuelas en la yugular, o a enfermedad de los nervios. Aun cuando hay quien sigue creyendo que el demonio puede inducir esos padecimientos, muchos profesionales que se enfrentan hoy a estas experiencias se refieren a las personas que las viven con expresiones tales como «padece un trastorno mental», «es un enfermo mental», «es un bipolar», «es un esquizofrénico», «padece un trastorno de la personalidad», creyendo que de ese modo entran de manera más atinada en el meollo del problema. Otros llegan a decir de esta supuesta patología que «en realidad, se trata de un desequilibrio de los neurotransmisores cerebrales», y lo dicen como si hubieran accedido por fin a la verdadera esencia del problema vital y de las desdichas que esas personas experimentan y creyeran que así lo están explicando y comprendiendo mejor. Lo que era un «cruce de cables» o el efecto de la bilis negra sería ahora una enfermedad mental, una patología, una psicopatología y un trastorno de los neurotransmisores cerebrales. Si tuvimos un modelo humoralista y un modelo demonológico, desde el siglo XIX hasta la fecha tenemos un modelo psicopatológico, que será el foco crítico de este libro, porque, como reza el título, los problemas psicológicos no son una enfermedad, una patología, una psicopatología, como tampoco son un «cruce de cables», una posesión de Satán o el efecto de la bilis negra. Una de las cosas que tienen en común las explicaciones que los contertulios dieron del comportamiento de X y las explicaciones que da el modelo psicopatológico de los problemas vitales es que pretenden ambas explicar el problema como algo que anda mal dentro de la persona que vive el problema, y en particular dentro de su cabeza, de su mente, o de su cerebro, como si lo que le ha ocurrido durante la tertulia a X no tuviera nada que ver con su reacción, o como si tener una fobia, deprimirse o delirar fuera algo que emanara de una supuesta patología interior. La reacción de X sería entonces la expresión o el síntoma de un rasgo anormal de su personalidad («es una neurótica», «es una impulsiva») o de algo que no le funciona bien en su interior («se le han cruzado los cables», «está mal de la cabeza»). La depresión o la fobia por la que alguien sufre sería la expresión o el síntoma de una patología («padece una enfermedad mental», «es un enfermo mental», «es un bipolar», «padece un trastorno de ansiedad») que estaría dentro, ya no en la posesión de Satán, pero sí tal vez en el desequilibrio de los humores y en el humor negro melancólico, o más modernamente en el desequilibrio de los neurotransmisores o en los genes. Las supuestas explicaciones del comportamiento de X y las supuestas explicaciones psicopatológicas tienen también en común lo que el psicólogo británico Richard Bentall denomina sesgo de atribución, esa tendencia a explicar la conducta de los demás y sus problemas por rasgos o condiciones estables, duraderas e interiores, anormales o patológicas, y explicar, en cambio, nuestra propia conducta y nuestros propios problemas por las circunstancias y las cosas que nos pasan en la vida. LA FÁCIL TENTACIÓN PSICOPATOLÓGICA Hay que reconocer que, puestos ante la complejidad vital de los problemas psicológicos, es fácil y cómodo caer en la tentación psicopatológica, como es también fácil y cómodo caer en el «cruce de cables» ante la reacción de X en la tertulia. Bastará que nos digan que «es una neurótica» o que «se le han cruzado los cables» para creer que hemos explicado y comprendido su reacción extemporánea. ¿Para que molestarse en buscar algo más? Bastará saber que «es un enfermo mental», que «es un bipolar», que «es un esquizofrénico»,que «padece un déficit de atención con hiperactividad», para creer que hemos explicado y comprendido el malestar, el dolor y el sufrimiento que conlleva una depresión, el drama vital que lleve a decir con enorme angustia «hay una conjura contra mí» o las circunstancias que provocan la hiperactividad y desatención de un niño. Es bastante más complejo y comprometido tratar de analizar los avatares de la vida en los que se produce el problema, las circunstancias que lo precipitan, que pueden incluso haber pasado desapercibidas para los observadores, como de hecho ocurrió con los comentarios hirientes que no todos captaron en la tertulia, y el significado que esas circunstancias revisten para la persona a la luz de su historia personal. Averiguar las complejas y diversas circunstancias vitales por las cuales una persona llega a deprimirse, a autolesionarse o a oír voces resulta sin duda más arduo que despachar el asunto recurriendo a las ficciones explicativas del cruce de cables, de la bilis negra o del desequilibrio de los neurotransmisores. Caer en la tentación psicopatológica cumple por eso también funciones ideológicas conservadoras porque elude el análisis crítico de esas complejas circunstancias y hace de las desdichas y problemas humanos que trastornan un asunto derivado de «mentes trastornadas», y propone su solución a base de «arreglar las mentes» y de reequilibrar farmacológicamente los neurotransmisores cerebrales. UNA CRÍTICA RADICAL PARA DESVELAR EL SIGNIFICADO DE LOS PROBLEMAS A lo largo de sus 9 capítulos, este libro formula una crítica radical de la ortodoxia y de los dogmas del modelo psicopatológico, pues considera que las explicaciones que aduce este modelo son una ficción explicativa, una patología inventada, una logomaquia, que quiere decir «palabra vacía de contenido que no va al fondo del asunto», porque no se han aportado evidencias de que las llamadas «patologías mentales» sean verdaderamente una enfermedad, porque son una parodia de la patología humana que estudian los modelos de la medicina, y porque son tan ficción, como lo es explicar el comportamiento de X en la tertulia por un inexistente «cruce de cables». Y hace la crítica porque son explicaciones que no nos revelan el profundo significado vital que los problemas psicológicos tienen en la historia de quienes los viven, como lo tuvieron para X los comentarios hirientes. El supuesto desequilibrio de los neurotransmisores no explica las cosas mucho mejor que aquel desequilibrio de la bilis negra de los clásicos que ennegrecía el rostro y la mirada del Ángel de la melancolía de Alberto Durero, o la posesión de Satán. Y hace la crítica porque la práctica profesional en el ámbito de la denominada «salud mental» está fuertemente impregnada de la perspectiva psicopatológica y amenaza además con patologizar de manera creciente cualquier experiencia vital con alguna de las innumerables psicopatologías incluidas en los catálogos psicopatológicos que existen. Los neurotransmisores cerebrales y las sinapsis neuronales, sin saber cómo ni por qué, se habrían desequilibrado de pronto hoy día como nunca lo habían hecho hasta ahora a lo largo de la historia de la especie humana, como si, parodiando a los clásicos, la sangre se estuviera subiendo a la cabeza de forma más impetuosa, hoy más que nunca, recalentando las meninges y ocasionando todos los delirios, fobias y melancolías que nos atribulan. Es una crítica radical porque va a la raíz del significado de los problemas. Y va a la raíz de la mano de los modelos o paradigmas que la psicología ha ido madurando desde los últimos años del siglo XIX, y que son herramientas conceptuales analíticas con las que ofrece una nueva visión y comprensión antropológica sobre el comportamiento humano, sobre los problemas psicológicos y sobre el ser humano mismo, y desde las que ofrece también métodos y técnicas para ayudar a afrontarlos y a resolverlos. Desde estos modelos o paradigmas explicativos, el libro mostrará que hay una diferencia enorme entre las explicaciones de los problemas psicológicos basadas en supuestas patologías cerebrales o mentales, y las basadas en el análisis de lo que ocurre en las circunstancias de la vida en las que la persona se encuentra, actúa y se relaciona. Mostrará que hay una diferencia enorme entre lo que ocurre supuestamente en o dentro de la persona y lo que acontece y se vive en las experiencias azarosas entre la persona y las vicisitudes de la vida que le afectan. Es la comprensión de estas experiencias la que nos acercará mejor a la comprensión del significado personal y vital de la reacción de X o de la vivencia de una depresión, de un delirio, de una fobia, de un intento de suicidio, de un conflicto interpersonal. Estas vivencias, estos problemas, resultan incomprensibles, inexplicables, un enigma, un «misterio antropológico» que dirá Kurt Schneider, si se les despoja de esas estrechas transacciones con las circunstancias de la vida en las que adquieren sentido y significado. Si queremos predecir el comportamiento de X en ocasiones futuras, nos ayudará mucho más saber lo que ha ocurrido en la tertulia y cómo le ha afectado, y saber cuánto significa para ella su amor apasionado, que saber que «es una neurótica» o que padece un «cruce de cables». LA VERDADERA NATURALEZA DE LOS PROBLEMAS, MÁS ALLÁ DE LA NOMENCLATURA PSICOPATOLÓGICA Esta crítica radical conoce bien que hay muchos estudiosos y muchos profesionales que no creen tampoco que los problemas psicológicos sean patologías o desequilibrios bioquímicos y que recurren también a los paradigmas de la psicología para analizarlos y comprenderlos, pero que, no obstante, utilizan la palabra psico-patología, se adhieren a la terminología psicopatológica, consideran incluso que tiene sentido hablar de una disciplina psicopatológica y no tienen inconveniente en llamar a los comportamientos «síntomas». Este libro comparte con estos estudiosos y profesionales el mismo interés por los problemas psicológicos y su solución, el rechazo de la patologización creciente de los problemas de la vida y la reivindicación del poder explicativo de los paradigmas de la psicología. Desde este propósito compartido, el libro es una invitación a llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Como el libro nos va a mostrar, la noción de «patología» tiene su lugar lógico y epistemológico en el ámbito del enfermar humano que estudian los modelos científicos de la medicina. Por eso, la aplicación que históricamente el modelo psicopatológico hace de estos modelos a los problemas psicológicos, metamorfoseándolos en psico-patología, es un grave error lógico y epistemológico, una perversión de los modelos y una parodia de los mismos, y a la vez una desnaturalización de los propios problemas psicológicos que tienen una naturaleza, un modo de producción y una semántica diferentes, y que no son, por consiguiente un «modo de enfermar» o una patología. Siendo ello así, cabe preguntarse qué sentido puede tener seguir usando la nomenclatura psicopatológica si no se cree que tenga fundamento científico, o seguir considerando el comportamiento como un «síntoma», cuando la disnea sí puede ser el síntoma que manifieste una patología pulmonar, pero el comportamiento no manifiesta patología alguna de la que pudiera emanar, porque las supuestas patologías que la ortodoxia psicopatológica le asigna al comportamiento y a los problemas psicológicos, y de las que supuestamente estos emanarían, son patologías inventadas, logomaquias. Los autores del libro creen que seguir usando la terminología de la ortodoxia psicopatológica, aunque no se crea que tienefundamento científico, o justamente porque no lo tiene, podría contribuir inadvertidamente a fortalecer la ortodoxia y sus logomaquias y a desdibujar el nivel explicativo que aportan los modelos científicos de la psicología, que es la disciplina idónea para desvelar, explicar y comprender el significado de esos problemas, sin necesidad de crear «disciplinas psicopatológicas» nuevas. Creemos que es preferible usar el rigor de los modelos de la psicología y no las nomenclaturas equívocas de una parodia de los modelos de la medicina científica, que eso es el modelo psicopatológico. COMPRENDER Y RESOLVER LOS PROBLEMAS PSICOLÓGICOS, RESCATÁNDOLOS DE LA PSICOPATOLOGÍA La crítica radical de la ortodoxia psicopatológica no supone, ni mucho menos, subestimar la importancia real de los problemas psicológicos. Al contrario, rescatarlos de la psicopatología es ir al fondo del asunto, reivindicar su verdadera realidad, desvelar su verdadero significado, su verdadera naturaleza, que queda desnaturalizada cuando se los convierte en ficciones psicopatológicas, comprenderlos mejor. Los problemas psicológicos, y el daño, el dolor y el sufrimiento que a menudo llevan consigo no son una invención, lo que es una invención, una invención psicopatológica, es haberlos transfigurado en patologías, haberlos desnaturalizado como ficticias «patologías mentales». Si los comprendemos mejor, estaremos en mejores condiciones también para ayudar a resolverlos mejor, para hacer una psicología clínica despatologizada que reivindicamos en nuestro Manual de consejo psicológico, una psicología clínica que transgrede incluso la etimología de la palabra «clínica» (del griego «klino», acostar, tender), porque no desarraiga a los problemas psicológicos de los avatares de la vida en los que se están experimentando y los «acuesta» ahí transfigurados en «casos clínicos psicopatológicos», sino que los desvela como experiencias vitales, cuyos profundos significados residen en sus raíces contextuales y cuya solución sólo se puede encontrar en un responsable afrontamiento de aquellos avatares, no en la quimérica reparación de una supuesta psicopatología residente en el cerebro. La crítica radical de la ortodoxia psicopatológica que este libro plantea es, pues, una buena ocasión además para hacer visible el valor analítico y explicativo que encierran los modelos o paradigmas de la psicología y su contribución científica, antropológica y humanista a la comprensión del ser humano, a la comprensión y a la solución de los problemas psicológicos que le afligen en su navegar cada día por el río de la vida. 1 La locura melancólica y el modelo psicopatológico El ángel de la melancolía, de Alberto Durero, y el Caballero de la Triste Figura, de Miguel de Cervantes, son dos de las muchas expresiones con las que el arte y la literatura nos han mostrado la melancolía en el curso de la historia. Pero la melancolía es además, o sobre todo, una experiencia radical que le pertenece a la condición humana como algo propio, y que durante los siglos XVI y XVII, y desde entonces, está omnipresente de una manera incontestable en todos los ámbitos de la vida, del arte, de la literatura y de la ciencia. Desde la teología, la filosofía, la astrología y la medicina se hacen por entonces intentos por desentrañar el significado de esta experiencia vital. Son también tiempos de Contrarreforma, en los que la Iglesia católica trata de cerrar la profunda herida que en la cristiandad había infligido la rebelión de Martín Lutero, tiempos de melancolía y de antropología pesimista. Son tiempos en los que la medicina mantuvo una estrecha imbricación con la teología, con la filosofía y con la magia, y en los que los humores del cuerpo, el demonio y las brujas configurarán, juntos o por separado, un modelo humoralista, una visión precientífica del mal de la melancolía en la que podemos encontrar ya un anticipo de lo que llegará a ser más tarde y hoy día el modelo psicopatológico de cuya ortodoxia hace este libro un análisis crítico. Pero son también tiempos de ruptura y de emancipación respecto a la teología y a las creencias mágico- religiosas. Los progresos en el conocimiento anatómico permitirán entrar en lo más recóndito del microcosmos del cuerpo humano y poner las bases de lo que llegarán a ser en el siglo XIX los modelos científicos de la patología humana, de los que el modelo psicopatológico resultará ser una parodia. 1.1. EL MISTERIOSO ÁNGEL DE LA MELANCOLÍA En el grabado Melancolía I, que en 1514 realiza Alberto Durero, bajo la influencia de la tradición humoralista y astrológica, un ángel femenino muestra el rostro oscuro de mirada triste, teñido de la bilis negra de la melancolía y apoyado en el puño cerrado de la mano izquierda, ese gesto con el que también se representaba al planeta Saturno y que desde antiguo simboliza el dolor y la pena, y también la fatiga y el pensamiento concentrado y creador, y donde el puño cerrado era signo de la avaricia atribuida al temperamento melancólico, aunque también del delirio. Pero no sólo en la pintura donde la melancolía aparecerá representada durante estos tiempos del Renacimiento y del Barroco. Los miedos y las tristezas de la melancolía van a impregnar todas las manifestaciones del arte, de la literatura y de la cultura. Y van a estar desde luego en la vida cotidiana, como una experiencia universal que les pertenece a los seres humanos como algo propio, que les ha pertenecido desde siempre y que nos sigue perteneciendo hoy en la experiencia de la depresión. Considerada a lo largo de la historia como castigo divino, como desdicha fruto de las conjunciones astrológicas, como posesión diabólica por maleficio de las brujas y como enfermedad del entendimiento por la medicina renacentista, la melancolía será ya en nuestros días, en forma de «depresión mayor» y de «trastorno del estado de ánimo», «trastorno bipolar», «trastorno bipolar con melancolía», una de las muchas experiencias humanas metamorfoseadas en patología por el modelo psicopatológico. Es una experiencia vital que ha sido y es objeto de preocupación social, antropológica y científica. Son innumerables los estudios, investigaciones, ensayos y libros que hoy se ocupan de la vivencia de la melancolía a lo largo de la historia, y en particular en aquella época que daba entrada a la Modernidad. El libro de Raymond Klibansky, Erwin Panofsky y Fritz Saxl, Saturno y la melancolía, es una obra clásica que nació en un estudio sobre el grabado de Durero y sobre Saturno, el astro frío y seco de la melancolía. Roger Bartra lo hace con una mirada de antropólogo en Cultura y melancolía. El filólogo Felice Gambín vierte los frutos de su investigación en Azabache. José Luis Peset ofrece la perspectiva del historiador de la medicina en Las melancolías de Sancho y el catedrático de Psicología de la Universidad de Oviedo Marino Pérez se ocupa de ella como trasfondo de la figura clínica de la depresión en Las raíces de la psicopatología moderna. Este libro se acerca a la oscuridad misteriosa de la melancolía no con intenciones historicistas, ni mucho menos eruditas. Lo hacemos por la propia experiencia humana de la melancolía y porque en los intentos precientíficos, entreverados de humoralismo hipocrático-galénico, de teología, de medicina, y de creencias mágico-religiosas, que en aquel momento histórico se estaban haciendo para comprender su misterio y su sentido desde un modelo humoralista, se ponían ya de manifiesto, en nuestra opinión, las características que van a constituir el marco conceptual del modelo psicopatológico actual. Es este modelo el objeto de la crítica radical que este libro va a formulardesde los modelos o paradigmas de la psicología, con el mismo afán humanista y compasivo por la experiencia atormentada de la melancolía que mostraron todos los que se ocuparon del abatimiento melancólico en aquellos siglos de humanismo renacentista y de transición a la Modernidad y que trataron de comprenderlo y de combatirlo. 1.2. UNA ERA MELANCÓLICA Y UNA ANTROPOLOGÍA PESIMISTA La melancolía y cualquiera de las otras experiencias humanas están embebidas en las circunstancias de los contextos socioculturales e históricos en las que los seres humanos las vivencian, y en ellos adquieren sentido. Así fue también en aquellos siglos en los que la melancolía se convirtió en un asunto de enorme importancia sociocultural y vital. Fue madrugador Andrés Velásquez, el médico de los burdeles de Arcos de la Frontera, con su Libro de la Melancolía, publicado en Sevilla en 1585, preocupado por un asunto que consideraba de suma importancia «para la salud y el bien público». En 1586 será Timothy Bright, un médico que ejercía en el Hospital de San Bartolomé de Londres, quien escriba Un tratado de melancolía. A decir verdad, ya se les había adelantado en el siglo XV el astrólogo, médico y clérigo florentino Marsilio Ficino con sus Tres libros sobre la vida y su Teología platónica, en los que vincula el estudio, el genio y la contemplación con la melancolía y con el furor, y la melancolía aparece bajo el influjo del planeta Saturno, frío y seco como la bilis negra. El médico francés André du Laurens escribe De las enfermedades melancólicas en 1594, con las luchas religiosas en Francia en pleno auge, y en 1603 Jourdain Guibelet Del humor melancólico. El amor como enfermedad aparece en 1610 en la Melancolía erótica, de Jacques Ferrand. En 1621 aparecerá la enciclopédica y erudita Anatomía de la melancolía, del clérigo Robert Burton, un monumental ensayo sobre la sombra y el desconsuelo que la melancolía deposita en el ser humano. El pecado capital de la acedia Pero, por pertenecer a la condición humana, ya estaba este mal de la melancolía siglos atrás en la vida cotidiana de los conventos y en la vida ascética de los contemplativos. Ocupadas las horas del día con la práctica de la lectura obligatoria, la oración y el trabajo manual, tal como establecían las reglas monásticas benedictinas del siglo VI, vencerán los monjes a la ociosidad, enemiga del alma. Pero es preciso supervisar con celo el cumplimiento de la regla, pues algunos frailes no se entregan a la lectura en los períodos establecidos. Presos de la acedia o pereza, que es tedium operandi, torpor del alma en el laborioso ejercicio de la devoción y de la virtud, y que la teología moral considera pecado capital, se dan al ocio, a las divagaciones imaginarias, se disipan, miran con ansiedad y con disgusto a su alrededor, suspiran lamentándose de que no vienen a verlos, entran y salen de la celda pensando que están echando a perder su vida, desesperan de la salvación, una confusión se apodera de ellos como una tiniebla. Cuando a alguno se le encuentre de esta manera, se le reprenderá, y si no se enmienda, se le aplicarán más rigurosos correctivos, incluso los azotes, para escarmiento propio y ajeno. Ya en pleno siglo XVI, Teresa de Ávila, conocedora de las doctrinas entonces en vigor acerca de la melancolía, a la que ella tiene por «enfermedad grave», en el capítulo 7 de sus Fundaciones advertirá de los estragos que el «humor de melancolía» puede ocasionar en el convento, y da instrucciones a las prioras para tratar con las monjas que lo manifiestan y para evitar acoger en el convento a las que lo tienen. Contrarreforma y melancolía: «una ilusión, una sombra, una ficción» Fue la cuestión de las indulgencias, la bula promulgada en 1515 por el papa León X para recaudar fondos para la construcción de la basílica de San Pedro en Roma, uno de los detonantes de la rebelión que en 1517 protagonizó el fraile agustino Martín Lutero en la universidad de Wittemberg. La rebelión, junto a las agrias diatribas teológico-políticas en torno a la justificación por la fe y al libre albedrío, produjo una tremenda conmoción en toda la cristiandad, y determinó la reacción de la Iglesia de Roma conocida como Contrarreforma, un tiempo pródigo en melancolías. Entre 1580 y 1680, en pleno clima de Contrarreforma, el Barroco hispano se hace expresión de la fidelidad a la ortodoxia del Concilio de Trento que la monarquía católica personificada en Felipe II encarnó con una «confesionalidad religiosa intransigente», que dirá Manuel Fernández Álvarez en Felipe II y su tiempo, en una estrecha simbiosis político-religiosa que iba a condicionar todos los ámbitos de la vida y del quehacer científico, y para lo que contaba con el formidable instrumento de mantenimiento de la ortodoxia y del control ideológico del Tribunal de la Inquisición. Es un tiempo de una moralidad de penitencia, de combate contra el pecado y de liberación de una culpa original, de la que la melancolía era una manifestación que afectaba a toda la raza humana, de sentido teocéntrico de la existencia que Calderón de la Barca llevará al teatro, y que cualquiera puede sentir en la música del estremecedor Oficio de Tinieblas del abulense Tomás Luis de Victoria. Se exalta el duelo, la melancolía, la angustia, el abandono y la desolación, el temor y el llanto, el desengaño y el menosprecio de las pompas y vanidades del mundo que cantara Fray Luis de Granada y la certeza de la muerte, siendo la vida «una ilusión, una sombra, una ficción» que lamentaba Segismundo en la Vida es sueño, eco de aquel «cómo se pasa la vida/cómo se viene la muerte/tan callando», que cantara Jorge Manrique. Se conforma así una era melancólica, una antropología pesimista, sombría, incluso trágica, de pérdida, de tribulación por el desastre de La Invencible y por el declinar del imperio que se iría agravando con Felipe III y Felipe IV. ¿Serán los españoles tétricos y sombríos como los veía Baltasar Gracián en El Criticón? Es una antropología que, frente a la infelicidad mundana, potencia y exacerba el mundo del ensueño, de lo imaginario, de búsqueda de sentido en lo mágico y lo simbólico, en las visiones y revelaciones de los raptos místicos. Lo temporal confrontado con lo eterno, lo efímero con lo duradero, lo caduco con lo imperecedero, lo mudable y transitorio con lo inmutable, la incertidumbre con la certeza inconmovible de la fe. Una antropología de la que participaba la crisis melancólica y taciturna del propio Felipe II, influida por la muerte de Antonio de Cabezón, el organista ciego que le había acompañado siempre en sus viajes por Europa. 1.3. HIPÓCRATES Y GALENO REDIVIVOS En la transición histórica y cultural hacia la Modernidad que se estaba operando durante el Renacimiento y en aquella era melancólica, la vuelta a los clásicos suponía el reingreso de los planteamientos que en el siglo V antes de nuestra era habían hecho Hipócrates de Cos y la colección de tratados del Corpus Hipocraticum y que en el siglo II de nuestra era Galeno de Pérgamo había actualizado. Pero ellos habían bebido, a su vez, de las fuentes de los «fisiólogos» jónicos presocráticos del siglo VI antes de nuestra era, los cuales, animados por el asombro que es el comienzo de la sabiduría, querían encontrar el elemento primordial, la «arjé», del que está hecha la physis, la naturaleza de todo lo que existe en el universo, rompiendo con las antiguas concepciones míticas y mágico-religiosas. Si Tales de Mileto decía que era el agua, Leucipo y Demócrito dirán que todo lo que existe está compuesto por átomos, indivisibles, de tamaño pequeñísimo, invisibles, eternos y en cantidades infinitas, las «semillas de las cosas»,una doctrina que sería más tarde incorporada por el filósofo Epicuro y por el poeta latino Lucrecio en su poema De rerum natura. Será, sin embargo, la teoría de Empédocles la que tendrá más difusión. Según ella, son cuatro los elementos constituyentes de la materia, fuego, aire, agua, tierra, cada uno de los cuales está dotado de dos propiedades o cualidades de las cuatro que existen, lo cálido, lo frío, lo húmedo y lo seco. De esta manera, el fuego es cálido y seco, el aire cálido y húmedo, el agua fría y húmeda, y la tierra fría y seca. Será esta cosmología también la que se incorpore en las concepciones naturalistas de la enfermedad de Hipócrates y de Galeno que se recuperan en esta vuelta a los clásicos. A estas concepciones naturalistas se incorporarán, como un nuevo concepto biológico, los cuatro humores naturales, constituidos por los cuatro elementos con sus cualidades inherentes: sangre, cálida y húmeda; bilis amarilla, cálida y seca; bilis negra, fría y seca, y flema o pituita, fría y húmeda. Los humores que mimetizan los cuatro elementos de todo lo que existe hace del microcosmos de cada uno una pequeña porción del macrocosmos de la naturaleza. Según el predominio de cada uno de los humores, habrá además cuatro temperamentos: sanguíneo, colérico, melancólico y flemático. Lo que conserva la salud es la adecuada proporción o crasis de los cuatro elementos y de las cuatro cualidades, si bien el cuerpo humano no está nunca equilibrado con exactitud. La enfermedad, la nosos, o más bien, el enfermar, es un estado más o menos permanente que se mantiene incluso después de desaparecida la causa y que está caracterizado por una desproporción, por un desequilibrio o discrasia en la proporción o en la mezcla de los cuatro humores o por predominio de una de las cualidades, lo que aparta al organismo de su ordenación natural regular y conlleva una afectación de las funciones vitales que se manifestará en los síntomas. A esta doctrina se atendrán básicamente todos cuantos en aquel período de transición se ocupen de la melancolía. Lo hará el médico Juan Huarte de San Juan, uno de los máximos exponentes de la ortodoxia hipocrático-galénica en el siglo XVI, entreverada, en su caso, con la ortodoxia católica, política e ideológica del reinado de Felipe II. Para Huarte, todas las habilidades humanas, todas las virtudes y vicios y la variedad y diferencia de ingenios son «disposiciones naturales», nacen de la naturaleza concretada en el temperamento, de manera que la posición, la función y los privilegios que cada uno ocupa en el cuerpo social vienen impuestas, de manera hereditaria y determinista, por el temperamento que a cada uno le asigna la naturaleza, vicaria de la voluntad divina. Dadas las limitaciones de los conocimientos anatómicos y fisiológicos de aquel momento, la principal cualidad de la bilis negra o humor melancólico, que constituía la piedra angular del modelo humoralista sobre la melancolía, resultaba ser, paradójicamente, su carácter hipotético, su no evidencia, su inexistencia. Si «quimera» es algo que se propone a la imaginación como posible o verdadero, no siéndolo, la bilis negra era una quimera, lo cual iba a condicionar obviamente toda la especulación sobre la melancolía y sobre las medidas que se tomarán para combatirla. No obstante su carácter quimérico, la bilis negra será considerada como la parte tosca de la sangre, un residuo o excremento negro, la hez de la sangre, brea negruzca producida en el bazo, imaginada así tal vez por semejanza con los coágulos, con ciertos vómitos o con las heces de color negruzco. Si se comporta de modo natural, puede eliminarse; de ahí la importancia de las evacuaciones habituales. Pero si actúa patológicamente, como bilis adusta o atrabilis, resulta ser una sustancia corrosiva, una especie de fuego tóxico, y entonces las purgas y evacuaciones serán más fuertes y habrán de acompañarse de las sangrías, además de otros remedios, para expulsarla. Según la «neurología» rudimentaria del momento, en el capítulo primero del Libro de la melancolía, se ocupa Andrés Velásquez del cerebro y de su temperamento. Del cerebro emana la virtud motora y sensitiva con sus respectivos instrumentos, y allí también tienen su asiento las potencias rectoras, imaginación, razonamiento y memoria. Lo que más importa, para que los hombres sean hábiles y letrados, es el buen temperamento del cerebro, las cuatro calidades bien templadas, una buena crasis de las mismas. Del buen o mal temperamento depende la habilidad, en este caso, lo que llamamos razón o entendimiento, o lo que es lo mismo, mente. En realidad, para Velásquez la mente es el mismo temperamento del cerebro, y la buena razón depende de que estas cualidades estén bien mezcladas y proporcionadas, y se dañará en caso contrario. Como «la tranquila sede de la mente», definirá el cerebro Timothy Bright, el utensilio del pensamiento y de la reflexión mediante el cual el alma piensa. En su obra Examen de ingenios para las ciencias, publicada en el año 1575 y que tuvo una amplia difusión en toda Europa y probable influencia en la concepción cervantina de la locura, considera también Huarte de San Juan que el cerebro, los «sesos», es el asiento del alma racional y el «instrumento que naturaleza ordenó para que el hombre fuese sabio y prudente», y fuese capaz de entender y de producir los conceptos, razonar, imaginar y recordar, para todo lo cual es preciso que su temperamento se mantenga «bien templado, con moderado calor». Si el cerebro es la sede del pensamiento, el corazón es sede de la vida y de los afectos o emociones, que se agranda, nos dirá Timothy Bright, por efecto del placer y se contrae ante las contrariedades. 1.4. A DON QUIJOTE SE LE SECÓ EL CEREBRO Y PERDIÓ EL JUICIO Con el mismo empeño que los «fisiólogos» presocráticos habían indagado el origen de la physis del universo, también la concepción hipocrático-galénica de la medicina vigente en este momento se propone indagar en la causa natural de la physis de la melancolía, y lo va a hacer mediante la quimera de la bilis negra y aquella rudimentaria «neurología». Se enfrascó Don Quijote de tal manera en la lectura de los libros de caballería, que «del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio». Ya advertía Marsilio Ficino que las largas vigilias y «la actividad frecuente de la mente reseca bastante el cerebro», y la naturaleza del cerebro «se torna seca y fría, que es de hecho una cualidad terrena y melancólica». En efecto, cuando el bazo no purga bien el humor melancólico, éste, actuando como bilis adusta o atrabilis, según Velásquez, daña, lesiona y enferma el cerebro, perturbando de manera violenta su temperamento. Ya había dicho Huarte de San Juan que «si el hombre cae en alguna enfermedad por la cual el celebro de repente mude su temperatura (como es la manía, melancolía y frenesía), en un momento acontece perder, si es prudente, cuanto sabe, y dice mil disparates; y si es necio, adquiere más ingenio y habilidad que antes tenía». Habría dos tipos de melancolía que difieren sólo en el grado. Uno es la melancolía propiamente dicha, con miedo y tristeza; el otro es la manía, insania, furor o frenesí. La manía sería una excitación, una ensoñación o delirio sin fiebre causado por la presencia en el cerebro de la bilis amarilla caliente y seca, y la melancolía sería el resultado de un exceso en el cerebro de bilis negra, humor melancólico, frío y seco, siendo la manía de mayor intensidad y siendo los maníacos más furiosos, terribles y peligrosos, a manera de fieras, que dice Velásquez. La enajenación mental y la razón oscurecida No existe en ese momento un modelo que analice, expliquey comprenda el proceso por el cual una persona, en confrontación con los avatares de la vida, puede llegar a vivir y a sufrir la experiencia psicológica de la melancolía o de la depresión, un proceso que la hermenéutica de los paradigmas de la psicología tratará de desentrañar más tarde. No obstante, y más allá de la quimera de la bilis negra y de la «neurología» elemental que el modelo humoralista aplicaba a la melancolía, al igual que podría aplicarlo a la peste o a la sífilis, eran para todos manifiestas las expresiones vitales, a veces trágicas, de la melancolía, sus miedos, tristezas, delirios y desesperaciones, la inacción, la desolación y la tristeza que Durero condensó en el ángel femenino de su grabado. Se habla y se escribe de esta vivencia tan llena de negros presagios, y se conoce bien el fenómeno del suicidio, y Shakespeare, que conocía las doctrinas sobre la locura melancólica, nos presenta a un Hamlet que, presa de la melancolía, se habría suicidado de no pesar sobre el suicidio la prohibición de la ley divina. Andrés Velásquez sabe que algunos, al resultarles insoportable la vida llena de pensamientos trágicos, se dan muerte colgándose, despeñándose, abrasándose en el fuego: más bestias bravas que hombres racionales, tal es la fuerza de este mal. Sea melancolía o sea manía, se trata del mismo mal. Dañada la «fábrica del cerebro», que dirá Timothy Bright, por los vapores de la melancolía, y debido a la intimidad y mutuo influjo que existe entre el alma y el cuerpo por mediación del «espíritu vital», se afecta la mente, se dañan las potencias o facultades, pensamiento, imaginación y memoria. El morbo melancólico es ante todo, pues, una alienatio mentis, una enajenación mental, una enajenación del entendimiento o razón. Es razón enferma, perder la razón, perder el seso, perder el juicio como lo perdieron Don Quijote y Tomás Rodaja, el Licenciado Vidriera, protagonista de la novela homónima de Cervantes, escrita en 1613, y que refleja las concepciones hipocrático-galénicas del momento. Después de haber comido membrillo toledano que tenía el veneno de un hechizo amoroso, Rodaja quedó con todos los sentidos turbados, con una «enfermedad del entendimiento, loco de la más extraña locura, imaginóse el desdichado que era todo hecho de vidrio. Un religioso de la Orden de San Jerónimo le curó y sanó, y volvió a su primer juicio, entendimiento y discurso». Cuando Hamlet dice ver «en los ojos del alma» la sombra de su padre muerto, alma inmortal en pena, para su madre «eso no es más que invención de tu cerebro, el delirio es muy diestro en esas quiméricas creaciones». Al subir hacia el cerebro, los vapores del humor melancólico aterrorizan a la imaginación con falsos objetos, el cerebro concibe fantasías monstruosas, falaces ilusiones, voces imaginarias que resuenan en los oídos y que aterran su pensamiento, y la razón entonces se ve reemplazada por un temor imaginario sin sentido, incluso cuando no se corre peligro alguno y no se evidencia posibilidad de un peligro futuro. La aflicción de la melancolía es, por eso, para Timothy Bright «puramente imaginaria, carente de verdadero y justo fundamento», proviene de las «aprensiones de la mente» invadida por el humor. Cuando la sustancia cerebral ha absorbido profusamente la bruma del humor, su naturaleza adquiere esa misma calidad, y entonces la luz natural interna se oscurece, las tinieblas interiores «oscurecen las luces de la razón». La tez es negruzca por recibir de continuo los vapores negros que se filtran desde las partes internas. El rostro alegre se transforma en figura de duelo y el gusto por la vida acaba por perderse. Por estarlo el cerebro, el alma queda sumida en una tiniebla perpetua, nos dirá Du Laurens, como la noche oscura del alma de Juan de la Cruz; es el «calabozo de la oscuridad melancólica», que dijera Timoty Bright en el que todo parece «sombrío, negro y lleno de horror»; es enfermedad que sujeta la razón y la deja oscura, que dijera Teresa de Ávila. Se corrompe la imaginación de tal manera, que, según nos dice Velásquez, uno se imaginaba que era un gallo y sacudía sus brazos como si fueran alas y cantaba como un gallo. Otro se imaginaba ladrillo y no bebía para no deshacerse con el agua. Unos, como Rodaja, creen ser de vidrio, otros de barro, unos son reyes, otros papas. Temen algunos que les engañen, traicionen y envenenen. «Morir entre memorias tristes, en lágrimas bañado» Son también manifestaciones sintomáticas del morbo melancólico el miedo y la tristeza sin motivo aparente. Hamlet ha perdido completamente la alegría, queda envuelto por las nubes de la tristeza, por el humor sombrío, con sus párpados abatidos, y son negras, como la bilis negra, sus cavilaciones. En el año 1634, recibe Galileo Galilei la dolorosa noticia de que su hija sor María Celeste había enfermado gravemente y se temía por su vida, y alude a la «acumulación de humores melancólicos» como uno de los precipitantes de su muerte. La noticia agravó el estado de salud de Galileo y le sumió en una «tristeza y melancolía inmensa». De todas las huellas de la melancolía, ninguna es tan plural y variada como el llanto, nos recuerda Bright. Porque son fríos y secos, los melancólicos son tristes y taciturnos, y lloran sin saber por qué. Garcilaso de la Vega, que se había casado por mandato regio con una dama de la reina, pero que no lo había podido hacer con el amor de su vida, Isabel de Freire, cantó las penas, la melancolía, los suspiros y las lágrimas del amor, de «verse morir entre memorias tristes», porque sufre el «mal de ausencia», «en lágrimas bañado». Se parecía en esto Garcilaso a Felipe II, que se fue al exilio londinense para desposarse, como penoso deber, con María Tudor, dejando con pena en Castilla a su amada Isabel de Osorio. «Al estar el alma ocupada en toda una variedad de fantasmas, no se acuerda de respirar», y de ahí provienen los suspiros, nos aclara Du Laurens, y eso mismo les pasa, en su opinión, a los enamorados. El insomnio es muy difícil de combatir, nos recuerda el mismo Du Laurens, y les consume y atormenta de tal modo que a algunos los lleva a la desesperación. 1.5. UN ALMA INMORTAL E INVULNERABLE Pero no se vaya a creer que tanta aflicción afecta al alma. El naturalismo que aplica el modelo humoralista ha de hacer un lugar al alma en un contexto sociocultural fuertemente impregnado de teología, de creencias mágico-religiosas y de la dualidad alma-cuerpo que había tenido y seguirá teniendo en la historia una larga vida. Es, junto con la piedra angular de la bilis negra y con su «neurología» elemental, otra de las señas de identidad del modelo humoralista que impregnará fuertemente también, como veremos, la «mente» del modelo psicopatológico. En realidad, a pesar de todas las afectaciones y tribulaciones con las que se manifiesta la melancolía, y pese a que, según Ficino, «la bilis negra atormenta el alma con una inquietud continua y delirios frecuentes», el humor negro o la bilis amarilla no afectan más que a la parte corporal, sin rozar en absoluto la esencia de la mente y del alma que es invulnerable a cualquier otro agente que no sea su Creador. Durante las tormentas de la melancolía y la manía, la mente y el alma permanecen, pues, tranquilos y sosegados, lo que hacen las pasiones exacerbadas por el humor melancólico es como mucho crear en el alma una cierta insatisfacción. Lo que se encuentra en mal estado, mal dispuesto, es el cuerpo, tabernáculo y tosco instrumento del alma, de menor nobleza que ella, que no logra alterar su sustancia pura y perfecta, no degrada ninguna de sus facultades, no le puede causar ninguna enfermedad o acortar su inmortalidad, lo que sería tanto como aniquilarla, y eso
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