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PERSONA_Y_SER

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PERSONA Y SER 
 
Juan José Sanguineti 
Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma) 
2018 
 
Apuntes del curso del primer semestre 2017-18 
(inspirado en la perspectiva de L. Polo) 
 
INDICE 
 
1. Introducción. Metafísica y antropología 
2. Ser 
 A. Aspectos históricos 
 B. Ser y esencia: distinción real 
 C. El acto de ser del universo material: comenzar, persistencia 
3. El problema epistemológico. El acceso al ser 
 A. Conocimiento metafísico ordinario: los primeros principios 
 B. El método de la filosofía 
 C. Trascender la abstracción. Evitar el logicismo 
 D. Entender el ser 
4. La persona como acto de ser 
 A. La perfección y superioridad del ser humano como persona 
 B. Algunos textos de Santo Tomás sobre el valor de la persona 
 C. Personalismo 
 D. El acto de ser personal 
 D1. ¿Cómo conocemos a la persona? 
 D2. ¿Cómo relacionamos a la persona con el ser? 
 E. La tesis de Polo sobre la persona 
 E1. Alcanzar a la persona: el hábito sapiencial 
 E2. La caracterización del acto de ser personal. Los trascendentales personales 
 E2.1. Esencia humana 
 E2.2. Otros trascendentales 
a. Potencia 
b. Unidad, identidad, totalidad, relación, orden 
 E2.3. Diferencias humanas 
 E2.3.1. Varón-mujer 
 E2.3.2. Situaciones ontológicas de la persona humana 
 E3. Ser-además 
 E4. Intimidad 
 E5. Ser-con 
 E5.1. Coexistir con el mundo 
 E5.2. Coexistir con el otro 
 E5.2.1 Percibir y entender al otro en reciprocidad 
 a. Aspectos educativos 
 b. El encuentro personal: el otro come persona 
 2 
 E5.2.2. Descentralización existencial 
 E5.2.3. La base de la ética: el respeto de la persona igual a mí y la 
responsabilidad 
 E5.2.4. El otro no nos pertenece (y viceversa) 
 E6. Inteligencia personal: la búsqueda del Otro 
 E6.1. La inteligencia humana y Dios en Santo Tomás 
 E6.1.1. Inclinación natural al conocimiento de Dios 
 E6.1.2. Conocimiento natural implícito de Dios 
 E6.1.3. El intelecto agente como “luz divina” 
 E6.1.4. El deseo natural de ver a Dios 
 E6.2. La búsqueda de una réplica personal 
 E6. 3. La inteligencia en el plano de la objetivación 
 E6.3.1. Conocimiento objetivo. La verdad 
 E6.3.2. Panorama de las objetivaciones. Las instituciones 
 E7. Amor de donación 
 E7.1. Análisis del amor visto según la tradición clásica 
 E7.1.1. Bien amable: objeto y operación; deseo y gozo 
 E7.1.2. Bien útil, agradable y honesto 
a. Bien honesto o intrínseco 
b. Bienes útiles 
c. Bien agradable 
 E7.1.3. Noción de amor 
 a. Amor, ser, vivir 
 b. Amor y conocimiento 
 c. Voluntas ut natura y voluntas ut ratio 
 E7. 2. ¿Qué significa amor de donación? 
a. Amistad y amor personal 
b. Dos “yo” (ergo yo y tú) 
c. Donación, comunicación 
d. Existencia compartida 
e. Amistad en el dolor 
f. Eros y ágape 
g. Formas de la amistad y de la convivencia 
h. La nobleza de la benevolencia: caridad, donación sin 
correspondencia, sacrificio 
i. Amor conyugal 
 E7. 3. Amor de donación: trascendental antropológico 
a. Del amor humano al amor divino 
b. Dialéctica de donación y aceptación. Libertad, obras y juicio 
c. Donación y prójimo 
 
 
 
 3 
1. Introducción. Metafísica y antropología 
Este curso pretende presentar una antropología basa en la persona humana y en 
su estructura esencial, a cuya luz se podrán comprender mejor las dimensiones del 
obrar humano. Las fuentes de los contenidos que vamos a desarrollar son 
principalmente la filosofía de Tomás de Aquino y algunos elementos del pensamiento 
filosófico de Leonardo Polo (1926-2013, filósofo español, profesor de la Universidad 
de Navarra, Pamplona, España, durante muchos años)1. Seguiré un método filosófico 
entendido en sentido amplio, en el que daré espacio a la perspectiva metafísica, a la 
exploración antropológica y a las relaciones, cuando sea el caso, entre la filosofía y 
las ciencias. Tendré en cuenta algunas temáticas teológicas, dado que las relaciones 
entre la fe revelada y la razón, por tanto entre la teología y la filosofía, son positivas y 
muy convenientes. La filosofía no puede basarse sobre la fe, porque en tal caso sería 
una teología, pero sí puede elaborarse teniendo en cuenta el conocimiento más alto 
que procede de la Revelación divina, y puede entenderse como un saber que adquiere 
una dimensión más alta cuando se transfiere al ámbito de la fe teológica. 
La visión antropológica hoy es especialmente necesaria, porque con las ciencias 
contemporáneas, como la biología, la neurociencia y la psicología, el volumen de los 
conocimientos sobre el hombre se ha incrementado considerablemente, mientras falta 
a menudo una síntesis en la que se pueda ver al hombre a la altura de su condición en 
el ámbito de la naturaleza y de la creación. 
El núcleo de esta síntesis es la persona y no sólo la naturaleza humana, un punto 
que pertenece a la concepción cristiana del hombre. Esta concepción, tradicional en 
Occidente y también en otras culturas en las que el Cristianismo ha tenido algún 
influjo, a veces se olvida o queda relegada, como si fuera irrelevante, o como si 
tuviera sólo aspectos éticos. Hoy no sólo se corre el riesgo de perder la noción de 
persona, sólo rescatada por urgencias éticas o jurídicas, sino que incluso empieza a 
resultar extraño hablar de antropología, y en ciertas tradiciones académicas filosóficas 
ni siquiera existe la antropología como una temática específica de la filosofía, 
 
1 Sigo especialmente su libro Antropología trascendental, Pamplona, Eunsa 2016. No es mi 
intención explicar aquí la antropología de Polo, aunque ella estará muy presente en estas 
páginas. Las referencias a Polo serán siempre explícitas. De lo contrario, lo que se dice en 
estos apuntes corresponde a mi reflexión filosófica personal. 
 4 
mientras se reconoce validez, por ejemplo, a la filosofía de la mente, de la 
neurociencia, a la epistemología, o a la filosofía de la ciencia. 
La filosofía del hombre, tal como aquí le entendemos, no es simplemente una 
parte sectorial del saber filosófico, sino su núcleo central, si se presupone una base 
previa constituida por la filosofía de la naturaleza, en la que se incluye la filosofía de 
la vida. En una perspectiva clásica, podría pensarse que el núcleo de la filosofía sería 
la metafísica. Pero si la metafísica es el estudio filosófico del ser, entonces se ha de 
reconocer que, en este mundo, el ser más alto es el hombre, visto precisamente como 
persona. Por tanto, el estudio del ser se resuelve (no digo que se reduzca) en el estudio 
del ser personal. De aquí cabe remontarse ulteriormente al ser absoluto que es Dios, 
un Ser eminentemente personal, creador del universo y de la persona humana. 
2. Ser 
Nuestro curso es a la vez antropológico y metafísico. El motivo es sencillo: la 
persona es la expresión más alta del ser y, en el mundo material, la expresión más 
alta del ser es el hombre, no las plantas, los animales u otras cosas. De todas maneras, 
para entender al ser, y también la persona, hace falta un modo especial de pensar. 
Como hoy estamos acostumbrados a razonar en términos científicos cuando queremos 
llegar a un nivel alto de comprensión racional, nos encontramos con más dificultades 
para pensar racionalmente de un modo tal que puedan aprehenderse el ser y la 
persona. El problema fundamental de la cultura hoy es la sustitución de la filosofía 
por las ciencias naturales. Por este motivo serpentea en el ambiente cierta 
desconfianza ante lo que puede decir la filosofía. 
El problema está, pues, por un lado, en establecer una conexión esencial entre la 
metafísica y la antropología (sobre todo para el que cree en la metafísica). Por otro 
lado, la cuestión es encontrar un modo de pensar adecuado para la filosofía, más allá 
del modo de pensar científico. 
A. Aspectoshistóricos 
Respecto al primer problema, echemos ahora un vistazo a la historia del 
pensamiento metafísico. Entiendo por metafísico todo lo que tiene que ver con la 
interpretación última de la realidad, “última” no como algo exhaustivo, sino en el 
 5 
sentido de definitivo o esencial, que no remite a “algo ulterior”. Si dejamos de lado a 
las religiones y vamos a las filosofías, veremos cómo en los grandes filósofos o en las 
grandes visiones filosóficas (como pueden ser el realismo, el idealismo, el 
materialismo, el escepticismo, etc.) se da siempre una última interpretación, razonada 
y no simplemente adoptada, en la cual el conjunto de la realidad (naturaleza, hombre, 
Dios) se ve a la luz de algún “aspecto” (en realidad es algo radical) que resulta 
resolutivo. Ese “aspecto”, que repito no es tal, puede ser la materia, la naturaleza, el 
cosmos, el hombre, la historia, Dios, la cultura, la razón, la ciencia, el dominio 
tecnológico. En las respuestas negativas, como el escepticismo, o el relativismo, el 
problema metafísico, que el hombre no puede evitar plantearse (salvo que presuponga 
una respuesta, sin formular una pregunta explícita), se repliega sobre la incapacidad 
humana de saber, por ejemplo de conocer el sentido de la realidad o del hombre 
mismo. Pero ésta es ya una respuesta metafísica. 
En términos generales, la resolución metafísica en los clásicos griegos era 
cosmológica en un sentido físico (así era en los presocráticos), o bien se remitía a las 
Ideas en Platón, o al ser substancial y al intelecto subsistente absoluto en Aristóteles. 
Apuntaba, en definitiva, a una resolución teológica, pues el principio último, 
explicativo de todo, en el Estagirita era Dios concebido come Nóus, como Intelecto 
que se entiende a sí mismo y que a la vez es el principio o causa primera de todo el 
cosmos. La sabiduría metafísica, es decir, que va más allá de la física, ciencia de las 
cosas mudables, en Aristóteles era el saber acerca del ser, el cual en Parménides había 
sido concebido en un sentido absoluto y originario, tanto que llegaba a eliminar la 
consistencia de lo que no era el ser absoluto. En Aristóteles el ser, caracterizado como 
analógico, en última instancia se resolvía en la substancia, y la substancia, eso que es 
capaz de subsistir en sí mismo, en un sentido fuerte era el intelecto. Por tanto, en 
Aristóteles el ser se resuelve en el intelecto, así como en Platón se resolvía en la idea 
del bien, y quizá del uno. 
La filosofía elaborada por los cristianos (Agustín, Tomás de Aquino) asume la 
pregunta griega por los primeros principios (arjái) o las primeras causas universales 
de todo lo que existe, y la resuelve en Dios, fuente sapiencial y amorosa creadora del 
universo y del hombre. De este modo, la metafísica del ser se resuelve en la teología 
(también la teología natural), concretamente en un Ser absoluto, sin potencialidad ni 
 6 
mutación alguna, caracterizado positivamente como Inteligencia y Amor subsistente. 
Es una metafísica creacionista. Toda la realidad del mundo y del hombre es 
radicalmente creada, es decir, puesta en absoluto, sin presupuesto alguno. El ser 
parmenídeo era absoluto y sin creación. El Ser absoluto de los doctores cristianos es 
creador, por lo que existe una distinción fuerte entre el Creador y la creatura, una 
distinción ontológica o metafísica (Creador: dador del ser desde la nada; creatura, 
derivada completamente de Dios). Pero el ser absoluto y divino tiene un contenido 
positivo: es plenitud de Sabiduría y Amor, un ser Personal, es más, a la luz de la 
Revelación cristiana es un ser Tri-personal (Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu 
Santo). 
En la filosofía moderna de corte racionalista, las dificultades críticas de acceder 
al ser real produjeron una crisis de la metafísica clásica, abriendo así la etapa 
“gnoseologista” de la filosofía (Descartes, Kant), en la que la mente humana, en un 
primer momento, resulta bloqueada en sus propias representaciones. La trascendencia 
del pensamiento, es decir, su alcance ontológico, indiscutida entre los clásicos, ahora 
se vuelve problemática y así el pensamiento aparece encerrado en su propia 
inmanencia. El ser es representación, concepto pensado, impresión sensible. 
El representacionsimo es la premisa del idealismo. La posición idealista, una 
vez liberada de la restricción de la “cosa en sí”, pone en el pensamiento (razón, 
conciencia, autoconciencia, yo, concepto, espíritu) el punto resolutivo del que 
hablábamos arriba. En Hegel la razón es histórica y dialéctica: se desenvuelve hacia 
su última plenitud, la autoconciencia absoluta (Espíritu Absoluto). Ya no hay una 
distinción fuerte entre el Creador y la creatura: el finito es un momento del infinito, si 
bien el Infinito necesita de ese momento para su realización como Espíritu en plenitud 
(panteísmo ontológico). 
Las filosofías post-idealistas de los siglos XIX-XXI son muy complejas. Sólo 
parcialmente, a veces, parece que se abren a un más allá del pensamiento. Así lo 
vemos en ciertas formas de la fenomenología, o de la filosofía analítica, o de la 
hermenéutica. Otras veces se cierran del todo, con el añadido de que llegan a la 
eliminación de la consistencia del pensamiento o del yo, reducido a voluntad de poder 
(Nietzsche), o a lenguaje puro (Foucault). Así sucede en algunas orientaciones del 
 7 
pensamiento post-moderno que proclaman la muerte del sujeto o la muerte del 
hombre. 
El existencialismo en la versión de Heidegger recupera de algún modo la 
centralidad del ser. La existencia humana se ve come un ser-ahí, Dasein, como un yo 
proyectado en un mundo de utilidades cotidianas, que aspira en cierta manera, o al 
menos podría hacerlo, a un encuentro con el ser (un ser no especificado, no aclarado), 
a la vez que parecería que el ser debería llegar como un don, aunque a menudo venga 
dado en formas no auténticas, como sucede en la cultura actual dominada por las 
tecnologías. 
Por otro lado, en el transcurso de los últimos tiempos, sobre todo desde el siglo 
XIX hasta hoy, el desarrollo de las ciencias y la tecnología pusieron en primer plano 
el pensamiento científico en su confrontación con la realidad material o natural. Se 
abrió así la vía hacia el materialismo (hoy en especial con ocasión del biologismo). 
Pero eso no sucedió de un modo unívoco, porque el conocimiento de la materia está 
mediado por el pensamiento científico (física, química, biología), cosa que puede 
llevar a un movimiento pendular entre el cientificismo y el naturalismo. Movimiento 
pendular, sí, porque si la ciencia natural puede sugerir que la única realidad son las 
cosas materiales, ella puede igualmente llevar a la idea de que conocemos la 
naturaleza a través de nuestros modelos científicos –representacionismo–, aunque a su 
vez esos modelos pueden interpretarse de un modo biológico. Es ésta la oscilación 
entre el naturalismo y el idealismo, que resulta inevitable si se rechaza la perspectiva 
metafísica. 
En este panorama, tan típico de un sector muy amplio de la cultura moderna, no 
es posible proponer una antropología que esté conectada con la metafísica. El 
conocimiento del hombre será reconducido al naturalismo biológico, o quizá a nuevas 
versiones sofisticadas del idealismo (inmanentismo, constructivismo, etc.). 
B. Ser y esencia: distinción real 
Bajo la inspiración de Leonardo Polo y de otros autores que de un modo u otro 
han promocionado una vía antropológico-metafísica, en este curso vamos a reponer la 
cuestión del ser en un cuadro de realismo metafísico, lo que es una cuestión 
intrínsecamente ligada al tema de la persona. Si es así, parece conveniente proponer la 
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siguiente tesis: el núcleo de la persona humana no es algo que se añade al ser, y ni 
siquiera es una modalidad esencial del ser, ni tampoco la mera composición de 
elementos esenciales (como el alma y el cuerpo). El núcleo radical de la personahumana es precisamente el acto de ser personal o, si queremos, su existencia 
entendida como acto. 
De este modo, puede sostenerse la existencia de un acto existencial subpersonal, 
correspondiente a las cosas materiales, incluyendo a los vivientes no espirituales, y de 
un acto existencial personal. Presuponemos aquí la primacía del ser como acto y su 
distinción real respecto a la esencia de las cosas. Este punto es central en la metafísica 
de Tomás de Aquino. No es éste el sitio para explicarlo en más detalle. Pueden 
recordarse en este sentido las investigaciones tomistas de E. Gilson y C. Fabro, 
autores en los que se ve cómo esta distinción es una característica fundamental de la 
filosofía del Aquinate, que de alguna manera se preparó en las filosofías aristotélica, 
neoplatónica cristiana y árabe-neoplatónica. 
El planteamiento que aquí presentamos se comprende, en un primer momento, 
dentro de la tradición clásica que busca el principio de las cosas, lo que es 
precisamente la tarea de la metafísica aristotélica, como lo era también en la 
Dialéctica platónica (búsqueda del principio o de los principios, también llamados 
causas en un sentido clásico: eso de lo que dependen las cosas o los eventos). 
Pero también los modernos buscaron el principio, sólo que la filosofía de la 
conciencia, o como queramos llamarla, puso ese principio originario en el 
pensamiento, no en el ser. Así por ejemplo, en Husserl de alguna manera el punto 
resolutivo de su andadura filosófica es el yo trascendental. No tiene importancia aquí 
que los filósofos no utilicen siempre el término “principio”. Lo que cuenta es que 
llegan o suponen un “punto resolutivo”, y esto no acaba de evitarse aunque sostengan 
la inexistencia de ese término resolutivo, o que piensen que es vano pensar de este 
modo, porque en ese caso al final todo se resuelve en el lenguaje, el poder, la materia, 
o cosas de este tipo. 
Un principio clásico platónico-aristotélico muy conocido es la esencia o la 
naturaleza de las cosas, “analizada” en términos de forma y materia (es decir, no 
como pura forma, al modo platónico). La esencia –ousía– se concibe en Aristóteles no 
 9 
como una definición o un concepto universal (lo que más bien sería el conocimiento 
de la esencia), sino como un acto (acto formal, junto a la potencia material). Pero en 
la metafísica de Santo Tomás, por detrás de la esencia, casi como sustentándola, se da 
un principio aún más radical que explica no la especificidad formal de las cosas, sino 
su existencia en acto. 
Ese principio es el ser, asumido en este sentido, como es sabido, como actus 
essendi (en Santo Tomás la distinción suele ponerse según los binomios ens-esse o 
forma-esse). El hecho de que el ser como acto se decline según la esencia especifica 
los diversos “tipos” de ente y es índice de su finitud. No se da, pues, en el mundo una 
pura identidad de ser, un ser puro, infinito, pleno, lo que corresponde a Dios, sino una 
dualidad o “composición” entre ser y esencia (distinción real). La finitud del ser 
exige, en Tomás de Aquino, su derivación del Creador, dador del ser porque Él 
mismo es pura identidad de ser. De este modo, el conocimiento del acto de ser como 
principio radical de todo ente en el mundo es correlativo al conocimiento de las cosas 
del mundo como creadas. La metafísica del ser es, así, una metafísica de la creatura. 
Es una metafísica que revela a los entes como creados. 
En la perspectiva que deseo seguir según la inspiración de Polo, sin embargo, el 
acto de ser no puede considerarse como igual o unívoco en las cosas materiales y en 
la persona humana. ¿Por qué tendría que ser igual? 
Si entendemos el ser como acto, no como una forma particular, parece natural 
no verlo como unívoco, ni simplemente como “lo que hace existir”. Sí podemos verlo 
como existencia, pero no como el simple “hecho de existir”, lo que no es más que una 
atribución lógico-verbal referible a cualquier cosa que no sea una pura nada. No 
queremos reducir el existir como acto, pues: 1) ni a sus formalidades esenciales (por 
ejemplo, diciendo que “ser” sin más no es nada, sino que se reduce a “ser-gato”, “ser-
agua”, etc.; 2) ni al ámbito lingüístico (como hace Quine, para quien el ser no es más 
que el cuantificador existencial lingüístico, en virtud del cual decimos “se da el caso 
de que una mosca exista”, “existe un tal que es mosca”, etc.). Lo tomamos, en 
cambio, seriamente como acto, es más, un acto radical. 
Pero el ser como acto no es tampoco el ser universalísimo e indeterminado 
como término de la apertura trascendental de nuestra inteligencia. Hay muchos modos 
 10 
de interpretar el sentido del ser así tomado. Uno de ellos es la idea universal del ser, o 
el ser pre-temático irrestricto, lo que es asumido por los “tomistas trascendentales” 
como Rahner o Lonergan. El ser de la apertura trascendental se puede relacionar 
también con el Sein del que habla Heidegger, o con el ser ideal de Rosmini. Sea como 
sea, no es éste el ser del que aquí queremos discurrir. Por otro lado, no parece 
adecuado asumir el ser indeterminado como punto de partida del método metafísico 
para la determinación del ser real y existencial. Esto no quita que la intencionalidad 
universal del intelecto con relación a omne ens es una indicación gnoseológica 
importante que nos dice mucho sobre la relación entre intelecto y ser. 
¿Podría decirse que el acto de ser de las cosas es igual o idéntico en todos, y si 
es diverso, en dónde radicaría tal diversidad? No es fácil responder a esta pregunta. 
Decir simplemente que es igual en todos, como si fuera una primera formalidad 
común a todos los existentes, corre el riesgo de reducirlo a una forma general, al esse 
commune omnium de la escolástica, cuyo único “efecto” sería “actuar la existencia”, 
hacer real lo que de otro modo sería sólo posible, como una pura posibilidad lógica 
(así en Avicena y otros escolásticos). 
Otros, como Fabro, sugirieron que el acto de ser podría verse como “intensivo”, 
en un cuadro de gradaciones, por lo que podría decirse, por ejemplo, que el ser de los 
vivientes es más intenso que el ser de las cosas inanimadas, y que el ser del hombre es 
aún más intenso, aproximándose así a la perfección del Ser absoluto divino. Tal 
intensidad estaría determinada, sin embargo, por la esencia. Una esencia sólo 
material, sin vida, reduciría el ser a un grado de intensidad bajo, y así siguiendo. Pero 
entonces la distinción de los entes correría a cargo de la esencia, mientras que el ser, 
en el fondo, aparece siempre como una última formalidad común que resulta más o 
menos restringida por la esencia. 
La tesis de la gradualidad intensiva de los entes en el mundo nace de la 
observación de la obvia gradación de perfecciones de las cosas: seres inanimados, 
vivientes sin conciencia, animales y hombre (persona). Explicar esta diversidad según 
la variedad de composición entre el ser y la esencia no es del todo satisfactorio y 
podría resultar complicado. Además, parece que así no se ve el enorme salto que se da 
entre los seres naturales y el hombre, que no es simplemente el animal más perfecto. 
La dimensión espiritual del hombre es muy fuerte como novedad respecto a los 
 11 
animales, como veremos. Sin caer en el dualismo de mundo físico vs persona, como si 
el hombre no fuera una parte del mundo, no se ha de olvidar que el hombre como ser 
espiritual trasciende en un modo asombroso todas las estructuras del mundo físico. El 
no es solamente el ser más alto del universo. El libro bíblico del Génesis dice que fue 
hecho “a imagen y semejanza” de Dios: casi un dios. Obviamente una visión 
biologista o materialista del hombre no podrá aceptar este punto. 
C. El acto de ser del universo material: comenzar, persistencia 
Las dificultades mencionadas se pueden confrontar con la tesis de L. Polo, 
según la cual es preciso establecer una distinción fuerte entre elacto de ser de las 
cosas del mundo y el acto de ser del hombre. 
El ser material, según Polo, se ha de atribuir al conjunto del universo 
subhumano. Se puede hablar, entonces, del ser o del acto existencial del universo. Se 
evita así el problema de pensar si esta piedra, ese árbol, este río, etc., tienen un acto de 
ser propio y singular. Pero esta afirmación no significa hacer del universo una 
substancia. Significa más bien tomar al universo como un entramado dinámicamente 
interconectado, analizado filosóficamente según el papel relacional que puede 
establecerse entre las diversas modalidades de causas o principios esenciales 
(causalidades material, formal, eficiente, final), que da lugar, según variados niveles, 
a distintos tipos de entidades (partículas, substancias naturales, substancias más 
complejas, vegetales, animales). 
Este conjunto dinámico y relacional, que llamamos universo, visto así, según la 
descripción sumaria precedente, no es sino la esencia del universo, una esencia vista 
no como una substancia, sino como una unitas ordinis (para Tomás de Aquino el 
universo es una unidad de orden). Y precisamente aquí, a ese nivel, podemos hablar 
del acto existencial del universo, cuya “característica” no es la de estructurar el 
mundo, porque la esencia corre a cargo de esa función, sino la de mantenerlo en la 
situación de existencia creada. 
Este modo de hablar del ser como acto no nos permite describirlo como si fuera 
una cosa, sino más bien intuirlo en su tenor de acto. Cuando hablamos del ser como 
no contradictorio, concretamente, en un primer momento lo pensamos en términos 
lógicos (un discurso contradictorio no tiene sentido: si se dice que algo es, entonces 
 12 
no se puede decir que no es, etc.), pero en realidad nos damos cuenta en seguida que 
tal no-contradictoriedad se ha de asignar al ser tomado como acto. 
Cabe decir entonces, según Polo, que el ser real del mundo es persistente, es 
decir, es en el sentido de no desaparecer en la nada, de no cesar nunca: un acto 
incesante que no es seguido de otro resultado posterior, que “no hace nada” (porque 
son las causas las que “hacen”). A la vez, puede afirmarse que tal acto de ser 
comienza, no en un determinado momento, sino siempre. Es un puro comenzar que 
persiste. ¿Por qué comienza? Porque no es auto-suficiente, y por tanto “debe 
comenzar”. Pero no se trata de un originarse temporal. La cuestión del nacimiento 
temporal se reconduce al análisis de la esencia porque tiene que ver con la causalidad 
intracósmica. Naturalmente, las cosas se transforman y todo el universo está siempre 
sometido a transformaciones, pero persiste en su existencia y no vuelve a la nada. 
Persiste en su carácter de devenir. 
En la perspectiva metafísica en la que estamos situados hay que decir entonces 
que el ser del mundo comienza y no hace más que comenzar, en absoluta gratuidad. 
Decir que comienza es lo contrario a decir que existe necesariamente. Indica, pues, 
una contingencia absoluta. Tal contingencia exige, entonces, una derivación de algo 
más allá, pero no de otra entidad del universo, ni de retrotraerse a una situación física 
anterior o más honda en la base material, sino de un tal que no comience y del qie el 
ser cósmico físico pueda decirse que comienza “no en un tiempo”. Evidentemente 
estamos diciendo que el ser del universo, en cuanto acto existencial, de suyo es 
creado, es decir, remite a un Creador. 
Polo sintetiza este punto con la fórmula del ser del universo como un comienzo 
incesante no seguido. Si comienza radicalmente, quiere decir que detrás no hay nada, 
salvo el Creador. No comienza desde otro que comienza, porque entonces no se 
trataría de un comenzar radical, sino sólo de que es generado desde otros. Es 
incesante, pero no como un inerte durar en el tiempo. No podemos entender el 
comenzar persistente del ser creado en un sentido temporal2. 
Por este motivo resulta irrelevante preguntarse si el universo tiene un inicio o si 
es eterno. La cuestión del tiempo finito o infinito es derivada y se debe resolver, si se 
 
2 Cfr. L. Polo, Curso de teoría del conocimiento, vol. IV, Eunsa, Pamplona 2004. 
 13 
puede, en términos cosmológicos, o en todo caso a nivel de estudio de la esencia. Pero 
en el nivel del acto de ser no se plantea válidamente. Decir que el acto de ser es un 
comenzar que persiste y no cae en la nada, y que no es seguido de otra cosa (pues de 
suyo es completo, y no tiene sentido sostener que sería seguido o continuado por otro 
acto) no equivale a decir que sea eterno. El mundo es temporal, pero el acto de 
persistir como ser no es de suyo temporal, aunque la expresión “persistir” pueda 
hacer pensar, con la imaginación, en una especie de continuación en el tiempo. 
3. El problema epistemológico. El acceso al ser 
Hasta aquí hemos hablado del ser como acto y de la distinción entre el acto de 
ser y la esencia con referencia a la tradición aristotélico-tomista. Pero no se ha de 
olvidar la problemática gnoseológica. ¿A título de qué podemos hablar del ser? Es 
ésta la cuestión tradicional del método de la filosofía y en especial del método de la 
metafísica. Es una temática muy presente en Polo, es más, este autor normalmente 
parte de consideraciones metodológicas para hacer metafísica y antropología. Basta 
ver su libro Curso de teoría del conocimiento (4 volúmenes) y considerar la 
importancia que él atribuye a lo que llama “el abandono del límite” como método 
para hacer metafísica. 
La cuestión del método hoy es especialmente importante porque la gran 
mayoría de las personas está convencida de la validez del método científico, mientras 
que el método de la filosofía, en cambio, aparece como problemático incluso para los 
filósofos. De hecho, cada escuela filosófica propone un método especial, como puede 
ser la analogía tomista, el análisis del lenguaje en la filosofía analítica, el método 
fenomenológico en la corriente que lleva ese nombre, el método dialéctico en Hegel, 
el método hermenéutico en tantos autores contemporáneos, y así siguiendo. 
A. Conocimiento metafísico ordinario: los primeros principios 
Llegados a este punto me parece oportuno indicar lo que es dominante en la 
vida común cognitiva de cualquier persona y en la cultura humana3. Existe en primer 
lugar un modo de conocer sensitivo-conceptual propio de la vida corriente de todo ser 
humano, siempre basado en la estructura y en la semántica de un determinado 
 
3 Los puntos que desarrollo a continuación no son de Polo, si bien no son incompatibles con 
su filosofía. 
 14 
lenguaje. Podemos llamar a esta modalidad cognitiva, nada despreciable, el 
conocimiento ordinario, que se contrapone al conocimiento científico, tanto filosófico 
como el que pertenece al cuerpo de las ciencias particulares4. 
El conocimiento corriente es un verdadero conocimiento. Está condicionado por 
las categorías culturales, por un cierto tipo de lenguaje y por su semántica y 
modalidad de uso, e igualmente por los conocimientos científicos de cada época. Es 
claro, sin embargo, que este conocimiento tiene un alcance metafísico fundamental, 
no de un modo especializado. Gracias a ese conocimiento, que no es más que el 
ejercicio normal de nuestro intelecto, alcanzamos la realidad que nos rodea, a 
nosotros mismos y a los demás. Los alcanzamos cognitivamente en cuanto seres 
reales, no posibles ni virtuales, seres distintos entre sí, capaces de interactuar entre 
ellos, algunos de los cuales son inertes, otros vivientes y otros son personas humanas 
(este punto se asemeja a la noción de Husserl de “mundo de la vida”) (Lebenswelt). 
Este conocimiento fundamental normalmente es tácito, presupuesto, implícito, 
aunque pueda expresarse en frases como “yo soy”, “tú eres”, “yo no soy tú”, “yo no 
soy el mundo”, “puedo conocer el mundo”, “lo quetú dices es verdad” (noción básica 
de verdad y falsedad), “esto es irreal, es fruto de la imaginación” (distinción de base 
entre la realidad y la imaginación). 
No hace falta reflexionar explícitamente sobre estos aspectos y ni siquiera 
expresarlos en frases, como acabamos de hacer. Sin embargo, es un tipo de 
conocimiento continuo, mientras estamos conscientes, con frecuencia a título de 
“conjunto de presupuestos” que sostienen el sentido y la verdad de todos los demás 
conocimientos específicos. Por ejemplo, si decimos “ésta es la calle que buscas”, 
normalmente presuponemos que esa calle es una realidad independiente de nosotros, 
real y no virtual, y que podemos conocerla y emitir juicios de verdad sobre ella. Si esa 
frase se dirige a otra persona, presuponemos que ésta la entiende, es decir, que es una 
persona semejante a nosotros, con la que podemos compartir nuestra vida cognitiva 
según la verdad, aunque con la posibilidad del error (la conciencia del error se basa 
sobre el conocimiento de la verdad, pues de lo contrario el error no tendría sentido). 
 
4 Llamo “ciencias particulares” a las ciencias en general, por contraposición a la filosofía. 
 15 
Así pues, el conocimiento ordinario contiene un núcleo suficientemente amplio 
de elementos fundamentales acerca de la realidad del mundo, de nosotros mismos y 
de los demás iguales a nosotros, y todo esto en recíproca relación, tanto en la 
perspectiva ontológica como epistémica. 
El conocimiento común posee entonces, de modo nuclear, de lo que los 
filósofos clásicos llamaban los primeros principios: nociones de ente, ser, bondad, 
justicia, realidad, verdad, persona, viviente, un conjunto de juicios universales 
fundamentales, como el principio de no-contradicción. Pero los primeros principios 
no se agotan en dos o tres axiomas de base (contradicción, identidad, tercero excluso), 
como a veces se ha pensado. Un mínimo de reflexión muestra que son mucho más 
amplios. No deben verse como una “lista” (aunque puedan hacerse algunas listas), 
sino como una trama cognitiva fundamental, una trama que merece el nombre de 
experiencia ontológica primaria. 
En esta experiencia los tres grandes elementos son el mundo, yo, los demás. 
Estas tres entidades “son” (es decir, son una modalidad de “ser”), pero no son en el 
mismo sentido, aunque el “soy” referido a mí lo advierto, después de un poco de 
experiencia y reflexión, como semejante al “soy” que dicen las demás personas: yo 
soy y ellos son (como mí). Por tanto, mi persona no está sola, ni es el centro, porque 
están los demás, que valen tanto como yo. Es más, la experiencia del otro y del 
mundo condiciona la experiencia que tengo de mí mismo, y esto ya en el infante en 
sus primeros estadios cognitivos. 
El hecho de llamar experiencia a este conocimiento habitual, no puntual, sino 
continuo y a título de presupuesto, indica la modalidad del conocimiento de los 
primeros principios (si bien en Polo la persona no es un primer principio, un punto 
que veremos más adelante). Entiendo aquí por “experiencia” un modo de conocer 
inmediato, no reflejo, una vivencia no puramente sensitiva, pero tampoco conceptual 
en un sentido abstracto, un poco como cuando decimos “conozco la universidad por 
experiencia”, es decir, no de oídas, no por haberla estudiado en los libros, etc. 
El conocimiento experiencial se puede expresar parcialmente en juicios. Una 
cosa es darse cuenta “por experiencia”, por ejemplo, de que la relación entre lo que 
 16 
decimos (o lo que dicen los otros) y la realidad es “la verdad”, y otra cosa es tratar de 
expresar esta experiencias en frases como “esto que digo es verdad”. 
Algunos autores quizá hablarían aquí de intuición en vez de experiencia. Sin 
embargo, este último término me parece más adecuado. La experiencia es global, 
porque incluye un conjunto de cosas. La intuición es un conocimiento inmediato más 
puntual, que por otro lado no se limita a la sensibilidad, como pensaba Kant siguiendo 
a Ockham. La intuición intelectual es la aprehensión inmediata de un contenido 
inteligible (puede ser una verdad, o sólo un contenido conceptual, también complejo). 
Maritain sostiene la existencia de una especial intuición intelectual del ser como acto. 
Aquí en cambio me refiero más bien a la intuición (si se quiere) o advertencia 
continua y permanente de la existencia como una presencia o presentación del ser real 
al intelecto (presencia del mundo y de nosotros mismos a nosotros mismos), quizá 
análoga a la visión beatífica que tienen los bienaventurados de Dios, si bien en 
nuestro caso se limita a la existencia finita y creada, y no incluye una comprensión 
profunda, cosa que requiere reflexión y trabajo filosófico. 
La intuición o experiencia originaria de algo puede considerarse como la fuente 
radical de toda ulterior elaboración conceptual. Los conceptos son “generados” 
desde una comprensión original realizada por la inteligencia (al menos, los conceptos 
de base). Nuestras intuiciones se desarrollan, elaboran, racionalizan, “procesan”, 
mediante objetivaciones conceptuales y lingüísticas. La intuición intelectual es lo que 
le falta radicalmente a la inteligencia artificial. Una máquina informática puede de 
alguna manera realizar deducciones e inducciones, pero no tiene sentido decir que 
“intuye”. La intuición pertenece a la inteligencia personal. 
Aristóteles hablaba de la existencia de un hábito de los primeros principios. 
“Hábito” (héxis) (cognitivo) indicaba en este filósofo un tipo de acto cognitivo (no 
operación) presente en el sujeto cognoscente a título de “saber” previo, innato o 
adquirido, que puede expresarse en operaciones cognitivas (juicios, razonamientos). 
Otros hábitos son afectivos o también voluntarios, como las virtudes. Un ejemplo de 
hábito cognitivo es la lengua que una persona sabe, también cuando no habla o 
duerme. Una persona “sabe”, por ejemplo, inglés, y lo sabe precisamente con un saber 
habitual. 
 17 
El hábito cognitivo en cuanto tal es inconsciente (no en el sentido de Freud). El 
que habla inglés no tiene una sensación especial de tener en su mente el lenguaje que 
domina. Pero puede inferir que sabe inglés sobre la base de sus operaciones 
lingüísticas conscientes. Los hábitos no se auto-perciben. Tampoco las virtudes 
morales se auto-perciben. Se advierten las operaciones y, en otro sentido, se advierte 
también el sujeto de las operaciones (el yo). El hábito cognitivo (las ciencias que 
sabemos, por ejemplo) puede considerarse como una forma de memoria, es decir, 
como un bagaje cognitivo permanente, presente incluso mientras dormimos, que se 
actualiza parcialmente ad usum, en el momento en que es usado en las operaciones 
cognitivas. Recordemos la metáfora de Platón en el Teeteto: el pájaro en la jaula, 
conservado en la memoria, y el pájaro tenido en la mano, “usado” en las operaciones5. 
Por consiguiente, podemos considerar el hábito cognitivo como un saber 
habitual presente en el sujeto también cuando no está consciente, por ejemplo 
mientras duerme, o bien presente en el cognoscente que realiza operaciones 
cognitivas conscientes. En este último caso, el hábito ilumina el conjunto de los actos 
cognitivos operativos, al modo de un fondo (background) del que proceden las 
operaciones y que dan un sentido completo a su despliegue y dinamismo. Así por 
ejemplo, mientras estoy hablando, estoy conociendo de modo implícito el principio de 
no-contradicción, lo que me permite emitir innumerables juicios, así como cuando 
hablo inglés mi conocimiento habitual me permite formar frases correctas y con 
sentido en esa lengua. 
El hábito de los primeros principios no es adquirido, sino natural o, mejor, 
personal, pero no como un saber implícito innato, porque se forma naturalmente, 
podríamos decir, apenas el desarrollo neurofisiológico lo permite. De este modo, el 
embriónhumano, siendo una persona, podemos decir que posee el hábito de los 
primeros principios en un sentido potencial, mientras que en la persona madura, 
aunque no se trate de un conocimiento operativo, no se encuentra en el mismo “estado 
de acto” que cuando está potencialmente en el embrión. 
 
5 Cfr. Platón, Teeteto, nn. 197-199. La interpretación del conocimiento habitual que aquí 
proponemos se inspira parcialmente en la gnoseología de Polo. Nada tiene que ver el hábito 
cognitivo con el acostumbramiento ni la mera facilidad para realizar actos. 
 18 
El conocimiento ordinario no sólo se refiere, obviamente, a los primeros 
principios. Contiene además un conjunto de nociones, juicios, hábitos, prácticas 
racionales, etc., adquiridos por la experiencia, la educación, el aprendizaje, siempre en 
una determinada cultura. Algunos filósofos alemanes de comienzos del siglo XX se 
referían a este ámbito de conocimientos con el término de “cosmovisión” 
(Weltanschauung). Así, un griego del siglo V a. C. tenía una visión del mundo distinta 
de la de un hebreo del siglo X a. C. Pero todos compartimos los primeros principios 
(noción de verdad, de realidad, etc.), si bien con matices diversos y con modos 
distintos de explicitación. 
Las ciencias particulares consideran aspectos específicos de la realidad. 
Presuponen el conocimiento común, pero lo amplían y corrigen (por ejemplo, 
corrigen y profundizan en los conocimientos naturales sobre los vegetales, los 
animales, el clima, las enfermedades mentales, etc.). Normalmente presuponen y no 
indagan sobre los primeros principios, porque de lo contrario pasarían del nivel 
científico al filosófico. Modernamente algunas ciencias –las ciencias naturales, desde 
la física hasta la biología– consiguieron establecer criterios de cientificidad más 
precisos, como por ejemplo definir el tipo de observaciones, de pruebas, etc., 
aceptado por su metodología. 
De este modo, hoy podemos establecer con más rigor la distinción entre: 1) el 
conocimiento común y el científico; 2) el conocimiento científico y el pseudo-
científico; 3) el saber científico y el filosófico. El reduccionismo anula algunas de 
estas distinciones e intenta (inútilmente) ver el conocimiento científico –según ciertos 
cánones de cientificidad– como el único conocimiento válido o serio. Pero el rigor 
metodológico de las ciencias nunca es total y no es absolutamente puro. En las 
ciencias hay, por ejemplo, elementos meta-científicos y también filosóficos o 
metafísicos, aceptados como presupuestos. 
Investigar sobre los primeros principios es lo que hace la filosofía (o la 
metafísica). De todos modos, sobre algunos de ellos intervienen también la religión, o 
la fe en la revelación divina con su elaboración racional –la teología–, para dar a 
conocer el sentido de algunos de esos principios (por ejemplo, con relación al sentido 
del universo, de la persona, de la verdad, del destino humano, de la vida moral, de 
Dios). 
 19 
B. El método de la filosofía 
¿Cuál será, entonces, el método de la filosofía o de la metafísica?6. La respuesta 
a esta pregunta no es fácil, ya que éste es uno de los problemas fundamentales de la 
filosofía. “Método” (de conocimiento) significa un cierto modo de usar la inteligencia 
(experiencia, conceptos, juicios, lenguaje) que permite llegar cognitivamente a un 
ámbito de la realidad. Es evidente que no pensamos del mismo modo para entender la 
matemáticas, las leyes estatales, la historia, etc. El método se descubre por una vía 
reflexiva. Primero llegamos a la realidad, en cierto sector, y luego podemos 
reflexionar sobre cómo lo hemos hecho, también mediante comparaciones, 
correcciones y ajustes, para así generalizar. El método no se determina a priori, sino 
que se obtiene mediante pruebas, y luego se justifica, de alguna manera, cuando se ve 
que es eficaz, es decir, que resulta útil para alcanzar cierto tipo de conocimientos. 
En la filosofía se han usado diversos métodos, algunos de los cuales pueden ser 
inadecuados (por ejemplo, el método del racionalismo puro), mientras que otros 
pueden ser compatibles entre sí y parcialmente útiles (así con el uso de la analogía, el 
recurso a la experiencia, a la intuición). De alguna manera en la filosofía se llega a 
establecer el método por la vía reductiva, es decir, mediante confrontaciones entre los 
distintos modos de pensar, tratando así de “reducir” o “conducir” el conocimiento a 
cierta modalidad que sea útil para el objetivo de la filosofía. 
Como términos de confrontación, tenemos dos modos de conocer, uno el del 
conocimiento ordinario, al que me he referido arriba, otro el de las ciencias. Por 
demás, también las ciencias se han interrogado muchas veces sobre problemas 
metodológicos, cuando se vio que ciertos caminos eran insuficientes (de tipo 
matemático, experiencial, etc.). Concretamente, por poner un ejemplo, la psicología 
todavía no ha logrado un consenso unánime de la comunidad científica sobre su 
propio método, pues existen diversas escuelas psicológicas que emplean métodos 
distintos para hacer psicología. 
Al ver que las ciencias siguen métodos especiales y muy selectivos con el 
objeto de obtener los conocimientos específicos perseguidos, presuponiendo ciertos 
 
6 Cfr. mi trabajo Il problema del metodo della metafisica, “Acta Philosophica”, 23, 2014, pp. 
189-202. 
 20 
principios básicos, podemos concluir, en primer lugar, que la filosofía no puede seguir 
un método científico entendido de ese modo, porque el intento del saber filosófico es 
el conocimiento de lo que es primario, esencial, fundamental. La filosofía investiga 
precisamente eso que las ciencias y el conocimiento ordinario presuponen, como por 
ejemplo el valor de la racionalidad, el sentido de la verdad, el contenido y la 
justificación de lo que es bueno, y así siguiendo. 
La filosofía, podemos concluir en un primer momento, profundiza en el valor de 
verdad de la experiencia originaria, tratando de extraer de allí conclusiones. Posee, 
pues, cierta continuidad con el conocimiento común en lo que éste tiene de 
experiencia intelectual básica, pero no en sus contenidos específicos, que son más 
bien culturales o científicos (por ejemplo, la clasificación de las especies vivientes, y 
cosas de este tipo). Pero en cuanto es ciencia, la filosofía posee un rigor conceptual 
que la pone en continuidad, aquí sí, con el empeño cognitivo de las ciencias, es decir, 
no es un simple comentario del conocimiento ordinario, sino que pretende corregirlo, 
precisarlo y ampliarlo. Y aunque la filosofía indaga sobre los presupuestos, no por 
esto parte de cero, sin presupuestos. Parte de ellos para examinarlos críticamente, 
tanto para confirmarlos, como para precisarlos o quizá corregirlos (por ejemplo, con 
relación a ciertas interpretaciones) y para profundizar en ellos. 
Pero, ¿cómo lo hace? ¿Intuitivamente? ¿Conceptualmente? ¿Poéticamente? 
¿Simbólicamente? Nuestra respuesta es que la filosofía emplea de modo sistemático y 
racional la inteligencia humana tal como éste se usa en su experiencia inmediata y 
originaria de la realidad, para así llegar a una comprensión del ser y lo que 
pertenece más directamente al ser de las cosas. 
En algunos campos la filosofía puede tratar de delimitar la esencia o lo que es 
esencial en alguna determinada realidad suficientemente amplia, cuando esto puede 
hacerse (por ejemplo, para definir a las virtudes). Pero en el cuadro de la metafísica, 
con respecto a los principios fundamentales, la filosofía no puede más que comenzar 
con una aproximación intelectual (“intuitiva”, si se quiere). No utiliza inicialmente los 
conceptos (abstractos), sino que sigue un método de comprensión intelectiva de la 
realidad, que posteriormente se podrá (o no) conceptualizar (concretamente, es 
problemático que el ser puedaconceptualizarse). Es así como conocemos a nivel 
filosófico, explícito, no comeo mero presupuesto implícito, qué es la verdad como 
 21 
relación entre el conocimiento y la realidad, y es así como conocemos el mismo 
conocimiento y la realidad (en tanto que realidad), o como conocemos que en nuestras 
acciones hay finalidades. Lo mismo vale para temas semejantes fundamentales. 
Algunos dirán que estos conocimientos son intuitivos, otros que serían una 
forma de experiencia intelectual. Polo sostiene que constituyen un conocimiento 
“habitual”, en el sentido del hábito aristotélico de los primeros principios, 
entendiendo por “hábito”, como hemos visto, no una mera predisposición para pasar a 
una operación intelectual, sino un auténtico modo de conocer pre-operativo y pre-
lingüístico. Basta pensar, para ilustrar este punto, precisamente en la comprensión del 
ser real como acto existencial. Esto es: me doy cuenta de la existencia de las cosas, 
advierto –mejor que “concibo”– el ser o el existir real de las cosas. 
C. Trascender la abstracción. Evitar el logicismo 
Precisemos algunos de los puntos esbozados. Según Polo, para acceder al ser 
real y existencial, hace falta “abandonar el límite” del conocimiento intencional, es 
decir, objetivante. Esto equivale a decir que no podemos pretender llegar al 
conocimiento del ser a través de conceptos abstractos. Para entender este punto, quizá 
cercano a la intuición de Bergson, o a la captación existencial de los existencialistas, o 
a la “comprensión” a la que apelaban algunos filósofos alemanes, como algo distinto 
de la “explicación” (verstehen vs erklären), pensemos, por ejemplo, en lo que sucede 
si pretendemos entender el movimiento o el tiempo. El “pasar” del “moverse” o del 
“tiempo” no son propiamente aferrables a través de conceptos. Si pensamos 
“movimiento” o “tiempo”, abstractamente, no captamos el movimiento y el tiempo 
como actos fluyentes. El pensamiento conceptual, que no agota todo el orden del 
conocimiento intelectual, pone un contenido pensado fuera del tiempo y del 
movimiento (el tiempo pensado no pasa, el movimiento pensado no se mueve, etc.). 
Esto no significa que pensar abstractamente el tiempo, el movimiento, la vida, 
la existencia, no tenga sentido. Solamente quiere decir que este sentido, útil y 
significativo para muchos objetivos teóricos y prácticos, es siempre relativo a una 
comprensión que está “por debajo” (o “por encima”) de ese sentido conceptual. Esa 
comprensión, presente en nuestro conocimiento ordinario, es la que el método de la 
filosofía, entendida de ese modo, querría usar sistemáticamente, al menos al inicio o, 
 22 
mejor, como momento fundamental, lo que no quita que de ahí, derivadamente, se 
recurra también a formas lingüísticas conceptuales y a razonamientos. 
Podemos aplicar lo que hemos apenas dicho a nuestro problema del acceso 
cognitivo al ser, relacionándolo luego con el conocimiento de la persona. Hemos 
dicho que en Aristóteles se daba una primacía del acto. Actos (enérgeia) y no ideas 
(eidos) son en el Estagirita el sentir, el percibir, el obrar, el moverse, el entender, el 
amar (operaciones), así como ciertas realidades “no operativas”, como los hábitos, la 
forma, el alma, el vivir, y el ser precisamente como acto (no como “ente”) (esas 
realidades eran llamadas por los escolásticos “actos segundos”). 
Tales actos se entienden como tales especialmente cuando “son en acto”, si cabe 
hablar así, esto es, no en abstracto, como cuando decimos “el acto de sentir”, sino en 
mi sentir que muevo la mano, en mi percibir que pienso, o en percibir que una persona 
me está hablando. La sensación capta actos sensitivos, pero el pensar capta 
igualmente actos u operaciones concretas (recordemos, por otra parte, que sentir y 
pensar normalmente están asociados). 
Consideremos, por ejemplo, cómo captamos “la existencia en acto” de las cosas 
que nos rodean: “advertimos”, “notamos” la existencia de las cosas, y también nuestra 
personal existencia. Por lo que se refiere a los actos subjetivos, la filosofía analítica 
recurre en este sentido a la noción de “conocimiento en primera persona” (sólo mía), 
contrapuesto al “conocimiento en tercera persona” (más abstracta y objetiva). Una 
cosa es que yo sienta mi dolor, y otra hablar del dolor en general o de sus 
manifestaciones observables (en la conducta o en su base neural). 
La filosofía, de modo análogo a lo que hacen las ciencias desde su punto de 
vista, se enfrenta además con el problema de categorializar las cosas. La gramática 
del lenguaje ordinario nos ofrece una primera vía que puede seguirse, aunque no sea 
absoluta. Así, una determinada gramática –latina, inglesa, italiana, etc. – contiene 
sustantivos, adjetivos, verbos, adverbios, pronombres, que parecen indicar “tipos de 
realidades”, como son las substancias, sus notas o propiedades, las acciones, las 
modalidades de las acciones, su temporalidad (los tiempos verbales), etc.7 
 
7 Cfr., sobre este punto, Aristóteles, Peri Hermeneias. 
 23 
La gramática, es decir, el lenguaje, posee ya un alcance metafísico –no 
absoluto–, aunque no por esto resuelve los problemas de la metafísica. Ella nos 
sugiere concretamente que existe una distinción entre substancias individuales, 
propiedades, relaciones, “cosas abstractas” –como justicia, ley, números– y así 
siguiendo. Así se comprende el intento de Aristóteles de presentar un cuadro de 
“categorías”, a las que se añade luego un grupo de “post-predicamentos”, 
completados por los escolásticos con los “trascendentales”. 
Existen también otros tipos de “entidades” realmente existentes según cierto 
estatuto ontológico. Así, el mundo objetivo –el “mundo 3” de Popper– existe sólo en 
cuanto es objeto del pensamiento humano, pero carece de una verdadera constitución 
real o extramental. Los números nada son fuera de la mente humana que los piensa. 
En cambio, los actos son perfecciones reales de las cosas. El objeto pensado 
conceptualmente puede, sin embargo, remitir a cosas y eventos extramentales (idea de 
libro à libros reales, etc.). 
Las clasificaciones categoriales son frecuentes en muchas formas de filosofía, 
como la escolástica o el aristotelismo, y por supuesto que están presentes también en 
las ciencias. Ellas se inspiran en las clasificaciones que nos ofrece el lenguaje y el 
conocimiento ordinario (en este sentido decimos, por ejemplo, que “sonreir” es un 
accidente, o que es un cierto acto y no una substancia), aparte de los conocimientos 
ulteriores obtenidos por la investigación científica y filosófica. Algunas 
categorializaciones pueden ser relativamente arbitrarias, según el criterio escogido, 
que puede ser más o menos esencial o accidental, o que quizá está motivado por 
encuadramientos lógicos que no corresponden exactamente a la realidad (en Kant 
serían construcciones mentales), como son, por ejemplo, las clasificaciones botánicas 
o zoológicas. 
El problema que estoy presentando aquí es bien conocido en la historia de la 
filosofía y no raramente se aplica a la interpretación de las entidades de las que hablan 
las ciencias (naturales, empíricas, teóricas), pero también a otras propias del lenguaje 
ordinario. Lo que aquí está en juego, en este cuadro, es el alcance ontológico de los 
conceptos o de ciertas entidades que parecen ser “candidatos” a ser “de algún 
modo”. 
 24 
Algunas entidades existen sólo en relación al pensamiento humano que las 
concibe: son las entidades de razón de los escolásticos (típicamente: los objetos 
matemáticos como tales). En buena medida el mundo 3 de Popper está constituido por 
entes de razón. Hay también “entidades imaginativas” que existen sólo como objeto 
de la imaginación humana, como son por ejemplo las novelas o las melodías 
musicales. Estas entidades se “encarnan” o “expresan” en las cosas sensibles tan sólo 
como símboloso como expresiones (así, el Quijote no es el libro físico externo que 
lleva por título “El Quijote”, sino una entidad imaginativa que se encarna 
sensiblemente en un libro físico lleno de símbolos). 
Existen, además, entidades institucionales, algunas de las cuales son colectivas 
(un club, un país, una ley, una Constitución, el dinero, un contrato, actos como votar o 
ganar un partido, una escuela, una universidad)8. Estas entidades, como lo es el 
mismo lenguaje, existen sólo si los hombres en una determinada sociedad han creado 
mentalmente estas realidades mind-dependent, las cuales a veces pueden tener una 
base empírica o material (así, una universidad incluye ciertos edificios). Decir que 
tales entidades son puras ficciones sería nominalismo. Decir que existen como 
substancias quizá sería un tipo de platonismo. Decir, en fin, que son mind-dependent 
no significa que no sean reales y que a veces no tengan cierta “independencia” 
respecto de los seres humanos (no podemos cambiar la naturaleza de los números 
primos, pero estos existen sólo si hay mentes humanas que los piensan). El idealismo, 
en este sentido, sería la teoría filosófica según la cual todo lo que existe es ente de 
razón. 
 El riesgo de logicismo o de substancialismo, o del “cosismo”, está presente en 
las filosofías que intentan una sistematización ontológica de la realidad. Ya 
Aristóteles reprochaba a Platón porque había hecho de los conceptos abstractos 
entidades reales y subsistentes (la justicia, los números, las especies universales). A su 
vez, el neoplatonismo de la época de Santo Tomás, y también Duns Escoto, 
introducían en las cosas una multiplicidad de formas pensadas (las formalitates). 
¿Qué sentido puede tener decir, por ejemplo, que el árbol es árbol porque tiene la 
 
8 Estos puntos sobre la ontología de las instituciones están inspirados en la filosofía de John 
Searle. Cfr. Jorge Jesús López, La normatividad del lenguaje en la construcción de la 
realidad social en John Searle, Tesis Doctoral, Universidad de la Santa Cruz, Roma 2018, en 
vías de publicación. 
 25 
“forma árbol”? Si esto se dice simplemente porque usamos esa palabra, sería como 
decir que el viviente es tal porque vive, o que el durmiente es tal porque duerme, etc., 
es decir, así no se resuelve nada, sino que simplemente se toma una abstracción desde 
diversos ángulos (“sonreir-sonrisa-sonriente”, “jugar, juego, jugador”, etc.). 
El lenguaje, sin embargo, no es simplemente isomorfo a la realidad (“no es una 
fotocopia de la realidad”, suele decirse). Dicho de otro modo: no todo lo que 
pensamos o decimos tiene el mismo estatuto ontológico, porque el modo de pensar o 
de conocer no es exactamente igual al modo de ser ( (modus cognoscendi y modus 
essendi). No es verdad que ordo et connexio idearum idem est ac ordo et connexio 
rerum, vs Spinoza y Hegel. 
Las palabras –ciertos conceptos– no deben producir en nosotros como una 
especie de “prisión” lingüística, sostenía Wittgenstein (“una imagen nos tenía 
prisioneros”)9. No pienses, ¡mira!, escribe en las Investigaciones (denk nicht, sondern 
schau!)10. 
Recordemos en este sentido las cautelas lingüísticas de los clásicos, 
especialmente los místicos –Dionisio, el mismo Santo Tomás– con relación a las 
realidades inefables, como es el caso, sobre todo, de Dios. Según la teología negativa, 
Dios no puede ser propiamente nombrado porque no puede ser pensado 
conceptualmente. De ahí el recurso a los símbolos y a las expresiones indirectas. 
Pero hay que emplear cautelas lingüísticas también para no interpretar 
ingenuamente las cosas subhumanas, sobre todo inorgánicas (que son más difíciles de 
conceptualizar), aunque para referirnos a ellas usemos simples palabras y analogías. 
Así, la palabra “energía” no se puede entender intuitivamente o de un modo 
cualitativo, sino que debe entenderse con relación a las ecuaciones matemáticas que 
las definen funcionalmente. Esto sucede con frecuencia en la terminología de la física 
teórica y sirve como criterio para interpretar correctamente las llamadas “entidades 
teóricas” de la física moderna. 
La filosofía contemporánea, ya desde Hegel, posee en este sentido una especial 
conciencia del límite del lenguaje “conceptuoso” y desconfía de la interpretación 
 
9 L. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, & 114 y 115. 
10 Ibid., n. 66. 
 26 
simplista de los términos abstractos (“nocionismo”). Éste es el gran reproche que se 
hizo a la filosofía escolástica. Muchos esfuerzos especulativos de los filósofos 
contemporáneos –existencialismo, pragmatismo, vitalismo, filosofía analítica– 
tienden a valorizar la experiencia y la acción como ámbitos en los que el lenguaje 
adquiere su verdadero sentido, contra el logicismo del “racionalismo” moderno, pero 
también clásico. 
D. Entender el ser 
Nuestro problema, que estamos siguiendo desde el inicio de este curso, es la 
comprensión del ser, especialmente cuando queremos calificar a la persona como ser 
personal, sin reducirla a algo marginal o de poca entidad. No da lo mismo decir que la 
persona “es un ser”, “es una substancia”, “es un compuesto”, “es la conciencia”, etc. 
Para esto, tenemos que detenernos todavía un poco más en el ser como acto (actus 
essendi). 
Hablar de ser puede indicar simplemente una forma verbal, como la cópula que 
conecta un sujeto gramatical a un predicado (S es P). Puede también indicar una 
identidad (S=P). El ser lingüístico constituye a veces una especie de “predicado” 
extraño, como cuando se dice X es, donde “es” no es un verdadero predicado, sino 
que indica un estar, haber (“aquí hay cosas”: hic sunt res). Muchos filósofos 
sostienen que esta última expresión señala la “puesta en realidad”, la “actualidad” de 
una “posibilidad”, así como si decimos “tortuga”, mencionamos simplemente un 
contenido conceptual que se “realizará” (en inglés suele decirse instantiated) sólo si 
“se da” o “hay” –est– un caso concreto de tortuga. Aquí “ser” no indica un acto real, 
sino más bien la realidad en cuanto contrapuesta a la posibilidad. 
Para Santo Tomás, en cambio, est puede indicar la actualidad de una forma 
(homo est), pero también el actus essendi, es decir, no el hecho de que una forma 
exista in rerum natura y que no se limite a ser una posibilidad, sino la realidad de un 
verdadero acto, análogamente a cuando se dice que un animal “vive”. De aquí se 
sigue la distinción real entre ser y esencia, ser y forma, ser y ente. 
 En este curso me he referido con frecuencia al acto (enérgeia) en el sentido 
aristotélico. El término acto no es “cosista” (ni “substancial”), y está dotado de una 
fuerte connotación ontológica. El acto no puede encuadrarse en una categoría y no es 
 27 
reductible a una idea o a un objeto pensado. La palabra “acto” se toma inicialmente de 
las operaciones, cosa nada problemática (“acto de ver”, “acto de pensar”, etc.). Se 
puede decir también acción, actividad, tanto inmanente (sentir, pensar) como 
transitiva (golpear, tocar, mover algo). 
La palabra acto adquiere un significado filosófico especial cuando se usa, como 
hace Aristóteles, para indicar un aspecto inteligible de una realidad (es significativo 
que en inglés actually signifique realmente), un aspecto que asumimos como real y no 
como simplemente pensado (no es un objeto), profundo, escondido de alguna manera, 
así como la operación nos resulta más manifiesta. El acto alude, además, a una 
realidad más o menos permanente, no el simple “ahora” (presente), pero nunca una 
“cosa” o una entidad. 
Así es como lo usa Aristóteles, como cuando dice que el alma es acto (un acto 
más perfecto que el acto del movimiento) del cuerpo orgánico. Dado que este tipo de 
acto –substancial, formal, accidental– es la raíz de las operaciones, podemos 
denominarlo también un “principio”. En cuanto es acto, sin embargo,es relativo a 
algo de lo cual es acto, un algo que no es tampoco una substancia (así como, en 
cambio, el ver es acto de un vidente). En este sentido lo relacionamos con una 
“potencia” pasiva, es decir, eso de lo que el acto es tal. Por eso hablamos del alma 
como acto del cuerpo, expresión en la que se ve cómo la “forma” es acto. En cambio, 
la forma pensada, como por ejemplo el concepto universal de casa, no es un acto, sino 
un objeto, en el sentido de objeto pensado. 
En definitiva, en Aristóteles la realidad se reduce al acto (obviamente, 
comprendiendo también la potencia, cuando es el caso). Y en Tomás de Aquino el 
acto fundamental es el acto de ser, un acto que se entiende en profundidad sólo si se 
lo entiende como creado, es decir, con una referencia a Dios Creador. 
Se entiende ahora por qué habíamos caracterizado al acto de ser creado como un 
comenzar incesante no seguido, un persistir en el comenzar, siguiendo una 
formulación de Polo, precisamente para evitar el logicismo de pensar el ser como una 
simple atribución chata. La formulación en términos de “comienzo” parece temporal, 
pero no lo es. Se acude a ella casi como forzando al lenguaje, para poner en palabras 
la intuición del ser existencial de las cosas del mundo. Recordemos cómo los filósofos 
 28 
tantas veces han acudido a expresiones como subsistir (para la substancia) o consistir 
(para la esencia), así como etimológicamente “existir” indica un ser que se sale (ex) 
de sus causas (ex-sistere). 
4. La persona como acto de ser 
A. La perfección y superioridad del ser humano como persona 
Veamos a continuación el tema del ser personal. Como anticipé arriba, en el 
contexto del empeño metafísico que busca el ser como el primer principio responsable 
de las perfecciones formales, parece relevante ver en el ser humano la expresión de un 
sentido del ser más alto que el ser de las realidades que están por debajo del hombre. 
La mayor perfección del ser humano es fácilmente admitida por todos. No es 
muy difícil reconocernos como superiores a los animales y al resto del universo 
material (estrellas, planetas, minerales, vegetales, animales). En los clásicos la 
superioridad del hombre se ponía en la inteligencia y en la libertad o en la voluntad 
(así en Platón y Aristóteles). La superioridad de la inteligencia, a su vez, se puede 
entender si se considera la capacidad contemplativa del hombre y su potencia 
tecnológica ilimitada desde el punto de vista formal, a pesar de los límites 
provenientes de la materia (es decir, de los recursos energéticos). 
Podemos añadir la capacidad humana de ser auto-conscientes, de donde se sigue 
el auto-dominio de los propios actos y de la propia conducta. La distinción entre 
naturaleza y persona se perfila al principio, por otra parte, cuando observamos que 
muchos individuos poseen la naturaleza humana. Esto significa que, en un primer 
momento, “persona” equivale a “individuo” dotado de capacidad racional (que es la 
noción de persona de Boecio) o, más simplemente, de individuo de la especie 
humana. 
El valor de la persona como tal se ve tradicionalmente en el hecho de que todas 
las perfecciones formales del ser humano son y se realizan solamente en el individuo 
singular con nombre y apellido. En consecuencia, la persona, esta persona, este quién, 
no un qué o cosa individual, es como un “punto de resolución” del ser humano, a 
diferencia de la humanidad genérica, de la sociedad o de la historia. La terminología 
usada para expresar este punto fue tradicionalmente la de subsistencia, atribuible al 
 29 
individuo en sentido fuerte y substancial. “Sólo la persona” subsiste, y todo lo demás, 
entre las cosas humanas, “subiste en la persona” (la sociedad, las ideas, la cultura, la 
historia). Así pues, la persona es el verdadero sujeto, el verdadero singular, el 
verdadero concreto, el verdadero existente, el verdadero viviente, el verdadero 
subsistente, el verdadero agente. La actividad corresponde al sujeto personal, no a sus 
partes, ni a las uniones entre los sujetos. La sociedad no actúa, la historia no actúa, un 
ente institucional no actúa, etc. Por tanto, el hombre no puede ser entendido en la 
abstracción, aunque la abstracción puede ayudar a entender algunos aspectos 
humanos, si son personalizados. 
En la perspectiva fenomenológica, la importancia y “prioridad” de la persona se 
vivencia en el hecho de que nosotros podemos hablar, tratar, actuar, etc., sólo con 
personas, no con ideas o hechos culturales. La persona con la cual interactúo 
directamente a través de actos y encuentros cognitivos y afectivos correlativos, es 
decir, actos que prevén una correspondencia recíproca, se dice tú, así como la persona 
que eventualmente conozco, sin un encuentro “personal”, se dice él o ella. La persona 
autoconsciente es, por su parte, el yo (lo es así para sí misma: por eso se dice un 
seipsum, un self, indicando así su auto-reflexión). 
Estos puntos nos muestran, incluso a un nivel todavía pre-filosófico, la 
importancia de la persona en cuanto persona. Todo lo que se hace en el mundo 
humano se personaliza y se debe “remitir” a las personas. La comunicación entre las 
personas se dice interpersonal. Leer la biografía de un individuo humano no es un 
contacto personal. El encuentro personal recíproco, por tanto, asume una importancia 
superior a cualquier otra relación con las cosas. De alguna manera es semejante o se 
coloca al mismo nivel que el del encuentro personal, si cabe hablar así, conmigo 
mismo. Todo esto trasciende en absoluto la consideración abstracta o general de las 
perfecciones humanas o de la humanidad. 
La persona humana, a causa de su relevancia ontológica, posee un despliegue en 
el tiempo dotado de un valor propio. Este despliegue hoy se menciona con nombres 
como carácter narrativo o biográfico de la persona, existencia (en el sentido del 
existencialismo), historicidad personal. Para entender a una persona no basta conocer 
su naturaleza. Hay que conocer su proyecto existencial, su vida, sus opciones, sus 
intereses, sus amores, sus éxitos y fracasos, su desarrollo desde su nacimiento hasta su 
 30 
muerte. No es posible entrar en comunión con otro u otra ignorando su vida, la cual se 
puede expresar sólo en la forma de una narración, y no con un discurso teórico o 
abstracto. 
Recapitulando las características que hemos visto, diremos que la persona 
manifiesta individualidad, subjetividad, es decir que no es sólo un sujeto, sino un 
sujeto auto-consciente (yo), subsistencia, agencia (sólo la persona actúa), 
narratividad. Aunque otros individuos substanciales puedan poseer algunas de estas 
notas, la persona no es un simple sujeto entre otros, porque su individualidad-
subjetividad-singularidad es mucho más fuerte y consistente que la de los otros seres 
del mundo inferiores a la persona, precisamente porque su individualidad es menos 
importante. 
La importancia de la persona como individuo en sentido fuerte nace de la 
autoconciencia y de la libertad (ser por sí mismo, desde sí mismo, para sí mismo, si 
bien con límites, no al modo de Dios). Una gota de agua “tiene sentido” sólo si está 
unida a otras gotas de agua. El sujeto individual de las cosas inertes tiene más razón 
de parte que de “todo”. El sujeto viviente comienza a emerger sobre los demás de su 
misma especie, un hecho que es especialmente notable en los animales. Sin embargo, 
los individuos sub-humanos existen más bien en función de la especie e incluso en 
función de la totalidad de la naturaleza y de sus equilibrios. En cambio, es 
problemático decir que una persona encuentre un sentido sólo en cuanto sería una 
manifestación “de paso” de la especie humana en el ámbito completo de la ecología o 
de la naturaleza cósmica (esto sería “naturalismo”). 
Es verdad que cualquier persona humana en muchos aspectos puede parecer 
insignificante en paragón con las potencialidades de lanaturaleza humana, y que su 
vida contingente “pasará” quizás sin ninguna importancia histórica. En cierto sentido 
la especie humana o la humanidad trascienden los límites personales, siempre 
situados en un contexto y cultura. Pero donde más se puede apreciar la importancia 
ontológica de la persona es en la ética, que impone un especial respeto de los demás, 
de sus bienes y su libertad, e incluso un respeto de nuestra propia persona. No 
podemos hacer con nosotros lo que se nos antoja, lo que significa que la autoposesión 
de la libertad no es absoluta. Si no fuera así, la ética no existiría (la ética no puede 
reducirse a no dañar a los demás). Un sector importante de los expertos en ética basan 
 31 
las normas morales y jurídicas en el valor de la dignidad personal y no sólo de la 
naturaleza humana. 
Precisamente por este motivo tenemos que respetar a la persona –a nosotros 
mismos y a los otros–, que es el único sujeto capaz de obrar por sí mismo, de ser 
responsable de sus actos e de poseer cosas como propias. La persona, hablando 
propiamente, no puede ser poseída por otro (a pesar de la esclavitud, que 
ontológicamente es imposible: se puede poseer sólo el cuerpo de otro), justamente 
porque con su libertad la persona se posee a sí misma (dominio: auto-dominio, 
señorío). Es ésta la raíz del “poder poseer cosas”. De aquí nacen los derechos 
inalienables de la persona humana. He aquí el fundamento por el que no podemos 
matar ni robar a otras personas, es decir, privarles de su vida o de sus bienes, ni 
siquiera por una utilidad colectiva o de la especie, y tampoco matarnos a nosotros 
mismos o arruinarnos antropológicamente (haciéndonos el mal, o haciéndonos 
malos). Este punto subraya la igualdad entre los demás y nosotros mismos. 
El valor ontológico de la persona humana consiste, así, en el hecho de que ella 
es un cierto fin para sí misma (no absoluto, pues en este caso sería Dios), y no un ser 
en función de otros seres del universo, y ni siquiera en función de otras personas 
finitas, ni tampoco de la humanidad en general. Este valor, como es sabido, fue 
acentuado especialmente por el Cristianismo. Con razón suele considerarse que el 
valor de la persona humana –de toda persona–, lo que parece una adquisición de la 
modernidad, hunde sus raíces en la cultura cristiana. 
Cuando Kant dice que hay tratar al otro como un fin y nunca como un medio, lo 
dice por su herencia cristiana. Este imperativo categórico, base de la moral, procede 
de la experiencia cristiana del valor absoluto de la caridad entendida en un sentido 
fuerte, no come un mero consejo, sino como un deber absoluto. Su raíz es el precepto 
de amar al prójimo como a uno mismo, es decir, de identificarse con el otro y de 
tratarlo con el mismo cuidado con que nos tratamos a nosotros mismos, porque somos 
dos subjetividades que tienen la misma dignidad (presuponiendo que nos tratamos a 
nosotros mismos como es debido). 
 32 
B. Algunos textos de Santo Tomás sobre el valor de la persona 
Tomás de Aquino no emplea, obviamente, la terminología moderna 
personalista. Sin embargo, podemos entrever en algunos textos suyos una concepción 
metafísica en la que la persona humana aparece situada de un modo absoluto por 
encima del universo físico, aunque a la vez forme parte del mismo, y esto sin caer en 
el dualismo moderno que contrapone la naturaleza a la libertad. El Aquinate habla de 
la persona utilizando las nociones de creatura racional, naturaleza intelectual, 
substancia intelectual y expresiones similares. No habla nunca del alma o del 
intelecto de un modo separado cuando le toca sostener la superioridad del ser humano 
en el interior del universo. Alude directamente a la persona en términos de individuos 
contrapuestos a la especie. 
Veamos una serie de puntos situados en el libro III de la Contra Gentiles, 
capítulos 111-113, que versan explícitamente sobre la Providencia divina. Las tesis 
que sostiene aquí el Aquinate son, a mi modo de ver, sorprendentes. Contienen una 
especie de antropocentrismo metafísico muy fuerte, pero absolutamente válido, 
contrapuesto al naturalismo y al cosmologismo de raigambre griega, aunque no al 
teocentrismo. Son tesis que podrían resultar escandalosas sólo a algunos ecologistas y 
animalistas que ponen al hombre y los animales en paridad ontológica, incluso 
atribuyendo a los animales no humanos una forma de dignidad “personal”. 
I. El capítulo 111 indica los motivos especiales por los que la creatura racional 
está bajo los cuidados de la Providencia de Dios de un modo muy distinto a como 
Dios Creador cuida y “se interesa” por las creaturas sub-humanas: 
* Sólo el ser humano domina sus propios actos y obra por sí mismo: se mueve a 
sí mismo en un sentido riguroso. Por contraste, las otras creaturas parecen ser más 
bien movidas (magis aguntur quam agunt). El agens en sentido fuerte es el sujeto 
libre (la persona humana). En cierto sentido es el único verdadero agens del universo 
(pero esto no quiere decir que Santo Tomás niegue a las criaturas no racionales su 
obrar propio). 
* Únicamente la creatura inteligente alcanza el último fin del universo con sus 
propios actos: el conocimiento y el amor de Dios. Las demás creaturas llegan a Dios 
sólo por semejanza. 
 33 
II. El capítulo 112 sostiene la tesis de que las personas humanas son gobernadas 
propter seipsas, por amor a ellas mismas. Las demás creaturas son gobernadas por 
Dios in ordine ad eas, en función de las personas humanas (o creaturas racionales). 
Esto significa que todo el universo sub-humano está finalizado al mundo personal. Es 
éste el orden “inmanente” de conjunto establecido por el Creador para el cosmos 
creado. Las creaturas irracionales se ordenan a Dios a través de su ordenación al 
hombre. He aquí los argumentos aducidos: 
* Las creaturas que no obran por sí mismas se ponen de modo natural al 
servicio de los verdaderos agentes del mundo, que son los seres racionales. 
* La creatura libre es causa de sí misma. La creatura que actúa por pura 
necesidad está como al servicio o al uso de los agentes libres. Esta tesis podría 
completarse con una idea de Aristóteles que Tomás de Aquino suele citar: gobernar es 
propio de los seres inteligentes, que conocen el orden. Los seres inteligentes están 
llamados a gobernar y los no inteligentes son por naturaleza “esclavos” –no son 
libres–, por lo que están destinados a ser gobernados por los seres racionales. 
Las creaturas intelectivas están destinadas a gobernar y a dirigir a las 
creaturas no intelectivas porque conocen el orden de las cosas11. 
La potencia intelectual es de suyo ordenadora y gobernadora12. 
* En un complejo teleológico, ciertas cosas están en función de otras, hasta que 
se llega a algunas que alcanzan la meta por sí mismas y directamente. Se ilustra esta 
tesis con la analogía aristotélica del ejército, en el que muchas cosas están para 
servicio de los soldados. Estos alcanzan el fin –la victoria– directamente por sí 
mismos. En consecuencia, “sólo la naturaleza intelectual es querida por sí misma en el 
universo, y todas las demás cosas son queridas en función de ella”13. La creatura 
 
11 Santo Tomás, CG III, 78. 
12 “Virtus autem intellectiva de se est ordinativa et regitiva”: ibid. De acuerdo con el 
pensamiento aristotélico, el texto sugiere que los más inteligentes dominan naturalmente a los 
que lo son menos. Esto podría dar lugar al racismo y a la justificación de la esclavitud, como 
era el caso en Aristóteles. Por otra parte, la idea es muy discutible, porque hay muchas formas 
de ser inteligentes y porque el talento para gobernar no depende sólo de la inteligencia, sino 
de otras capacidades. Además habría que explicar por qué a veces los gobernantes opresores 
predominan sobre los gobernantes justos. Pero no son estos nuestros temas aquí. 
13 “Sola igitur intellectualis natura est

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