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¿QUIÉNES SOMOS? Cuestiones en torno al ser humano Miguel Pérez de Laborda, Francisco José Soler Gil y Claudia E. Vanney (Editores) 2 INTRODUCCIÓN 3 E 1. MIGUEL PÉREZ DE LABORDA1 ¿Qué es el hombre? l primer problema que se nos plantea si intentamos responder a la pregunta «¿quiénes somos?», es de quién estamos hablando, quiénes serían esos nosotros sobre los que preguntamos. Hasta mediados del siglo XIX, esta cuestión era en la práctica irrelevante si uno estaba dispuesto a incluir entre los humanos a todas las etnias conocidas. Pero a medida que fue desarrollándose la paleoantropología (el estudio de los fósiles humanos) y el género Homo fue adquiriendo cada vez más miembros (Homo habilis, erectus, neanderthalis, etc.) el asunto se fue complicando. Por ello, cuando ahora preguntamos qué es el hombre, hemos de interrogarnos si nos referimos también a estos lejanos antepasados de los hombres actuales. Como veremos en este libro, no hay motivos para no referirnos también a ellos, pues si de hecho los llamamos homo es porque compartimos con ellos algo que consideramos propio de los humanos: la capacidad de manipular instrumentos que es manifestación de racionalidad. Esta identidad entre homo y hombre no es pacíficamente aceptada por todos. En primer lugar, tenemos los problemas que derivan de las acepciones que el término español «hombre» ha adquirido con el paso del tiempo. La palabra latina homo, -inis, de la que deriva hombre, tiene un significado neutro, englobando al varón y la mujer (como hace también, por ejemplo, el alemán Mensch). Por desgracia, este uso exclusivamente neutro no se ha mantenido en castellano, dando lugar a conflictos derivados de la confusión entre sus dos acepciones: la que se refiere en general a todo ser humano («Ser animado racional, varón o mujer», dice el diccionario de la Academia) y la que se refiere al «varón». La acepción principal sigue siendo –o debería seguir siendo– la neutra, y para eliminar la connotación machista que en muchas ocasiones tiene hoy día hablar de «hombres» la mejor solución probablemente sería eliminar la segunda acepción: «varón (ǁ persona del sexo masculino)», dando a «hombre» siempre un significado neutro. Por otro lado, no es difícil encontrar quienes piensan que, propiamente hablando, somos humanos solo nosotros, los modernos: esos individuos a los que solemos llamar Homo sapiens –aunque ahora se tiende a decir «hombres anatómicamente modernos»–, que aparecen hace unos 200 o 300 mil años. Si se admite esta restricción, quien quiera decir que los Homo anteriores (el habilis, por ejemplo) eran también humanos, tendrá que considerarlos como hombres de segunda categoría. Como veremos, esta restricción tiene poco fundamento en lo que actualmente sabemos acerca de la estirpe humana. La pregunta sobre qué es el hombre está presente en la filosofía desde sus orígenes, pues siempre ha reflexionado sobre quiénes somos, e inseparablemente, sobre de dónde venimos y a dónde vamos. Según cuenta Diógenes Laercio, un filósofo del siglo III d. C., en un tono que no hay que tomar muy en serio, en la academia platónica se discutió un día si animal bípedo implume era una buena definición del hombre. Como los demás animales bípedos conocidos eran aves, y tenían por tanto plumas, esa pareció una descripción útil para distinguir al hombre de las demás realidades vivientes. Cuando 4 estaban en plena discusión, Diógenes de Sinope (llamado también el Cínico) metió en medio del grupo de filósofos un gallo desplumado diciendo: «Aquí está el hombre de Platón». A partir de ese momento, según cuenta Laercio, se completó la definición de hombre de la siguiente manera: «animal bípedo implume con uñas largas y planas», para excluir al gallo desplumado. Esta descripción del hombre nos parece tan insatisfactoria porque aspiramos a una respuesta más profunda acerca de qué es el hombre. Como querríamos conocer sus características más esenciales, no nos quedamos satisfechos cuando, aunque se logre distinguir al hombre de todas las demás realidades, se hace por motivos tan circunstanciales y pasajeros. Sucede algo parecido con otras definiciones del hombre que se han propuesto en épocas más recientes. Por ejemplo, en 1997 el zoólogo Desmond Morris publicó su libro El mono desnudo, en el que dio a entender, curiosamente, que lo que nos caracteriza como humanos no es tanto ser implumes como carecer de la piel dura y peluda que tienen los simios. Hoy día sabemos, ciertamente, que aproximadamente un 98% del genoma es común a hombres y chimpancés. Si damos una importancia exclusiva a lo genético habrá que concluir que somos, efectivamente, prácticamente iguales a los chimpancés. Pero, entonces, ¿cómo explicar las grandes diferencias que, de hecho, hay entre nosotros y ellos? Al observar la semejanza entre el genoma humano y el de las especies más cercanas a nosotros, se despierta fácilmente la admiración ante el hecho de que somos los únicos que nos hemos planteado secuenciar el propio genoma. ¿Qué es lo que ha hecho posible esta curiosa ocurrencia de los humanos? Son muchas nuestras semejanzas con otros animales: morfológicas, genéticas, en el modo de conocer (el sentido del oído o de la vista) y de actuar (nuestras actividades vegetativas o instintivas), etc. Pero son también indudables las radicales diferencias. El origen de estas se encuentra en la capacidad humana que, desde el inicio del filosofar, se ha llamado razón (lógos). No resulta extraño, por ello, que haya sido frecuente definir al hombre como animal racional. Algo similar pretendió decir Linneo cuando acuñó la expresión «Homo sapiens». Comprendida superficialmente, parece solo hacer explícito lo que es más propio de los humanos: el ser racionales. Pero no es así, pues esta descripción de Linneo añade una diferencia específica (sapiens) a un género (Homo). Entonces, para que la expresión tenga sentido, tendría que haber otros tipos de Homo que no fuesen sapiens. ¿Quiénes serían estos Homo no racionales? Linneo no podía referirse a esas otras especies de Homo (habilis, neandertal, etc.) que conocemos actualmente, pues en la época en la que escribió (segunda mitad del siglo XVIII) no se habían descubierto todavía los primeros fósiles humanos. Las especies de Homo que Linneo, en las diversas ediciones de su obra Systema naturae, no consideraba sapiens son el Homo troglodytes, el Homo sylvestris, el Homo ferus y el Homo monstrous. En la obra de Linneo, estas expresiones adquieren sentido en el contexto de extrañas historias que habían llegado a sus oídos, en torno a la existencia de individuos de apariencia humana pero de comportamiento salvaje, es decir, 5 que no parecían racionales. Podemos concluir, por tanto, que también para Linneo lo más propio de los humanos es la racionalidad. Efectivamente, las demás diferencias que observamos entre nosotros y el resto de los animales derivan de nuestro ser racionales. En primer lugar, son nuestras peculiares capacidades cognitivas las que nos permiten ser libres, pues es nuestra inteligencia la que nos hace capaces de comprender que existen diversas alternativas: solo entonces podemos intentar alcanzar este o aquel fin, y poner este o aquel medio para obtenerlo. Este modo nuestro de ser, racional y libre, es al mismo tiempo un honor y una carga. No nos comportaríamos a la altura de nuestra dignidad si no fuésemos responsables a la hora de utilizar nuestras capacidades. Las podemos aprovechar, en primer lugar, para cuidar nuestra casa común: la Tierra. Es indudable que tenemos un muy peculiar modo de relacionarnos con el mundo: somos capaces de conocer todas las cosas y todo en las cosas, penetrando incluso hasta la profundidad de sus modos de ser (podemos conocer sus esencias, diría un filósofo). Esta capacidad de ver dentro (intus-legere) nos permite descubrir nuevos usos de esas realidades, al comprenderlas con mayor profundidad. Muchas veces utilizamos esos descubrimientos precisamente para cuidar la Tierra. Pero se hace cada vez más evidente quenuestra capacidad de manipulación de la realidad también se puede volver en nuestra contra. Sería triste que un día se nos describiera, si pudiera haber todavía alguien para hablar de ello, como esa especie que, olvidando sus orígenes naturales y animales, utilizó sus grandes capacidades para arruinar el ambiente en el que ella misma vivía. La responsabilidad se ha de manifestar también en nuestra relación con los demás. Es evidente que la razón humana desempeña un papel fundamental en las agrupaciones de los hombres. Encontramos en muchas especies animales una vida social intensa, con una organización compleja e incluso clases sociales: basta recordar la reina de las colmenas o los machos alfa. Pero estas sociedades no se rigen por constituciones y leyes que se hayan dado a sí mismas, sino por mecanismos más instintivos, y de hecho se repiten de un modo más o menos uniforme en los diversos hormigueros, colmenas o manadas. Por ello decía Aristóteles que los humanos no somos solo animales sociales, sino políticos, pues vivimos en ciudades (polis) muy diversamente organizadas. Ahora bien, si la sociedad humana está estructurada de un modo propiamente humano, es porque tiene un lenguaje significativo por convención y es capaz de hablar acerca de lo que habría o no que hacer. Y todo esto es posible porque el hombre es racional. Pero hemos de reconocer asimismo que la racionalidad, que nos permite ser responsables de la organización de nuestras sociedades, también se puede poner al servicio de la destrucción de las personas. Con nuestra inteligencia y libertad podemos intentar construir paraísos en la Tierra; pero también podemos convertir nuestras sociedades en antesalas del infierno. Sería triste que se nos pudiera describir como aquella especie que usó sus descubrimientos –como las armas atómicas– para acabar los unos con los otros, dando la razón a Hobbes cuando decía que el hombre es un lobo para el hombre. Si logramos estar a la altura de nuestro ser humanos, siendo coherentes con lo que somos por naturaleza, estas trágicas posibilidades no sucederán. Pero no podemos hablar 6 ahora del hombre en general: cada uno de nosotros, cada persona, tiene por delante la tarea de escribir la historia de su vida. En ocasiones pensaremos quizá que sería más cómodo dedicarnos, como las vacas, al sencillo quehacer de comer hierba espantando las moscas con el rabo. Pero la vida nos ha puesto delante una aventura mucho más atrayente: escribir nuestra propia biografía. Para hacerlo bien, hemos de utilizar todos los recursos de los que disponemos, conociendo lo mejor posible quiénes somos. Hemos escrito este libro para, en la medida de nuestras capacidades, ayudar a responder a esta pregunta. Para seguir leyendo G. E. M. Anscombe, «La esencia humana», en J. M. Torralba y J. Nubiola (eds.), La filosofía analítica y la espiritualidad del hombre, EUNSA Pamplona 2005. L. Polo, Quién es el hombre. Un espíritu en el mundo, Rialp, Madrid 1991. Notas 1. Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra (Pamplona), y también por la Pontificia Università della Santa Croce (Roma). Hasta 2014, profesor de Metafísica en la Università della Santa Croce. En la actualidad es profesor de Antropología en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Navarra y subdirector del Instituto Core Curriculum. 7 D 2. EDUARDO TERRASA1 ¿Es necesario pensar en lo que vivimos para vivirlo plenamente? «No creo que nadie sea capaz de aprender algo importante en esta vida hasta que no haya comenzado a comprenderse a sí mismo» (Thorton Wilder, El octavo día) esde la llamada revolución de mayo de 1968, se instaló en la mente de la juventud (y poco a poco fue extendiéndose a edades más adultas) la idea de que lo importante era disfrutar de la vida, sacarle a la existencia todo su jugo. Esto requería vivir de una manera auténtica y espontánea: cada uno debía vivir su vida y vivirla a su manera, según fuera surgiendo de su propio interior, siguiendo sus propios anhelos y deseos. Vida y personalidad debían conjugarse en una síntesis original e indivisa. Esta visión ha traído consigo muchos avances y descubrimientos (en la pedagogía, en la psicología, en el mismo desarrollo personal), porque ha centrado la atención no en las exigencias y obligaciones que la sociedad nos reclama (es decir, ya no se define la personalidad por el papel social que desempeña), sino en la realización personal de cada uno. Pero también ha traído consigo, de una manera más o menos consciente, la idea de que la reflexión sobre lo que cada uno decide o hace resulta innecesaria, e incluso un obstáculo, porque quita espontaneidad y naturalidad a la hora de vivir. Pensar supone plantearse la finalidad de mis acciones (el porqué y el para qué), prever las consecuencias, entender la coherencia de mis actos, valorar los compromisos adquiridos, etc., y todo esto puede entenderse como un freno a la propia libertad, a la espontaneidad de cada momento. En el orden social, esto ha sido corregido en los últimos años por una serie de medidas. Se ha visto la necesidad de respetar unas normas sociales de convivencia (y así ha sido entendido y asumido por las últimas generaciones), y se han desarrollado unos medios de control social (aumento de las reglas, crecimiento de la vigilancia, otorgar más peso a la reputación) que son tan pacíficamente aceptados como necesarios. Hemos entregado muchas libertades para asegurar la tranquilidad y la seguridad social. Por esto, el ámbito privado se ha convertido en el único reducto de libertad que nos queda, y por eso lo defendemos como se defiende la propia independencia personal. Pero la reflexión (pensar las cosas que vivimos) sigue siendo ajena a esa dimensión privada de nuestra existencia, donde parece que solo importa la espontaneidad del propio crecimiento, la naturalidad del flujo de nuestras experiencias. Pero llegados a este punto, cabría hacerse una pregunta: ¿podríamos ser felices sin ser conscientes de lo que nos hace felices? Cuando vivimos algo, ¿lo podríamos sentir plenamente si no somos conscientes de qué estamos viviendo y por qué lo estamos viviendo? Podemos comprobar en qué medida nuestras vivencias reclaman reflexión al considerar nuestra manera de reaccionar ante una experiencia o un momento de felicidad: lo que hacemos precisamente es volver (reflexionar) una y otra vez a esa 8 experiencia, darle vueltas en nuestra cabeza. La repasamos en nuestra memoria y en nuestra imaginación, intentando desentrañar todo lo que nos ha pasado ahí. «Sin repetir la vida en la imaginación, no se puede estar del todo vivo; la falta de imaginación impide que las personas existan»2. Es decir, al pensar en nuestras propias experiencias, lo que buscamos es precisamente enterarnos de lo que nos pasa y de lo que hacemos. Esta expresión resulta significativa: enterarse es tener algo por entero. Si nuestra percepción de lo que nos sucede o de lo que sentimos resulta confusa, eso mismo que nos sucede o sentimos lo notamos –lo vivimos– de una manera confusa y parcial. Por eso nuestros sentimientos y nuestras vivencias reclaman una reflexión, alcanzar una claridad significativa: las queremos sentir por entero. Esto nos lleva a la conclusión de que el pensamiento no resulta algo alienante, no es una instancia ajena a mí que reprime mis impulsos para salvaguardar un orden social. Es verdad que muchas teorías psicológicas se mueven en estas coordenadas alienantes (por ejemplo, el mismo Freud, y su teoría psicológica, ha calado mucho en nuestra mentalidad). «Guíate por la razón y no por tus sentimientos», es un consejo muy frecuente, pero un consejo mal planteado. Lo que hace la razón no es medir o reprimir desde fuera nuestras vivencias, sino leer en esas vivencias y en esos sentimientos su significado, aquello que esa experiencia me está diciendo a mí. Porque cada realidad es vivenciada de una manera particular por cada persona, significa algo específico para cada uno. Cada momento, cada situación, trae consigo un mensaje; todo encuentrosignificativo con una realidad concreta supone un descubrimiento personal. Identificar el contenido de ese mensaje, comprender en qué consiste ese descubrimiento, es lo que le pedimos a la razón. «La razón traslada las cosas del lugar oscuro al lugar iluminado de mi mente»3. Mediante la razón nos aclaramos de aquello que estamos viviendo cada uno. Las vivencias y los sentimientos poseen en sí mismos un significado: me están diciendo (con un lenguaje emocional) qué es esa realidad para mí, qué lugar ocupa en mi vida, qué tipo de respuesta me reclama. El sentimiento o vivencia personal es el punto donde la realidad concreta (con sus cualidades específicas, aquello que la hace ser esta realidad y no otra) conecta con mi intimidad única e irrepetible. Lo que siento y lo que vivo me indican dónde estoy en la existencia, de dónde vengo y adónde voy. Pero para entender ese significado y para conectarlo con toda la realidad de mi vida, necesito pensarlo. Y para pensarlo bien, necesito aprender a pensarlo. Ahora bien, esta reflexión no se da de una manera inmediata. Sentir y vivir sí que constituyen acciones inmediatas: las realizamos sin más, espontáneamente. Pero pensar en la propia vida es algo para lo que se requiere un aprendizaje y una experiencia acumulada: se precisa una referencia externa. Es por esto que muchas veces nos puede parecer que el pensamiento viene de fuera, que es algo ajeno a nuestra intimidad. Pero en realidad es algo tan íntimo a nosotros como nuestros propios sentimientos. ¿Y esto cómo se consigue? Toda reflexión reclama, como vimos, una referencia externa. Pero esa referencia no puede consistir en una serie de conceptos o de normas 9 que expliquen de manera teórica nuestras vivencias. Explicar desde fuera lo que vivimos (como si fuera un caso de…), o pretender simplemente que se ajuste a unas normas (a una moral, a unas costumbres), no deja de parecernos algo alienante. La referencia externa debe ser (para no incurrir en alienación) algo preconceptual y anterior a toda norma o teoría4. Y precisamente esto es lo que encontramos en la cultura y en el arte. La cultura y el arte, en sus diversas manifestaciones, nos presentan un riquísimo bagaje de experiencia acumulada. Al leer un relato o un poema, al visualizar una película, al escuchar una canción, al contemplar un cuadro, o también al observar la vida de las personas que me rodean, voy descubriendo (de una manera más o menos consciente) una serie de referencias para mis propias vivencias: «esto es lo que siento yo, o lo que me está pasando, o al menos se parece». Es decir, la cultura funciona como un espejo en el que podemos vernos más o menos reflejados, donde podemos reconocer el sentido y el alcance de nuestras propias experiencias: nos ofrece un ámbito de reflexión en el que podemos reconocer lo que nos pasa. Sin esta reflexión, nos sería muy difícil entendernos a nosotros mismos. A un ser humano que viviera aislado y que no hubiera visto ningún ejemplo de lo que es un sentimiento de amistad, le costaría mucho descifrar ese sentimiento cuando despertara en él, no podría medir del todo su alcance y sus connotaciones, le resultaría complejo expresarlo, y no lo viviría plenamente. La cultura consiste en una reflexión acumulada, en experiencias interpretadas por la razón, que guían mi propia reflexión. Me permite extender el horizonte de mis propias experiencias. De ahí la importancia de elegir bien esos espejos culturales: acudir a pensadores, artistas y a ejemplos que hayan ahondado en la vida, que aporten algo significativo, y no a aquellos que solo buscan un objetivo comercial o la simple diversión. En definitiva, podríamos afirmar que lo sentido o vivido que no ha sido pensado personalmente no se termina de sentir por completo, permanece oscuro y tosco en nuestra sensibilidad, aislado de otras dimensiones de nuestra existencia: se queda en estado embrionario. Solo el pensamiento (pero un pensamiento que no recurre a un concepto previo o a una norma, sino que mide la experiencia a la luz de otras experiencias, que interpreta la realidad pegado al terreno, midiendo palmo a palmo el campo de esas experiencias) puede alumbrar la vida y darle toda su dimensión y todo su sentido, nos permite desarrollar en plenitud nuestras vivencias. Por otra parte, la reflexión y la cultura nos ayudan a integrar nuestras experiencias y nuestras reacciones en horizontes de sentido más amplios5. Si encuadro la amistad concreta que ahora siento por una persona en un marco más profundo y rico (la historia de grandes amistades, los mayores gestos de amistad, las reflexiones sobre lo que la amistad es), valoraré esa amistad que vivo de otra manera, encontraré posibilidades nuevas de progreso, ahondaré en el sentido que le puedo dar. Es decir, sentiré esa amistad en toda su riqueza. Pararse a pensar en lo que vamos viviendo es una actividad humana imprescindible. Sin esta reflexión, los errores (en las reacciones, en las decisiones, en las valoraciones) 10 serían inevitablemente frecuentes. Y lo peor es que no sabremos muy bien en qué nos hemos equivocado, ni por qué. Enterarse de lo que uno siente y vive nos da seguridad, aumenta nuestra convicción y nos permite vivir creyendo de verdad en lo que vivimos: aporta a nuestra vida la imprescindible capacidad de apasionarnos, es decir, de sentir las cosas por entero. Y esto es lo que permite que se vaya desarrollando plenamente la personalidad de cada uno, que vida y personalidad se integren en una unidad coherente, indivisible y llena de significado. Para seguir leyendo C. S. Lewis, La abolición del hombre, Encuentro, Madrid 2007. Ch. Taylor, Ética de la autenticidad, Paidós, Barcelona 1994. D. de Rougemont, Pensar con las manos, EMESA, Madrid 1977. L. Polo, Quién es el hombre, Rialp, Madrid 1991. Notas 1. Licenciado en Periodismo y doctor en Derecho Canónico por la Universidad de Navarra. Actualmente es profesor de Antropología en la Facultad de Comunicación de esa universidad. 2. I. Dinesen, citado por H. Arendt, Hombres en tiempo de oscuridad, Gedisa, Barcelona 1990, p. 83. 3. C. S. Lewis, The Pilgrim’s regress, Collins, Glasgow 1987, p. 87. 4. Cfr. H. Dreyfus y Ch. Taylor, Recuperar el realismo, Rialp, Madrid 2016, cap. 4. 5. Cfr. Ch. Taylor, Ética de la autenticidad, Paidós, Barcelona 1994, p. 75. 11 ¿ 3. CLAUDIA E. VANNEY1 ¿Cuál es el mejor camino para conocer a la persona humana? Quién es el hombre? La capacidad de reflexionar sobre uno mismo y sobre los demás es un indicio de la unidad existencial que nos da ser personas. ¿Pero qué significa ser persona? Hace unos años que esta pregunta ha dejado de ser solo un interrogante existencial o una inquietud filosófica para convertirse también en objeto de la investigación científica. El desarrollo de las ciencias del cerebro se ha convertido en uno de los fenómenos más importantes de las últimas décadas. Aunque todavía falta un largo camino para lograrlo, las innovaciones en el plano molecular y celular auguran, por ejemplo, una mejora en la prevención y tratamiento de las enfermedades cerebrales, como la enfermedad de Alzheimer. Sin embargo, aunque la neurociencia explica mucho, comprender con profundidad a la persona humana requiere también otros abordajes. Por un lado, no hay un único modo de «leer» los resultados de un escaneo cerebral, porque los datos de las mediciones solo adquieren significado cuando se los interpreta en un marco que les confiere sentido. Pero principalmente, porque no es fácil distinguir la causalidad respecto de una mera correlación, de manera que no es posible vincular directamente una explicación de la persona que apela a causas neurales con otra que busca motivos o razones. Parecería que para comprender al ser humano se requiere la contribución de muchas disciplinas. Pero ¿cómo se relacionan las distintas perspectivas? ¿Se contradicen? ¿Deben unas ser reemplazadas por otras? ¿Corren como por vías paralelas? ¿Es posible que se complementen? El conocimiento neurocientífico del hombre Los avancesde la neurociencia poseen no solo una potencialidad terapéutica indiscutida, sino que también han permitido ahondar en el conocimiento del ser humano. Se ha avanzado, por ejemplo, en la identificación de la base neural de los estados de conciencia, y se han explorado aspectos no conscientes de la toma de decisiones, así como diversos condicionantes del actuar humano. Pero ¿son los datos neurobiológicos todo lo que podemos saber sobre el hombre? En términos generales, una explicación es considerada científica cuando puede ser comprobada empíricamente por distintos observadores. Las ciencias analizan la realidad con objetividad, separando el objeto bajo estudio del sujeto que lo examina. Los filósofos llaman a esta característica del método científico perspectiva de tercera persona, que es el enfoque propio de la neurociencia. Sin embargo, los procesos mentales son fenómenos de primera persona o fenómenos que solo son accesibles al sujeto en el que se dan. Tanto es así, que cuando un neurobiólogo vincula, por ejemplo, ciertas emociones a determinados circuitos cerebrales, puede hacerlo porque sabe por experiencia qué significan esas emociones. Es 12 decir, en el estudio de los procesos mentales no es posible prescindir del conocimiento por experiencia del yo personal. Pretender pensar sin suponernos como sujeto es sencillamente imposible: el que piensa soy yo. Como el yo personal no es medible en un laboratorio, su conocimiento se escapa o es irreductible a la perspectiva neurocientífica. Es decir, si aceptáramos únicamente las explicaciones de la neurociencia, asumiendo que solo somos nuestro cerebro, no existiría el yo. Por el contrario, si reconocemos la existencia de un yo, debemos asumir que entre lo cerebral biológico y la experiencia vivida por el sujeto no hay una continuidad explicativa. El cerebro y el yo se explican por caminos distintos, aunque cabe estudiar neuralmente la conciencia de la propia identidad, que no se localiza sino que se distribuye en varias áreas y circuitos del cerebro e implica diversos niveles. El estudio del ser humano abre así a una doble perspectiva no exenta de dificultades. En este sentido, las concepciones duales del ser humano (alma-cuerpo) se remontan a la Antigüedad, y surgieron asociadas principalmente a ideas religiosas y a la creencia en una vida después de la muerte. Para enfatizar la unidad del ser humano, la antropología cristiana comenzó a utilizar la noción de persona. En el pensamiento clásico, el elemento distintivo del alma humana era su condición intelectual. Pero en la Edad Contemporánea, la noción de alma fue poco a poco perdiendo importancia, siendo sustituida por la noción de mente. La noción de mente resalta el ámbito de todo aquello vinculado al yo según la propia consciencia, y cuya dimensión más radical es la voluntad. Así, el tradicional problema de la dualidad alma- cuerpo se suele conceptualizar actualmente en términos de mente-cerebro. Para iluminar la relación entre la mente y el cerebro se han utilizado metáforas diversas, como la del piloto en la nave o la del programa en la computadora. Pero estas metáforas tienen sus limitaciones porque, aunque señalan que la dimensión corporal no es la única relevante del ser humano, no expresan adecuadamente la unidad radical de la persona. El yo personal La persona humana es mucho más que su cuerpo. Tiene una existencia real para sí misma y para los otros seres humanos con los que coexiste. Cada hombre y cada mujer entiende naturalmente que es persona. La existencia humana está marcada por la experiencia de ser persona. Podríamos decir que mientras mi cerebro es algo, yo soy alguien. La persona humana es ese alguien con cerebro, mente, cuerpo, sensaciones, emociones, ideas, etc. La existencia personal se confirma cuando se considera la capacidad del ser humano de autoconciencia, de autorreflexión y la autoorganización de su vida en una biografía individual. La autoconciencia es la advertencia que la persona tiene de sí misma, de sus actos y de sus estados existenciales. Mientras permanecemos despiertos no solo advertimos el mundo que nos rodea, sino que también nos captamos a nosotros mismos, notamos, por ejemplo, que tenemos frío o hambre, si estamos contentos o tristes. Pero un ser inteligente es capaz, además, de autorreflexión. Una persona puede volver sobre sus propios actos psíquicos, profundizar en ellos o analizar sus contenidos. El ser humano es 13 capaz, además, de desplegar el conjunto de acontecimientos que constituyen su vida al abrigo del orden y la unidad de la narración de su biografía individual. Toda persona psíquicamente sana sabe que existe, sabe quién es y qué hace. Pero este conocimiento no se adquiere solo mediante experiencias privadas. La idea que cada uno tiene de sí mismo se enriquece con el conocimiento que surge de la interacción con los demás. Relaciones interpersonales Conocernos como persona es descubrir que el otro también lo es. La percepción de otras personas no se limita a la visión de un cuerpo en su materialidad. Al ver el rostro de los demás advertimos que son otro yo, y que pasan por situaciones, exigencias y problemas similares a los nuestros. Pero el interior de una persona es inaccesible a los demás si no es expresado a través de gestos y palabras. La comunicación personal y social permite conocer a otras personas. La conversación es el acto directo y completo de la comunicación con el otro. Aunque los demás no pueden experimentar nuestros sentimientos, pueden compartirlos cuando los comunicamos. Estar cognitiva y emocionalmente conectado con alguien es experimentar al otro como persona. Las personas en diálogo pueden penetrar de alguna manera en la intimidad ajena. El conocimiento que se adquiere en las relaciones interpersonales se alcanza desde la perspectiva de segunda persona. Esta perspectiva es la propia de la relación entre los estados mentales de un yo y un tú. La perspectiva de segunda persona lleva a reconocer que el yo personal no es un absoluto, porque también hay un tú, que es otro yo distinto al mío. Reduccionismo, idealismo subjetivista e identidad social Como hemos visto, el estudio del ser humano se puede abordar desde las perspectivas de primera, segunda y tercera persona. Siempre que una realidad es susceptible de diversas perspectivas, una mirada que excluya a las otras distorsiona esa realidad. A lo largo de la historia diversas corrientes del pensamiento han enfatizado solo uno de estos enfoques, olvidando los demás. La consideración exclusiva de la perspectiva de tercera persona es propia de la objetivación científica que, cuando se la considera con exclusividad excluyendo otras consideraciones, se vuelve reduccionista. Para estas posiciones solo existen los objetos verificables empíricamente, estudiados por las ciencias naturales. Excluyen así todo lo que sea extraño al ámbito físico, como Dios, los pensamientos y también realidades metafísicas como la esencia de las cosas, o los valores. Por esta razón, proponen reducir a su substrato físico todas las realidades humanas que no parecen ser únicamente materiales, como las ideas, las intenciones, la libertad o el yo. Llaman a esta operación naturalización. Tomar la perspectiva de primera persona como la única válida es una característica de algunas formas de idealismo y de subjetivismo. El idealismo tiende a hacer de la 14 conciencia un principio absoluto. En la filosofía moderna ha habido diversos intentos de hacer de la conciencia el fundamento absoluto del ser. Se la ha considerado, por ejemplo, como el primer principio epistemológico para construir a partir de ella toda la filosofía. Pero si se admite que solo tenemos certeza de la propia conciencia se cae en el solipsismo, que es considerar que solo existo yo con mis pensamientos, de manera que los demás se transforman en hipótesis o en una realidad incorporada a mi subjetividad. Por el contrario, cuando se exalta demasiado la perspectiva de segunda persona se corre el riesgo de olvidar el carácterindividual de cada persona. Para algunas corrientes, por ejemplo, la identidad personal es resultado de la sociedad y de la cultura en la que a uno le ha tocado vivir. La identidad social sería así el resultado de definir el yo desde la pertenencia a una determinada categoría social. Cuando la conciencia de grupo (el nosotros) prevalece sobre el individuo, la noción de persona se oscurece. Si esta postura se lleva al extremo, el sujeto se identificaría por completo con sus roles sociales, disolviéndose en la red de relaciones socioculturales. El desafío de la interdisciplinariedad Son muchas las disciplinas que contribuyen actualmente a un mejor conocimiento del ser humano. La neurociencia, la fisiología, la psiquiatría, la psicología son algunas de las disciplinas científicas, hoy en continuo avance. El estudio de la persona humana nos pone así frente al desafío de la interdisciplinariedad, porque hay en la persona tres dimensiones inseparables: la somática o neurofisiológica, la psíquica y la metafísica. Para estudiar al ser humano la investigación científica utiliza diversos métodos, mediante los cuales accede a una multiplicidad de conocimientos específicos neurofisiológicos y psicológicos, con la potencialidad de orientar las distintas terapias y tratamientos médicos. Pero la existencia de una multiplicidad de métodos específicos también revela la finitud y la limitación de la investigación científica. Las ciencias no permiten captar intuitivamente la naturaleza del ser humano, porque aspiran a ahondar en aspectos específicos. Por esta razón, los científicos necesitan realizar un paciente esfuerzo, considerar el saber y la experiencia acumulados a lo largo de siglos, y valorar adecuadamente los avances y retrocesos propios de toda investigación cuando intentan responder quién es el hombre. La mirada pragmática de las ciencias se distingue de la mirada teorética o contemplativa de la filosofía. La mirada pragmática se agota en la utilidad de una determinada cosa, mientras que la filosófica se pregunta directamente por su naturaleza o esencia, por el lugar que ocupa en el universo, por cuál es su sentido y cómo se relaciona con el resto de las cosas que son. La mirada filosófica es examinadora, pero respetuosa de la realidad. No aspira en primera instancia a obtener un beneficio, sino que se satisface dejando ser a la cosa lo que es. Sin embargo, toda ciencia se prolonga naturalmente en una sabiduría. El espíritu humano se define por su apertura a la totalidad. La curiosidad humana es insaciable y tiene como horizonte el infinito mismo. La búsqueda de principios fundamentales y de un sentido responde a una profunda necesidad del corazón humano, manifestando su tendencia hacia la sabiduría. El desarrollo racional y sistemático de las cuestiones 15 sapienciales es el ámbito propio de la filosofía, y alcanza su punto culminante en el estudio del ser humano. Para seguir leyendo J. J. Sanguineti, Neurociencia y filosofía del hombre, Palabra, Madrid 2014, pp. 13-32. J. J. Sanguineti, El conocimiento humano. Una perspectiva filosófica, Palabra, Madrid 2005, pp. 149-176. Contenidos multimedia: Videos «Perspectivas sobre la persona». http://www.austral.edu.ar/cerebroypersona/es/videos/perspectivas-sobre-la-persona/189 Notas 1. Licenciada y Doctora en Física por la Universidad de Buenos Aires y Doctora en Filosofía por la Universidad de Navarra. Desde el 2011 dirige del Instituto de Filosofía de la Universidad Austral, desde donde promueve proyectos de investigación interdisciplinares de ciencias, filosofía y teología. 16 I PARTE LA NATURALEZA Y EL HOMBRE 17 L 4. FRANCISCO JOSÉ SOLER GIL1 ¿Hay alguna relación entre el hombre y el cosmos o se trata de realidades desconectadas? a idea de que el hombre en cierto modo es un microcosmos, es muy antigua: la encontramos tanto en pensadores tempranos de la tradición filosófica occidental como en las tradiciones más importantes de pensamiento oriental. (En Occidente, la concepción del hombre como un microcosmos y del cosmos como una especie de macro-organismo viviente se remonta al menos hasta Platón; en China, la acción armónica humana como participación y reflejo de la armonía cósmica aparece, por ejemplo, en obras clásicas del pensamiento confuciano; y también en el pensamiento indio, entre otros, se explicitan enlaces entre los procesos humanos y cósmicos). El carácter de microcosmos del hombre es entendido unas veces en el sentido de que el cuerpo humano reproduce de alguna manera (o hasta cierto punto) en pequeñas dimensiones la complejidad y la estructuración de la totalidad del universo, mientras que en otras ocasiones lo que se quiere es subrayar que hay una especie de conexión entre la actividad cósmica y la actividad humana. Por supuesto, estas ideas son muy generales, y han sido expuestas en numerosas variaciones, más o menos imaginativas. De particular interés para la antropología actual es el hecho de que también en las ciencias naturales se encuentran indicios de una profunda interrelación entre procesos o aspectos en la escala del individuo humano –o más concretamente del cuerpo humano– y procesos o aspectos estructurales de mayor escala en la naturaleza. Un ejemplo, en el campo de la biología, son las conexiones entre aspectos del desarrollo embrionario y etapas en la historia evolutiva. Bien es cierto que la hipótesis extrema en esta línea, la denominada «teoría de la recapitulación», formulada en 1866 por Ernst Haeckel, y según la cual «la ontogenia recapitula la filogenia», se considera hoy por hoy desacreditada. Pero, en cambio, se constata que, por lo común, las estructuras orgánicas que aparecieron antes en la historia evolutiva aparecen también antes en el desarrollo embrionario. Pero quizás más interesantes aún son las ligaduras existentes entre la existencia del hombre y muchos detalles muy particulares de las leyes de la naturaleza (y por tanto, de la estructura general del cosmos). Pues resulta que, a lo largo del siglo XX, pero sobre todo en las últimas décadas, se ha ido poniendo de relieve, cada vez con mayor nitidez, que a poco que la combinación de leyes físicas y constantes de la naturaleza hubiera sido ligeramente diferente a como de hecho es, el cosmos constituiría un sistema físico del todo hostil al desarrollo de la vida. Esta observación se refiere al desarrollo de la vida en general, pero vale muy en particular por lo que toca al desarrollo de formas de vida como la humana, que, debido a su complejidad, requiere un entorno físico mucho más específico aún que el necesario para el desarrollo de formas de vida más simples. Al hecho de que la naturaleza se comporte siguiendo justo una de las (al menos en 18 apariencia) escasas combinaciones hospitalarias de leyes y constantes, se le suele denominar el «ajuste fino» del universo. Uno de los más relevantes estudios que ayudaron a establecer el caso del ajuste fino fue, por ejemplo, el de la nucleosíntesis estelar de los elementos, a partir de mediados del siglo XX. En concreto, el análisis del proceso que conduce a la síntesis en las estrellas del carbono y el oxígeno (elementos básicos para la vida). Las peculiaridades de las leyes y las constantes de la naturaleza descubiertas están relacionadas en este caso concreto con el origen de toda forma de vida basada en el carbono. Pero hay que tener en cuenta además que la evolución de estructuras tales como el cerebro humano requiere que los procesos de nucleosíntesis estelar permitan la existencia de estrellas estables durante varios miles de millones de años. Y esa condición reduce aún mucho más el conjunto de estructuras de leyes y constantes de la naturaleza compatibles con la existencia del hombre. Por lo demás, los estudios relacionados con los detalles de la nucleosíntesis estelar de los elementos suponen, como es natural, la existencia de las estrellas. Pero este dato, por su parte, depende de otros aspectos particulares de la física del cosmos, como por ejemplo, el valor de la constantecosmológica, la dimensionalidad de las leyes de la naturaleza, etc. Por tanto, existe una primera conexión clara entre el hombre y el cosmos. A saber: que las estructuras que constituyen el cuerpo humano solo pueden existir gracias a que el conjunto de leyes y constantes de la naturaleza posee unos rasgos muy particulares. Pero hay además una segunda conexión: que el cerebro humano constituye el sistema más complejo que se conoce en todo el cosmos. (No quiere decir esto, por supuesto, que no puedan existir otros sistemas más complejos y que aún no hemos descubierto. Pero en todo caso, aunque haya en algún lugar del universo tales entidades, seguirá siendo cierto que el cerebro humano, y por tanto el cuerpo humano, es uno de los sistemas más complejos). Intuitivamente es fácil hacerse una idea de qué pueda ser eso de la complejidad: se trata de un parámetro con el que expresamos el grado en el que un sistema está constituido por a) más o menos componentes, b) más o menos diversos, c) más o menos relacionados entre sí, y que forman d) una red más o menos capaz de reaccionar a su entorno, adaptándose y autoorganizándose. Cuanto mayores sean estos cuatro factores, mayor será la complejidad estructural de un sistema, y viceversa. Ciertamente, el intento de precisar esta idea intuitiva en una teoría de los sistemas complejos ha resultado una tarea ardua. De manera que no es injusto decir que aún nos hallamos en los comienzos de esta ciencia. Uno de los problemas con los que se enfrentan aquí los especialistas es que, a diferencia de magnitudes físicas como la fuerza o la energía, que se definen unívocamente, pueden ofrecerse formalizaciones distintas de la complejidad, que, respondiendo todas ellas a la intuición general expuesta arriba, difieren en bastantes aspectos importantes. Y así se habla de complejidad algorítmica, complejidad fractal, complejidad de grafos, etc. 19 Sin embargo, parece haber unanimidad en la consideración de que el cerebro humano es el sistema más complejo del universo conocido. Para entender por qué esto es así, puede resultar útil comparar dos sistemas físicos muy diferentes, pero que contienen un número similar de componentes básicos: uno de estos sistemas es el cerebro humano, y el otro una galaxia espiral del tipo de la Vía Láctea. Una galaxia como la nuestra puede estar formada por una cifra del orden de entre los cien mil y los doscientos mil millones de estrellas, más el gran agujero negro central y restos de materia (fundamentalmente hidrógeno y helio) no estelar. Por su parte, un cerebro humano puede estar formado por una cifra del orden de entre los cien mil y los doscientos mil millones de neuronas, más otras células y tejidos auxiliares. Estamos hablando, por tanto, de cifras similares por lo que se refiere a los componentes básicos: estrellas en un caso, neuronas en el otro. Pero aquí acaban las similitudes. ¿Por qué se considera que el cerebro humano es incomparablemente más complejo que una galaxia como la nuestra? Cabe entenderlo si tenemos en cuenta lo siguiente: en el caso de una galaxia, podemos calcular la dinámica de las estrellas en general de un modo bastante sencillo, pues en promedio apenas si interaccionan unas con otras. Por eso, basta con conocer el dato de la densidad media de la galaxia y la distancia de una estrella al centro de la misma para que se pueda calcular aproximadamente su trayectoria media y su velocidad. Además, el sistema así constituido es rígido en el sentido de que no tiene ninguna capacidad de adaptación y autoorganización. Todo lo contrario ocurre en el caso del cerebro. Cada neurona está conectada directamente con muchas otras por medio de conexiones eléctricas y químicas. Los puntos de contacto se denominan sinapsis, y se calcula que cada neurona posee entre 5.000 y 10.000 sinapsis. Es decir, que en el cerebro humano existen del orden de 1015 sinapsis. A través de estos puntos de contacto, tienen lugar complicados procesos de almacenamiento, elaboración y transmisión de información procedente del entorno del cerebro. A lo largo de dichos procesos se generan nuevas sinapsis, de forma que el cerebro se encuentra en un proceso de autoorganización permanente. Más aún, muchas neuronas constituyen redes tales que sus componentes, en determinadas circunstancias, producen descargas simultáneas que se asocian con la realización de determinados tipos de actividad. No podemos detenernos más en los detalles del funcionamiento del cerebro. Pero el resultado es que, mientras que actualmente existen simulaciones de ordenador que pueden describir con gran exactitud la dinámica de las galaxias, e incluso la evolución de todo el universo a gran escala, aún estamos muy lejos de poder simular de un modo realista el funcionamiento del cerebro humano. Y ni siquiera es seguro que vaya a poder conseguirse una simulación del mismo que tenga realmente en cuenta todos los factores relevantes en su dinámica. Por tanto, y resumiendo todo lo anterior, podemos concluir que el hombre y el cosmos son realidades entre las que existen interesantes vinculaciones –más allá de la obvia constatación de que el hombre existe en el cosmos. Por un lado, una realidad como la 20 humana solo puede darse en un universo de características físicas extremadamente peculiares. Y, por otro lado, la realidad humana no es simplemente una más entre las entidades que pueblan el cosmos, sino que se encuentra ocupando un lugar muy particular: el máximo (o al menos un lugar cercano al máximo) en la escala de la complejidad. Para seguir leyendo F. Hoyle, The intelligent universe, Michael Joseph Limited, Londres 1983. J. Leslie, Universes, Routledge, Londres 1996. G. Lewis y L. Barnes, A fortunate universe. Life in a finely tuned cosmos, Cambridge University Press, Cambridge 2016. M. Rees, Our cosmic habitat, Princeton University Press, Princeton 2001. (versión castellana: Nuestro hábitat cósmico, Planeta, Barcelona 2002). F. J. Soler Gil, El universo a debate. Una Introducción a la filosofía de la cosmología, Biblioteca Nueva, Madrid 2016. Notas 1. Ha cursado estudios de Física y Filosofía. Es doctor en Filosofía por la Universidad de Bremen. Ha sido miembro del grupo de investigación de Filosofía de la Física de dicha universidad, y posteriormente del grupo de investigación de Astrofísica de Partículas de la Universidad Técnica de Dortmund. En la actualidad es profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla. Ha publicado numerosos libros y artículos sobre filosofía de la física y filosofía de la naturaleza. 21 E 5. JORDI PUIG I BAGUER1 ¿Qué dice la Tierra sobre quiénes somos y sobre cómo vivir? El valor de la Tierra y su relación con el valor del ser humano n la cultura contemporánea prevalece un notable olvido relacionado con la corporalidad humana. Cautivados por la libertad, se ha debilitado mucho, sin embargo, el sentido de vivir integrados en un cosmos. El cuerpo conecta íntimamente a cada ser humano y la Tierra, la cual pone en relación a todos sus habitantes entre sí. Dependemos de una tierra compartida para vivir. Y, según cómo se aproveche, se afecta también a los demás. Los sistemas socioeconómicos se construyen y sustentan sobre bienes que esa tierra ofrece, y que se distribuyen con mayor o menor justicia entre los diversos habitantes, pueblos, culturas o naciones. La reflexión sobre el ser humano, la antropología, descuida con frecuencia reparar en la Tierra. En parte, por no escuchar lo suficiente a las ciencias del medio ambiente. También por olvidar otras sabidurías menos recientes sobre la naturaleza y el lugar que ocupa en ella el ser humano. Como resultado, es poco probable que se nombre a la Tierra para responder a la pregunta: «Y yo, ¿quién soy?». Se deja su alcance fuera de lo que se estima nuclear –definitorio– de la vida humana. Y sin embargo somos tierra, de una manera muy determinante. Beber, comer, crecer, construir, proteger, cuidar, dar y recibir, compartir, imaginar o reír, sufrir… Todos los verbos quepueden expresar algún aspecto del vivir corporal humano requieren no solo tener un cuerpo, sino contar con un ecosistema del que obtener su sustento. No es casualidad que el ser humano comparta de forma integrada con la naturaleza no humana la materialidad de átomos, moléculas y genes, tipos celulares y de tejidos, familias de órganos vitales, funciones metabólicas, relaciones ecológicas, un origen común e incluso no poco de las conductas y sentimientos propios del mundo animal vinculados a la condición corporal. Que el ser humano necesite del aire y del agua para vivir, que la comida acabe siendo integrada en un «yo», que toda artificialidad o cultura elaboradas necesiten emplear una naturaleza preexistente para llegar a constituirse, ¿no debería alcanzar más peso en la antropología? El cuerpo, en suma, depende del medio exterior a él, que le sustenta en la vida y en la cultura. La corporalidad muestra así la presencia del ecosistema en cada ser humano –en cada «yo»– y en cada sociedad, como algo profundamente propio de su ser individual y colectivo. La integración de todo y cada ser humano en el ecosistema terrestre debería ser entonces nuclear en la definición de la identidad humana. El cuerpo, por estar relacionado tan fundamentalmente con la tierra, llama a que cada «yo» y sociedad, inseparablemente corporales y libres, se integren armoniosamente con sus decisiones en la frágil red de relaciones de la naturaleza, sin devaluarla. Para ser coherentes con el modo corporal y ecosistémico de ser, la libertad debería buscar y lograr la armonía al 22 relacionarse con el mundo natural, que se expresa en tantos niveles del ser humano. De esa libertad y armonía lo arrancan y separan la falta de ética ambiental y de justicia social. La tendencia a devaluar el medio de pertenencia al actuar es una incoherencia antropológica y, por tanto, una falta de ética. Aldo Leopold, reconocido ambientalista del siglo xx, sostenía en este sentido que una decisión que afecte a la Tierra es correcta cuando tiende a preservar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad biótica. Y que es errónea si tiende a lo contrario. Importa ese «tender» a preservar valores, pues no era Leopold un abogado de la inacción. No olvidaba que la interacción humana con el resto de lo natural –y el cambio que produce– es inherente a su condición corporal. Pero sí tenía en mente que lo moralmente digno no es cualquier cambio producido, sino el que tiende a preservar los valores descubiertos. Con motivo, se puede talar un árbol. O miles. Pero nada justificaría hacerlo sin motivo, o de forma que se tienda al empobrecimiento o a la desaparición de los bosques. Tres valores de la naturaleza, algo olvidados El cuerpo humano enseña o recuerda que pertenecemos a la naturaleza en aspectos que escapan a nuestra capacidad de decidir, y que la biología o la ecología ayudan a conocer. Lo natural y su carácter de ecosistema actúan de por sí, y de forma integrada –todo está conectado– tanto en el entorno como en nosotros, y fuera del alcance de nuestra decisión. No podemos, por ejemplo, dejar de respirar sin dejar de vivir. Así, no elegimos todo cuanto acontece en nuestro ser: en buena medida nos viene dado. Sí tenemos, en cambio, capacidad de elegir en otros ámbitos, como el de contaminar o no el aire que respiramos. En nuestro modo de vivir se ha deteriorado mucho el sentido de pertenecer a una naturaleza dada a todos, recibida y compartida. Este desgaste acarrea tres olvidos que caracterizan con frecuencia a las culturas, en particular en su dimensión consumista contemporánea. Se olvida, en primer lugar, que la naturaleza es un don, recibida: no nos la hemos dado. Todo don pide respeto por su mera existencia, porque no se debe a nosotros. Porque existe, compromete. Y, al ejercer ese respeto en el encuentro material, el don de la naturaleza ofrece al ser humano otro nivel de encuentro con él, intangible. Se le ofrece ir mucho más allá del mero aprovechar la Tierra como recurso material, hasta llegar a descubrir sus rasgos espirituales específicos en el espejo material de la Tierra. Se le ofrece, por ejemplo, agradecerla… o descubrir en ella fuerzas o mensajes personales en su belleza, tema al que se volverá más adelante. Parece, sin embargo, que esas posibilidades y el valor intrínseco de lo natural raramente se perciben y honran como se debiera. La naturaleza queda reducida con frecuencia al uso material y al interés humano, y se pierde así de vista su más hondo valor, significación, sentido y provecho personal y comunitario. En segundo lugar, se olvida que ese don recibido por todos tiene un modo de ser y no otro. Cada ser concreto o ecosistema, cada concreción material del cosmos, expresa una singularidad, un tipo de ser, que encierra otro valor a tener en cuenta y a cuidar con la 23 conducta que escogemos. Un águila no es un gorrión, y ninguno de los dos son árboles o rocas. No es lo mismo un roquedo que un río. Ni el pelo humano que la mano. Al reconocer esas diferencias, se aprende a la vez cómo debe ser el trato y el respeto debido a cada tipología de lo natural: no se trata igual a una roca que a un pájaro. El pelo se corta… pero no las manos. Si se conoce bajo qué condiciones se mantiene la vida en un río se podrán evitar vertidos dañinos. Aunque evitarlo no depende solo del conocimiento, sino de cada elección. Lo natural posee un modo intrínseco de ser y funcionar que, si se estudia, ofrece lecciones al comportamiento que escogemos. Cada realidad conlleva un modo adecuado de relación con ella. Cada ser, con su modo de ser –en su integridad y en su integración en el medio natural, como dos aspectos inseparables–, es precisamente la guía que debe seguirse para respetar lo natural y cuidarlo. En este modo de entender y practicar la pertenencia humana al mundo natural –que estudia cómo es lo dado que no depende de nuestras elecciones, y procura respetarlo al ejercitar la libertad y elegir la conducta– hay mucho en juego. El doble valor de la naturaleza –su misma existencia y su tipo de ser concreto– pide por tanto una actitud: el respeto a ambos valores. Solo desde un absolutismo de lo exclusiva y excluyentemente humano se podría entender ese respeto como enemigo de la libertad. Se trata, más bien, de entenderlo como una condición requerida para avanzar hacia la plenitud humana, que exige la plenitud natural. Por estar todo unido, al hacer daño –aunque sea solo aparentemente un daño material– nos dañamos. Y no solo en lo material tangible, sino también en las dimensiones morales intangibles –reales, como la libertad de conducta– con las que también pertenecemos a la Tierra, para bien o para mal. El tercer olvido y valor hace referencia al vínculo entre sociedad y medio ambiente. De entrada, el medio ambiente es compartido y compartible. El respeto a cada existencia y tipo de ser natural debería practicarse, además de por sí mismo, como condición ineludible de respeto al prójimo humano. Si, por ejemplo, contaminamos la atmósfera, negamos nuestra humanidad al menos tres veces. Para empezar, alteramos un bien natural con valor intrínseco. Al hacerlo, negamos nuestra llamada, como seres naturales que somos, a integrar armónicamente nuestra conducta y cultura en el funcionamiento natural del mundo. Por último, negamos también nuestra integración solidaria en la sociedad a través de lo natural, al negar el derecho de los demás a un aire limpio. Todo aprovechamiento o uso de la naturaleza ambiental requiere ser justificado por un modo de actuar que la respete a ella, al ser humano y a la relación natural e intangible pero real –ética– que los une. Aunque sea práctica habitual sacar riqueza de una tierra restándole valor, no es digno del ser humano enriquecerse empobreciendo, sea al medio natural, sea a otras personas o sociedades –contemporáneas o futuras– a las que afectamos con nuestras elecciones. Y así se opera con frecuencia desde el seno de la cultura en los países desarrollados –en particular a partir del colonialismoy más con el creciente consumismo– sin ni siquiera querer reparar en esos errores y sus tremendas consecuencias. 24 Cómo alimentar el compromiso ambiental y social ¿Se ve hoy el ser humano no solo llamado, sino capaz de cambiar su conducta, cuando así lo exija respetar cada ser y tipo natural, compartir mejor la Tierra con todos, y cultivar su valor natural para que aumente? En ausencia de otras voces humanísticas que se han apagado, las ciencias ambientales y la cultura ecológica aparecen como las que más configuran hoy cómo debe ser el respeto que reclama la constatación del impacto ambiental y social causado colectivamente por nuestro modo de vida. A ellas debemos en gran medida el despertar moral hacia los valores ambientales. Pero estas ciencias no son las únicas capaces de descubrir qué es lo natural y su valor. Quien no sabe de ciencia puede, sin embargo, saber mucho de naturaleza. La naturaleza no es solo lo científicamente experimentable de ella y el saber que así se obtiene; a menos que nos alejemos de la realidad natural y llamemos «naturaleza» solamente al riquísimo pero restringido cuerpo de conocimientos que sobre ella dan estas ciencias. Por esta razón, las ciencias –siendo indispensables– no bastan; en especial, al tratar del ser humano, cuya realidad natural va notablemente más allá de la que comparte con el mundo no humano. Solo respetando enteramente el valor de la naturaleza –su existir, modo de ser y de relacionarse– se obra con humanidad. Pero el reconocimiento de ese valor entero requiere, junto con la ciencia, una apertura a otras dimensiones de lo natural. El asombro ante la belleza –natural y humana–, su experiencia, abre nuevos caminos hacia la profundidad misteriosa y el valor de lo natural y de lo natural humano, que quedan siempre en parte por desvelar. No es extraño que la educación ambiental, si se limita a informar con el saber de la ciencia, no logre en muchos casos desarrollar hábitos. Para profundizar en el compromiso con el valor de lo natural –también, y en especial, en lo natural de cada ser humano– se necesitan enfoques complementarios a los de las ciencias. Los ofrecen el arte, la filosofía o las religiones, junto con tantas aproximaciones del ser humano a lo natural que saben entrar en contacto directo con la realidad natural, y experimentarla de una forma que conduce mejor al respeto que el mero conocimiento abstracto, interpretativo o instrumental. «Prestar atención a la belleza y amarla nos ayuda a salir del pragmatismo utilitarista. Cuando alguien no aprende a detenerse para percibir y valorar lo bello, no es extraño que todo se convierta para él en objeto de uso y abuso inescrupuloso» (Francisco, Laudato si’, n. 215). Las posibilidades que abren estas consideraciones son tal vez poco cultivadas hoy, debido quizás a que la especialización y desconexión de los saberes –y la disminución de la experiencia y sabiduría de lo natural en nuestra vida crecientemente urbana– nos induce a entendernos «abstractos», separados de aquello que en realidad somos, y de lo que dependemos y a la vez debemos respetar. La cultura, lo artificial, el espacio construido, la ciudad… van apartando de hecho y por elección la presencia o rango de la naturaleza en el vivir humano. Y así nos alejamos de poder encontrar las manifestaciones de la naturaleza en los paisajes del vivir. Con ojos insuficientes, incluso las ciencias parecen excluir de su vocabulario la propia y asombrosa belleza natural que impulsó su nacimiento. Y sin embargo, para asegurar la armonía social y ambiental, acaso sea 25 indispensable recuperar la actitud contemplativa que debería acompañar toda actividad humana, para aprender mejor de la Tierra quiénes somos en ella, y cuál es su verdadero valor. Pues el mayor valor de la naturaleza, el que más puede mover nuestro compromiso de respeto solidario, solo se descubre, posiblemente, al contemplarla en toda su belleza, en el mundo natural y en cada ser humano. Para seguir leyendo J. Puig, «Hacia un desempeño social y ambiental renovado en la Universidad de Navarra», en S. Aulestiarte y R. Duro (eds.), Ecología y desarrollo humano. Conversaciones sobre Laudato si’, EUNSA, Pamplona 2017, pp.101-125. J. Puig y M. Casas Jericó, «El impacto ambiental: un despertar ético valioso para la educación», Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria 29 (2017) 101-128. J. Puig y F. Echarri, «Environmentally significant life experiences: the look of a wolf in the lives of Ernest T. Seton, Aldo Leopold and Félix Rodríguez de la Fuente», Environmental Education Research (27/11/2016) 1-16. J. Puig, «Un ambientalista se encuentra con la encíclica Laudato si’. Una llamada (¿inesperada?) a la conversión desde la ecología», en T. Trigo (ed.), Cuidar la creación. Estudios sobre la encíclica Laudato si’, EUNSA, Pamplona 2016, pp. 113-151. J. Puig, F. Echarri y M. Casas Jericó, «Educación ambiental, inteligencia espiritual y naturaleza», Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria 26 (2014) 115-140. Página del Programa: http://web.unep.org/geo/ Notas 1. Doctor en Ciencias (ETS de Ingenieros de Montes, UP de Madrid, 1995). Profesor de Evaluación de Impacto (EIA) en la Universidad de Navarra desde 1996. Profesor visitante de la University of California, Berkeley (2002- 2003) y de la University of Manchester (2004). 26 L 6. RUBÉN HERCE1 ¿Cuándo aparecieron los primeros humanos? a pregunta de este capítulo tiene dos cuestiones incluidas: ¿qué entendemos por ser humano?, y ¿a partir de qué fecha se estima su aparición? Responder a la primera pregunta es tarea de este libro, mientras que la segunda la abordaremos en este apartado. Para ello, veremos brevemente lo que la ciencia nos puede decir sobre el origen de los primeros individuos del género Homo y de los humanos anatómicamente modernos (AMH: anatomically modern humans). ¿Singularidad humana? Lenguaje, cultura, uso de herramientas o encefalización son algunos rasgos humanos con manifestaciones incipientes en otras especies. En los animales se aprecia cierto aprendizaje, cierta comunicación o cierta expresión de emociones. Sin embargo, la distancia entre el comportamiento humano y el comportamiento animal, o el lenguaje humano y la comunicación animal, es tal que resulta innegable la brecha que nos separa. Los humanos hacemos ciencia o nos preguntamos sobre el sentido de la vida. Aun así, autores como Monod, Dawkins o Dennett han criticado esta radical diferenciación de los humanos con otros animales. Todas las especies serían igual de perfectas, fruto de una cadena de vencedores por selección natural. Cada una estaría ocupando su nicho y los humanos serían un producto más de la evolución. Esta explicación, en sí misma sencilla, quizá resulta insuficiente para dar cuenta de la autoconciencia, de la reflexión o de la libertad humana sobre todo si no se las reduce a meros epifenómenos de la materia, negando su radicalidad. El estudio de los orígenes y sus límites Paleoantropología, biología, etnología y genética contribuyen a la reconstrucción histórica de la aparición y desarrollo de los humanos. El saber proporcionado por dichas ciencias es relativo tanto a su objeto de estudio como a las limitaciones intrínsecas, temporales y estructurales de la metodología empleada. Conocer las limitaciones de las diversas ciencias ayuda a encuadrar el alcance de las afirmaciones que pueden hacer. Pretender una explicación absoluta con métodos y saberes relativos acabaría siendo fuente de errores e incomprensiones. La investigación científica sobre el origen de los humanos tiene una perspectiva extrínseca que pretende buscar y aclarar los hechos externos. Por lo que la perspectiva en primera persona, la autocomprensión (quién soy yo, de dónde vengo), quedaría apartada del debate, por importante que sea. Así, por ejemplo, vista desde fuera, la manifestación de la psique humana es gradual. Mientras que, vista en primera persona, no existe una gradación entre ser consciente de algo o no serlo. La experienciapersonal en acto es que somos conscientes, quizá poco conscientes, pero conscientes. Eso no significa que al 27 pensar sobre el pasado quizá no recuerde hasta qué punto era consciente en una situación determinada. La experiencia de autoconciencia y de libertad, de quién soy yo y de que soy responsable de mis acciones, no es explicable desde una perspectiva empírica. Al mismo tiempo semejante novedad tuvo que darse por primera vez en algún momento, aunque se desdibuje en el pasado y no se pueda reconocer desde fuera. Filogenia de los homínidos En 2013, el descubrimiento de Homo naledi suscitó un gran revuelo, que se atenuó al ser datado hace unos 200 o 300.000 años. En 2017, la datación de restos de Homo sapiens en el Magreb parecería dar al traste con lo hasta ahora aceptado por la comunidad científica en relación al origen del Homo sapiens. Y en los últimos años, la constatación de la hibridación entre neandertales y sapiens ha puesto en tela de juicio algunas de las teorías filogenéticas más asentadas. Sin embargo, lejos de ser un problema, cada nuevo dato nos acerca a una reconstrucción más precisa de nuestros orígenes biológicos. Los árboles filogenéticos reconstruidos a partir de los fósiles de homínidos han evolucionado mucho desde sus primeras versiones. A día de hoy nos encontramos con un modelo arbustivo de poblaciones que se separan, que evolucionan por su cuenta y que se acaban extinguiendo o mezclándose de nuevo con mayor o menor prevalencia de unas sobre otras. Cada vez resulta más complicado sostener que existieron distintas especies de humanos salvo que lo que se quiera decir es que hay distintas poblaciones o grupos. La evidencia fósil sugiere que hace unos 5-7 millones de años (Ma) debió de haber una gran variedad de homínidos. El más antiguo de los antecesores comunes entre los humanos y los chimpancés sería el Sahelanthropus tchadensis datado en unos 7 Ma. Un poco posterior, de hace 6 Ma, sería el Orrorin tugenensis, aparentemente bípedo. A este le sucederían los primeros Ardipithecus, de los que hay restos desde hace unos 5,7 Ma hasta hace 4 Ma. Finalmente, hace unos 4,4 Ma, aparecerían los Australopitecinos (Australopitecos y Parántropos) perdurando hasta hace 1 Ma. Ninguna de estas especies está catalogada dentro del género Homo y ninguna de ellas ha sobrevivido hasta nuestros días. Según algunos estudios comparativos de cromosomas, que requieren más contrastación, la separación humano-gorila pudo acontecer hace unos 7,3 Ma y la humano-chimpancé hace unos 5,4 Ma, pudiendo haber perdurado el flujo genético entre los linajes que dieron lugar a los humanos modernos y los que dieron lugar a las especies de primates actuales hasta hace unos 4 Ma. Desde entonces, las muchas adaptaciones ocurridas en los seres humanos ya no son compartidas con ninguna especie viviente. Este dato genético coindice en el registro fósil con la aparición de los australopitecos, cuya versión robusta daría lugar a los Parántropos mientras la versión grácil daría lugar a los Homo. Sin embargo, no hay consenso sobre el modo concreto en que esto pudo acontecer. En cualquier caso, el origen de los Homo se sitúa alrededor de los 3 Ma. 28 Las primeras poblaciones del género Homo La cuna de los antepasados de los humanos se sitúa en la Gran Falla oriental de África (Great Rift Valley), al sur de Etiopía, lindando con Kenia, donde existe un registro estratigráfico ininterrumpido que contiene restos fósiles desde hace 4 Ma. En estos yacimientos y en otros se observa que el linaje de los chimpancés produjo varias subespecies en los últimos millones de años, mientras que el linaje humano parece haber tenido lugar como una sucesión de cronoespecies. Los primeros restos de Homo (H. habilis y H. rudolfensis) son de hace 2,5 Ma, quizá a partir de algún tipo de australopiteco. En ellos se aprecian muchas novedades morfológicas junto a algunas de las primeras herramientas líticas. Recientemente se han descubierto herramientas que datan de hace 3,3 Ma, pero que no están asociadas a un fósil concreto. La aparición de industria lítica conllevaría unos cambios anatómicos y de encefalización que permitieron al linaje humano adentrarse en el nicho cultural mediante cronoespecies sucesivas (H. habilis, H. erectus y H. sapiens), hasta llegar a las manifestaciones más elevadas del psiquismo humano en la actualidad. Para dar sentido a los datos morfológicos y culturales observados en los albores de la humanidad, se ha diferenciado entre: a) un proceso somático de hominización, entendido como la secuencia de cambios que conducen a la forma biológica de los humanos y al que se aplican las mismas leyes biológicas que en la aparición de otras especies: diversificación, adaptación y selección; y b) un proceso psíquico-cultural de humanización o enriquecimiento cultural. Los primeros individuos del género Homo, como los niños, ya tendrían todas las potencialidades humanas, aunque no plenamente manifestadas. Además, una vez existente, la humanización (ser ya humano) influiría en la hominización de modo que, por ejemplo, los cambios morfológicos favorables al ejercicio de la racionalidad serían seleccionados porque proporcionan una ventaja adaptativa. Este enfoque, si bien no es el único, ayudaría a explicar la llamativa acumulación de mutaciones y cambios favorables a la expresión de lo propiamente humano. De los primeros Homo a los humanos anatómicamente modernos Al Homo habilis le sucedió hace 1,9 Ma el Homo erectus según su denominación más genérica u Homo ergaster según su denominación africana más ancestral. El H. erectus se extendió por Eurasia e inició la transición hacia los humanos modernos con quienes compartió muchas características morfológicas. Hace 0,6 Ma, durante las últimas fases del H. erectus, emergió en África una estirpe ancestral llamada Homo heidelbergensis por algunos y Homo rhodesiensis por otros. El heidelbergensis permaneció en Africa y evolucionó dando lugar a los primeros humanos anatómicamente modernos, los H. sapiens. Sin embargo, estas no serían las únicas poblaciones humanas. Por ejemplo, ¿de dónde vienen los neandertales? La verdad es que no está claro. Algunos sostienen que sus 29 antecesores son los Homo heidelbergensis mientras que otros hablan de los Homo antecessor. En sentido amplio, se acepta que los neandertales provienen, a través de alguno de los grupos anteriores, de los erectus y que vivieron en Europa hasta hace 28.000 años antes de desaparecer bien debido a cambios climáticos, demográficos y de presión por parte de la expansión de los AMH, o bien por absorción y competencia con el H. sapiens, con el que habrían hibridado durante decenas o incluso centenas de miles de años. En general se sostiene que, a lo largo de los últimos 2 Ma, las diferentes poblaciones de erectus evolucionaron diversamente en las distintas áreas geográficas que ocuparon. A falta de mejores precisiones y de nuevos descubrimientos, en Asia estuvieron los H. erectus y luego los denisovanos. En Europa el H. antecessor y después los neandertales. En África, el H. ergaster, el H. erectus, el H. heidelbergensis y el H. sapiens, sucesivamente. Además, se supone que estas poblaciones habrían tenido intercambios genéticos entre sí, esporádicos o intermitentes. Lo que implicaría que más que hablar de especies distintas, deberíamos entenderlo como una sucesión de poblaciones en continuidad con los habilis. Los humanos anatómicamente modernos A falta de contrastarse mejor algunos datos recientes, como se apuntaba más arriba, los primeros AMH documentados aparecieron en África hace unos 200 o 300.000 años y se expandieron fuera del continente en diferentes oleadas. Históricamente se han presentado cuatro modelos de hipótesis sobre el origen de los AMH, que van desde un «reemplazamiento africano» o «salida desde África» (out of Africa), según el cual las poblaciones humanas modernas se formaron en África hace unos centenares de miles de años y desde allí se extendieron por el resto del mundo reemplazandoa las poblaciones indígenas; hasta un modelo de «continuidad regional» que niega un origen africano reciente de los humanos modernos y sostiene que cada región habría dado lugar a sus propios humanos modernos. Entre medias se sitúan los modelos de «hibridación africana y reemplazo» y de «asimilación», según la intensidad de reemplazo o de hibridación que se sostenga en cada caso. Los estudios genéticos recientes han mostrado que el flujo genético se produjo principalmente desde África, pero con una continuidad regional debido a las hibridaciones con poblaciones ya existentes, como los neandertales o los denisovanos. Por lo tanto, un modelo «sobre todo desde África» (mostly out of Africa) sería el mejor candidato para explicar la aparición de los humanos modernos. Consideraciones finales En resumen y sintetizando las interpretaciones más verosímiles, se podría decir que hay una continuidad biológica entre los humanos y los animales, hecha de constantes novedades que expresan poco a poco y con más claridad lo propiamente humano. Nuestra especie se separó hace por lo menos 4 Ma de cualquier otra especie existente 30 sobre la tierra. Desde entonces ha evolucionado con su propio acervo genético hasta dar lugar a los humanos modernos. Las primeras expresiones humanas aparecen ya en los habilis o incluso algo antes. Hace unos 2,5 Ma se observa un cambio a múltiples niveles que da lugar a la aparición de los habilis. Desde entonces parece que hay una continuidad, no estrictamente lineal, hasta la actualidad. Durante estos periodos, las manifestaciones culturales han adquirido cada vez mayor complejidad conforme se sucedían distintos tipos de Homo: uso de herramientas para fabricar utensilios, simbolismo y marcas sobre objetos, dominio intencional del fuego, cacerías en grupo, enterramientos, arte, religiosidad… Los habilis ya se diferenciaban culturalmente de los australopitecos y parántropos, con quienes convivían, y esta tendencia se agudizó con los erectus y sus sucesores. En los erectus se observan características humanas retrotraíbles a los habilis. Mientras que en las poblaciones recientes de neandertales y denisovanos se aprecian muchos aspectos culturales similares a los de los sapiens. Pensar que lo propiamente humano se limita al H. sapiens no es sostenible. El simbolismo y la capacidad de planificar o actuar intencionalmente es clara en neandertales y denisovanos, pero no solo. El acervo genético propio de los humanos modernos tiene su fuente principal con la aparición de los sapiens en África. Sin embargo, hay trazas de hibridación con otras poblaciones existentes en Eurasia y África, por lo que no se pueden considerar especies biológicas distintas. Se piensa que los primeros humanos no debían tener una autoconciencia muy clara tanto de sus obras como de quiénes eran, de modo análogo a como un niño puede hablar, aunque todavía no sea plenamente consciente de sus actos. A esta postura se oponen quienes piensan que tiene que haber algún tipo de novedad o de discontinuidad más radical. Estos últimos, aceptan la evidencia de la continuidad biológica entre humanos y animales, a la vez que indican que hay procesos, como el de encefalización, que rentabilizan los procesos biológicos de manera sorprendente en favor del ser humano. Por último, entender el origen de los humanos (no así su desarrollo) como algo gradual tiene un inconveniente filosófico y de sentido común. Desde el punto de vista conductual hay un momento en que el ser humano tiene que ser protagonista. La perspectiva de la acción humana en primera persona constituye una novedad que escapa a la objetivación científica. Actuar en primera persona es una discontinuidad que queda inexplicada con la versión estándar del origen de la especie humana. Para seguir leyendo D. W. Cameron y C. P. Groves, Bones, stones and molecules: «Out of Africa» and human origins, Elsevier Academic Press, San Diego 2004. R. DeSalle, R. e I. Tattersall, Human origins: What bones and genomes tell us about ourselves, Texas A&M University Press, College Station 2008. R. Herce, «Origen del hombre», en C. Vanney, I. Silva y J. F. Franck (eds.), Diccionario Interdisciplinar Austral, 2016, URL= http://dia.austral.edu.ar/Origen_del_hombre. 31 R. Jordana, «El origen del hombre. Estado actual de la investigación paleoantropológica», Scripta Theologica 20/1 (1988) 65-99. C. A. Marmelada, «Evolución humana: Los orígenes biológicos del ser humano», en C.A. Marmelada, E. Palafox y A. Llano, En busca de nuestros orígenes, Rialp, Pamplona 2017, pp. 43-125. F. Rodriguez Valls, Orígenes del hombre. La singularidad de lo humano, biblioteca Nueva, Madrid 2017. C. B. Stringer, Lone survivors: How we came to be the only humans on Earth, St. Martin’s Griffin, Nueva York 2013. I. Tattersall, Masters of the planet: The search for our human origins, Palgrave Macmillan, Nueva York 2012. D. Turbón, La evolución humana, Ariel, Barcelona 2006. Notas 1. Ingeniero y doctor en Filosofía. Profesor adjunto de la Universidad de Navarra. Actualmente imparte clases de Filosofía de la Ciencia y de Ética, en las facultades de Medicina y Ciencias de la Universidad de Navarra. Es miembro del grupo de investigación Ciencia, Razón y Fe (CRYF). 32 S 7. JUAN EDUARDO CARREÑO1 ¿Qué problemas filosóficos plantea la (in)existencia de seres vivos extraterrestres? i la interrogante acerca de la existencia de seres vivos en otros mundos distintos del nuestro no ha estado del todo ausente en la Antigüedad y el Medioevo, es con el advenimiento de la Modernidad que se comienza a cimentar una idea del universo compatible con la existencia de seres vivos extraterrestres. Una manifestación concreta de esta apertura es la sensibilidad que muestra la ciencia ficción contemporánea frente a la eventual visita de seres racionales venidos de algún rincón del universo, en ocasiones con intenciones benevolentes, en otras –la mayoría– más bien hostiles. Pero más allá de estas expresiones culturales, cabe preguntarse qué sabemos realmente acerca de la cuestión de la existencia o inexistencia de vivientes extraterrestres. La progresiva e inusitada ampliación del mapa del universo provocada por la observación astronómica sistemática provocó tempranamente una especulación favorable a la idea de que la vida no es un hecho circunscrito a la corteza de nuestro plantea. Los trabajos de autores como Richard Proctor y Camille Flammarion, en el siglo XIX, y Giovanni Sciaparelli, en el XX, plasman tempranamente el cometido de conferir a la búsqueda de vida extraterrestre una validación científica; es, de hecho, desde estos antecedentes que se originará, a partir de la década de los setenta, un programa de investigación conocido inicialmente como exobiología y luego como astrobiología, que actualmente ya cuenta con una institucionalidad madura. En alianza con agencias espaciales y grandes centros astronómicos de todo el mundo, quienes trabajan en esta área han centrado sus esfuerzos en ciertas líneas bien definidas, tales como la búsqueda de estructuras biológicas y/o compuestos orgánicos en cuerpos celestes, el hallazgo de sistemas planetarios aptos para la vida orgánica, el estudio acerca del proceso que subyace al origen y evolución de los vivientes, y la captación de radioseñales de origen inteligente (programa este último conocido como SETI, por sus siglas en inglés: Search for Extraterrestrial Intelligence). Aunque no puede negarse el valor especulativo, técnico y heurístico de estas investigaciones, lo cierto es que a la fecha carecemos de datos fiables que permitan aseverar la existencia de vida extraterrestre, racional o no. Por supuesto, esto no quiere decir que esa vida no exista, pues la ausencia de una demostración no equivale a la demostración de una ausencia. Las décadas que hemos invertido en esta empresa palidecen en comparación con las colosales dimensiones del universo conocido, y para ilustrarlo, bastará con el siguiente cálculo: si hubise un millón de civilizaciones tecnológicamente avanzadas
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