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La fuerza de un sueño - Teresa Perales

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La fuerza de un sueño
Entrena tus emociones para superar los límites
 
 
TERESA PERALES
 
 
 
 
 
 
 
 
www.megustaleerebooks.com
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http://www.megustaleerebooks.com/
A mi marido Mariano, amante y
amigo, por su paciente apoyo en
todo lo que hago
 
A mi hijo, por regalarme cada
día una ternura tan pura que
me hace sentir que soy la
mujer más afortunada del mundo
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La teoría del espiralismo
 
 
Si alguien me dijera que podría volver atrás en el tiempo y
no quedarme en una silla de ruedas, le diría que no, si eso
significase que no iba a vivir las experiencias que he tenido
desde el día que dejé de caminar.
 
 
¿Extrañado? Posiblemente, sí. Esta es la reacción de muchas personas cuando me
escuchan decir la frase que encabeza estas líneas u otras frases parecidas, después de
preguntarme por mi vida. Lo normal es verme en una silla de ruedas y pensar que es
difícil afirmar que «no se puede ser más feliz». En muchas ocasiones veo que la gente se
sorprende cuando digo que soy feliz, y es porque parece que ir en silla de ruedas tuviera
que estar reñido con sonreír. Por eso algunas me preguntan abiertamente cuál es mi
secreto.
 
 
Son las siete de la mañana. Mientras escribo estas líneas, voy en un tren con destino a
Madrid para dar una conferencia y recibo una llamada de mi hijo, Nano, que tiene tres
años. Se ha despertado sobresaltado y llorando por culpa de una «terrible pesadilla».
Normalmente, suelo ir a consolarlo a su cama pero, hoy, lógicamente, no ha sido así. Y
entonces se ha acordado de lo que le dije la noche anterior, cuando lo arropé después de
leerle un cuento: que no iba a estar en casa por la mañana y que sería papá el que lo
llevaría al colegio. Y en ese momento de miedo y desconcierto, mi ausencia ha hecho
que su disgusto fuera mayor y no hubiera forma alguna de consolarlo. Mariano, mi
marido, ha recurrido al bendito móvil para que pudiera decirle algunas palabras, en un
intento de reconfortarlo. Había que romper de alguna manera la dinámica en la que el
niño se encontraba para que pudiera parar de llorar. Había que buscar una solución
distinta, algo que le distrajera del círculo vicioso en el que estaba metido y que
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provocaba que, cuando iba a dejar de sollozar, volviera a romper en llanto al acordarse
de su pesadilla y de mi ausencia. En cuanto el niño ha oído mi voz, se ha calmado,
aunque entre sollozos me ha preguntado: «¿Cuándo vas a volver mami?». «Esta noche,
cielo.» «Vale, ¿me cuentas un cuento?»
Y así es como he terminado contándole un cuento sobre una mamá y un papá que
tuvieron un niño maravilloso al que querían con locura. No es muy original, pero es lo
primero que me ha venido a la cabeza. Y, además, por fortuna, ha funcionado a la
perfección y se ha quedado bastante tranquilo. Pero no ha tenido solo ese efecto; en este
mismo instante hay una sonrisa bobalicona reflejada en mi cara. Y no puedo ni quiero
quitármela. Me va a acompañar durante el resto de la jornada y, por supuesto, va a estar
presente mientras les hable a los trabajadores de la empresa que me ha contratado hoy.
Hay una cosa en la que, como todas las madres, no soy muy original, y es cuando digo
que Nano es lo mejor que me ha pasado en la vida. Es un niño cariñoso, rebosante de
ternura y que me dice frases tan bonitas como «Mamá, quiero casarme contigo» o «Qué
preciosa eres, mamá». Me regala sonrisas todos los días y me recuerda constantemente
esa magia que existe cuando el mundo se descubre por primera vez. Siempre aprende
algo nuevo y, mientras tanto, su padre y yo le acompañamos como mejor sabemos en su
recorrido, recibiendo nosotros, a la vez, muchas enseñanzas en ocasiones junto con él y,
en otros casos, de él.
 
 
Así que, ahora, cuando me preguntan que por qué soy tan feliz, suelo responder con otra
pregunta obviamente retórica: «¿Cómo no voy a ser feliz, si tengo a Nano y a Mariano
que me hacen sentir pletórica?».
Hace mucho tiempo me propuse encontrar el significado de mi existencia, dejar
huella. Una pequeña huella, no de una manera ambiciosa o desproporcionada. Un poso
que perdure en los que tengo más cerca, en los que me ayudan cada día, quienes me
hacen sentir feliz, en los que me quieren, o en los que me saludan por la calle y me
alegran un día mustio regalándome su sonrisa e, incluso, en los que «no me quieren
bien», que, probablemente, también los habrá. Con mi hijo siento, también al igual que
muchas madres, que eso lo cumplo cada día. Y es motivo suficiente para hacerme aún
más feliz. Eso es todo lo que necesito: alguien que me quiera como mi hijo y mi marido,
por todo lo que soy —lo bueno y lo malo—, y un montón de gente con los que compartir
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mi alegría.
No tengo ninguna duda de que la felicidad nace y muere en el interior de cada persona
y a cada momento. Todo tipo de acontecimientos diarios y todo tipo de personas
producen en nosotros vivencias y emociones que nos hacen reaccionar de muy diferente
manera. El pensamiento positivo o negativo con el que traduzcamos esa realidad puede
conseguir que un mismo acontecimiento sea motivo de sufrimiento o todo lo contrario,
de alegría; puede hacer que veamos el vaso medio lleno, o lo veamos medio vacío.
¿Qué es la teoría del espiralismo? A pesar de su nombre aparentemente pretencioso, se
trata de mi planteamiento vital, resumido en una teoría no muy ambiciosa, de pocas
líneas pero que creo que son bastante claras. La idea es simple: «Cada ser humano puede
crear su propia espiral de optimismo y felicidad». Tienes que poner imaginariamente a tu
alrededor, en esa espiral, lo que más o quien más te satisface, y hacer que todo ello te
rodee siempre.
Para lograrlo hay que partir de la base de que nuestros movimientos, sentimientos,
decisiones y actuaciones más básicos siempre dependen de nosotros mismos, y por eso
está en nuestras manos el poder de construir nuestra propia felicidad.
Se puede caer en la tentación de pensar que habría que empezar por definir qué es la
felicidad, pero eso es algo que se me antoja imposible incluso para alguien que, como
yo, se manifiesta fundamentalmente feliz. Una gran definición de este concepto sería
algo inabarcable incluso para el filósofo más sabio. Nos quedaremos con una de las
escuetas definiciones de la palabra «felicidad» que da el diccionario de la Real Academia
Española de la Lengua: «Satisfacción, gusto, contento». Estas tres palabras nos conducen
a hacernos una pregunta mucho más concreta que la de ¿qué es la felicidad?
 
 
¿Qué significa para ti ser feliz?
 
Exclusivamente para ti, ser feliz significa tener todas las personas, vivencias y
sentimientos que te llevan a alcanzar ese estado de satisfacción, gusto o contento. Es
fácil de decir y complicado de hacer, pensarás. Y es cierto. Sin embargo, para que el
camino sea más liso y poder despejar los obstáculos, vamos a intentar averiguar qué
necesitas para alcanzar esa felicidad. Una buena guía sería una balanza que te permitiera
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comprobar si has ganado o perdido felicidad, como sucede cuando nos ponemos a dieta
y nos subimos a la báscula, por ejemplo. Pero eso es imposible. Como decía antes, la
felicidad es algo etéreo que no se puede ni tocar ni ver, y que, por lo tanto, no se puede
comparar de manera objetiva. En definitiva, no existe una tabla general de valores de
referencia que nos pueda servir de guía. Así que ¿cómo saber si soy feliz?
La verdad es que, paradójicamente, yo no he encontrado todavía una definición de
felicidad que me convenza plenamente, pero, sin embargo, sí sé, con total seguridad y
sin ningún ápice de duda, que soy feliz.
La esencia de la felicidad es inabarcable, pero todas esas pequeñas cosas que la
conforman son las que tienen que ser parte de tu espiral de felicidad. ¿Qué más me da no
tener una definición clara, si conozco perfectamente lo que tengo que hacer para lograr la
meta buscada? Esto es, sin duda, lo importante: saber cómo llegar hasta la meta.
Y el primer paso que hay que dar en ese camino es contestar, no solo afirmativamente
sino con todo tu ser, a dos preguntas más:¿quieres ser feliz?, y ¿estás preparado para
reconocer y proclamar que lo eres?
Normalmente, nos dejamos llevar por la vorágine del día a día, sin apenas detenernos
a disfrutar de lo que nos rodea. Nos perdemos en los «barrizales» y dejamos de lado lo
que de verdad es importante, esos pequeños detalles que dan sentido a todo, pero que,
por ser habituales, pasan desapercibidos. ¡Cuántas veces nos acordamos de lo bueno que
teníamos cuando lo hemos perdido! ¡Cuando ya es demasiado tarde para recuperarlo!
 
 
Recuerdo con cariño y nostalgia cuando mi padre llegaba a casa todos los días después
de trabajar, y yo corría hacia él para subirme encima de sus pies y así poder llegar a darle
un gran beso. Vernos a mi hermano, a mi madre y a mí, después de una durísima jornada
de trabajo, cargando y descargando un camión de congelados, hacía que se le iluminase
la cara. Esa sensación tan pura era contagiosa y se transformaba en otra sonrisa en
nuestros rostros. Un día esa rutina, que hoy sigo añorando, se rompió para siempre. Yo
tenía catorce años por aquel entonces, pero lo recuerdo de forma cristalina, como si
hubiera sucedido ayer. Se abrió la puerta de casa y papá entró y yo corrí hacia él y me
subí en sus pies y le besé, como sucedía diariamente. Pero esta vez en su cara solo
asomó una sonrisa fugaz que desapareció para dar paso a una mirada de desconcierto y
miedo. Nunca le había visto así; sin embargo, desde ese día, aquello pasó a ser casi
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habitual. «Me han llamado del médico. Tengo que ir de nuevo a hacerme unos análisis
de sangre al hospital», le dijo a mi madre. Días atrás, ya se había hecho unos porque se
encontraba cansado, y mamá insistió en que se los hiciese. Así que el hecho de tener que
profundizar en los resultados no presagiaba nada bueno.
Me quedé paralizada por el susto, y eso que, en ese momento, no podía ni siquiera
sospechar el fatídico y rápido desenlace que iba a tener lugar en menos de un año.
Fueron once meses de calvario para mi padre, que lo vivió en su propio cuerpo, y para
mi madre, que fue la única de todos que comprendió desde un principio lo que iba a
suceder. Aunque ambos intentaban ocultarnos a mi hermano y a mí la gravedad de la
enfermedad que estaba padeciendo, fue inevitable que lo viéramos sufrir, y mucho. Papá
no aguantaba las agujas y, aun así, en un alarde de generosidad, soportó estoicamente
transfusiones, primero, cada quince o veinte días; poco después, cada semana, y al final,
diariamente. Y lo hizo por nosotros, para poder estar más tiempo a nuestro lado.
Durante aquellos once meses, únicamente eché de menos —cosas de la edad— llevar
una vida normal, que no tuviera nada que ver con entradas y salidas del hospital. Y
luego, sencillamente, le eché de menos a él.
Su temprana muerte dejó un profundo vacío y dolor que nos acompañará para siempre
a todos y cada uno de los que le queríamos.
Y, en mi caso, con el vacío llegó la culpa, por haber sido egoísta, por haber dejado
tantas cosas en el tintero, conversaciones que quise tener con él y nunca tuve, y algunos
gestos de cariño que me guardé porque con quince años me creía mayor para hacerlo.
Esa fue la dura manera que la vida, o más bien la muerte, tuvo de enseñarme una gran
lección que grabé a fuego: no hay peor sensación que la de echar la vista atrás y
arrepentirte de lo que no hiciste.
 
 
Durante bastante tiempo me convertí en una zombi de quince años. Me daba todo igual,
nada era justo, el mundo se había vuelto contra mí. Ya no me importaba nada. Vamos,
que me había convertido en la auténtica protagonista de mi drama. Aunque fuera por una
razón que todo el que me rodeaba podía entender, la apatía se apoderó de mi cuerpo, y
anuló cualquier voluntad por hacer algo, cualquier atisbo de ilusión; simplemente, todo
ello se marchitaba incluso antes de florecer. Si me quedaba sentada, pues sentada. Si me
pedían que hiciera alguna cosa, la hacía, pero sin sentimiento, sin pasión, sin motivación
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alguna. Como se dice vulgarmente, todo me resbalaba. El único que me mantenía algo
conectada a la realidad era mi hermano pequeño, David, que tenía ocho años y no
terminaba de entender lo que estaba sucediendo. Y ahora, pasado el tiempo, lo siento
infinito por mi madre, quien tuvo que sumar a su dolor por la pérdida del amor de su
vida, el dolor que yo le provocaba con mi actitud. Y sin embargo, tengo que agradecerle
que siempre estuvo a nuestro lado y que, con una paciencia y un amor también infinito,
aguantó todas mis chiquillerías.
Sin embargo, durante ese tiempo posterior al fallecimiento de mi padre, yo solo podía
pensar que había sido un gran hombre, trabajador, cariñoso y especial para mí, y no
podía entender por qué el mundo no se quedaba parado ante su ausencia.
«¿Cómo puede seguir la gente con su vida después de lo que ha pasado, si a mí la
tristeza no me deja casi ni respirar?», me preguntaba a menudo. Todos seguían yendo a
trabajar, querían que fuera al colegio, y continuaban con sus quehaceres cotidianos… y
yo había visto a mi padre muerto, metido en una caja de madera. Pero el tiempo, ese gran
«curalotodo», hizo su trabajo y logró que, casi sin percatarme, yo también siguiera con
mi vida. No es que el paso del tiempo cure las heridas, pero sí que ayuda a que las
cicatrices duelan un poco menos.
¿Qué más aprendí entonces? Que la vida sigue. Y que solo había dos opciones para
elegir: seguir quejándome y revelándome contra la realidad y continuar amargada a
perpetuidad, o afrontar y aprovechar todo lo que la vida ponía delante de mí, ya que,
después de todo, yo seguía viva —aunque en ese momento no lo pareciera—. Me costó
mucho tomar la firme determinación de que había que sujetar fuerte las riendas de mi
vida para lograr volver al camino correcto. Pero eso fue lo que hice. Mi egoísmo me
había puesto una venda en los ojos, y era el momento de dejar que cayera, ver todo lo
que tenía delante y disfrutarlo. Había decidido que, de algún modo, iba a vivir por los
dos.
Pero ¿qué es lo que verdaderamente sucedió para que yo cambiara de actitud? Algo
muy simple: el aburrimiento se impuso. Después de un primer momento en el que todos
están pendientes de ti porque sienten lástima, cuando tu propia tristeza te convierte en
alguien que vive una continua agonía, la gente se aburre de tu compañía porque les
consumes demasiada energía. Es agotador estar constantemente tirando del carro, y si,
además, la persona de la que intentas tirar no colabora, eso te deja exhausto. Y es lo que
sucedió. Supongo que hasta yo me aburrí de mí misma. Todos seguían con sus vidas, y
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yo, finalmente, también lo hice, porque llegué a la conclusión de que, aunque no
participes, la vida sigue. Y si te encierras mucho en ti mismo, si solo eres capaz de
mirarte el ombligo, el calificativo que mejor te describe es el de «egoísta», ya que
delante de ti existe todo un mundo lleno de posibilidades, de experiencias por vivir y de
personas por descubrir. Muchos no tuvieron la suerte que tú tienes y la vida se les fue.
Para otros, hacer lo que tú haces es más complicado de lo que imaginas, por distintos
motivos (no entra dentro de mis principios decir que algo es imposible); quizá porque
viven en lugares donde la vida es totalmente diferente a la tuya, y las comodidades que
tienes, para ellos ni siquiera aparece en el terreno de lo imaginario. O también están esas
personas que por sus dificultades físicas, sensoriales, mentales, etcétera, tienen que
salvar un gran obstáculo diariamente. O esas otras que en este momento te están
viniendo a la cabeza y gracias a las cuales —si te paras ahora mismo y te miras con
cariño, y echas un vistazo también a tu alrededor— comprendes que quizá estás
quejándote demasiado.
Y así fue como la espiral negativa en la que me había metido se transformó poco a
poco en positiva; como si se tratara de un «efecto rebote». Mi padre ya no iba a estar
nunca más con nosotros, pero yo todavía podía ser feliz. Por supuesto que sí, aunque
entonces, cuando tomé la decisión de serlo, no me imaginaba hasta qué puntolo
conseguiría.
Un día, un periodista me preguntó cuál era mi truco para llevar siempre una enorme
sonrisa puesta en la cara, y le contesté que uno tiene que crear su propia espiral de
optimismo y felicidad. Aquel fue el titular de la entrevista. Y luego llegó a dar nombre a
un documental sobre la historia de cinco deportistas paralímpicas —una de las cuales era
yo—, que escribió y dirigió Mabel Lozano, quien desde entonces se convirtió en una
buena amiga. Así que esa pequeña respuesta había llegado a transformarse en algo
importante en mi vida: había hecho gracias a ella nuevas amistades, y había vivido
experiencias como el rodaje de un documental o su presentación en el Festival de Cine
de Valladolid. Fue entonces cuando alguien me dijo que merecería la pena escribir un
poco sobre ello. Y estuve complemente de acuerdo. Al final, la vida me ha dado también
la oportunidad de poner mis experiencias negro sobre blanco, y no he querido dejar de
hacerlo para compartirlo contigo.
 
 
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Lo que planteo en mi sencilla teoría del espiralismo es que tú eres el centro de tu espiral,
aunque nunca puedes serlo de una manera egoísta. No se trata de ponerte en el centro
para pensar exclusivamente en ti y mirarte el ombligo, sino para poder ofrecerte a los
demás. Porque si no te quieres, ni te valoras ni te cuidas a ti mismo, no podrás cuidar,
querer y, por ende, hacer felices a los demás. Teniendo esto en cuenta, siendo tú el
centro de la espiral, pon cerca de ti lo que más necesitas para ser feliz, ya sea algo
personal o material, y protégelo. Ese conjunto de elementos que te rodean no tiene por
qué permanecer inalterable sino que puede y debe sufrir modificaciones, cambios que
pueden venir motivados por que te sientes diferente o porque el entorno también lo es.
En algunos momentos somos más materialistas, mientras que en otros lo que aumenta
considerablemente nuestro estado de felicidad tiene que ver más con lo sentimental, con
las personas a las que queremos.
Provocar un cambio en lo que nos hace felices o desgraciados depende de nosotros
mismos. De alguna manera, cada uno de nosotros forma parte de una espiral propia, de la
que somos los protagonistas y en la que navegan elementos personales como los
sentimientos, las emociones o los estados de ánimo, pero también elementos externos,
como otras personas u objetos.
Numerosos investigadores, como Daniel Gilbert, profesor de psicología de la
Universidad de Harvard, afirman que el ser humano tiene una auténtica necesidad de
control sobre lo que le rodea, y que cuanto más control se tiene o se cree tener, más nivel
de felicidad se manifiesta. Si el control está directamente relacionado con el nivel de
felicidad, ocupémonos entonces de poner el foco en aquellas cosas que podemos
controlar.
 
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¿Cómo controlo el que mi hijo me sonría, o que mi marido me diga que me ama?
Dándoles motivos para ello. Yo provoco que eso suceda.
En la espiral de la felicidad hay que poner el foco en lo que sí se puede cambiar de
alguna manera, y no dedicar nuestro esfuerzo a lo que no se puede controlar. Por
ejemplo, en el momento en el que escribo estas líneas está lloviendo; de hecho, lleva
lloviendo tres días. No me hace mucha gracia que llueva porque al ir en silla de ruedas
no puedo llevar paraguas y, además, se me resbalan los aros de las ruedas entre las
manos mojadas. Como, por mucho que me guste que luzca el sol todo el tiempo, no
puedo controlar ni las nubes, ni la lluvia, ni el viento, lo único que puedo hacer a este
respecto es no dejar que eso me afecte. El tiempo, u otros factores lejos de mi control, no
pueden deprimirme. Es esa la única manera que tenemos de transformar el entorno en
cada momento, alterando los elementos que sean necesarios, de manera que podamos
llegar a encontrar el estado de ánimo optimista y feliz que deseamos.
Por consiguiente, cada uno de nosotros tenemos la posibilidad de crearnos nuestra
propia espiral de optimismo y felicidad, y la obligación de mantenerla viva a nuestro
alrededor.
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El poder de las creencias
 
 
Eres un diamante en bruto que tenemos que pulir.
 
 
Probablemente esa frase es la más potente que me han dicho jamás, por su significado y
por el momento en que me la dijeron. Y la potencia, la fuerza, de esas pocas palabras
vino arropada por otras que llegaron directamente a mi corazón. Esa persona me dijo:
«Yo creo en ti, en tu potencial, en lo que eres y en lo que puedes llegar a ser. Me da igual
lo que aparentes, lo que la gente ve en la superficie, porque yo sé que lo que importa está
dentro de ti, aunque ni tú misma lo sepas».
Me siento afortunada por muchas cosas, pero especialmente por haber tenido la suerte
de conocer a Ramiro Duce, la persona que me dijo esa frase a los pocos minutos de
verme nadar en una piscina. Ramiro fue mi primer entrenador. Nunca le estaré lo
suficientemente agradecida. Seguramente, ni siquiera él mismo fue consciente de lo que
estaba provocando, de lo que iba a suceder. De hecho, puede que ni siquiera ahora sea
muy consciente de ello, pero a mí, con el tiempo, me ayudó a cambiar la forma de ver las
cosas.
Sin embargo, no todo el mundo tiene tanta suerte. Lo normal es que, solo basándose
en las apariencias o en una primera impresión, te pongan una etiqueta y te metan en la
casilla del «tú vales» o en la del «tú no vales». ¡Cuánto talento desperdiciado de esta
manera!
 
 
Cuando tenía unos cinco años, mis padres me llevaron a clases de natación en una
pequeña instalación deportiva de Zaragoza. Nos dividían con gorros de colores en
función del nivel que íbamos adquiriendo. Empezaban por el blanco, luego venían el
amarillo, el naranja, el verde… y así sucesivamente. Lo cierto es que no pasé del color
amarillo, quizá por eso ahora tenga muchas medallas de color dorado. Bromas aparte, a
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esa edad me resultaba muy complicado coordinar los movimientos de los brazos y las
piernas, flotar y saber respirar. ¡Todo había que hacerlo al mismo tiempo! Recuerdo
además que, pese a ser tan pequeña, me inventaba todo tipo de excusas para no ir a una
clase que, en lugar de hacerme disfrutar, suponía un sufrimiento para mí. Le decía a mi
madre que me dolía la cabeza o la tripa, aunque no fuera cierto, para evitar pasar un mal
rato.
No hay duda de que quienes intentaron enseñarme a nadar cuando era pequeña,
pensaron que me encontraba más bien en el grupo de los que «no valen», y que lo único
que podían conseguir era que no me ahogara en la piscina. Y eso hizo que mi talento
para nadar estuviera escondido durante mucho tiempo, y que solo aflorara cuando me
llegó la madurez física y mental, y después de mucho esfuerzo. Todo eso tuvo que
suceder para demostrar que aquellas personas que me etiquetaron con el «gorrito
amarillo» se habían equivocado. Pero también me equivocaba yo —aunque mi excusa es
que solo tenía cinco años—. No les juzgo, porque durante muchos años yo también
pensé que lo más que podía lograr era no ahogarme en la piscina y, desde luego, ni en
sueños imaginé que llegaría a nadar tan bien como para ganar medallas. Es más, aunque
es cierto que al final conseguí chapotear, estaba tan de acuerdo con ellos que, cuando me
volví a meter en la piscina para aprender a nadar con diecinueve años —unos meses
después de haberme sentado en la silla de ruedas por primera vez—, fui la primera en
creer que no podría nadar. Obviamente, seguía equivocada. Yo misma me estaba
limitando.
Nunca sabemos por qué suceden las cosas ni lo que nos depara el futuro, pero
enseguida me di cuenta de que el mío estaba destinado a verse pasado por agua.
 
 
Yo me encontraba pasando unos días con mi familia durante el verano en Salou. Eran las
primeras vacaciones desde que estaba en una silla de ruedas, y allí, en la piscina del
apartamento, fue donde tuve el primer contacto con una piscina en mi nueva situación.
Me sorprendió la sensación de libertad que me daba el agua. Me hacía sentir que volvía a
tomar las riendas de mi cuerpo, podía moverme rápida o lentamente, a derecha o a
izquierda, hacia arribao hacia abajo, y no necesitaba la ayuda de nada ni de nadie.
Bueno, a decir verdad, los primeros días, por precaución, llevé un chaleco salvavidas.
¡Cuánto disfruté todo lo que el agua me transmitía esta vez! Justo lo contrario que de
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pequeña. Aquello me gustó tanto que, en cuanto regresé a Zaragoza, busqué la manera
de practicar el «nuevo deporte», seguir nadando como había hecho durante las
vacaciones con la ayuda de mi hermano pequeño y mi tío. Así fue como acabé
apuntándome a las clases del CAI Deporte Adaptado. Allí conocí a Ramiro. Y descubrí
que alguien pensaba más allá de mi silla.
Al principio, mis movimientos eran torpes, una pura imitación de los nadadores que
iban por las calles colindantes a la mía. Sin embargo, aunque estaba claro que mis
brazadas tenían que mejorar muchísimo, al parecer eran lo suficientemente firmes y
convincentes como para que Ramiro se fijara en mí desde el primer día, y dijera todo lo
del diamante y lo de pulir mi estilo.
Podría decirse que, gracias a la silla de ruedas y a la casualidad, encontré un talento
«enmascarado», pero también un área de mejora personal, la natación, que con tiempo y
esfuerzo me llevó a vivir experiencias únicas e imborrables.
Puedo afirmar, sin rubor, que la clave siempre ha estado en mi interior, pero que tuve
que encontrar la buena disposición para intentar mejorar cada día. Y para ello fue muy
valiosa la ayuda del «tú puedes» de Ramiro.
Y es que, frente al determinismo del talento, del «tú vales» y «tú no vales», lo que
verdaderamente tiene más valor es ser capaz de desarrollar una buena actitud. Solo con
el talento innato no se va a ningún sitio. El talento es el diamante en bruto, lo que te da la
naturaleza. El talante es la forma en la que se va puliendo el diamante, lo que tú logras
hacer con él. El talento ya lo tenía antes, aunque necesitara un empujón para
desenmascararlo, pero si no hubiera tenido las ganas, la valentía, la oportunidad y la
voluntad de sacarle partido, es decir, si no lo hubiera acompañado de actitud, de
determinación, no habría llegado al pódium ni una sola vez.
Pero es que, además de encajonar a la gente según su «valía», solemos poner otro tipo
de etiquetas que, en un elevado porcentaje de casos, no se corresponden con la verdad,
con la realidad, y que son el resultado de los estereotipos aprendidos.
Por ejemplo, muchas veces me preguntan si quedarme en una silla de ruedas ha sido lo
peor que me ha pasado en la vida. (Si no me lo preguntan más, es porque hay quienes lo
dan por supuesto.) Y la mayoría de esas personas añaden que no serían capaces de seguir
adelante si tuvieran que verse en mi situación. Y yo me pregunto entonces: ¿a qué se
refieren con «mi situación»?
Quienes lean este libro comprenderán que mi nivel de felicidad y compromiso con la
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vida es tan grande, que, seguramente, si esas personas lo supieran, ni siquiera se
plantearían hacerme esa pregunta.
Pero el caso es que ese tipo de cuestiones son consecuencia de unas ideas
preconcebidas o, en el peor de los casos, de prejuicios asumidos. Si consideras que la
discapacidad es una tragedia, la tratas como tal. Cuando me atreví a empezar a salir a la
calle tras mi enfermedad, la gente me miraba de forma distinta, me trataban diferente a
cuando podía usar mis piernas para caminar y, lo que es peor, también me hacían sentir
distinta y, ahora sí, en el sentido más negativo posible. Para mí, como para cualquier
persona, era muy difícil tener que verme sentada en una silla de ruedas para caminar,
pero todavía era más duro tener que asistir diariamente a esa escena de paternalismo y
lástima con la que me encontraba cuando saludaba a alguien por la calle.
 
 
«Oh, pero ¿qué te ha pasado?», decían con unos ojos apagados, una sonrisa forzada y
cara de pena. «He tenido una neuropatía y… bueno, ya ves, me tengo que mover con
este trasto.» «Vaya, pobrecita, qué lástima, tan joven y postrada en una silla de ruedas.»
¡Y me lo decían así, a la cara! Bueno, en realidad, esa era la versión más suave. La más
dura era cuando ni siquiera eran capaces de dirigirse a mí directamente y le preguntaban
todo a mi madre, a mi hermano o a quien quiera que estuviera a mi lado. Como si la
pérdida de movilidad de mis piernas hubiera afectado también a mi nivel auditivo o a mi
capacidad de comprensión. Pero el caso es que yo estaba allí, y cada vez que esto
pasaba, era como si me clavaran un puñal y lo retorcieran para rematar la faena. Al final,
terminé cambiándome de acera al ver a alguien que yo no sabía si era conocedor de mi
nueva situación, y así evitar saludarle y revivir siempre la misma escena.
Aquellas personas, probablemente sin ningún tipo de maldad, estaban poniéndome
una gran etiqueta de la que cada vez era más difícil escapar. La etiqueta de «pobrecita».
Seguramente me veían como un proyecto de vida truncado, no como uno lleno de
posibilidades. Mi futuro había dejado de ser prometedor, prácticamente había
desaparecido, y ahora se había convertido en motivo de lástima. Lo único que me
quedaba por hacer era pasar por la vida sufriendo lo menos posible.
Incluso ahora no sé muy bien lo que pasó, o por qué no les creí. Supongo que, después
de perder a mi padre, nunca nada volvió a tener la misma gravedad que antes. Nada
volvió a ser tan serio ni tan negativo como eso. Pero, de cualquier modo, me alegro
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muchísimo de no haberles hecho caso, porque ¿qué hubiera pasado si me llego a creer
que yo era «pobrecita»? Nunca lo sabré, y por supuesto que no me importa ni quiero
saberlo. Estoy segura de que mi vida sería muy distinta y no me habría atrevido a retirar
la mirada de «mi ombligo». Incluso pienso que, seguramente, hubiera sido peor. Entre
otras vivencias, no podría explicar ahora que he competido y ganado veintidós medallas
paralímpicas, lo que me ha permitido conocer a gente fantástica en el camino. Tampoco
habría podido correr un rally, ni hacer submarinismo, ni montar a caballo, ni conducir un
handcycle (una bicicleta adaptada), ni esquiar, ni nadar con tiburones, delfines y
tortugas. Seguramente tampoco habría ido al desierto, ni habría viajado por cinco
continentes. No se me habría pasado por la imaginación que podía ser diputada en las
Cortes de Aragón o directora general de Atención a la Dependencia, para tratar de
ayudar a muchas personas. El hecho de escribir un libro como este me habría parecido
ciencia ficción. No habría hablado nunca de la teoría del espiralismo, ni grabado un
documental, ni tantas otras cosas. Ahora no sería emprendedora y empresaria, y no me
dedicaría a ayudar a las personas a sacar lo mejor de sí mismas a través del coaching
personal o la inteligencia emocional, y tampoco estaría dando conferencias
motivacionales dentro y fuera de España. Y, lo más importante, lo que de ninguna otra
forma hubiera pasado, lo que más ha cambiado mi vida para bien: no hubiera podido
conocer a mi marido cuando a la vuelta de Sidney me llamó para entrevistarme en una
televisión local. Y, al no haber conocido a mi marido, esa persona maravillosa que me
acompaña en el camino, también me hubiera quedado sin lo mejor de mi vida, el hijo que
hemos tenido juntos, Nano. Mi principal motivo para hacer todo lo que hago. Para ser
feliz. Para seguir siéndolo. Para levantarme cada mañana y esforzarme día a día y ser una
madre mejor para él.
En aquel entonces, al quedarme en la silla, me resistí a que las etiquetas tuvieran que
ser protagonistas en mi camino, y descubrí el poder de transformar mis propias
creencias. Transformé la forma en que la gente me miraba. Hice que la gente pasara de
verme con lástima a mirarme con orgullo. Y para ello, en primer lugar, cambié la forma
que yo tenía de verme.
Así que, cuando pienso en lo que puedo y quiero o no hacer, no lo hago
imaginándome dentro una figura geométrica, con sus aristas y sus esquinas imposibles
de romper. Lo hago creyendo que la actitud positiva y firme con la que me enfrento a las
cosas es la llave para abrir cualquier puerta.
17
 
 
Tengo unas cuantas creencias limitantescontra las que lucho continuamente, pues me
niego a creer en los límites. ¿Por qué? Muy sencillo, porque todavía no los he
descubierto y eso me hace pensar que no existen.
Al batir el récord del mundo he llegado a un lugar donde nunca nadie ha estado jamás.
Parecía algo increíble, pero lo he hecho posible. He desafiado esas líneas imaginarias y
las he traspasado. Ahora ya no existen.
Sé que puede parecer exagerado decir algo así, pero la verdad es que me demuestro
cada día que, cuando deseas algo con mucha firmeza y te comprometes con ello, lo
puedes conseguir. No digo que lo consigas siempre, pero cuanto más te comprometes y
más transformas tus creencias limitantes en potenciadoras, más posibilidades tienes de
lograrlo. Y lo cierto es que las oportunidades se multiplican de manera exponencial al
aprovecharlas.
Sé que mis resultados deportivos los he logrado gracias a que tengo una serie de
aptitudes para la natación; probablemente, la genética ha jugado a mi favor en este
sentido. Pero si no hubiera habido un cambio de actitud por mi parte, nunca habría
descubierto ni pulido esas aptitudes. Me habría quedado en el camino si hubiera estado
convencida de que solo valía para lo que indicaba mi «gorro amarillo» o para lo que
decían quienes me veían como una «pobrecita» niña.
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De llevar el chaleco salvavidas, porque no sabía nadar, he pasado a ganar veintidós
medallas paralímpicas, catorce medallas mundiales y veintidós en campeonatos
europeos, además de batir seis récords del mundo. ¿Quién dijo que era imposible? Yo.
Más de una vez. Pero también me equivoqué.
El gran cambio se dio cuando me deshice de algunas creencias limitantes externas y,
aún más difícil, fui capaz de enfrentarme a las más profundas, a las creencias limitantes
personales que son las causantes del autosabotaje.
Ahora, viéndolo con retrospectiva, he de reconocer que pude pelear, de manera innata,
contra mi propio autosabotaje, aun cuando no sabía ni lo que era, como una parte de un
instinto de supervivencia.
¿Qué es el autosabotaje? Es cuando de tu boca sale un «no puedo», «no soy capaz»,
«esto no es para mí», «no me lo merezco», «es que no me sale», «es que no es justo»,
«es que esto es culpa de…». Seguro que te suenan estas frases. Es una carta comodín,
que puedes llevar contigo siempre y que sacas en la partida cuando te sientes inseguro.
Es poder tener siempre una excusa, que te puede parecer incluso perfecta. En el fondo,
sabes que esos falsos argumentos solo te pueden servir para intentar engañar al entorno
en un momento puntual o en una circunstancia concreta, y salir del paso. Sirve para los
demás, pero realmente no sirve para ti. Ese es el problema: que viviendo en el pozo de
los «es que» no aprendes nada, solo puedes ahogarte. No obtienes herramientas, recursos
propios, para saber enfrentarte a nuevas situaciones. Mientras no superes tu
comportamiento saboteador, probablemente será mucho más complicado que emprendas
algo nuevo.
Pero, paradójicamente, pensamos que siempre es un buen momento para sacar la carta
comodín, porque la mayoría de las veces nos produce una sensación inmediata de alivio,
o nos saca de un apuro. Nos libra de responsabilidades y distrae la atención sobre las
auténticas prioridades. Pero, de lo que no nos percatamos en ese momento es de que, a la
larga, nos llevará a una disminución de la autoestima y a una pérdida de poder personal.
Nos llevará a convencernos de que no podemos, o no sabemos o no necesitamos hacerlo.
Y, por tanto, no lo haremos.
¿Cuántas veces has querido organizar las fotos familiares? ¿Y en otras ocasiones ir al
gimnasio? ¿Dejar de fumar? ¿Rellenar una hoja de reclamaciones por algo que no te
convence?
 
19
 
Antes de los Juegos Paralímpicos de Londres podría haber sacado una de esas cartas
comodín. Así tenía la excusa perfecta en caso de que no me salieran las cosas como
quería durante los entrenamientos y competiciones previos a los Juegos. Tenía una buena
colección. Elige una:
 
• «Es que soy muy mayor».
• «Es que he sido madre».
• «Es que mi hijo es muy pequeño y no es justo separarlo de mí veintitrés días por una
simple concentración».
• «Es que no puedo quitarme estos casi 20 kilos que me he engordado con el
embarazo».
 
¿A que todas parecen buenísimas?
Cualquiera me servía. ¿Quién me iba a exigir que me esforzara o incluso que ganara si
tenía la excusa perfecta? Nadie, ¿verdad? Mentira. La verdad es que yo sabía que esos no
eran motivos suficientes, al menos para no esforzarme al máximo. Porque era yo la que
quería revivir esa emoción tan intensa que te embarga cuando ganas. Era yo la que
quería ir a los Juegos Paralímpicos de Londres, la que se imaginaba subiendo al podio y
regalándole después la medalla a su hijo. Era a mí a la que, en realidad, no me servían
las excusas. No me podía engañar a mí misma, porque mi deseo, el de ganar, seguía
estando. No me podía engañar a mí misma, porque la felicidad que me provocaba
simplemente el hecho de pensar en el momento en que mi marido y mi hijo me iban a
felicitar por esa medalla, ya era enorme.
El autosabotaje es una tentación muy recurrente porque siempre está a mano y muchas
veces resulta difícil de detectar y corregir por nosotros mismos, ya que nos hace caer en
una falsa protección al desplegarnos delante un velo que no tiene ningún sentido. Y solo
cuando lo descubrimos y somos capaces de descorrerlo, nos damos cuenta de todo lo
maravilloso que tenemos delante.
Somos como somos por las experiencias que hemos ido teniendo desde pequeños. El
carácter que vamos desarrollando a lo largo de los años tiene como base un componente
genético, pero se va desarrollando en un sentido u otro en función también de nuestra
propia historia personal, de las vivencias que hemos tenido y de lo que vamos
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aprendiendo con y de cada una de ellas. Desde que somos bebés podemos experimentar
y reconocer emociones como la angustia o la empatía, por ejemplo, y ya entonces se van
almacenando pequeñas grabaciones en nuestro cerebro. Quizá no recordemos un hecho
concreto, pero podemos recordar perfectamente una sensación y un sentimiento.
Cuando vivimos una experiencia que nos provoca miedo, desazón, tristeza, ira o
angustia, parece lógico pensar que solo nos podemos quedar con una sensación o
sentimiento negativo, ¿verdad? Pues no, no es así.
 
 
Con diecinueve años tenía un proyecto de futuro bastante definido, y ese proyecto, desde
luego, no contemplaba la posibilidad de que una silla de ruedas fuera mi compañera de
viaje inseparable. Enseguida me di cuenta de lo difícil que era convivir con ella. En casa
de mi madre, donde yo vivía cuando se manifestó mi enfermedad neurológica, había
unos veinte o veinticinco escalones hasta el ascensor que necesitaba coger para subir al
tercer piso. Desde entonces, tuve que entrar y salir de casa por la empinadísima rampa
del garaje. Una rampa tan pronunciada que tenía que subirla haciendo zigzag porque, si
no, me volcaba hacia atrás. Y una rampa para la que mis delgados brazos no estaban
preparados en aquel momento. Tampoco podía entrar al cuarto de baño porque la puerta
era demasiado estrecha y el baño no era muy grande. Así fue como desarrollé un
perfecto protocolo «trenecito» para lograr mi objetivo. Cada vez que quería ir al baño,
«aparcaba» la silla en la puerta pero fuera del baño, de allí me pasaba al bidé y de allí a
la taza de váter. Y si lo que necesitaba era un baño, de allí a la bañera.
Aquellos bordillos y escalones que antes me pasaban completamente inadvertidos se
convirtieron en auténticos muros que era necesario superar.
Tenía muy claro que a partir de entonces siempre habría un «no puedo hacerlo como
antes», pero nunca un «no puedo hacerlo». Simplemente, había que encontrar la forma
«distinta» de hacer «lo mismo».
Está claro que podía haberme quedado solo con el «no puedo», con lo negativo de la
situación, que era mucho y muy incómodo. ¿Quién iba a echármelo en cara? Pero no lo
hice, una vez más porque yo misma iba a ser la que no me lo perdonara. En cambio, mecentré en la magia de descubrir, de aprender a hacer otra vez algunas cosas, como andar,
vestirme o relacionarme con los demás, o aprender a nadar. Ya no tenía recuerdos
concretos de cuando las descubrí por primera vez, pero ahora estaba disfrutando de cada
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pequeño logro. Cada día, pequeños detalles que antes no significaban nada por rutinarios
y sencillos, como vestirme, por ejemplo, se convertían ahora en tareas más complejas
que antes y que me requerían unas habilidades que todavía tenía que desarrollar. Pero la
recompensa por cada pequeño logro era enorme. Adquirir más autonomía, desde luego,
merecía la pena. Y me daba mucha satisfacción personal, más allá del logro concreto.
Así que de aquella circunstancia incómoda y dolorosa, como fue mi enfermedad y mi
posterior discapacidad, obtuve algo positivo.
 
 
«Quiero ganar, quiero ganar, quiero ganar», repetía interiormente una y otra vez. Era un
deseo tan intenso que parecía que solo con eso bastara para conseguirlo.
En mi primer Campeonato de España (Badajoz 1997), tuve una participación digna de
un principiante. No fallé ni en uno solo de los estereotipos que se le podrían atribuir a un
novato. Las ganas de demostrarme a mí misma que podía quedar en primer lugar, y la
ilusión de poder dedicar esas medallas a mi familia, hicieron que actuara como un
caballo desbocado. Nada salió como esperaba. Me puse tan sumamente nerviosa que no
era capaz ni de sentir el agua. Las manos se escapaban en cada brazada como si hubieran
estado untadas con aceite, sin coger el agua suficiente, y cuanto más rápido intentaba dar
cada brazada, más lenta iba. Y es curioso, porque ni siquiera me daba cuenta de ello. Yo
solo quería ir lo más rápido posible. Al fin y al cabo, se supone que eso es lo que tenía
que hacer, nadar a toda velocidad. Pero lo cierto es que, con tanta ansia, no era capaz de
ver ni a las nadadoras de las calles adyacentes ni, por supuesto, controlar las etapas de
cada prueba.
El resultado... no importa. Gané tres medallas, pero lo que de verdad aprendí, lo que sí
que importa, es que en la mayoría de las pruebas me sobraron los últimos 25 metros de
piscina. Porque con el esfuerzo tan desmesurado que había hecho al principio, ya había
agotado casi toda la energía y llegaba sin fuerzas al final.
Me había equivocado, sin duda, y el resultado no fue el deseado, pero aprendí algo
importante en el camino, dando la razón al dicho que afirma que se aprende más de los
errores. Y por encima de lo meramente deportivo, en aquella competición conseguí algo
muchísimo más valioso que todas las medallas del mundo. Logré comprender que tener
una discapacidad no me hacía diferente.
Veía atónita como otros nadadores se «desmontaban» en la piscina, dejando las
22
piernas o los brazos ortopédicos dentro de un cubo de manera rutinaria y con total
naturalidad. Aquello me demostró que, al igual que ellos, yo no tenía nada de lo que
avergonzarme. Entendí que, simplemente, todo depende de la actitud con la que cada
uno de nosotros nos enfrentemos a nosotros mismos. En definitiva, depende de cómo nos
veamos cuando nos miramos al espejo, y ese será el reflejo que vean los demás, lo que la
sociedad percibirá. Solo si nosotros mismos nos vemos como personas con capacidades
diferentes, pero igualmente válidos, lograremos proyectar esa imagen a los que nos
rodean. Y eso es algo que, aunque puede comprenderse mejor cuando hablo de mi silla o
de una prótesis, sirve igual para cualquier otra creencia limitante que uno tenga sobre sí
mismo.
 
 
En Pekín fui elegida miembro del Consejo de Atletas del Comité Paralímpico
Internacional. Hace un tiempo empezamos a utilizar un término en las redes sociales que
me encanta y con el que me siento totalmente identificada: #ProudParalympian. Me he
dado cuenta de que eso es lo que soy: una deportista paralímpica muy orgullosa de serlo
y de poder proclamar a los cuatro vientos que lo soy, que lo he logrado y que formo
parte de un movimiento que va mucho más allá de la alta competición. Y es que la magia
del deporte es que todos podemos practicarlo. No importa de dónde procedas, ni en qué
crees, no importa si tienes o no discapacidad, si eres hombre o mujer, o si eres joven o
mayor. Solamente importa si tienes ganas de practicarlo.
Lo más grande que me ha dado el deporte no han sido las medallas, ni siquiera los
momentos inolvidables. No. Lo mejor que me ha dado el deporte ha sido que, al mismo
tiempo que cambiaba la forma en la que me veía a mí misma, me ha ayudado a lograr
que la gente que me miraba hace unos años con lástima, ahora lo haga con admiración.
Ya no soy un proyecto de vida frustrado, sino alguien que ha tenido una carrera
deportiva de éxito. La sociedad ha cambiado mi etiqueta de «pobrecita» por la de
«valiente» y, aunque prefiero no quedarme con ninguna etiqueta, reconozco que esta me
sienta mucho mejor, porque, al fin y al cabo, la he buscado y la he conseguido yo.
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Cambio = Oportunidad
 
 
¿Eres de los que se ahogan en un vaso de agua o de los que son capaces de nadar en el
océano? ¿De los que se centran en el problema o de los que buscan soluciones? Pronto
comprenderás por qué te hago estas preguntas.
En estos momentos, mientras escribo, estoy sentada en un sillón, en el salón de mi
casa, en Zaragoza. Es tarde, el niño duerme y mi marido está en otra habitación. Los
únicos movimientos significativos que percibo en este entorno son los de los dedos de
mis manos cuando pulsan las teclas del ordenador y los movimientos de los peces, que
no paran de nadar de un lado a otro del acuario.
Permanezco relativamente inmóvil en relación con las paredes o los muebles, pero la
realidad es que, como mi casa y mi sillón están sobre la superficie del planeta Tierra, me
estoy desplazando a la velocidad vertiginosa de 1.280 km/h. Esa es la rapidez
aproximada con que gira la Tierra sobre sí misma tomando como referencia la ciudad de
Madrid. Si tenemos en cuenta el movimiento de traslación, cada hora que paso sentada
delante del ordenador viajo más de 106.000 kilómetros. ¡Qué vértigo!
Siempre he sido muy curiosa y me considero una persona con una mentalidad abierta
a ideas de todo tipo, pero no soy experta en física, ni pretendo dar una clase de física. Lo
que intento es hacer una pequeña reflexión sobre el hecho de que vivimos cambios de
manera continua. Unos, como aquellos a los que nos somete la Tierra, por
extraordinarios que sean, nos pasan completamente desapercibidos; pero otros, sin
embargo, a pesar de ser insignificantes, no nos dejan avanzar en nuestro camino, y hacen
que sintamos la sensación de que nos ahogamos en un vaso de agua. Y es que nos cuesta
mucho ver objetivamente la magnitud de ciertas situaciones.
Cada segundo que estamos despiertos, somos bombardeados con millones de bits de
información que provienen de estímulos externos. Sin embargo, nuestro cerebro, en
condiciones normales, solo es capaz de procesar una mínima cantidad de esos datos. Esta
«incapacidad para procesar» hace que no seamos conscientes más que de una ínfima
parte de lo que está ocurriendo. Por tanto, la realidad o, mejor aún, aquello que vivimos
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como tal, es exclusivamente una mínima parte de lo que está aconteciendo. Y esta parte
se hace más pequeña si tenemos en cuenta que, de manera inconsciente, pasamos toda la
información por una serie de filtros que atienden a nuestras propias creencias, o incluso
al estado anímico en el que nos encontremos en ese momento. No es lo mismo lo que
percibes en un estado de reposo o relajación, que lo que sientes en un momento de estrés,
cuando a pesar de estar alerta es normal que se discrimine la información recibida, de
manera que procesamos solo lo que necesitamos en esa situación y descartamos aquello
que no usamos de una forma inmediata. Solo usamos lo que necesitamos en ese
momento para terminar con lo que nos angustia, y lo que no, simplemente lo «dejamos
pasar». Para nuestro cerebro son detalles que no han existido.
Hay un componente emocional, pero de momento solo quiero lanzarla idea de que ese
tamiz por el que pasan los estímulos nos lleva a discriminar de manera positiva o
negativa el aprendizaje después de una experiencia.
 
 
 
Ante una vivencia percibida como negativa, pueden darse dos tipos de aprendizaje. El
aprendizaje negativo es el más sencillo y más común y el que fomenta la aparición de las
creencias limitantes.
 
 
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Hace unos años me propusieron ir a esquiar. No lo había hecho nunca, ni de pie ni
sentada, y ni siquiera sabía si se me iba a dar bien o iba a ser capaz de sostenerme sin
caerme y hacerme daño. Para practicar el esquí adaptado debía ir sobre una cesta de fibra
de carbono sujeta a un soporte que, a su vez, se enganchaba a un esquí. En vez de
bastones, se usa algo similar llamado stabilos, que son como muletas que acaban en
pequeños esquíes en los que te apoyas para mantener el equilibrio.
Me encanta la velocidad y pensaba que la experiencia de esquiar iba a ser genial, pero
la verdad es que en ningún momento me encontré segura; no distinguía ni la pista por
donde debía ir. Tenía buena musculatura para nadar pero no para esquiar. Me caí varias
veces. En una de ellas me quedé con el esquí perpendicular a la nieve y mi brazo
izquierdo quedó enredado con el stabilo. La primera impresión que tuve fue de que me
había roto el hombro, pero lo que me lesioné fue la muñeca. Menudo dolor y qué difícil
resultaba ahora desplazarme solo con una mano. En fin, que la experiencia que se
suponía iba a ser muy divertida, no lo fue en absoluto. Todo lo contrario, resultó bastante
frustrante.
A consecuencia de aquello, lo más lógico era que surgieran las creencias limitantes de
que no se me da bien esquiar, que no sé hacerlo, que es muy difícil, que no puedo… Pero
la verdad es que quizá con entrenamiento llegue a ser capaz de tener suficiente destreza
para poder descender una pista sin caerme y, además, disfrutar con ello. No lo sabré si
no vuelvo a intentarlo. Y seguro que no volveré a intentarlo nunca si no elimino antes la
creencia limitante de que no puedo hacerlo.
 
 
Pero también de una experiencia negativa podemos obtener algo positivo. Es lo que
sucede cuando aprendemos de los errores.
En el deporte fomentamos mucho este tipo de aprendizaje, el cual se revela con
bastante más claridad y rapidez que en otros aspectos de la vida. Los deportistas
sabemos de primera mano que hay que entrenar, que sin ensayar algo cientos de veces,
sin mucho esfuerzo, nada sale como quieres. Solo después de mucho repetir, de mucho
observar las equivocaciones y de mucho rectificar, logras que, finalmente, las cosas
salgan como tú quieres. Para ello tenemos no solo a nuestros entrenadores sino también
los medios audiovisuales que nos ayudan a revisarlas, a ser mucho más conscientes de
los errores. Para corregir y mejorar la técnica de brazada grabamos imágenes de vídeo
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bajo el agua y en la superficie, y así puedo detectar errores de los que no suelo
percatarme. También cuando se ven desde el borde de la piscina pueden pasar
desapercibidos; sin embargo, podemos detectarlos claramente en la pantalla. Buscamos
el error para aprender de él. En realidad, lo que hago es actuar como observadora externa
de mi propia técnica, y así, visualizando esos errores, tomo conciencia de ellos y puedo
probar a cambiar pequeñas partes del gesto, con objeto de llegar a ser más rápida.
Dos de los errores más habituales que cometo son sacar mucho la cabeza para respirar
y hacer un recobro demasiado amplio, por lo que pierdo un tiempo que puede ser clave
en la competición, donde las milésimas de segundo cuentan a la hora de ganar una
medalla o quedarse fuera del pódium. Probar diferentes gestos me permite comparar y
aprender cuál de ellos contribuye a que sea más veloz. Cuando preparaba los Juegos de
Londres —mi cuarta paralimpiada—, a pesar de que llevaba catorce años en la alta
competición, cambié bastante el estilo de braza. Probé un gesto mucho más corto y
rápido que el que realizaba antes, porque yo siempre intentaba nadar como alguien que
usa las piernas, pero al no tener el empuje de la patada, me paro demasiado en el
recobro. Esto lo aprendí observando en pantalla a otras competidoras que me ganan. De
esta manera he mejorado mi estilo de braza, y así es como conseguí mejorar también la
marca y alzarme con el bronce en Londres. Un bronce que, de no haber cambiado mi
estilo de nadar, estoy casi convencida de que no hubiera ganado.
Aprendiendo de los errores, además, tienes la mente abierta para poder reconocer las
oportunidades generadas.
Es verdad que inicialmente asustan mucho los cambios y todo lo que da miedo suele
producir rechazo, pero no es menos cierto que cuando intentas observar de manera
objetiva una situación, es más sencillo identificar siempre la oportunidad que tenemos
delante.
Soy de las personas que piensan que en esta vida no solo pasa un tren, sino muchos.
Pero también creo que hay que estar preparados para reconocerlos y atreverse a subir a
ellos. Si no veo en el cambio o en la experiencia, incluso aun siendo negativa, una
oportunidad, probablemente esta pasará de estación sin haberme subido a ella.
Y cuantos más trenes pasen y más veces me suba a ellos, más se multiplicarán.
Cuantas más oportunidades aproveche, más oportunidades a su vez se generarán.
Con la imagen de la página siguiente pongo un ejemplo de cómo las oportunidades
que he aprovechado se han multiplicado exponencialmente, y han dado lugar a otras
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nuevas.
 
 
Todas las oportunidades se han transformado en experiencias positivas.
Volviendo al aprendizaje, paradójicamente, con las experiencias positivas también
podemos obtener lecciones negativas. Quedarnos con algo positivo después de haber
vivido una buena experiencia, es muy sencillo de imaginar, ¿verdad? No necesitamos
demasiadas argumentaciones para convencernos de ello. El reconocimiento personal
proporciona bienestar y feedback positivo.
Pero en lo que sí quiero incidir, aunque sea brevemente, es en la visión negativa que
también podemos tener de una experiencia maravillosa. Es algo que está relacionado con
la gestión del éxito y del fracaso.
Voy a retroceder a los Juegos Paralímpicos de Atenas 2004, porque esta anécdota
explica bien lo que quiero decir. Pero con el fin de que se comprenda mejor, me remitiré
también a mis antecedentes deportivos.
 
 
Antes de celebrarse los Juegos de Sidney 2000 no había conseguido ganar ningún oro en
una competición internacional. Solo podía imaginar lo que se debía sentir al ganarlo. Me
lo imaginaba muchas veces, porque era algo que deseaba con verdadera intensidad.
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Después de llevar solo dos años en la alta competición se podría decir que el resultado
que obtuve en los Juegos australianos, con cinco medallas en total, fue muy bueno. Una
plata y cuatro bronces. De hecho, era increíble haber llegado hasta allí y haber
conseguido subir al podio en todas y cada una de las pruebas en las que participé. En mi
familia y en mi entorno estaban muy contentos, y yo también lo estaba, aunque el oro se
me resistió y volví a casa sin la presea más deseada. Me quedó esa pequeña espinita
clavada. No estuvo mal, porque fue la excusa perfecta para que en los cuatro años
siguientes no dejara de pensar en ello.
En 2001, la capital sueca, Estocolmo, acogía el Campeonato de Europa, y allí, por
primera vez, supe lo que era ganar un oro. Fueron los mejores 50 metros mariposa que
había nadado hasta entonces. Sentí como si volara y conseguí el estado de flujo que
todos los deportistas ansiamos llegar a saborear. La verdad es que no recuerdo cómo
logré las otras medallas que me traje a casa de aquella competición, y supongo que eso
dice mucho acerca de la trascendencia de ese oro.
Entre Estocolmo y Atenas pasaron tres años, en los que seguí entrenando y
compitiendo, y recreándome, esta vez, en lo vivido, en lugar de imaginar lo que podría
haber sido. Me encantaba hacerlo. Lo malo es que pronto tuve que volver a imaginar,
porque la sequía de oros llegó de nuevo en la siguiente competición importante.No
había forma de subir al primer lugar del pódium. Siete medallas logré en el Mundial de
Argentina en 2002, pero ningún oro. Y era la última gran prueba antes de los siguientes
Juegos, los de Atenas en 2004. Sé que parece injusto lo que voy a decir, pero era como
un pequeño fracaso, para mí y para mis entrenadores; como si lo del triunfo absoluto en
la competición europea hubiera sido solo un espejismo o pura suerte. Estaba preparada
para ser la primera en el ranking; sin embargo, me quedé a las puertas con cinco platas y
dos bronces.
Y luego llegó la gran cita en la capital helena, la cuna de los Juegos Olímpicos. Había
circunstancias paralelas en mi vida que me acompañaban a la ciudad de Atenas. Acudí
allí siendo diputada en las Cortes de Aragón, lo que para mí era y es un compromiso
enorme con las personas que me habían elegido. Tenía un trabajo fuera de lo deportivo
que requería toda mi atención por la gente que había confiado en mí, y porque mis
conciudadanos se lo merecían. Y al mismo tiempo, estaba comprometida con mi
entonces novio y ahora marido. Unos meses más tarde iba a casarme. Quizá por esa
distracción imprescindible hacia otras cosas, me libré de una gran carga, la que
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implicaba la necesidad de ganar. Y con esa liberación también dejé de lado el miedo a
ganar. Había muchas otras cosas importantes en mi vida, cosas que no solo me
importaban a mí, sino que importaban a otros.
 
 
Si hablamos del miedo al éxito o del miedo al fracaso, creo que estaremos de acuerdo en
que a veces es difícil distinguir cuál aparece primero. Esto es como lo del huevo y la
gallina. ¿Qué fue primero?
¿Tenía miedo a ganar porque tenía miedo a perder?
A perder, en realidad, había aprendido de manera natural. Es lo primero que haces.
Pero aprender a ganar es más complejo.
Ganar el oro en Estocolmo me había gustado, confortado, enorgullecido y hecho sentir
especial, sí, pero, al mismo tiempo, acarreaba mucha presión. Así que, si en Grecia no
ganaba el oro, nadie esperaría que después, en la siguiente ocasión, revalidara el título.
Podía estar entre las mejores sin ser la mejor, por lo que pasaría más desapercibida y eso
sería suficiente. Así no tendría que enfrentarme de nuevo al «ya he ganado, y ahora
¿qué?» o al temido «es imposible algo mejor».
Claro que yo decía en voz alta, a quien me preguntaba y me quería escuchar, que
deseaba ganar por encima de todo, pero mi subconsciente estaba muy atento a los efectos
colaterales que tendría el lograrlo. Por ello, durante tres años dejé que mi miedo a ganar
me venciera.
Aún hoy tengo que reconocer que la prueba de los 100 metros libres de Atenas ha sido
la carrera más emocionante y espectacular de todas las que he nadado hasta ahora.
Durante la primera mitad fui primera, luego pasé a ser tercera, e incluso, por un
momento, cuarta, algo bastante habitual. Cuando nos acercábamos al viraje, todavía no
estaba convencida de que podía ganar y salí, por la calle 4 —segunda de la pared—,
claramente empatada con Beatrice Hess —la francesa que era la gran dominadora en mi
categoría durante aquellos años—, que iba por la calle 5. En esas circunstancias yo
estaba muy lejos de la que era considerada la favorita para alzarse con el oro en esa
distancia, la ucraniana Olena Akopyan, que iba por la calle 3. Poco a poco, Beatrice y yo
fuimos acercándonos a Olena, a la que parecía que le fallaban un poco las fuerzas. El
final de la prueba fue de infarto y tuvimos que mirar al marcador para saber cuál de las
tres había ganado.
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¿Qué sucedió? Que no hice conjeturas y dejé de pensar en lo que podría venir después,
para disfrutar completamente de aquel presente. Quise probar qué sucedería. Y supongo
que me dejé llevar. Tanto, que gané. Al igual que las veces anteriores en las que no lo
hice, llevaba tiempo preparándome, pero la diferencia es que ahora había soltado lastre.
Y gané mi primer oro paralímpico.
Las consecuencias de aquella victoria fueron mucho más allá de una «simple» medalla
de oro, porque me permitió darme cuenta de que era una auténtica privilegiada por poder
vivir aquello y que no lo iba a desaprovechar nunca más.
Me atreví a salir de mi «zona de confort». Me atreví a salir de mi propio cascarón.
 
 
¿Qué es la zona de confort? En cada área de tu vida tienes una zona de confort diferente.
Se llama así a una «zona» que debería llamarse de «cómoda incomodidad». Tus hábitos,
la rutina, y el conocimiento y lo que crees que es el control de lo que sucede en esa
tesitura, te llevan a pensar que no necesitas cambiar nada. O, en caso de que creas que sí
deberías hacerlo, te planteas que no compensa probar otra cosa. Pero la verdad es que
permanecer en tus zonas de confort significa perder oportunidades. Y puede significar
también vivir en una zona de peligro que, a la larga, te produzca una sensación de
carencia de oxígeno, como cuando estás a mucha altura y disminuye tanto la presión y la
densidad de oxígeno en el aire, que te ahogas. Sin embargo, el mayor peligro, bajo mi
punto de vista, es que ni siquiera te percates de la vida que estás dejando de vivir. Fuera
del cascarón, de tus zonas de confort, hay un mar lleno de posibilidades esperando a que
te atrevas a bucear en él.
 
 
Mi animal favorito es la tortuga marina, cualquiera de las razas. Uno de mis sueños, que
pienso cumplir, es contemplar en persona el desove o la eclosión o, mejor todavía,
ambas cosas. De momento, solo lo he visto en documentales por televisión. Cada año las
tortugas marinas ponen sus huevos en lugares elegidos cuidadosamente, procurando
preservar a las crías del mayor número de peligros posible. Con mucho esfuerzo, las
hembras dejan el mar para acercarse a la playa a poner los huevos que, dependiendo de
las razas, llegan a ser más de cien. Con las aletas, excavan un agujero tan grande como
ellas mismas en la arena y allí los depositan, resguardados. Es impresionante ver que de
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los ojos de la madre caen algo parecido a lágrimas que las humaniza ante nuestra mirada,
aunque, en realidad, se trata de una especie de mucosidad que les sirve para que
mantengan los ojos húmedos durante todo el tiempo que están fuera del agua. Una vez
que terminan, tapan el agujero y lo apisonan para preservar la seguridad de sus pequeños
nonatos. El esfuerzo que han realizado ha sido magnífico. Dos meses después, más o
menos, las tortuguitas que han conseguido sobrevivir a las fuertes lluvias o a las mareas
altas, intentarán abrirse camino hasta el agua. Para ello, deberán sortear a los cangrejos,
las aves marinas, un camino demasiado largo a pleno sol, otros depredadores mayores
como el ser humano... Toda una serie de peligros que afrontar y superar solo para nacer
y llegar al medio en el que tendrán que crecer. Supongo que, ante semejante expectativa
de lo que les espera, uno puede pensar que lo mejor es permanecer dentro del cascarón,
en el nido, donde estaban protegidas. Pero eso sería un error, porque el nido, aunque en
apariencia sea más seguro, también tiene sus peligros.
 
 
El miedo es innato al ser humano, nos mantiene alerta y nos protege de muchos peligros
en su versión positiva; pero el miedo a lo desconocido puede mantenernos encerrados en
nuestro propio cascarón y hacernos pensar, erróneamente, que eso es lo mejor, porque
ahí estamos a salvo. Y no lo es. Nunca se está completamente a salvo.
El miedo nos bloquea frente al cambio, porque desconocemos el resultado del mismo,
y lo desconocido no suele gustarnos. Aquello que no conocemos nos hace sentir
vulnerables y, por ello, temerosos. Nadie nos garantiza que vaya a ser exactamente como
queremos, y eso nos invita a no intentarlo. ¿Y si lo ponemos en negativo? El problema es
que el cien por cien de los tiros que NO lanzas a canasta, son pelotas que NO encestas, lo
que se traduce en un cien por cien de oportunidades perdidas de meter una canasta. Ni
siquiera desperdiciadas, simplemente perdidas, dejadas de lado.
Cuando no cambias nada de lo que te rodea, cuando sigues actuando como siempre lo
has hecho, no suele ser porque tuvida sea tan perfecta que no puedas hacer nada por
mejorarla, sino porque no te atreves a intentarlo. Y eso es fruto de un comportamiento
saboteador. Pero ¿cuándo es el momento de cambiar? O, mejor aún, ¿cuándo estás
preparado para cambiar? Cuando tomas conciencia de las consecuencias de no hacerlo.
¿Alguna vez has mantenido una rutina, porque creías que era una necesidad, un
compromiso o, incluso, una obligación moral? «Quizá otras personas darían lo que fuera
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por estar donde yo estoy», piensas. Pero a ti no te llena, no te hace sentirte realizado y,
por el contrario, tienes la sensación de que te ahogas en un vaso de agua. Te preguntas si
afuera encontrarás lo que buscas; pero, al mismo tiempo, no puedes evitar preguntarte si,
en el fondo, eres egoísta por plantearte incluso un cambio. «¿Qué pasa si no va bien? ¿Y
si luego estoy peor que ahora?» Yo me he hecho estas preguntas y he reflexionado sobre
ello. También he pronunciado estas frases: «Es que me esfuerzo mucho y no consigo…»;
«Estoy cansada de este trabajo, pero, con la que está cayendo, no me puedo quejar».
El efecto del refrán «más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer» nos vuelve
mediocres. Si no quieres conocer otras cosas, en todo caso, que sea por decisión propia,
pero nunca por que te dé miedo el no saber lo que sucederá si das ese paso o, lo que es
peor, por que tengas pereza de descubrir nuevos horizontes.
En general, el concepto de que los cambios no son buenos lo tenemos bastante
interiorizado, y nos conduce a un letargo en el crecimiento personal. Romper esa
dinámica requiere de un proceso de desconstrucción de esa idea parcial acerca del
cambio, para, posteriormente, poder construir otra idea más solida.
 
 
¿Has tenido un cubo de Rubik 3 × 3 en las manos? ¿Has intentado resolverlo? Lo
primero que debes saber es que existen 4,3 × 1019 movimientos posibles (según la
opinión de Scott Vaughen, profesor de matemáticas del Miami Dade College North
Campus). Es decir que tienes cuarenta y tres trillones doscientos cincuenta y dos mil tres
billones doscientos setenta y cuatro mil cuatrocientos ochenta y nueve millones
ochocientas cincuenta y seis mil permutaciones.
¿Sabes resolverlo? Si la respuesta es afirmativa ya te puedes imaginar a dónde quiero
llegar. En caso contrario, lo explico ahora mismo.
En el cubo de Rubik, igual que en la vida, cada acción tiene una reacción. Cada
movimiento que ejecutas tiene una consecuencia. Se trata de una sucesión de logaritmos
que te llevan a resolver cada una de las caras. Hay varios métodos para resolverlo
(«Fridrich», «Petrus» o «Singmaster»). Este último es el que, por ahora, he aprendido a
ejecutar, y se trata del más sencillo, el de nivel novato o lento, que es como lo llamo.
Consiste en resolver el cubo en tres capas, primero la de arriba, luego la del medio y por
último la de abajo. En el primer paso completas la cruz superior, después la cara entera.
A continuación la segunda capa, luego la cruz de abajo, y se termina colocando los
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vértices, a veces en un paso, a veces en dos. El caso es que mientras lo vas haciendo, los
movimientos parciales que vas ejecutando, deshacen, al menos momentáneamente, lo
que ya habías hecho. Es como el proceso de deconstrucción del que hablaba antes. A
veces tienes que desandar lo hecho, para luego poder hacerlo mejor.
Cuando eres novato, puede parecerte que es imposible resolver el cubo de Rubik,
porque te esfuerzas mucho pero nada termina de colocarse en su sitio. Eso quizá sea
porque te empeñas en hacer prácticamente lo mismo todo el tiempo, moviendo y
moviendo las piezas de un lado a otro pero sin rumbo, sin un plan. A pesar de tener más
de cuarenta y tres trillones de movimientos posibles, te parece que siempre caes en la
rutina. Por consiguiente, tienes que intentar hacerlo de forma distinta. Si nunca logras
cambiar el resultado, es decir, no lo resuelves, deberías probar otros caminos. Decía
Albert Einstein que «si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo». Y esto,
dicho así por alguien que consiguió «ver» y «hacer ver» la física desde un punto de vista
distinto al que venía predeterminado desde hacía siglos, es mucho decir.
Por tanto, se pueden explorar los límites imaginarios y aprender a sobrepasarlos, al
igual que aprendes a resolver el cubo de Rubik y alcanzas ese punto que te parecía
imposible, ese momento en el que con un último giro todo va a encajar. Con ese toque de
muñeca llegas donde antes solo habías soñado porque te parecía imposible alcanzarlo
durante el camino. Y te das cuenta de que puedes atreverte, que puedes aprender a
derribar los límites que solo residen en tu imaginación. Es la forma de que lo imposible,
mediante compromiso y acción, se transforme en un «Posible» con mayúscula.
Cuando te atreves a salir de las zonas de confort, puedes llegar a ver retos asumibles
en lo que antes te parecían cotas imposibles e inalcanzables. Al igual que la felicidad
surge de tu interior, y las decisiones que tomas son tuyas, para que los cambios que
afectan a tu vida vayan en la dirección que quieres, debes ser tú quien provoque el
cambio. Y así es como tendrás total garantía de que el cambio se produce en la dirección
que tú deseas. Si no, los cambios se seguirán produciendo de igual modo, pero muy
posiblemente en una dirección contraria a la que querrías. O, como mínimo, en
diferentes direcciones que no tienen por qué llevarte al sitio al que pretendes llegar.
Richard Douglas Fosbury, más conocido como Dick Fosbury, se hizo famoso por
cambiar las normas del salto de altura, instaurando lo que se ha dado en llamar el
«método Fosbury» de salto. Hasta los Juegos Olímpicos de México 1968, todos los
saltadores habían utilizado las técnicas de rodillo ventral, rodillo occidental y tijera.
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Fosbury no se encontraba especialmente cómodo con esas técnicas, así que desarrolló la
suya propia, que consistía en acercarse al listón corriendo, en dirección transversal y
dibujando una trayectoria curva, y después saltaba de espaldas al listón con el brazo más
próximo extendido. No hace falta ser experto en biomecánica para darse cuenta de que
por la posición del cuerpo y el centro de gravedad, esa es la manera más efectiva de
saltar. Así lo demuestran las marcas que se han alcanzado y que se siguen superando
desde entonces.
Conocí a Dick Fosbury en el año 2011, en una comisión que reunía por primera vez a
deportistas olímpicos y paralímpicos. Fue en Colorado Springs. Hablamos de muchas
cosas, también de su forma de saltar y de la gran revolución que aquello supuso para el
deporte. Me contó que antes de los Juegos del 68, desde muy joven, de hecho, ya saltaba
hacia atrás, y que esto provocaba las risas de otros deportistas que se burlaban de él
porque no seguía las normas establecidas hasta el momento. Pero aquel muchacho que
había sido tachado de «loco irreverente» por saltar de manera tan diferente a los demás,
sorprendió a todos cuando, en la cita olímpica de México, pulverizó el récord del mundo
y ganó la medalla de oro. En aquel momento se convirtió en un héroe.
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Todo empieza por un sueño
 
 
Walt Elias Disney decía «si puedes soñarlo, puedes hacerlo, recuerda que todo esto
comenzó con un ratón». Walt se refería a parques de atracciones, hoteles, estudios
cinematográficos, películas, canales de radio y televisión o merchandising. Hoy, el
imperio Disney, que empezó a construir con su hermano Roy en el garaje de su tío
Robert en Los Ángeles, no tiene fin, y al igual que sus cruceros parece dispuesto a seguir
navegando. En la actualidad, la empresa es propietaria de más de cincuenta compañías
que ha ido fundando y adquiriendo, y en su facturación anual supera los 30.000 millones
de dólares. Se puede decir que es, sin temor a equivocarnos, un sueño hecho realidad.
Dejando de lado los mitos y leyendas sobre Disney, que son muchos, me interesa
destacar que probablemente ni él mismo pensó que llegaría tan lejos. Especialmente
cuando ya había iniciado y fracasado en dos empresas, y la última, la quefundó con su
hermano Roy, también estaba a punto de cerrar. Así lo explicaba el propio Walt Disney:
 
Mickey Mouse salió de mi mente, en una libreta de dibujo, en un tren de Manhattan a Hollywood, en un
momento en que la empresa de mi hermano Roy y mía estaba en el punto más bajo, y el desastre parecía a la
vuelta de la esquina.
 
La historia está llena de personajes que lucharon incansablemente por sus sueños y
que, a pesar de todas las dificultades que les fueron apareciendo en el camino, no se
rindieron. Y precisamente por el hecho de no rendirse, al final lo consiguieron.
Mi prueba de 100 metros libres en Atenas la gané por cinco décimas de segundo. Esas
cinco décimas parecen insignificantes. Yo tardo más en escribir dos palabras, al igual
que tú en leerlas. Pero, en ocasiones como aquella, se tornan en una gran diferencia.
Durante los primeros 35 metros de la prueba parecía seguro que iba a perder. Yo también
lo pensaba, la verdad. Pero a falta de 15 metros fue como si a la ucraniana, Olena, le
hubieran puesto un freno y no pudiera avanzar. Beatrice y yo, cuando nos dimos cuenta,
apretamos más los dientes y, en mi caso, por primera vez, pensé que podía ganar. Y lo
hice. Y es que lo único que se puede dar por seguro es que, si no lo intentas, no lo
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consigues.
Esa bombilla que se enciende en tu cabeza, esa idea que te parece una locura pero que
cuanto más la piensas más ganas tienes de ponerla en marcha, no necesita un lugar
especial para ser creada. Probablemente, lo único que necesita es fe, voluntad y
compromiso personal para ponerla en práctica.
Si investigas un poco las historias de los y las grandes magnates actuales que aparecen
en la lista Forbes, podrás comprobar que muchos de los que allí se encuentran provienen
de familias humildes o tienen historias de superación que refuerzan la idea de que todo
es posible y de que tú mismo eres el que tienes la llave para construir tu camino.
Algunas de esas grandes empresas multinacionales nacieron en un simple garaje:
Disney Brothers Studio (1923), Microsoft (1975), Apple (1976), Amazon (1994),
Google (1998) o Youtube (2005).
Y yo me pregunto: si ellos pudieron, ¿por qué no voy a poder hacerlo yo?
Los sueños son muy variados, igual que los objetivos y, evidentemente, no tienen que
ver solo con lo profesional, sino con todo lo que importa en nuestra vida. No tienen que
ver solo con lo material (ese es uno de los problemas del llamado «sueño americano»).
Se aprecia claramente en lo material, pero también se debe aplicar a lo inmaterial, a lo
más intangible. Como dice David Fischman: «No te traces metas para satisfacer lo que
los demás esperan de ti, sino para satisfacer lo que es importante para ti». O lo que es lo
mismo, no sueñes para satisfacer lo que los demás esperan de ti, sino lo que es
importante para ti.
Lo mejor de tus sueños es que te pertenecen. Podría decirse que son tu tesoro, y
alimentarlos depende de ti. Puedes soñar despierto o dormido, de día o de noche,
haciendo deporte, en el trabajo o en casa, cualquier momento y lugar son buenos para
soñar. Yo sueño en la ducha, en la piscina, en la cama o paseando. Sueño cuando miro a
mi hijo y me imagino cómo será cuando sea mayor, cuando me acurruco con mi marido
y nos imagino siendo mayores y tratando de seguir el ritmo de vida, actividad y viajes
que nos gustan. Pero también sueño con un proyecto profesional en el que siga
disfrutando tanto como ahora, tratando de ayudar a hacer feliz a la gente. Un proyecto
que me acerque a otros países, rompiendo estereotipos y barreras, y demostrando al
mundo que en esta vida todo es posible. Quizá algún día pueda dejar un buen legado, a
lo mejor a través de estas líneas lo esté haciendo ya o poniendo la primera piedra para
que eso suceda. Me imagino un futuro en el que este manuscrito esté entregado, quizá no
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terminado, porque evolucionará siempre conmigo y con mis vivencias, pero sí publicado.
Que sea un libro que a la gente le apetezca leer y que a través de sus páginas pueda
sentirse identificada conmigo, que pueda ver mi sonrisa y contagiarse de ella.
«La gente como yo solo tiene dos opciones. Una es abandonar sus sueños, lo que nos
llevaría a una muerte rápida, y la otra es luchar sin brazos para vivir una vida
extraordinaria.» Estas palabras son de Liu Wei, un joven chino que a los diez años sufrió
una amputación de ambos brazos tras una fuerte descarga eléctrica mientras jugaba a
escondidas con sus amigos. Liu se hizo conocido mundialmente en las redes por su
aparición en un programa de televisión tocando el piano con los pies. Su sueño es ser
productor musical; sin duda, todo un reto. Pero no creo que ese reto sea mayor que el
haber desarrollado la habilidad de tocar el piano con los dedos de los pies. ¿Verdad que
te cuesta imaginarlo? ¿Verdad que crees que así solo podría tocar una simple melodía?
Pues he de decirte que Liu toca complejas piezas que muchos estudiantes de piano no
llegan a interpretar hasta que son profesionales. Por eso no tengo ninguna duda de que
llegará a ser productor musical. Creo que este es un ejemplo muy claro de que, si
persigues un sueño y haces todo lo posible por conseguirlo, no hay límites, por mucho
que el entorno se empeñe en levantarlos delante de ti. E igual que he hablado de Liu,
podría hacerlo de muchos compañeros de deporte a los que he ido conociendo en el
camino y que me han enseñado la grandeza de creer que lo puedes lograr.
Recuerdo dos preguntas que me hizo Pablo Cimadevila, nadador, compañero de la
selección y buen amigo. La primera: «¿Por qué no te tiras a ganar el oro?»; fue antes de
Atenas y precisamente allí subí al primer puesto del podio por primera vez. La segunda:
«¿Por qué te conformas con el oro si puedes intentar batir un récord del mundo?»; me la
hizo antes de los Juegos Paralímpicos de Pekín, y allí conseguí batir mi primer récord del
mundo en piscina de 50 metros.
Ahora comprendo lo que sucedió. De entrada, necesitaba que aquello se convirtiera
primero en un sueño. No importa si, como en este caso, el sueño nace de unas preguntas
que me habían hecho y no de mí misma. Cuando mi compañero de equipo cuestionó lo
que yo estaba haciendo, o mejor, cuando me obligó a reflexionar sobre el motivo por el
cual me estaba conformando con lo que ya hacía, activó un resorte en mi interior que me
llevó a fantasear con lo que sucedería si batiera el récord del mundo. Y acto seguido, el
subconsciente hizo que ese sueño se convirtiera en una meta por la que pelear, por la que
esforzarme.
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Viéndolo todo en perspectiva, quizá no me había planteado ninguno de esos sueños-
retos por comodidad, porque tenía un comportamiento saboteador que no me permitía ni
tan siquiera plantearme que podría llegar a conseguir algo así.
La mayoría de objetivos que nos marcamos empiezan simplemente siendo sueños.
Tener sueños, o tener un carácter más «realista» —que podemos incluso llamar
«aspiraciones»—, es legítimo. Es personal, aunque, a diferencia de las tarjetas o los
carnets, es transferible, y se convierte en algo maravilloso cuando los compartes y los
pones en práctica. «Nada nos pertenece en propiedad más que nuestros sueños», decía
Nietzsche en uno de los libros de su obra Aurora.
Llegados a este punto, me gustaría compartir contigo mi forma de actuar y de pensar
para conseguir que los sueños se cumplan. No es nada tan ambicioso como para que
pueda ser considerado una filosofía de vida, por supuesto, ni lo pretendo, pero al menos
es la hoja de ruta que yo he seguido. Voy a exponerla a través de algunos pasos que son
el resultado de mezclar mi formación con mi experiencia vital.
 
 
Idea 1: El primer paso es definir tu sueño, tu objetivo
 
Ya he hablado un poco de cómo me planteé los Juegos Paralímpicos de Londres 2012.
Aquel se convirtió en mi gran sueño después de tener a Nano. Había mucha gente,
amigos, periodistas, incluso compañeros, que pensaban que lo iba a dejar. Yo misma
luchaba contra ese autosabotaje que me hacía plantearme la retirada. Ese engañarme a mí
misma que no

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