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LA FUERZA DE LA DEBILIDAD Reflexiones sobre Job - CARLO MARÍA MARTINI

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CARLO MARIA MARTINI
La fuerza
de la debilidad
Reflexiones sobre Job
SAL TERRAE
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Reservados todos los derechos. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o
transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista
por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Título del original:
Carlo Maria Martini
La forza della debolezza.
La risposta della fede nel tempo della prova
© Edizioni Piemme Spa, 2012
Milano
www.edizpiemme.it
Traducción:
José Pérez Escobar
© Editorial Sal Terrae, 2014
Grupo de Comunicación Loyola
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria) – España
Tfno.: +34 942 369 198 / Fax: +34 942 369 201
salterrae@salterrae.es / www.salterrae.es
Imprimatur:
† Vicente Jiménez Zamora
Obispo de Santander
21-04-2014
Diseño de cubierta:
María José Casanova
Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2187-6
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http://www.conlicencia.com
http://www.edizpiemme.it
mailto:%20salterrae@salterrae.es
http://www.salterrae.es
Introducción
Renovar el espíritu de oración
El objetivo fundamental que se nos propone en unos Ejercicios Espirituales es la
conversión, es decir, pedirle a Dios que nos cambie para mejor.
Entre los numerosos temas posibles de conversión de nuestra vida, que cada cual
podrá encontrar por sí mismo, quisiera subrayar la necesidad de renovar el espíritu de
oración. Tenemos una enorme necesidad de ello, porque la multiplicidad de los
compromisos durante el año termina por empobrecerlo.
En estos días me parece importante recuperarlo en sus tres momentos:
– en el tiempo que hay dedicar a la oración, que puede ser más amplio;
– en los hábitos, que tienden a deshacerse y que aquí podemos volver a disciplinar a
lo largo de la jornada;
– en el modo, que debería caracterizarse por tres actitudes. En primer lugar, la
devoción, el respeto a Dios, que se verifica en las palabras, en los gestos del cuerpo, en
la atención y en el silencio; en segundo lugar, la sumisión de todo nuestro ser al misterio
de Dios, la reverencia amorosa; y, finalmente, el afecto, pues la oración es un
acontecimiento afectivo. A veces, por las difíciles circunstancias de la vida, el afecto se
queda en el fondo o incluso en el subconsciente; tenemos que hacerlo emerger en estos
días para aprender a hacer frente al indiferentismo que nos rodea. En efecto, sin un
profundo sentido afectivo de Dios en la oración es casi imposible combatir activamente
el ateísmo en nuestro ambiente occidental.
Por mi parte, trataré de contribuir a la reconversión al espíritu de oración,
sugiriéndoos algunas reflexiones sobre un tema extraído de la palabra de Jesús durante la
última cena: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas» (Lc
22,28).
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El tema
La afirmación de Jesús es bellísima, y si al final de la vida oímos que se nos dice:
«Tú eres el que has permanecido conmigo en mis pruebas», desbordaremos de alegría.
Es interesante que esta palabra se pronuncie después de la disputa entre los apóstoles:
«Surgió una disputa entre ellos sobre quién de ellos se consideraba el más importante»
(Lc 22,24).
Por consiguiente, partiendo de una discusión que revela las ambiciones, las
tensiones y las pequeñas envidias existentes en el grupo de los apóstoles, Jesús enseña
que quien quiera ser el más importante debe servir; e inmediatamente después, añade:
«Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas». Jesús no se engaña
pensando que los Doce han conseguido un altísimo grado de santidad; sin embargo, sabe
que puede darse una gran fidelidad también allí donde hay defectos, debilidades y
mezquindades.
Como introducción a las posteriores meditaciones, os invito a reflexionar sobre
cada una de las palabras de la frase del Evangelio: las pruebas, la perseverancia en las
pruebas, mis pruebas, la perseverancia conmigo.
1. La palabra griega peirasmós aparece con mucha frecuencia en la Escritura.
Originariamente, significa «exploración», «tentativa». Se trata de ver cuánto vale
uno, cuánta es su fidelidad, cuánto resiste, cuánta fuerza tiene.
A este sentido original se añaden en la Biblia otros dos: a) la tentación, es decir, el
estímulo al pecado por parte de una fuerza maligna, o bien a causa de las perniciosas
inclinaciones del mal presente en el mundo. Es la genuina tentación de la que está tejida
la vida humana; b) la prueba, a la que se refiere la afirmación de Jesús y que puede
proceder también de Dios. Alude a todas las situaciones de aflicción y dificultad que
encontramos a menudo. Estas forman parte del camino de la Palabra en nosotros, de su
entrada en el terreno del corazón humano. Así, en la parábola de la semilla que cae en
terreno pedregoso leemos que «lo que cayó entre piedras son los que, al escuchar,
acogen con gozo la palabra, pero no echan raíces; esos creen por un tiempo, pero al
llegar la prueba se echan atrás» (Lc 8,13).
Por lo tanto, al entrar en el corazón humano, la Palabra está sujeta a la tentación. El
evangelista Mateo especifica algunos de los modos en que acontece esto: «El sembrado
en terreno pedregoso es el que escucha la Palabra y la acoge enseguida con gozo, pero
no echa raíz y resulta efímero. Llega una tribulación o una persecución a causa de la
Palabra, y se escandaliza» (Mt 13,20-21).
Prueba, tentación, tribulación...: como quiera que se la denomine, es una situación
habitual del hombre en la tierra, especialmente del hombre justo, entendiendo por
«justo» aquel que quiere ser fiel a Dios y trata de caminar por sus senderos.
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El libro de Job expresa esta realidad de manera poética, en particular donde dice:
«¿No tiene el hombre un duro trabajo en la tierra?» (7,1). La nota de la Biblia de
Jerusalén explica que el «duro trabajo» se refiere, más bien, a la condición del servicio
militar, es decir, a la lucha y al compromiso. La versión griega traduce el término por
«prueba», refiriéndose precisamente a la prueba de la existencia humana. En cambio, en
la Vulgata encontramos la famosa frase «militia est vita hominis super terram», que es
retomada en el capítulo XIII del libro I de la Imitación de Cristo: De tentationibus
resistendis, es decir, de la resistencia a las tentaciones. Se trata de un capítulo muy
célebre que comienza así: «Mientras dura nuestra vida en este mundo, no podemos estar
exentos de tribulaciones y de tentaciones. Por eso, en el libro de Job está escrito: “La
vida del hombre en la tierra es tentación”».
A continuación prosigue Job:
«¿Y no son los días [del hombre]
como los de un mercenario?
Como el esclavo suspira por la sombra
o como el mercenario espera su salario,
así meses de desencanto son mi herencia,
y mi suerte noches de dolor.
Al acostarme, digo: “¿Cuándo llegará el día?”.
Al levantarme: “¿Cuándo será de noche?”.
Se alargan las sombras,
y cansado estoy de dar vueltas hasta el alba.
Cubierta de gusanos y de costras está mi carne,
mi piel se agrieta y supura.
Mis días corren más que la lanzadera,
se consumen sin esperanza.
Recuerda: mi vida es solo un soplo» (7,1-7a).
En la Biblia de Jerusalén encontramos la siguiente nota sobre 7,7a: «Solidario con
la humanidad que sufre y resignado a morir, Job esboza una oración para pedir a Dios
algunos instantes de paz antes de su muerte».
Con gran concreción, el pasaje veterotestamentario describe la existencia humana
como prueba.
2. Refiriéndose a esta prueba, dice Jesús: «Vosotros sois los que habéis
perseverado». En griego, más simplemente, «habéis permanecido», es decir, «sois los
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que no se han marchado». Se trata de un elogio: habéis sufrido tanto que podríais
haberos marchado, pero no lo habéis hecho.
Nos viene a la mente el episodio de Juan 6,67-68: «¿También vosotros queréis
marcharos?», y Pedro que responde: «Señor, ¿a quién vamos a acudir?». Jesús constata
que los apóstoles han permanecido hasta el último momento, han perseverado, no lo han
abandonado.
La idea de perseverancia se encuentra a menudo en la Escritura con expresiones
diversas.Por ejemplo, «conservar la palabra» indica la paciencia constante y resistente:
«La semilla que cae en tierra buena son los que, después de haber escuchado la Palabra
con corazón bueno y perfecto, la conservan y producen fruto con su perseverancia» (Lc
8,15). El hombre hace frente a la situación de prueba con la perseverancia, la constancia,
la resistencia y la conservación de la Palabra. Mientras que la prueba tiende a hacer
volver atrás e induce a desanimarse, la actitud directamente opuesta no es
necesariamente la de la victoria inmediata, sino la de resistir, la de permanecer firme y
sólidamente. El evangelista Juan utiliza un verbo muy elemental: ménein, que significa
algo parecido. «Si permanecéis en mí», dice Jesús, «y mis palabras permanecen en
vosotros, pedid lo que queráis, y se os dará» (Jn 15,7). «Permanecer en Jesús» es el
modo de oponerse a la prueba.
3. «Vosotros habéis perseverado en mis pruebas», no genéricamente «en las
pruebas».
Esta especificación da un colorido totalmente diferente a la existencia humana.
Nosotros nos preguntamos: ¿Cuáles son las pruebas de Jesús?
– La verdad es que los Evangelios nos dan pocas indicaciones al respecto, pero son
suficientes para comprender que también Jesús fue tentado y probado.
«Inmediatamente después, el Espíritu lo empujó al desierto, donde permaneció
cuarenta días, tentado por Satanás»; así comienza Marcos el relato de la vida pública del
Señor (Mc 1,12-13). El hecho de citar al principio la prueba indica que no fue tentado
una sola vez, sino que su existencia estuvo totalmente bajo el signo de la prueba.
La Carta a los Hebreos nos abre un ulterior resquicio: «Pues no tenemos un sumo
sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en
todo, como nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4,15). «En todo»; por consiguiente, en
muchos aspectos concretos de la vida, difíciles, duros, agobiantes y repugnantes, por los
que pasó Jesús y que compartió con los Doce.
– Pero la expresión «mis pruebas» no puede limitarse a las circunstancias históricas
de Jesús de Nazaret; él habla de sí como Mesías, como aquel que compendia la
existencia de todo el pueblo de Dios, el camino de este pueblo hacia el Padre. Por
consiguiente, tenemos que referirlas a las pruebas mesiánicas, del reino. Los apóstoles
estuvieron implicados en estas pruebas, fueron cernidos, cribados y triturados. Muchas
de las pruebas que sufrimos los creyentes proceden de las situaciones concretas de la
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realidad histórica y social en la que nos reconocemos, o sea, la Iglesia católica, con sus
problemas, sus fatigas, sus sufrimientos y dificultades. Estas son las pruebas de Jesús
como cabeza del pueblo mesiánico.
– Podemos decir aún más. Dado que Jesús es el Hijo del hombre, hace suya y vive
en sí la prueba de todo hombre y de toda mujer en la tierra; es la cabeza de la
humanidad, y sus pruebas se amplían a esta multitud inmensa de personas que han
poblado, pueblan y poblarán la tierra.
Al crecer en la experiencia de la vida, crecemos en la participación de estas
pruebas, porque conocemos más a la Iglesia y a la gente, y extendemos nuestra amistad a
un gran número de personas y sufrimos con ellas.
Actualmente, asumimos como nuestras las pruebas del Líbano, porque las siente el
papa, leemos los periódicos, vemos la televisión y conocemos a personas de ese país.
Y también son nuestras las pruebas de China; las pruebas de la paupérrima India;
las pruebas de la terrible miseria y hambre de los pueblos de América Latina y de África;
son nuestras las pruebas de Israel, del pueblo judío, del pueblo elegido, con todas sus
dificultades y con sus problemas de diálogo.
Todo esto nos pesa y a veces nos irrita y nos inquieta, porque criba nuestra fe,
nuestra esperanza, nuestra caridad, nuestra paciencia, nuestro aguante y nuestro sentido
del límite. Pero son precisamente estas las pruebas que Jesús declara «mías».
Después, naturalmente, cada cual vive también las pruebas de las personas que le
han sido confiadas: los feligreses de la parroquia, los jóvenes, todos aquellos con quienes
tenemos unos deberes pastorales concretos. De una u otra manera, cada uno está hundido
por los sufrimientos de su gente, de sus hermanos y de cuantos amamos.
Todas estas son las pruebas de Jesús, Mesías, Hijo del hombre, cabeza del pueblo
mesiánico y de la humanidad, y en ellas participamos de hecho, no solo con la
imaginación, y participamos además íntimamente.
4. «Habéis perseverado en mis pruebas conmigo». Las pruebas no son simplemente
objetivas, como si fueran piedras u olas que se nos vienen encima. Al decir «conmigo»,
Jesús las carga de un tono diferente; subraya un aspecto afectivo, personal y muy
profundo. Las sufrimos con él, amándolo a él, en intimidad con él. Él nos pide que
entremos en este camino para identificarlas y comprenderlas mejor; en efecto, es
importante llegar a mirar a las pruebas a la cara.
A menudo nos sentimos oprimidos, cansados y frustrados por algo que no llegamos
a percibir claramente. El Señor nos invita a dar un nombre a nuestras dificultades, a
enumerarlas y, después, a entender el modo de afrontarlas junto con él. Porque es
sabiduría fundamental del hombre y del cristiano comprender la utilidad de las pruebas
para la vida y vivirlas con fidelidad.
El hecho es que, cuanto más ama uno, cuanto más sirve a los demás y se hace
disponible, tanto más grandes son las pruebas.
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En cambio, si nos encerramos en nuestro ambiente, si somos misántropos, si no
salimos del egoísmo, experimentamos tan solo la prueba de la frustración personal.
El apóstol Santiago comienza su carta con esta exhortación: «Hermanos míos,
cuando pasáis por pruebas variadas, tenedlo por grande dicha, pues sabéis que, al
probarse la fe, produce paciencia, la paciencia hace perfecta la tarea, y así seréis
perfectos y cabales, sin mengua alguna» (St 1,2). Y más adelante añade: «Dichoso el
hombre que soporta la prueba, porque, al salir airoso, recibirá la corona de la vida que el
Señor prometió a los que lo aman» (1,12). Esta es la síntesis de la vida humana que nos
ofrece Santiago, expresando en sus palabras la gran sabiduría de todo el Nuevo
Testamento.
A este respecto se pronuncia también el Apocalipsis, que es el texto por excelencia
de los cristianos en la prueba: «Ya que has guardado con constancia mi palabra» –por
consiguiente, la has conservado resistiendo–, «también yo te preservaré en la hora de la
tentación que está a punto de llegar sobre el mundo entero, para poner a prueba a los
habitantes de la tierra» (Ap 3,10). Es el concepto de prueba cósmica, universal, que
regresa a menudo en nuestro tiempo, sobre todo en ciertas predicciones de carácter
apocalíptico. Tal vez a ella alude la oración que recitamos cotidianamente: «No nos
dejes caer en la tentación», no permitas que caigamos en la gran prueba.
Sin embargo, tenemos que saber cuál es esta prueba global, cósmica, en la que de
hecho estamos inmersos y de la que a menudo no nos percatamos, siendo así que
constituye nuestra vida real en su totalidad.
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El libro de Job
El tema de los Ejercicios toca, por tanto, un aspecto que caracteriza constantemente
la vida, pero que no debe entristecerla. Diré más: afrontar la prueba es en determinados
momentos la única garantía de serenidad en la existencia. No su eliminación, sino su
vivencia, es lo que hace singular la alegría del cristiano.
Queremos reflexionar en estos días poniéndonos ante Jesús, que dice: Tú eres el que
desea perseverar conmigo en mis pruebas; yo quiero ayudarte, quiero echarte una mano,
quiero invitarte a orar, a meditar, a afrontar tus pruebas como es debido, a darles un
nombre preciso, alejándolas de la confusión; y quiero además ayudarte a acogerlas con
amor, a abrazarlas como yo abracé la cruz.
«Concédenos, Señor, compartir tu actitud valiente, entrar en tu verdad, para poder
experimentar la alegría de quien afronta con entusiasmo la vida como prueba».
Buscando las páginas de la Escritura que se refieren al tema de la lucha, de la
prueba,de la tentación, nos detendremos, en particular, en Job, el libro de la prueba del
hombre. Os sugiero, por tanto, que lo leáis, dado que no podremos hacer la exégesis de
cada pasaje.
Os pido, además, que hagáis una relectura de, al menos, algunos capítulos de la
Imitación de Cristo, un texto un tanto olvidado y que, sin embargo, tiene un sentido muy
grande de la vida del hombre como lucha. Está lleno de sabiduría, de equilibrio y de
serenidad, precisamente porque quien lo escribió percibió fuertemente el carácter de
tentación y de experimento que tiene la existencia humana, al igual que también lo
advirtieron los Padres que comentaron el libro de Job, como, por ejemplo, san Gregorio
Magno; este gran papa, habiendo vivido toda la vida como una prueba, encontró, de
hecho, mucho consuelo meditándolo y explicándolo.
Dejémonos guiar por estos maestros en la fe, y, contemplando la palabra de Jesús
en el Evangelio de Lucas, pidamos:
«Señor, haz que pueda mirar cara a cara a mis pruebas, darme cuenta de cómo las
afronto, tratar de ponerme en el lugar apropiado para superar las de mi gente, con
la conciencia de compartir las pruebas de toda la Iglesia, de nuestra diócesis y de
la humanidad en este momento crucial de la historia del mundo».
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1. El misterio de la prueba
«Concédenos, Señor, dejarnos introducir en esta realidad de la prueba, que no es
simplemente un hecho; es un misterio, porque mediante ella percibimos un aspecto
de la contingencia histórica sufrida que somos nosotros y, al mismo tiempo, algo de
ti. Por otra parte, nosotros deseamos conocerte y penetrar con el corazón y la
mente en tu misterio inefable. Infunde en nosotros, Padre, una pizca de la
contemplación de tu misterio, también mediante la experiencia de la prueba».
Como tema de esta primera meditación propongo los dos primeros capítulos del
libro de Job, que constituyen la introducción en prosa al poema propiamente dicho.
Hagamos en primer lugar una lectura sinóptica y formulemos después las preguntas.
Desde hace tiempo, deseaba reflexionar sobre Job en unos Ejercicios Espirituales.
Sin embargo, tenía mis dudas, porque este libro tan fascinante es también muy difícil;
san Jerónimo lo compara a una anguila, que, cuanto más intentas atraparla, tanto más
fácilmente se te escapa.
Finalmente, me he decidido a recordar en estos días al menos algunas páginas que
nos ayuden a entreabrir la puerta de este texto misterioso y lleno de enigmas: enigmas
filológicos, históricos, literarios y hermenéuticos.
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La historia del prólogo de Job
Los personajes fundamentales del relato son tres:
– Job, que vivía en el país de Hus, fuera, por tanto, de las fronteras de Israel; un
«hombre íntegro y recto, temeroso de Dios y apartado del mal». Era rico: «Tenía siete
hijos y tres hijas. Tenía siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes,
quinientas burras y una servidumbre numerosa. Era el más rico entre los hombres de
oriente» (Job 1,1-3).
– La segunda figura característica del prólogo es Satán, el acusador, un personaje
misterioso que aparece en la corte de Dios como aquel que subraya negativamente las
acciones de los hombres. Satán pide que se le permita tentar a Job.
– El tercer personaje del drama es Dios, el cual, desde las alturas de su corte
celestial, sigue las acciones de los hombres y, de alguna manera, las tiene presentes.
El relato está formado por dos momentos o pruebas:
– Job es probado en sus bienes. «Llegó un mensajero a casa de Job y le dijo:
“Estaban los bueyes arando, y las burras pastando a su lado, cuando cayeron sobre ellos
unos sabeos, apuñalaron a los mozos y se llevaron el ganado. Solo yo pude escapar para
contártelo”. No había acabado de hablar, cuando llegó otro y le dijo: “Ha caído un rayo
del cielo que ha quemado y consumido tus ovejas y a tus pastores. Solo yo pude escapar
para contártelo”». El tercer mensajero le anuncia el robo de los camellos, y el cuarto la
muerte de los hijos y de las hijas a causa del viento huracanado que embistió la casa
donde estaban comiendo y bebiendo (cf. Job 1,13-20).
A esta prueba, ciertamente durísima, le sigue una actitud de Job que se expresa en
los siguientes términos:
«Entonces Job se levantó, se rasgó el manto, se rapó la cabeza, se echó por tierra y
dijo: “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo
dio, el Señor me lo quitó: ¡bendito sea el nombre del Señor!”. A pesar de todo, Job
no pecó ni acusó a Dios de desatino» (Job 1,20-22).
– Entonces Satán pide una segunda oportunidad para probar a Job y lo hiere con
llagas malignas «desde la planta del pie a la coronilla» (2,7). Privado tanto de su
integridad física como de todas de sus posesiones, Job es considerado un maldito de
Dios; alejado de su casa, está sentado sobre de las cenizas, indicando así,
simbólicamente, que no es sino miseria. «Entonces le dijo su mujer: “¿Aún persistes en
tu integridad? Bendice a Dios y muérete». En realidad, la mujer le desafía, no a bendecir
a Dios, sino a maldecirlo; la Escritura acuña la frase de modo que no resulte ofensiva.
«Pero él respondió: “Has hablado como hablaría una necia. Si aceptamos de Dios el
bien, ¿por qué no deberíamos aceptar el mal?”. A pesar de todo, Job no pecó con sus
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labios» (2,9-10).
La historia concluye con la noticia de tres amigos que van a mostrar a Job su
condolencia y a consolarlo. Alzan la mirada desde lejos, no lo reconocen y se echan a
llorar con grandes gritos. Luego se sientan junto a él en silencio durante siete días y siete
noches.
Esta parte constituye el prólogo del libro.
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Las preguntas
1. ¿Qué significan los personajes?
– Ciertamente, Job no es un personaje real, sino una especie de modelo de
laboratorio. Es símbolo del hombre justo y, consiguientemente, bendecido por Dios, que
no posee motivo alguno para atraer el mal sobre sí: ni por causa suya ni por causa de sus
hijos, ya que suele incluso realizar un sacrificio cada vez que ellos celebraban un
banquete, para borrar así las posibles culpas cometidas.
No es un personaje real, porque todos y cada uno de nosotros tenemos culpas de las
que lamentarnos si tenemos que soportar las desagradables consecuencias que de ellas se
derivan. Se trata, por lo tanto, de una figura abstracta creada deliberadamente para que
pueda verse en ella un modo de conocer a Dios.
No deja de ser interesante, por lo demás, que se presente a Job con unas
características que no lo vinculan a una concreta tradición religiosa o confesión. En todo
el libro, en efecto, no aparecen los vocablos típicos de la tradición hebrea –alianza, ley,
templo, Jerusalén, sacerdocio–. En él puede verse reflejado cualquier hombre de buena
voluntad, honrado, que tenga sentido de Dios y de su misterio.
– Satán representa lo que, sea en la forma que sea, tienta y prueba al hombre a
través de los momentos difíciles.
2. Si estas son las dos realidades que se mueven en la escena introductoria, nos
preguntamos qué hay en el centro de esta acción tan singular.
– Podríamos releer la pregunta de Satán, que es quien pone en marcha la acción. El
Señor le dice: «“¿Te has fijado en mi siervo Job? En la tierra no hay otro como él: es un
hombre justo y honrado, religioso y apartado del mal”. Satán le respondió: “¿Y crees tú
que Job teme a Dios desinteresadamente? ¡Si tú mismo lo has cercado y protegido a él, a
su hogar y todo lo suyo...! Has bendecido sus trabajos, y sus rebaños se ensanchan por el
país. Pero tócalo, daña sus posesiones, y te apuesto a que te maldice en tu cara”» (1,8-
11).
El desafío se configura como una pregunta irreverente o una apuesta que se hace
sobre el hombre: ¿existe o no la gratuidad en la acción humana? ¿Existe o no la libertad
que se juega por sí misma y no por un cálculo sutil? ¿No es cierto que todo cuanto
acontece en el hombre, incluidos sus sentimientos más profundos, es fruto de un cálculo,
de un interés, de una esperanza de recibir, de un do ut des?
Esta es la acusación que cada uno de nosotros siente en lo más hondo de sí y que el
psicoanálisispone continuamente de manifiesto: el hombre no sabe amar gratuitamente,
y cada una de sus acciones está motivada por un interés o incluso por un resentimiento,
por un deseo de venganza.
Las acciones verdaderamente claras y sinceras no existen, y la misma religiosidad –
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la acción más elevada del hombre– nace de la esperanza de recibir un premio o se apoya
en un premio ya recibido.
Es el drama que envuelve nuestra realidad, porque toda situación humana libre
quiere saber si se funda en la verdad, en la autenticidad, en la gratuidad... o en el interés.
¡Cuántas veces nos preguntamos también si nuestra vocación, nuestra perseverancia y
nuestro servicio son fruto del amor de Dios o, por el contrario, de la comodidad, del
cálculo, de la inclinación o de la predisposición....! Y, al final, quedamos desolados,
porque constatamos que las motivaciones reales de nuestros actos son a menudo
mezquinas.
El Satán, el Acusador, afirma, pues, que no hay religiosidad verdadera; que el
hombre es incapaz de un amor gratuito, de vivir la alianza con Dios. Dios le ofrece una
alianza entre iguales y espera, con amor auténtico y sincero, una respuesta de amor
igualmente auténtico y sincero; pero esta no es posible, sino que la respuesta es falsedad
y engaño. Por eso la religión es el opio del pueblo, un enmascaramiento de motivaciones
económicas, sociales, políticas, psicológicas y culturales; no existe el verdadero amor de
Dios; la misma divinidad es inventada por el hombre para enmascarar y sublimar sus
motivaciones. En realidad, el hombre juega consigo mismo.
– Sin embargo, en el centro del drama narrado en el Prólogo no solo se encuentra la
apuesta de Satán sobre el hombre, sino también la apuesta de Dios, que cree en la verdad
del hombre y confía en él.
De ahí que se trate de un drama universal que cubre toda la gama de las situaciones
humanas libres, sobre todo de aquellas en las que un sufrimiento inocente pone a prueba
al hombre y le hace expresar lo más auténtico de sí mismo.
El lector se siente implicado en la lucha, porque inmediatamente advierte que está
en juego también su capacidad o incapacidad de ser auténtico. Como dice un
comentarista contemporáneo del libro de Job: «La sacra representación de Job es
demasiado poderosa para admitir lectores indiferentes: quien no entre en la acción con
sus preguntas y respuestas internas, quien no tome partido apasionadamente, no
comprenderá un drama que, por su culpa, queda incompleto. Pero si entra y toma
partido, se hallará bajo la mirada de Dios, sometido a prueba por la representación del
drama eterno y universal del hombre Job» (L. Alonso Schökel, Job. Comentario
teológico y literario, Cristiandad, Madrid 20022, p. 116).
Esto es lo que pedimos al Señor poder hacer mediante la relectura del Prólogo del
libro, que os invito a meditar personalmente para que suscite en vosotros toda clase de
interrogantes.
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Las enseñanzas
Para ayudaros os propongo algunas reflexiones conclusivas sobre el tema de la
prueba.
1. La prueba existe, y existe para todos, incluidos los mejores. Job no ofrecía
motivo alguno para ser tentado, porque era perfecto en todo. Es preciso, por tanto, tomar
conciencia de que la prueba o tentación es un hecho fundamental en la vida.
2. Dios es misterioso. Él sabe muy perfectamente si el hombre vale o no; lo sabe
antes de probarlo; sin embargo, lo somete a prueba.
«Te he hecho recorrer cuarenta años por el desierto para ponerte a prueba y para ver
si tú me amabas verdaderamente» (cf. Dt 8,2), dice el Señor a los israelitas, expresando
la misma idea. Este comportamiento de Dios forma parte, a mi modo de ver, de aquel
misterio impenetrable por el que, aun conociendo al Hijo, lo pone a prueba en la
encarnación. Porque también la encarnación y la vida de Jesús son una prueba.
3. La actitud hacia la que hay que tender en la prueba es la sumisión, la aceptación
y no el cuestionamiento de dicha prueba. En el Prólogo del libro emerge como algo
conclusivo y decisivo, pero después será elaborado en sus etapas a lo largo del poema.
«Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el
Señor me lo quitó: ¡bendito sea el nombre del Señor! Si aceptamos de Dios el bien, ¿por
qué no deberíamos aceptar el mal?» (1,21; 2,10). Esta misteriosa sumisión, culmen de la
existencia humana ante Dios, se presenta desde el principio como la actitud en la que
inspirarse. Lo cual no significa que la poseamos ya de antemano, porque en el caso del
propio Job será el resultado de todo su sufrimiento. Sin embargo, se pone de relieve
porque, por sí sola, es capaz de arrojar un destello de luz sobre la experiencia dramática
de la existencia.
4. En la prueba corremos también el peligro de la reflexión. El hombre, por gracia
de Dios, puede enseguida adoptar la actitud de la sumisión, pero inmediatamente
después sobreviene el momento de la reflexión, que es la prueba más terrible. El libro de
Job podría haber concluido al final del segundo capítulo, demostrando que Job había
resistido porque el amor que le tenía a Dios era verdadero y auténtico. En realidad, es
preciso esperar, pues la situación concreta de Job no es la de quien se las arregla con un
suspiro, con una aceptación dada de una vez por todas; más bien, es la situación concreta
de un hombre que, habiendo expresado la aceptación, debe encarnarla en lo cotidiano.
Todo ello da lugar al desarrollo dramático del libro.
A veces nosotros experimentamos algo parecido: frente a una decisión difícil o un
suceso grave, los acogemos llevados por el entusiasmo y el valor que se nos otorga en
los momentos arduos de la vida. Después de reflexionar un poco, sin embargo, se abre
camino una multitud de pensamientos y experimentamos la dificultad de aceptar aquello
a lo que hemos dicho «sí». Esta es la verdadera y auténtica prueba.
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El primer «sí» pronunciado por Job es propio precisamente de quien reacciona
instintivamente de la mejor manera; la dificultad está en perseverar toda una vida en este
«sí», sometido a la presión de los sentimientos y de la batalla mental.
Por consiguiente, la primera aceptación, que a menudo es una enorme gracia de
Dios, no es revela aún del todo la gratuidad de la persona. Es preciso que pase por la
prolongada criba de la cotidianidad.
La prueba de Job no consiste tanto en ser privado de todo bien y verse cubierto de
llagas, sino en tener que aguantar días y días las palabras de los de los amigos, la cascada
de razonamientos que tratan de hacerle perder el sentido de lo que él es en verdad. A
partir de este momento, la prueba comienza a deslizarse en el intelecto del hombre, y la
verdadera y persistente tentación en la que también nosotros entramos y corremos el
riesgo de sucumbir es la de perdernos en el terrible tormento de la mente, del corazón y
de la fantasía.
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El libro de los más pobres de la humanidad
Añado un último apunte que podéis tener presente: meditar sobre Job como el libro
de los más pobres de la humanidad. A este respecto me ha resultado muy iluminador un
comentario que me regaló su propio autor; me refiero al libro de Gustavo Gutiérrez
titulado Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente: una reflexión sobre el libro de
Job (Sígueme, Salamanca 19953). No se trata de una reflexión propiamente exegética,
pero sí de un texto que puede hacer resplandecer la humanidad del libro de Job, que G.
Gutiérrez relee captando en él el grito de los pobres de América Latina.
Todos sufrimos a causa de errores también nuestros; sin embargo, hay una gran
mayoría de hombres que sufren más de lo que merecen, que sufren más de cuanto hayan
podido pecar. Me refiero a la gente miserable, sufriente y oprimida que constituye tal vez
tres cuartas partes de la humanidad. Esta inmensa muchedumbre obliga a preguntarse:
¿por qué?; ¿qué sentido tiene?; ¿es posible incluso hablar de un sentido?
Afrontar un interrogante tan dramático es propio de un libro que trasciende los
esquemas ordinarios de la vida, como es el libro de Job.
Y nosotros, que deseamosser fieles a Jesús en sus pruebas y sabemos que estas son
las pruebas mismas del pueblo mesiánico, del pueblo de los sufrientes, de los pueblos del
hambre y de la pobreza, tratamos, mediante nuestras reflexiones, de acercarnos a ellos y
de aceptar nuestras pruebas, a insignificantes pensando en comparación con las que
afligen a la mayoría de la humanidad.
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2. Job no sabe aceptarse a sí mismo
La lucha con Dios
A modo de premisa, quisiera indicar una dificultad que podría impedirnos sacar el
mayor fruto posible de los Ejercicios, y es precisamente el tema del libro de Job. Por esta
razón, he dudado bastante tiempo si escogerlo como texto de referencia para las
reflexiones.
El libro, de hecho, nos obliga a todos, incluido yo, a una larga lucha para tratar de
comprender el mensaje; no se trata tan solo de un libro que habla de la prueba del
hombre, sino que es una prueba en sí mismo, por las desconcertantes afirmaciones que
contiene y que no encontramos en otras partes de la Escritura.
¿Cuáles son, pues, las soluciones a esta dificultad?
a) La primera es luchar con Dios, como Jacob, sin dejarnos asustar, sino afrontando
la lectura del texto incluso en su estructura, que, por lo demás, es bastante simple. El
problema está en comprender qué quiere decir, en qué orden y de qué manera: ¿es mera
y confusa poesía o es una tesis?
El hecho de que a esta pregunta no se le haya dado aún una respuesta inequívoca
nos induce a tratar de comprender el mensaje de cada página: Señor, ¿qué tratas de
decirme?; ¿de qué manera lo que leemos nos sugiere hablar o callar de Dios en nuestro
mundo y en sus dramas? ¿Tiene este libro algo que ver con tu misterio y con el mío,
Señor, con el misterio de la Iglesia, del dolor humano, de los pobres?
Últimamente, a propósito de las polémicas con el mundo judío por causa del
Carmelo de Auschwitz, se suele repetirse que, después del holocausto, ya no es posible
hablar de Dios, sino que únicamente hay lugar para el silencio. La frase ha penetrado en
la carne de muchos teólogos, especialmente alemanes o, en todo caso, sensibles a la
historia europea de nuestro siglo. Por tanto, uno se pregunta: ¿estamos verdaderamente
reducidos al silencio después de ciertas tragedias? ¿Podemos aún seguir hablando
mientras perduran las tragedias del Líbano o del hambre en los países pobres?
El libro de Job hurga en las heridas de lo humano, y tal vez por eso lo evitamos,
porque nos resulta difícil hablar de Dios y aceptar una forma de hablar de él que
trastorna nuestras categorías comunes acerca de lo divino.
Se trata de un libro, por tanto, que exige lucha en la oración, adoración, petición,
súplica; es el primer modo en que podemos ayudarnos.
b) La segunda, ya sugerida, consiste en transformar la materia de meditación en
oración personal afectiva; dejarnos implicar y orar a partir de nuestra vivencia y la de
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aquellos a quienes amamos, especialmente aquellos a quienes vemos sufrir; a partir de
los sufrimientos de la Iglesia y de la humanidad.
En otras palabras: debemos redescubrir los salmos de lamentación. En el fondo,
podemos considerar el libro de Job como una introducción a esa mitad del salterio que
recitamos, pero con la que nos cuesta trabajo identificarnos; me refiero, precisamente, a
los salmos de lamentación.
Para transformar en oración la lectura de Job que haremos hoy os sugiero, por
ejemplo, que la relacionéis con el salmo 88, titulado Oración desde lo profundo de la
angustia, el más pesimista de todos los salmos. Mientras que otros muchos salmos de
lamentación concluyen con palabras de escucha favorable, de acción de gracias, el
último versículo del salmo 88 dice: «Alejaste de mí a amigos y compañeros, y mi
compañía son las tinieblas». ¿Por qué, entonces, es oración este salmo?; ¿cómo puedo
rezarlo? El problema de Job radica precisamente en entender cómo una situación de
angustia puede ser vivida en la fe.
c) Finalmente, es importante no dejarse llevar por la falta de disciplina mental.
Cada cual, según su experiencia adulta de oración, debe establecer en la jornada los
tiempos necesarios para la oración mental, silenciosa; para la lectura; para la oración
vocal, tan útil, en particular el rosario. Un ritmo de oración adaptado a nuestro momento
de búsqueda de Dios será de gran utilidad para superar la dificultad de la materia del
texto bíblico.
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Job maldice su día
Reflexionemos sobre el capítulo 3 de Job, preguntándonos ante todo, en el
momento de la lectio, qué es lo que dice, y después, en la meditatio, cuál es el mensaje
que nos dirige.
Después de los siete días y siete noches durante los cuales sus amigos se sientan
junto a él en tierra, en silencio, «Job abrió la boca y maldijo su día». El contenido del
capítulo es precisamente este: «maldijo su día».
«Y dijo:
“¡Muera el día que nací,
la noche que dijo: ‘Han concebido un varón’!
Que ese día se vuelva tinieblas,
que Dios desde lo alto se desentienda de él,
que sobre él no brille la luz,
que lo reclamen las tinieblas y las sombras,
que la niebla se pose sobre él,
que un eclipse lo aterrorice;
que se apodere de esa noche la oscuridad,
que no se sume a los días del año,
que no entre en la cuenta de los meses,
que esa noche sea lúgubre
y cerrada a los gritos de júbilo,
que la maldigan los que maldicen el día,
los que entienden de incitar a Leviatán;
que se velen las estrellas de su aurora,
que espere la luz y no llegue,
que no vea el parpadear del alba;
porque no me cerró las puertas del vientre
y no escondió a mi vista tanta miseria.
¿Por qué al salir del vientre no morí
o perecí al salir de las entrañas?
¿Por qué me recibió un regazo
y unos pechos me dieron de mamar?
Ahora reposaría tranquilo
21
y dormiría en paz,
como los reyes y consejeros de la tierra
que reconstruyen ciudades derruidas;
o como los nobles que poseyeron oro
y llenaron de plata sus palacios.
Ahora sería un aborto enterrado,
una criatura que no llegó a ver la luz.
Allí acaba el tumulto de los malvados,
allí reposan los que están rendidos,
con ellos descansan los prisioneros
sin oír la voz del capataz;
se confunden pequeños y grandes,
y el esclavo se emancipa de su amo.
¿Por qué dio a luz a un desgraciado
y vida al que la pasa en la amargura,
al que ansía la muerte que no llega
y escarba buscándola, más que un tesoro,
al que se alegraría ante la tumba
y gozaría al recibir sepultura,
al hombre que no encuentra camino
porque Dios le cerró la salida?
Por alimento tengo mis sollozos,
y mis gemidos desbordan como agua.
Lo que más temía me sucede,
lo que más me aterraba me acontece:
vivo sin paz, sin calma, sin descanso,
en puro sobresalto» (Job 3).
Ya hemos aludido al extraño carácter de este capítulo; mientras en el capítulo
precedente parece que Job no ha maldecido a Dios y haya resistido la dureza de los
acontecimientos, ahora caemos en la cuenta de que la prueba apenas ha comenzado. El
acto de sumisión debe entrar en la mente, en el corazón y en el cuerpo de quien lo ha
realizado, y esto es algo sumamente difícil.
Después de siete días de silencio, entra en erupción el volcán que anidaba en el
alma de Job.
22
Tratemos de subdividir el texto en sus cuatro partes.
1. vv. 1-10. El tema es la maldición del día del nacimiento, cualquiera que haya sido
la hora. «Si es día, que se vuelva tinieblas; si es noche, que sea tan lúgubre que se cierre
a los gritos de júbilo». Job intenta borrar del tiempo aquel día y aquella noche, intenta
devolverlos a la oscuridad primitiva de la inexistencia.
El tema no es frecuente en la Escritura, que en general es un himno a la vida. Sin
embargo, hay páginas ilustres que constituyen un paralelo del dolor de Job. Por ejemplo,
el libro de Jeremías, cuando el profeta exclama:
«¡Maldito el día en que nací,
el día que me parió mi madre
no sea bendito!
¡Maldito el que dio
la noticia a mi padre:
“Te ha nacido un hijo”,
dándole un alegrón!
¡Ojalá fuera ese hombre
como las ciudades
que el Señor trastornó sin compasión!
¡Ojalá oyese gritos por la mañana
y alaridos al mediodía!
¿Por qué no me mató en el vientre?Habría sido mi madre mi sepulcro;
su vientre me habría llevado por siempre.
¿Por qué salí del vientre
para pasar trabajos y penas
y acabar mis días derrotado?» (Jr 20,14-18).
Os invito, sin embargo, a leer el capítulo a partir del versículo 7.
Jeremías es un hombre ilustre y extraordinario, dotado de unos poderes de visión
del mundo de Dios que son casi únicos en la historia, reservados a muy pocos; y, sin
embargo, llega a lamentarse como Job, precisamente porque Job no es un personaje
concreto, sino que expresa los momentos más dramáticos de la experiencia humana.
2. vv. 10-19. El tema ya no es solo el del nacimiento aborrecido, sino el de la
muerte ansiada.
«¿Por qué al salir del vientre no morí o perecí al salir de las entrañas?» (v. 11).
23
Podemos pensar en el episodio de Jonás. Decepcionado por la acción de Dios, se ve
invadido por la depresión y le pide al Señor que le arrebate la vida.
«Jonás sintió un disgusto enorme –porque Dios había renunciado a hacer daño a la
ciudad de Nínive–. Irritado, rezó al Señor en estos términos: “¡Ah Señor, ya me lo
decía yo cuando estaba en mi tierra! Por algo me adelanté a huir a Tarsis, porque sé
que eres un Dios compasivo y clemente, paciente y misericordioso, que te
arrepientes de las amenazas. Pues bien, Señor, quítame la vida; más vale morir que
vivir”» (Jon 4,1-3).
En el momento en que la misericordia de Dios se está revelando, el profeta se siente
como descabalgado, prácticamente desautorizado en su profecía, y el despecho, la rabia
y la irritación son tan fuertes que le hacen desear la muerte.
Nos viene a la mente otra figura extraordinaria: la del profeta Elías, que huye su
incapacidad para vencer a los falsos profetas en el nombre de Yahvé; atemorizado por
las amenazas de la reina Jezabel, «emprendió la marcha para salvar la vida. Llegó a
Berseba de Judá y dejó allí a su criado. Él continuó por el desierto una jornada de
camino y, al final, se sentó bajo una retama y se deseó la muerte: “¡Basta, Señor!
¡Quítame la vida, que yo no valgo más que mis padres!» (1 Re 19,3-4).
Elías, que también vivía en intimidad con el misterio de Dios, llega a la
desesperación porque no ha conseguido hacer cuanto habría debido.
3. vv. 20-23. La invocación de la maldición del día del nacimiento con el deseo
ardiente de la muerte se generaliza, dando voz al sinsentido general de la vida:
«¿Por qué dio a luz a un desgraciado,
y vida al que la pasa en la amargura,
al que ansía la muerte que no llega?».
4. Finalmente, la cuarta parte (vv. 24-26) describe cómo Job vuelve sobre sí mismo
para describir de cerca lo que está viviendo.
«Por alimento tengo mis sollozos,
y mis gemidos desbordan como agua.
Lo que más temía me sucede,
lo que más me aterraba me acontece:
vivo sin paz, sin calma, sin descanso,
en puro sobresalto».
Así se expresa eficazmente el grito que nace de los siete días de silencio de Job:
aborrece el nacimiento, desea la muerte, declara que carece de sentido la vida de todos
cuantos sufren y, al final, vuelve sobre sí para concluir: aquí estoy, sin paz y
24
atormentado.
25
El grito de Job y la oración de lamentación
Pasando a meditar propia y verdaderamente el capítulo, nos preguntamos: ¿son
retóricas las expresiones de Job, debidas quizá a la exageración típica de los orientales,
que hacen uso frecuente de la hipérbole? ¿Cómo es posible, pues, que estén contenidas
en una Escritura que posee un valor perenne? ¿Hay algo parecido en nuestra
experiencia?
Pienso que cuando, por ejemplo, una persona se sitúa con lucidez ante la
perspectiva de una enfermedad incurable, no es raro que rompa a gritar y a lamentarse.
Si por parte de los médicos se considera oportuno emplear el método de decir la verdad
directamente al enfermo, la primera reacción de este es siempre de rebelión dramática:
¿qué sentido tiene?; ¿por qué precisamente a mí?
Cada uno de nosotros puede encontrarse, de un momento a otro, en la situación de
padecer un mal gravísimo e incurable, y podemos perfectamente hacer nuestro el grito de
desgarrado Job.
O pensemos en quienes viven, en determinados periodos de su existencia, una serie
de dificultades y desgracias de todo tipo que se suman una a otra, haciéndoles
desesperar. Es admirable que la Biblia no haya condenado este sentimiento, que no lo
haya exorcizado, sino que lo haya considerado como parte del texto sagrado inspirado.
Yendo más allá en nuestro discurso, podemos preguntarnos: ¿qué sentido tiene la
miserable vida de tantos hombres y mujeres, una vida de extrema indigencia, privada de
toda perspectiva humana? ¿Qué sentido tienen las multitudes de desheredados, de
pobres, de personas que se halla al límite de lo humanamente vivible y para quienes no
existe una solución inmediata? Cuando constatamos la inmensidad de esta miseria, del
larguísimo tiempo que será necesario para ofrecer unas mejores condiciones de vida a
tanta gente, y al mismo tiempo nos encontramos con la corrupción política nacional e
internacional, que se opone al desarrollo de los pueblos, no podemos dejar de
preguntarnos qué sentido tiene todo esto y si no habría sido mejor que esa gente no
hubiera nacido nunca. ¿Y qué decir de los niños que, en países subdesarrollados con una
alta tasa de natalidad, nacen ya enfermos, discapacitados, impedidos desde el principio
para crecer, por falta de los cuidados necesarios?
El de Job es, pues, un grito que atraviesa también el mundo de hoy, y la tentación
radical de ansiar la muerte nos amenaza a todos, sin excluir a nadie; amenaza incluso a
quienes se alegran de no haber sido alcanzados por miserias terribles, pero no pueden
sustraerse a la realidad de degradación que se cierne sobre tantos pueblos.
El juicio que demos de la página bíblica se hace entonces más moderado, más
comprensivo de la verdad del grito que corresponde al modo de expresarse de los
desvalidos de todos los tiempos.
Y no es casual que fuera asumido por la Escritura como oración de lamentación. Es
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la reflexión que hace Gustavo Gutiérrez en su comentario al libro de Job, siguiendo la
opinión de C. Westermann, para quien el género literario del texto bíblico es la
lamentación, la denuncia de la propia miseria ante Dios. «Solo este enfoque permitiría
comprender correctamente la estructura de esta obra. Escribe Westermann: “en mi
investigación, yo parto del simple reconocimiento de que en el Antiguo Testamento el
sufrimiento humano tiene su lenguaje propio, y que no se puede comprender la
estructura del libro de Job si antes no se ha comprendido este lenguaje, es decir, el
lenguaje de la lamentación”» (G. Gutiérrez, op. cit., p. 38, nota 14).
Después explica que contrariamente a la acepción negativa que asume la
lamentación en la mentalidad occidental –resignación, repliegue sobre uno mismo,
incapacidad de autoayuda–, en la perspectiva bíblica está profundamente vinculada a la
oración, es un elemento de súplica, de invocación a Dios. Hace notar que en las jóvenes
iglesias cristianas esta forma de oración vuelve a recuperar a menudo su lugar: baste
pensar en las grandes devociones populares de América Latina, del Cristo muerto, donde
el llanto expresa también el sufrimiento del pobre (cf. op. cit., pp. 44-45, nota 7). Hacia
el final de su comentario, Gutiérrez cita a otro autor contemporáneo cuyas palabras nos
permiten entender ulteriormente el misterio de la oración de lamentación, que a veces
puede parecer una blasfemia: «Lo asombroso del libro consiste precisamente en el hecho
que Job no da un solo paso para refugiarse en un Dios mejor, sino que permanece en
pleno campo de tiro, bajo los disparos de la cólera divina. Y que allí, sin moverse, en el
corazón de la noche, en lo más profundo del abismo, Job, que trata a Dios como
enemigo, no apela a una vaga instancia superior ni al Dios de sus amigos, sino a ese
mismo Dios que lo atormenta. Job se refugia en el Dios a quien acusa. Job confía en el
Dios que le ha decepcionado y desesperado. Job confiesa su esperanza y toma por
defensor a aquel que lo somete a juicio, por liberador a aquelque lo aprisiona, por amigo
a su enemigo mortal» (R. De Pury, citado por Gutiérrez, op. cit., p. 170, nota 1).
La lamentación es oración que sacude el alma, haciendo salir el pus de las llagas
más profundas de nuestra existencia; por tanto, es capaz también de liberarnos
interiormente. Porque el camino de Job es de liberación y de purificación, para poder ver
de nuevo el rostro de Dios y recuperar el sentido de la propia dignidad y verdad.
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Cuatro puntos de reflexión
Para la meditación personal y concreta del capítulo 3 de Job os sugiero cuatro
puntos de reflexión.
1. Es preciso aprender a distinguir, en nuestra vida, la lamentación de la queja.
Esta, por lo general, es muy común, porque nos quejamos un poco de todo, y cada uno se
queja de los demás; es difícil que en ambientes religiosos, sociales y políticos no se oiga
hablar mal de los otros. Se ha perdido el sentido verdadero del lamento, que consiste en
llorar ante Dios. Así, las fuerzas de resistencia, de irritación, de rabia que se agitan en el
alma, al no encontrar su desahogo natural y justo, arremeten contra todo y todos cuantos
nos rodean, originando la infelicidad de la vida, de la familia, de la comunidad y de los
grupos. Solo Dios, que es padre, es capaz de soportar también las rebeliones y los gritos
del hijo; la relación con un Dios tan bueno y fuerte es la que nos permite litigar con él. Él
acepta este enfrentamiento, como aceptó el de Elías, el de Jonás, el de Jeremías y el de
Job. Es verdad que Jonás será recriminado cuando pide morir, pero, aun así, Dios le
permitió hablar.
Abrir la veta de la lamentación es el modo más eficaz de cerrar los filones de las
quejas que entristecen al mundo, a la sociedad y a la realidad de la Iglesia y que no
tienen salida, porque, al ser vividas a nivel puramente humano, no llegan al fondo del
problema.
Muchas veces, si sustituyéramos las quejas estériles, generadoras de nuevas heridas,
por la lamentación profunda en la oración, encontraríamos la solución a nuestros
problemas y a los problemas de los demás; o bien, de una u otra manera, tomaríamos el
camino expresivo más justo para denunciar el sufrimiento y el malestar en la Iglesia.
Confieso haber vivido situaciones en las que, ante la pregunta: ¿Dónde hay en la
Biblia un pasaje que corresponda a lo que yo siento ahora?, me he reconocido leyendo
las Lamentaciones de Jeremías y he experimentado la paz. En lugar de expresarme
críticamente, en forma de revancha y de resentimiento, he dejado que las palabras del
profeta, no obstante su intenso dramatismo, dulcificaran y liberaran mi corazón.
Tal vez los pobres tienen más capacidad de aguante que los ricos, porque no han
perdido esta vía profunda e interior, esta sabiduría de la vida. Quien la ha perdido,
reacciona únicamente con rabia; piensa que es dueño de todo, y si las cosas no salen
como él desea, se desquita con los demás.
2. Un segundo punto para la reflexión. Job vive una experiencia cuyo sentido no ve
ni acepta:
«Por alimento tengo mis sollozos,
y mis gemidos desbordan como agua.
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Lo que más temía me sucede,
lo que más me aterraba me acontece:
vivo sin paz, sin calma, sin descanso,
en puro sobresalto» (3,24-26).
Su condición, por emplear una expresión habitual en nuestros días, es propia de
quien está desmotivado, de quien ya no encuentra razones para resistir en la lucha.
Tal condición nos suena como una alarma. Cuando, de hecho, examinándonos en
algún momento de incertidumbre y de cansancio, tenemos la sensación de estar
desmotivados, nos asustamos. Y cuando se nos acerca una persona, tal vez un joven en
sus primeros años de matrimonio, para confiarnos que se siente desmotivado, somos
presa del miedo. Los motivos son dos: en primer lugar, porque advertimos que la
situación de esa persona podría llegar a ser la nuestra. En segundo lugar, porque la
palabra «desmotivación» parece no admitir apelación, parece justificar la huidas: ya no
siento nada, ya no tengo ganas: ¿qué culpa tengo yo?
Job nos sugiere, en cambio, mirarla a la cara, con el fin de hacerle perder algo de su
siniestro poder. Nos invita a examinarla con coraje, a no considerarla tan terrible como si
no hubiera nada que hacer. Nos estimula a preguntarnos qué significa en realidad, tanto
más cuanto que quien se encuentra desmotivado no ha cambiado mucho objetivamente,
si no es por el hecho de que ya no consigue entender la gratuidad.
En el Prólogo de Job hemos contemplado la apuesta de Dios, el cual considera que
el hombre es capaz de actuar por gratuitamente por amor, aun cuando las gratificaciones
normales brillen por su ausencia. La persona desmotivada debería, en verdad, decir: he
llegado al punto en que, por primera vez en mi vida, puedo empezar a ser hombre,
porque ya no tengo esa serie de gratificaciones que tenía anteriormente.
El 98% de nuestras acciones son fruto de un flujo y reflujo de gratificaciones
recíprocas que nos sostienen; y es justo que así sea. Pero la prueba de que existe un amor
desinteresado y gratuito brota cuando nos hallamos totalmente desnudos ante Dios y su
amor crucificado.
Esta es la apuesta propuesta por el libro de Job, que grita y puede gritar que se
siente desmotivado, que desea la muerte y que la vida no tiene sentido, pero que, no
obstante, grita ante su Dios y ante los suyos; sigue moviéndose, actuando, buscando.
En la desmotivación se purifica su libertad: esa misma libertad de la que podía
dudarse, antes de la apuesta, si era verdaderamente capaz de gratuidad. Poco a poco, el
hombre Job llega a ser él mismo en verdad.
Por tanto, cuando pensamos haber llegado a un límite del que ya no podemos pasar,
es que hemos llegado, simplemente, al punto en el que nuestra libertad se encuentra en
su momento expresivo más auténtico. Jesús nos ha mostrado la gratuidad de su amor, no
solo haciendo milagros, sino en la cruz, para que hubiera una correspondencia entre dos
gratuidades confrontadas libremente.
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De Job aprendemos que nuestra dignidad de hombres se revela en el amor a Dios,
aun cuando la desmotivación haya alcanzado la violencia expresada en las palabras sobre
las que hemos reflexionado. Si descubrimos en nosotros alguna raíz de frustración, si
abrigamos el temor de que carezcan de sentido nuestras obras, y tal vez tememos incluso
reconocerlo, debemos tratar de decírselo a Dios por medio de la lamentación.
3. Debemos aceptar ser lo que somos. Hablando de los pobres, por ejemplo,
experimentamos siempre la incomodidad que supone el no poder compartir
verdaderamente su situación. De hecho, al haber gozado en nuestra vida de una
formación, de una cultura, nunca seremos como la gente pobre, sea cual sea lo que pueda
sucedernos.
¿Cómo comportarnos? ¿Quizá como quienes, en el 68, se jactaban de lucir una
barba descuidada y llevar unas ropas mugrientas, a fin de asemejarse de algún modo a
quienes carecían de todo?
Sería absurdo; debemos dar gracias al Señor por ser lo que somos, y hemos de
preguntarnos qué podemos hacer, aquí y ahora, por el hermano que es distinto de
nosotros.
Preguntarnos qué podemos recibir de él, el cual, a su vez, se hará las mismas
preguntas. Lo importante es que yo responda de mí ante Dios y ame a los demás todo
cuanto pueda. Tratar de ser lo que uno no es constituye una pretensión mefistofélica.
Job nos ayuda a desmontar estos castillos en el aire, a ser humildemente capaces de
aceptarnos y de aceptar a los hermanos, porque lo cierto es que estamos en el mundo
para darnos unos a otros recíprocamente. La pretensión de meterse en la piel de todos
para tener la solución geométricamente perfecta se revela, al final, como un clamoroso
error.
¡Cuántas veces, pensando, por ejemplo, ayudar a remediar la pobreza de los pueblos
africanos, nos equivocamos totalmente, al realizar gestos que no son bien recibidos...!
En cambio, si me pongo a escuchar con amor a esa gente, caigo en la cuenta de que
puedo recibir mucho y, aun sin comprender del todo su mentalidad, vivir relaciones de
intercambio existencial que me permiten decir: «Señor, he hecholo que he podido
siguiendo a tu Hijo. Ahora, derrama sobre mí tu misericordia».
Esta sobriedad de juicio, que naturalmente impone sacrificios a la mente, es difícil y
solo se adquiere con la edad y con la experiencia. Mientras uno es joven, no acepta ver
reducida su capacidad mental de conocerlo todo y de conocerse a sí mismo como
totalidad, de valorar al otro como totalidad a partir de uno mismo.
4. Finalmente, quisiera recordar el título de nuestros Ejercicios: Vosotros habéis
perseverado conmigo en mis pruebas.
Preguntemos a Jesús en el huerto de Getsemaní:
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«Señor, ¿viviste alguna vez momentos en lo que todo te parecía extraño, fútil, sin
sentido, en los que ya no tenías ganas de nada ni sentías estímulo alguno? ¿Y cómo
los viviste?».
Cuenta san Carlos Borromeo que experimentaba a menudo la frustración, el
sentimiento de inutilidad y de desazón; y un día, cuando su primo Federico le preguntó
cómo se comportaba en esos momentos, le mostró el libro de los Salmos que llevaba
siempre en su bolsillo. Recurría a los cantos de lamentación para dar voz a su
sufrimiento y, al mismo tiempo, para recobrar el aliento y la fe frente al misterio del
Dios vivo.
Oremos para que el Señor nos conceda el don de saber acceder, también nosotros, a
la fuente purificadora y balsámica de la lamentación bíblica.
31
3. El examen de conciencia de Job
El peligro teológico que conlleva la lectura del Libro de Job me parece
perfectamente expresado en una cita que descubrí en un artículo del filósofo Emanuele
Severino, titulado «El riesgo de la fe en el “irónico” Sócrates». Dice allí lo siguiente:
«Al rey Midas, que pretendía saber por sí mismo qué era lo mejor y lo más deseable
para el hombre, Sileno [que representa la tradición de la sabiduría dionisiaca],
después de haber callado durante unos interminables instantes, finalmente le
respondió riendo: “Estirpe miserable y efímera, hijo del azar y de la pena, ¿por qué
me obligas a decirte lo que para ti es muy preferible no oír? Lo mejor es
absolutamente inalcanzable para ti: no haber nacido, no existir, ser nada. Pero lo
segundo mejor para ti es morir pronto”, es decir, volver lo antes posible a la nada»
(cf. Corriere della Sera, 21-8-1989).
Podríamos expresar el problema teológico de Job preguntando: ¿cuál es la
diferencia entre esta clase de palabras y las del capítulo 3 de Job?
Advertimos una cierta asonancia de lenguaje; a veces los vocablos son idénticos,
pero la diversidad es abismal, porque el hombre del texto bíblico no es un escéptico ni
un decepcionado de la vida.
Nosotros estamos llamados, pues, a sumirnos en el abismo del verdadero y
misterioso conocimiento de Dios, del Dios indecible.
Y ello nos da miedo. Probablemente, si el Libro de Job fuera entregado hoy a una
comisión doctrinal o teológica para decidir si debería ser o no incluido en el canon de los
libros inspirados, se decidiría no incluirlo, por temor a crear malestar e incomodidad.
El hecho, sin embargo, de que figure en el canon como palabra de Dios nos invita a
aceptar la fatiga que supone su lectura, pidiendo al Señor que nos conceda el espíritu de
oración, de humildad y de adoración para no dejarnos embaucar por los términos
puramente racionales del conocimiento. A un amor sin fin corresponden misterios sin
fin, y nosotros deseamos recorrer, superando una primera impresión de malestar, los
difíciles caminos de la Palabra sin saber de antemano adónde nos conducirá.
«Concédenos, Señor, un verdadero, nuevo y más profundo conocimiento de ti.
Incluso a través de las palabras que no comprendemos, haz que podamos intuir con
el afecto del corazón tu misterio, que excede toda comprensión.
Haz que el ejercicio de paciencia de la mente, el arduo recorrido de la inteligencia,
sea el signo de una verdad que no es alcanzable simplemente mediante los cánones
32
de la razón humana, sino que está más allá de todo, y precisamente por eso, es luz
sin límites, misterio a la vez inaccesible y nutritivo para la existencia del hombre,
para sus dramas y sus aparentes absurdos.
Concédenos conocerte, conocernos a nosotros mismos, conocer los sufrimientos de
la humanidad, conocer las dificultades con que se debaten muchos corazones, y
retornar a una siempre nueva y más verdadera experiencia de ti».
33
El último monólogo de Job
Omitiendo los capítulos intermedios, dado que no nos es posible releer el libro
entero, vamos a reflexionar sobre los capítulos 29, 30 y 31, que constituyen el último,
gran y extenso monólogo de Job.
Después del monólogo del capítulo 3, se presentan tres escenas en las que hablan
los tres amigos, a quienes Job responde en cada ocasión. Sigue después un intermedio
misterioso, una especie de resplandor de fuego desde lo alto, que es el himno de la
sabiduría (cap. 28).
Después, Job retoma el monólogo, la última palabra antes del diálogo con Dios.
Por su valor de resumen sintético y conclusivo de estos tres capítulos, me parece
útil proponer una lectura según los dos tiempos de la lectio y la meditatio.
El examen de conciencia de Job nos ayudará a preparar nuestro propio examen de
conciencia para la jornada penitencial de mañana.
Me sirvo, sobre todo, de la explicación que el cardenal Gianfranco Ravasi hace en
su comentario al libro de Job (cf. Gianfranco Ravasi, Giobbe, Borla, 1979), valiéndome,
por comodidad, de la traducción del propio autor [N. del T.: Nosotros seguimos, salvo en
algunos casos, la traducción de La Biblia del Peregrino]. Se trata, de hecho, de una
explicación que secciona con sumo cuidado el texto según sus divisiones internas,
ofreciendo así una primera clave de lectura.
El capítulo 29 se titula El canto del pasado y de la nostalgia, donde todos los
verbos están en pasado, pues Job recuerda las situaciones y los ambientes ya vividos.
El capítulo 30 se titula El canto del presente y del horror y comienza con la palabra
«ahora, en este momento».
El capítulo 31 se titula El canto del futuro y de la inocencia. Mirando a su vida
pasada, Job efectúa una detalladísima confesión de inocencia a partir de una serie de
criterios morales éticos que examina uno por uno; concluye desafiando a Dios a aducir
sus razones contra él.
1. Capítulo 29. Job siguió entonando sus versos y dijo:
«¡Quién me diera volver a los viejos días
cuando Dios velaba sobre mí,
cuando su lámpara brillaba encima de mi cabeza
y a su luz cruzaba las tinieblas!
¡Aquellos días de mi otoño,
cuando Dios era un íntimo en mi tienda,
el Todopoderoso estaba conmigo
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y me rodeaban mis hijos!
Lavaba mis pies en leche,
la roca se me derretía en ríos de aceite» (vv. 1-6)
En esta primera estrofa, Job se describe como quien vivía la alegría de un amigo de
Dios. Lo sentía presente en la oración, en la vida cotidiana, con sus momentos difíciles,
y saboreaba su constante cercanía.
«Cuando salía a la puerta de la ciudad
y tomaba asiento en la plaza,
los jóvenes al verme se escondían,
los ancianos se levantaban y se quedaban en pie,
los jefes se abstenían de hablar,
tapándose la boca con la mano;
se quedaban sin voz los notables,
y se les pegaba la lengua al paladar.
Oído que me oía me felicitaba,
ojo que me veía me aprobaba» (vv. 7-11).
Se trata de un segundo cuadro en el que Job no se define únicamente por su relación
íntima con el misterio de Dios, sino también por su relación con la gente del poblado.
«Yo libraba al pobre que pedía socorro
y al huérfano indefenso,
recibía la bendición del vagabundo
y alegraba el corazón de la viuda;
de justicia me vestía y revestía,
el derecho era mi manto y mi turbante.
Yo era ojos para el ciego,
era pies para el cojo,
yo era el padre de los pobres
y examinaba la causa del desconocido.
Le rompía la mandíbula al inicuo
para arrancarle la presa de los dientes» (vv. 12-17).
Job era hombre un justo que se ocupaba activamente de los pobres, y de ello daba
testimonio quienes lo veían. De la apología de sí mismo, centrada únicamente en su
persona, pasa gradualmente a considerar el aspecto social; el sufrimiento le ha abierto los
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ojos para comprender lanecesidad de una relación con los más abandonados, los
desheredados.
«Y pensaba: “Moriré dentro de mi nido,
con días incontables como la arena”.
Mis raíces alcanzaban hasta el agua,
y el rocío se posaba en mi ramaje;
mi prestigio se renovaba conmigo,
y mi arco se reforzaba en mi mano» (vv. 18-20).
He aquí el sueño de su vejez: Job estaba seguro de que habría dado frutos como una
juventud perenne.
«Me escuchaban expectantes,
atentos en silencio a mi consejo;
después de hablar yo, no añadían nada,
mis palabras goteaban sobre ellos,
las esperaban como lluvia temprana,
se las bebían como lluvia tardía;
al verme sonreír, apenas lo creían,
y no se perdían un destello de mi rostro.
Escogía su camino, me sentaba a la cabeza,
instalado como un rey entre su escolta.
Yo guiaba y se dejaban conducir» (vv. 21-25)
En este último cuadro, en una especie de salto hacia atrás, Job recuerda su
compromiso más específicamente político, la fuerza de su presencia en la sociedad.
El capítulo 29 es, por tanto, un canto nostálgico en el que se recuerda el bien vivido
y realizado, la condición pacífica, serena y llena de gratificaciones de todo tipo.
Job era justo, bueno, amaba a los pobres, pero también era recompensado,
reverenciado, escuchado y estimado: toda una situación que ahora es cuestionada por el
nuevo curso de su historia.
2. Capítulo 30. Ravasi divide este canto del presente y del horror en siete breves
secciones que, una tras otra, describen las actitudes de un hombre que cae cada vez más
bajo: humillado, despreciado, atacado, aterrorizado, agredido por Dios, lloroso y
sufriente.
Job humillado:
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«Ahora, en cambio, se burlan de mí
muchachos más jóvenes que yo,
a cuyos padres habría rehusado
dejar los perros de mi rebaño,
cuyos brazos no me habrían servido,
sin fuerza como estaban.
Andaban enjutos de hambre y necesidad,
royendo la estepa,
de noche en el yermo desolado,
arrancando armuelles por los matorrales,
alimentándose de raíces de retama;
expulsados de los poblados,
a gritos, como ladrones,
habitando en barrancos espantosos,
en cuevas y cavernas,
aullando entre los matorrales,
apretujándose entre las ortigas.
¡Chusma vil, prole sin nombre,
arrojada del país a latigazos!» (vv. 1-8).
Job despreciado:
«Ahora, en cambio, me sacan coplas,
soy el tema de sus burlas,
me aborrecen, se distancian de mí
y aun se atreven a escupirme en la cara» (vv. 9-10).
Job atacado:
«Él, en efecto, ha aflojado mi arco
y me ha abatido,
y ellos se desenfrenan contra mí.
A mi derecha se levanta una canalla
que apisona caminos para mi exterminio;
deshacen mi sendero, trabajan en mi ruina,
y nadie los detiene;
irrumpen por una ancha brecha
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en avalancha, como tormenta» (vv. 11-14).
Dios es, por tanto, el sujeto real, aunque anónimo –«él»–, de la batalla entablada
contra un hombre humillado y despreciado.
Job aterrorizado:
«Se vuelven contra mí los terrores,
se disipa como el aire mi dignidad,
y pasa como nube mi ventura.
Ahora quiero desahogarme:
me atenazan días de aflicción,
la noche me taladra hasta los huesos,
pues no duermen las llagas que me roen.
Él me agarra con violencia por la ropa
y me sujeta por el cuello de la túnica,
me arroja en el fango,
y me confundo con el barro y la ceniza» (vv. 15-19).
Y, por si no bastara con todo ello, Dios le agrede:
«Te pido auxilio, y no me haces caso;
insisto, y me clavas la mirada.
Te has vuelto mi verdugo
y me atacas con tu brazo musculoso.
Me levantas en vilo, me paseas
y me sacudes en el huracán.
Ya sé que me devuelves a la muerte,
donde se dan cita todos los vivientes» (vv. 20-23).
Por eso Job es un hombre que llora:
«¿No alarga uno la mano al hundirse,
o no grita “socorro” en el desastre?
¿No lloré con el oprimido,
no tuve compasión del pobre?
Esperé dicha, me vino desgracia;
esperé luz, me vino oscuridad.
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Me hierven las entrañas y no se acallan,
días de aflicción me salen al encuentro» (vv. 24-27).
Abandonado, vive en la oscuridad más absoluta, es desdichado y sufre:
«Camino sombrío, lejos del sol,
y en la asamblea me levanto a pedir auxilio;
me he vuelto hermano de los chacales
y compañero de las avestruces.
Mi piel se ennegrece y se me cae,
mis huesos se queman de fiebre.
Mi cítara está de luto,
y mi flauta acompaña al llanto» (vv. 28-31).
3. Después de haber descrito su terrible situación presente, este hombre se levanta
de un salto con un canto de orgullo, el canto del futuro y de la inocencia.
Capítulo 31:
«Yo hice un pacto con mis ojos
de no fijarme en doncella.
A ver, ¿qué suerte reserva Dios desde el cielo,
qué herencia el Todopoderoso desde lo alto?
¿No reserva la desgracia para el criminal
y el fracaso para los malhechores?
¿No ve él mis caminos,
no me cuenta los pasos?
¿He caminado con el embuste,
han corrido mis pies tras la mentira?
Que me pese Dios en la balanza sin trampa
y comprobará mi honradez.
Si aparté mis pasos del camino,
siguiendo los caprichos de los ojos,
o se me pegó algo a las manos,
¡que otro coma lo que yo siembre
y que me arranquen mis retoños!» (vv. 1-8).
El tono ha cambiado completamente y ha asumido el lenguaje de una confesión
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moral y social.
Job se declara inocente de pecados contra la lascivia, contra la falsedad, contra el
adulterio. Ravasi recoge al respecto algunos paralelos interesantes de la antigüedad
semítica, cuando se pensaba que el muerto hacía una confesión de inocencia al
presentarse a los dioses.
Entre otros, es interesante un formulario procedente del Libro de los Muertos
egipcio:
«No cometí iniquidad contra los hombres.
No maltraté a (las) gentes.
No blasfemé contra Dios.
No empobrecí a un pobre en sus bienes.
No fui causa de aflicción.
No hice padecer hambre.
No maté.
No robé las tortas de los bienaventurados.
No fui pederasta.
No cometí actos impuros.
No robé con la medida de áridos...»
(El libro de los Muertos, ed. preparada por J. M. Blázquez y F. Lara Peinado,
Editora Nacional, Madrid 1984, pp. 228-229).
El muerto gritaba estas invocaciones rituales sentado en la barca que lo llevaba más
allá del río; si eran ciertas, no era quemado; pero si no lo eran, el fuego lo devoraba.
Sin embargo, las palabras de Job tienen un aspecto no propiamente ritual y judicial,
sino, como hemos dicho, moral.
A continuación, Job pasa a la declaración de inocencia con respecto al esclavo, al
que siempre ha tratado con justicia:
«Si denegué su derecho al esclavo o a la esclava
cuando pleiteaban conmigo,
¿qué haré cuando Dios se levante?,
¿qué responderé cuando me interrogue?
El que me hizo a mí en el vientre
¿no los hizo a ellos?,
¿no nos formó uno mismo en el seno?» (vv. 13-15).
Luego se defiende de la acusación lanzada por Elifaz, afirmando que ha sido
caritativo con los pobres:
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«Si negué al pobre lo que deseaba
o dejé consumirse en llanto a la viuda,
si comí el pan yo solo
sin repartirlo con el huérfano,
si vi al vagabundo sin vestido,
y al pobre sin nada con qué cubrirse,
y no me dieron las gracias sus carnes,
calientes con el vellón de mis ovejas;
si alcé la mano contra el inocente
cuando yo contaba con el apoyo del tribunal,
¡que se me desprenda del hombro la paletilla
y se me descoyunte el brazo!
Porque el terror de Dios me espantaría,
y me anonadaría su sublimidad» (vv. 16-23).
En cuanto a la acusación de haber abusado de las riquezas y de haber cometido
idolatría, declara:
«Lo juro:
No puse en el oro mi confianza
ni llamé al metal precioso mi seguridad;
no me complacía con mis grandes riquezas,
con la fortuna amasada por mis manos.
Mirando al sol resplandeciente
o a la luna caminar con esplendor,
no me dejé seducir secretamente
ni les envié un beso con la mano.
También esto es delito que compete a los jueces,
pues habría negado al Dios del cielo» (vv. 24-28).
Job se defiende también de las acusaciones de odiar y de haber violado la
hospitalidad:
«No me alegré en la desgracia de mi enemigo,
ni su mal fue mi alborozo,
ni dejé que mi boca pecara
deseándole la muerte.
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¡Lo juro!
Cuando los hombres de mi campamento dijeron:
“Ojalá nos dejen saciarnos de su carne”,
el forastero notuvo que dormir en la calle,
porque yo abrí las puertas al caminante» (vv. 29-32).
Finalmente, se defiende de la acusación de hipocresía y de explotación:
«No oculté mi delito como Adán
ni escondí en el pecho mi culpa.
Por temor al griterío de la gente,
por miedo al desprecio de mi clan,
no me estuve encerrado y en silencio.
Si mi tierra ha gritado contra mí
o sus surcos han llorado juntos,
si comí su cosecha sin pagarla
asfixiando a los braceros,
¡que mi tierra dé espinas en vez de trigo;
en vez de cebada, ortigas!» (vv. 33-34.38-40).
Un extenso examen de conciencia social que hace Job hallándose justo en todos los
diversos momentos de la existencia humana.
Los vv. 35-37 constituyen una especie de desafío final a Dios. En efecto, si Dios es
justo, no puede callarse, sino que tiene que avalar la confesión:
«¡Ojalá hubiera quien me escuchara!
¡Aquí está mi firma! Que responda el Todopoderoso,
que mi rival escriba su alegato:
lo llevaría al hombro
o me lo ceñiría como una diadema;
le daría cuenta de mis pasos
y avanzaría hacia él como un príncipe».
Así concluye este larguísimo y amplio monólogo de Job, poéticamente rico y lleno
de imágenes. Y nosotros debemos releerlo atentamente para tratar de entrar en el
misterio del hombre y el misterio de Dios que el poema expresa.
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Guía para la meditatio
Sugiero tres reflexiones que pueden ayudaros en la meditación y en la búsqueda
personal.
– La primera es que un hombre así nunca ha existido. Se trata claramente de una
proyección teórica, de un caso límite, de la proyección de un Adán paradisíaco que todo
lo hace siempre a la perfección.
¿Por qué, pues, debemos intentar comprender a este hipotético hombre que llama a
juicio a todo el mundo, proclamando que nunca ha hecho mal a nadie, que no ha tenido
ni siquiera un momento de défaillance («debilidad»)?
Para convencernos de que, aun cuando hubiera existido un hombre como Job, no
habría escapado a la dramática prueba expresada en el capítulo 30.
La prueba es, por tanto, innata en la relación Dios-hombre, que, estando fundada en
el amor gratuito y no simplemente en la justicia conmutativa, conlleva también la
prueba.
– Sin embargo, el que puede afirmar: ¿quién de vosotros probará que he pecado? sí
ha existido, y es Jesús. Él no se sustrajo a la prueba del amor gratuito hacia nosotros, lo
cual significa que el tema de la prueba no está simplemente vinculado a la culpa, a la
purificación y a la salida de la situación no auténtica. Más bien, está vinculado a la
verdad de las relaciones libres entre el hombre y Dios, a la gratuidad absoluta de estas
relaciones, que sale a la luz en el momento en el que cesan las gratificaciones.
El autor del libro de Job está buscando un aspecto del misterio de Dios que le dé a
la prueba un sentido que no sea simplemente el de una purificación del pecado.
Este aspecto lo contemplamos en el Crucificado.
– Nuestra condición, de todas maneras, es bien distinta de la del justo Job, y
podemos recorrer de nuevo los caminos del capítulo 29, y más tarde del 31,
examinándonos: ¿cómo nos encontramos con respecto a los ambientes y las relaciones
en nuestra existencia, con respecto a los deberes éticos?; ¿cuáles son los pecados que
hemos cometido y qué otros han sido por omisión?
Queremos acusarnos de estos pecados, no simplemente para escapar de la pena,
para instaurar con Dios una relación basada en la justicia, sino para buscar aquel dolor
perfecto que nace del amor, siguiendo cuanto nos indica, al menos como misteriosa
tentativa, el camino de Job. Reconocer nuestras culpas por puro amor, para que Dios sea
bendecido, alabado, santificado, para entrar con él en una relación de alianza.
Somos llamados a la verdad y a la libertad de nuestra relación con Dios, a vivir
establemente la amistad con él: Os he llamado amigos, no siervos... Vosotros sois los
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que habéis perseverado conmigo en mis pruebas, por amor y no solo por ser fieles a
vosotros mismos y a vuestros propósitos.
Las dramáticas páginas del Libro de Job nos hacen entrever esta profunda búsqueda
del corazón que desea una relación con Dios que vaya más allá de la mera obediencia, de
la mera justicia; una relación en la que se juegue la libertad de cada cual para darse,
entregarse y dedicarse con desinterés y con pureza.
«Concédenos, Señor, comprender en los complicados recovecos de este libro tu
ansia de hacernos como tú, de hacernos semejantes al Hijo, de introducirnos en
una relación de tipo trinitario, en ese misterio de amor y de don que constituye tu
esencia íntima. María, madre de Jesús y madre nuestra, haz que podamos también
nosotros gustar un destello del profundísimo misterio de Dios».
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4. Moderación y conocimiento
«Señor, Dios nuestro, tú eres un misterio inaccesible, tú habitas en una luz eterna
que nadie pudo contemplar, salvo tu Hijo, que nos la reveló desde lo alto de la
cruz. Concédenos penetrar en el misterio de Jesús para poder conocer así algo de
ti con la gracia del Espíritu Santo. Concédenos penetrar en este misterio con
paciencia y humildad, convencidos de nuestra ignorancia, de lo mucho que aún
desconocemos de tu Trinidad de amor, de tu plan salvífico. Haz que nos
humillemos en nuestra ignorancia, para poder merecer al menos una brizna del
conocimiento de aquel misterio que nos saciará eternamente. Te lo pedimos por
intercesión de María, que creyó profundamente aun sin conocer directamente y
alcanzó antes que nosotros, y ya en nombre nuestro, el conocimiento inmediato de
tu gloria».
Después de haber escuchado a Job, vamos ahora a escuchar a su interlocutor, es
decir, a Dios. Será un modo de caminar hacia el verdadero conocimiento de su misterio.
Y para escalonar el camino he pensado en reflexionar sobre cuatro diversos capítulos del
libro bíblico.
En primer lugar, el capítulo 9, en el que Job habla de Dios; después, el capítulo 28,
donde alguien, un desconocido, habla de Dios; y, finalmente, los capítulos 38 y 39,
donde Dios mismo comienza a hablar.
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Job no acepta que no se conoce a sí mismo
El capítulo 9 es una respuesta de Job a las palabras, que querían ser de consuelo, del
tercer amigo, Bildad de Suj. Este había subrayado que nunca puede dudarse de la justicia
de Dios; y, dado que él es justo, los malos son castigados, y los buenos premiados. Así
que Job puede estar tranquilo, pues sus enemigos serán cubiertos de vergüenza (cf. 8,20-
22). Job replica de inmediato aceptando el principio fundamental, más aún,
intensificándolo:
«Sé muy bien que es así:
que el hombre no lleva razón con Dios» (9,2).
En los versículos siguientes expresa, de una manera un tanto irónica, esta certeza
absoluta: nadie puede oponerse a Dios, que tiene razón en todo, siempre y en todos los
casos. Después añade:
«¡Cuánto menos podré yo replicarle
o escoger argumentos contra él!» (v. 14).
Aquí, su certeza se transforma en duda atormentada: Dios tiene tanta razón que,
aunque también la tuviera yo, en realidad no la tendría. A partir de este versículo, Job
comienza a dudar de sí mismo: pero ¿quién soy yo?; ¿tengo razón o no?
Sus palabras son características de la actitud de un hombre en el apogeo del
sufrimiento, que podría expresarse así: Job no acepta que no se conoce a sí mismo, y le
obsesiona la idea de no llegar a saber con seguridad si es o no es justo; está convencido
de que lo es, pero querría que se lo confirmaran; la incertidumbre lo corroe.
«Aunque tuviera yo razón, no recibiría respuesta,
tendría que suplicar a mi adversario;
aunque lo citara para que me respondiera,
no creo que me hiciera caso;
me arrollaría con la tormenta
y me heriría mil veces sin motivo;
no me dejaría ni tomar aliento,
me saciaría de amargura.
Si se trata de fuerza y de poderío, ahí están;
pero si se trata de derecho, ¿quién me cita a mí?
Aunque tuviera yo razón, me condenaría;
aunque fuera inocente, me declararía perverso» (vv. 15-20).
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Y en el versículo 21 hace esta dramática pregunta:
«¿Soy inocente? Ni siquiera yo lo sé.
¡Detesto mi vida!
Por eso os digo: “Es lo mismo”:
¡él hace perecer al inocente

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