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Hartos de corrupción - Miguel Seguró

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Miquel Seguró (comp.)
 
Herder
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Diseño de la cubierta: Herder Editorial
 
© 2014, Herder Editorial, S.L., Barcelona
Depósito Legal: DL B26162-2014
ISBN: 978-84-254-3450-1
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los
titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
 
Producción digital: Digital Books
 
Herder
www.herdereditorial.com
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Un día se extravió un sileno ebrio que, capturado por campesinos frigios, fue
llevado ante Midas. El rey reconoció en él al educador de Dioniso, instituyó una
fiesta en su honor y lo entregó de nuevo a Dioniso. En agradecimiento el dios
concedió al rey un deseo; Midas le pidió que todo cuanto tocase se convirtiera en
oro. Poco después Midas se percató de cuán irreflexivo había sido aquel deseo:
también la comida y la bebida se transformaban en oro, de manera que habría
muerto si Dioniso no le hubiese liberado de tan funesto don: le aconsejó que se
bañara en el río Pactolo, que desde entonces arrastra arenas auríferas.
 
 
MITO DEL REY MIDAS
 
[C. Harrauer y H. Hunger,
Diccionario de Mitología griega y romana]
 
 
 
 
 
¡Oh Simón Mago, oh míseros secuaces,
que las gracias de Dios, dulces esposas,
dones de buenos, prostituís rapaces,
 
por plata y oro, y sus sagradas cosas;
por vosotros, la trompa ahora retumba,
que estáis en la tercera de estas fosas!
 
 
DANTE, Divina Comedia
INFIERNO, XIX
CÍRCULO OCTAVO, FOSA TERCERA
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Índice
Portada 
Créditos 
Citas 
Presentación 
Prólogo 
Platón 
Norbert Bilbeny 
Aristóteles 
Victoria Camps 
Cicerón 
Manuel Cruz 
Jean-Jacques Rousseau 
Miguel García-Baró 
Immanuel Kant 
Margarita Rivière 
Karl Marx 
Antoni Talarn 
Max Weber 
Jorge L. Tizón 
José Ortega y Gasset 
Francesc Torralba 
Hannah Arendt 
Andrés Torres Queiruga 
John Rawls 
Antonio Valdecantos 
Jorge M. Bergoglio, Papa Francisco 
Autores 
Referencias bibliográficas 
¿Y tú qué opinas? 
Información adicional 
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7
presentación
por Miquel Seguró (comp.)
 Hartos. ¡Estamos hartos! Hartos de abrir el diario y enterarnos de un nuevo caso de
corrupción. Hartos de sufrir los abusos de un poder delegado democráticamente que
no mira por el bien común. Hartos de ver cómo una y otra vez unos pocos se
enriquecen con el dinero público sin, ni siquiera, tener mala conciencia. Y hartos de ver
cómo se erosionan bienes sociales como la educación, la sanidad y la cultura, que
minan la precaria salud ética de nuestra democracia.
Estamos hartos y lo queremos expresar, para que nadie nos pregunte en un futuro
¿por qué no hicisteis algo? Hay mucho más en cuestión que el dinero robado. La
corrupción pone en peligro el futuro mismo de toda sociedad democrática, por eso no
nos podemos quedar callados. La palabra es la única arma que poseemos. Puede que no
nos lleve a ningún sitio; puede que a los corruptos no les importen las palabras, pero,
por favor, al menos no renunciemos a ellas. Por lo menos digamos alto y claro que no
hay derecho, que ya está bien, ¡que estamos hartos!
La idea de este libro nace en un momento difícil y delicado. Llevamos unos cuantos
años de una crisis, no solamente económica, que está dejando a un cuarto de la
población sin trabajo, a media generación sin perspectivas, a los hospitales y las
universidades sin personal, a las bibliotecas sin libros, a los museos sin exposiciones y a
los auditorios sin música. Y aun así, después de siete años de recortes y de sufrimiento
de tantos, tenemos que evidenciar que algunos nunca han parado de enriquecerse a
costa de la comunidad.
Sabemos que el problema de la corrupción no es nuevo, pero nos preguntamos: ¿De
dónde viene? ¿Quién tiene la culpa? ¿Se puede superar? Ojalá fueran ellos, «los que
mandan», el origen de todos los males. Y sin embargo la corrupción parece ser algo
«humano, demasiado humano». La corrupción se muestra como las caras de una
moneda: tiene que ver tanto con la estructura del poder social y sus sombras como con
la ambigüedad antropológica que cada uno de nosotros representa. Lo uno sin lo otro es
impensable.
Sobre la corrupción se ha dicho y escrito mucho. Pero ¿nos hemos preguntado qué
tiene que ver con cada uno nosotros y nuestra realidad cotidiana? Hartos recoge 10
conversaciones personales con reconocidos profesores e investigadores, de diferentes
tendencias y sensibilidades éticas y sociales, sobre el problema de la corrupción. Son
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diálogos que responden a preguntas que todos nos hacemos y que nos apelan de manera
directa. La magnitud de la tragedia nos la expone Manuel Villoria con su elocuente
prólogo, y el breve compendio de textos clásicos que acompaña al conjunto de
reflexiones nos recuerda la profundidad del problema. Por eso hemos decidido
publicar este volumen. Porque cuantas más perspectivas y más miradas sobre la
corrupción tengamos, más fácil será darnos cuenta de que al enemigo lo tenemos en
casa. Solamente así haremos que la solidaridad y la bondad, que también somos,
puedan aparecer con la fuerza y vitalidad necesaria para hacer de nuestra sociedad un
entorno más próspero, más justo y más feliz.
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prólogo
por Manuel Villoria
 Es un placer poder contribuir a las reflexiones que en este texto se hacen sobre
corrupción por tan importantes e inteligentes personas. Para contribuir, modestamente,
a este libro permítanme introducir un debate que, a menudo, queda oculto entre el
volumen fatídico de escándalos y noticias de corrupción que nos inundan. Es el debate
sobre causas de corrupción y la importancia de variables estructurales y culturales en la
explicación del fenómeno. Ciertamente, las variables institucionales son también
esenciales para explicar la corrupción, pero sobre ellas ya he escrito y hablado bastante.
Por ello, desearía ahora recuperar reflexiones antiguas sobre variables no
institucionales y su importancia como causas de esta tragedia social y política.
Muchas veces, cuando se analiza la corrupción, se corre el riesgo de quedarse con lo
anecdótico y olvidar lo esencial: sus causas profundas. La corrupción hunde sus raíces
de forma ramificada y profunda, además de ser fruto de patologías sociales y
económicas —institucionalizadas formal o informalmente— que dan vida a su
capacidad de destrucción. Por ello, si se pretende combatirla cortando sus ramas, lo
único que se consigue es que más adelante vuelvan a surgir con igual o más fuerza. El
camino, pues, consiste en evitar que llegue el agua y la luz que alimentan sus raíces y
cortarlas. El análisis del fenómeno de la corrupción no puede realizarse considerando
tan solo la interacción entre políticos y empresarios, ni analizando exclusivamente la
actuación de las burocracias, es preciso conocer diacrónicamente el sistema político y
social del país en el que se inserta y ver en qué medida las diferentes variables sociales,
económicas y políticas afectan a la corrupción y cómo esta afecta a las estructuras
sociales, a los sistemas de incentivos y al comportamiento político.
Los supuestos de corrupción, en sentido estricto, que cada día encontramos en la
prensa o en las audiencias y juzgados son fruto de un gran conjunto de variables que
explican su existencia y su pervivencia. Sistematizar y explicar todas las posibles causas
de corrupción es una labor compleja que no corresponde a las intenciones de este texto,
no obstante, sí conviene tener una visión de conjunto del fenómeno para facilitar la
búsqueda de posibles soluciones a quienes se dedican a combatirla. El mejor método
para conseguir una explicación causal suficientemente comprehensiva es analizar la
situación que se vive en países con corrupción sistémica, pues en ellos, si no todas al
tiempo, sí una gran parte de las variables explicativas están presentes.
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En cualquier caso, conviene destacar que las variables que explican la corrupción
son, a su vez, explicadas por esta en muchos casos. Es decir, que la corrupción se
entiende mejor inmersa en un círculo vicioso en el que distintas variables producen
corrupcióny, a su vez, esta produce la expansión de dichas variables (endogeneidad).
Así, por ejemplo, la falta de confianza en las instituciones favorece la corrupción, pero, a
su vez, la corrupción favorece la falta de confianza en las instituciones. Al final, si no se
actúa, lo que surge es un círculo vicioso de ingobernabilidad y destrucción de las bases
de convivencia. Círculo que solo se detiene si la clase política y las elites económicas y
sociales del país correspondiente se embarcan conjuntamente en la reconstrucción de
la integridad política, económica y social. Siguiendo con este argumento, conviene
insistir en que, cuando la corrupción es elevada en una sociedad, su fundamento reside,
además de en las perversiones de la naturaleza humana —que no son exclusivas de
ningún país, raza o territorio—, en la desigualdad, en culturas políticas dominadas por
la desafección o, peor aún, en la apatía democrática, en la cultura prebendalista inserta
en los partidos políticos de dichas sociedades y en la debilidad institucional
generalizada, además de en la cultura de la desconfianza esparcida por toda la sociedad.
Sobre las perversiones de la naturaleza humana es difícil trabajar, aunque siempre, a
través de la educación y la socialización en valores cívicos, se pueden reducir los casos
de personas guiadas por valores antisociales y éticamente infradesarrolladas. Sobre las
otras variables señaladas el trabajo también es largo y, en ciertas condiciones,
especialmente sinuoso. Cuando todas las variables confluyen al mismo tiempo, la
situación para un país empieza a ser muy preocupante. Pero, además, en ocasiones, los
instrumentos de minimización de los efectos de la corrupción están desactivados o, lo
que es peor, también están infectados por el virus, con lo que a los fundamentos
perversos se unen incentivos institucionales al comportamiento inmoral. En esos casos,
nos encontramos ya plenamente situados en el círculo vicioso de la corrupción, con
todo lo que ello implica.
Centrándonos en los aspectos estructurales, diversos estudios han señalado
convincentemente que la corrupción se da con mayor fuerza en países con alta
desigualdad económica. Incluso con un concepto de corrupción minimalista, como el
que usarían los juristas, centrado esencialmente en conductas penalmente sancionables
—sobornos, cohechos—, los datos de las encuestas mundiales de percepción de la
corrupción nos indican fehacientemente que los países con corrupción más baja son los
que poseen una menor desigualdad, medida con el Índice Gini o con otros más
completos. Ciertamente, países como los escandinavos ocupan una y otra vez el ranking
de países menos corruptos. Y casi todos los países con corrupción muy elevada son
países con desigualdades elevadas. Desde esta perspectiva, el desarrollo de Estados de
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bienestar universalistas es una eficaz barrera contra la corrupción. Así, en sociedades
como las escandinavas, gracias a las políticas sociales se ha conseguido una alta
cohesión social que genera confianza y que permite un desarrollo cívico elevado que
impide la corrupción.
Recientemente, por ejemplo, se ha demostrado con abundantes datos que la
desigualdad es productora de baja calidad en las relaciones sociales. Así, en los estados
más desiguales de Estados Unidos, entre el 35 y el 40% de la población reconoce que no
confía en los otros, mientras que en los estados más igualitarios se sitúa entorno al 10%.
La violencia y la competición por el «estatus» son también mayores en los países más
desiguales. Los efectos de la desigualdad sobre la salud, además, son demoledores.
Cuanto mayor es la desigualdad y mayores diferencias de estatus existen, mayor es la
amenaza de evaluación, la inseguridad de estatus y la competitividad individualista.
Todo ello genera infelicidad. La consecuencia no es que todo tipo de política que
persiga la igualdad genere felicidad. Pero sí existen datos que nos indican que ciertas
sociedades que tienen un modelo de Estado de bienestar, con unas características
comunes y bastante identificables —«the universal welfare state»—, son también los que
tienen los mayores niveles de felicidad y de igualdad en el planeta y menores niveles de
corrupción. En suma, el Estado de bienestar universalista genera igualdad económica y
social, equidad y sentido de pertenencia, y todo ello, unido a la alta confianza
intersubjetiva generalizada, genera baja corrupción y felicidad.
En relación con la dimensión estructural de la desigualdad, se puede comprobar
cómo las sociedades con desigualdad elevada se caracterizan por una baja movilidad
entre estamentos sociales y una alta estabilidad de las elites, circunstancia que crea
redes verticales de clientelismo y densas redes horizontales entre elites en las que anida
la corrupción. En estas sociedades, los mecanismos de control social están
infradesarrollados y, por ello, las elites pueden aprovecharse del control propio sobre la
justicia, los medios de comunicación y el conocimiento. Obviamente, como el sistema
opera en un círculo vicioso, cuanta más corrupción existe, también existe más
desigualdad y viceversa.
Aunque es más difícil de medir, la desigualdad psicológica, es decir, la aceptación de
la dominación internalizada, enraizada en la cultura de la sociedad, también es un
factor impulsor de la corrupción. Cuando las personas asumen que son inferiores con
respecto a otras, incluso si se les provee de bienes primarios y derechos para
defenderse, no los usan y vuelven a aceptar la dominación arbitraria. Esta idea nos lleva
a recordar la excelente tesis de Sen, en la que argumenta convincentemente que la
igualdad no solo exige una capacidad básica igual de bienes materiales o ingresos
económicos suficientes, sino también una capacidad cultural, económica y social para
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actuar libremente. La dimensión cultural de la desigualdad la expresan encuestas sobre
la distancia de poder, basadas en la medición de patrones valorativos que legitiman y
apoyan las relaciones de poder jerárquicas. Existen sociedades donde es muy elevada
esta aceptación de que existen elites y que deben mandar por su superior conocimiento
y/o fuerza. En estas sociedades, como consecuencia de lo anterior, existe un elevado
sentimiento de inseguridad y desconfianza, fruto de las relaciones de dependencia y
obediencia, así como de la falta de control de la arbitrariedad de las elites.
Todos estos elementos culturales y estructurales han sido medidos a través de
distintas fuentes —coeficiente Gini, renta per cápita, nivel de confianza intersubjetiva,
distancia de poder, porcentaje de mujeres que alcanzan el nivel secundario de
educación—, para 35 países, y los resultados demuestran que todas las dimensiones
estructurales de la desigualdad tienen una fuerte correlación con el índice de
percepción de la corrupción de Transparency International: sociedades con altos
niveles de desigualdad en los ingresos tienen altos niveles de corrupción, mientras que
aquellas con bajos niveles de desigualdad tienen bajos niveles de corrupción.
Curiosamente, aunque en la desigualdad estructural la correlación no es lineal, es
decir, que cuando se alcanza un cierto grado de igualdad ya los resultados de
corrupción son mucho más imprevisibles; sin embargo, en la desigualdad psicológica y
cultural la correlación sigue siendo lineal: a más desigualdad psicológica más
corrupción y viceversa.
Además, estudios recientes nos muestran que la desigualdad se correlaciona con
bajos niveles de confianza interpersonal. La confianza generalizada es fundamental para
la generación de solidaridad social, cuando la gente confía en los demás tiende a
sentirse parte de un mismo proyecto y a ser más solidaria. Los países con mayor nivel
de confianza interpersonal tienden a ser más igualitarios. La desigualdad, sin embargo,
promueve un desarrollo de la confianza particularista, una confianza en los de la propia
clase o en los del propio círculo familiar, social, religioso, pero destruye la confianza
generalizada. La confianza generalizadano surge en sociedades jerarquizadas, con
rígidas divisiones sociales y una distribución del poder extremadamente inequitativa.
La propia democracia tiene en ese ámbito graves dificultades de funcionamiento. Los
países escandinavos, con sus políticas universalistas de protección social, son el mejor
ejemplo de cómo conseguir un círculo virtuoso de confianza generalizada y relativa
igualdad. Por el contrario, en Latinoamérica nos encontramos con la situación inversa:
desigualdades exacerbadas que promueven una desconfianza que impide,
precisamente, el desarrollo de políticas de solidaridad y redistribución.
Ahora bien, ese impedimento también tiene mucho que ver con la existencia de
corrupción, veamos:
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• La desigualdad hace que por parte de activistas políticos opositores a tal estado de cosas se
vea el sistema como injusto, que la riqueza y el poder se perciban conectados con la propia
corrupción, y esa visión favorece el uso de mecanismos corruptos para conseguir también
el acceso al poder o la riqueza; de hecho, un problema de una parte importante de la
izquierda latinoamericana ha sido el creer que debían usar los mismos medios que los
partidos tradicionales para acceder al poder, y que ya desde el poder cambiarían las cosas,
pero esos medios han sido un cáncer que ha impedido, después, precisamente el cambio.
• La desigualdad elevada provoca una distribución también muy desigual del poder, de ahí
que las instituciones públicas, a pesar de lo que digan las normas, funcionen de forma
discriminatoria y parcial. Esas discriminaciones, unidas a la necesidad de acceder a bienes y
servicios públicos, llevan a aceptar la inclusión en redes clientelistas como mecanismo
normal de acceso a lo esencial. La ciudadanía acepta la corrupción a nivel personal aunque
la critique a nivel colectivo.
• Cuando surgen políticas que podrían paliar situaciones de pobreza o desigualdad extrema,
el subdesarrollo profesional y la propia corrupción de la burocracia impiden una
implantación mínimamente eficaz.
• La desigualdad es caldo de cultivo del capital social negativo, de todo un conjunto de redes
de extorsión, de favores mutuos entre oligarquías, que aseguran la impunidad y lanzan el
mensaje de que esa es la forma normal de lograr las cosas. Lo que, a su vez, impide la
generación de políticas sociales universalistas y eficaces que podrían reducir la desigualdad
y generar con ello confianza intersubjetiva. Para empezar, porque nadie tiene incentivos
para pagar impuestos que den acceso a bienes universales que, finalmente, estarían en
manos de políticos corruptos.
 
Las fuertes desigualdades estructurales y psicológicas provocan, en resumen, entre
otros factores, que el nivel de confianza personal y hacia las instituciones sea bajo. Es
difícil confiar en instituciones públicas que den respuestas universales e imparciales
cuando existen niveles de desigualdad brutales. Los más débiles saben que las
instituciones, en esas circunstancias estructurales, no tratan a todos por igual. Y
también saben, cuando existen condiciones de pobreza elevadas, que es fácil la compra
del voto y la aceptación de la dominación arbitraria a cambio de bienes esenciales. De
ahí que, por regla general, cuando la ignorancia y la pobreza son muy elevadas la
ciudadanía desconfíe de la capacidad de decisión autónoma de sus conciudadanos en
la actividad política. La política no se ve como un espacio de deliberación para la toma
de decisiones que beneficien a la comunidad, sino como un espacio opaco al que se
accede para conseguir beneficios particulares a cambio de ceder autonomía y libertad.
La puerta de acceso a la política son los patrones o líderes locales de los partidos
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políticos, quienes ofertan relaciones clientelares en cascada, de forma que los más
pobres suelen contactar con la política a través de los lugartenientes del patrón, con lo
que la opacidad se expande. Todo este sistema clientelar inhibe la acción colectiva, y al
inhibirla destruye capital social positivo, circunstancia que hace más difícil la labor de
control de los políticos, incentiva la ausencia de transparencia en las instituciones
públicas y reduce la participación en la toma de decisiones. En consecuencia, es un foco
de corrupción bastante activo.
La reducción de la capacidad de asociatividad es una de las mayores rémoras del
debilitamiento del clima de confianza en las relaciones interpersonales y del
clientelismo que surge a su cobijo. Sin asociatividad las capacidades sinérgicas de la
sociedad se agotan y los grandes y pequeños pactos y acuerdos que adornan el progreso
desaparecen. Numerosos estudios atestiguan que una sociedad civil con confianza
interpersonal ayuda a construir mejores instituciones que, a su vez, producen un mejor
gobierno, lo que, a su vez, produce mayor confianza en las propias instituciones y el
propio gobierno.
Inversamente, la desconfianza social, en niveles agregados nacionales, dificulta crear
instituciones políticas y sociales eficaces y, sin estas instituciones, los gobiernos carecen
de incentivos para actuar eficazmente. Este proceso acaba, sobre todo en países con
democracias recientes, deteriorando la conciencia cívica y desembocando en
desafección política primero —desconfianza hacia la acción política y los partidos— y,
más tarde, en apatía e incluso en alienación respecto al sistema político y los valores de
la democracia. La apatía implica abandono de lo público en pocas manos y ausencia de
voluntad de control y lucha por la integridad. En países con democracias recientes la
desafección y, más aún, la apatía democrática favorecen una democracia elitista y sin
suficientes controles. Donde existe confianza y capital social positivo, el control político
y las demandas al gobierno son intensas donde tal capital no existe, el control y la
demanda son mucho menores, favoreciendo el uso corrupto del poder.
Todas estas reflexiones creo que son muy pertinentes para intentar entender cómo la
corrupción, unida a fuertes recortes sociales y a niveles de desconfianza crecientes,
puede generar círculos viciosos de deterioro económico, social y político que ponen en
serio riesgo el desarrollo de nuestros países y abren la vía a fenómenos populistas que,
al final, generan más frustración y más desconfianza. Es un modesto aviso… ¿aplicable
a España? Lo dejo a su criterio.
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platón (ca. 427 a.c. - 347 a.c.)
La República
 —¿Qué quieres decir con eso, Sócrates? —preguntó Glaucón—. En cuanto a los dos
tipos de remuneración, lo percibo, pero de qué castigo hablas y cómo lo incluyes en las
clases de remuneraciones, no lo comprendo.
—Porque no comprendes la remuneración de los mejores —respondí—, por la cual
gobiernan los más aptos, cuando están dispuestos a gobernar. ¿Acaso no sabes que el
amor a los honores o a la plata es considerado reprobable, y que lo es realmente?
—Eso sí lo sé.
—Por tales motivos, pues, los hombres de bien no están dispuestos a gobernar con
miras a las riquezas ni a los honores. No quieren, en efecto, ser llamados mercenarios
por exigir abiertamente un salario para gobernar, ni ser llamados ladrones por
apoderarse de riquezas ocultamente, por sí mismos, desde el gobierno. Y tampoco por
causa de los honores, pues no aman los honores. Por eso es necesario que se les
imponga compulsión y castigo para que se presten a gobernar: de allí es probable que
sea considerado vergonzoso el avance voluntario hacia el gobierno, sin aguardar una
compulsión. Ahora bien, el mayor de los castigos es ser gobernado por alguien peor,
cuando uno no se presta a gobernar. Y a mí me parece que es por temor a tal castigo que
los más capaces gobiernan cuando gobiernan. Y entonces acuden al gobierno no con la
idea de que van a lograr algún beneficio para ellos ni con la de que lo pasarán bien allí,
sino compulsivamente, por pensar que, de otro modo, no cuentan con sustitutos
mejores o similares a ellos para cumplir la función. En efecto, si llegara a haber un
Estado de hombres de bien, probablemente se desataría una luchapor no gobernar, tal
como la hay ahora por gobernar, y allí se tornaría evidente que el verdadero gobernante,
por su propia naturaleza, no atiende realmente a lo que le conviene a él, sino al
gobernado; de manera que todo hombre inteligente preferiría ser beneficiado por otro
antes que ocuparse de beneficiar a otro. Por todo esto, de ningún modo estoy de
acuerdo con Trasímaco en que lo justo es lo que conviene al más fuerte. Pero esto lo
examinaremos en otra oportunidad. Ahora me parece mucho mejor examinar lo que
dice Trasímaco cuando afirma que el modo de vida del injusto vale más que el del
justo. En lo que toca a ti, Glaucón, ¿cuál de ambos modos de vida eliges? ¿Cuál de las
dos afirmaciones te parece más valedera?
—Creo —dijo— que el modo de vida del justo es más provechoso.
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(347b-348a)
 
—¿A cuál constitución llamas «oligarquía»?
—Al régimen basado en la tasación de la fortuna, en el cual mandan los ricos, y los
pobres no participan del gobierno.
—Comprendo.
—¿No debemos decir en primer lugar cómo se produce el tránsito desde la
timocracia hasta la oligarquía?
—Sí.
—Bueno; hasta para un ciego es evidente cómo se produce.
—¿De qué modo?
—Aquella cámara que cada uno tenía repleta de oro es lo que pierde a aquel régimen
político. Primeramente, porque descubren otras maneras de gastar el dinero, y
corrompen para eso las leyes, desacatándolas tanto ellos como sus esposas.
—Es natural.
—Después, al mirar cada uno al otro y ponerse a imitarlo, logran que la mayoría de
ellos sean del mismo modo.
—Probablemente.
—A partir de ese momento, al avanzar en busca de más riquezas, cuanto más
estiman eso, más menosprecian la excelencia. ¿O no se oponen la riqueza y la excelencia
de modo tal que, como colocada cada una en uno de los platillos de la balanza, se
inclinan siempre en dirección opuesta?
—Por cierto.
—Por ende, cuanto más se veneran en un Estado las riquezas y los hombres ricos, en
menos se tiene la excelencia y los hombres buenos.
—Es claro.
—Ahora bien, se cultiva lo que siempre se venera, se descuida lo que se tiene en
menos.
—Así es.
—Por consiguiente, de hombres que ansiaban imponerse y recibir honores,
terminan por convertirse en amigos de la riqueza y del acrecentamiento de esta; alaban
al rico, lo admiran y lo llevan al gobierno, despreciando al pobre.
—De acuerdo.
—Entonces implantan por ley los límites del régimen oligárquico, fijando una
cantidad de dinero, mayor donde la oligarquía se impone más, menor donde se impone
menos, prohibiendo participar del gobierno a aquellos cuya fortuna no llegue a la
tasación estipulada. Y esto lo hacen cumplir mediante la fuerza armada, o bien, antes de
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llegar a eso, instituyen tal constitución mediante el temor. ¿No es así?
—Así, seguramente.
(550c-551c)
18
norbert bilbeny
 ¿Qué es para Usted la corrupción política?
 
«Corrupción política»: actividad ilícita de tipo económico en el ejercicio de un cargo
político y aprovechándose de este. La corrupción política es un delito a la vez que una
falta moral, mereciendo por ello la reprobación moral y la punición legal. En lo político
es un abuso de poder, con la gravedad de otros abusos de este tipo, como el tráfico de
influencias o el uso de información privilegiada, a los que generalmente se hace
extensiva la corrupción política. No hay en rigor una corrupción «política», sino «en» o
máxime «de» la política, por cuanto lo político no es la causa de tal ilicitud, sino los
motivos personales o su pretexto político —financiación de gobiernos o partidos—, que
en sí mismos carecen de significado y sentido políticos. La política no es culpable de la
corrupción, sino su víctima, tras ser utilizada como pretexto.
 
¿Qué siente Usted ante los casos de corrupción?
 
Para ser sincero, la corrupción política me produce mucha tristeza. Por la persona que
se corrompió, vista su extrema debilidad, y por la política misma, que se ve asimismo
debilitada por esa clase de individuos y su lamentable defecto. Siento también
vergüenza ajena, porque una tan noble profesión, la de representar y mediar
desinteresadamente por otros, y por obedecer un ideal, algo que como profesor —y
como demócrata, si puedo decirlo— siento tan próximo, se ha echado a perder por una
debilidad. Y siento también un rechazo, casi una indignación ante el corrupto y su acto,
porque a la debilidad le ha acompañado la malicia; es decir, la intención de cometer lo
que sabía era un mal, y aun así, y pudiendo hacerlo, no lo ha evitado.
 
¿Qué daño hace la corrupción a la sociedad?
 
El daño mayor de la corrupción a la sociedad es el de romper la confianza de esta en sí
misma. La corrupción es por ello tan abyecta y reprochable; porque corrompe la
inocencia de lo que podía y debía ser una existencia común en la justicia y la verdad. La
corrupción es como mostrar pornografía a un niño y provocarle la confusión de esas
imágenes con la sexualidad o el amor. ¿Qué imagen va a tener un niño, empezando por
los hijos o nietos del corrupto, de lo que es la vida pública y la actividad política? Un
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político puede provocar o aburrir, equivocarse o hacer el ridículo, pero en ninguna
circunstancia habría de degradar los mimbres de la sociedad, y en especial los más
tiernos, su garantía de futuro. Qué duro trabajo, después de la corrupción, explicar de
nuevo que la sociedad no conlleva el mal y que la política es un bien.
 
¿Qué es lo peor de la corrupción?
 
Lo peor de la corrupción es el consentimiento de la corrupción. Peor que los actos
corruptos en sí mismos es que estos sean de un modo u otro justificados por el entorno
del corrupto y tolerados por la sociedad. Lo peor de la corrupción política es
acostumbrarse a ella y que sea la propia costumbre, al final, la que la crea, mantiene y
disculpa. Ahí está la gran diferencia entre las sociedades y regímenes corruptos y los
que no lo son. Es un hecho que la corrupción los afecta a todos, casi sin excepción; pero
también que en unas partes se la persigue y condena, y en otras, menos, o nada. Lo más
grave está en estas últimas. Todo su entramado es corrupto, empezando por las
triquiñuelas domésticas y acabando por el robo de quienes deberían protegernos de los
ladrones y dirigen la policía. No son tan preocupantes los corruptos como que haya una
sociedad corrupta a su alrededor. Conozco más de un caso de jóvenes universitarios
que disfrutan de becas de movilidad y en cambio van de crucero en vacaciones.
 
¿En qué nos afecta a nosotros, todos los ciudadanos?
 
La corrupción política nos afecta a todos y cada uno de los ciudadanos, no solo a la
sociedad como forma de convivencia. Desde un punto de vista político, la corrupción
produce la pérdida de autoridad y de legitimidad de las instituciones políticas y de sus
integrantes. Es una de las peores cosas que le puedan suceder al poder político: que
pierda su capacidad para ser creído y obedecido. Entonces la ciudadanía deja de ser leal
a cuerpos como las magistraturas, las cámaras parlamentarias y a la misma
administración. ¿Con qué ánimo pagar los impuestos si quienes los recaudan los evitan
y nos roban? ¿Por qué acatar una orden gubernativa o respetar una ley si quienes las
decretan son los primeros en vulnerarlas? Es de sentido común advertir que la
corrupción política desacredita a nuestros ojos las instituciones políticas y hace que no
nos sintamos comprometidos con ellas, facilitando la deslealtad institucional y la pura y
simple desobediencia a la autoridad. Lo cual, visto desde el ángulo individual, afecta a
nuestro sentido de identidad política y a nuestra voluntad de participación política:
ciudadanos sin ciudad en la que identificarse y por la que moverse.
 
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¿Qué se podría hacer para que fuera más eficaz la lucha contra la corrupción?
 
Para combatir la corrupción política hacen falta medidas correctivas y preventivas.
Entre las primeras creo que la más importante es aplicar la ley con rapidez y sin
excepciones, evitando la impunidad. La ciudadanía se ha ver protegida por la ley y los
responsables políticos sentirseamenazados por ella. Peor que la injusticia de la
corrupción es la no justicia de dejar al corrupto impune, sin que se le penalice por el
robo ni que devuelva lo robado. Parece que eso escandaliza tanto como lo primero, y se
comprende que sea así. Asimismo, habría que introducir normas legales más severas en
relación con la transparencia y el rendimiento de cuentas. En cuanto a las medidas
preventivas, la mejor creo que está en la formación de
los funcionarios públicos y de los militantes y cuadros
de los partidos, donde la ética pública y profesional ha de ser expuesta y valorada en
todos sus aspectos.
 
¿Hay de verdad solución?
 
Es claro que hay una solución para la corrupción política. Si el problema está en la
cabeza, ha de ser resuelto en la cabeza. Por eso insisto en las medidas preventivas
centradas en la educación. La cabeza del corrupto es débil o está demasiado
desarticulada, presumiendo por ejemplo de buenos hábitos pero cediendo a la
clandestina tentación. Una persona sana, con valores y equilibrada, y más aún si esta
persona es en el fondo feliz, no tiene necesidad de corromperse y el mismo hecho de la
corrupción le repugna. Al llegar de sabático a Chicago, entregué a una administrativa
mi primer plazo de la póliza médica. Era un buen puñado de dólares en metálico. Al día
siguiente me llamó para decirme que le había dado cuarenta de más y que los pasara a
recoger. Eso es honestidad. Estoy seguro de que esta persona transmite ese mismo valor
a su familia. Manéjese poco o mucho dinero, la cabeza funciona igual: hay cosas que
sabe que no puede hacer, y si ella funciona bien no las hará. El problema está en la
cabeza; la corrupción no es necesidad ni es tendencia. El corrupto fue educado por otro
igual, y hasta que no cambie por sí mismo o cambie la educación, la corrupción seguirá
siendo un riesgo para las cabezas débiles o demasiado desarticuladas.
 
¿De dónde viene la corrupción?
 
La corrupción viene de la cabeza, pero la cabeza tiene muchas entradas. Los mensajes
que le llegan y que facilitan la corrupción son en España muy variados. El primero,
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como en todas partes, es el mal consejo o el mal ejemplo de otros seres corruptos, algo
que ya le llegó al corrupto en su niñez o juventud. Es la mala educación. Pero luego
están las corrientes de fondo de nuestro país, que en la cabeza del predispuesto a la
corrupción le sirven de alimento y hasta de excusa. Así, y dicho sin orden de prelación,
ahí está nuestro problema con la picaresca: es tonto quien no es un aprovechado y se
beneficia lo más con lo menos. El Lazarillo es uno de nuestros héroes nacionales, a qué
negarlo. Pícaros por doquier, desde la gente humilde hasta los poderosos que no tienen
necesidad. Hay otra cosa que influye también sobre el corrupto: el familiarismo, tan
típico de las culturas mediterráneas. Mostrar ante la familia que uno es su miembro
más aventajado y que puede conseguirle hasta lo inaudito. La familia importa tanto que
el corrupto, un arribista y a menudo desclasado, no daría un paso sin esperar
impresionarla. El nepotismo, por lo demás, suele ir asociado a la corrupción. El
Cherchez la femme! es en esta parte ¡Busquen al hermano (o al cuñado)! En España las
tramas son familiares y se cuecen alegremente en las largas y locas sobremesas. Otro
elemento procorrupción: la vanagloria, alardear de lo propio sin recato («¡Es un
mandamás!», «¡Vaya cochazo!», «Yo te lo arreglo...»), que en nuestro contexto puede
tanto como la codicia, común con otros pueblos. Y un factor tan importante como los
anteriores: lo poco que se ha cultivado en España la conciencia moral, siempre con la
manga ancha gracias a las indulgencias, la rutinaria confesión y, hoy, a su heredera, la
cultura de la excusa: todos lo hacen; yo no voy a ser menos; solo es un poco, no pasa nada;
no quise hacerlo; me aconsejaron mal… No tenemos una cultura de la responsabilidad,
ni parece que la deseemos. Un alumno mío se marchó pronto de su casa porque, me
decía: «Mi padre no me riñe, pero no sabe cómo me carga que siempre me pida que sea
responsable».
 
¿Se justifica en algún caso la corrupción?
 
Todo lo cual me permite concluir que no hay excusa posible para la corrupción política.
Es un daño tan grande para la política que afecta a la política en sí misma. Cansados de
políticos corruptos, la gente pide que gobierne la gente, y sobre todo sospecha de la
política. Pero si no es bueno que uno quiera ser, de buen principio, un político
profesional, menos bueno es que nadie, al final, quiera ser político. La corrupción
política ha alejado a los jóvenes de la política. Corrompe lo que toca y lo que no
también. No tiene justificación ni excusa alguna. El pretexto de ayudar al partido, al
gobierno o a una supuesta causa buena no hace disculpable la corrupción. Siempre será
una falta moral y un delito, y nunca hubo necesidad de ella. El corrupto no favorece,
perjudica. Sin embargo, lo típico y previsible de un país en que la corrupción política es
22
sistémica y la corrupción es un fenómeno generalizado (casos de fraude en tarjetas
sanitarias, subsidios de empleo, becas y subvenciones, pago de impuestos, declaraciones
de gastos, confección de currículos, realización de exámenes y ensayos, salarios
obreros, contabilidad empresarial, comisiones bancarias…) es que la corrupción no
genere una protesta social efectiva y sostenida, sino que esta sea episódica e ineficaz, y
que la corrupción se perciba como un mal al que acostumbrarse.
 
¿Qué le diría a un amigo corrupto?
 
A un amigo corrupto le diría lo mismo que acabo de escribir aquí: que su obrar no tiene
justificación ni excusa, y que además no es propio de él. Mi sentimiento se uniría a mi
convicción, y creo que pondría como condición de continuidad de nuestra amistad el
que abandonase esa práctica y la confesara. De otro modo, dudo que me sintiera cerca
de esa persona. Hasta el corrupto tiene su dignidad, pero el respeto a la dignidad no
obliga a la amistad.
 
¿Es el actual un momento especialmente grave en cuanto a la corrupción?
 
El actual momento de la corrupción política en España es especialmente grave. La
corrupción resta eficacia y autoridad a los responsables políticos para resolver los
mayores problemas del país, que son la falta de crecimiento económico, el desgaste de
la Constitución y las instituciones políticas, y el conflicto territorial. A causa de la
corrupción no existe en este país ni el poder ni la autoridad, ni el temple ni la
dedicación necesarios para resolver estos problemas, y la corrupción misma ha pasado
a ser el primer problema. ¿Cómo van a poder solucionar este los equipos que ayer la
pasaron por alto y hoy subestiman en la práctica su importancia? Este problema ha
pasado a un primer plano, lo cual es gravísimo, porque afecta al personal mismo que ha
de resolverlo junto con los otros problemas. Es como dejar la nave a un timonel
enajenado.
 
¿La corrupción irá a más o a menos?
 
No creo que la corrupción vaya a más y así lo espero. Aunque es probable que aparezcan
múltiples casos ligados a los anteriores, porque lamentablemente la corrupción política
ha sido sistémica y por mucho tiempo. El franquismo está tardando mucho en morir.
Tampoco es de descartar que al cabo de unos años los propios equipos políticos que
acabaron con ella cometan las mismas faltas. Nihil novum sub sole. No es que el mal esté
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inscrito en el corazón del hombre, es que su cabeza es débil y a veces, cuanto más
inteligente, tiende a estar más desarticulada. Por eso puede que la corrupción se acabe
cuando al menos dos generaciones seguidas se hayan educado en la integridad personal
y profesional.
 
¿Qué quedaría por decir sobre la corrupción?
 
¿Qué queda por decir, mientras tanto, de la corrupción política? Yo creo que una vez
condenada la corrup-
ción política hay que decir que no habría políticos corruptos si no hubiera también
ciudadanos corruptores y corruptos. Miremos a nuestro alrededor y a nosotros mismos.
La hipocresía moral está muy extendida. Denunciar el mal no nos hace buenos.Hay
que ser consecuentes y reconocer nuestras faltas y las de los políticos, aunque estas, por
pertenecer a cargos públicos, sean mayores. Pero en esencia, son las mismas. La ética es
un compromiso que obliga a todos.
24
aristóteles (384 a.c. - 322 a.c.)
Política
 Si se debe considerar distinta o la misma virtud la del hombre de bien y la del buen
ciudadano, queda claro por lo dicho: en alguna ciudad uno y otro son el mismo y en
otras no, y ese último no es cualquiera, sino el político y con autoridad o capaz de
tenerla, por sí mismo o con la ayuda de otros, en la administración de los asuntos de la
comunidad.
Una vez definidos estos puntos, hay que examinar a continuación si se debe admitir
un solo régimen o más, y si más, cuáles y cuántos, y qué diferencias hay entre ellos. Un
régimen político es una ordenación de las diversas magistraturas de la ciudad y
especialmente de la que tienen el poder soberano. Y en todas partes es soberano el
gobierno de la ciudad, y ese gobierno es el régimen. Digo, por ejemplo, que en las
democracias es soberano el pueblo, y, por el contrario, en las oligarquías la minoría. Y
así afirmamos que su régimen es distinto, y aplicaremos ese mismo argumento respecto
de las demás.
Hay que establecer primero con qué fin está constituida la ciudad, y cuántas son las
formas de gobierno relativas al hombre y a la comunidad de vida. Se ha dicho en las
primeras exposiciones, en las que se ha definido la administración doméstica y la
autoridad del amo, que el hombre es por naturaleza animal político, y, por eso, aun sin
tener necesidad de ayuda recíproca, los hombres tienden a la convivencia. No obstante,
también la utilidad común los une, en la medida en que a cada uno le impulsa la
participación en el bienestar. Este es, efectivamente, el fin principal, tanto de todos en
común como aisladamente. Pero también se reúnen por el mero vivir y constituyen la
comunidad política. Pues quizá en el mero hecho de vivir hay una cierta parte del bien,
si en la vida no predominan en exceso las penalidades. Es evidente que la mayoría de
los hombres soportan muchos sufrimientos por su vivo deseo de vivir, como si en el
vivir hubiera una cierta felicidad y dulzura natural.
 
[...] Es evidente, pues, que todos los regímenes que tienen como objetivo el bien común
son rectos, según la justicia absoluta; en cambio, cuantos atienden solo al interés
personal de los gobernantes, son defectuosos y todos ellos desviaciones de los
regímenes rectos, pues son despóticos y la ciudad es una comunidad de hombres libres.
Una vez hechas estas precisiones, hay que examinar a continuación cuántas en
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número y cuáles son las formas de gobierno; y en primer lugar las rectas, pues,
definidas estas, resultarán claras las desviaciones.
Puesto que régimen y gobierno significan lo mismo, y gobierno es el elemento
soberano de las ciudades, necesariamente será soberano o uno solo, o pocos, o la
mayoría; cuando el uno o la minoría o la mayoría gobiernan atendiendo al interés
común, esos regímenes serán necesariamente rectos; pero los que ejercen el mando
atendiendo al interés particular del uno o al de la minoría o de la masa son
desviaciones; porque, o no se debe llamar ciudadanos a los que participan en el
gobierno, o deben participar en las ventajas de la comunidad.
26
VICTORIA CAMPS
 ¿Qué es para Usted la corrupción política?
 
La corrupción política consiste en la utilización de recursos públicos para beneficio
propio. Dicho de otra forma, la corrupción consiste en dar prioridad al interés privado
sobre el interés público que debiera ser el objetivo de la buena política. No siempre, en
política, la corrupción busca un beneficio individual. Una parte importante de la
corrupción política en España tiene como causa la financiación de los partidos políticos,
que nunca han contado con una ley de financiación clara, operativa y controlable, y
cuyo gasto es, además, desmesurado. Por otra parte, una fuente importante de
corrupción deriva de la desregulación del suelo que hace posible recalificar terrenos en
provecho de los ayuntamientos.
 
¿Qué siente Usted ante los casos de corrupción?
 
Desengaño y desesperación. Desengaño porque, tras tantos años de dictadura, una
tiende a pensar que el cambio de régimen debía haber ido acompañado de una
corrección de los comportamientos y las costumbres. Creemos asimismo que las
instituciones democráticas, por sí mismas, se autorregulan si la democracia interna es
real. Pero la existencia persistente y creciente de la corrupción demuestra que cambiar
las actitudes es mucho más difícil que modificar las leyes y que la utilización de los
organismos públicos en interés propio es una tentación difícilmente superable. Siento
también desesperación porque no se percibe la voluntad de reprimir firmemente la
corrupción. Los partidos políticos tienden a encubrirla si afecta a sus filas. La sociedad
guarda silencio. Hasta ahora, los resultados de las elecciones no reflejan el castigo que
deberían recibir los partidos más corruptos.
 
¿Qué daño hace la corrupción a la sociedad?
 
La corrupción daña sobre todo la credibilidad de la democracia y sus instituciones, que
es la base de la confianza que los ciudadanos deben sentir hacia quienes los gobiernan y
los representan. Cuando la democracia está consolidada, como creo que ocurre en
nuestro país, es difícil producir ilusión y entusiasmo en la ciudadanía hacia proyectos
nuevos. Se da una tendencia a la apatía y la indiferencia, que se refleja en la abstención
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electoral y en el desafecto hacia los políticos. La corrupción produce indignación,
especialmente en tiempos de crisis como los actuales, pero también aumenta la
desconfianza generalizada hacia la política. Hay que añadir, sin embargo, que no todos
los políticos son corruptos y que es fácil, pero injusto, extender a la política en general
los comportamientos corruptos de unos cuantos.
 
¿Qué es lo peor de la corrupción?
 
Lo peor, a mi juicio, es que se propague el sentimiento de que la política es un engaño y
de que no hay forma de limpiarla de prácticas indebidas. La democracia necesita un
demos cohesionado y comprometido con el bien común. Cuando la corrupción es la
noticia de cada día, no hay aliciente ninguno para generar compromiso ciudadano. Un
compromiso que, en parte, se concreta en evitar las corruptelas individuales, que
tientan a todo el mundo y que se materializan en una utilización fraudulenta de los
servicios públicos, en la evasión de impuestos, en la no cooperación con las tareas de
gobierno y administración pública.
 
¿En qué nos afecta a nosotros, todos los ciudadanos?
 
Además de generar sentimientos de rechazo de la política democrática, la corrupción
sostenida, unida a la crisis y al sufrimiento por el desempleo y los recortes de recursos
públicos, da paso fácilmente a propuestas de cambios radicales, que atraen a la
ciudadanía, especialmente a quienes no tienen nada que perder. Los nuevos partidos
alternativos a la partitocracia oficial —Podemos, Guanyem— son un ejemplo. La
expectativa de construir «un país nuevo» que ofrece el movimiento independentista en
Cataluña justifica, con el ideal de un país sin corruptos, el anhelo de poder de los
partidos soberanistas.
 
¿Qué se podría hacer para que sea más eficaz la lucha contra la corrupción?
 
En primer lugar, analizar a fondo las causas de la corrupción. Una de ellas, la más
reconocida, es la irregular financiación de los partidos políticos, unida al gasto excesivo
de los mismos. Otra es la excesiva intervención política en la actividad económica. No
ha habido en España una reforma a fondo de la administración pública que haya sido
capaz de corregir las prácticas clientelares y la dependencia del poder político.
Despolitizar la administración y convertirla en un cuerpo de funcionarios destacables
por su capacidad y solvencia técnica y no por su fidelidad al gobierno de turno es una
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asignatura pendiente. Conviene impulsar la existencia de un cuerpo de funcionarios o
trabajadores públicosrecompensados y distinguidos por sus méritos y no con puestos
vitalicios que, si no incentivan las malas prácticas, no son un aliciente para el esfuerzo
individual. Muchas de las corrupciones que se producen derivan de la falta de control
que la administración puede ejercer y no lo hace por depender demasiado de los
distintos gobiernos, porque estos desplazan a los funcionarios de sus puestos para
sustituirlos por cargos nombrados a dedo. Otra causa de corrupción es la falta de
transparencia unida a la excesiva discrecionalidad de los órganos que otorgan
licitaciones y autorizaciones administrativas. Por último, y sin ánimo de ser exhaustiva,
la proliferación de centros de poder donde se toman decisiones de carácter económico
aumenta las posibilidades de corrupción.
 
¿Hay de verdad solución?
 
Tiene que haberla. Depende de la existencia de una voluntad real de atajarla y de la
exigencia ciudadana de no perdonar a los políticos corruptos ni a los partidos que los
protegen. Existen organismos, como Transparencia Internacional, que hacen un buen
trabajo en este sentido, poniendo de manifiesto la corrupción existente y el lugar que
ocupa España en Europa al respecto. Hay que tener como guía la máxima kantiana
según la cual es injusta toda acción que no pueda hacerse pública. El imperativo de la
publicidad (hoy la llamamos «transparencia») debería ser una obligación asumida por
las administraciones, los gobiernos, los representantes políticos, los partidos, los
sindicatos. Parece cierto que existe una diferencia notable entre los países nórdicos, de
tradición protestante, y los países del sur, de tradición católica, que se concreta en la
falta de mecanismos de estos últimos para hacer a las personas más responsables y más
dispuestas a dar cuenta de lo que hacen cuando ocupan cargos públicos o gestionan lo
que es de todos.
 
¿De dónde viene la corrupción?
 
Los filósofos la han visto siempre como intrínseca a la condición humana. Una
condición que no es de una pieza, sino que se debate siempre entre las obligaciones
morales, que en teoría reconoce, y los deseos e intereses individuales o corporativos
que, como es lógico, le atraen más. Pero vincularla con la condición humana no es una
justificación. Si al ser humano se le reconoce libertad para elegir y capacidad para
entender lo que debe hacer y para distinguir el bien del mal, exigirle que la libertad esté
al servicio del bien común es una de las bases de la ética. Pero esa exigencia no debe ser
29
abstracta ni reducirse a un conjunto de normas mal aplicadas. El comportamiento
moral no está impulsado solo por la razón, sino también por el sentimiento. Cuando
uno vive en un clima —en un ethos— donde la corrupción es habitual y, además,
permanece impune, es lógico que, pese a las leyes que la prohiben y la penalizan, nadie
se sienta afectado por el deseo de actuar correctamente y eludir las tentaciones de
corrupción. Los afectos o sentimientos también se construyen, se cultivan y se fomentan
socialmente.
 
¿Se justifica en algún caso la corrupción?
 
Cuando se justifica no debiera llamarse corrupción. Quien carece de los mínimos para
sobrevivir con cierta dignidad o malvive con trabajos precarios y mal remunerados, está
legitimado para incumplir la ley, para apropiarse de lo que no le corresponde, si ese es
el único medio a su alance para satisfacer las necesidades más básicas.
 
¿Qué le diría a un amigo corrupto?
 
No tengo ni idea. Posiblemente, no me enteraría de que lo es mientras fuera amigo mío.
Supongo que el corrupto procura autoengañarse y convencerse a sí mismo de que no
está incurriendo en ninguna ilegalidad.
 
¿Es el actual un momento especialmente grave en cuanto a la corrupción?
 
Es un momento en que parece que quienes investigan la corrupción se han aplicado a
fondo en la tarea y está apareciendo toda la corrupción acumulada durante años.
Nuestro país no es de los menos corruptos de Europa, pero tampoco es el más corrupto.
Lo que sí parece cierto es que la corrupción aquí se esconde más y, sobre todo, se
ampara por parte de quienes deberían tomar medidas drásticas para atajarla y disuadir
de prácticas corruptas. Me refiero especialmente a los partidos políticos.
 
¿La corrupción irá a más o a menos?
 
Irá a más si siguen los niveles de impunidad que se han dado hasta ahora, si la justicia
sigue con la lentitud habitual y si no se llevan a la práctica esas promesas de
regeneración democrática que todos los partidos se han apresurado a poner sobre la
mesa pero cuya realización parece quedar lejos.
 
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¿Qué quedaría por decir sobre la corrupción?
 
No hay que bajar la guardia con respecto a la corrupción política. Hay que hacerla
pública. Pero, al mismo tiempo, debe evitarse convertirla en un arma de los partidos
políticos para atacar al adversario. Los medios de comunicación contribuyen a ese
partidismo asociado a la corrupción informando ampliamente (a veces con un
detallismo excesivo y no siempre fidedigno) de las corrupciones de los partidos a los
que no apoyan, y silenciando o pasando de puntillas por las de quienes se identifican
con ellos. La complicidad es enemiga de la lucha contra la corrupción. Esta no debe ser
tolerada en ningún caso.
31
cicerón (106 a.c. - 43 a.c.)
Verrinas, Segunda sesión
 Y yo soporto una carga mayor que los que acusaron a otros (si se debe llamar carga lo
que llevas con alegría y placer), pero, aun así, asumí esta carga mayor que la de los
demás, porque se pedía a los hombres que se abstuvieran especialmente de aquellos
vicios que censuraban en otros. Si acusas a algún ladrón o depredador, tendrás que
evitar siempre cualquier sospecha de avaricia; si haces comparecer a un individuo
malvado o cruel, habrás de cuidar siempre que no parezca que has sido en algo
demasiado duro o inhumano; si es a un corruptor o adúltero, cuidarás
escrupulosamente de que no aparezca en tu vida ningún vestigio de lujuria; todo, en fin,
lo que reclames en otro, deberás evitarlo enérgicamente tú mismo, porque no es
tolerable, no ya un acusador, sino ni siquiera un censor que, por su parte, es susceptible
de reprensión en aquel defecto que echa en cara a otro.
Yo censuro en un solo hombre todos los vicios que puedan darse en un hombre
corrompido y abominable; afirmo que no hay ningún indicio de desenfreno, crimen y
audacia que no podáis reconocer en la vida de este únicamente. Por consiguiente, a
propósito de este reo, me marco esta norma, jueces: que he de vivir de tal modo que se
vea que soy y he sido siempre lo más desemejante a ese, no solo en todas las acciones y
palabras, sino incluso en aquella contumacia y soberbia que contempláis en su rostro y
en sus ojos. Soporto, no llevo penosamente, jueces, que la vida que me fue antes
agradable por sí misma, ahora haya de ser también una necesidad por esta norma y
condición que me he impuesto.
¿Y me preguntas con frecuencia, Hortensio, a propósito de este hombre, por qué
enemistad o por qué ofensa me he visto impulsado a emprender su acusación? Omito
ahora la razón de mi deber y mis vínculos con los sicilianos; te contesto cabalmente a lo
de las enemistades: ¿piensas tú que hay algún motivo de enemistad mayor que el sentir
contrapuesto de los hombres y las diferencias en sus afanes y deseos? Quien considera
la lealtad como lo más sagrado ¿puede no ser enemigo de aquel que, siendo cuestor, se
atrevió a expoliar, abandonar, traicionar, atacar a su cónsul, una vez que se le
comunicaron los planes, se le entregó el dinero y se le confiaron todos los asuntos?
Quien cultiva el pudor y la moralidad ¿puede contemplar con ánimo sereno los
cotidianos adulterios de ese, su sistema de meretriz y su alcahuetería en el propio
domicilio? Quien quiere mantener las religiones de los dioses inmortales ¿puede dejar
32
de ser enemigo del que ha expoliado todos los templos, que se ha atrevido a saquear
desde las rodadas de los carros procesionales? ¿No será tu peor enemigo quien
considera que todos deben gozar de igual condición jurídica, cuando medita sobre la
mudanza y la arbitrariedadde tus decretos? Quien se duele de las injusticias a los
aliados y de las desgracias de las provincias ¿no se sentirá movido contra ti por el pillaje
de Asia, la vejación de Panfilia y las lágrimas de Sicilia? Quien quiere que se tengan
como algo sagrado los derechos y la libertad de los ciudadanos romanos ¿no debe ser
para ti incluso más que un enemigo cuando recuerde tus golpes, las hachas, las cruces
clavadas para los suplicios de ciudadanos romanos? Si en algún asunto hubiera
decidido algo injustamente contra mis intereses, pensarías que yo era su enemigo con
razón; puesto que ha hecho todo en contra del interés, la causa, la consideración, la
utilidad y el deseo de toda la gente de bien, ¿acaso preguntas por qué soy enemigo de
aquel para quien el pueblo romano es hostil, yo, sobre todo, que, para satisfacer los
deseos del pueblo romano, debo asumir una carga y un cometido mayores que lo que
exige mi condición de hombre?
 
[…] Como iba diciendo, Verres quiso que este desempeñara un papel principal a la
hora de arruinar y saquear los bienes de los agricultores; sabed, jueces, que durante la
pretura de este hombre fueron entregados y adjudicados aliados muy fieles y excelentes
ciudadanos a la audacia, maldad y crueldad del aquí presente, mediante normas y
edictos nuevos, rechazada y despreciada la ley de Hierón en su totalidad, según
manifesté antes.
Escuchad, jueces, el preclaro primer edicto: que el agricultor viniese obligado a
entregar al recaudador tanto cuanto el recaudador hubiese declarado que debía
entregarle el agricultor como diezmo. ¿Cómo es esto? Cuanto pida Apronio, dáselo. ¿De
qué se trata; de una norma del pretor para aliados o de un edicto inflexible de un loco
déspota contra enemigos vencidos? ¿Voy a dar yo exactamente lo que aquél pida?
¿Reclamará todo lo que haya recogido? ¿Todo? Más aún, dice, si quiere. ¿Entonces, qué?
¿Qué decides? O harás la entrega o serás castigado por haber actuado en contra del
edicto. ¡Por los dioses inmortales! ¿Qué es esto? Es increíble.
[…] En este punto tú osarás incluso advertir: «Está entre los jueces aquel íntimo mío.
Está aquel amigo de mi padre». Cuanto más unido a ti haya alguien, ¿no te avergüenza
ante él en la misma máxima medida bajo una acusación de este tipo? «Es amigo de mi
padre». Aunque tu propio padre ejerciera de juez, ¡por los dioses inmortales!, ¿qué
podría hacer? Cuando te dijera: «Tú, pretor en una provincia del pueblo romano,
cuando tuviste que dirigir una guerra marítima, condonaste a los mamertinos durante
tres años la nave que debían a resulta del tratado. En el país de esos mismos se
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construyó para ti a expensas públicas una enorme nave mercante privada. Tú recabaste
dinero de las ciudades por el capítulo de la flota. Tú licenciaste remeros por un precio.
Tú, cuando fue capturada por tu cuestor y tu legado una nave de piratas, apartaste de las
miradas de todos a su jefe. Tú fuiste capaz de sacrificar con el hacha a quienes se
consideraban ciudadanos romanos, a quienes eran conocidos por muchos. Tú osaste
llevarte a tu propia casa a piratas, presentar a juicio a un jefe pirata procedente de tu
casa. Tú, en una provincia tan espléndida, tú, ante los más fieles aliados, ante
ciudadanos tan honorables, en medio de un temor y peligro de la provincia, estuviste
tumbado durante muchos días consecutivos en la playa y en banquetes. A ti durante
aquellos días nadie pudo encontrarte en tu casa, nadie verte en el foro. Tú invitaste a
esos banquetes a madres de familia de aliados y amigos. Tú colocaste entre tales
mujeres a tu propio hijo, con la toga pretexta, nieto mío, para que la vida de su padre
ofreciera ejemplos de depravación a una edad especialmente conflictiva e incierta. Tú,
pretor en una provincia, te exhibiste con una túnica y un palio de púrpura. Tú, por culpa
de tu amor y deseo, quitaste el mando de las naves a un legado del pueblo romano, se lo
entregaste a un siracusano. Tus soldados carecieron, en la provincia de Sicilia, de
cereales y de trigo. Por tu derroche y tu codicia, una flota del pueblo romano fue
capturada e incendiada por los corsarios. En un puerto al que nunca un enemigo había
tenido acceso desde la fundación de Siracusa, los piratas navegaron por primera vez
bajo tu pretura. Y no quisiste tapar tantas y tan graves deshonras con un disimulo por tu
parte ni con un olvido y silencio por parte de la gente, sino que, sin causa alguna,
arrancaste incluso a los jefes de las naves de los brazos de sus padres, huéspedes tuyos,
hacia la muerte y la tortura, y no te aplacó la invocación de mi nombre en medio del
llanto y las lágrimas de los padres. A ti, la sangre de hombres inocentes no solo te
proporcionó placer; también ganancia».
34
manuel cruz
 ¿Qué es para Usted la corrupción política?
 
La corrupción suele definirse como la apropiación privada de recursos públicos, pero
qué duda cabe que solemos utilizar el término en sentido más amplio. Por ejemplo,
para referirnos al aprovechamiento para fines particulares (aunque no incluya
propiamente apropiación sino tráfico de influencias u otros intangibles) de recursos
públicos.
 
¿Qué siente Usted ante los casos de corrupción?
 
A estas alturas, tras tantísimos casos que no dejan de estallar en una secuencia que
parece no tener fin, una sensación de profunda fatiga y hartazgo. Si me declarara
absolutamente escandalizado tras todo lo que ha llovido en este país, afectando desde
las más altas instancias al último cargo público de una pequeña aldea, me temo que
estaría sobreactuando.
 
¿Qué daño hace la corrupción a la sociedad?
 
Incalculable, precisamente por lo que acabo de responder a la pregunta anterior. Que
los casos de corrupción se hayan incorporado al paisaje cotidiano de la actualidad, que
formen parte de la normalidad, que ni tan siquiera nos sobresalten en sentido fuerte,
comporta una notable degradación de la ética pública.
 
¿Qué es lo peor de la corrupción?
 
Me cuesta establecer un ranking, porque la corrupción desarrolla sus efectos negativos
en múltiples direcciones, pero tal vez uno de los más destacables sea que la hayamos
asumido casi como una determinación antropológica, por encima de las opciones
políticas y los principios declarados de cada cual. Es una pésima noticia para una vida
en común mínimamente decente.
 
¿En qué nos afecta a nosotros, todos los ciudadanos?
 
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Nos afecta tanto, y de tantas maneras, que tal vez la pregunta podría ser planteada a la
inversa y mantendría todo su sentido: ¿en qué no nos afecta? Cuando la corrupción se
institucionaliza y se hace general, termina capilarizándose y llegando a todos los niveles
de la vida social. Todos hemos escuchado a nuestro alrededor a personas que
excusaban pequeñas corruptelas con el argumento de que si las mayores estaban
permitidas, carecía de importancia cualquier desmán que estuviera por debajo.
 
¿Qué se podría hacer para que fuera más eficaz la lucha contra la corrupción?
 
Sin duda, se podría empezar por tomar medidas legales más eficaces. Tanto el hecho
inequívocamente negativo de que una buena cantidad de procesos se eternicen en los
juzgados como el positivo de que la justicia haya tenido un protagonismo decisivo a la
hora de destapar tramas de corrupción de sectores poderosos hacen evidente la
imperiosa necesidad de dotarla de más medios. Junto a eso, también es la experiencia
acumulada la que nos indica la necesidad de nuevas y más eficaces leyes que penalicen
la corrupción y obliguen a los corruptos, en el caso de los delitos económicos, a restituir
la riqueza obtenida.
 
¿Hay de verdad solución?
 
No sé si es posible atajar la corrupción de raíz, pero al menos habrá que poner los
medios para contenerla. Uno de los elementos que más parece haberla propiciado ha
sido el escaso control de los vínculos que mantienen los responsables políticos con
empresas y grandes corporaciones, vínculos que se manifiestan con especial obscenidad
en las llamadas «puertas giratorias», que con frecuencia son percibidas por la
ciudadanía como devolución de favores prestados,cuando no, directamente, de tráfico
de influencias.
Junto a esto, el hecho de que hasta ahora prácticamente en ningún caso (o, si lo ha
habido, entraría en el capítulo
de lo meramente testimonial) la denuncia de casos de corrupción haya partido de las
propias formaciones políticas estaría indicando no solo la inexistencia de automatismos
para el control de los corruptos sino, y esto es aún peor, una inquietante tendencia a
protegerlos corporativamente.
Por último, pueden considerarse formas de corrupción la existencia de múltiples
organismos consultivos, en los distintos niveles de la Administración, que en la práctica
cumplen la función de retiro dorado y muy bien remunerado (incluso por encima de
los niveles más altos de los funcionarios más cualificados) para políticos en excedencia
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o jubilados.
 
¿De dónde viene la corrupción?
 
Junto a todo lo señalado, no cabe olvidar elementos de fondo, relacionados con la moral
colectiva. Este es un ámbito que no cabe desdeñar porque, en gran medida, constituye el
caldo de cultivo para la corrupción. Sería una muestra de escándalo farisaico no tener
en cuenta que, en muchísimos casos, el político corrupto lo es porque cede ante las
prácticas de alguien que desde fuera de la política le propone dejarse corromper.
Exculpar a quienes se han enriquecido de esta manera intentando presentarlos como
víctimas del chantaje de los primeros sería no ya fariseismo, sino cinismo de la peor
especie.
 
¿Se justifica en algún caso la corrupción?
 
No cabe llamarse a engaño al respecto: no se justifica en ningún caso, pero es evidente
que mucha gente sí la lleva justificando mucho tiempo. Por razones que probablemente
nos distraerían del eje de nuestra argumentación, amplios sectores de nuestra sociedad
han sido indulgentes con la corrupción, sobre todo en épocas de bonanza económica.
Ha sido el final de las llamadas vacas gordas y el inicio de una crisis de extremada
dureza, que ha golpeado a la práctica totalidad de las clases medias y trabajadoras, la
que parece haber despertado la indignación. Solo así se entiende que partidos y
personajes inequívocamente corruptos obtuvieran un respaldo electoral masivo por
parte de la ciudadanía, que avalaba su permanencia en los cargos, en muchos casos
incluso con holgadas mayorías absolutas. Cuando escribo estas líneas, todavía recuerdo
la noticia del recibimiento popular, en un pueblo de Málaga, al alcalde condenado a un
año de inhabilitación el día que regresó a su ayuntamiento.
 
¿Qué le diría a un amigo corrupto?
 
No deberíamos plantear la cosa en términos de que hay gente que es decididamente
inmoral (los corruptos en este caso) frente a otros, los honrados ciudadanos, que tienen
muy claro lo que es bueno y lo que no lo es. Los corruptos no hacen el mal a sabiendas
(Platón), no les dicen a los buenos: «Yo soy partidario de hacer el mal porque para mí es
la mejor opción», sino que oponen al código ético de aquellos un presunto principio de
realidad. «Chico, no seas ingenuo, así funciona el mundo». Dicen aquello que
tradicionalmente decían los padres a sus hijos e hijas a los que ellos mismos habían
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enviado a un colegio religioso para que allí les inculcaran determinados principios.
«Que sepas, hijo(a) mío(a), que el mundo no va como te han enseñado en la escuela.
Todo eso está muy bien [sic], pero haz el favor de no ser tan ingenuo como para vivir
aplicando esos principios, o te levantarán la camisa cada dos por tres». Es con este perfil
de interlocutor con el que toca lidiar, y al que toca convencer de que su buena vida no
es una vida buena.
 
 
¿Es el actual un momento especialmente grave en cuanto a la corrupción?
 
Desde el punto de su visibilidad, desde luego. Pero su gravedad tiene que ver no con un
hecho cuantitativo sino cualitativo. Lejos de fomentar una cultura política que se
enfrente a la corrupción, hemos bajado los brazos frente a ella. No se trata de que
vivamos en una sociedad inmoral o amoral respecto a la vida pública. Se trata de que, tal
vez debido a nuestra arraigada tradición picaresca, se da por descontado que el ámbito
en el que rigen los códigos morales no es el público, sino el privado. También
podríamos formular esto mismo afirmando que en nuestra sociedad no es que no rijan
los códigos morales, sino que sus ámbitos específicos son bien determinados. Por
ejemplo, el familiar: «¡Mira que hacerle eso a un hermano!», podemos escuchar en
cualquier lugar. Pero es raro que alguien diga: «¡Mira que defraudar a Hacienda!».
 
¿La corrupción irá a más o a menos?
 
Depende del arrojo que tengan las fuerzas políticas a la hora de tomar medidas contra
ella. Que quede claro que en ningún caso pretendo convertir la corrupción en una
fatalidad o destino inevitables. Solo pretendo advertir sobre una engañosa manera de
combatirla —fundamentalmente sobreactuada—. Se reconoce a quienes así actúan por
el hecho de que consideran que la corrupción es siempre la de los otros y, en el caso de
que se dé entre los suyos, solo cabe valorarla como completamente excepcional. Es el
más claro indicio de que la corrupción como tal no les importa gran cosa.
 
¿Qué quedaría por decir sobre la corrupción?
 
Probablemente, muy poca cosa. Pero, aunque así fuera, nunca estará de más recordar
que, mientras sea la corrupción del otro (y no la nuestra, o la de los nuestros) la que nos
escandalice, todavía estará todo por hacer.
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Jean-jacques rousseau (1712 - 1778)
De la democracia
 Quien hace la ley sabe mejor que nadie cómo debe ser ejecutada e interpretada. Parece,
pues, que no puede tenerse mejor constitución que aquella en que el poder ejecutivo
esté unido al legislativo; mas esto mismo es lo que hace a este gobierno insuficiente en
ciertos respectos, porque las cosas que deben ser distinguidas no lo son, y siendo el
príncipe y el soberano la misma persona, no forman, por decirlo así, sino un gobierno
sin gobierno.
No es bueno que quien hace las leyes las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo aparte
su atención de los puntos de vista generales para fijarla en los objetos particulares. No
hay nada más peligroso que la influencia de los intereses privados en los asuntos
públicos; y el abuso de las leyes por el gobierno es un mal menor que la corrupción del
legislador, consecuencia inevitable de que prevalezcan puntos de vista particulares.
Cuando así acontece, alterado el Estado en su sustancia, se hace imposible toda
reforma. Un pueblo que no abusase nunca del gobierno, no abusaría tampoco de la
independencia; un pueblo que siempre gobernase bien, no tendría necesidad de ser
gobernado.
De tomar el vocablo en todo el rigor de su acepción habría que decir que no ha
existido nunca verdadera democracia, y que no existirá jamás, pues es contrario al
orden natural que el mayor número gobierne y el pequeño sea gobernado. No se puede
imaginar que el pueblo permanezca siempre reunido para ocuparse de los asuntos
públicos, y se comprende fácilmente que no podría establecer para esto comisiones sin
que cambiase la forma de la administración.
En efecto; yo creo poder afirmar, en principio, que cuando las funciones del
gobierno están repartidas entre varios tribunales, los menos numerosos adquieren,
pronto o tarde, la mayor autoridad, aunque no sea sino a causa de la facilidad misma
para resolver los asuntos que naturalmente se les somete.
Por lo demás, ¡cuántas cosas difíciles de reunir no supone este gobierno!
Primeramente, un Estado muy pequeño, en que el pueblo sea fácil de congregar y en
que cada ciudadano pueda fácilmente conocer a los demás; en segundo lugar, una gran
sencillez de costumbres, que evite multitud de cuestiones y de discusiones espinosas;
además, mucha igualdad en las categorías y en la fortuna, sin lo cual la igualdad no
podría subsistir por largo tiempo en los derechos y en la autoridad; en fin, poco o
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ningún lujo, porque este, o es efecto de las riquezas, o las hace necesarias; corrompe a la
vez al rico y al pobre: a uno, por su posesión, y al otro, por la envidia; entrega la patriaa
la molicie, a la vanidad; quita al Estado todos sus ciudadanos, para esclavizarlos unos a
otros y todos a la opinión.
He aquí por qué un autor célebre ha considerado la virtud como la base de la
república, porque todas estas condiciones no podrían subsistir sin la virtud; pero por no
haber hecho las distinciones necesarias, este gran genio ha carecido con frecuencia de
exactitud; algunas veces, de claridad, y no ha visto que, siendo la autoridad soberana en
todas las partes la misma, debe tener lugar en todo Estado bien constituido el mismo
principio, más o menos ciertamente, según la forma de gobierno.
Agreguemos que no hay gobierno tan sujeto a las guerras civiles y agitaciones
intestinas como el democrático o popular, porque tampoco hay ninguno que tienda tan
fuerte y continuamente a cambiar la forma, ni que exija más vigilancia y valor para ser
mantenido en ella. En esta constitución es, sobre todo, en la que el ciudadano debe
armarse de fuerza y de constancia, y decir cada día de su vida, desde el fondo de su
corazón, lo que decía un virtuoso palatino en la Dieta de Polonia: Malo periculosam
libertatem quam quietum servitium.
Si hubiese un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Mas un gobierno
tan perfecto no es propio para los hombres.
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miguel garcía-baró
 ¿Qué es para Usted la corrupción política?
 
Lo es ya dedicarse a la actividad política con miras egoístas. La intención, en este caso,
termina siempre por pasar a la fechoría, ya favoreciendo con poder, ya favoreciendo con
dinero a uno mismo o a la familia o a los amigos. Es difícil, quizá, lo reconozco,
compatibilizar el espíritu de partido y el ejercicio de la política dentro del marco de la
disciplina de partido, con la ausencia de egoísmo que se ha de exigir a quien interviene
activamente en política.
 
¿Qué siente Usted ante los casos de corrupción?
 
¡Es una manera más de ir conociendo la naturaleza humana! No se ha inventado en esto
apenas nada desde la antigüedad, pero la complicación jurídica y tecnológica de hoy
hace a veces fascinante seguir cómo se montó y cómo se desmonta una trama de
corrupción. Por lo demás, cuando uno recuerda la inmensa cantidad de gente pobre
que hay en nuestra misma sociedad, por no hablar del mundo entero, la indignación
que se siente es asimismo inmensa. Por lo menos, debe reintegrarse de inmediato el
dinero sustraído, pero también se deben seguir castigos de inhabilitación muy severos,
además de, por supuesto, responsabilidades penales. Es un escándalo que no se
reclamen en nuestro país por el ejercicio perverso de un cargo político. ¡No basta con
dimitir! ¡Eso no es apenas nada!
 
¿Qué daño hace la corrupción a la sociedad?
 
Quizá es incalculable. Por un lado, el mal ejemplo da ideas y alas a cualquiera; por otro,
surge la terrible opinión de que si uno no se lleva su tajada, irá de todos modos a parar a
las manos de otro, que seguro que la utilizará peor de cómo la usaría yo. Añadir un mal
al mundo es algo que tiene una repercusión incalculable en desánimo, pobreza, cierre
de posibilidades para los inocentes…
 
¿Qué es lo peor de la corrupción?
 
A lo mejor, el sentimiento absolutamente erróneo de que es inherente a la naturaleza
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humana. Aun si el egoísmo lo fuera, convertirlo en crimen es cosa de la que cada
individuo se hace por sí mismo responsable. Recordemos la vieja historia ejemplar del
anillo de Giges, que ya cuenta Heródoto: uno es honrado porque lo están viendo los
demás, pero si se pudiera volver invisible…
 
¿En qué nos afecta a nosotros, todos los ciudadanos?
 
Cunde un apartamiento peligrosísimo de la dedicación a la política, porque se ha
extendido la expresión exagerada de «casta de los políticos». Nadie honrado quiere
verse contaminado, y si entra en política, supone, con bastante razón, que ya de entrada
caerá sobre él una pésima opinión general, que se le confundirá desde el principio con
ladrones y con poderosos que actúan por encima de la ley. Urge reivindicar la
importancia y la nobleza del interés activo por la política, pero esto es muy complicado
debido al modo en que vive casi necesariamente a diario un partido político. En cuanto
se es representante integrado en un grupo, se supone un máximo de disciplina y un
mínimo de respuesta personal; pero la responsabilidad moral exige siempre respuestas
de verdad personales.
 
¿Qué se podría hacer para que sea más eficaz la lucha contra la corrupción?
 
Además de esta reconquista moral de la política, que es lo más imprescindible, se
necesita trasparencia en la gestión pública, perfecta independencia de los tres poderes
clásicos del Estado y democratización real del modo de funcionar un partido: listas
abiertas, elecciones primarias, contacto directo con los electores. Son cosas que se
practican hace muchísimo tiempo en otros climas, como, por ejemplo, el Reino Unido.
 
¿Hay de verdad solución?
 
Mientras no sea perfectamente transparente el movimiento internacional de capitales,
mientras existan paraísos fiscales, secretos bancarios, imposibilidad de conocer el
patrimonio real de alguien antes y después de ocupar un cargo político, es casi
imposible la solución. Además, existe un tremendo problema educativo de base: sin
virtudes personales, tanto de orden moral como de orden intelectual (la vieja pero
magnífica distinción de Aristóteles), no se puede ir por el mundo más que causando
estragos. Pero es dudosa la capacidad de la familia y la escuela para alentar este suelo
moral del individuo. No sé si esta incapacidad es hoy mayor o menor que en otras
épocas; probablemente siempre habrá existido este problema más o menos con el
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mismo nivel de urgencia.
 
¿De dónde viene la corrupción?
 
De la adoración del éxito aparente: poder, dinero, imagen, fama, placeres inmediatos y
fáciles. Sobre todo, el afán de poder, de someter voluntades y personas. Ya decía
Gracián, en una horrenda frase, que lo más esencial es hacer depender a otros de uno
mismo. Siempre en el fondo están el miedo y la falta de reflexión. Con tal de evitar el
fracaso, la invisibilidad social, uno puede quizá llegar a hacer cualquier cosa. No
reflexiona en que lo malo no es no tener éxito, sino volverse un criminal, ser cada vez
menos libre, contribuir a que, en realidad, el sentido de las cosas se nos vaya apagando.
 
¿Se justifica en algún caso la corrupción?
 
Cuando se empieza a defender con la mentira lo que uno piensa que es la verdad —o
con la violencia la no-violencia—, ya está hecho el mal, y estos serían los únicos casos
en que podría ser uno indulgente con la corrupción y, en general, con la falta de
principios y el vivir como si solo el fin, pero no los medios, importara. Hay que haber
pensado muy poco en la verdad, en la felicidad y en la bondad para dejarse enredar en
semejantes equivocaciones. Por ejemplo, la violencia solo es lícita para defender a un
tercero inocente del ataque violento de alguien. Pero en seguida puede alguien pensar
que ya tiene la clave de cómo arreglar grandes cosas —estructuras, por ejemplo— en la
sociedad, y caerá en la tentación de volverse un ingeniero social, o sea, un tipo
totalitario que no propone sus presuntas verdades sino que las impone. Una corrupción
que parece buena e inevitable, pero que es corrupción de verdad. Lenin era un maestro
en esta clase de sofismas… Esperemos que no le surjan demasiados discípulos nuevos
ahora.
 
¿Qué le diría a un amigo corrupto?
 
Que solo tiene remedio su situación si, mucho antes de que ningún fiscal lo persiga ni
ningún periodista se ponga a rastrear sus negocios, da marcha atrás, confiesa lo mal
hecho, restituye lo robado y pasa, de pronto, a ser un estupendo ejemplo de cómo se
debería estar en la vida política o financiera —aunque para él se cierren muchas
posibilidades. Pedir perdón de verdad es fundamental para recobrar una vida que se va
hundiendo en las mentiras y, ya por ello mismo, en la desgracia.
 
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¿Es el actual un momento especialmente grave en cuanto a la corrupción?
 
Seguramente no. Pero lo que sí es grave es que, junto con

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