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El consumidor - Gil-Juárez, Adriana

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El consumidor
Adriana Gil-Juárez
Director de la colección: Lluís Pastor
Diseño de la colección: Editorial UOC
Diseño del libro y de la cubierta: Natàlia Serrano
Primera edición en lengua castellana: marzo 2016
Primera edición en formato digital: marzo 2016
© Adriana Gil-Juárez, del texto
© Editorial UOC (Oberta UOC Publishing, SL) de esta edición, 2016
Rambla del Poblenou, 156, 08018 Barcelona
http://www.editorialuoc.com
Realización editorial: Oberta UOC Publishing, SL
ISBN: 978-84-9116-175-2
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño general y la cubierta, puede ser copiada, reproducida,
almacenada o transmitida de ninguna forma, ni por ningún medio, sea éste eléctrico, químico, mecánico,
óptico, grabación, fotocopia, o cualquier otro, sin la previa autorización escrita de los titulares del copyright.
Autora
Adriana Gil-Juárez
Doctora en Psicología Social por la Universitat Autònoma de
Barcelona, Profesora invitada en el departamento de Psicología
en la Universitat Rovira i Virgili y directora del grupo de inves-
tigación JovenTIC que estudia el consumo de tecnología y la
construcción de la identidad en los jóvenes.
QUÉ QUIERO SABER
Lectora, lector, este libro le interesará si usted
quiere saber:
• Qué hace que los consumidores compren.
• Cómo las emociones son la base de todos los va-
lores que funcionan en una sociedad.
• Por qué cada época histórica tiene sus emociones.
• Por qué hoy la emoción predominante es el con-
sumo.
• Qué es el consumo para la psicología social.
• Por qué las emociones son un dispositivo de con-
trol social.
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Índice
QUÉ QUIERO SABER 7
LA LIBERTAD DE COMPRAR 11
LAS EMOCIONES: UN CONTROL
SOCIAL 13
Qué es una emoción 14
Gastar dinero en analistas 18
Los discursos contemporáneos 20
Los discursos cotidianos 22
Un dispositivo de control social 26
EL CONSUMO ES LA
SUPEREMOCIÓN 29
La gracia se encuentra en las palabras 31
La ley del deseo 34
La pasión «démodé» 35
Las mujeres deben preocuparse 37
La ciencia ayuda a controlar las emociones 42
10
El consumo garantiza la individualidad 43
LOS CONSUMIDORES 49
Un champú es como un amante 49
Un león domado 50
Es la hora Coca-Cola Light 52
El límite del cuerpo 54
La inteligencia emocional 57
Rechazar lo que somos 62
Los demás como objeto de consumo 66
Las fantasías sexuales 69
Una necesidad vital 71
Bibliografía 75
11
LA LIBERTAD DE COMPRAR
En una sociedad donde los proyectos de vida y los
de sociedad ya no están tan ligados al trabajo como al
consumo, y donde el consumo es más accesible que
nunca, queremos proporcionar algunas herramientas
de comprensión, de análisis y de reflexión sobre esta
nueva forma de relacionarnos: el consumo. Y dibujar
los rasgos afectivos del nuevo consumidor.
En el presente libro, nos centramos en el consu-
midor de nuestra sociedad actual, para mostrar có-
mo el consumo, más que un dato económico, es un
dato simbólico y social. Es tan importante el consu-
mo, que no solo forma parte de nuestra vida cotidia-
na, sino que también forma parte de nuestro interior,
de nuestras emociones y de nuestros deseos más ín-
timos, y, por lo tanto, de nuestras necesidades psico-
lógicas más básicas.
Es por eso por lo que hacemos una propuesta
osada y concebimos el consumo como emoción. Sin
consumo no hay emoción hoy en día, no hay iden-
12
tidad en las personas. El consumo deja de ser una
relación anecdótica de subsistencia entre la persona
y ciertos objetos básicos para convertirse en una re-
lación vital fundamental, mediante la cual las perso-
nas nos definimos como consumidores y definimos
el resto del mundo como objetos de consumo.
El consumo requiere emoción, requiere ser un ac-
to de placer en sí mismo para que la economía no
sea tan «aburrida» y no tengamos que recurrir a los
brutales métodos de la industrialización. Establecer
las relaciones en términos de consumo deja muy cla-
ro que, si queremos ver alguna relación entre nues-
tro interior y nuestro exterior, hay que pagar. Es la
vía más fácil y amena de apropiación del mundo, in-
cluso del propio cuerpo y de la propia afectividad.
Qué experiencia hay más individual que comprar lo
que queramos, qué mayor libertad de decisión hay
que escoger entre toda la oferta del mercado, pero,
sobre todo, y más importante, qué confirmación hay
más continuada y contundente que la que existimos
como individuos individuales y libres. El consumo
de emociones y las emociones como consumo dan
cuenta del proceso de creación, reproducción, man-
tenimiento y cambio de nuestra sociedad actual.
13
LAS EMOCIONES: UN CONTROL
SOCIAL
Como asumimos las emociones que experimenta-
mos como parte natural de nuestra rutina diaria, difí-
cilmente las cuestionamos. Gestionarlas es la propia
vida, de la que se ocupa cada cual. ¿Existe quizás un
sistema de control más eficaz? Nos sentimos empu-
jados a perfeccionarlas, a conocerlas (con psiquiatras
y manuales de autoayuda) y a invertir lo que sea para
poder vivirlas y experimentarlas en plenitud, es de-
cir, para hacer una vida que valga la pena vivir. Nos
inquieta sentir algo que no podemos catalogar fácil-
mente como una emoción conocida, porque puede
ser peligroso, o un síntoma de que no somos autén-
ticos, o de que nos engañamos a nosotros mismos,
o de que no estamos en consonancia con nuestra na-
turaleza. Ahora sabemos que se espera que estemos
en contacto con nuestras emociones, que las dejemos
fluir, pero también que debemos conocer las emo-
ciones de los demás y hablar de ellas constantemente.
14
Naturalmente, dicha función de control social tie-
ne sus ventajas. Las emociones se viven como la posi-
bilidad de trascender momentáneamente la jerarquía
y las normas, como un respiro en el control y la re-
gulación, como el fin de semana necesario para re-
cuperar fuerzas y poder trabajar el resto de la sema-
na de sol a sol. Según en qué vidas, ciertamente, hay
que recuperar muchas energías y, por eso, también se
busca sentir y experimentar emociones de la mane-
ra más intensa y rápida posible para ser uno mismo.
Buscamos consumirlas de manera eficiente. Consu-
mo de emociones fungibles y efímeras que tanto nos
gustan.
Las emociones que realmente nos relajan en es-
ta época tienen que ver con el abandono del cuer-
po, con dejarse llevar y alejarse por un instante de las
rutinas y la vida productiva. Pero, ¿a qué precio? La
cantidad de esfuerzo, vigilancia, gestión y control que
tenemos que desarrollar los individuos, en forma de
necesidad de sentir correctamente, es decir, de for-
ma adecuada a lo que se espera de nosotros en una
situación determinada y también en las inesperadas,
es enorme y permanente.
Qué es una emoción
Las emociones, los sentimientos, las pasiones, los
deseos, las sensaciones son sociales. Tendríamos que
15
tener claro que lo que tenemos entre manos cuando
hablamos de emociones no son trozos de individua-
lidad en carne viva, sino la sociedad entera puesta en
escena. La emoción no es un hecho fisiológico, a pe-
sar de que la actividad fisiológica esté presente, igual
que hablar o comer no son hechos puramente fisio-
lógicos, aunque la actividad fisiológica tenga un pa-
pel en los mismos.
En primer lugar, porque las emociones son pro-
ducciones discursivas. Las emociones se hablan o se
silencian, pero de lo que no cabe la menor duda es
que en las emociones hay un discurso sobre el silen-
cio: para no poder hablar de algo tan cotidiano y tan
presente hace falta una intensa actividad discursiva.
Que la emoción tiene un discurso va más allá de cual-
quier duda. Pero ¿la emoción es un discurso? Sí, es
exactamente lo que es. Emocionarse requiere memo-
ria, que también es social, negociación con los demás
y con el resto que, por definición, es social, y refle-
xión que nos permita decidir si se trata de la emoción
adecuada o de una situación adecuada para sentirse
emocionado.
Emocionarse requiere participar en una serie de
prácticas sociales que a veces son muy obvias, como
los entierros, y que en otros casos requieren negocia-
ciones intensas,como los abusos sexuales a meno-
res. En torno a una muestra de emoción se desarro-
lla una intensa actividad social (incluso en el caso de
estar solo) destinada a orientarla hacia lo más conve-
niente, lo que a veces quiere decir reprimirla, negar la
16
expresión hasta negar la misma existencia y, a veces,
quiere decir fomentarla, dar importancia, hacer que
todos la vean. En los dos casos, sirve para mantener
o cambiar una determinada relación social, y por eso
también representa lo que es verdaderamente el in-
dividuo que «la sufre».
Finalmente, es social porque pertenece al ámbi-
to simbólico, adquiere significado en la interacción
social y en las prácticas que mantienen, reproducen
y cambian la sociedad y las relaciones de poder que
la integran. La emoción es uno de los símbolos más
preciados de nuestro lenguaje.
No es un icono, no aspira a representar nada ni
a asemejarse a nada, no es un índice, no es el refle-
jo de ningún movimiento interior. La emoción es, en
sí misma, un elemento más de nuestro lenguaje. Se
asemeja más a las palabras que a las cosas. Su reino
es el del significante y el del significado, pura socie-
dad, pura arbitrariedad, ausencia absoluta de referen-
te. No proviene de las profundidades de ningún abis-
mo interior, su característica más importante es la su-
perficialidad, la transparencia absoluta ante quien la
quiera ver. Que haya quien sufre en silencio no quiere
decir que lo que siente esté en su interior. También
hay quien es capaz de pensar en silencio y no por eso
dejamos de saber que piensa en una lengua concreta
–catalán, español, francés– y que, por lo tanto, su ac-
tividad es claramente social.
Las emociones y la memoria se construyen mu-
tuamente y de manera simultánea. Las personas ha-
17
cemos memoria en las narraciones e historias que co-
producimos con los demás y que dan sentido a nues-
tra vida en aquel momento, que nos sirven para rein-
terpretar todo lo que ha sucedido y nos indican por
donde hay que seguir, cómo tenemos que sentirnos
y de qué manera nos sentiremos después si hacemos
lo que hemos planeado. En estas narraciones e histo-
rias se dan las emociones, es decir, son uno de los es-
pacios donde se construyen. Las emociones no pre-
ceden a su narración ni tienen que ir necesariamen-
te después, pero tampoco son el indicador puntual
y efímero del sistema nervioso central que nos han
querido hacer creer los psicólogos. Pasan en el mis-
mo momento de la conversación, aunque esta trans-
curra en silencio, porque el significado de este silen-
cio ya lo hemos acordado lingüísticamente.
La curiosidad que sentimos por un novio o una
novia, de quien hace tiempo que no sabemos nada,
la nostalgia del amor pasado, la tristeza de aquella
muerte. Todos entendemos estas frases: su significa-
do se puede negociar, pero no debatir eternamente;
no ofrece un abanico de posibilidades tan grande. El
acuerdo sobre qué es la tristeza, cuándo tiene que
expresarse o cuándo conviene sentirla si uno quie-
re considerarse a sí mismo normal, llegará pronto.
Cuando menos, a grandes rasgos. Recordar es una de
las actividades a la que se tiene que incorporar un po-
co de nostalgia, un poco de alegría por los momen-
tos alegres y un poco de tristeza por los momentos
tristes. Como en la memoria –que no garantiza que
18
las cosas sean realmente como se explican–, esto no
quiere decir que en aquel momento pasado lo que
se sintió fuera realmente tristeza y alegría. Puede ser
que ni siquiera se sintiera nada de especial, sino que
sea precisamente al recordar que insertamos trozos
de emoción para que la situación esté más de acuerdo
con lo que tendría que haber sido.
Pero el camino no transcurre solo de la verdade-
ra emoción que se sintió para reconstruir el recuer-
do. También sucede a la inversa. La negociación de
una historia y, finalmente, su consenso, implican la
construcción de la emoción como un elemento más.
Se podría decir que la emoción es, por lo tanto, una
construcción basada en gran parte en un recuerdo,
y su efecto general es una justificación de dicho re-
cuerdo.
Gastar dinero en analistas
En la medida en que son prácticas discursivas de
acuerdo con unas determinadas relaciones de poder,
las emociones son contradictorias. Son, básicamente,
una contradicción que la mayoría de veces sirve para
despistarnos y para gastar mucho dinero en analistas,
pero esta contradicción hace que nos demos cuenta
de su intertextualidad. En una serie de «fragmentos»
de distintas procedencias, contradictorios entre sí pe-
ro coherentes por separado, podemos encontrar co-
sas como por ejemplo: «Yo no soy racista, mi mejor
19
amigo es chino, pero a estos moros hay que poner-
les un límite porque nos están dejando sin trabajo».
Precisamente esta característica es la que nos permite
dar sentido a las situaciones de cada día, y la que nos
permite matizarlas, retocarlas y transformarlas.
¿Por qué llenan de satisfacción las caricias y los
mimos de un padre, y todo el mundo los celebra,
mientras que los de una madre, al mismo niño, son
objeto de la indiferencia más rotunda? En teoría, el
amor filial es igual aquí que en China, y como emo-
ción solo debería tener ciertas y, naturalmente, pe-
queñas modificaciones del entorno que lo rodea, pe-
ro resulta que actualmente el amor de un padre, pa-
triarcalmente hablando, es un regalo, un favor, una
sorpresa, una rareza, y confirma el refrán de que en
el tarro pequeño hay la buena confitura. En cambio,
el amor de una madre es lo mínimo que puede hacer
por su pequeño, por el «bebé de su amor», por el «sol
de su vida», y es su obligación más evidente, porque
sin este amor el niño no se desarrollaría convenien-
temente y sufriría traumas.
Por lo tanto, el amor de una madre no es algo que
tenga que agradecerse, sino que hay que esperarlo y
recriminar, si es preciso, su carencia, que es lo que
no pasa desapercibido. No se premia a quien lo da,
pero en cambio sí se castiga a quien no da bastante,
tanto desde el punto de vista legal, como moral, fí-
sico, social y «psicológico». Por lo tanto, eso de que
el amor es una emoción igual y común a todos no
20
parece que supere un mínimo análisis de género, his-
tórico o político.
En suma, las emociones son prácticas discursivas
que mantienen, reproducen y pueden cambiar las re-
laciones sociales en un momento histórico determi-
nado. Actualmente nos construyen como individuos,
pero esto no es inmutable. Por lo tanto, hay la posi-
bilidad de apostar por una nueva subjetividad.
En la práctica cotidiana, apelar a uno mismo, a lo
que se es en un momento determinado, no tiene que
ver necesariamente con las emociones. No es justo
hablar en nombre de lo que sentimos de verdad y que
no podemos dejar de hacer por más que queramos,
y tampoco es justo decir que ser sincero respecto de
algo o con alguien quiere decir hacerlos partícipes de
nuestros sentimientos más íntimos. La felicidad no
tiene que ser el éxito y la independencia tanto sí co-
mo no, ni la tristeza y la humillación tienen que estar
relacionadas con la dependencia y la vida colectiva.
Los valores sobre los cuales nos construimos a noso-
tros mismos tienen que argumentarse y contraargu-
mentarse cada vez que sea necesario y, naturalmente,
tienen que ser completamente relativos.
Los discursos contemporáneos
Más que interesarnos saber qué es la emoción des-
de la perspectiva psicológica, es decir, más que in-
21
teresarnos conocer como se define, lo interesante de
las emociones es el hecho de que su propia explica-
ción es el mismo proyecto de subjetividad social en
construcción. Es como se va definiendo al colectivo
o, en nuestro caso, al individuo. Evidentemente, aquí
y ahora una emoción implica sensaciones físicas, el
cuerpo y ciertas reacciones biológicas, pero el hecho
de que lo interpretemos como una emoción prueba
su construcción social, porque no hacemos lo mismo
con la sensación de hambre o de picor, puesto que
el contexto nos dice si lo que sentimos es hambre o
bien si hemos visto el amor de nuestra vida.
Cuandopensamos en las emociones, lo que que-
remos saber es lo que la gente piensa que son las
emociones, cómo dice que las experimenta, de dón-
de cree que vienen, si considera que tienen que con-
trolarse y, si es así, cuáles son las más difíciles y las
más fáciles de controlar, si la gente se diferencia por
la forma como siente y expresa las emociones, qué
pasa cuando no se expresan, para qué sirven, cuál es
su experiencia particular sobre el tema, si se conside-
ran a sí mismos personas emotivas, si han perdido el
control de las emociones alguna vez, el recuerdo más
reciente que tienen sobre una experiencia emocional
intensa y, finalmente, si hay algún patrón de expre-
sión de las emociones que caracterice a su familia.
Pero, si nos fijamos en ello, las mismas preguntas
juegan con el elemento implícito de que las emocio-
nes son susceptibles de ser controladas: que la forma
de expresarlas y experimentarlas genera una identi-
22
dad diferenciada del resto, y eso nos proporciona el
carácter de individuos autónomos; que dejan marcas
en la memoria; que son algo que hay que sacar hacia
fuera, porque si se quedan dentro se pudren y nos
provocan enfermedades emocionales; y que parece
que hay ciertos patrones sociales, o cuando menos
familiares, que regulan la expresión. Estos discursos
implícitos, justamente, son los discursos cotidianos
sobre las emociones.
Los discursos cotidianos
Vale la pena repasar sumariamente estos discursos
sobre las emociones.
La emoción como medio de expresión de uno
mismo: Las emociones como señales o mensajes de
los propios pensamientos o sentimientos, las emo-
ciones como señal de autenticidad del individuo, las
emociones como recurso personal, las emociones
como esencia de lo humano, la emoción como par-
te esencial de la vida, la emoción como primitiva, la
emoción como lo que se opone a la razón. La emo-
ción es vista siempre como algo universal, una carac-
terística del ser humano que se hace concreta en cada
momento, en todos y cada uno de los individuos de
la especie, y les otorga la «humanidad» individual. Es
la denominación de origen de todo individuo, lo que
garantiza la pertenencia a la especie en cuestión.
23
El origen de las emociones: Son las emociones
que provienen del self/cuerpo, las emociones como
producto del pensamiento, la emoción como res-
puesta instintiva a un estímulo, la emoción como la
interrelación entre mente y cuerpo, la emoción co-
mo parte del alma, la emoción como el producto de
la experiencia y del aprendizaje. Como puede verse,
solo en último lugar se considera un mínimo origen
social, pero si lo analizamos con detenimiento vere-
mos que esto deja intacta la «esencia» de la emoción
en su supuesta universalidad.
Las emociones, hoy
Ahora representamos así nuestras emociones:
:-)   :-)))   ):-(   :-o :-D  
Se describe a las personas emocionales co-
mo compasivas, sensibles, demostrativas, expresivas,
abiertas y capaces de experimentar sentimientos in-
tensos, pero también como personas que a veces es-
tán en manos de estos sentimientos irracionales y sin
control. Hay que expresar las emociones, más que
guardarlas, salvo que sean negativas y destructivas,
porque entonces podrían herir a los demás. No está
bien visto controlar excesivamente las propias emo-
ciones, no es auténtico, es artificial y poco honesto.
El discurso oficial sobre las emociones propone que
24
tienen que controlarse para que la vida social sea po-
sible.
Los hombres y las mujeres son socializados de
una manera distinta en cuanto a sus emociones. Los
hombres tienen necesidad de expresar la ternura o
la susceptibilidad más abiertamente, mientras que las
mujeres lo hacen de forma natural, son seres emo-
cionales. En cambio, de los hombres se espera que
tengan una fuerte presencia emocional en la familia,
y por eso se les exhorta a expresar las emociones.
Existe una convergencia entre el ideal de la emotivi-
dad masculina y femenina. Se considera una persona
completa y «desarrollada» la que es capaz de combi-
nar la intimidad y la expresión emocional femenina
con la independencia y la competencia masculinas.
Las emociones como fluidos que contiene el cuer-
po, es decir, afectadas por la temperatura y la pre-
sión: En las descripciones de la experiencia emocio-
nal y el cuerpo es recurrente la metáfora mecánica
del cuerpo, que representa las fronteras del cuerpo
y la voluntad como contenedores de las emociones
fluidas. Metafóricamente, las personas se definen co-
mo abiertas o cerradas, duras o suaves, cálidas, frías
o tibias, pegajosas o secas. Eso confirma el punto de
vista dominante de que las emociones se tienen en el
interior, que hay que controlarlas hasta cierto punto.
El cuerpo es el contenedor y la voluntad, la puerta
de este contenedor, de forma que quien expresa las
emociones de manera adecuada abre su puerta sin
25
una violencia excesiva para dejar pasar una corriente
de humanidad –calidez y humedad.
La animalidad de la emoción distrae la atención
sobre lo que tendría que ser el principal objeto de
análisis, la emoción en sí misma. El control social se
hace sobre la propia emoción, no sobre la concep-
ción que se tiene de ella. El discurso oficial sobre la
animalidad de la emoción y su necesidad de control
es un ejercicio de distracción. Una estrategia que si-
túa la preocupación en el control de algo no cuestio-
nable en sí mismo.
Ser una persona civilizada implica un complejo
control de las diversas situaciones para poder discer-
nir cuándo tienen que expresarse o reprimirse ciertas
emociones y para saber por qué las mismas emocio-
nes son bienvenidas en un caso y mal vistas en otro.
La complejidad va más allá, ser persona implica per se
una determinada gestión de las emociones que, pre-
cisamente, te convierte en una persona anónima, o
en una masa, o en un individuo, o en uno más. Cada
vez hay una gestión de la subjetividad diferente.
Actualmente, la subjetividad es la gestión de las
emociones, y eso produce individuos que se relacio-
nan entre sí, que pueden vivir dentro de una jerarquía
y sentirse libres y autónomos a la vez, y que lo que
desean más fervorosamente es ser amos de su propia
esclavitud: poder descubrir y experimentar intensa-
mente las emociones más íntimas.
26
Un dispositivo de control social
En los discursos sobre las emociones, igual que
en los discursos sobre la naturaleza o el cuerpo, estas
aparecen como lo que es auténtico. Por eso se nos
anima a mostrarlas, para que seamos más naturales,
más verdaderos, y no, como pasa en la vertiente so-
cial. Así, pues, las emociones son lo que no está co-
rrompido por la sociedad, lo que nos es dado, aquello
con lo que nacemos, lo que no está regulado, a dife-
rencia de lo que es social, que sí está regulado, y que
es donde se justifica el control, el poder y la jerarquía.
Se supone que necesitamos las emociones para ser
civilizados y personas que se comportan en sociedad.
De lo contrario, nuestra naturaleza nos haría ser sal-
vajemente naturales. Las emociones requieren, pues,
ser controladas. Si no, nos podrían poner en situa-
ciones comprometidas o, incluso, humillarnos y ame-
nazar nuestra autonomía, nuestro autocontrol, inde-
pendencia e individualidad, es decir, todo lo que se
valora como positivo. De forma que nuestra vida es
una lucha en contra de nuestra propia naturaleza, pa-
ra dominarla, conquistarla y someterla a la razón ci-
vilizada, que nos permite vivir en sociedad acomo-
dados a una jerarquía.
El filósofo Michel Foucault define el dispositivo
de la siguiente forma: «Un conjunto decididamen-
te heterogéneo, que comprende discursos, institucio-
nes, instalaciones arquitectónicas, decisiones regla-
mentarias, leyes, medidas administrativas, enuncia-
27
dos científicos, proposiciones filosóficas, morales, fi-
lantrópicas; en resumen: los elementos del dispositi-
vo pertenecen tanto a lo dicho como a lo no dicho.
El dispositivo es la red que puede establecerse entre
estos elementos». Esta definición se adecua al cien
por cien a lo que entendemos aquí pordispositivo y
es aplicable en cada uno de los puntos, sin excepcio-
nes, a las emociones.
Las emociones forman parte de las prácticas ac-
tuales que construyen y mantienen la subjetividad
contemporánea. Estas prácticas y otras se interrela-
cionan, son interdependientes y se concretan de una
forma distinta según cada contexto. La demanda de
control sobre las emociones es, pues, necesaria para
mantener la subjetividad en formato individual, tal
como la tenemos montada actualmente.
El secreto consiste en mantener un discurso que
dice que para ser un individuo como es debido hay
que controlar las emociones, porque es la única ma-
nera de ser libre, preciada moneda de nuestra cul-
tura occidental individualista. Resulta que controlán-
dolas, es decir, haciendo lo que se tiene que hacer
en cada momento, por ejemplo creyendo firmemen-
te que somos individuos con un interior verdadero,
lleno de sentimientos y emociones auténticos, somos
más «sujetos», en el sentido de sujetos a la subjetivi-
dad y al orden social correspondiente, y en el sentido
de menos libres, de acuerdo con la definición de li-
bertad que se promueve socialmente. Es decir, cuan-
to más controlamos nuestras emociones para ser in-
28
dividuos libres y soberanos, más sujetos de la subje-
tividad individualista somos.
29
EL CONSUMO ES LA
SUPEREMOCIÓN
Por fin podemos emocionarnos consumiendo
emociones. El consumo es la superemoción, la emo-
ción de emociones. La sociedad basada económica-
mente en el consumo no requiere únicamente inven-
tores apasionados por su trabajo y ciegos, la mayor
parte del tiempo, ante las consecuencias de este tra-
bajo –por ejemplo la bomba atómica o la invención
del telar de vapor–, sino que también necesita estruc-
turas de deseo imbuidas en sus unidades de consu-
mo. Por lógica atomista, cuanto más pequeña sea la
unidad de consumo, más habrá, de forma que la fa-
milia es muy numerosa y hoy en día no es una unidad
suficiente.
En cambio, si no se ha podido convencer a las
familias, sí que se ha convencido al individuo de su
poderosa unidad interna y, por lo tanto, de la fuerza
de su deseo. Un deseo que es de autoconsumo. Es
decir, un deseo de consumir más deseos. Por eso la
30
emoción no es solo una gratificación que se obtiene
al consumir, sino que es también, a la vez, el acto de
consumo y el objeto de consumo.
Otra vez, la pasión, la emoción, en definitiva, la
afectividad, aparece como pieza central en los dispo-
sitivos de control sociales actuales.
La emoción del consumo sirve adecuadamente a
su finalidad de mantener en funcionamiento el en-
granaje de la economía. Cuando los economistas uti-
lizan su modelo preferido, el homo economicus, lleno de
racionalidad, no se dan cuenta de que ya se terminó,
que podía ser útil cuando se trataba de explicar con-
ductas de supervivencia en un entorno hostil como
la industrialización, pero que no puede explicar có-
mo se comporta una persona creada en el consumo.
Para el consumo la emoción es necesaria.
Una nueva especie, el homo emotionalis, se ajusta
más a la nueva situación. Tiene que ser alguien que
sienta que lo que desea es su ley, que no hay nada
que pueda interponerse entre él y sus deseos. El de-
seo, sin embargo, no surge de nuestro fondo más ani-
mal, sino todo lo contrario, de la vertiente más social.
Cuando alguien prohíbe a un niño una acción que
considera impropia, le explica, por ejemplo, que las
personas no somos animales y que, por esta razón,
no tenemos que comportarnos como si lo fuéramos.
La buena educación es un producto humano que
tiene que limitar el deseo animal de hacer lo que se
quiera, cuando se quiera. Todo esto deja de ser un
problema cuando se comprende que el deseo solo
31
puede surgir de lo social: lo que queremos son hela-
dos de limón o de chocolate, no comer; queremos
que nos hagan una felación o un cunnilingus, no co-
pular. Por eso, el deseo ya nace con una carga moral
inserta en su propio discurso.
El economista, pues, no tiene que preocuparse
por el hecho de que su hombre modelo no sea racio-
nal. Al contrario: su irracionalidad es, precisamente,
lo que le impulsa al consumo. El consumo se sostie-
ne sobre una capa de emotividad que lo convierte en
la experiencia posmoderna más verdadera. El indivi-
duo se siente vivo, satisfecho y feliz en el consumo,
porque este consumo es la emoción.
La gracia se encuentra en las palabras
La atracción que sentimos, cuando somos adoles-
centes, por las narraciones de las vidas llenas de aven-
turas de los demás nos lleva a intentar construirnos
una vida que, narrada, explicada en cálidas tertulias a
media tarde a los amigos, a los nietos o a unos des-
conocidos en un bar, les haga estremecer y conmo-
ver. Ciertamente, nunca nos conmovemos tanto co-
mo con una buena historia, sobre todo con una his-
toria bien explicada, y ya se sabe que para que algo
tenga gancho hacen falta palabras, lenguaje, emocio-
nes, sentimientos y situaciones.
32
Curiosamente, nunca se piensa que, en realidad,
solo hay que explicar bien las historias y que, de he-
cho, para explicarlas después, no es necesario vivirlas
primero. Sin embargo, empezamos a sospechar algo
cuando nos damos cuenta de que las anécdotas por
sí solas no hacen efecto cuando las explicamos, pero
que, en cambio, vivencias bastante menos importan-
tes de otras personas quizás sí que se convierten en
un tema de conversación recurrente, y eso es porque
tienen un narrador competente. Cada vez es más evi-
dente que la magia no es vivir experiencias. De he-
cho, estas experiencias pueden pasar sin pena ni glo-
ria si no se explican, si no se recuerdan y si no son
consensuadas como una historia verosímil. La gracia
se encuentra en las palabras.
Ya se sabe que decir una cosa o escribirla requiere
cierta habilidad y competencia lingüística, y un míni-
mo de gramática básica, aparte de un poco de esfuer-
zo y un tiempo para ponerlo todo en marcha. Así,
pues, sin duda, es mucho más fácil comprar una cosa
y darla al otro con una expresión en la cara que indi-
que una emoción profunda contenida.
Nuestra sociedad, con el pretexto de que no se
pueden expresar los sentimientos, nos lo ha puesto
todo al alcance de la mano para poder consumirlos.
La emoción es todo lo que no se puede decir con
palabras, siempre que esta frase esté bien dicha a la
hora de entregar un consumible apropiado.
33
Un perfume sin palabras
En un anuncio del perfume Poême de Lancôme, la protagonista
dice en francés, que es más perfumado: «¿El amor es para siempre?
¿Cómo puedo expresar todo lo que quiero decirte?» Y las imáge-
nes muestran cómo la chica regala el perfume, tal cual, sin que
aparentemente vaya acompañado de palabra alguna. Este es uno
de los innumerables ejemplos de lo que actualmente construimos
como emociones.
El lenguaje tiene una faceta lúdica de alegría y pla-
cer, que consiste en decir el máximo de palabras po-
sible, bonitas y raras, consonantes y de acuerdo con
la frase que se pronuncia, y que den el tono que con-
venga: solemne, animado, descriptivo. Es como si tu-
vieran magia, y es cuando valen la pena, cuando nos
parece que alguien tiene el don de la palabra, cuan-
do los cuentos son realmente buenos, y cuando una
charla es amena y divertida.
Actualmente, hemos convertido el lenguaje evo-
cador en la manera de consumir imágenes con afán,
las que mejor se adaptan a nuestro imaginario, como
una especie de juego para ver quién consigue traer a
colación más imágenes, mejores y más bonitas, mien-
tras escucha el hilo conductor. Es el lenguaje capaz
de hacer enamorar a una Roxana de un Cyrano nari-
gudo y poco agraciado físicamente.
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La ley del deseo
El deseo es otro de los afectos a los que nuestro
sentido común presta mucha atención y vigila que
siempre sea el apropiado. También lo hemos cons-
truido como algo que se tiene o que se deja de te-
ner, o que se despierta o no cuando vemos un cuerpo
objeto adecuado. Pero no siempre los cuerpos obje-
tos adecuados para despertar nuestro deseo son los
adecuados socialmente. Eso eslo que se suele deno-
minar «perversión» o «desviación». Este desfase apa-
rente entre deseo y orden social se ha visto, muy a
menudo, como una prueba de que, efectivamente, el
deseo iba por su cuenta. Una perspectiva totalmente
errónea.
Si prestamos atención a ello, veremos que se habla
del problema de los pederastas, pero no de la pede-
rastia. Hoy en día, el pederasta es el mejor ejemplo
del sujeto peligroso, configurado socialmente como
tal mediante un deseo desviado. Obviamente, y como
para el resto de desviados, cumple la función de mar-
car la norma. Lo interesante es que solo se requiere
este tipo de figuras cuando la norma es demasiado
ambigua: el loco marca la frontera con la locura por-
que por sí sola, como concepto, no es suficiente; el
mariquita conquistador marca la frontera de la hete-
rosexualidad; el delincuente, la de la ley. El pederasta
marca la frontera del deseo. Un deseo que en nuestra
sociedad ha tendido hacia la infantilización del cuer-
po femenino.
35
La sacralización de la juventud en abstracto, co-
mo objeto de consumo, no produce solo productos
antiarrugas sino, sobre todo, modelos con cuerpos
infantiles que también exigimos consumir. Como se
puede suponer, el cuerpo del niño y la niña son, en
este caso, el objeto de deseo más preciado, porque
son la norma estética por excelencia. Parafraseando
al psicólogo social Josep García-Borés, la pregunta
pertinente que debemos plantearnos es por qué no
hay más pederastas, y no por qué hay los que hay.
La coincidencia de una construcción del deseo co-
mo inevitable e incontrolable por parte del sujeto im-
plica dos consecuencias desgraciadas: para el atacan-
te, porque su castigo tiene que ser definitivo, y para
la víctima, porque el atacante, cuando ha superado la
línea que separa el deseo secreto de la acción, pocas
veces podrá evitar reincidir o agravar los ataques, y
dispondrá de todos los argumentos del mundo pro-
venientes de la medicina, la biología y la psicología
para legitimar su posición, puesto que estas discipli-
nas son las que «naturalizan» el deseo.
La pasión «démodé»
El psicólogo social Theodore R. Sarbin considera
que hablar de emociones es simplemente la manera
técnica, en nuestros días, de referirse a las pasiones,
conservando el sentido y manteniendo en el papel de
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víctima al individuo que las sufre. Es decir, refuerza
la noción de que una pasión es como un virus que
ataca a la persona. Por eso requerimos la racionalidad
que, afortunadamente, hemos inventado y que nos
permite hablar de cosas serias.
Por eso se impone a la razón la necesidad de ana-
lizar los fracasos, es decir, las pasiones que la obnu-
bilaron. Ahora mismo la pasión ya no está de moda,
puesto que es demasiado evidente. Su significado nos
dice que se apodera del control de nuestras acciones
y nos deja totalmente indefensos. Eso no va con los
individuos.
Los individuos de las democracias por las que
apostamos tienen que poder escoger, poder exponer-
se a las emociones que quieran, poder buscarlas, po-
der sacar el mayor provecho a modo de gestión, y ser
los más inteligentes, emocionalmente hablando. Pe-
ro elijan lo que elijan, la cuestión es la misma: nues-
tros individuos actuales quieren ser activos, lo que,
precisamente, les define como individuos, y por eso
buscan emociones fuertes, nuevas y mayores que les
muevan a la acción, y no pasiones que les mantengan
pasivos a la espera de sentirlas con resignación.
No pueden asumir la pasividad de las pasiones que
construían otro tipo de subjetividad que no se puede
consumir hoy en día. Al individuo de la calle, no le
hacen falta las pasiones, ni le interesan lo más míni-
mo, solo posee una infinidad de emociones, que sa-
be exactamente lo que le pueden proporcionar, has-
ta qué punto y cuando tiene que acallarlas. ¿Por qué
37
le tendrían que interesar unas pasiones que no están
hechas a su medida y que le invadirían sin preguntarle
por dónde? Las emociones como dispositivo de con-
trol social requieren la libertad individual y la posibi-
lidad de escoger y establecer el propio destino, y no
permitirán de ninguna forma que una pasión cual-
quiera, y menos una baja pasión, llegue y les arrebate
el papel protagonista.
Las mujeres deben preocuparse
Ahora la sociedad de consumo tropieza con el
hombre tal como ha quedado constituido en la mas-
culinidad de nuestros días. Su racionalidad excesiva,
útil para otros tiempos, es una molestia: le cuesta de-
jarse llevar por el consumo. El nuevo programa social
busca insertarle un cúmulo de emociones más adap-
tadas al mundo contemporáneo, en el que la ciuda-
danía involucra el poder adquisitivo, sin que por ello
pierda la masculinidad (por si fuera necesario para
alguna guerra, que nunca se sabe). Aun así, la adap-
tación tiene como objetivo que el nuevo hombre ex-
prese más y mejor las emociones. En cambio, se es-
pera que la mujer aspire al ideal de controlarlas y de
ser autónoma, a pesar de que tenga que asumir la do-
ble carga de trabajo.
Se supone que las mujeres están liberadas porque
pueden trabajar, porque así pueden gastar el salario
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como quieran, y eso las hace libres. Pero el problema
es precisamente lo que quieren. La clave de cómo
llegamos a desear y de cómo nos apropiamos de las
emociones adecuadas a nuestro género, clase y etnia
es lo que nos evidencia el control social.
¿Y en qué se gastan el dinero la mayoría de muje-
res liberadas? Obviamente, no en bebida y hombres,
más bien en cosas para la casa, para los niños, para
estar atractivas. Este discurso del trabajo liberador ha
permitido hablar de la mujer moderna y del nuevo
hombre sensible y cooperativo, pero eso no ha hecho
una nueva mujer, sino una mujer que hace lo mismo
que los hombres y que, además, también hace lo que
corresponde a las mujeres. Esta situación, lejos de
incomodar, se vive con orgullo, con sentimientos de
independencia y de libertad, se vive como individuo
que ha escogido hacer estas cosas y que se siente or-
gulloso de ser mujer.
A ritmo de marcas
En un anuncio de compresas Ausonia una mujer explica, al ritmo
de la canción I like to be a woman, que le gusta ser mujer «pero»
que tiene la regla, a pesar de que esto no le afecta gracias a las
compresas que usa. Por el énfasis y por afirmación de lo que es
negativo, deja muy claro que ser mujer es realmente una lata, pero
que hay que encararlo con una sonrisa en la cara, con un cuerpo
Danone, con ropa de Mango y con un ritmo de vida de ejecutivo
de Wall Street.
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Uno de los motivos de este orgullo es la capaci-
dad reproductora. La maternidad es un asunto teóri-
camente instintivo e inexplicable o irreducible al len-
guaje, pero resulta que a la mujer, constantemente,
todo tiene que recordárselo, y con una retórica in-
creíble. Eso incluye toda la gama posible de prácticas,
desde las consideradas más biológicas hasta las más
psicológicas y sociales.
Por ejemplo, cabe destacar los párrafos y párrafos
de libros y manuales sobre el embarazo y las charlas
y los cursillos sobre este tema, que insisten que no se
puede explicar lo que son las contracciones, ni lo que
dura el parto ni cómo se puede soportar, ni cómo
se siente una mujer después del nacimiento del bebé,
ni cómo se vive el posparto, ni la mejor manera de
pasarlo. La barrera a la explicación de las emociones
que pone el discurso sobre lo biológico, se hace es-
pecialmente infranqueable en el caso del dolor, y se
acentúa cuando este dolor tiene que soportarlo una
mujer, y todavía más si se trata del caso de la repro-
ducción.
Como no se puede explicar, nadie explica nada, y
la desinformación se justifica con un «es que el dolor
es subjetivo de cada mujer», y con unos «es que las
sensaciones no se pueden explicar», «nada de lo que
diga te puede ayudar», «tendrás que pasar por eso a
solas»; y de esta forma se instruye a la mujer sobre
el propio hecho de ser mujer: se trata de sufrir y, a
pesar de que haya posibles alternativas, estas no se
mencionarán.
40
En cuanto a la vertiente psicológica y social, siem-
pre se dice ala mujer que echará de menos a los hi-
jos cuando vayan a la guardería, cuando vayan a la
escuela o cuando cuide de ellos otra persona. Se po-
ne énfasis en la poca confianza que podemos tener
en estos centros y en canguros o familiares, debido a
todo tipo de abusos y desgracias de los que pueden
ser víctimas los pequeños. Una madre no puede sen-
tirse bien cuando sus hijos no están con ella, porque
esto sería un síntoma inequívoco de que no les quie-
re, porque podría vivir sin pensar en ellos en todo
momento y sin que sean el único motivo de su exis-
tencia y razón de vivir.
Cualquier intento del padre o de otra persona, pa-
ra hacerse cargo de los niños en cuestión y para ac-
tuar como responsable en las instituciones de salud
o educativas, va seguido inmediatamente de innume-
rables obstáculos. Entonces todo el mundo necesita
a la madre, para que explique, para que diga, para que
dé constancia, para que afirme, para que se encargue,
y se da por hecho que es ella quien tiene que hacerlo.
El padre molesta, estorba, resulta inoportuno e in-
conveniente y, sobre todo, nunca se tiene en cuenta, a
pesar de que públicamente se diga que es bueno que
sea cooperativo y que se pueda contar con él, pero
mejor en casa, porque allí solo hay madres. Incluso
aunque sea él quien gestione y conduzca la situación,
siempre se apela a la madre y se quiere que sea ella
quien diga la última palabra. La madre es obligada a
comportarse como una madre a todos los efectos.
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Por si acaso hay algún intento de fuga de alguna
madre mujer, más vale que celebremos el Día de la
Madre y la compensemos de la sumisión, no ya a los
hijos, sino a todos los discursos y prácticas que los
sostienen, con espléndidos obsequios de consumo,
con emociones compradas a tal efecto para inculcar
emociones apropiadas a otro. Así, nos encargamos
de que las madres se sientan como madres y que nos
hagan sentir como hijos.
¿Cómo pueden sorprendernos después las ma-
dres controladoras y fisgonas, si primero han sido
coaccionadas a hacerlo todo por los demás? ¿Cómo
se puede esperar que se vayan sin decir ni pío? De
hecho, sería muy fácil olvidarse de los hijos si se le
diera la oportunidad, pero todo el mundo se encarga
de recordar a la mujer que tiene que estar preocupa-
da, que tiene que sentirse culpable, que es mejor que
llame para saber cómo están y que cómo es posible
que se lo pueda pasar bien sin echarlos de menos. Se
le permiten algunas noches o fines de semana libres,
pero solo si es para pasar momentos románticos con
el padre de la criatura. El tiempo que puede dedicar-
se a sí misma se reduce al mínimo indispensable para
utilizar los distintos productos de belleza que le han
regalado el Día de la Madre.
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La ciencia ayuda a controlar las emociones
Numerar, clasificar y descubrir las emociones que
hay naturalmente dentro de los individuos son algu-
nas de las cuestiones que nuestras prácticas socia-
les, que denominamos ciencia, han producido para
controlar las emociones. Ser razonables, objetivos,
desapasionados, fríos, calculadores y todo el resto so-
lo es un aparcamiento prohibido para las emocio-
nes. Hemos generado estas características para crear
la ilusión de imparcialidad o neutralidad, provechosa
para la práctica científica o comercial.
Naturalmente, pueden clasificarse todas las pala-
bras que apelan a las emociones o las describen o las
forman, pero en todo caso no sería la única tarea que
habría que hacer. Hasta ahora, cuando alguien afirma
que las emociones son algo más que lenguaje, intenta
decir que este «algo más» es concreto, real.
Seguro que en estos momentos hay un pobre pro-
fesor discursivo en plena discusión bizantina con los
estudiantes sobre si las bombas de Irak o las balas
que matan a israelíes y palestinos son discursivas o
matan de verdad. Pero esto es una trampa. Eviden-
temente que son discursivas y que los discursos ma-
tan. Los campos de concentración no se entienden,
ni seguramente existirían, sin los discursos de Hitler.
Por eso, para entender que las emociones no se ago-
tan en las palabras, no hay que volver al campo de
batalla, sino detenerse en los discursos.
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Las emociones tienen efectos corporales y depen-
den del cuerpo para expresarse, y en eso no se dife-
rencian del discurso, pero esto que tienen aparte del
lenguaje es puramente y simplemente su caracterís-
tica de acción. La posibilidad de generar efectos in-
mediatos, de establecer relaciones de poder interme-
diando determinadas prácticas afectivas, poder para
modificar el cuerpo, pero también, si se quiere, para
cambiar a la sociedad.
Y si las emociones son más poderosas que el len-
guaje en nuestras prácticas cotidianas, es simplemen-
te porque nos hemos olvidado de su origen social,
y las hemos enterrado donde parezca que nos go-
biernan sin que nos demos cuenta. Por estas razones,
ahora la producción de conocimiento de las emocio-
nes tiene que pasar por su deconstrucción como dis-
positivos de control social y la construcción como
posibilitadoras de cambio social. Hay que insistir en
su carácter de negociadas. Tenemos espacio y margen
para optar y decidir, y no únicamente para reprodu-
cir las emociones apropiadas para un self occidental,
quizás democrático, pero cuyas relaciones se basan
en el control y el consumo.
El consumo garantiza la individualidad
La relación entre emoción y consumo merece
ciertamente ser destacada; ya hace tiempo que se sa-
44
be que el impulso de consumir no es tan racional co-
mo puede parecer. El acto de consumir es afectivo
de pleno derecho, se resuelven fobias y filias, senti-
mientos hacia uno mismo y hacia los demás, y una
infinidad de deseos de los que se desconoce la pro-
cedencia, pero aún así se cree firmemente en ellos,
porque salen del interior.
Consumir es emocionante, sí, pero no solo esto,
sino que consumir es sentir y expresar una emoción,
la poderosa emoción de la posesión (a veces solo
temporal) de un trozo de la realidad. Poseer es poder,
y es sentir que se es algo. No es anecdótico que se
critique nuestra sociedad por materialista, que se di-
ga que valoramos a las personas por lo que tienen y
no por lo que son. Ya no podemos saber qué somos
si no es a partir de nuestras posesiones (nuestra ro-
pa, nuestra música, nuestras amistades, nuestra pare-
ja, nuestro coche, nuestras clases). La metáfora de la
posesión y el deseo de consumir invaden las distintas
esferas de la vida.
Los estudiantes, como buen público, esperan cla-
ses espectaculares y entretenidas; los amantes espe-
ramos o exigimos de nuestra pareja, que hemos se-
leccionado previamente con mucha atención, que sa-
tisfaga nuestros deseos más íntimos; los fans de la
moda reclamamos que la ropa nos identifique como
un tipo de persona determinado y que, a la vez, nos
proporcione una imagen dinámica y cambiante; los
hijos consideramos a nuestros padres como provee-
45
dores y, si fallan, se lo recriminamos como si fuéra-
mos clientes perjudicados.
Consumir es adquirir para poder ser, para ser in-
dividuo, para tener identidad propia. Por eso no tie-
ne que extrañar que se pueda afirmar que el consu-
mo es una emoción básica, y esto de acuerdo con los
argumentos siguientes: se aprende pronto (entre los
dos y los tres años de edad); sin posibilidad de con-
sumo el organismo occidental no puede sobrevivir,
porque ya es el único mecanismo de adquisición de
bienes, incluyendo los más necesarios; sin consumo
no se es individuo, no se es persona, no se es nada re-
conocible, legitimado o respetado; se considera que
el mercado de consumo tiene que ser la forma uni-
versal de la organización social mundial en la globa-
lización; porque el consumo nos permite acceder a
formas más complejas, más sutiles, matizadas, com-
plicadas, de sentir; porque es lo que nos da acceso al
resto de emociones (incluso a aquellas que todavía se
tenían por más básicas, como el miedo que se con-
sume en los cines y los parques de atracciones, como
el hambre que se consume en casa, en restaurantes
y en establecimientos de comida rápida);el consumo
empuja con fuerza a la acción, nos invita a comprar,
y lo que todavía es más impresionante: nos incita a
trabajar para poder consumir. Sus desencadenantes
no son simples, pero tampoco son más complejos
que los que desencadenan la alegría y la tristeza, la
satisfacción y el malestar, el miedo y la ira.
46
La emoción garantiza al individuo la posesión de
la verdad, una verdad que está dispuesto a relativizar,
porque sabe que es individual, subjetiva, pero no por
eso menos verdad. Que la posmodernidad relativiza
las mayores verdades universales, de acuerdo, el ca-
pitalismo lo admite, pero con una condición: que no
sean sociales, sino individuales. La emoción cumple a
la perfección su encargo, legitima los deseos del indi-
viduo –obviamente, deseos de consumo–, al enten-
der que surgen de su interior.
La investigación de la autenticidad
Salvo la policía de la afectividad que son los psicólogos, útiles para
emergencias como el descontrol y el desorden, todo sistema de
control requiere una policía. Como la emoción no es social, nadie
puede cumplir esta función. Por eso, el psicólogo no es un conse-
jero, sino un intérprete. Alguien que te guía hacia las profundidades
de tu ser, que no te dice quién eres, sino que te ayuda a descubrirlo,
que te acompaña en el renacimiento que representará el descubri-
miento final de lo que eras de verdad y que, desgraciadamente, la
sociedad, la familia o el Estado reprimieron porque no te querían
tal como eras. La investigación de la autenticidad que establece el
psicólogo en su régimen de normalización y de disciplinarización
del yo es ahora más fuerte que nunca, porque no reconoce los va-
lores con los que trabaja. El individuo que se descubra finalmente
no será ni bueno ni malo, pero sí será auténtico.
La emoción es auténtica, no depende de la socie-
dad, a pesar de que se relacione con ella. Por lo tan-
to, no es falsa. Lo social es una máscara, los textos
47
son tramposos, nos pueden hacer ver cosas que no
son, incluso construyen la realidad. ¡Es el súmmum!
Pero no se puede hablar de la emoción, no se pue-
de compartir, es íntima, privada. Si nadie nos la pue-
de cuestionar, si nadie está legitimado para decirnos
cuáles son nuestros verdaderos sentimientos, enton-
ces esto prueba la autenticidad de nuestra vida indi-
vidual, las emociones nos demuestran que existimos,
que somos, y Descartes sobrevive en un «siento» por
lo tanto soy, más que en su tradicional «pienso».
49
LOS CONSUMIDORES
Un champú es como un amante
¿Cómo pueden utilizarse las mismas palabras pa-
ra hablar con los amantes que para describir cham-
pús, detergentes y leches en tetrabrik? A diferencia
de lo que nos dicta el sentido común, de esta forma
no se trivializan los sentimientos, sino que se llenan
de contenido: uno quiere a su amante como quiere
a un champú. La promesa del producto también es
la promesa del amante, con la diferencia de que el
amante es más voluble, porque también tiene un in-
terior que nos puede fallar, mientras que el producto
siempre es el mismo. En este sentido, el producto es
más interesante.
Algunos psicólogos describen la compra compul-
siva como una conducta sustitutiva de relaciones,
afectos, amores o aprecios diversos, pero desde el
punto de vista del control social es una conducta
constitutiva de todo esto. La compra compulsiva sur-
50
ge de la comprensión de que el consumo es la ga-
rantía de una vida afectiva plena. Otra cosa es que
el psicólogo considere, desde una moral mucho más
racionalista, que no es forma de vivir, pero esto es
un prejuicio moral.
La complejidad es el hecho de que no solo con-
sumimos objetos, sino que volvemos objeto todo lo
que consumimos: nosotros mismos y todos aquellos
con quienes nos relacionamos. La emoción del con-
sumo constituye consumidores a la vez que convier-
te el resto de mundo en objetos de consumo, pero
dentro del resto del mundo, también se incluye a los
consumidores.
Un león domado
Algunos de los objetos que consumimos que, a
la vez, nos convierten en objetos de consumo para
nosotros mismos son los libros de autoayuda y de
crecimiento personal. Best sellers desde hace años, son
libros de gestión de las emociones que nos permi-
ten descubrirnos, predecirnos y controlarnos según
lo que nos convenga, o por lo menos modelarnos de
acuerdo con el proyecto de nosotros mismos que te-
nemos o que tienen los demás.
Son libros para aprender a controlar las emocio-
nes, para aprender a comunicarlas adecuadamente,
para entrenarnos a reconocer las situaciones propias
51
e impropias, para expresarlas. Se considera implícito
que la esencia de la emoción es intocable y que, por
lo tanto, lo único que podemos hacer es gestionarla.
Es decir, como quien quiere domar un león sin que
por este motivo deje de ser un león, porque en es-
to se encuentra el espectáculo. Obviamente, un león
domado ya no es un león, pero es preciso que el es-
pectador continúe creyendo que lo es para mantener
la tensión; ya se sabe que el espectáculo tiene que se-
guir. Con las emociones pasa lo mismo: se gestionan,
se dice que deben gestionarse, pero manteniendo al
mismo tiempo un discurso sobre su vertiente salvaje
y primitiva, que nunca es domesticable.
Esta dualidad permite su función primaria de ins-
trumento de control social. Cuando lo requieren las
telenovelas, los seriales o la guerra, la emoción se
puede desplegar salvajemente y sin control. Cuando
no es así, tiene que controlarse para el bien de la so-
ciedad en paz. La persona que se describe como emo-
cional cumple exactamente estos requisitos: es ade-
cuada para la socialidad (compasiva, abierta, expresi-
va), pero tiene una capacidad para el descontrol que
se legitima por la esencia de lo que es la emoción.
La emoción se construye en las distintas situacio-
nes de consumo. Nos podemos adaptar a la situación
específica si elegimos bien los productos que tene-
mos que consumir en cada momento. Pero los ma-
nuales de autoayuda, los de desarrollo del potencial
humano, tienen la bondad de guiarnos en todas las
situaciones, porque su objetivo es proporcionarnos
52
las herramientas para diseñarnos y esculpirnos según
cada momento. Nos convertimos en objeto para po-
der llegar a ser mejores sujetos.
Es la hora Coca-Cola Light
Otra de las maneras de objetivarnos tiene que ver
con nuestro culto al cuerpo. Todavía tenemos en la
memoria una serie de anuncios que tuvieron un gran
impacto entre los hombres y las mujeres del mundo
globalizado: los anuncios televisados de Coca-Cola
Light.
En el primero, un grupo de mujeres trabajadoras
de oficina esperan ansiosas que llegue la hora de al-
morzar de los trabajadores de la construcción del edi-
ficio de enfrente. A esa hora, todas se amontonan
rápidamente frente a la ventana para ver a un chico
guapísimo y sudado mientras se toma su Coca-Cola
Light. En el segundo, el chico en cuestión es el re-
partidor de Coca-Cola Light, que llega a la oficina.
Justo antes de que llegue, las trabajadoras esconden
todo indicio que las pueda delatar como mujeres ca-
sadas (sortijas, fotos). En el tercero, la chica que bebe
Coca-cola Light provoca que el coche del chico que
le gusta caiga por un barranco y después, «ingenua-
mente», se ofrece a llevarlo.
Lo interesante de esta serie de anuncios son dos
cosas obvias y su relación, menos obvia. El primer
elemento obvio es el modelo de mujer que presenta:
53
una mujer activa e independiente, que controla su vi-
da. Esto se ve en el carácter de trabajadoras, no hay
ni que decirlo, pero sobre todo en la capacidad de
sentir un deseo de «estilo masculino». En este senti-
do, son capaces de mentir para conseguir su objeto
sexual o, como mínimo, en una interpretación menos
literal, son capaces de jugar al juego de la seducción
tal como hacen los hombres. Se trata de una mujer
que opta por un tipo de deseo, que controla su vi-
da afectiva. El segundo elemento obvio es que estas
mujeres tienen en común el hecho de ser consumi-
doras de Coca-cola Light.
Como puede apreciarse, la unión de estosdos
puntos da como resultado que la mujer que controla
su vida también tiene que controlar su cuerpo. Así,
pues, otra vez, en la mujer la construcción del self va
ligada a la construcción del cuerpo. Tal como comen-
ta la profesora de literatura Susan Ladro, la anorexia
podría estar relacionada con el establecimiento, en la
mujer, de un ideal sobredeterminado de control si-
guiendo el modelo masculino. De este modo, la mu-
jer que quiere controlar algo de su vida, al no encon-
trar esta capacidad de control público en casi ningún
aspecto de su cotidianidad, ve como se reduce la po-
sibilidad de control únicamente a su cuerpo.
54
El límite del cuerpo
Siempre que se habla de lo social y de cómo con-
forma a los sujetos, el cuerpo parece ser un límite que
no puede traspasarse y que existe a pesar de que lo
interpretemos de una forma u otra. Parece ser que
es una realidad indiscutible que se puede ver desde
diferentes puntos de vista, pero nunca deja de verse
porque está presente y no puede negarse.
El hecho de que estos cuerpos con todos sus ór-
ganos vitales se construyan socialmente no tiene na-
da de natural. Basta con fijarnos en los distintos in-
jertos que permiten tener sandías sin semillas, árbo-
les frutales de la altura de quien los cultiva y cerdos y
gallinas según nuestras necesidades; o emociones co-
mo la vergüenza ajena y el amor que nos hacen rubo-
rizar, palpitar, sudar y palidecer. ¿Por qué, entonces,
nos parece tan poco verosímil, o tan difícil de acep-
tar, el hecho de construir nuestros cuerpos, nuestras
sensaciones más íntimas y orgánicas, y mantener y
reproducir las potencialidades y los límites más evi-
dentes? Como dice la socióloga Colette Guillaumin,
¿cómo puede moverse una niña igual que un niño,
si visten de una forma completamente distinta? ¡No
se puede saltar un seto con una falda! Según Guillau-
min, «las faldas, destinadas a mantener a las mujeres
en estado de accesibilidad sexual permanente, permi-
ten la conversión de las caídas (o de simples posturas
atípicas) en más penosas para el amor propio de lo
que ya son, e instalan mejor la dependencia mediante
55
el miedo mantenido insidiosamente (una no piensa
hasta qué punto) de las pérdidas de equilibrio, junto
con los riesgos de moverse en libertad. La atención
que hay que conservar sobre el propio cuerpo está
garantizada, porque no está protegido sino, al con-
trario, ofrecido gracias a esta prenda de vestir hecha
con astucia, especie de volante alrededor del sexo, fi-
jado a la cintura como si fuera la pantalla de una luz».
Tampoco se puede ser igual de fuerte si se juega
con muñecas que si se salta, se bota y se corre arriba
y abajo. Es evidente que la «raza blanca» es más alta
y sana, porque la calidad y cantidad de los alimentos
que consume y en general la calidad de vida que tiene
es diez veces mejor que la de las razas «inferiores»
del Tercer Mundo, que únicamente tienen en su dieta
un alimento de uno solo de los grupos alimentarios.
También es cierto que los cuerpos nos pertenecen,
que nos permiten negociar con los demás y que son
constructores de nuestras relaciones, pero lo hacen a
partir de las interpretaciones que tenemos y que les
permitimos practicar.
Esto no quiere decir que todo sea cognitivo, y que
el raciocinio predomine por encima del resto de no-
sotros mismos, sino que hay que hacer una distinción
entre la carne y el cuerpo. Esto podría parecer un
punto de vista tradicional sobre el cuerpo en el que se
lo considera un simple contenedor y realizador de la
actividad mental, que es la importante. Pero el punto
de vista construccionista va más allá, puesto que no
56
existe esta dualidad mente-cuerpo y de entrada no se
pueden separar.
El hecho de que exista un punto de vista y una in-
terpretación requiere, efectivamente, un apoyo bioló-
gico para lo que denominamos mente, pero no se li-
mita y, de hecho, su práctica también requiere todo el
apoyo de la supuesta dualidad entre mente y cuerpo.
Lo que hay que entender es que como efectiva-
mente hemos construido esta dualidad y la mante-
nemos y reproducimos, empíricamente, en muchos
casos, la mente actúa separada del cuerpo, y muchas
de las patologías que se consideran actualmente, in-
cluyendo la anorexia, tan de moda entre los jóvenes,
operan bajo este principio. La víctima de la anorexia
se siente profundamente disociada del cuerpo, hasta
el punto que necesita controlarlo totalmente y le nie-
ga cualquier interferencia con la mente.
Se ve gorda cuando los demás la vemos delgada,
porque tenga la grasa que tenga su cuerpo, siempre
le sobra. Su felicidad máxima seria desprenderse de
esta molestia que es el cuerpo, pasar a ser transparen-
te, espíritu puro y, de hecho, hay quien casi lo consi-
gue. Esta dualidad ha sido promovida por la ciencia
como la única manera posible de llevarla a cabo. Se
es científico, en primer término, si se consigue dejar
fuera los propios sentimientos y principios, y si lo que
investigamos no tiene nada que ver con nuestros in-
tereses o emociones. Los conceptos se han definido
en oposición a las sensaciones.
57
La inteligencia emocional
Pero ahora las emociones se han vuelto a poner
de moda gracias a su reubicación en el mundo social
como productos de consumo. El hecho de que antes
fueran desterradas tenía que ver con su escasa renta-
bilidad y con la interferencia en el mundo de la pro-
ducción y lo aséptico. Distraían a los hombres de las
actividades objetivas y les hacían perder el tiempo en
sensiblerías y romanticismos. Pero una vez a disposi-
ción del consumo, vuelven a ponerse en circulación,
sobre todo porque la inteligencia emocional permite
gestionar el self y sacar el máximo partido de las rela-
ciones interpersonales para triunfar en el mundo de
los yuppies, a pesar de que no se viva en él o que ni
siquiera se conozca de lejos.
El psicólogo social Juan Manuel Iranzo explica
excelentemente el «espíritu golemaniano» (Goleman
es el autor del best seller La inteligencia emocional): «Los
sujetos de dirección interna, y especialmente aque-
llos más cercanos al tipo de la “ética protestante”,
pueden identificarse inmediatamente con la concep-
tualización que Goleman hace de las emociones. Es-
tas son descritas casi como fenómenos meteorológi-
cos, como si los sentimientos de fondo fueran una
especie de “clima” psicológico y los sujetos miraran
su “cielo psíquico” para observar “desde fuera” el
“tiempo emotivo” que se les presenta. Las emociones
serían acontecimientos caóticos, irracionales y, toda-
vía peor, ambivalentes; y la forma de enfrentarse a
58
ellas es someterlas a control racional. La ambivalen-
cia de las emociones se pone de relieve cuando se
plantea que pueden oscilar entre el extremo positivo
del “flujo” (el olvido de uno mismo que se produce
en un momento de intensa y placiente concentración
en una actividad que constituye nuclearmente al suje-
to –su vocación en aquel instante–) y el extremo ne-
gativo del “rapto” (la desaparición del yo arrastrado
por la respuesta ciegamente pasional a una emoción
desbordada, especialmente de ira, miedo, tristeza o
repugnancia). La meta del sujeto prudente consiste
normalmente, además de perseguir instantes glorio-
sos de flujo, en mantener bajo control las emociones.
Por eso tiene que forjar un carácter cuyos rasgos bá-
sicos serían la capacidad de motivarse y guiarse uno
mismo a fin de superar los malos momentos y capi-
talizar los buenos, la capacidad para retrasar la grati-
ficación inmediata y controlar y canalizar provecho-
samente los impulsos, y la capacidad de percibir los
propios sentimientos y empatizar con los de los de-
más para conseguir establecer vínculos basados en el
respeto hacia los iguales y la compasión y el altruis-
mo hacia los que están peor que uno mismo».
Las peores expectativas se confirman en el segun-
do volumen de la Inteligencia emocional, cuyo título ya
incluye explícitamente la palabra trabajo, y no es ca-
sualidad, porque trata de cómo cultivar las emociones
con el fin de expandirse en el trabajo. Además,para
los que no puedan expresar las emociones, no las co-
nozcan y las quieran hacer aflorar, siempre pueden
59
consumir los diferentes profesionales especializados
en encontrarlas en su verdadero interior. Pero como
el empirismo necesita pruebas, el bienestar emocio-
nal tiene que percibirse en el exterior, tiene que verse
reflejado en el cuerpo, y no basta con los ojos, que
antes eran el espejo del alma; ahora es mejor si pue-
des lucir una buena figura, y tener un aspecto saluda-
ble y una talla 36, en el caso de las mujeres.
Después de que las grandes narrativas y la mili-
tancia dejaran de ser proyectos de vida válidos para
vivir una vida que valga la pena, el consumo de emo-
ciones y las emociones de consumo (por ejemplo, a
partir de las organizaciones no gubernamentales, el
cuidado del ecosistema o el control del cuerpo) han
ocupado el tiempo libre del mundo occidental.
Junto con la oferta de emociones a la carta –dis-
puestas en paquetes de alegría, humor, odio, acción,
violencia, intriga, en formato de películas, juegos vir-
tuales, deportes de salón, raves con drogas de diseño,
moda y rayos UVA con masajes a veinte euros–, el
mismo cuerpo comparte con las emociones la cali-
dad de objeto de consumo.
Objeto hasta el punto de que puede comprarse
para contemplarlo: como hacen la pornografía y sus
derivados tan heterogéneos, como los concursos de
belleza y Los vigilantes de la playa. Igual que las emocio-
nes, el cuerpo también se ha vuelto a poner de moda
porque se requiere una cantidad tan grande de pro-
ductos, objetos y escenografías para tener un cuer-
po natural, sano y ecológico que es completamente
60
rentable. Los espacios-escaparate para lucirlos y los
indispensables para «relacionarse» con otros cuerpos
también se cobran –discotecas, centros comerciales,
bares–, y como una imagen vale más que mil pala-
bras, la cirugía plástica, los gimnasios, los pasillos de
alimentos dietéticos y toda la industria cosmética tie-
nen mucho que ofrecer.
Es decir, ahora los cuerpos están mucho más pre-
sentes en la cotidianidad y en el análisis social por-
que, más que nunca, no son nuestros cuerpos. Te-
nemos que trabajarnos los cuerpos, tenemos que ha-
cérnoslos a medida, pero no como una construcción
del «cuidado de uno mismo», con lo que estaríamos
de acuerdo, sino a la medida de los demás objetos
de consumo, con los estándares necesarios para ser
deseados por cualquier consumidor competente.
De este modo, ocupados en nuestros cuerpos y
con los deseos establecidos de no hacer nada más que
ocuparnos de ellos, ya no para que otros cuerpos nos
quieran o cuiden de nosotros, sino únicamente para
ser consumidos (para ser exhibidos, para ser admi-
rados por cuerpos distintos al nuestro y para admi-
rar los cuerpos ajenos como forma de perfeccionar
nuestra propia técnica de cuidado), ejercemos con-
trol sobre nuestros cuerpos. Es difícil arriesgarse a la
tortura, a la huelga de hambre, a ser golpeado en una
manifestación, o a ser vulnerable a las balas o algo
similar, cuando se está tan en contacto con el cuerpo
y su belleza.
61
El cuerpo es un dispositivo de control social, lo
cual es un efecto de considerar a los cuerpos como
contenedores de las emociones. Este hecho sitúa al
cuerpo al mismo nivel que las emociones, de forma
que también se menosprecia. Uno de los ejemplos
más evidentes de desprecio es el discurso de que el
cuerpo es un hecho meramente biológico, porque
niega sus posibilidades de cambio. Esto ha permiti-
do asumir como naturales todas las desigualdades y
jerarquías políticas y sociales, la evidencia de cuerpos
diferentes, más resistentes, más fuertes, más sanos
que otros, ha permitido legitimar estas diferencias y
generar una serie de prácticas sociales destinadas a
crearlas y mantenerlas, igual que a su apariencia de
naturalidad.
Una piel hidratada
Recordamos un anuncio que probablemente su brillante creador
consideraría antirracista, que muestra un montón de cuerpos de
distintas razas y una voz que dice que lo importante no es el color
de la piel, sino que esta esté muy hidratada con la crema que se
está mostrando. Actualmente, el marginado es quien no es capaz
de cuidar su propio cuerpo. De aquí viene el asco que provocan
los indigentes y su mal olor, que no se fundamenta en la falta de
trabajo ni en la pertenencia a una clase social inferior, sino en la
falta de cuidado corporal.
Estas diferencias no se han concebido siempre
como inscritas y permanentes en los cuerpos, sino
que la ciencia, al basar las diferencias en la biología
62
y la genética, y a pesar de haber una posible explica-
ción social para algún hecho diferencial, se obstina
en encontrar el gen que lo justifique.
La religión también ayudó a ello, al poner en el
mismo saco las emociones, la sexualidad y todas las
debilidades de la carne como fuerzas incontrolables
contra las que había que luchar y contra las que se
presentaba como la única salida válida para congra-
ciarse con el todopoderoso y la moral.
Rechazar lo que somos
La única recuperación del cuerpo (y de las emo-
ciones) que se ofrece como viable pasa por la opción
del consumo, tanto ecologista como yuppie. Si se hace
prevalecer al cuerpo por encima de la interpretación,
a pesar de reconocer la presencia ineludible de algu-
nos cuerpos para posibilitarla, se retira lo social de
uno de sus espacios de poder más obvios y, por lo
tanto, se pierden las posibilidades de transformación.
Como dice Foucault, «sin duda el objetivo principal
estos días no es descubrir lo que somos sino rechazar
lo que somos».
Evitar las categorías impuestas como leyes de ver-
dad. Rebelarse, a pesar de que sea para caer en otras
categorías, permite al sujeto participar en su proceso
de subjetivación. En cambio, en estos momentos to-
davía se impone el socrático «conócete a ti mismo»
en lugar del «cuida de ti mismo» a que aspiraba Fou-
63
cault, que lo explica así: «Hay distintas razones por las
que el “conócete a ti mismo” ha oscurecido el “cuida
de ti mismo”. En primer lugar, ha habido una pro-
funda transformación en los principios morales de la
sociedad occidental. Nos resulta difícil fundamentar
una moralidad rigurosa y unos principios austeros en
el precepto que tenemos que ocuparnos de nosotros
mismos más que de ninguna otra cosa en el mun-
do. Nos inclinamos más bien a considerar el hecho
de cuidarnos como una inmoralidad y una forma de
huir de toda posible regla. Hemos heredado la tradi-
ción de moralidad cristiana que convierte la renuncia
de uno mismo en principio de salvación. Conocer-
se a uno mismo era paradójicamente la forma de re-
nunciar a uno mismo. (...) El “conócete a ti mismo”
ha oscurecido el “preocúpate de ti mismo”, porque
nuestra moralidad insiste en que lo que hay que re-
chazar es el sujeto. (...) En la cultura grecoromana el
conocimiento de uno mismo se presentaba como la
consecuencia de la preocupación por uno mismo. En
el mundo moderno, el conocimiento de uno mismo
constituye el principio fundamental».
La gestión del cuerpo y de las emociones conti-
núa pasando por los supuestos conocimientos obje-
tivados de uno mismo que proporcionan las diversas
corrientes humanistas. Así, el cuerpo en gestión es
un cuerpo en conocimiento, más que un cuerpo en
movimiento que se construye a sí mismo al rechazar
las categorías impuestas. El efecto de todo ello vuel-
ve a ser la naturalización de las categorías, porque so-
64
lo tienen que ser conocidas. Mediante la retórica del
conocimiento solo puede conocerse lo que preexiste.
Se conoce lo que es desconocido, pero no lo que es
inexistente.
Actualmente, hemos construido el cuerpo como
el límite y el mediador entre una cosa que existe en el
interior, que denominamos individuo, y otra cosa que
está fuera y que denominamos sociedad. Si lo que hay
dentro corresponde a los estereotipos que se quieren
fuera, entonces estamos ante un individuo normal y,
con un poco de suerte, feliz; si no, estamos ante un
individuo con problemas que se expresan en su cuer-
po o directamente con su cuerpo.Hoy por hoy, el
cuerpo sirve para hacer evidente, según la forma de
pensar individualista, que cada mente es un mundo,
porque el límite del mundo se encuentra en el límite
físico de la propia mente, la frontera con los demás y,
por lo tanto, la intimidad, se encuentra en la piel y en
el cuerpo. De este modo, se hace evidente empírica-
mente que el mundo está compuesto por individuos,
por cuerpos, y que lo social solo puede ser la suma o
un factor que modela y los afecta.
Como ejemplifica de una forma excelente el psi-
cólogo social Ian Burkitt, en la sociedad occidental
estamos llenos de experiencias cotidianas en las que
es un hecho que vivimos disociados entre mente y
cuerpo. Burkitt pone los ejemplos de alguien que ha
perdido alguno de los miembros del cuerpo pero que
considera que su personalidad no se ha inmutado, de
la gente que envejece y considera que su verdadero
65
yo es un alma joven que hay en su interior, o de los
que han muerto cerebralmente y que, a pesar de que
el cuerpo continúa vivo, son considerados vegetales,
porque lo único importante de verdad es la mente.
Son ejemplos excelentes que él sitúa como prueba
de la concepción cartesiana del cuerpo y en la cual
lo quiere recuperar como soporte material que nos
permite ser personas en el ámbito social, porque nos
permite sentir, oler, ver, experimentar, y, de este mo-
do, pretende recuperar el cuerpo como la condición
de posibilidad de ser social.
Estaríamos de acuerdo con ello, pero también sa-
bemos que hay un montón de cuerpos que no uti-
lizan su «soporte» del mismo modo, y esto nos ten-
dría que prevenir de análisis hasta cierto punto etno-
céntricos. No todo el mundo respeta a su cuerpo del
mismo modo, hay personas que se flagelan, indios
que se perforan los pezones, ¡incluso gente que no
se asea! Hay más usos de nuestros soportes de los
que estamos dispuestos a reconocer. Precisamente lo
impresionante es que el consumo como dispositivo
de control social homogeneíce que podamos reco-
nocer el consumo de nosotros mismos bastante glo-
balmente.
Naturalmente, hay espacio para la resistencia, y los
cuerpos que no son de tipo top model pueden hacer
posible un cuestionamiento y, como dice el sociólogo
Chris Shilling, «permitir a la gente intervenir y cam-
biar el flujo de la vida diaria». Pero el cuerpo no con-
diciona este hecho ni el contrario. Lo que va gene-
66
rando las posibilidades de transformación no son los
cuerpos, sino los distintos discursos en conflicto con
sus afectividades y sus cuerpos asociados. Lo nece-
sario, pues, es construir un discurso alternativo al del
consumo de uno mismo.
El embarazo
El ejemplo más cercano es el del embarazo, sobre el cual puede
ser que haya mujeres que no tengan ninguna información hasta
que no están embarazadas. Lo más curioso es que, paralelamente
al discurso según el cual es obligatorio sentir cosas, sobre todo si
ya hace cinco meses que estás embarazada, te das cuenta de que,
en realidad, no tener ninguna información es mucho más común
de lo que querrían los discursos sobre la naturaleza maternal, y que
más de una mujer se ha escapado de estas narrativas. Pero esto no
quiere decir que los cuerpos piensen o dejen de pensar una cosa: la
hacen posible, del mismo modo que el pulgar hace posible escribir,
pero no condiciona la acción. Todos los embarazos no tienen que
provocar las mismas emociones y, de hecho, no lo hacen.
Los demás como objeto de consumo
En nuestro sentido común, no hay duda que hay
cosas que no pueden describirse con palabras que sí
que pueden decirse y que son fácilmente descripti-
bles. Nunca somos conscientes de todas las palabras
y de todas las acciones que ponemos en práctica para
que esto sea cierto. Y mientras lo acaba de ser, gracias
67
a nuestras prácticas sociales, efectivamente no pode-
mos traducir en palabras las emociones para poder
compartirlas o comunicarlas a los demás. Por eso se
extienden un montón de puentes consumo que conectan
muy eficazmente palabras y emociones, y así las ha-
cen accesibles a quienes nos rodean, pero sobre todo
a nosotros mismos.
Un ejemplo de ello son los excelentes anuncios
de BMW, en que queda muy claro que la irraciona-
lidad que se permite a los hombres y que, además,
se les fomenta, es comprarse un coche. En uno de
los anuncios vemos un hombre blanco, europeo, de
media edad, presumiblemente maduro y equilibrado,
enumerando las razones por las que ha adquirido to-
das sus posesiones. Así, afirma que tiene la casa por
su orientación: ni muy fría en invierno ni demasiado
cálida en verano. Tiene dos hijos porque ha escogido
entre la soledad de uno y el ajetreo excesivo de tres.
Ha elegido su mujer por la combinación de belleza,
inteligencia y ternura. Y, finalmente, ha escogido el
coche porque... y después de un silencio total, em-
pieza a describir las calidades del césped del jardín.
Con esto queda claro que para lo único que no tiene
argumento es para el coche en cuestión, lo cual es un
intento de generar el «sentimiento» de ternura hacia
un hombre tan calculador que muestra su parte «fe-
menina» en este capricho que, por lo tanto, se mere-
ce. En según qué personas puede ser que genere un
sentimiento de indignación por tratar a los miembros
68
de su familia como objetos de consumo, pero que le
vamos a hacer, así son las cosas hoy en día.
El otro anuncio de la misma marca todavía hace
una apuesta más fuerte, porque transcurre directa-
mente en la puesta en escena de la irracionalidad mas-
culina: nos muestra, en vivo y en directo, un hombre
haciendo el tonto. Está en la cocina de su casa, ro-
deado de niños de todas las edades. La mujer atiende
al bebé y sirve almuerzos a diestro y siniestro, mien-
tras él toma sorbos de café y llama a los afortunados
hijos que tendrán la oportunidad de ser llevados a la
escuela. Después vuelve, hace otro sorbo de café y
lleva a las otras criaturas a la escuela, y así sucesiva-
mente, hasta que por fin puede salir con la mujer y el
bebé. Es entonces cuando vemos el coche: pequeño
y nada adecuado a sus necesidades, y, además, man-
tenerlo le hace la vida imposible. Pero como «se es-
capa a la razón» (lema del anuncio), está justificado
que incluso a un hombre le pase algo así, pero solo
con los automóviles, nunca con las tareas del hogar
o con nada relacionado con los hijos, por ejemplo.
Ahora bien, esto son emociones de consumo, y lo
hemos hecho tan bien que creemos que no se pueden
explicar, y que no tienen nada que ver con el lenguaje,
a pesar de que hemos visto lo que dicen y hacen los
protagonistas de estos anuncios. Entonces, ¿cómo es
que son tan evidentemente discursivos? El truco es
mostrar que el discurso de estos anuncios está elabo-
rado, básicamente, de imágenes, y que, por lo tanto,
no es lingüístico. Como si las imágenes dijeran algo
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por sí mismas y sin la ayuda del contexto y el sentido
cotidiano que les proporcionan los significados. Pe-
ro este es el truco del nuevo milenio, hacernos pen-
sar que las imágenes, los cuerpos o el consumo están
fuera del discurso.
Las fantasías sexuales
Las «bajas pasiones» que recreamos en las fanta-
sías eróticas también se nos venden como emocio-
nes fuera del discurso. Una vez dado por hecho el
amor verdadero, se mantiene la creencia de que las
fantasías solo son necesarias para las personas insa-
tisfechas con su vida sexual. El imperativo del indivi-
duo, la imposibilidad de establecer relaciones de con-
veniencia y el amor romántico, entre otras cosas, solo
hacen posible las relaciones con los demás mediante
fantasías de consumo.
En un artículo reciente sobre el tema de las fan-
tasías, de firma norteamericana, se afirma que el 95
por ciento de los hombres y mujeres tiene fantasías
sexuales. Pero al contrario de lo que podríamos pen-
sar de entrada, anuncian que no son un signo de in-
satisfacción sexual o de cualquier patología (por fa-
vor, hay que subrayar la relación entre ambos térmi-
nos), sino que se dan en la gente con menos proble-
mas sexuales.
Es inevitable, porque el sexo de consumo no es

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