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163 ABRAZAR EL FUTURO CON ESPERANZA El mañana de la vida consagrada

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Sal Terrae
COLECCIÓN «SERVIDORES Y TESTIGOS»
163
2
Amedeo Cencini
Abrazar el futuro
con esperanza
El mañana de la vida consagrada
3
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública
o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización
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Título original:
«Abracciare il futuro con speranza».
Il domani della vita consacrata
© Figlie di San Paolo, 2018
Paoline Editoriale Libri
Via Francesco Albani, 21. 20149 Milano
www.paoline.it
Traducción:
Fernando Montesinos Pons
5
http://www.paoline.it
©Editorial Sal Terrae, 2018
Grupo de Comunicación Loyola
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39600 Maliaño (Cantabria) – España
Tfno: +34 944 470 358
info@gcloyola.com
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Imprimatur:
✠ Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
15-04-2019
Diseño de cubierta:
Magui Casanova
ISBN: 978-84-293-2855-4
6
mailto:info@gcloyola.com
http://gcloyola.com
A Pier Giordano Cabra,
maestro y compañero de viaje
de tantos consagrados,
cantor y poeta de la belleza de la consagración.
7
1.
2.
3.
4.
ÍNDICE
Presentación, por el padre Pier Giordano Cabra
Prólogo
Entre pasado, presente y futuro
Retrotopía: la nostalgia del pasado
Profecía: el coraje del futuro
Sentido de una profecía
Las dos fases
Cuando la autoridad se corrompe en poder
Pérdida de la relación
Con la Iglesia y con el mundo
En el interior de la comunidad
«Abrazar el futuro con esperanza»
«Abrazar»: 
¿sociedad poscristiana o precristiana?
El dogma del «pos»
De lo poscristiano a lo precristiano
El abrazo como símbolo de la nueva evangelización
La alegría del Evangelio
La alegría de sembrar
Por doquier y de todas las maneras, siempre y en cada corazón
«Abrazar el futuro»: ¿misterio o enigma?
¿Exceso de luz o de tiniebla?
Misterio luminoso
Enigma tenebroso
Si Dios es enigma
En el corazón del misterio
Formación mistagógica
Lo espiritual está dentro de lo psicológico, incluso en lo disonante
De las periferias del corazón a las de la misión
La gracia en la debilidad
La periferia interna «crea» la externa
8
6.
Esa zona de nuestro propio corazón que todavía está pendiente de evangelizar
Opciones para el futuro
5. «Abrazar el futuro con esperanza»:
¿misioneros o dimisionarios?
El coraje de llorar o de «hacer ruido»
¿Qué credibilidad?
Mutismo y complicidad
Lágrimas que no hacen ruido
¿Qué formación?
La prudencia que estrangula la profecía
Formación dramática, es decir, pascual
La autoridad de la compasión y en la compasión
Dejarse formar por la vida y por los otros
El futuro ya ahora
Hombres y mujeres libres y felices
Jóvenes y ancianos en una fraternidad veraz
Profecía y novedad de vida
Los sentimientos de Cristo
Fuera de todo sueño de grandeza
El riesgo de la clericalización y de la «parroquialización»
Fidelidad creativa, no solo perseverancia repetitiva
¿Qué obras?
¿Profesionales competentes u hombres y mujeres de Dios?
Calidad de la implicación de los laicos
Periferias viejas y nuevas
Una nueva apertura para cada cierre
Conclusión. Más allá del largo invierno
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Presentación
¿Otro libro sobre el futuro de la vida consagrada?
¿Qué hacer? Es la pregunta que nos planteamos hace ahora cincuenta años. Una
pregunta a la que no se ha dejado de responder con grandes palabras.
Al comienzo nos confiamos a la renovación indicada por el concilio, después
inventamos la refundación, después procedimos al redimensionamiento.
Entre tanto, llegó la secularización, que llevaba en su interior exigencias de
modernización junto con no poca mundanidad. No han faltado los análisis y las recetas,
unas más inspiradas en las ciencias humanas, otras más ligadas a la gran tradición
espiritual. También hemos tenido magníficas guías tanto proféticas como sapienciales.
Y ahora, por lo menos aquí en Occidente, notamos la actualidad de aquel ars
moriendi carismatica, que solo parecía una fórmula elegante relanzada por un teólogo
particularmente creativo.
¿Qué hacer? ¿No nos queda más que aprender el arte del morir? Ciertamente, pero de
modo carismático. Lo que significa aceptar el posible fin de una experiencia colectiva
carismática, pero, todavía más, y antes que nada, hacer morir y morir lo que impide
brillar al carisma también en nuestro tiempo, algo que es premisa y promesa de vida
renovada, es decir, de esperanza. Se trata de morir a lo que hace morir, para vivir de lo
que hace vivir.
El padre Amedeo Cencini nos ayuda a llenar esta fórmula, que podría ser tan
fascinante como evanescente, con contenidos tomados de su experiencia, una
experiencia larga y exhaustiva, en la que el profesor y el formador han tenido que
enfrentarse con las realidades más contradictorias de la vida consagrada.
Con la fuerza que le proporciona esta experiencia, lejos de ofrecernos un recetario,
nos estimula reflexionar sobre el qué hacer en los diferentes ámbitos vitales donde
florece y se marchita la vida consagrada, una realidad eminentemente carismática, en la
que es necesario aceptar tanto la historicidad de un carisma, como emprender la poda de
lo que se opone a este.
Pero con delicadeza y caridad, con amor sensible a toda lágrima que brota sobre el
sarmiento podado, porque la cima de todo carisma es la caridad. Y la caridad no muere
nunca. Como tampoco muere nunca una vida consagrada que se alimenta y vive en el
Amor.
Precisamente por eso se encuentran entre las páginas más convincentes las dedicadas
10
a la formación del corazón, a la centralidad del crecimiento de los «sentimientos del
Hijo», al Amor con el que se puede vivir como hijos, en la prosperidad y en la debilidad,
tanto en la salud como en la enfermedad, tanto en la vida breve como en la vida larga. Y
todo eso sin sustraerse a la viscosidad de lo real, que, con todas sus luces y sombras, es
siempre, a pesar de todo, un tiempo de salvación, un kairós, un tiempo en el que la
esperanza vence al miedo.
Y aquí no podemos sustraernos a la alegría de expresar nuestro gran agradecimiento
al queridísimo padre Amedeo por su incansable, innovadora y apreciada contribución
interdisciplinar a la reflexión sobre la vida consagrada, marcada por la creatividad y la
fidelidad.
Deseamos, e incluso estamos seguros de ello, que el lector, cuando llegue al final,
comparta nuestro agradecimiento a un autor que anima a caminar a la luz de una
Esperanza que no es ilusoria.
Padre Pier Giordano Cabra
11
Prólogo
El tema de esta reflexión no tiene ninguna necesidad particular de explicaciones; el título
y el subtítulo expresan ya con suficiente claridad el tema sobre el que reflexiona (la vida
consagrada), el problema sobre el que va a reflexionar (su futuro), y las alternativas
frente al mismo (miedo o esperanza).
Afrontaré el tema del modo más propositivo posible.
En un primer capítulo, breve, y procediendo de una forma esencial y esquemática,
voy a indicar el significado de una actitud profética con respecto a la vida consagrada y a
su futuro. Y propondré en el segundo este significado, explicitando lo que esto comporta
en la práctica. En los capítulos 3, 4 y 5 intentaré mostrar algunas vías practicables –tres
para ser precisos– en las que el futuro es sobre todo la calidad de vida, más que la
cantidad de sus días. Si bien es verdad, en efecto, como dice el papa Francisco, que el
tiempo es superior al espacio, la apertura al futuro no se produce de una manera
automática, o por medio de un cálculo aritmético espontáneo de días que se suceden uno
a otro, sino solo gracias a la calidad de la vida y de lo vivido. El capítulo final intentará
señalar algunas orientaciones pedagógicas que de modo concreto nos ayudende verdad a
caminar hacia el futuro.
12
1
Entre pasado, presente y futuro
Nunca se había visto abocada la vida consagrada como en estos momentos a reflexionar
sobre sus tiempos, o sobre su modo de situarse ante el discurrir del tiempo, teniendo que
hacer frente a interrogantes y consideraciones que no habían aflorado hasta ahora, con
tanto dramatismo, a su conciencia: «¿Tendremos todavía futuro? ¿Sobrevivirán nuestros
institutos a esta ola de secularismo imperante? Si continúa esta tendencia vocacional, el
problema no será ya si tendremos futuro, sino más simplemente cuánto tiempo nos queda
todavía de vida, y la preocupación será entonces –a lo sumo– la de morir
dignamente…».
Por otra parte, como bien sabemos y como nos recuerda la psicología, una persona
madura es precisamente aquella que sabe conjugar correctamente sus propios tiempos,
aceptando su pasado de una manera realista, viviendo de modo comprometido el
presente y saliendo con confianza al encuentro del futuro, sin nostalgias ni evasiones
hacia adelante, sin remociones o idealizaciones, más allá de los miedos y las
depresiones, de las retiradas o de las desmovilizaciones. Así pues, es menester aprender
a conjugar bien los tiempos de nuestra vida, de la vida de nuestros institutos, de la misma
vida consagrada. O buscar y encontrar la conexión entre lo que hemos sido, lo que
somos y lo que seremos[1].
Aunque con una cautela importante. El problema verdadero y fundamental no es
exactamente el de nuestra supervivencia (término minimalista que ya en sí mismo no
resulta exaltante), sino a lo sumo el de nuestro modo de mirar al futuro. Por otra parte,
nuestras instituciones no tienen ningún derecho a la inmortalidad: pertenecen a las
realidades pasajeras de este mundo, aunque anuncien las definitivas del otro.
A lo sumo, queremos creer en la estabilidad de la vida consagrada en sí misma, por el
significado que tiene en esta peregrinación en el tiempo, como imagen terrena de los
bienes futuros, además de por la via sanctitatis por ella recorrida e indicada a la Iglesia
desde siempre y por el servitium caritatis ofrecido al mundo, y en las diferentes formas
que podrá asumir en el tiempo, aunque sin autoatribuirnos ninguna patente o derecho a
vivir para siempre. Lo que hoy se presenta problemático, y hasta contradictorio, es más
bien un cierto modo de añorar el pasado que nos hace temer automáticamente el futuro,
dándonos por satisfechos con un presente cada vez más precario.
Pero veamos las cosas con mayor precisión.
13
Retrotopía: la nostalgia del pasado
El investigador polaco Z. Bauman, conocido por sus reflexiones sobre la sociedad
líquida, describe en su última obra, de una manera lúcida y puntual, el error que la
sociedad moderna está viviendo, a saber: la retrotopía[2]. Se trata de algo así como una
tendencia, como una «utopía retroactiva», a mirar al pasado de un modo romántico y
mítico, como si fuera un pasado de oro y no estuviera nunca muerto del todo, y, por
consiguiente, buscando y queriendo encontrar en él el impulso motivacional que el
hombre ya no encuentra ni en el presente ni en el futuro. El problema es que, en realidad,
esta mirada retrotópica no nos permite ir hacia adelante, precisamente porque tenemos el
rostro vuelto hacia atrás, empeñado en una confrontación perdedora por descontado, y tal
vez con la ilusión de repristinar un pasado que ya no existe, pero que ejerce de todos
modos una notable atracción en tiempos de desorientación como los nuestros. Un pasado
percibido como tiempo estable y digno de confianza no puede dejar de atraer frente a un
futuro demasiado incierto y espantoso, o incluso de poco fiar e imposible de manejar.
No es difícil captar las consecuencias y los componentes de esta extraña e innatural
«postura» frente a la vida, una especie de tortícolis intelectual y psicológica, o de marcha
atrás ante el futuro. Esto implica al hombre común y a la sociedad civil actual, pero
también al que debería tener una concepción ordenada del tiempo, como de algo que
procede hacia la consumación de un proyecto, de unos modos no necesariamente
conocidos por nosotros y visibles de inmediato, sino según una inteligencia que custodia
y orienta el tiempo según ese plan. Un creyente –como la persona consagrada– profesa
todo esto y hasta lo anuncia, pero también podría no darse cuenta después de todo de que
también él está condicionado por esa visión distorsionada, sobre todo si trata de pensar,
en unos tiempos inciertos como los actuales, en su propio futuro, en el futuro de la vida
consagrada, de su propio instituto, de las obras con las que él se ha comprometido para
toda su vida, de la herencia que ha recibido de otros y que ahora quisiera confiar, no solo
en unas manos seguras, sino en un futuro lo más seguro posible.
Y, sin embargo, el futuro, como hábitat natural de esperanzas y expectativas
legítimas, se transforma en un ámbito de pesadillas que turban y molestan, de un modo
más o menos discreto, los sueños y las expectativas de la vida consagrada en nuestros
días: la pesadilla de la falta de vocaciones, o de la pérdida de un cierto espíritu y de la
posibilidad de transmitirlo a las jóvenes generaciones de llamados (que no los hay), la
pesadilla de la insignificancia de la propia presencia y testimonio, o la pesadilla de este
verbo que figura cada vez más en los «órdenes del día» de tantos consejos provinciales o
generales: «cerrar», cerrar obras, actividades, servicios que han marcado la vida de
tantos hombres y mujeres consagrados, contribuyendo a dar un rostro no solo a la
Iglesia, sino también a Dios en el caso de muchas personas. Se trata no tanto de la
pesadilla de la posibilidad de desaparecer como comunidad e instituto, sino de que un
cierto sueño, que ha entusiasmado el corazón y multiplicado las energías, no atraiga hoy
a ningún soñador, si es que los hay todavía… La vía del futuro parece asemejarse de un
modo cada vez más extraño a un sendero interrumpido, mientras que la vida consagrada
14
parece hablar con sus verbos más en tiempos pasados que en futuros.
Así pues, es evidente: la mirada retrotópica (que ya suena rara de por sí) no solo no
nos permite ir adelante, sino que está completamente fuera de la realidad porque nos
bloquea en esta edad de oro –desde el punto de vista de los números y de una auténtica
eficiencia operativa– que ha sido un cierto pasado, pero que ahora sería ingenuo y
anacrónico querer desenterrar, incluso con toda la seducción que este pueda ejercer,
como posibilidad ilusoria de fuga de las angustias de un presente incierto y complicado.
Y, no obstante, nosotros hemos sido llamados a vivir aquí y ahora nuestra existencia
con responsabilidad; comprometiéndonos aquí y ahora para que el pasado no represente
una añoranza y el futuro se presente cada vez más rico de promesas y de esperanzas.
«Este instante, cada instante, cuando se convierte en el instante presente, es precioso y
pide abrirse al encuentro: es precioso, porque se dirige hacia una eternidad sin fin que le
da el sentido verdadero, lleno de vida»[3].
Profecía: el coraje del futuro
En un sentido completamente opuesto van, sin embargo, unas palabras como las que
ahora citaremos, pronunciadas por un profesor de teología fuera de toda sospecha, en
unos tiempos muy difíciles de comprender y de vivir, cuando una cierta imagen de
Iglesia, que teóricamente había salido reforzada y renovada del concilio, empezaba a
sufrir los graves ataques de un clima social-ideológico muy polémico respecto a ella, en
nombre de un secularismo que parecía poner todo radicalmente en tela de juicio, no solo
en el interior de la misma Iglesia (con notables consecuencias también en la imagen de la
vida consagrada). En aquel tiempo era verdaderamente muy difícil tener el valor de
mirar al futuro, y todavía más de ser optimista. He aquí esas palabras:
«También en esta ocasión, de la crisis de hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá
perdido mucho. Se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no
podrá llenar muchosde los edificios construidos en una coyuntura más favorable.
Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad […].
Será una Iglesia interiorizada, que no suspira por su mandato político y no flirtea con
la izquierda ni con la derecha. […] La hará pobre, la convertirá en una Iglesia de los
pequeños. […] Pero tras la prueba de estas divisiones surgirá, de una Iglesia
interiorizada y simplificada, una gran fuerza, porque los seres humanos serán
indeciblemente solitarios en un mundo plenamente planificado. Experimentarán,
cuando Dios haya desaparecido totalmente para ellos, su absoluta y horrible pobreza.
Y solo entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo
totalmente nuevo. Como una esperanza importante para ellos, como una respuesta
que siempre han buscado a tientas».
Así escribía, en 1968, un joven teólogo que había participado en el concilio (en
calidad de perito conciliar) y que estaba participando de una manera muy activa en aquel
15
[1]
[2]
[3]
[4]
tiempo de fecunda reflexión, un tanto polémica a la vez que combativa, que vino a
continuación. Se trata de Joseph Ratzinger, el futuro Benedicto XVI[4].
El texto sorprende por la lucidez y el rigor del análisis, por la libertad con que escruta
el futuro y capta sus signos en el presente (tal vez nos hace intuir incluso el sentido
profundo del gesto profético del papa Ratzinger con su retirada). Pero lo que sorprende
sobre todo es su verdad. Hoy, unos cincuenta años después de cuando fue expresada,
debemos reconocer que esa profecía se está cumpliendo en cierto modo. Desde luego en
su primera parte, como dato histórico (negativo) que tenemos ya ante nuestros ojos, pero
también en la parte en que indica una perspectiva prometedora para el futuro.
Y no solo para la Iglesia, sino también para la vida consagrada, cuyo acontecer
existencial podemos leer de modo singular en lo que aquí se ha dicho de la Iglesia.
Cómo no ver, de hecho, en esta profecía, la parábola descendente/ ascendente, una
especie de muerte y vida nueva según el esquema kénosis/exaltación típicamente
cristiano, como clave de lectura o profecía hacia la que está caminando la Iglesia, en
primer lugar, y en particular la del papa Francisco, con las fuerzas vivas y mayormente
significativas que la representan en el mundo, como es precisamente la vida consagrada.
Así las cosas, es necesario profundizar en los rasgos esenciales de esta profecía y de
su evolución histórica en los dos tiempos que ella prevé, y en cómo se puede aplicar
también a la vida consagrada.
 
He leído en un comentario bíblico que cuando Dios revela su nombre sobre el monte («Yo soy el que es, el
que era y el que será»), se sitúa en una triple relación con el hombre que afecta al pasado, al presente y al
futuro. Como algo (o Alguien) que sana (el pasado), que estructura (el presente), que espera (el futuro).
Cf. Z. BAUMAN, Retrotopia, Laterza, Bari 2017 (trad. esp.: Retrotopía, Paidós, Barcelona 2017).
C. M. MARTINI, Le età della vita. Una guida dall’alba al tramonto dell’avventura umana, Mondadori,
Milano 2010, 204.
El texto citado (puede consultarse en: http://www.humanitas.cl/iglesia/bajo-que-aspecto-se-presentara-la-
iglesia-en-el-ano-2000) recoge una intervención del teólogo J. Ratzinger, en una radio alemana, sobre el
futuro de la Iglesia; texto que fue recuperado y publicado en español por la revista de antropología y cultura
de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Humanitas (http://www.humanitas.cl). El director de la
misma, Jaime Antúnez, explicó, en un acto de presentación del n. 59 de la revista, que se trata de una
reflexión desarrollada en 1968 por el joven profesor Ratzinger, por entonces sacerdote y catedrático en
Tubinga, que llevaba como título: ¿Bajo qué aspecto se presentará la iglesia en el año 2000? Eran los años
turbulentos de la contestación estudiantil, y también extraordinarios con la llegada a la Luna, pero también de
las disputas sobre el concilio Vaticano II, que había concluido hacía poco. Ratzinger había dejado la
turbulenta universidad de Tubinga y se había refugiado en Ratisbona, más serena. Como teólogo, se había
visto aislado, tras haber roto con los amigos «progresistas» Küng, Schillebeeckx y Rahner sobre la
interpretación del concilio. Fue en este período cuando se consolidaron sus nuevas amistades con los
teólogos Hans Urs von Balthasar y Henri de Lubac, con los que dará nacimiento a la revista Communio.
16
http://www.humanitas.cl/iglesia/bajo-que-aspecto-se-presentara-la-iglesia-en-el-ano-2000
http://www.humanitas.cl
2
Sentido de una profecía
Será, dice la profecía, una Iglesia o una vida consagrada redimensionada, con muchos
menos adeptos, obligada a abandonar una buena parte de sus obras y actividades también
imponentes, realizadas a lo largo de los siglos; o a dejar edificios que ella misma
construyó en la época de una expansión que parecía destinada a durar mucho. Será una
vida consagrada de minorías, aparentemente perdedora, sin voz en el capítulo,
socialmente irrelevante, quizá incluso menos relevante en la misma Iglesia, humillada
por el hecho de suscitar menos vocaciones y resultar escasamente atrayente, como si
fuera cosa de otros tiempos, obligada a «volver a partir de los orígenes» para justificar su
presencia, e incierta sobre su futuro.
Pero será también una vida consagrada –he aquí la auténtica profecía– que, a través
de este «enorme trastorno», volverá a encontrarse a sí misma y renacerá «interiorizada y
simplificada». Hasta tal punto que los hombres redescubrirán su misión, algo que solo la
Iglesia puede dar al mundo, pero que también la vida consagrada puede dar a la Iglesia y
al mundo. Entonces, «y solo entonces», como dice Ratzinger, «descubrirán la pequeña
comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo. Como una esperanza
importante para ellos, como una respuesta que siempre han buscado a tientas».
Una profecía olvidada o incluso ignorada, no captada ciertamente en su sentido
clarividente y anticipador que, si en su primera parte se está cumpliendo, podría
autorizarnos a mirar el futuro con una actitud diferente de la mirada pesimista con la que,
por lo general, observamos los gráficos y las proyecciones y realizamos nuestras
supuestas y deprimentes previsiones.
Y esto sería ya un beneficio de no poca monta.
Ahora bien, la profecía no es solo ni esencialmente anticipación del futuro, tal vez
inédito y sorprendente, que se cumplirá a pesar de todo, porque está dotado de una
fuerza prodigiosa, más fuerte que nuestros cálculos. Los profetas no revelan
necesariamente el futuro, sino la verdad. Por eso la profecía también es siempre
provocación, una provocación que nos invita a leer la historia con una mirada de
conjunto de la misma historia, del pasado y del presente, de algunas de sus articulaciones
esenciales y estratégicas. La profecía abre al futuro, pero despliega asimismo el pasado;
se proyecta sobre el mañana, pero se fundamenta en la memoria. Y precisamente gracias
a este arraigo en el pasado, correctamente entendido y descubierto en su sentido más
profundo, nos hace intuir la dirección que se debe imprimir al futuro.
17
Las dos fases
El análisis de la Iglesia del pasado se muestra muy lúcido y lineal en la identificación de
un elemento negativo, de un cierto poder, y de un elemento positivo, la recuperación de
las relaciones con el mundo. El futuro pontífice ve, en sustancia, una comunidad
creyente que ha conquistado en el tiempo un cierto poder que la ha sobrecargado y
desorientado en su misión, un poder del que la historia y los acontecimientos de estos
últimos decenios, a partir de la segunda mitad del siglo pasado, la han ido liberando
progresivamente y la siguen liberando. Ratzinger habla, en efecto, con valor, del poder
que debe perder, de las dimensiones que se tienen que reducir, de los privilegios que hay
que abandonar; debe liberarse incluso de ese signo de poder moderno que es la política,
con el que la Iglesia ha entrado ambiguamente en contacto («y no flirtearcon la
izquierda ni con la derecha») y que no tiene nada que ver con su misión evangelizadora.
Para algunos –que privilegian la mirada retrotópica– esto significará una derrota, con las
añoranzas, las acusaciones y los sentimientos de culpa subsiguientes. En realidad,
marcará un paso providencial, que llevará a la misma Iglesia a ser lo que debe ser:
pequeña y pobre, Iglesia «de los pequeños», en cierto modo nueva, más «interiorizada y
simplificada» y, sobre todo, comunidad en que los hombres y las mujeres, habitantes de
un mundo en el que «los seres humanos serán indeciblemente solitarios», descubrirán
«como una esperanza importante para ellos, como una respuesta que siempre han
buscado a tientas» a su misma soledad, la respuesta de la compañía, de la relación, de la
solidaridad.
En síntesis: antes, una Iglesia con poder, relativamente poderosa, pero con relaciones
ambiguas y escasas; después, una Iglesia sin poder, pequeña y pobre, pero que
redescubrirá y hará redescubrir su verdadero rostro, el que quiere ofrecer una respuesta a
la soledad del hombre y a su necesidad de relación.
Me parece que se deja ver aquí un principio de notable valor, también para la vida
consagrada.
Cuando la autoridad se corrompe en poder
Se trata de una ley que podríamos enunciar así: cuando en una institución la autoridad
se deforma en poder, en ella se pierden o se oprimen las relaciones (y a las personas), o
la relación se vuelve pobre y de baja calidad humana y evangélica; cuando, por el
contrario, se pierde el poder, se recuperan las relaciones y la capacidad de auténtico
contacto humano.
Dicho de un modo más sintético: cuando la autoridad se corrompe en poder, la
primera que sufre es la relación. En cambio, cuando disminuye el poder exterior, asumen
mayor valor las relaciones internas y externas, y con ello gana la vida relacional en
general; habrá mayor autenticidad y transparencia, para con todos y cada uno. En efecto,
la autoridad sirve para hacer crecer a las personas en la libertad y en la responsabilidad,
es una modalidad relacional que apunta a la consecución de un objetivo común a través
18
de la colaboración de todos; el poder, en cambio, oprime y domina, crea conflictos y no
respeta la libertad. La autoridad es evangélica; el poder es diabólico, es la caricatura de
la autoridad.
Así ha sido en la historia de la Iglesia, y así ha sido también en la de la vida
consagrada. No pretendo preciarme ahora de leer la larga evolución histórica de una
cierta crisis que nos ha traído al momento actual, identificando únicamente su causa con
el problema del que estamos hablando ahora. La crisis es compleja y tiene varias raíces,
pero desde luego una de ellas –y a buen seguro no la última– es lo que nos indica la
luminosa intuición de Ratzinger, que observa a la Iglesia desde una perspectiva que
podemos adoptar también para la vida consagrada.
En efecto, también esta ha tenido poder o se ha visto tentada por el mismo: por sus
efectivas dimensiones numéricas y su visibilidad, por el carácter imponente de sus obras
y por su significatividad social, por su impacto en la comunidad creyente y por sus
competencias reconocidas; asimismo por su poder económico-financiero y sus relevantes
posibilidades de influir en la vida social y eclesial. Cuando históricamente se ha cedido
un tanto a la tentación del poder, entonces la relación interpersonal con el mundo en
general y también con la Iglesia, aunque también en el interior de la misma vida
consagrada, ha perdido significado e importancia y ha bajado de calidad.
Pérdida de la relación
Podemos considerar esta pérdida en los dos sentidos que ahora vamos a mencionar:
hacia el exterior y hacia el interior de la misma vida consagrada.
Con la Iglesia y con el mundo
Un primer extravío relacional parece haber nacido de una implícita pretensión de
autosuficiencia, verdadero pecado original de una cierta vida consagrada del pasado, que
ha llevado progresivamente a la vida religiosa a encerrarse en sí misma, buscando y
encontrando en su propio mundo todo lo necesario para una vida de perfección y para la
salvación, y estableciendo con el mundo y con la Iglesia una relación que no era
propiamente evangélica y coherente con su misión. Precisamente de esta
autorreferencialidad, conectada a su modo con una sensación de poder, nació el modelo
de la famosa fuga mundi, donde el «mundo» era lugar de contaminación de la propia
pretensión de perfección (y hasta se percibía a la Iglesia como tal en ocasiones). Por otra
parte, se ha corrido el riesgo de vivir la relación –siempre con la Iglesia y con el mundo–
de modos ambiguos: por ejemplo, poniendo un cierto énfasis en las obras (propias), con
frecuencia particularmente imponentes en su visibilidad, poniendo mucha más atención
en los resultados que en la calidad de la prestación, en la eficiencia antes aún que en la
eficacia, en los números más que en la sustancia del anuncio. Y es posible que
precisamente este énfasis en las obras no haya contribuido a crear un clima de
colaboración con los otros agentes sociales y eclesiales, es más, a veces ha favorecido
19
precisamente un clima contrario, casi de rivalidad o de confrontación.
Más aún, una cierta vida consagrada, incluso con un ferviente espíritu apostólico, ha
incurrido en el riesgo de una relación vivida en términos reductores, solo caritativo-
asistenciales, como si se tratara únicamente de la hogaza que debemos dar al hambriento
o del servicio material que debemos ofrecer, prestando una escasa atención al don
espiritual que debemos compartir. Y a veces ha pasado lo contrario, a saber: una vida
consagrada que mira solo al aspecto espiritual y no se implica casi para nada con los
problemas concretos de la gente ni es capaz de compartir con un corazón compasivo las
fatigas de la vida. De todos modos, en ambos casos se hace perceptible el mismo estilo o
la misma modalidad unidireccional, la que impone la relación (y la ayuda) un poco
desde arriba, como si la vida consagrada solo tuviera que enseñar y dar y decir, y no
tuviera nada que aprender y recibir y escuchar, sin caer en la cuenta de que esta es otra
expresión de poder. O bien, y esta es una ulterior ambigüedad, en tiempos no lejanos se
interpretó la relación con dudosas modalidades selectivas y electivas, gracias a las cuales
se otorgaba privilegios a relaciones prioritarias con categorías particulares, con el
poderoso de turno –tal vez considerado como benefactor–, con los consiguientes
beneficios y ventajas, intercambios de favores recíprocos[1], mientras que otras
categorías eran objeto, de hecho, de menos consideración, cuando no descartadas; ¡y esto
no precisamente según la lógica evangélica!
Llegados a este punto, era casi inevitable que la misión, también a causa de estas
distorsiones, perdiera empuje y energía, convirtiéndose, en el mejor de los casos, en
tarea o deber más que en pasión del corazón, o bien más en operación de proselitismo
que en acción de compartir el Evangelii gaudium, una bella y alegre noticia. Todo ello
teñido de una indisimulada sensación de superioridad con respecto a un mundo pecador,
por el que la buena persona consagrada rezaba, pero quedándose a una cierta distancia; a
veces incluso con respecto a una Iglesia apresuradamente juzgada como demasiado
mundana y menos fiel por el que se sentía lanzado… hacia las alturas sublimes de la
perfección[2].
Pero al final, la que ha sufrido de un modo particular ha sido la relación interpersonal
y su calidad, humana y espiritual, sobre todo con el individuo, no solo en general con el
mundo y con la Iglesia, y no solo en el exterior de la vida consagrada, sino también en el
interior, como veremos a renglón seguido[3]. Un hecho grave, que afecta y desmiente la
identidad de la vida consagrada, la cual, no lo olvidemos, es existencia consagrada a la
relación, con Dios y con los hombres.
En el interior de la comunidad
La autoridad –ya lo hemos recordado antes– nace y está en función de la relación y la
hace crecer (así también en su significadoetimológico); el poder, en cambio, que es una
deformación de la autoridad, es antirrelacional o a-relacional: nace del delirio de
autorreferencialidad y crea narcisismo autosuficiente, como nos cuenta la historia de
tantos dictadores, del pasado y del presente, en la vida de muchos pueblos, muy a
20
menudo con desenlaces dramáticos. O como quizás también una tristísima historia
nuestra más bien reciente, la de los abusos sexuales en el interior de nuestras
instituciones religiosas, nos muestra de una manera dramática: historias de personas
consagradas, a veces incluso de fundadores, de hombres con autoridad, cuyo delirio de
poder los llevó a estas repugnantes conductas, en las que la dignidad del otro o de la otra
es pisoteada y la relación destruida. Y tal vez, habría que decir, haya sido necesario
llegar a estas derivas extremas para comprender la situación de contradicción, de pobreza
relacional, en que nos encontrábamos.
Ahora bien, quién sabe si todos han comprendido por fin, en la Iglesia y en la vida
consagrada, la gravedad y el significado de estos acontecimientos, que van mucho más
allá de la transgresión de unos pocos y son más bien responsabilidad de todos; que no se
deben solo a la fragilidad sexual del que está en el poder, sino que son consecuencia de
un poder enloquecido que todos o los más han hecho posible de diversas formas,
sufriéndolo sin reaccionar (incluso hasta obteniendo ventajas de una manera más o
menos inconsciente). Estos eventos no son necesariamente fruto de la patología o de la
perversión de alguien, sino de la degradación general de la calidad de nuestra vivencia y
de la capacidad relacional en nuestras comunidades; ni tampoco son fruto de un
abandono individual a un instinto incontrolado, sino la señal preocupante de la
mediocridad general con la que por parte de todos se ha vivido la virginidad, pasión de
amor a Dios que se derrama sobre los hombres. Y la mediocridad, incluida la
mediocridad relacional, ¡es ya perversión y escándalo! Pero volveremos más adelante
sobre este punto importante que, por desgracia, no es considerado habitualmente o
incluso es negado.
Otro caso de pérdida de la relación, típico especialmente de las nuevas realidades que
están naciendo en el abigarrado mundo de la vida consagrada[4], está ligado a la
situación que se ha creado en algunos institutos con vigorosas figuras de líderes
carismáticos, dotados de un notable ascendiente sobre el grupo, que, a su vez, funciona
perfectamente bajo su guía, arrastrado por ellos, pero convertido en pasivo y conducido a
repetir simplemente su voluntad. El problema, en muchos de estos casos, era y sigue
siendo que precisamente la buena marcha del grupo, incluso coronado por un cierto éxito
en términos vocacionales y pastorales (especialmente en sus comienzos), unido por lo
general a la buena fe (por ambas partes), ha impedido esa sana disposición autocrítica
que es la condición del auténtico funcionamiento del sistema y del crecimiento de toda
comunidad. De aquí procede la paradoja bien señalada por Bruni: «las grandes crisis
comienzan cuando todo habla de éxito y de desarrollo, si los líderes carecen de la
sabiduría de cambiar cuando nadie (todavía) quiere hacerlo»[5].
Podríamos decir, de manera breve, lo que acontece: la persona dotada de autoridad,
que tal vez se encuentre en el comienzo de una nueva realidad carismática, no solo
explota –como es lógico– sus propios talentos de capacidad de atracción espiritual y de
tracción psicológica del grupo, sino que se prenda un poco de su propio éxito (esto se
debe también algunas veces a que el grupo busca precisamente a este tipo de líder y lo
secunda de varios modos); por otra parte, con el fin de garantizarse una posición
21
inatacable, tiende a dar a la obra –creyendo y sosteniendo que lo hace por su bien– una
forma bien estructurada y definitiva. Con roles, cargos, articulaciones y delegaciones
varias de responsabilidad de las que, en sustancia, es él el punto de partida y de llegada,
y, por consiguiente, con una gestión práctica de la autoridad que en cualquier caso
permanece firmemente en sus manos (y esto precisamente para que siga siendo así cada
vez más)[6].
Así pues, por un lado, está el riesgo de una cierta burocratización que hace
impersonales las relaciones; por otro –y este es un peligro mucho más grave y que nos
interesa aquí especialmente–, está el de rodearse de personas perfectamente dóciles y
que siempre le muestran su consentimiento, de gente «sí, señor», consideradas como
virtuosas y obedientes, de individuos totalmente dependientes del jefe y que siempre
están de acuerdo con él, excluyendo o no escuchando, en nombre de la unidad y de la
identificación con el carisma (en estos casos sobrestimado), a quien pudiera tener una
idea diferente o manifieste una cierta creatividad. El jefe no puede admitir, de hecho,
que alguien le supere; ¡en realidad, incluso tiene miedo! Sin embargo, procediendo así
pierde la posibilidad de ver sus propios errores y de captar dónde es necesario cambiar y
crecer, por el auténtico bien de la obra y de sus miembros.
Este modo de actuar provoca ulteriores efectos desde el punto de vista de las
relaciones: la libertad de las personas queda limitada y se deteriora la calidad de la vida
relacional; se crea un clima de sospecha y de control que favorece la falta de apertura y
la falsedad de las relaciones, se entristece el ambiente y los que allí habitan, mientras
que, por otra parte, hay que exhibir hacia el exterior una alegría de ordenanza,
especialmente con ocasión de los grandes acontecimientos. El líder tiende al monopolio
de las personas y la comunidad a la homologación de los miembros, en ocasiones a la
mortificación de su individualidad y originalidad; se promueve la devoción al jefe[7], al
tiempo que no se promueve en la misma medida la relación horizontal, más aún, hasta se
considera con desconfianza la amistad entre los miembros de la comunidad, a los que se
considera más como hijos del único «padre» que como hermanos entre ellos. Y cuando
uno piensa por todos, como sucede en estos casos, no se dan cuenta de que todos tienden
a pensar menos; si uno decide por los otros, nadie aprende nunca a discernir. Y, al
mismo tiempo, se incuba un disgusto que antes o después se convertirá en reacción
explícita o incluso en rebelión. De este modo, el carisma ni crece ni hace crecer. Y
mucho menos crece la relación.
De hecho, los carismas están vivos y continúan viviendo mientras generan personas
libres y felices, capaces de reconocerse en el carisma y de manifestar la riqueza del
propio yo a través de él para bien de la Iglesia y del mundo.
La situación actual, en la que están desapareciendo las condiciones que nos han
hecho –tal vez sin que lo quisiéramos de una manera explícita– personas o grupos de
poder (desde la contracción numérica vocacional a la pérdida de significatividad tanto en
la Iglesia como en el mundo), podría providencialmente, aunque al margen de nuestra
voluntad, reconducirnos a nuestras dimensiones más connaturales y evangélicas,
liberándonos del poder, de todas sus trampas y seducciones, ilusiones y contradicciones.
22
Y, sobre todo, podría ser una ocasión propicia para recuperar el sentido y el valor de la
relación. Y, por consiguiente, también de la vida consagrada y de nuestra identidad de
consagrados, hombres y mujeres en relación, con el Señor Jesús, tesoro de nuestra vida,
y con la Iglesia y el mundo, con los pobres y con los más excluidos precisamente de la
relación, en una relación cada vez más «inclusiva».
La profecía citada viene a decir precisamente esto. Nos permite captar el motivo de
una cierta crisis y, al mismo tiempo, entrever juntos su solución. Es como decir: si
comprendemos la raíz, esta raíz relacional, de la crisis que hemos vivido y estamos
viviendo, sin escondernos detrás de justificaciones defensivas, entonces esta crisis podrá
llegar a ser providencial, y ser la hora de Dios para nosotros, para la Iglesia, para la vida
consagrada.
Veamos, pues, cómosalir de esta situación, o cómo favorecer en nosotros y en
nuestras convivencias un camino que nos lleve hacia relaciones auténticamente humanas
y humanizadoras con el mundo y con la Iglesia, unas relaciones solidarias y fraternas,
vividas como personas adultas, en las que cada una es y se percibe como responsable y
necesitada del otro, nunca superior al hermano, en la comunión y en la gratuidad, en la
proximidad y en la misericordia compasiva. Vivir bien estas relaciones es la condición
para llevar una vida verdaderamente fraterna y, por consiguiente, plenamente relacional,
en el interior de la vida consagrada (pero no vamos a ocuparnos explícitamente aquí de
este aspecto), y plenamente misionera, como es en la identidad de la misma vida
consagrada.
Así pues, caminar hacia esta cultura de la relación es observar con realismo un cierto
pasado en el que, por encima de las apariencias, no habíamos vivido bien la relación; y
caminar hacia un futuro nuevo, sin miedos a la supervivencia del yo y de nuestras
instituciones y, en virtud de la relación con Dios que se encuentra en el centro de nuestra
vida, cada vez más abiertos e inclinados hacia el «tú», a cada «tú» que la vida nos hace
encontrar como compañero de viaje en el mismo camino hacia una idéntica meta.
«Abrazar el futuro con esperanza»
Para lo que voy a proponer me inspiro en una frase de la Carta apostólica del papa
Francisco a todos los consagrados con ocasión del Año de la Vida Consagrada, y que
da título a este libro y a esta tercera parte de nuestra reflexión, como una invitación
precisa[8]. Esta invitación iba precedida allí por una frase del documento Vita
consecrata, que, por cierto, después resultará la más citada de todo el texto, donde se
recuerda que no tenemos solamente «una historia gloriosa para recordar y contar, sino
una gran historia que construir»[9]. Y es significativo que tampoco el papa Francisco se
resista a la «tentación» de retomar esta expresión en su Carta a los consagrados/as,
llamados a «escribir una gran historia en el futuro».
Francamente, no sé si nos espera «una gran historia», ni cómo haya que entender la
expresión. Lo importante es que nos dejemos conducir por el Espíritu, la fantasía tan
desmelenada y soñadora de Dios; y entonces habrá un futuro, y será lo que él quiera,
23
[1]
[2]
[3]
[4]
[5]
[6]
[7]
[8]
como nosotros no podemos imaginar ahora. «El futuro», dijo una vez Roosevelt,
«pertenece a aquellos que creen en la belleza de los sueños». Y nuestro sueño, en este
momento, nace de una certeza: la vida consagrada solo tendrá futuro si es más
relacional, mucho más relacional de lo que lo ha sido hasta el presente.
Mi propuesta, sin embargo, se articula simplemente en las tres partes en que podemos
descomponer la invitación del papa Francisco, provista cada una de ellas, como veremos,
ya en el mismo título, de una pregunta que provoca y orienta nuestro análisis, y cuya
respuesta no es en modo alguno algo que pueda darse por descontado. Todo ello
persigue comprender bien cómo salir al encuentro del futuro, en el presente de la Iglesia
de ese místico de la relación que es el papa Francisco, enriquecidos con la historia que
nos ha engendrado.
Eso es lo que vamos a intentar comprender en los tres próximos capítulos.
 
En la profecía de Ratzinger se habla, en efecto, de una Iglesia que «flirtea unas veces con la izquierda y otras
con la derecha» de las diferentes formaciones políticas.
Recordamos que la vida consagrada ha sido llamada desde siempre vía de perfección (hasta el esmerado y
magnífico estudio, editado por G. PELLICCIA y G. ROCA, lleva precisamente el título de Dizionario degli
istituti di perfezione, Paoline, Milano 1974 y siguientes).
En cualquier caso, se trata de un principio general: cuando la comunidad religiosa no vive bien su propia
misión ad extra, o no es bastante extrovertida, es fatal que las relaciones en su interior se carguen de una
importancia excesiva, o que pequeños problemas domésticos se conviertan en motivo de conflictos
imposibles de sanar. ¡Con un derroche desvergonzado de energías que podrían encontrar un uso más digno!
Está fuera de duda que estas nuevas formas de vida consagrada son una bendición para la Iglesia y para la
vida consagrada. A pesar de ello, necesitan ser seguidas y ayudadas por la misma Iglesia, precisamente para
que sean verdaderamente portadoras de vida nueva a la vida consagrada de hoy (como nos está mostrando la
historia reciente).
L. BRUNI, La distruzione creatrice. Come affrontare le crisi nelle organizzazioni a movente ideale, Città
Nuova, Roma 2015, 15.
Uno de los signos que acreditan la madurez psicológica y espiritual del fundador es precisamente su
desapego del poder y la libertad de abandonar cualquier rol de autoridad. De hecho, los verdaderos
fundadores y fundadoras son personas que han buscado favorecer lo más pronto posible la delegación de la
responsabilidad y de la autoridad; personas libres de entregar a otras lo que ellas mismos habían generado.
Sin la pretensión de que se les reconociera su paternidad.
Las modalidades de esta actitud son varias y a veces muy curiosas: desde el ni soñar con poner mínimamente
en tela de juicio lo que dice el jefe –que, por definición, no se equivoca nunca– al alimentar la propia vida
espiritual únicamente con sus escritos y textos (a veces por orden explícita suya); desde el permitir al
fundador/fundadora cualquier tipo de conducta, incluso inapropiada según el Evangelio, al permitirle
transgredir la Regla que él o ella han escrito; desde el identificar sin más con la voluntad de Dios lo que él
piensa o dice o pide al rodearle de cuidados y atenciones excesivos y empalagosos (cf. «Quando il carisma è
bacato», en Tre Dimensioni 1 [2018], 4-8 [artículo editorial]).
Cf. Carta apostólica del papa Francisco a todos los consagrados con ocasión del Año de la Vida
24
[9]
Consagrada, 21 de noviembre de 2014, I, 3. Es el tercer objetivo al que invita el papa Francisco a tender en
ese año a los consagrados. El primero era: «Mirar al pasado con gratitud», el segundo: «Vivir el presente con
pasión».
Vita consecrata 110.
25
3
«Abrazar»:
¿sociedad poscristiana o precristiana?
El verbo «abrazar», un verbo típicamente relacional, expresa la calidad de la relación,
particularmente en una cultura, como la actual, en la que el cuerpo está cada vez más
implicado en la relación. Sin embargo, por lo general no se abraza a cualquiera ni,
mucho menos, a un desconocido; a lo sumo se abraza a una persona con la que ya se
tiene una relación y una cierta confidencialidad, un cierto afecto y al mismo tiempo una
relación en cierto modo de iguales, en la que me puedo permitir ese gesto.
A lo que parece, hoy, después de los repetidos y dramáticos atentados terroristas de
estos últimos tiempos y del clima de rabia y de miedo que de ahí se ha seguido, hay una
gran necesidad de un cierto tipo de relación que nos permita recuperar el contacto
interpersonal sin «esta rabia y este miedo». En realidad, todos tenemos necesidad de
abrazar y de ser abrazados, porque nada puede sustituir a «un abrazo verdadero, sincero,
ofrecido con todo el corazón y todo el afecto»[1], a fin de superar un cierto temor al otro
y sentirse acogido y acogedor. Es la magia del abrazo, en el que no se puede saber ni
distinguir quién abraza y quién es abrazado, como si ambos se hubieran convertido en
una sola persona. La magia del abrazo como perfecto y muy humano icono de la
reciprocidad relacional, pero también icono sumamente expresivo de la Santísima
Trinidad, si es verdad que, como decían los Padres, el Espíritu Santo es el abrazo del
Padre al Hijo y del Hijo al Padre: ¡un abrazo tan intenso que se hace persona!
A buen seguro, un abrazo puede servir para sanear un poco el clima y las relaciones,
pero no lo hace de una manera automática. Lo que ahora nos interesa es comprender bien
un gesto que podría ser muy significativo y decisivo hoy para nosotros, las personas
consagradas.
Y, para empezar, ¿a quién hemos de abrazar?
El texto de la cartadel papa Francisco diría que hemos de abrazar el futuro. Claro
que se trata de una metáfora, pero puesto que no se abraza a una entidad abstracta, ni al
tiempo ni a la historia ni a seres o entidades virtuales, y el verbo habla precisamente de
brazos, de brazos que se estrechan en torno a otra persona, el objeto del abrazo deben ser
personas, hombres y mujeres que viven en este mundo, esta sociedad en la que se nos ha
dado vivir por gracia. Si, además, queremos que el gesto sea sincero, y no se parezca a la
«mano muerta» del gesto de la paz (por desgracia, a veces árido) de la misa, es preciso
26
que corresponda a lo que sentimos dentro de nosotros, que experimentemos afecto hacia
esta realidad humana, afecto verdadero. Ese afecto que viene de la estima del otro, como
aclara oportunamente la psicología, y solo entonces es verdadero, de lo contrario es
ficción y solo compasión.
Esto tiene importantes consecuencias en el ámbito relacional-pastoral. Un verdadero
pastor sabe que la primera condición para evangelizar es el amor a aquellos a los que
desea llevar la buena nueva. En efecto, no se evangeliza allí donde no se ama, ni se
puede anunciar la buena nueva más que a las personas a las que se ama; y precisamente
por eso se les quiere dar el evangelio, una buena noticia. Ahora bien, el amor, a su vez,
solo es verdadero allí donde hay estima al otro. De lo contrario es un amor fingido, por
muchos abrazos que podamos dar al otro. Y vacío e ineficaz será también el anuncio
evangélico, sobre todo porque no será percibido por el que lo recibe como tal, como
buena noticia que da alegría. Será un anuncio contradictorio.
Y, así las cosas, he aquí la pregunta: ¿estimamos nosotros a esta sociedad nuestra, la
sociedad en la que vivimos hoy, a la que hemos sido enviados? ¿Qué idea tenemos de
ella? ¿La estimamos como locus theologicus, como tierra en la que se produce para
nosotros el encuentro con Dios, como historia de una salvación que se consuma en el
tiempo? ¿Podemos decir que amamos a este mundo, a los hombres y a las mujeres, a
nuestros hermanos y hermanas en el difícil camino de la vida, en las diferentes periferias
de la existencia humana? ¿O seguimos corriendo todavía el riesgo de caer en ese
paternalismo que nos hace sentirnos superiores a los otros, o en ese fariseísmo que
predica a un Dios (o dios) que premia a los justos y castiga a los pecadores, y en nombre
de esa falsa imagen nos erige en jueces de los otros, en tristes moralistas que ya no son
capaces de reconocer el bien?
El dogma del «pos»
Es cierto, nuestros días no presentan hoy una apariencia exaltante: el mal parece reinar
por doquier y de muchas formas. Casi parece que está en marcha un proceso de
deshumanización, como si se estuviera perdiendo la dignidad humana. Pero hay en
particular un modo de evaluar estos tiempos, como si en ellos se hubiera ido agotando
algo progresivamente, llegando ahora como a un punto final, que no parece dar lugar a
nada nuevo, a ninguna esperanza, a ninguna continuidad. Sería el dogma del «pos», que
domina todas las lecturas sociológicas, filosóficas, y de todo tipo. Esta pequeña y terrible
partícula, que en realidad es nihilista y mortal (de hecho, según algunos la nuestra sería
una sociedad posmortal[2]), no reconoce ninguna identidad nueva y específica al tiempo
que estamos viviendo, sino solo los signos de una decadencia inexorable y fatal, como si
viviésemos de una identidad que funcionaba bien, muy bien, en un tiempo, pero que
ahora está periclitada, es decir, que ahora carecemos de identidad[3].
Y esto en diferentes ámbitos, por lo que esta sociedad (y cultura) sería posindustrial,
poscapitalista o posmarxista, posmoderna o post-secular, posmetafísica o posideológica,
con la caída y la pérdida del concepto de verdad. Hay quien habla precisamente de
27
posverdad (post-truth)[4], de sociedad posconciliar e incluso poshumana, como si se
hubiera extinguido la especie humana; en el plano creyente, además, se habla de
sociedad poscristiana, como si ahora se hubiera acabado el cristianismo. Y como si
nosotros hubiéramos entrado en una fase inexorablemente poscristiana, en la que los
creyentes serían el residuo de algo que ha muerto y que no tiene nada que decir a los
hombres y a las mujeres de hoy, y los consagrados y las consagradas fueran algo así
como zombis, seres extraños que todavía no se han dado cuenta de que su mundo de
creencias ya no existe y de que ya nadie está dispuesto a escucharlos. E incluso es
posible que ellos mismos ya no existan, que solo sean apariencia.
Sería algo verdaderamente desastroso que esto fuera así; sería desastroso hasta el solo
hecho de pensarlo, y hablar de ello tranquilamente; en efecto, las palabras, aun cuando
no sean comprendidas en su significado, crean cultura y mentalidad. Ahora bien,
debemos reconocer que, a veces, incluso en nuestras reflexiones y análisis realizados en
los diferentes congresos, es precisamente este el juicio que emitimos sobre esta época, es
justamente así como la llamamos: «poscristiana», y acabamos por sentirnos en ella, tal
vez sin darnos cuenta, todos nosotros, los consagrados y las consagradas, como personas
fuera de lugar, como inútiles, como una especie en vías de extinción, un poco
moribundos, dando por descontado que algunos institutos están ya muertos y otros se
encuentran en el callejón del ocaso, dentro de una Iglesia que también está muerta o
moribunda, o que ya no logra evangelizar, hacer oír su anuncio como palabra de vida;
una Iglesia a la que, en cierto modo, ha hecho callar la cultura de muerte que la rodea.
Una perspectiva que es cualquier otra cosa menos exaltante, más aún, una perspectiva
que nos pone en una situación conflictiva con este mundo, considerado como hostil y
pagano, peligroso e infecto, diabólico y malo. Algo diferente a un lugar de abrazos y
besos… Si acaso, nosotros, los creyentes y los consagrados, ¡estamos ahogados por un
mundano abrazo mortal!
De lo poscristiano a lo precristiano
Y he aquí la provocación: ¿estamos de verdad seguros de que este sea un modo correcto
de leer la situación? ¿Podemos entender «correcto» en el sentido de «creyente» y, mejor
aún, de «auténticamente cristiano»? ¿Y si más bien esta cultura fuera precristiana?[5]
¿O si estuviera a la espera de algo, de alguien, de salvación, de liberación del terror de la
falta de sentido, de la muerte, del sufrimiento, de la guerra…? ¿A la espera de felicidad,
de vida plena, de verdad, para siempre? Es obvio que los hombres y las mujeres de hoy
también pueden no ser plenamente conscientes de esta espera, o reducirla a los cuatro
días que vivimos en esta tierra, sin proyecciones de ningún tipo, sobre todo sin relacionar
esta espera con Dios, sin saber que, en realidad, todo esto significa que el único deseo
que está presente en el corazón de cada hombre y de cada mujer es: ¡ver el rostro del
Eterno![6].
Ahora bien, esta es precisamente nuestra tarea, la de los hombres y mujeres
consagrados, hoy y siempre. Precisamente para eso nació la vida consagrada: para decir
28
que en el corazón del ser humano, de cualquier ser humano, se encuentra este
irreprimible deseo-espera de ver el rostro divino, de escuchar su Palabra, la única que
habla de vida eterna; de experimentar su amor, el único que puede calmar totalmente la
sed infinita de amor del corazón humano; de gozar de aquella felicidad plena y estable
que solo Dios puede dar y garantizar, ese Dios que no quiere soldaditos obedientes, sino
hijos felices. Esta es la esencia de la vida consagrada: revelar al hombre este deseo,
reconocerlo y hacer emerger incluso cuando está ignorado, perdido, ahogado,
contradicho, negado, objeto de risa.
El concepto de sociedad poscristiana es simplemente un absurdo, algo carente de
sentido cuando ignora todo esto; es una auténtica fake news.
Y es que cada época será siempre precristiana, estará siempre a la espera, tendiendo
siempre hacia algo –Alguien– que le falta, aunque no sea capaz de identificarlo; más
aún, sobre todo cuando no consigue darun nombre a lo que aguarda, a lo que está
esperando. Y precisamente entonces se hace necesaria la vida consagrada, o sea, la
experiencia plenamente espiritual del que conoce el camino que lleva hacia Dios, y sabe
bien –por una experiencia personal que continúa en el tiempo, jamás terminada– que ese
camino pasa también por fases alternas: de duda, incertidumbre, ambigüedad,
frustración, indiferencia, negación, sensación de ausencia o de silencio de Dios. Lo sabe
porque ha sufrido ese camino, hasta el punto de poder ayudar ahora a otros a reconocer
el deseo espiritual profundamente arraigado en todo ser vivo, deseo que nada ni nadie
podrá hacer desaparecer jamás; hasta el punto de poder ayudarles a decidirse a ponerse
en camino hacia Dios. Porque el hombre es eso, peregrino de lo divino. Este es su
tormento profundo y, al mismo tiempo, ¡su verdadera felicidad!
El abrazo como símbolo de la nueva evangelización
Y, así las cosas, el consagrado es todo lo contrario de un zombi que viene de quién sabe
qué mundo, o lo que queda –o se obstina en quedar– de un pasado que ya no existe; es
un hermano o una hermana que se pone con amor al lado del hombre y de la mujer de
hoy en esta operación que no es de adoctrinamiento, sino de escucha del corazón y de su
deseo. Operación que tal vez sea un nuevo modo de concebir la evangelización: nuevo
por la pretensión interior que lo mueve, y que se convierte de inmediato en estilo y
calidad de la relación. Que debe ser precisamente como un abrazo dictado a este mundo
por el afecto y no por el miedo; dictado por la estima sentida por él y por la confianza en
el mismo, no por un sentido de superioridad desconfiado e insoportable; inspirado en la
inclusión, no en la exclusión.
En consecuencia, el abrazo podría convertirse en el símbolo del estilo relacional
típico de la nueva evangelización.
Señalemos solo algunos rasgos de este estilo. Abrazar el futuro en relación con esta
historia y con las personas concretas que la viven (no digamos «el mundo»: es
demasiado fácil, y al final ilusorio, decir abrazar el mundo) significa[7]:
29
1.
2.
3.
Antes que nada, no sufrir el futuro, ni ir hacia delante de una manera pasiva, sin
prepararlo, dejando que el mañana nos caiga encima y nos encuentre sin preparar;
o bien procediendo a la buena de Dios, navegando en aguas desconocidas, sin
unos criterios precisos, y confundiendo el abandono a la voluntad de Dios con
nuestra inercia, poca fantasía, escasa intuición, falta de coraje, sin saber a qué
atenernos. Significa, en cierto modo, crear este futuro en lo que dependa de
nosotros, o anticiparlo con una clarividencia profética, para intentar comprender
lo que nos pide, lo que nos sugiere abandonar, sin esperar a vernos obligados a
hacerlo; qué pistas nuevas nos propone, qué errores nos señala para que no los
repitamos, especialmente en lo que tiene que ver con nuestra relación con el
mundo y con el sentido de la misión, qué aspectos del carisma debemos
revalorizar o interpretar de un modo diferente, que periferias que nunca hemos
visitado hasta ahora debemos conocer y frecuentar… Volveremos más adelante,
con indicaciones más concretas, sobre este tema, que exige una mirada
verdaderamente profética. ¡Qué nostalgia sentimos hoy de los profetas! No, a
buen seguro, como adivinos del futuro, sino como hombres y mujeres espirituales
que han aprendido a discernir los caminos de Dios en la historia de cada día.
Y aún más, abrazar el futuro en función de las personas significa no preocuparse
demasiado de nuestra supervivencia o de nuestros números. Estos son miedos y
preocupaciones paganas, porque son demasiado autorreferenciales y típicos de
quienes están desesperados y deprimidos; preocupaciones desagradables a Dios y
hasta castigadas por él en la historia –como le sucedió a David (cf. 2 Sm 24,1-17)
y desmentidas muchas veces, después, por la realidad de los hechos[8]. El
problema es que, de hecho, nosotros nos hemos autorreconocido y autoatribuido
una patente de inmortalidad, como institutos singulares. Y, sin embargo, no es así.
Si acaso, lo importante es comprender cómo hay que moverse en este tiempo, sin
añorar otros, sin miedo al tiempo y a la cultura en que vivimos, más preocupados
por los otros y por su salvación, que por nuestra supervivencia (de hecho, ¡no
somos ni náufragos ni supervivientes!). Y evitar ver en este mundo solo el mal o
solo un proceso de depravación, como si la historia se encaminara hacia un punto
de extravío progresivo. De este modo, nos arriesgaríamos a perder el sentido de la
encarnación de Dios en la historia, en toda historia y en todo tiempo; y el de la
redención de cada hombre y de cada tiempo.
Hemos dicho que abrazar es signo de amor, lo que significa relación positiva
recíproca. Es amar este mundo, a los hombres y a las mujeres de hoy[9]. Es tener
un prejuicio explícitamente positivo hacia él, no negativo, ni de rechazo o de
valoración negativa, ni tampoco de simple benevolencia, incluso más o menos
forzada o ingenua, que no quiere ver el mucho mal que hay también a nuestro
alrededor. Significa, en concreto, la obstinada capacidad, primero espiritual y
psicológica después, de descubrir el deseo de infinito y de eternidad del ser
humano, que hace esta cultura en todo caso precristiana, tendente a Cristo,
principio y fin, y pone a cada hombre/mujer, tal vez nunca como hoy, a la espera
30
4.
5.
de su salvación, aunque no lo sepa, y convierte en extraordinaria la misión de
aquel que, como la persona consagrada, desea acompañar al ser humano en esta
búsqueda de lo divino en lo humano.
Y entonces, más en concreto, este prejuicio positivo significa la convicción de que
también en esta cultura hay potencialidades positivas e intuiciones fecundas, y,
por consiguiente, la necesidad de comprometernos, por nuestra parte, para
comprender bien sus valores, sus aperturas positivas, los pasadizos abiertos hacia
este advenimiento, una sensibilidad atenta todavía a lo espiritual, a las huellas del
logos spermatikós[10], los «signos de los tiempos», en el fondo, a veces señales
poco claras y de débil intensidad que solo las personas espirituales son capaces de
percibir. Pero así deberían ser los consagrados y las consagradas de hoy, estos
zahoríes de lo divino en el corazón humano.
Evitar del modo más absoluto posible mostrarnos pesimistas, quejicas,
sepultureros, profetas de desgracias, terroristas del espíritu, analfabetos, incapaces
de leer en el presente la dirección del futuro, nostálgicos del pasado y rabiosos
con el presente y con todo el mundo, decepcionados de la Iglesia y de sus
pastores[11]. Y en vez de derrochar una cantidad ridícula de energías en llorar por
nosotros mismos, o en juzgar y condenar a los réprobos, dibujando escenarios
dramáticos del «fin del mundo» o del mundo cristiano, intentemos más bien ser
inteligentes y usemos esa energía para aprender la lengua que se habla hoy.
Aprendamos a expresarnos según la sensibilidad secular, a fin de ser
comprensibles en el anuncio del Evangelio, para que nuestras palabras se
comprendan, para que nuestro testimonio resulte incisivo, para que nuestro
mensaje abra brecha en el corazón del que escucha, y sea verdaderamente buena
noticia agradable a todas y a todos. Y es que el lenguaje «religioso» ha muerto y
nadie lo comprendería. En vez de eso debemos hablar la lengua de hoy, o sea,
expresar el Evangelio y nuestra espiritualidad en lenguas y dialectos locales, para
que todos puedan entenderlos y gozarlos (y esto sería la aculturación[12]). Y para
que el otro, es decir, el que ha recibido de nosotros el mensaje evangélico, esté
después en condiciones de volver a comunicarlo de un modo nuevo y original,
según su propia experiencia, sensibilidad, cultura, imágenes, intuiciones, sobre
todo según el don del Espíritu que, evidentemente, también él posee, y que le
permite hacer ahora una aportación creativa. Es la inculturación, como proceso
gestionado por quien ha sido evangelizado, y ahora se convierte en evangelizador
de quien le ha comunicado el primeranuncio, enriqueciéndolo con una luz
nueva[13]. Este dinamismo (aculturación-inculturación), como diremos más
adelante, es la condición para la renovación de nuestros carismas, devueltos en
cierto modo a la Iglesia y al mundo para quienes los habíamos recibido, y no
simplemente conservados y embalsamados en nuestros archivos (cuyos custodios
seremos nosotros). Y se produciría verdaderamente una nueva evangelización.
Para el que evangeliza y para el que es evangelizado, en un feliz intercambio de
roles.
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6. Todo esto –no olvidemos lo que ya hemos indicado– no significa ser
particularmente inteligentes y geniales, sino que, a lo sumo, tiene que ver con la
calidad de nuestra vida espiritual, en el sentido de que el verdadero hombre/mujer
espiritual sabe o debería saber que la búsqueda de Dios, si es sincera, pasa
también por la duda, la incertidumbre, la lucha, hasta llegar al rechazo y la
negación o la sensación de la ausencia y del silencio del Dios misterioso… Y, en
consecuencia, debería ser un experto en reconocer esa sutil sed y nostalgia de
Dios que se esconde a veces detrás de actitudes aparentemente negativas respecto
a él. En suma, el hombre espiritual no es alguien que vive de un modo privado su
propia relación con Dios, por muy perfecta que esta sea, sino alguien que ayuda a
los otros a reconocer el camino por el que Dios mismo le sale al encuentro.
Recordamos que «espiritual» no significa abstracto y serio, o arrebatado en algún
éxtasis; significa relacional, creyente capaz de relación con Dios y con los
hombres (del mismo modo que el Espíritu es la relación en Dios). Repetimos que
el consagrado, en este sentido, es un zahorí de lo divino, reconoce los «gemidos
inexpresables del Espíritu» (Rom 8,26) a unas profundidades inaccesibles a los
que no han madurado esta sensibilidad espiritual. El consagrado de mañana
deberá ser cada vez más este hombre o mujer de Dios, experto en este tipo de
discernimiento espiritual. Es el don más grande que podríamos hacer a quien
encontremos en nuestro camino: hacerle reconocer que el Dios que le espera y que
–como recuerda Agustín– está dentro de él, ¡es fuente de vida y de la plena
felicidad!
La alegría del Evangelio
Hay una condición que es algo más que una condición para el anuncio, expresando ya en
cierto modo su contenido: la alegría. Esa alegría de la que habla el papa Francisco en
Evangelii gaudium, el texto que representa, según sus mismas palabras, el «marco
apostólico de la Iglesia de hoy»[14]. «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida
entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por él son liberados
del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace
y renace la alegría»[15].
La alegría de sembrar
El anuncio parte de la alegría de haber recibido el don del Evangelio y de la fe y –podría
añadir el consagrado– también el don del carisma y de cuanto en él se ha revelado del
amor eterno. Nosotros no somos ni perfectos ni mejores que los otros[16], no somos más
que los destinatarios de un don extraordinariamente bello o de una noticia sensacional,
que no podemos retener para nosotros (del mismo modo que Dios no goza solo). Y
debemos recordar que el punto de apoyo de la evangelización no son las condiciones
culturales ambientales favorables, o la situación de los territorios a los que vamos a
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sembrar la Palabra, sino únicamente la belleza de lo que se nos ha dado para anunciar,
que proporciona fascinación al mismo gesto del anuncio.
Nuestra alegría se encuentra toda ahí: no solo en la conciencia del don recibido, sino
también en la de la gracia de poder transmitirlo a los otros[17]; una gracia que se
convierte en pasión y proporciona coraje y creatividad; podríamos llamarla en verdad «la
pasión-coraje-creatividad del sembrador». No existe alegría ni pasión más grande que
esta ni otro punto de partida o de llegada. Lo que quiero decir con todo vigor es que
quien anuncia el Evangelio ya está pagado por el mismo anuncio, por la alegría
misionera de dar la buena noticia, porque es hermoso sembrar, es hermoso en sí mismo
transmitir esa novedad prodigiosa que es el amor del Eterno por todos, su amistad y su
misericordia. Es tan hermoso que ya es una razón para vivir, independientemente del
resultado, especialmente si este se entiende como algo que se exige, o está determinado
necesariamente por los números, por el éxito, por la muchedumbre… Y la pasión es
también tan intensa que hace al sembrador no solo libre de la exigencia del resultado,
sino libre de imponer nada a nadie, y mucho menos la conversión; libre del ansia de
recoger, de la dependencia de la respuesta, de la psicosis del éxito; libre porque ese
sembrador es bien consciente de que el Espíritu sabe cómo abrirse un camino en el
corazón de las personas.
Por eso también es libre de concentrarse en la alegría de cuanto le ha sido dado, y que
no puede más que comunicar a los otros; por eso es bello sembrar, bello en sí mismo,
incluso antes de la recogida. Es bello sembrar por doquier y de todas las maneras, en
cada persona y en cada medio, en toda circunstancia y situación existencial, como nos
cuenta la parábola del sembrador, aparentemente despreocupado, que lanza la semilla
incluso allí donde el terreno parecería absolutamente inadecuado para dar fruto.
A mí me parece que aquí se abren espacios verdaderamente nuevos e impensados
para la vida consagrada, llamada desde siempre a evangelizar incluso en aquellos lugares
donde nunca se ha anunciado la Palabra; a frecuentar medios improbables, a tener el
coraje de proceder al primer anuncio, a sembrar a lo largo del camino o entre espinos y
zarzas, arriesgándose a recibir rechazos o a que le den con la puerta en las narices. Solo
que, en un tiempo, estos lugares se encontraban en las así llamadas «tierras de misión»,
geográficamente lejanas, mientras que hoy son cada vez más lugares cercanos a
nosotros, tierras de vieja cristiandad, donde tal vez el primer anuncio se ha perdido y ha
sido olvidado, donde el terreno aparece particularmente hostil y donde reina una fuerte
tentación de dejarlo perder, para instalarse en zonas más rentables y seguras, en sitios
donde sea más probable la cosecha y no sea necesario inventar nada nuevo.
Por doquier y de todas las maneras, siempre y en cada corazón
Ahora bien, ¿quiénes somos nosotros para decidir por anticipado, como por desgracia
sucede a menudo, que un determinado medio es ahora tierra cerrada para siempre, para
juzgar que no vale la pena anunciar la pascua de Jesús en determinados medios, que es
tiempo perdido sembrar la Palabra en ciertos corazones, que ciertas personas están ahora
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perdidas? Quien piense así, aparte de la presunción de dárselas de juez y de la pobreza de
su experiencia espiritual, simplemente no ha descubierto la alegría del Evangelio, la
Evangelii gaudium. Y en verdad no es libre de anunciar siempre y de todos modos la
Buena Noticia, en cada corazón y en cada medio, en todo tiempo y estación, sin
selecciones ni exclusiones. En particular, sin preocuparse de recoger. Él ha sido enviado
a sembrar, después a sembrar y, por último, a sembrar. Durante toda su vida. «La alegría
del Evangelio, que llena la vida de la comunidad de los discípulos, es una alegría
misionera. […] Es un signo de que el Evangelio ha sido anunciado… Pero mantiene
siempre la dinámica del éxodo y del don, del salir de unos mismo, del caminar y sembrar
siempre de nuevo, siempre más allá»[18], por doquier y de todas las maneras y a cada
uno, y siempre e incluso en los sitios que otros consideran equivocados e inútiles. El que
actúa así no lo hace porque sea un atolondrado o un iluso, un obsesionado o un pasota,
sino porque confía en que la semilla que él ha lanzado tiene su propia fuerza intrínseca, y
dará fruto; lo dará a su tiempo, por lo general no inmediatamente, ni de un modo
verificable ni previsible por sí mismo. El evangelizador es un sembrador, y sigue
sembrando con una gran constancia y paciencia,sin ponerse nervioso cuando no ve los
frutos de inmediato. Sabe que no le corresponde a él la cosecha. Del mismo modo que
sabe que también él ha recogido donde otros sembraron.
La vida consagrada existe para esto, para sembrar, para sembrar en la alegría, con un
corazón apasionado y creativo, para que a todos llegue el amor de Dios, su amistad y su
misericordia. Sobre esto deberíamos interrogarnos constantemente: más sobre la alegría
del anuncio, que sobre la posible cosecha (tal vez para sentirnos culpables a causa de su
pobreza).
 
Esta expresión forma parte de la propuesta de una simpática iniciativa denominada «Con-tacto Abrazos
Gratis», que se llevó a cabo en Milán en la plaza del Duomo hace algún tiempo en un contexto navideño.
Con esta presentación: «este año por Navidad vamos a llenar el depósito de abrazos, porque nada puede
sustituir un abrazo verdadero, sincero, ofrecido con todo el corazón y todo el afecto; aunque te lo dé un
desconocido, tal vez el abrazo se convierta en un regalo mágico precisamente entre personas que no se
conocen. Un acontecimiento que une la magia de la Navidad, la magia del don, la magia del abrazo creando
una receta para ser felices, aunque solo sea un instante». Esto fue lo que escribieron los organizadores del
evento, que nos dieron también esta información (¿científica?): un abrazo dura una media de tres segundos,
pero cuando llega a 20 tiene un efecto terapéutico sobre la mente y sobre el cuerpo, porque produce
oxitocina, la hormona del amor. Tal vez, añadimos nosotros, sea lícito plantear alguna duda: porque ¡para los
estallidos de amor se requiere algo más que un agente químico!
Cf. los estudios de la socióloga canadiense C. LAFONTAINE, Il sogno dell’eternità. La società postmortale,
Medusa, Milano 2009.
Algo muy semejante a la retrotopía de Bauman, con la diferencia de que esta última idealiza el pasado y lo
reconoce todavía vivo, mientras que la lógica del pos, aunque declara el mismo pasado como insuperable en
ciertos aspectos, lo considera, a continuación, agotado, muerto e imposible de proponer de nuevo en el
presente.
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De hecho, esa palabra ha sido elegida por los expertos lexicógrafos de los famosos diccionarios de Oxford
(Oxford Dictionaries) como «Palabra del año 2016», dado que su uso habría aumentado, a lo largo del año
2016, ¡en más de un 2000 %! En realidad, post-truth (de la que deriva la otra expresión moderna de las fake
news, bulos en español) significa que la verdad y los hechos objetivos son irrelevantes, y que tienen menos
influjo en la creación de la opinión pública que lo que apela a la emoción o a las opiniones subjetivas. De
aquí procede el fenómeno de la difusión viral de noticias falsas, pero plausibles para un público que carece
de los instrumentos adecuados de descodificación, que condicionan de manera insoportable a la opinión
pública y los procesos electorales. Los ejemplos puestos por los expertos que han elegido esa expresión como
palabra del año han sido las campañas político-electorales a favor del Brexit en el Reino Unido y la campaña
presidencial de Trump en los EE. UU.
He profundizado en este tema y en este paso, indicando sus consecuencias pastorales y relacionales, en mi
libro Prete e mondo d’oggi. Dal post-cristiano al pre-cristiano, San Paolo, Cinisello Balsamo (MI) 2010
(trad. esp.: Sacerdote y mundo de hoy, San Pablo, Madrid 2012).
Este es el sentido profundo de lo que pide Felipe a Jesús con esta súplica afligida: «Muéstranos al Padre y
nos basta» (Jn 14,8), donde el «nos basta» indica el máximo de la felicidad.
Según el Grande Dizionario della Lingua Italiana «abbracciare» posee una cierta variedad de significados:
ceñir, estrechar con los brazos; ocupar, rodear (como los montes que abrazan el mar, o el silencio que
envuelve un cierto espacio); retener consigo, contener (p. ej.: envolver con la mirada, contemplar con una
mirada global); comprender, entender (con la mirada de la mente o del corazón); encerrar, incluir (una serie
de nociones, conceptos); aceptar con convicción una opinión, una causa; acoger en el propio espíritu,
dedicarse enteramente a… (p. ej.: abrazar el leño de Cruz); favorecer, proteger: cf. S. BATTAGLIA (editor),
Grande Dizionario della Lingua Italiana, vol. I, Utet, Torino 1961, 30-31.
Son muchas las veces en que ciertas previsiones y proyecciones sobre el futuro no se han visto confirmadas
por el curso de la historia. A veces ni siquiera por la historia real actual. Hoy, por ejemplo, nos lamentamos
tanto de la crisis de vocaciones a la vida consagrada que esa queja se ha convertido en un tópico; ahora bien,
si a los miembros de los institutos tradicionales de vida consagrada les sumáramos los de las así llamadas
«nuevas formas de vida consagrada», que pertenecen de distintas formas a esta gran y fecunda realidad –
aunque en cierto modo estén necesitadas de guía y corrección de rumbo– llegaríamos a un número muy
relevante, tal vez el más elevado y jamás alcanzado en la larga historia de la vida consagrada, y, en cualquier
caso, a un número que sugiere exactamente lo contrario de una situación crítica, sino, más bien, la vitalidad
actual de una vocación que tiene mil expresiones.
Qué hermosas y sinceras son las palabras pronunciadas por Pablo VI en su Discurso de apertura del segundo
período del Concilio (29 de septiembre de 1963): «Tratará el Concilio de tender un puente hacia el mundo
contemporáneo […]. Que lo sepa el mundo: la Iglesia lo mira con profunda comprensión, con sincera
admiración y con sincero propósito no de conquistarlo, sino de servirlo; no de despreciarlo, sino de
valorizarlo; no de condenarlo, sino de confortarlo y de salvarlo» (Enchiridion Vaticanum, Documenti. Il
Concilio Vaticano II, EDB, Bologna 1971, n. 183*; edición digital: https://bit.ly/2V5o3Pg).
Cf. Justino, según el cual el cristianismo encierra y desarrolla en su germen todas las huellas, los avisos y las
verdades, no siempre cabalmente evidentes, presentes incluso en las filosofías paganas.
Esto no parece ser una tendencia de hoy, pues ya Juan XXIII, en el Discurso de apertura del Concilio (11 de
octubre de 1962) dijo: «En el cotidiano ejercicio de Nuestro ministerio pastoral llegan, a veces, a nuestros
oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que […] no ven en los tiempos modernos sino
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prevaricación y ruina; van diciendo que nuestra época, comparada con las pasadas, ha ido empeorando. […]
Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos
acontecimientos… Siempre la Iglesia se opuso a estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor
severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia
más que la de la severidad. […] No es que falten doctrinas falaces, […] que ya los hombres, aun por sí solos,
están propensos a condenarlos» (Enchiridion Vaticanum, Documenti. Il Concilio Vaticano II, nn. 40*-41* y
57*; edición digital: https://bit.ly/2MSJrGX).
El proceso de la aculturación indica el movimiento que hace el evangelizador hacia el mundo cultural-
existencial del que recibe el mensaje (ad culturam alterius). Un evangelizador que debe ser rigurosamente
bilingüe, evidentemente también en sentido metafórico, como conocedor del Evangelio y de su belleza de
significado, y como conocedor de la sensibilidad actual secular, en cuya «lengua» desea realizar el trabajo de
expresarse, para comunicar exactamente la belleza del sentido que ha conquistado su corazón. Doble lengua
como una doble pasión, por Dios y por el hombre.
El sujeto de la inculturación es, por tanto, el que ha recibido el mensaje y ahora lo vuelve a comunicar como
solo él podría hacerlo en su propia cultura (in cultura sua). Y, por consiguiente, de un modo completamente
original y enriquecedor para el mismo «titular» del carisma.
Así se expresó el papa Francisco en un encuentro con los jesuitas (y lo repitió después

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