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Sal Terrae COLECCIÓN «SERVIDORES Y TESTIGOS» 163 2 Amedeo Cencini Abrazar el futuro con esperanza El mañana de la vida consagrada 3 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com / 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Grupo de Comunicación Loyola • Facebook / • Twitter / • Instagram 4 http://www.conlicencia.com https://gcloyola.com/es/ https://www.facebook.com/GCLoyola/ https://twitter.com/LoyolaGC https://www.instagram.com/grupocomunicacionloyola/ Título original: «Abracciare il futuro con speranza». Il domani della vita consacrata © Figlie di San Paolo, 2018 Paoline Editoriale Libri Via Francesco Albani, 21. 20149 Milano www.paoline.it Traducción: Fernando Montesinos Pons 5 http://www.paoline.it ©Editorial Sal Terrae, 2018 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno: +34 944 470 358 info@gcloyola.com gcloyola.com Imprimatur: ✠ Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 15-04-2019 Diseño de cubierta: Magui Casanova ISBN: 978-84-293-2855-4 6 mailto:info@gcloyola.com http://gcloyola.com A Pier Giordano Cabra, maestro y compañero de viaje de tantos consagrados, cantor y poeta de la belleza de la consagración. 7 1. 2. 3. 4. ÍNDICE Presentación, por el padre Pier Giordano Cabra Prólogo Entre pasado, presente y futuro Retrotopía: la nostalgia del pasado Profecía: el coraje del futuro Sentido de una profecía Las dos fases Cuando la autoridad se corrompe en poder Pérdida de la relación Con la Iglesia y con el mundo En el interior de la comunidad «Abrazar el futuro con esperanza» «Abrazar»: ¿sociedad poscristiana o precristiana? El dogma del «pos» De lo poscristiano a lo precristiano El abrazo como símbolo de la nueva evangelización La alegría del Evangelio La alegría de sembrar Por doquier y de todas las maneras, siempre y en cada corazón «Abrazar el futuro»: ¿misterio o enigma? ¿Exceso de luz o de tiniebla? Misterio luminoso Enigma tenebroso Si Dios es enigma En el corazón del misterio Formación mistagógica Lo espiritual está dentro de lo psicológico, incluso en lo disonante De las periferias del corazón a las de la misión La gracia en la debilidad La periferia interna «crea» la externa 8 6. Esa zona de nuestro propio corazón que todavía está pendiente de evangelizar Opciones para el futuro 5. «Abrazar el futuro con esperanza»: ¿misioneros o dimisionarios? El coraje de llorar o de «hacer ruido» ¿Qué credibilidad? Mutismo y complicidad Lágrimas que no hacen ruido ¿Qué formación? La prudencia que estrangula la profecía Formación dramática, es decir, pascual La autoridad de la compasión y en la compasión Dejarse formar por la vida y por los otros El futuro ya ahora Hombres y mujeres libres y felices Jóvenes y ancianos en una fraternidad veraz Profecía y novedad de vida Los sentimientos de Cristo Fuera de todo sueño de grandeza El riesgo de la clericalización y de la «parroquialización» Fidelidad creativa, no solo perseverancia repetitiva ¿Qué obras? ¿Profesionales competentes u hombres y mujeres de Dios? Calidad de la implicación de los laicos Periferias viejas y nuevas Una nueva apertura para cada cierre Conclusión. Más allá del largo invierno 9 Presentación ¿Otro libro sobre el futuro de la vida consagrada? ¿Qué hacer? Es la pregunta que nos planteamos hace ahora cincuenta años. Una pregunta a la que no se ha dejado de responder con grandes palabras. Al comienzo nos confiamos a la renovación indicada por el concilio, después inventamos la refundación, después procedimos al redimensionamiento. Entre tanto, llegó la secularización, que llevaba en su interior exigencias de modernización junto con no poca mundanidad. No han faltado los análisis y las recetas, unas más inspiradas en las ciencias humanas, otras más ligadas a la gran tradición espiritual. También hemos tenido magníficas guías tanto proféticas como sapienciales. Y ahora, por lo menos aquí en Occidente, notamos la actualidad de aquel ars moriendi carismatica, que solo parecía una fórmula elegante relanzada por un teólogo particularmente creativo. ¿Qué hacer? ¿No nos queda más que aprender el arte del morir? Ciertamente, pero de modo carismático. Lo que significa aceptar el posible fin de una experiencia colectiva carismática, pero, todavía más, y antes que nada, hacer morir y morir lo que impide brillar al carisma también en nuestro tiempo, algo que es premisa y promesa de vida renovada, es decir, de esperanza. Se trata de morir a lo que hace morir, para vivir de lo que hace vivir. El padre Amedeo Cencini nos ayuda a llenar esta fórmula, que podría ser tan fascinante como evanescente, con contenidos tomados de su experiencia, una experiencia larga y exhaustiva, en la que el profesor y el formador han tenido que enfrentarse con las realidades más contradictorias de la vida consagrada. Con la fuerza que le proporciona esta experiencia, lejos de ofrecernos un recetario, nos estimula reflexionar sobre el qué hacer en los diferentes ámbitos vitales donde florece y se marchita la vida consagrada, una realidad eminentemente carismática, en la que es necesario aceptar tanto la historicidad de un carisma, como emprender la poda de lo que se opone a este. Pero con delicadeza y caridad, con amor sensible a toda lágrima que brota sobre el sarmiento podado, porque la cima de todo carisma es la caridad. Y la caridad no muere nunca. Como tampoco muere nunca una vida consagrada que se alimenta y vive en el Amor. Precisamente por eso se encuentran entre las páginas más convincentes las dedicadas 10 a la formación del corazón, a la centralidad del crecimiento de los «sentimientos del Hijo», al Amor con el que se puede vivir como hijos, en la prosperidad y en la debilidad, tanto en la salud como en la enfermedad, tanto en la vida breve como en la vida larga. Y todo eso sin sustraerse a la viscosidad de lo real, que, con todas sus luces y sombras, es siempre, a pesar de todo, un tiempo de salvación, un kairós, un tiempo en el que la esperanza vence al miedo. Y aquí no podemos sustraernos a la alegría de expresar nuestro gran agradecimiento al queridísimo padre Amedeo por su incansable, innovadora y apreciada contribución interdisciplinar a la reflexión sobre la vida consagrada, marcada por la creatividad y la fidelidad. Deseamos, e incluso estamos seguros de ello, que el lector, cuando llegue al final, comparta nuestro agradecimiento a un autor que anima a caminar a la luz de una Esperanza que no es ilusoria. Padre Pier Giordano Cabra 11 Prólogo El tema de esta reflexión no tiene ninguna necesidad particular de explicaciones; el título y el subtítulo expresan ya con suficiente claridad el tema sobre el que reflexiona (la vida consagrada), el problema sobre el que va a reflexionar (su futuro), y las alternativas frente al mismo (miedo o esperanza). Afrontaré el tema del modo más propositivo posible. En un primer capítulo, breve, y procediendo de una forma esencial y esquemática, voy a indicar el significado de una actitud profética con respecto a la vida consagrada y a su futuro. Y propondré en el segundo este significado, explicitando lo que esto comporta en la práctica. En los capítulos 3, 4 y 5 intentaré mostrar algunas vías practicables –tres para ser precisos– en las que el futuro es sobre todo la calidad de vida, más que la cantidad de sus días. Si bien es verdad, en efecto, como dice el papa Francisco, que el tiempo es superior al espacio, la apertura al futuro no se produce de una manera automática, o por medio de un cálculo aritmético espontáneo de días que se suceden uno a otro, sino solo gracias a la calidad de la vida y de lo vivido. El capítulo final intentará señalar algunas orientaciones pedagógicas que de modo concreto nos ayudende verdad a caminar hacia el futuro. 12 1 Entre pasado, presente y futuro Nunca se había visto abocada la vida consagrada como en estos momentos a reflexionar sobre sus tiempos, o sobre su modo de situarse ante el discurrir del tiempo, teniendo que hacer frente a interrogantes y consideraciones que no habían aflorado hasta ahora, con tanto dramatismo, a su conciencia: «¿Tendremos todavía futuro? ¿Sobrevivirán nuestros institutos a esta ola de secularismo imperante? Si continúa esta tendencia vocacional, el problema no será ya si tendremos futuro, sino más simplemente cuánto tiempo nos queda todavía de vida, y la preocupación será entonces –a lo sumo– la de morir dignamente…». Por otra parte, como bien sabemos y como nos recuerda la psicología, una persona madura es precisamente aquella que sabe conjugar correctamente sus propios tiempos, aceptando su pasado de una manera realista, viviendo de modo comprometido el presente y saliendo con confianza al encuentro del futuro, sin nostalgias ni evasiones hacia adelante, sin remociones o idealizaciones, más allá de los miedos y las depresiones, de las retiradas o de las desmovilizaciones. Así pues, es menester aprender a conjugar bien los tiempos de nuestra vida, de la vida de nuestros institutos, de la misma vida consagrada. O buscar y encontrar la conexión entre lo que hemos sido, lo que somos y lo que seremos[1]. Aunque con una cautela importante. El problema verdadero y fundamental no es exactamente el de nuestra supervivencia (término minimalista que ya en sí mismo no resulta exaltante), sino a lo sumo el de nuestro modo de mirar al futuro. Por otra parte, nuestras instituciones no tienen ningún derecho a la inmortalidad: pertenecen a las realidades pasajeras de este mundo, aunque anuncien las definitivas del otro. A lo sumo, queremos creer en la estabilidad de la vida consagrada en sí misma, por el significado que tiene en esta peregrinación en el tiempo, como imagen terrena de los bienes futuros, además de por la via sanctitatis por ella recorrida e indicada a la Iglesia desde siempre y por el servitium caritatis ofrecido al mundo, y en las diferentes formas que podrá asumir en el tiempo, aunque sin autoatribuirnos ninguna patente o derecho a vivir para siempre. Lo que hoy se presenta problemático, y hasta contradictorio, es más bien un cierto modo de añorar el pasado que nos hace temer automáticamente el futuro, dándonos por satisfechos con un presente cada vez más precario. Pero veamos las cosas con mayor precisión. 13 Retrotopía: la nostalgia del pasado El investigador polaco Z. Bauman, conocido por sus reflexiones sobre la sociedad líquida, describe en su última obra, de una manera lúcida y puntual, el error que la sociedad moderna está viviendo, a saber: la retrotopía[2]. Se trata de algo así como una tendencia, como una «utopía retroactiva», a mirar al pasado de un modo romántico y mítico, como si fuera un pasado de oro y no estuviera nunca muerto del todo, y, por consiguiente, buscando y queriendo encontrar en él el impulso motivacional que el hombre ya no encuentra ni en el presente ni en el futuro. El problema es que, en realidad, esta mirada retrotópica no nos permite ir hacia adelante, precisamente porque tenemos el rostro vuelto hacia atrás, empeñado en una confrontación perdedora por descontado, y tal vez con la ilusión de repristinar un pasado que ya no existe, pero que ejerce de todos modos una notable atracción en tiempos de desorientación como los nuestros. Un pasado percibido como tiempo estable y digno de confianza no puede dejar de atraer frente a un futuro demasiado incierto y espantoso, o incluso de poco fiar e imposible de manejar. No es difícil captar las consecuencias y los componentes de esta extraña e innatural «postura» frente a la vida, una especie de tortícolis intelectual y psicológica, o de marcha atrás ante el futuro. Esto implica al hombre común y a la sociedad civil actual, pero también al que debería tener una concepción ordenada del tiempo, como de algo que procede hacia la consumación de un proyecto, de unos modos no necesariamente conocidos por nosotros y visibles de inmediato, sino según una inteligencia que custodia y orienta el tiempo según ese plan. Un creyente –como la persona consagrada– profesa todo esto y hasta lo anuncia, pero también podría no darse cuenta después de todo de que también él está condicionado por esa visión distorsionada, sobre todo si trata de pensar, en unos tiempos inciertos como los actuales, en su propio futuro, en el futuro de la vida consagrada, de su propio instituto, de las obras con las que él se ha comprometido para toda su vida, de la herencia que ha recibido de otros y que ahora quisiera confiar, no solo en unas manos seguras, sino en un futuro lo más seguro posible. Y, sin embargo, el futuro, como hábitat natural de esperanzas y expectativas legítimas, se transforma en un ámbito de pesadillas que turban y molestan, de un modo más o menos discreto, los sueños y las expectativas de la vida consagrada en nuestros días: la pesadilla de la falta de vocaciones, o de la pérdida de un cierto espíritu y de la posibilidad de transmitirlo a las jóvenes generaciones de llamados (que no los hay), la pesadilla de la insignificancia de la propia presencia y testimonio, o la pesadilla de este verbo que figura cada vez más en los «órdenes del día» de tantos consejos provinciales o generales: «cerrar», cerrar obras, actividades, servicios que han marcado la vida de tantos hombres y mujeres consagrados, contribuyendo a dar un rostro no solo a la Iglesia, sino también a Dios en el caso de muchas personas. Se trata no tanto de la pesadilla de la posibilidad de desaparecer como comunidad e instituto, sino de que un cierto sueño, que ha entusiasmado el corazón y multiplicado las energías, no atraiga hoy a ningún soñador, si es que los hay todavía… La vía del futuro parece asemejarse de un modo cada vez más extraño a un sendero interrumpido, mientras que la vida consagrada 14 parece hablar con sus verbos más en tiempos pasados que en futuros. Así pues, es evidente: la mirada retrotópica (que ya suena rara de por sí) no solo no nos permite ir adelante, sino que está completamente fuera de la realidad porque nos bloquea en esta edad de oro –desde el punto de vista de los números y de una auténtica eficiencia operativa– que ha sido un cierto pasado, pero que ahora sería ingenuo y anacrónico querer desenterrar, incluso con toda la seducción que este pueda ejercer, como posibilidad ilusoria de fuga de las angustias de un presente incierto y complicado. Y, no obstante, nosotros hemos sido llamados a vivir aquí y ahora nuestra existencia con responsabilidad; comprometiéndonos aquí y ahora para que el pasado no represente una añoranza y el futuro se presente cada vez más rico de promesas y de esperanzas. «Este instante, cada instante, cuando se convierte en el instante presente, es precioso y pide abrirse al encuentro: es precioso, porque se dirige hacia una eternidad sin fin que le da el sentido verdadero, lleno de vida»[3]. Profecía: el coraje del futuro En un sentido completamente opuesto van, sin embargo, unas palabras como las que ahora citaremos, pronunciadas por un profesor de teología fuera de toda sospecha, en unos tiempos muy difíciles de comprender y de vivir, cuando una cierta imagen de Iglesia, que teóricamente había salido reforzada y renovada del concilio, empezaba a sufrir los graves ataques de un clima social-ideológico muy polémico respecto a ella, en nombre de un secularismo que parecía poner todo radicalmente en tela de juicio, no solo en el interior de la misma Iglesia (con notables consecuencias también en la imagen de la vida consagrada). En aquel tiempo era verdaderamente muy difícil tener el valor de mirar al futuro, y todavía más de ser optimista. He aquí esas palabras: «También en esta ocasión, de la crisis de hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá perdido mucho. Se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchosde los edificios construidos en una coyuntura más favorable. Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad […]. Será una Iglesia interiorizada, que no suspira por su mandato político y no flirtea con la izquierda ni con la derecha. […] La hará pobre, la convertirá en una Iglesia de los pequeños. […] Pero tras la prueba de estas divisiones surgirá, de una Iglesia interiorizada y simplificada, una gran fuerza, porque los seres humanos serán indeciblemente solitarios en un mundo plenamente planificado. Experimentarán, cuando Dios haya desaparecido totalmente para ellos, su absoluta y horrible pobreza. Y solo entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo. Como una esperanza importante para ellos, como una respuesta que siempre han buscado a tientas». Así escribía, en 1968, un joven teólogo que había participado en el concilio (en calidad de perito conciliar) y que estaba participando de una manera muy activa en aquel 15 [1] [2] [3] [4] tiempo de fecunda reflexión, un tanto polémica a la vez que combativa, que vino a continuación. Se trata de Joseph Ratzinger, el futuro Benedicto XVI[4]. El texto sorprende por la lucidez y el rigor del análisis, por la libertad con que escruta el futuro y capta sus signos en el presente (tal vez nos hace intuir incluso el sentido profundo del gesto profético del papa Ratzinger con su retirada). Pero lo que sorprende sobre todo es su verdad. Hoy, unos cincuenta años después de cuando fue expresada, debemos reconocer que esa profecía se está cumpliendo en cierto modo. Desde luego en su primera parte, como dato histórico (negativo) que tenemos ya ante nuestros ojos, pero también en la parte en que indica una perspectiva prometedora para el futuro. Y no solo para la Iglesia, sino también para la vida consagrada, cuyo acontecer existencial podemos leer de modo singular en lo que aquí se ha dicho de la Iglesia. Cómo no ver, de hecho, en esta profecía, la parábola descendente/ ascendente, una especie de muerte y vida nueva según el esquema kénosis/exaltación típicamente cristiano, como clave de lectura o profecía hacia la que está caminando la Iglesia, en primer lugar, y en particular la del papa Francisco, con las fuerzas vivas y mayormente significativas que la representan en el mundo, como es precisamente la vida consagrada. Así las cosas, es necesario profundizar en los rasgos esenciales de esta profecía y de su evolución histórica en los dos tiempos que ella prevé, y en cómo se puede aplicar también a la vida consagrada. He leído en un comentario bíblico que cuando Dios revela su nombre sobre el monte («Yo soy el que es, el que era y el que será»), se sitúa en una triple relación con el hombre que afecta al pasado, al presente y al futuro. Como algo (o Alguien) que sana (el pasado), que estructura (el presente), que espera (el futuro). Cf. Z. BAUMAN, Retrotopia, Laterza, Bari 2017 (trad. esp.: Retrotopía, Paidós, Barcelona 2017). C. M. MARTINI, Le età della vita. Una guida dall’alba al tramonto dell’avventura umana, Mondadori, Milano 2010, 204. El texto citado (puede consultarse en: http://www.humanitas.cl/iglesia/bajo-que-aspecto-se-presentara-la- iglesia-en-el-ano-2000) recoge una intervención del teólogo J. Ratzinger, en una radio alemana, sobre el futuro de la Iglesia; texto que fue recuperado y publicado en español por la revista de antropología y cultura de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Humanitas (http://www.humanitas.cl). El director de la misma, Jaime Antúnez, explicó, en un acto de presentación del n. 59 de la revista, que se trata de una reflexión desarrollada en 1968 por el joven profesor Ratzinger, por entonces sacerdote y catedrático en Tubinga, que llevaba como título: ¿Bajo qué aspecto se presentará la iglesia en el año 2000? Eran los años turbulentos de la contestación estudiantil, y también extraordinarios con la llegada a la Luna, pero también de las disputas sobre el concilio Vaticano II, que había concluido hacía poco. Ratzinger había dejado la turbulenta universidad de Tubinga y se había refugiado en Ratisbona, más serena. Como teólogo, se había visto aislado, tras haber roto con los amigos «progresistas» Küng, Schillebeeckx y Rahner sobre la interpretación del concilio. Fue en este período cuando se consolidaron sus nuevas amistades con los teólogos Hans Urs von Balthasar y Henri de Lubac, con los que dará nacimiento a la revista Communio. 16 http://www.humanitas.cl/iglesia/bajo-que-aspecto-se-presentara-la-iglesia-en-el-ano-2000 http://www.humanitas.cl 2 Sentido de una profecía Será, dice la profecía, una Iglesia o una vida consagrada redimensionada, con muchos menos adeptos, obligada a abandonar una buena parte de sus obras y actividades también imponentes, realizadas a lo largo de los siglos; o a dejar edificios que ella misma construyó en la época de una expansión que parecía destinada a durar mucho. Será una vida consagrada de minorías, aparentemente perdedora, sin voz en el capítulo, socialmente irrelevante, quizá incluso menos relevante en la misma Iglesia, humillada por el hecho de suscitar menos vocaciones y resultar escasamente atrayente, como si fuera cosa de otros tiempos, obligada a «volver a partir de los orígenes» para justificar su presencia, e incierta sobre su futuro. Pero será también una vida consagrada –he aquí la auténtica profecía– que, a través de este «enorme trastorno», volverá a encontrarse a sí misma y renacerá «interiorizada y simplificada». Hasta tal punto que los hombres redescubrirán su misión, algo que solo la Iglesia puede dar al mundo, pero que también la vida consagrada puede dar a la Iglesia y al mundo. Entonces, «y solo entonces», como dice Ratzinger, «descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo. Como una esperanza importante para ellos, como una respuesta que siempre han buscado a tientas». Una profecía olvidada o incluso ignorada, no captada ciertamente en su sentido clarividente y anticipador que, si en su primera parte se está cumpliendo, podría autorizarnos a mirar el futuro con una actitud diferente de la mirada pesimista con la que, por lo general, observamos los gráficos y las proyecciones y realizamos nuestras supuestas y deprimentes previsiones. Y esto sería ya un beneficio de no poca monta. Ahora bien, la profecía no es solo ni esencialmente anticipación del futuro, tal vez inédito y sorprendente, que se cumplirá a pesar de todo, porque está dotado de una fuerza prodigiosa, más fuerte que nuestros cálculos. Los profetas no revelan necesariamente el futuro, sino la verdad. Por eso la profecía también es siempre provocación, una provocación que nos invita a leer la historia con una mirada de conjunto de la misma historia, del pasado y del presente, de algunas de sus articulaciones esenciales y estratégicas. La profecía abre al futuro, pero despliega asimismo el pasado; se proyecta sobre el mañana, pero se fundamenta en la memoria. Y precisamente gracias a este arraigo en el pasado, correctamente entendido y descubierto en su sentido más profundo, nos hace intuir la dirección que se debe imprimir al futuro. 17 Las dos fases El análisis de la Iglesia del pasado se muestra muy lúcido y lineal en la identificación de un elemento negativo, de un cierto poder, y de un elemento positivo, la recuperación de las relaciones con el mundo. El futuro pontífice ve, en sustancia, una comunidad creyente que ha conquistado en el tiempo un cierto poder que la ha sobrecargado y desorientado en su misión, un poder del que la historia y los acontecimientos de estos últimos decenios, a partir de la segunda mitad del siglo pasado, la han ido liberando progresivamente y la siguen liberando. Ratzinger habla, en efecto, con valor, del poder que debe perder, de las dimensiones que se tienen que reducir, de los privilegios que hay que abandonar; debe liberarse incluso de ese signo de poder moderno que es la política, con el que la Iglesia ha entrado ambiguamente en contacto («y no flirtearcon la izquierda ni con la derecha») y que no tiene nada que ver con su misión evangelizadora. Para algunos –que privilegian la mirada retrotópica– esto significará una derrota, con las añoranzas, las acusaciones y los sentimientos de culpa subsiguientes. En realidad, marcará un paso providencial, que llevará a la misma Iglesia a ser lo que debe ser: pequeña y pobre, Iglesia «de los pequeños», en cierto modo nueva, más «interiorizada y simplificada» y, sobre todo, comunidad en que los hombres y las mujeres, habitantes de un mundo en el que «los seres humanos serán indeciblemente solitarios», descubrirán «como una esperanza importante para ellos, como una respuesta que siempre han buscado a tientas» a su misma soledad, la respuesta de la compañía, de la relación, de la solidaridad. En síntesis: antes, una Iglesia con poder, relativamente poderosa, pero con relaciones ambiguas y escasas; después, una Iglesia sin poder, pequeña y pobre, pero que redescubrirá y hará redescubrir su verdadero rostro, el que quiere ofrecer una respuesta a la soledad del hombre y a su necesidad de relación. Me parece que se deja ver aquí un principio de notable valor, también para la vida consagrada. Cuando la autoridad se corrompe en poder Se trata de una ley que podríamos enunciar así: cuando en una institución la autoridad se deforma en poder, en ella se pierden o se oprimen las relaciones (y a las personas), o la relación se vuelve pobre y de baja calidad humana y evangélica; cuando, por el contrario, se pierde el poder, se recuperan las relaciones y la capacidad de auténtico contacto humano. Dicho de un modo más sintético: cuando la autoridad se corrompe en poder, la primera que sufre es la relación. En cambio, cuando disminuye el poder exterior, asumen mayor valor las relaciones internas y externas, y con ello gana la vida relacional en general; habrá mayor autenticidad y transparencia, para con todos y cada uno. En efecto, la autoridad sirve para hacer crecer a las personas en la libertad y en la responsabilidad, es una modalidad relacional que apunta a la consecución de un objetivo común a través 18 de la colaboración de todos; el poder, en cambio, oprime y domina, crea conflictos y no respeta la libertad. La autoridad es evangélica; el poder es diabólico, es la caricatura de la autoridad. Así ha sido en la historia de la Iglesia, y así ha sido también en la de la vida consagrada. No pretendo preciarme ahora de leer la larga evolución histórica de una cierta crisis que nos ha traído al momento actual, identificando únicamente su causa con el problema del que estamos hablando ahora. La crisis es compleja y tiene varias raíces, pero desde luego una de ellas –y a buen seguro no la última– es lo que nos indica la luminosa intuición de Ratzinger, que observa a la Iglesia desde una perspectiva que podemos adoptar también para la vida consagrada. En efecto, también esta ha tenido poder o se ha visto tentada por el mismo: por sus efectivas dimensiones numéricas y su visibilidad, por el carácter imponente de sus obras y por su significatividad social, por su impacto en la comunidad creyente y por sus competencias reconocidas; asimismo por su poder económico-financiero y sus relevantes posibilidades de influir en la vida social y eclesial. Cuando históricamente se ha cedido un tanto a la tentación del poder, entonces la relación interpersonal con el mundo en general y también con la Iglesia, aunque también en el interior de la misma vida consagrada, ha perdido significado e importancia y ha bajado de calidad. Pérdida de la relación Podemos considerar esta pérdida en los dos sentidos que ahora vamos a mencionar: hacia el exterior y hacia el interior de la misma vida consagrada. Con la Iglesia y con el mundo Un primer extravío relacional parece haber nacido de una implícita pretensión de autosuficiencia, verdadero pecado original de una cierta vida consagrada del pasado, que ha llevado progresivamente a la vida religiosa a encerrarse en sí misma, buscando y encontrando en su propio mundo todo lo necesario para una vida de perfección y para la salvación, y estableciendo con el mundo y con la Iglesia una relación que no era propiamente evangélica y coherente con su misión. Precisamente de esta autorreferencialidad, conectada a su modo con una sensación de poder, nació el modelo de la famosa fuga mundi, donde el «mundo» era lugar de contaminación de la propia pretensión de perfección (y hasta se percibía a la Iglesia como tal en ocasiones). Por otra parte, se ha corrido el riesgo de vivir la relación –siempre con la Iglesia y con el mundo– de modos ambiguos: por ejemplo, poniendo un cierto énfasis en las obras (propias), con frecuencia particularmente imponentes en su visibilidad, poniendo mucha más atención en los resultados que en la calidad de la prestación, en la eficiencia antes aún que en la eficacia, en los números más que en la sustancia del anuncio. Y es posible que precisamente este énfasis en las obras no haya contribuido a crear un clima de colaboración con los otros agentes sociales y eclesiales, es más, a veces ha favorecido 19 precisamente un clima contrario, casi de rivalidad o de confrontación. Más aún, una cierta vida consagrada, incluso con un ferviente espíritu apostólico, ha incurrido en el riesgo de una relación vivida en términos reductores, solo caritativo- asistenciales, como si se tratara únicamente de la hogaza que debemos dar al hambriento o del servicio material que debemos ofrecer, prestando una escasa atención al don espiritual que debemos compartir. Y a veces ha pasado lo contrario, a saber: una vida consagrada que mira solo al aspecto espiritual y no se implica casi para nada con los problemas concretos de la gente ni es capaz de compartir con un corazón compasivo las fatigas de la vida. De todos modos, en ambos casos se hace perceptible el mismo estilo o la misma modalidad unidireccional, la que impone la relación (y la ayuda) un poco desde arriba, como si la vida consagrada solo tuviera que enseñar y dar y decir, y no tuviera nada que aprender y recibir y escuchar, sin caer en la cuenta de que esta es otra expresión de poder. O bien, y esta es una ulterior ambigüedad, en tiempos no lejanos se interpretó la relación con dudosas modalidades selectivas y electivas, gracias a las cuales se otorgaba privilegios a relaciones prioritarias con categorías particulares, con el poderoso de turno –tal vez considerado como benefactor–, con los consiguientes beneficios y ventajas, intercambios de favores recíprocos[1], mientras que otras categorías eran objeto, de hecho, de menos consideración, cuando no descartadas; ¡y esto no precisamente según la lógica evangélica! Llegados a este punto, era casi inevitable que la misión, también a causa de estas distorsiones, perdiera empuje y energía, convirtiéndose, en el mejor de los casos, en tarea o deber más que en pasión del corazón, o bien más en operación de proselitismo que en acción de compartir el Evangelii gaudium, una bella y alegre noticia. Todo ello teñido de una indisimulada sensación de superioridad con respecto a un mundo pecador, por el que la buena persona consagrada rezaba, pero quedándose a una cierta distancia; a veces incluso con respecto a una Iglesia apresuradamente juzgada como demasiado mundana y menos fiel por el que se sentía lanzado… hacia las alturas sublimes de la perfección[2]. Pero al final, la que ha sufrido de un modo particular ha sido la relación interpersonal y su calidad, humana y espiritual, sobre todo con el individuo, no solo en general con el mundo y con la Iglesia, y no solo en el exterior de la vida consagrada, sino también en el interior, como veremos a renglón seguido[3]. Un hecho grave, que afecta y desmiente la identidad de la vida consagrada, la cual, no lo olvidemos, es existencia consagrada a la relación, con Dios y con los hombres. En el interior de la comunidad La autoridad –ya lo hemos recordado antes– nace y está en función de la relación y la hace crecer (así también en su significadoetimológico); el poder, en cambio, que es una deformación de la autoridad, es antirrelacional o a-relacional: nace del delirio de autorreferencialidad y crea narcisismo autosuficiente, como nos cuenta la historia de tantos dictadores, del pasado y del presente, en la vida de muchos pueblos, muy a 20 menudo con desenlaces dramáticos. O como quizás también una tristísima historia nuestra más bien reciente, la de los abusos sexuales en el interior de nuestras instituciones religiosas, nos muestra de una manera dramática: historias de personas consagradas, a veces incluso de fundadores, de hombres con autoridad, cuyo delirio de poder los llevó a estas repugnantes conductas, en las que la dignidad del otro o de la otra es pisoteada y la relación destruida. Y tal vez, habría que decir, haya sido necesario llegar a estas derivas extremas para comprender la situación de contradicción, de pobreza relacional, en que nos encontrábamos. Ahora bien, quién sabe si todos han comprendido por fin, en la Iglesia y en la vida consagrada, la gravedad y el significado de estos acontecimientos, que van mucho más allá de la transgresión de unos pocos y son más bien responsabilidad de todos; que no se deben solo a la fragilidad sexual del que está en el poder, sino que son consecuencia de un poder enloquecido que todos o los más han hecho posible de diversas formas, sufriéndolo sin reaccionar (incluso hasta obteniendo ventajas de una manera más o menos inconsciente). Estos eventos no son necesariamente fruto de la patología o de la perversión de alguien, sino de la degradación general de la calidad de nuestra vivencia y de la capacidad relacional en nuestras comunidades; ni tampoco son fruto de un abandono individual a un instinto incontrolado, sino la señal preocupante de la mediocridad general con la que por parte de todos se ha vivido la virginidad, pasión de amor a Dios que se derrama sobre los hombres. Y la mediocridad, incluida la mediocridad relacional, ¡es ya perversión y escándalo! Pero volveremos más adelante sobre este punto importante que, por desgracia, no es considerado habitualmente o incluso es negado. Otro caso de pérdida de la relación, típico especialmente de las nuevas realidades que están naciendo en el abigarrado mundo de la vida consagrada[4], está ligado a la situación que se ha creado en algunos institutos con vigorosas figuras de líderes carismáticos, dotados de un notable ascendiente sobre el grupo, que, a su vez, funciona perfectamente bajo su guía, arrastrado por ellos, pero convertido en pasivo y conducido a repetir simplemente su voluntad. El problema, en muchos de estos casos, era y sigue siendo que precisamente la buena marcha del grupo, incluso coronado por un cierto éxito en términos vocacionales y pastorales (especialmente en sus comienzos), unido por lo general a la buena fe (por ambas partes), ha impedido esa sana disposición autocrítica que es la condición del auténtico funcionamiento del sistema y del crecimiento de toda comunidad. De aquí procede la paradoja bien señalada por Bruni: «las grandes crisis comienzan cuando todo habla de éxito y de desarrollo, si los líderes carecen de la sabiduría de cambiar cuando nadie (todavía) quiere hacerlo»[5]. Podríamos decir, de manera breve, lo que acontece: la persona dotada de autoridad, que tal vez se encuentre en el comienzo de una nueva realidad carismática, no solo explota –como es lógico– sus propios talentos de capacidad de atracción espiritual y de tracción psicológica del grupo, sino que se prenda un poco de su propio éxito (esto se debe también algunas veces a que el grupo busca precisamente a este tipo de líder y lo secunda de varios modos); por otra parte, con el fin de garantizarse una posición 21 inatacable, tiende a dar a la obra –creyendo y sosteniendo que lo hace por su bien– una forma bien estructurada y definitiva. Con roles, cargos, articulaciones y delegaciones varias de responsabilidad de las que, en sustancia, es él el punto de partida y de llegada, y, por consiguiente, con una gestión práctica de la autoridad que en cualquier caso permanece firmemente en sus manos (y esto precisamente para que siga siendo así cada vez más)[6]. Así pues, por un lado, está el riesgo de una cierta burocratización que hace impersonales las relaciones; por otro –y este es un peligro mucho más grave y que nos interesa aquí especialmente–, está el de rodearse de personas perfectamente dóciles y que siempre le muestran su consentimiento, de gente «sí, señor», consideradas como virtuosas y obedientes, de individuos totalmente dependientes del jefe y que siempre están de acuerdo con él, excluyendo o no escuchando, en nombre de la unidad y de la identificación con el carisma (en estos casos sobrestimado), a quien pudiera tener una idea diferente o manifieste una cierta creatividad. El jefe no puede admitir, de hecho, que alguien le supere; ¡en realidad, incluso tiene miedo! Sin embargo, procediendo así pierde la posibilidad de ver sus propios errores y de captar dónde es necesario cambiar y crecer, por el auténtico bien de la obra y de sus miembros. Este modo de actuar provoca ulteriores efectos desde el punto de vista de las relaciones: la libertad de las personas queda limitada y se deteriora la calidad de la vida relacional; se crea un clima de sospecha y de control que favorece la falta de apertura y la falsedad de las relaciones, se entristece el ambiente y los que allí habitan, mientras que, por otra parte, hay que exhibir hacia el exterior una alegría de ordenanza, especialmente con ocasión de los grandes acontecimientos. El líder tiende al monopolio de las personas y la comunidad a la homologación de los miembros, en ocasiones a la mortificación de su individualidad y originalidad; se promueve la devoción al jefe[7], al tiempo que no se promueve en la misma medida la relación horizontal, más aún, hasta se considera con desconfianza la amistad entre los miembros de la comunidad, a los que se considera más como hijos del único «padre» que como hermanos entre ellos. Y cuando uno piensa por todos, como sucede en estos casos, no se dan cuenta de que todos tienden a pensar menos; si uno decide por los otros, nadie aprende nunca a discernir. Y, al mismo tiempo, se incuba un disgusto que antes o después se convertirá en reacción explícita o incluso en rebelión. De este modo, el carisma ni crece ni hace crecer. Y mucho menos crece la relación. De hecho, los carismas están vivos y continúan viviendo mientras generan personas libres y felices, capaces de reconocerse en el carisma y de manifestar la riqueza del propio yo a través de él para bien de la Iglesia y del mundo. La situación actual, en la que están desapareciendo las condiciones que nos han hecho –tal vez sin que lo quisiéramos de una manera explícita– personas o grupos de poder (desde la contracción numérica vocacional a la pérdida de significatividad tanto en la Iglesia como en el mundo), podría providencialmente, aunque al margen de nuestra voluntad, reconducirnos a nuestras dimensiones más connaturales y evangélicas, liberándonos del poder, de todas sus trampas y seducciones, ilusiones y contradicciones. 22 Y, sobre todo, podría ser una ocasión propicia para recuperar el sentido y el valor de la relación. Y, por consiguiente, también de la vida consagrada y de nuestra identidad de consagrados, hombres y mujeres en relación, con el Señor Jesús, tesoro de nuestra vida, y con la Iglesia y el mundo, con los pobres y con los más excluidos precisamente de la relación, en una relación cada vez más «inclusiva». La profecía citada viene a decir precisamente esto. Nos permite captar el motivo de una cierta crisis y, al mismo tiempo, entrever juntos su solución. Es como decir: si comprendemos la raíz, esta raíz relacional, de la crisis que hemos vivido y estamos viviendo, sin escondernos detrás de justificaciones defensivas, entonces esta crisis podrá llegar a ser providencial, y ser la hora de Dios para nosotros, para la Iglesia, para la vida consagrada. Veamos, pues, cómosalir de esta situación, o cómo favorecer en nosotros y en nuestras convivencias un camino que nos lleve hacia relaciones auténticamente humanas y humanizadoras con el mundo y con la Iglesia, unas relaciones solidarias y fraternas, vividas como personas adultas, en las que cada una es y se percibe como responsable y necesitada del otro, nunca superior al hermano, en la comunión y en la gratuidad, en la proximidad y en la misericordia compasiva. Vivir bien estas relaciones es la condición para llevar una vida verdaderamente fraterna y, por consiguiente, plenamente relacional, en el interior de la vida consagrada (pero no vamos a ocuparnos explícitamente aquí de este aspecto), y plenamente misionera, como es en la identidad de la misma vida consagrada. Así pues, caminar hacia esta cultura de la relación es observar con realismo un cierto pasado en el que, por encima de las apariencias, no habíamos vivido bien la relación; y caminar hacia un futuro nuevo, sin miedos a la supervivencia del yo y de nuestras instituciones y, en virtud de la relación con Dios que se encuentra en el centro de nuestra vida, cada vez más abiertos e inclinados hacia el «tú», a cada «tú» que la vida nos hace encontrar como compañero de viaje en el mismo camino hacia una idéntica meta. «Abrazar el futuro con esperanza» Para lo que voy a proponer me inspiro en una frase de la Carta apostólica del papa Francisco a todos los consagrados con ocasión del Año de la Vida Consagrada, y que da título a este libro y a esta tercera parte de nuestra reflexión, como una invitación precisa[8]. Esta invitación iba precedida allí por una frase del documento Vita consecrata, que, por cierto, después resultará la más citada de todo el texto, donde se recuerda que no tenemos solamente «una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir»[9]. Y es significativo que tampoco el papa Francisco se resista a la «tentación» de retomar esta expresión en su Carta a los consagrados/as, llamados a «escribir una gran historia en el futuro». Francamente, no sé si nos espera «una gran historia», ni cómo haya que entender la expresión. Lo importante es que nos dejemos conducir por el Espíritu, la fantasía tan desmelenada y soñadora de Dios; y entonces habrá un futuro, y será lo que él quiera, 23 [1] [2] [3] [4] [5] [6] [7] [8] como nosotros no podemos imaginar ahora. «El futuro», dijo una vez Roosevelt, «pertenece a aquellos que creen en la belleza de los sueños». Y nuestro sueño, en este momento, nace de una certeza: la vida consagrada solo tendrá futuro si es más relacional, mucho más relacional de lo que lo ha sido hasta el presente. Mi propuesta, sin embargo, se articula simplemente en las tres partes en que podemos descomponer la invitación del papa Francisco, provista cada una de ellas, como veremos, ya en el mismo título, de una pregunta que provoca y orienta nuestro análisis, y cuya respuesta no es en modo alguno algo que pueda darse por descontado. Todo ello persigue comprender bien cómo salir al encuentro del futuro, en el presente de la Iglesia de ese místico de la relación que es el papa Francisco, enriquecidos con la historia que nos ha engendrado. Eso es lo que vamos a intentar comprender en los tres próximos capítulos. En la profecía de Ratzinger se habla, en efecto, de una Iglesia que «flirtea unas veces con la izquierda y otras con la derecha» de las diferentes formaciones políticas. Recordamos que la vida consagrada ha sido llamada desde siempre vía de perfección (hasta el esmerado y magnífico estudio, editado por G. PELLICCIA y G. ROCA, lleva precisamente el título de Dizionario degli istituti di perfezione, Paoline, Milano 1974 y siguientes). En cualquier caso, se trata de un principio general: cuando la comunidad religiosa no vive bien su propia misión ad extra, o no es bastante extrovertida, es fatal que las relaciones en su interior se carguen de una importancia excesiva, o que pequeños problemas domésticos se conviertan en motivo de conflictos imposibles de sanar. ¡Con un derroche desvergonzado de energías que podrían encontrar un uso más digno! Está fuera de duda que estas nuevas formas de vida consagrada son una bendición para la Iglesia y para la vida consagrada. A pesar de ello, necesitan ser seguidas y ayudadas por la misma Iglesia, precisamente para que sean verdaderamente portadoras de vida nueva a la vida consagrada de hoy (como nos está mostrando la historia reciente). L. BRUNI, La distruzione creatrice. Come affrontare le crisi nelle organizzazioni a movente ideale, Città Nuova, Roma 2015, 15. Uno de los signos que acreditan la madurez psicológica y espiritual del fundador es precisamente su desapego del poder y la libertad de abandonar cualquier rol de autoridad. De hecho, los verdaderos fundadores y fundadoras son personas que han buscado favorecer lo más pronto posible la delegación de la responsabilidad y de la autoridad; personas libres de entregar a otras lo que ellas mismos habían generado. Sin la pretensión de que se les reconociera su paternidad. Las modalidades de esta actitud son varias y a veces muy curiosas: desde el ni soñar con poner mínimamente en tela de juicio lo que dice el jefe –que, por definición, no se equivoca nunca– al alimentar la propia vida espiritual únicamente con sus escritos y textos (a veces por orden explícita suya); desde el permitir al fundador/fundadora cualquier tipo de conducta, incluso inapropiada según el Evangelio, al permitirle transgredir la Regla que él o ella han escrito; desde el identificar sin más con la voluntad de Dios lo que él piensa o dice o pide al rodearle de cuidados y atenciones excesivos y empalagosos (cf. «Quando il carisma è bacato», en Tre Dimensioni 1 [2018], 4-8 [artículo editorial]). Cf. Carta apostólica del papa Francisco a todos los consagrados con ocasión del Año de la Vida 24 [9] Consagrada, 21 de noviembre de 2014, I, 3. Es el tercer objetivo al que invita el papa Francisco a tender en ese año a los consagrados. El primero era: «Mirar al pasado con gratitud», el segundo: «Vivir el presente con pasión». Vita consecrata 110. 25 3 «Abrazar»: ¿sociedad poscristiana o precristiana? El verbo «abrazar», un verbo típicamente relacional, expresa la calidad de la relación, particularmente en una cultura, como la actual, en la que el cuerpo está cada vez más implicado en la relación. Sin embargo, por lo general no se abraza a cualquiera ni, mucho menos, a un desconocido; a lo sumo se abraza a una persona con la que ya se tiene una relación y una cierta confidencialidad, un cierto afecto y al mismo tiempo una relación en cierto modo de iguales, en la que me puedo permitir ese gesto. A lo que parece, hoy, después de los repetidos y dramáticos atentados terroristas de estos últimos tiempos y del clima de rabia y de miedo que de ahí se ha seguido, hay una gran necesidad de un cierto tipo de relación que nos permita recuperar el contacto interpersonal sin «esta rabia y este miedo». En realidad, todos tenemos necesidad de abrazar y de ser abrazados, porque nada puede sustituir a «un abrazo verdadero, sincero, ofrecido con todo el corazón y todo el afecto»[1], a fin de superar un cierto temor al otro y sentirse acogido y acogedor. Es la magia del abrazo, en el que no se puede saber ni distinguir quién abraza y quién es abrazado, como si ambos se hubieran convertido en una sola persona. La magia del abrazo como perfecto y muy humano icono de la reciprocidad relacional, pero también icono sumamente expresivo de la Santísima Trinidad, si es verdad que, como decían los Padres, el Espíritu Santo es el abrazo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre: ¡un abrazo tan intenso que se hace persona! A buen seguro, un abrazo puede servir para sanear un poco el clima y las relaciones, pero no lo hace de una manera automática. Lo que ahora nos interesa es comprender bien un gesto que podría ser muy significativo y decisivo hoy para nosotros, las personas consagradas. Y, para empezar, ¿a quién hemos de abrazar? El texto de la cartadel papa Francisco diría que hemos de abrazar el futuro. Claro que se trata de una metáfora, pero puesto que no se abraza a una entidad abstracta, ni al tiempo ni a la historia ni a seres o entidades virtuales, y el verbo habla precisamente de brazos, de brazos que se estrechan en torno a otra persona, el objeto del abrazo deben ser personas, hombres y mujeres que viven en este mundo, esta sociedad en la que se nos ha dado vivir por gracia. Si, además, queremos que el gesto sea sincero, y no se parezca a la «mano muerta» del gesto de la paz (por desgracia, a veces árido) de la misa, es preciso 26 que corresponda a lo que sentimos dentro de nosotros, que experimentemos afecto hacia esta realidad humana, afecto verdadero. Ese afecto que viene de la estima del otro, como aclara oportunamente la psicología, y solo entonces es verdadero, de lo contrario es ficción y solo compasión. Esto tiene importantes consecuencias en el ámbito relacional-pastoral. Un verdadero pastor sabe que la primera condición para evangelizar es el amor a aquellos a los que desea llevar la buena nueva. En efecto, no se evangeliza allí donde no se ama, ni se puede anunciar la buena nueva más que a las personas a las que se ama; y precisamente por eso se les quiere dar el evangelio, una buena noticia. Ahora bien, el amor, a su vez, solo es verdadero allí donde hay estima al otro. De lo contrario es un amor fingido, por muchos abrazos que podamos dar al otro. Y vacío e ineficaz será también el anuncio evangélico, sobre todo porque no será percibido por el que lo recibe como tal, como buena noticia que da alegría. Será un anuncio contradictorio. Y, así las cosas, he aquí la pregunta: ¿estimamos nosotros a esta sociedad nuestra, la sociedad en la que vivimos hoy, a la que hemos sido enviados? ¿Qué idea tenemos de ella? ¿La estimamos como locus theologicus, como tierra en la que se produce para nosotros el encuentro con Dios, como historia de una salvación que se consuma en el tiempo? ¿Podemos decir que amamos a este mundo, a los hombres y a las mujeres, a nuestros hermanos y hermanas en el difícil camino de la vida, en las diferentes periferias de la existencia humana? ¿O seguimos corriendo todavía el riesgo de caer en ese paternalismo que nos hace sentirnos superiores a los otros, o en ese fariseísmo que predica a un Dios (o dios) que premia a los justos y castiga a los pecadores, y en nombre de esa falsa imagen nos erige en jueces de los otros, en tristes moralistas que ya no son capaces de reconocer el bien? El dogma del «pos» Es cierto, nuestros días no presentan hoy una apariencia exaltante: el mal parece reinar por doquier y de muchas formas. Casi parece que está en marcha un proceso de deshumanización, como si se estuviera perdiendo la dignidad humana. Pero hay en particular un modo de evaluar estos tiempos, como si en ellos se hubiera ido agotando algo progresivamente, llegando ahora como a un punto final, que no parece dar lugar a nada nuevo, a ninguna esperanza, a ninguna continuidad. Sería el dogma del «pos», que domina todas las lecturas sociológicas, filosóficas, y de todo tipo. Esta pequeña y terrible partícula, que en realidad es nihilista y mortal (de hecho, según algunos la nuestra sería una sociedad posmortal[2]), no reconoce ninguna identidad nueva y específica al tiempo que estamos viviendo, sino solo los signos de una decadencia inexorable y fatal, como si viviésemos de una identidad que funcionaba bien, muy bien, en un tiempo, pero que ahora está periclitada, es decir, que ahora carecemos de identidad[3]. Y esto en diferentes ámbitos, por lo que esta sociedad (y cultura) sería posindustrial, poscapitalista o posmarxista, posmoderna o post-secular, posmetafísica o posideológica, con la caída y la pérdida del concepto de verdad. Hay quien habla precisamente de 27 posverdad (post-truth)[4], de sociedad posconciliar e incluso poshumana, como si se hubiera extinguido la especie humana; en el plano creyente, además, se habla de sociedad poscristiana, como si ahora se hubiera acabado el cristianismo. Y como si nosotros hubiéramos entrado en una fase inexorablemente poscristiana, en la que los creyentes serían el residuo de algo que ha muerto y que no tiene nada que decir a los hombres y a las mujeres de hoy, y los consagrados y las consagradas fueran algo así como zombis, seres extraños que todavía no se han dado cuenta de que su mundo de creencias ya no existe y de que ya nadie está dispuesto a escucharlos. E incluso es posible que ellos mismos ya no existan, que solo sean apariencia. Sería algo verdaderamente desastroso que esto fuera así; sería desastroso hasta el solo hecho de pensarlo, y hablar de ello tranquilamente; en efecto, las palabras, aun cuando no sean comprendidas en su significado, crean cultura y mentalidad. Ahora bien, debemos reconocer que, a veces, incluso en nuestras reflexiones y análisis realizados en los diferentes congresos, es precisamente este el juicio que emitimos sobre esta época, es justamente así como la llamamos: «poscristiana», y acabamos por sentirnos en ella, tal vez sin darnos cuenta, todos nosotros, los consagrados y las consagradas, como personas fuera de lugar, como inútiles, como una especie en vías de extinción, un poco moribundos, dando por descontado que algunos institutos están ya muertos y otros se encuentran en el callejón del ocaso, dentro de una Iglesia que también está muerta o moribunda, o que ya no logra evangelizar, hacer oír su anuncio como palabra de vida; una Iglesia a la que, en cierto modo, ha hecho callar la cultura de muerte que la rodea. Una perspectiva que es cualquier otra cosa menos exaltante, más aún, una perspectiva que nos pone en una situación conflictiva con este mundo, considerado como hostil y pagano, peligroso e infecto, diabólico y malo. Algo diferente a un lugar de abrazos y besos… Si acaso, nosotros, los creyentes y los consagrados, ¡estamos ahogados por un mundano abrazo mortal! De lo poscristiano a lo precristiano Y he aquí la provocación: ¿estamos de verdad seguros de que este sea un modo correcto de leer la situación? ¿Podemos entender «correcto» en el sentido de «creyente» y, mejor aún, de «auténticamente cristiano»? ¿Y si más bien esta cultura fuera precristiana?[5] ¿O si estuviera a la espera de algo, de alguien, de salvación, de liberación del terror de la falta de sentido, de la muerte, del sufrimiento, de la guerra…? ¿A la espera de felicidad, de vida plena, de verdad, para siempre? Es obvio que los hombres y las mujeres de hoy también pueden no ser plenamente conscientes de esta espera, o reducirla a los cuatro días que vivimos en esta tierra, sin proyecciones de ningún tipo, sobre todo sin relacionar esta espera con Dios, sin saber que, en realidad, todo esto significa que el único deseo que está presente en el corazón de cada hombre y de cada mujer es: ¡ver el rostro del Eterno![6]. Ahora bien, esta es precisamente nuestra tarea, la de los hombres y mujeres consagrados, hoy y siempre. Precisamente para eso nació la vida consagrada: para decir 28 que en el corazón del ser humano, de cualquier ser humano, se encuentra este irreprimible deseo-espera de ver el rostro divino, de escuchar su Palabra, la única que habla de vida eterna; de experimentar su amor, el único que puede calmar totalmente la sed infinita de amor del corazón humano; de gozar de aquella felicidad plena y estable que solo Dios puede dar y garantizar, ese Dios que no quiere soldaditos obedientes, sino hijos felices. Esta es la esencia de la vida consagrada: revelar al hombre este deseo, reconocerlo y hacer emerger incluso cuando está ignorado, perdido, ahogado, contradicho, negado, objeto de risa. El concepto de sociedad poscristiana es simplemente un absurdo, algo carente de sentido cuando ignora todo esto; es una auténtica fake news. Y es que cada época será siempre precristiana, estará siempre a la espera, tendiendo siempre hacia algo –Alguien– que le falta, aunque no sea capaz de identificarlo; más aún, sobre todo cuando no consigue darun nombre a lo que aguarda, a lo que está esperando. Y precisamente entonces se hace necesaria la vida consagrada, o sea, la experiencia plenamente espiritual del que conoce el camino que lleva hacia Dios, y sabe bien –por una experiencia personal que continúa en el tiempo, jamás terminada– que ese camino pasa también por fases alternas: de duda, incertidumbre, ambigüedad, frustración, indiferencia, negación, sensación de ausencia o de silencio de Dios. Lo sabe porque ha sufrido ese camino, hasta el punto de poder ayudar ahora a otros a reconocer el deseo espiritual profundamente arraigado en todo ser vivo, deseo que nada ni nadie podrá hacer desaparecer jamás; hasta el punto de poder ayudarles a decidirse a ponerse en camino hacia Dios. Porque el hombre es eso, peregrino de lo divino. Este es su tormento profundo y, al mismo tiempo, ¡su verdadera felicidad! El abrazo como símbolo de la nueva evangelización Y, así las cosas, el consagrado es todo lo contrario de un zombi que viene de quién sabe qué mundo, o lo que queda –o se obstina en quedar– de un pasado que ya no existe; es un hermano o una hermana que se pone con amor al lado del hombre y de la mujer de hoy en esta operación que no es de adoctrinamiento, sino de escucha del corazón y de su deseo. Operación que tal vez sea un nuevo modo de concebir la evangelización: nuevo por la pretensión interior que lo mueve, y que se convierte de inmediato en estilo y calidad de la relación. Que debe ser precisamente como un abrazo dictado a este mundo por el afecto y no por el miedo; dictado por la estima sentida por él y por la confianza en el mismo, no por un sentido de superioridad desconfiado e insoportable; inspirado en la inclusión, no en la exclusión. En consecuencia, el abrazo podría convertirse en el símbolo del estilo relacional típico de la nueva evangelización. Señalemos solo algunos rasgos de este estilo. Abrazar el futuro en relación con esta historia y con las personas concretas que la viven (no digamos «el mundo»: es demasiado fácil, y al final ilusorio, decir abrazar el mundo) significa[7]: 29 1. 2. 3. Antes que nada, no sufrir el futuro, ni ir hacia delante de una manera pasiva, sin prepararlo, dejando que el mañana nos caiga encima y nos encuentre sin preparar; o bien procediendo a la buena de Dios, navegando en aguas desconocidas, sin unos criterios precisos, y confundiendo el abandono a la voluntad de Dios con nuestra inercia, poca fantasía, escasa intuición, falta de coraje, sin saber a qué atenernos. Significa, en cierto modo, crear este futuro en lo que dependa de nosotros, o anticiparlo con una clarividencia profética, para intentar comprender lo que nos pide, lo que nos sugiere abandonar, sin esperar a vernos obligados a hacerlo; qué pistas nuevas nos propone, qué errores nos señala para que no los repitamos, especialmente en lo que tiene que ver con nuestra relación con el mundo y con el sentido de la misión, qué aspectos del carisma debemos revalorizar o interpretar de un modo diferente, que periferias que nunca hemos visitado hasta ahora debemos conocer y frecuentar… Volveremos más adelante, con indicaciones más concretas, sobre este tema, que exige una mirada verdaderamente profética. ¡Qué nostalgia sentimos hoy de los profetas! No, a buen seguro, como adivinos del futuro, sino como hombres y mujeres espirituales que han aprendido a discernir los caminos de Dios en la historia de cada día. Y aún más, abrazar el futuro en función de las personas significa no preocuparse demasiado de nuestra supervivencia o de nuestros números. Estos son miedos y preocupaciones paganas, porque son demasiado autorreferenciales y típicos de quienes están desesperados y deprimidos; preocupaciones desagradables a Dios y hasta castigadas por él en la historia –como le sucedió a David (cf. 2 Sm 24,1-17) y desmentidas muchas veces, después, por la realidad de los hechos[8]. El problema es que, de hecho, nosotros nos hemos autorreconocido y autoatribuido una patente de inmortalidad, como institutos singulares. Y, sin embargo, no es así. Si acaso, lo importante es comprender cómo hay que moverse en este tiempo, sin añorar otros, sin miedo al tiempo y a la cultura en que vivimos, más preocupados por los otros y por su salvación, que por nuestra supervivencia (de hecho, ¡no somos ni náufragos ni supervivientes!). Y evitar ver en este mundo solo el mal o solo un proceso de depravación, como si la historia se encaminara hacia un punto de extravío progresivo. De este modo, nos arriesgaríamos a perder el sentido de la encarnación de Dios en la historia, en toda historia y en todo tiempo; y el de la redención de cada hombre y de cada tiempo. Hemos dicho que abrazar es signo de amor, lo que significa relación positiva recíproca. Es amar este mundo, a los hombres y a las mujeres de hoy[9]. Es tener un prejuicio explícitamente positivo hacia él, no negativo, ni de rechazo o de valoración negativa, ni tampoco de simple benevolencia, incluso más o menos forzada o ingenua, que no quiere ver el mucho mal que hay también a nuestro alrededor. Significa, en concreto, la obstinada capacidad, primero espiritual y psicológica después, de descubrir el deseo de infinito y de eternidad del ser humano, que hace esta cultura en todo caso precristiana, tendente a Cristo, principio y fin, y pone a cada hombre/mujer, tal vez nunca como hoy, a la espera 30 4. 5. de su salvación, aunque no lo sepa, y convierte en extraordinaria la misión de aquel que, como la persona consagrada, desea acompañar al ser humano en esta búsqueda de lo divino en lo humano. Y entonces, más en concreto, este prejuicio positivo significa la convicción de que también en esta cultura hay potencialidades positivas e intuiciones fecundas, y, por consiguiente, la necesidad de comprometernos, por nuestra parte, para comprender bien sus valores, sus aperturas positivas, los pasadizos abiertos hacia este advenimiento, una sensibilidad atenta todavía a lo espiritual, a las huellas del logos spermatikós[10], los «signos de los tiempos», en el fondo, a veces señales poco claras y de débil intensidad que solo las personas espirituales son capaces de percibir. Pero así deberían ser los consagrados y las consagradas de hoy, estos zahoríes de lo divino en el corazón humano. Evitar del modo más absoluto posible mostrarnos pesimistas, quejicas, sepultureros, profetas de desgracias, terroristas del espíritu, analfabetos, incapaces de leer en el presente la dirección del futuro, nostálgicos del pasado y rabiosos con el presente y con todo el mundo, decepcionados de la Iglesia y de sus pastores[11]. Y en vez de derrochar una cantidad ridícula de energías en llorar por nosotros mismos, o en juzgar y condenar a los réprobos, dibujando escenarios dramáticos del «fin del mundo» o del mundo cristiano, intentemos más bien ser inteligentes y usemos esa energía para aprender la lengua que se habla hoy. Aprendamos a expresarnos según la sensibilidad secular, a fin de ser comprensibles en el anuncio del Evangelio, para que nuestras palabras se comprendan, para que nuestro testimonio resulte incisivo, para que nuestro mensaje abra brecha en el corazón del que escucha, y sea verdaderamente buena noticia agradable a todas y a todos. Y es que el lenguaje «religioso» ha muerto y nadie lo comprendería. En vez de eso debemos hablar la lengua de hoy, o sea, expresar el Evangelio y nuestra espiritualidad en lenguas y dialectos locales, para que todos puedan entenderlos y gozarlos (y esto sería la aculturación[12]). Y para que el otro, es decir, el que ha recibido de nosotros el mensaje evangélico, esté después en condiciones de volver a comunicarlo de un modo nuevo y original, según su propia experiencia, sensibilidad, cultura, imágenes, intuiciones, sobre todo según el don del Espíritu que, evidentemente, también él posee, y que le permite hacer ahora una aportación creativa. Es la inculturación, como proceso gestionado por quien ha sido evangelizado, y ahora se convierte en evangelizador de quien le ha comunicado el primeranuncio, enriqueciéndolo con una luz nueva[13]. Este dinamismo (aculturación-inculturación), como diremos más adelante, es la condición para la renovación de nuestros carismas, devueltos en cierto modo a la Iglesia y al mundo para quienes los habíamos recibido, y no simplemente conservados y embalsamados en nuestros archivos (cuyos custodios seremos nosotros). Y se produciría verdaderamente una nueva evangelización. Para el que evangeliza y para el que es evangelizado, en un feliz intercambio de roles. 31 6. Todo esto –no olvidemos lo que ya hemos indicado– no significa ser particularmente inteligentes y geniales, sino que, a lo sumo, tiene que ver con la calidad de nuestra vida espiritual, en el sentido de que el verdadero hombre/mujer espiritual sabe o debería saber que la búsqueda de Dios, si es sincera, pasa también por la duda, la incertidumbre, la lucha, hasta llegar al rechazo y la negación o la sensación de la ausencia y del silencio del Dios misterioso… Y, en consecuencia, debería ser un experto en reconocer esa sutil sed y nostalgia de Dios que se esconde a veces detrás de actitudes aparentemente negativas respecto a él. En suma, el hombre espiritual no es alguien que vive de un modo privado su propia relación con Dios, por muy perfecta que esta sea, sino alguien que ayuda a los otros a reconocer el camino por el que Dios mismo le sale al encuentro. Recordamos que «espiritual» no significa abstracto y serio, o arrebatado en algún éxtasis; significa relacional, creyente capaz de relación con Dios y con los hombres (del mismo modo que el Espíritu es la relación en Dios). Repetimos que el consagrado, en este sentido, es un zahorí de lo divino, reconoce los «gemidos inexpresables del Espíritu» (Rom 8,26) a unas profundidades inaccesibles a los que no han madurado esta sensibilidad espiritual. El consagrado de mañana deberá ser cada vez más este hombre o mujer de Dios, experto en este tipo de discernimiento espiritual. Es el don más grande que podríamos hacer a quien encontremos en nuestro camino: hacerle reconocer que el Dios que le espera y que –como recuerda Agustín– está dentro de él, ¡es fuente de vida y de la plena felicidad! La alegría del Evangelio Hay una condición que es algo más que una condición para el anuncio, expresando ya en cierto modo su contenido: la alegría. Esa alegría de la que habla el papa Francisco en Evangelii gaudium, el texto que representa, según sus mismas palabras, el «marco apostólico de la Iglesia de hoy»[14]. «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría»[15]. La alegría de sembrar El anuncio parte de la alegría de haber recibido el don del Evangelio y de la fe y –podría añadir el consagrado– también el don del carisma y de cuanto en él se ha revelado del amor eterno. Nosotros no somos ni perfectos ni mejores que los otros[16], no somos más que los destinatarios de un don extraordinariamente bello o de una noticia sensacional, que no podemos retener para nosotros (del mismo modo que Dios no goza solo). Y debemos recordar que el punto de apoyo de la evangelización no son las condiciones culturales ambientales favorables, o la situación de los territorios a los que vamos a 32 sembrar la Palabra, sino únicamente la belleza de lo que se nos ha dado para anunciar, que proporciona fascinación al mismo gesto del anuncio. Nuestra alegría se encuentra toda ahí: no solo en la conciencia del don recibido, sino también en la de la gracia de poder transmitirlo a los otros[17]; una gracia que se convierte en pasión y proporciona coraje y creatividad; podríamos llamarla en verdad «la pasión-coraje-creatividad del sembrador». No existe alegría ni pasión más grande que esta ni otro punto de partida o de llegada. Lo que quiero decir con todo vigor es que quien anuncia el Evangelio ya está pagado por el mismo anuncio, por la alegría misionera de dar la buena noticia, porque es hermoso sembrar, es hermoso en sí mismo transmitir esa novedad prodigiosa que es el amor del Eterno por todos, su amistad y su misericordia. Es tan hermoso que ya es una razón para vivir, independientemente del resultado, especialmente si este se entiende como algo que se exige, o está determinado necesariamente por los números, por el éxito, por la muchedumbre… Y la pasión es también tan intensa que hace al sembrador no solo libre de la exigencia del resultado, sino libre de imponer nada a nadie, y mucho menos la conversión; libre del ansia de recoger, de la dependencia de la respuesta, de la psicosis del éxito; libre porque ese sembrador es bien consciente de que el Espíritu sabe cómo abrirse un camino en el corazón de las personas. Por eso también es libre de concentrarse en la alegría de cuanto le ha sido dado, y que no puede más que comunicar a los otros; por eso es bello sembrar, bello en sí mismo, incluso antes de la recogida. Es bello sembrar por doquier y de todas las maneras, en cada persona y en cada medio, en toda circunstancia y situación existencial, como nos cuenta la parábola del sembrador, aparentemente despreocupado, que lanza la semilla incluso allí donde el terreno parecería absolutamente inadecuado para dar fruto. A mí me parece que aquí se abren espacios verdaderamente nuevos e impensados para la vida consagrada, llamada desde siempre a evangelizar incluso en aquellos lugares donde nunca se ha anunciado la Palabra; a frecuentar medios improbables, a tener el coraje de proceder al primer anuncio, a sembrar a lo largo del camino o entre espinos y zarzas, arriesgándose a recibir rechazos o a que le den con la puerta en las narices. Solo que, en un tiempo, estos lugares se encontraban en las así llamadas «tierras de misión», geográficamente lejanas, mientras que hoy son cada vez más lugares cercanos a nosotros, tierras de vieja cristiandad, donde tal vez el primer anuncio se ha perdido y ha sido olvidado, donde el terreno aparece particularmente hostil y donde reina una fuerte tentación de dejarlo perder, para instalarse en zonas más rentables y seguras, en sitios donde sea más probable la cosecha y no sea necesario inventar nada nuevo. Por doquier y de todas las maneras, siempre y en cada corazón Ahora bien, ¿quiénes somos nosotros para decidir por anticipado, como por desgracia sucede a menudo, que un determinado medio es ahora tierra cerrada para siempre, para juzgar que no vale la pena anunciar la pascua de Jesús en determinados medios, que es tiempo perdido sembrar la Palabra en ciertos corazones, que ciertas personas están ahora 33 [1] [2] [3] perdidas? Quien piense así, aparte de la presunción de dárselas de juez y de la pobreza de su experiencia espiritual, simplemente no ha descubierto la alegría del Evangelio, la Evangelii gaudium. Y en verdad no es libre de anunciar siempre y de todos modos la Buena Noticia, en cada corazón y en cada medio, en todo tiempo y estación, sin selecciones ni exclusiones. En particular, sin preocuparse de recoger. Él ha sido enviado a sembrar, después a sembrar y, por último, a sembrar. Durante toda su vida. «La alegría del Evangelio, que llena la vida de la comunidad de los discípulos, es una alegría misionera. […] Es un signo de que el Evangelio ha sido anunciado… Pero mantiene siempre la dinámica del éxodo y del don, del salir de unos mismo, del caminar y sembrar siempre de nuevo, siempre más allá»[18], por doquier y de todas las maneras y a cada uno, y siempre e incluso en los sitios que otros consideran equivocados e inútiles. El que actúa así no lo hace porque sea un atolondrado o un iluso, un obsesionado o un pasota, sino porque confía en que la semilla que él ha lanzado tiene su propia fuerza intrínseca, y dará fruto; lo dará a su tiempo, por lo general no inmediatamente, ni de un modo verificable ni previsible por sí mismo. El evangelizador es un sembrador, y sigue sembrando con una gran constancia y paciencia,sin ponerse nervioso cuando no ve los frutos de inmediato. Sabe que no le corresponde a él la cosecha. Del mismo modo que sabe que también él ha recogido donde otros sembraron. La vida consagrada existe para esto, para sembrar, para sembrar en la alegría, con un corazón apasionado y creativo, para que a todos llegue el amor de Dios, su amistad y su misericordia. Sobre esto deberíamos interrogarnos constantemente: más sobre la alegría del anuncio, que sobre la posible cosecha (tal vez para sentirnos culpables a causa de su pobreza). Esta expresión forma parte de la propuesta de una simpática iniciativa denominada «Con-tacto Abrazos Gratis», que se llevó a cabo en Milán en la plaza del Duomo hace algún tiempo en un contexto navideño. Con esta presentación: «este año por Navidad vamos a llenar el depósito de abrazos, porque nada puede sustituir un abrazo verdadero, sincero, ofrecido con todo el corazón y todo el afecto; aunque te lo dé un desconocido, tal vez el abrazo se convierta en un regalo mágico precisamente entre personas que no se conocen. Un acontecimiento que une la magia de la Navidad, la magia del don, la magia del abrazo creando una receta para ser felices, aunque solo sea un instante». Esto fue lo que escribieron los organizadores del evento, que nos dieron también esta información (¿científica?): un abrazo dura una media de tres segundos, pero cuando llega a 20 tiene un efecto terapéutico sobre la mente y sobre el cuerpo, porque produce oxitocina, la hormona del amor. Tal vez, añadimos nosotros, sea lícito plantear alguna duda: porque ¡para los estallidos de amor se requiere algo más que un agente químico! Cf. los estudios de la socióloga canadiense C. LAFONTAINE, Il sogno dell’eternità. La società postmortale, Medusa, Milano 2009. Algo muy semejante a la retrotopía de Bauman, con la diferencia de que esta última idealiza el pasado y lo reconoce todavía vivo, mientras que la lógica del pos, aunque declara el mismo pasado como insuperable en ciertos aspectos, lo considera, a continuación, agotado, muerto e imposible de proponer de nuevo en el presente. 34 [4] [5] [6] [7] [8] [9] [10] [11] De hecho, esa palabra ha sido elegida por los expertos lexicógrafos de los famosos diccionarios de Oxford (Oxford Dictionaries) como «Palabra del año 2016», dado que su uso habría aumentado, a lo largo del año 2016, ¡en más de un 2000 %! En realidad, post-truth (de la que deriva la otra expresión moderna de las fake news, bulos en español) significa que la verdad y los hechos objetivos son irrelevantes, y que tienen menos influjo en la creación de la opinión pública que lo que apela a la emoción o a las opiniones subjetivas. De aquí procede el fenómeno de la difusión viral de noticias falsas, pero plausibles para un público que carece de los instrumentos adecuados de descodificación, que condicionan de manera insoportable a la opinión pública y los procesos electorales. Los ejemplos puestos por los expertos que han elegido esa expresión como palabra del año han sido las campañas político-electorales a favor del Brexit en el Reino Unido y la campaña presidencial de Trump en los EE. UU. He profundizado en este tema y en este paso, indicando sus consecuencias pastorales y relacionales, en mi libro Prete e mondo d’oggi. Dal post-cristiano al pre-cristiano, San Paolo, Cinisello Balsamo (MI) 2010 (trad. esp.: Sacerdote y mundo de hoy, San Pablo, Madrid 2012). Este es el sentido profundo de lo que pide Felipe a Jesús con esta súplica afligida: «Muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8), donde el «nos basta» indica el máximo de la felicidad. Según el Grande Dizionario della Lingua Italiana «abbracciare» posee una cierta variedad de significados: ceñir, estrechar con los brazos; ocupar, rodear (como los montes que abrazan el mar, o el silencio que envuelve un cierto espacio); retener consigo, contener (p. ej.: envolver con la mirada, contemplar con una mirada global); comprender, entender (con la mirada de la mente o del corazón); encerrar, incluir (una serie de nociones, conceptos); aceptar con convicción una opinión, una causa; acoger en el propio espíritu, dedicarse enteramente a… (p. ej.: abrazar el leño de Cruz); favorecer, proteger: cf. S. BATTAGLIA (editor), Grande Dizionario della Lingua Italiana, vol. I, Utet, Torino 1961, 30-31. Son muchas las veces en que ciertas previsiones y proyecciones sobre el futuro no se han visto confirmadas por el curso de la historia. A veces ni siquiera por la historia real actual. Hoy, por ejemplo, nos lamentamos tanto de la crisis de vocaciones a la vida consagrada que esa queja se ha convertido en un tópico; ahora bien, si a los miembros de los institutos tradicionales de vida consagrada les sumáramos los de las así llamadas «nuevas formas de vida consagrada», que pertenecen de distintas formas a esta gran y fecunda realidad – aunque en cierto modo estén necesitadas de guía y corrección de rumbo– llegaríamos a un número muy relevante, tal vez el más elevado y jamás alcanzado en la larga historia de la vida consagrada, y, en cualquier caso, a un número que sugiere exactamente lo contrario de una situación crítica, sino, más bien, la vitalidad actual de una vocación que tiene mil expresiones. Qué hermosas y sinceras son las palabras pronunciadas por Pablo VI en su Discurso de apertura del segundo período del Concilio (29 de septiembre de 1963): «Tratará el Concilio de tender un puente hacia el mundo contemporáneo […]. Que lo sepa el mundo: la Iglesia lo mira con profunda comprensión, con sincera admiración y con sincero propósito no de conquistarlo, sino de servirlo; no de despreciarlo, sino de valorizarlo; no de condenarlo, sino de confortarlo y de salvarlo» (Enchiridion Vaticanum, Documenti. Il Concilio Vaticano II, EDB, Bologna 1971, n. 183*; edición digital: https://bit.ly/2V5o3Pg). Cf. Justino, según el cual el cristianismo encierra y desarrolla en su germen todas las huellas, los avisos y las verdades, no siempre cabalmente evidentes, presentes incluso en las filosofías paganas. Esto no parece ser una tendencia de hoy, pues ya Juan XXIII, en el Discurso de apertura del Concilio (11 de octubre de 1962) dijo: «En el cotidiano ejercicio de Nuestro ministerio pastoral llegan, a veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que […] no ven en los tiempos modernos sino 35 https://bit.ly/2V5o3Pg [12] [13] [14] [15] [16] [17] [18] prevaricación y ruina; van diciendo que nuestra época, comparada con las pasadas, ha ido empeorando. […] Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos… Siempre la Iglesia se opuso a estos errores. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad. […] No es que falten doctrinas falaces, […] que ya los hombres, aun por sí solos, están propensos a condenarlos» (Enchiridion Vaticanum, Documenti. Il Concilio Vaticano II, nn. 40*-41* y 57*; edición digital: https://bit.ly/2MSJrGX). El proceso de la aculturación indica el movimiento que hace el evangelizador hacia el mundo cultural- existencial del que recibe el mensaje (ad culturam alterius). Un evangelizador que debe ser rigurosamente bilingüe, evidentemente también en sentido metafórico, como conocedor del Evangelio y de su belleza de significado, y como conocedor de la sensibilidad actual secular, en cuya «lengua» desea realizar el trabajo de expresarse, para comunicar exactamente la belleza del sentido que ha conquistado su corazón. Doble lengua como una doble pasión, por Dios y por el hombre. El sujeto de la inculturación es, por tanto, el que ha recibido el mensaje y ahora lo vuelve a comunicar como solo él podría hacerlo en su propia cultura (in cultura sua). Y, por consiguiente, de un modo completamente original y enriquecedor para el mismo «titular» del carisma. Así se expresó el papa Francisco en un encuentro con los jesuitas (y lo repitió después
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