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Índice
Dedicatoria
Prólogo
Introducción
1. NO SE PREDICA POR ELECCIÓN, SINO PORQUE SE ES LLAMADO
Los predicadores del Antiguo Testamento: de los profetas a los comentaristas de la
Escritura
Los predicadores del Nuevo Testamento: Jesús; los apóstoles que evocan a Jesús y
convocan la Iglesia
El predicador en el «primer manual de homilética»
Los antepasados del predicador moderno
2 . SE PREDICA NO TANTO POR PREDICAR, CUANTO POR SALVAR A QUIEN ESCUCHA
La urgencia actual de la predicación
La urgencia de la predicación
Donde aprieta el zapato
Los errores más comunes en las homilías
Qué pide quien escucha
Predicar para salvar
3. LA HOMILÍA COMO EVENTO COMUNICATIVO
El regreso de la homilía al centro del debate
La relación del predicador consigo mismo ante Dios: la oración
La relación del predicador con la asamblea: escuchar la realidad
Prepararse con el oído
El arte de la retórica: reglas, lenguaje, imágenes
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Imágenes y reglas flexibles
4. ELABORAR UNA HOMILÍA
Como un cuerpo. La estructura retórica del discurso
Sobre el buen uso de la retórica
Ethos-Pathos-Logos
Posibles estructuras de la homilía
Estructurar el discurso
Cómo elaborar una homilía
Del buen uso de la retórica
5. PREDICAR ES RE-IMAGINAR
Y yo te digo: ¡imagina!
Imaginar sin impedimentos
No siempre es buena la imaginación
Imaginar sanamente
Hay que predicar con la imaginación
Imaginar para encarnar
¿Cómo predicar con las imágenes?
Imaginar concretamente
CONCLUSIÓN
APÉNDICES
FICHA DE AUTOEVALUACIÓN
ALGUNAS HOMILÍAS CON AUTOEVALUACIÓN
¡No es culpa del viento!
Matemáticas del amor
«No temas, gusanito de Jacob» (Is 41,14)
Sin el amor, ¿qué es un milagro?
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Créditos
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Para Anna y Jacques
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PRÓLOGO
Me resulta muy grato responder a la invitación de Gaetano Piccolo y de Nicolas
Steeves y escribir este breve prólogo a la reflexión que hacen sobre el difícil arte de la
predicación. Les doy las gracias en particular por esta ocasión de encuentro entre dos
tradiciones de vida consagrada en la Iglesia, la dominica y la jesuita, específicamente en
torno a lo que funda la comunión de los carismas y de las tradiciones en su diversidad: la
proclamación del Evangelio.
Y yo te digo: ¡imagina! En el título dado por estos dos amigos jesuitas a su libro
resuena, para mí, la predicación original de Jesús. Por una parte, cuando Jesús de
Nazaret camina por ciudades y pueblos proclama la Buena Noticia del Reino diciendo:
«El Reino de los cielos se parece a…». Mediante esta analogía, repetida varias veces,
Jesús apela a la imaginación de sus interlocutores para que vuelvan a imaginar el
horizonte de su esperanza. Así es como nace la Iglesia, en tensión hacia el futuro. Por
otra parte, para comenzar una «conversación» con sus interlocutores, Jesús despierta a
menudo su imaginación para que entiendan mejor a qué tipo de comportamiento son
llamados aquí y ahora: «Han oído…, pero yo les digo…». Habéis recibido enseñanzas,
orientaciones de vida, mandamientos, siendo todo esto importante, ciertamente, pero
cuando Jesús prosigue, diciendo «pero yo os digo», los invita a vivir el presente con
exigencias que tal vez no se habían imaginado, pero que ahora creen ser capaces de
realizar: «Ustedes tienen que ser perfectos, como es perfecto el Padre celestial» (Mt
5,48). Jesús apela a la imaginación, es decir, a aquella parte de nuestra energía interior
que reaviva el deseo de verdad, que hace levantar la mirada más allá del mero horizonte
de lo razonable y medible. Despertar la imaginación conduce a hacer que surja en
nosotros la audacia de creer en una promesa siempre inédita, aun cuando se haya oído y
repetido millones de veces. El despertar de la imaginación invita también a osar creer
que es posible encontrar en nosotros mismos la capacidad de entrar en este horizonte que
parece, con criterios humanos, improbable. «El Reino de los cielos se parece a…». Y yo
te digo: ¡imagina! ¡Imagina que la santidad es tu destino! ¿No es esta la predicación más
elemental que puede hacerse?
La predicación tiene como cometido apelar a esta creatividad de la imaginación, a
promoverla y a sostenerla tanto en las vidas personales como en las de las comunidades
de fe. Y así las hace avanzar. En efecto, en ambas peticiones de la imaginación se
solicita la creatividad de cada uno y de las propias asambleas: una «imaginación
analógica» mediante la cual la vida concreta, las orientaciones prácticas, los esfuerzos
por hacer cada vez más inteligible el mensaje del Evangelio, se establecerán como
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puentes entre la escucha de la Palabra y la fecundidad de esta Palabra en la historia
humana y para esta. Es verdaderamente esta llamada –una llamada que une, ante todo, a
los cristianos en una única comunión– la que fundamenta y constituye progresivamente
la identidad de todo bautizado en la vida, en la muerte y en la resurrección de Cristo, al
mismo tiempo que todo esto instituye la Iglesia. El arte de predicar es «difícil», como lo
es el arte de nacer y de acompañar el nacimiento personal y comunitario, a uno mismo y
al mundo. El arte de la predicación se despliega como respuesta a una llamada a nacer y
a llegar a ser, lanzada por el misterio de la vida de Aquel que viene.
La Iglesia puede definirse como una realidad que está en estado permanente de misión
y de proclamación del Reino. Puesto que este libro aborda un aspecto muy preciso –la
proclamación de la homilía durante la celebración eucarística–, se centra en la función
del predicador como medio pastoral para edificar la «Iglesia en misión». Al tomar en
consideración el vínculo intrínseco entre la homilía y la celebración que actualiza cada
día la memoria eucarística, contribuye a instituir y constituir una comunidad eclesial en
su existencia, y, por tanto, en su misión.
Por consiguiente, los análisis, las reflexiones y las propuestas de esta obra ponen de
relieve una dinámica más amplia, la de las comunidades eclesiales de las que están
encargadas los pastores. Por eso el texto insiste en la homilía como «evento de
comunicación». Es un evento esencial en una Iglesia que es ella misma «conversación y
diálogo», como decía Pablo VI. Este evento está incluido en una conversación más
amplia, más fundamental, más fundadora aún, a saber, la conversación de Dios con su
pueblo y con todo miembro de su pueblo. La homilía se sitúa además en el contexto de
una comunidad que está ella misma en conversación con el mundo, en cuyo seno puede
decirse incluso que el mundo está en conversación consigo mismo, poniendo en juego la
diversidad de las culturas, de las tradiciones, de los saberes, de las experiencias, de las
expresiones de fe y de las búsquedas de la verdad. La homilía toma la palabra en la
dinámica mediante la cual la conversación hace crecer y enraíza la comunicación del ser
humano con Dios en la realidad. Mediante ella se tejen conjuntamente la historia humana
y la historia de Dios para revelar la historia de Dios con su pueblo. En este sentido, la
homilía no tiene como objetivo solamente «hablar de la Palabra», sino también
«comunicar la Palabra», transmitirla como se transmite la vida.
La predicación es, en cierto modo, «sierva» de esta gran epopeya de la conversación
de Dios con la humanidad. Por eso debe prestar toda su atención a la escucha, al modo
como Dios comienza esta conversación cuando escucha las llamadas de su pueblo.
Mientras que Dios entra en diálogo cuando oye el grito del pueblo en la esclavitud, el
arte de la predicación se compromete a responder a quienes quieren ver a Jesús. Para
ello, proponen los autores, el arte de la predicación debe desplegar la proclamación de la
Buena Noticia del Reino como un camino desde el silencio de la escucha a la Palabra, y
desde esta al silencio de la contemplación.
Se parte del silencio de la escucha de la Palabra y de sus ecos tanto en la comunidad
como en el corazón y en la razón del predicador mismo. Silencio de la escucha del grito
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y de la sed de la carne viviente de Cristo en este mundo. Silencio ante la escucha deleco
del encuentro entre dos polos: la llamada y la promesa de Dios, el grito y la confianza
del mundo. Es en este encuentro en el que puede iniciarse la interpretación de un pasaje
de la Escritura del que parte un predicador para proclamar, aquí y ahora, la Buena
Noticia. Este encuentro instaura la experiencia de la compasión como primera fase para
evangelizar.
La palabra llega entonces como una palabra muy precisa. No es solo el momento de
«pronunciar un discurso» preparado con el máximo cuidado posible. Se trata ante todo
de «hablar» a las hermanas y a los hermanos en Cristo. De hablar, por supuesto, para
compartir reflexiones y dar explicaciones (no puede descuidarse esta dimensión de
formación, de enseñanza, que forma parte de la edificación de la comunidad creyente).
Pero de hablar también para compartir con los demás la confianza en la Palabra
proclamada y en su capacidad de actuar en el corazón del ser humano y de manifestar en
él la venida, el acercamiento, la extraña familiaridad de la verdad que hace libre y salva.
Se trata de hablar, además, para confirmar la convicción de que, mediante esta
proclamación, mediante esta evangelización, la comunidad de fe se constituye y se
edifica misteriosamente, unida en una misma salvación.
Lo anterior conduce ahora a un segundo «silencio», que es el de la escucha –y en esta
ocasión se trata de una escucha tanto individual como comunitaria– de la promesa
dirigida a esta comunidad fraterna que progresivamente se edifica y madura habitando en
la Palabra que se le dirige y crece proporcionalmente en el deseo de «comunicar la
promesa», de compartir con otros esta promesa. En el fondo, la preparación de una
homilía debe sobre todo abrir a esta experiencia que funda la Iglesia: llegar a ser lo que
es, aceptando la misión que se le confía. Una experiencia «pastoral» que, proclamando la
Buena Noticia para compartir con los interlocutores la misma «morada en la Palabra»,
deja que este esfuerzo saque a la luz en el predicador mismo el amor por la asamblea a la
que se dirige y la disponibilidad generosa para dar la propia vida con el fin de que todos
sean uno, en comunión fraterna y benévola entre ellos y en el mundo, como el Padre y el
Hijo son uno en la comunión del Espíritu.
La preparación de una predicación resulta, por tanto, como la humilde experiencia de
una inmensa gratitud a Aquel que, con paciencia y con una pedagogía muy apropiada,
prepara a su pueblo para recibir el cumplimiento de la promesa. Él no cesa de renovar
esta promesa a lo largo de una historia humana creada, capaz de comunicar el misterio
de la historia de Dios con su pueblo.
Y Dios otorga al predicador y a sus interlocutores la gracia de hacer su propia
contribución a esta pedagogía suya. Y yo te digo: ¡imagina!
Fray BRUNO CADORÉ, 
Maestro de la Orden de Predicadores
Roma, Epifanía del Señor 2017
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INTRODUCCIÓN
Si no bastaba un solo jesuita para afrontar el tema de la predicación, quiere decir que
se trata de un tema realmente complicado.
Vivimos en la época de la comunicación rápida, en la que las informaciones circulan
abundantemente, pero con frecuencia de forma apresurada y superficial. Nos
mantenemos en una página de internet unos breves instantes y enseguida pasamos a otras
muchas más, somos navegantes insatisfechos y cada vez estamos más cansados.
Pensamos que estamos persiguiendo nuestros sueños, pero en realidad exacerbamos
nuestros deseos. Dejamos que la avalancha de imágenes mediáticas pase ante nuestros
ojos sin dar mucha importancia a las palabras ni tampoco a las imágenes. En vez de
navegar en aguas profundas, a veces nos ahogamos en un vaso de agua. Y, sin embargo,
se mantiene en nosotros, como un aguijón, un anhelo de algo diferente, señal de que
imaginamos que es posible otro mundo, señal de que estamos creados a imagen y
semejanza de un Dios creador y creativo. También los espectáculos televisivos, los talk
show, se ven afectados por esta aceleración de la comunicación. Cada vez más buscan
fascinar al espectador con sorpresas de pacotilla que provocan una diversión fácil. La
palabra se desvanece con demasiada frecuencia, pierde el sabor, no sacia ya. No es
solamente la época del fast food y del fast dating: ha llegado el tiempo del speed talking.
Sin embargo, permanece en nosotros un anhelo profundo: seguimos deseando el
encuentro con una persona real, con una palabra verdadera, con una belleza que
contemplar, con un gesto de pura gratuidad. Nuestro tiempo es muy paradójico y
contradictorio.
Así es como funciona nuestro tiempo. Y es en este tiempo en el que se encuentra el
sacerdote y en el que debe realizar su función1. Para responder a su vocación y a las
leyes de la Iglesia, él debe decir algo, al menos en la liturgia dominical, a partir de las
lecturas que la liturgia misma propone, durante un período de tiempo no demasiado
largo, sin cansar, tratando de resultar cautivador, dirigiéndose a un auditorio complejo,
habituado a otras formas de comunicación. Se le pide que escuche la Palabra de Dios y
las palabras de los hombres, pero también que tome la palabra él mismo. No sorprende,
por tanto, que no esté siempre a la altura de una tarea tan exigente.
Los predicadores no tienen que imitar el estilo comunicativo de la televisión o de los
titiriteros de las ferias, pero sí deben cuidar la predicación para que el mensaje de
salvación pueda llegar al corazón de los oyentes de manera más eficaz.
A menudo hemos recibido de nuestros estudiantes, que con frecuencia son sacerdotes
jóvenes al comienzo de su experiencia de predicación, la petición de ayudarlos a mejorar
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sus homilías. Al salir del seminario, se encuentran, de repente, arrojados ante una
asamblea, cada vez más exigente, que pide actuaciones adecuadas, homilías atrayentes,
no demasiado pesadas, ceñidas a las lecturas, con tintes simpáticos… La ansiedad de
estar a la altura acecha al predicador, y ante una montaña demasiado alta se puede caer
preso de la desesperación y de la resignación.
Pero ¿qué tienen que ver dos jesuitas, con la barba todavía no muy blanca, con todo
esto?
Contrariamente a cuanto pueda pensarse de los jesuitas y a pesar de las diferencias
evidentes entre los dos (uno es teólogo y otro filósofo, uno es de Borgoña y Nueva
Inglaterra y otro es de Nápoles, a uno le encantan los pícnics y al otro las tabernas), nos
gusta compartir nuestras experiencias y discutir sobre nuestras actividades apostólicas.
Fue así como un día uno de nosotros le contó al otro que había sido invitado a dirigir un
taller sobre la predicación para los sacerdotes jóvenes de una diócesis. Y resultó que el
otro ya había trabajado sobre el mismo tema. Poco a poco, comenzamos a reflexionar no
solo sobre la urgencia de este tema, sino también sobre la ayuda al pueblo de Dios que
podía derivarse de él. Nuestra discusión se cruzó con la publicación de Evangelii
gaudium (EG), que reafirmaba con fuerza la importancia de cuidar las homilías. Y así
nos decidimos a escribir este libro. No para enseñar ni para explicar a otros cómo
hacerlo, sino, ante todo, para darnos a nosotros mismos la posibilidad de profundizar y
de aprender.
Este libro nace del sentimiento de solidaridad que nos une a nuestros hermanos en el
sacerdocio. No es nuestro objetivo ofrecer recetas preconfeccionadas (¡ni mucho menos
recetas sobre el speed preaching!), sino proponer un itinerario para reflexionar y buscar
juntos el modo de mejorar nuestra predicación.
Nuestros primeros destinatarios son, por eso, aquellos que, como nosotros, se dedican
a la predicación diaria o, al menos, en los domingos y en días de fiesta. Pero pensamos
que este trabajo puede ser útil también en la formación de los seminaristas, que, en
general, no tienen muchas ocasiones, durante su itinerario de formación, para aprender
concretamente a predicar. La predicación, en efecto, como trataremos de decir, es un
arte, y para aprenderlo es necesario ejercitarse.
Extrañamente, en la formación de los futuros presbíteros se da un gran espacio a
temáticas y planteamientosracionales del discurso que ocuparán después su espacio en
los cajones de la memoria, pero no se le da importancia a la actividad que estará más
presente y será más exigente en la vida de los futuros sacerdotes: predicar. Un manual
sobre la homilética no puede, por consiguiente, no dirigirse a quienes son formadores en
los seminarios, pero sobre todo deseamos, humildemente, dirigirnos a los obispos, pues a
ellos les corresponde conservar y confiar la tarea de la predicación. Entre nuestros
interlocutores no hemos excluido a los fieles laicos; de hecho, pensamos que nuestro
texto puede ayudar a quienes participan en la asamblea litúrgica a darse cuenta al menos
de la complejidad de la homilía.
A algunos de nuestros amigos, con quienes hemos compartido el proyecto en el que
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estábamos trabajando, les ha parecido extraño que fueran dos jesuitas quienes se
ocuparan de las homilías. Habitualmente no se piensa en los jesuitas como predicadores
litúrgicos. Sin embargo, también en los jesuitas existe una interesante tradición
homilética, una tradición que, evidentemente, llega hasta el papa Francisco.
Probablemente, el bagaje de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola nos
ayuda a releer la Palabra de Dios propuesta por la liturgia a la luz de las dinámicas
humanas, creando así un vínculo entre la palabra escuchada y la vida vivida. Es también
verdad que, si bien somos dos profesores de la Pontificia Universidad Gregoriana, siendo
esta nuestra actividad principal, ambos tenemos una aceptable experiencia en el ámbito
de la predicación y sentimos un cierto gusto al reflexionar sobre ella. Además, debido a
nuestros continuos traslados, típicos de la vida religiosa apostólica, nos hemos
encontrado predicando en contextos muy diversos, aprendiendo a escuchar las preguntas
y las exigencias de las personas que nos llamaban a compartir la Palabra con ellas. Como
todos los que hacen homilías, hemos experimentado el fracaso de nuestra predicación y
hemos recibido críticas (constructivas en su mayor parte) que nos ayudaron a entender
mejor lo que «no funciona». Finalmente, escuchando diariamente las homilías de los
hermanos desde el ingreso en el noviciado, hemos recibido una riquísima formación, y
queremos, usando los términos de san Ignacio, servirnos de ella en la medida en que
ayuda a las almas, y desprendernos de ella en la medida en que resulta un obstáculo2.
Nuestro recorrido es a la vez teórico y práctico. El punto de partida es el principio
fundamental del predicador: saber que no se predica por elección personal, sino porque
se es llamado por Otro (capítulo 1). Este principio justifica la diferencia radical, pese a
las numerosas aproximaciones, entre la homilía y otros tipos de discurso. Por eso
presentaremos en primer lugar a los que consideramos como los «antepasados» de los
predicadores modernos: los profetas del Antiguo Testamento, los apóstoles en los
evangelios y en las cartas, y, finalmente, los Padres de la Iglesia, de quienes, en
particular, presentamos el que puede considerarse el primer manual de homilética: De
doctrina christiana de san Agustín.
El segundo capítulo se dedica a aspectos más prácticos. Hemos situado la cuestión de
la homilía en el contexto de la compleja situación actual de la comunicación y hemos
tratado de identificar los posibles errores y torpezas que surgen en la dura tarea de la
predicación. Además de ser conscientes de ese «estar llamado», es necesario, en efecto,
recordar siempre la finalidad de por qué predicamos: la salvación de quien escucha (y,
previamente, del predicador mismo). Se verá que lo que se nos pide es una palabra que
salve; la asamblea pide al predicador que le haga ver la Palabra misma, es decir, a Cristo.
Analizamos, en el capítulo 3, la homilía como evento comunicativo, intentando
estudiar los varios elementos que concurren en el buen resultado de este proceso. No se
trata solo de elementos externos: la comunicación será eficaz si el predicador se prepara
bien, si estudia, pero sobre todo si ora y pone en juego su vida en la predicación. Solo
esta implicación afectiva permitirá que sus palabras no suenen frías y distantes, sino
solidarias y auténticas.
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El cuarto capítulo trata de explicar en qué sentido la predicación puede usar de manera
fecunda la retórica, como antiguo arte de construir discursos, no con intenciones
engañosas, sino con la finalidad de hacer el mensaje más eficaz. Puesto que un buen
discurso se construye considerándolo como un cuerpo, indicaremos los pasos necesarios
para hacer también de la homilía un cuerpo con miembros firmes y armónicos.
En el último capítulo sugerimos aquella que, en nuestra opinión, es la clave para hacer
fecunda y eficaz la homilía: la imaginación. No se trata de hacer volar la fantasía ni de
prestarse a la idolatría, sino de construir imágenes que puedan acercar la Palabra a la
vida, involucrar los afectos e impulsar a la conversión.
Para hacer que la obra sea todavía más práctica, hemos añadido unos recuadros para
resumir cada gran etapa del libro y permitir al lector detenerse para reflexionar y hacerse
preguntas personales. Al final del libro hemos añadido, siempre en esta perspectiva, una
ficha de autoevaluación de las propias homilías, como también algunos ejemplos de
nuestras homilías que hemos evaluado según los criterios de la ficha.
Quizá, el mejor modo de comenzar a leer este libro podría ser tener una cierta
disponibilidad para reírnos de nosotros mismos. No nos tomemos demasiado en serio:
como demuestra el espléndido relato de Jonás, uno de los grandes antepasados de los
predicadores, la Palabra de Dios es igualmente eficaz a pesar de nuestros errores. A
veces hemos descrito de manera paródica algunos comportamientos para aligerar el tono
del discurso y estimular la reflexión. Nosotros mismos no nos sustraemos a estos errores;
somos muy conscientes de ser, con todos los demás sacerdotes, siervos inútiles de la
Palabra.
1 También los fieles laicos deben, sin duda, hacer su aportación en el anuncio del Evangelio, con gestos y
palabras, en privado y en público. Es mucho cuanto puede decirse sobre cómo los laicos pueden y deben predicar
el Evangelio y el Reino. En este libro, sin embargo, nos hemos tenido que limitar a reflexionar sobre la tarea de la
predicación que corresponde a los clérigos.
2 Cf. IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios espirituales n. 23 y Autobiografía n. 26.
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1
NO SE PREDICA POR ELECCIÓN, SINO PORQUE SE ES
LLAMADO
Todo predicador ha sido en un primer momento un oyente de la Palabra. Todo
predicador forma parte de una larga cadena de personas que escuchan a Dios y dicen lo
que han oído. Esta cadena o, mejor, este río nace de la Palabra expresada por Dios y
fluye como una cascada grande y poderosa que refresca y recrea, de generación en
generación, salvando a las personas.
Toda predicación cristiana es heredera, por tanto, de una tradición grande y antigua.
Desde el pueblo de la primera alianza hasta el de la segunda se ha conservado y
ampliado la costumbre de proclamar la Palabra de Dios y de comentarla. No existe una
Palabra de Dios que podamos oír sin palabras humanas. A veces lo olvidamos,
fantaseando que tenemos acceso a una palabra divina sublime y paradójicamente
inefable, fuera de nuestra comprensión léxica y gramatical ordinaria. Pero no es así como
se produce la Revelación judeocristiana: nuestra fe se enraíza en la historia de la
autocomunicación de Dios al hombre mediante palabras humanas. Historia fáctica e
historia narrada, es transmitida por una persona a otras. Pero esta gran cadena de
tradición se lleva a cabo a veces a costa del alto precio de la persecución y del martirio.
En este libro, con el que queremos ayudar a mejorar la predicación, comenzaremos
recordando las grandes figuras que podemos considerar como «antepasados» de la figura
moderna del predicador. Debemos, por consiguiente, prestar atención a las raíces
hebreas, judías y paleocristianas de nuestra predicación. Veremos, pues, quiénes fueron
los predicadores del AntiguoTestamento y los del Nuevo Testamento, para presentar,
finalmente, la figura del orador en los primeros siglos del mundo cristiano.
14
Los predicadores del Antiguo Testamento: 
de los profetas a los comentaristas de la Escritura
Quien predica la Palabra ha escuchado en primer lugar a Dios. Todo predicador ha
escuchado como Dios le habla directa o indirectamente. Obedeciendo al Señor, retoma
estas palabras, las reformula, las comenta. En la primera alianza, el heraldo directo de la
Palabra de Dios es el profeta, mientras que el indirecto es el comentarista de la Ley.
Bosquejemos estas dos figuras, una después de la otra. No existe una teología de la
predicación sin «el estudio de la Sagrada Escritura», que es «para la teología sagrada
como su alma» (cf. Dei Verbum 24).
¿Por qué distinguimos entre el profeta y el comentarista? Quienes están habituados a
escuchar el sermón dominical necesitan mucha imaginación para identificar figuras de
predicadores en el Antiguo Testamento. Por una parte, los personajes bíblicos no visten
ni se comportan como los predicadores a los que estamos habituados; por otra, su
predicación es acompañada habitualmente con curaciones milagrosas o intervenciones
del fuego celestial, cosas que hoy no suceden, al menos de forma ordinaria, durante una
homilía católica.
Por eso, para identificar mejor estas figuras de predicadores veterotestamentarios,
indaguemos un poco en la etimología. ¿De dónde procede la palabra «predicar»? Del
latín praedicare, es decir, literalmente, «decir delante» o «decir antes». En efecto, prae
tiene un significado especial y temporal. Praedicare significa, por tanto, (1) hablar
delante de otras personas, proclamar, o (2) hablar antes de un suceso, predecir. Este
doble significado arroja una luz interesante sobre nuestra indagación: predicar es hablar
públicamente y hablar del futuro.
Regresemos al mundo bíblico. ¿Cuál es el equivalente griego de praedicare?
Proheteuein, profetizar, que tiene también el doble significado de proclamar e interpretar
una revelación divina (cf. Mt 7,22) y de predecir el futuro (cf. Mt 15,7). Este es un
aspecto muy interesante que a menudo se pasa por alto: predicar y profetizar son casi la
misma actividad. Así, por un lado, el profeta-predicador debe hablar de Dios ante otros,
proclamar públicamente aquella Palabra de Dios que ha recibido a solas y en privado.
Por otro lado, debe hablar antes de que sucedan algunos hechos, anticiparlos, es decir,
profetizar. Este oyente privilegiado y directo de la Palabra de Dios tiene la misión de
hacerla pública, de «desprivatizarla», de hacerla audible y digna de obediencia porque es
deseable, antes de que sucedan los castigos divinos merecidos por la desobediencia.
Pongamos algunos ejemplos para ilustrar la figura del profeta-predicador en el Antiguo
Testamento.
El primer profeta-predicador en la Escritura que es llamado por Dios es Moisés. La
zarza ardiente, donde Dios le habla directamente con palabras humanas, representa un
cambio radical en la vida de Moisés, una conversión de una acción personal violenta
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(matar a un egipcio en Ex 2,11-14) a las palabras y a las acciones poderosas que Moisés
dirá y realizará en nombre de Dios. ¿Qué enseñanzas podemos sacar de la escena de la
zarza ardiente en Ex 3? Primera enseñanza: como muchos profetas después de él, Moisés
muestra poco entusiasmo con la misión recibida de Dios. Suplica e implora en vano al
Señor para escabullirse de su llamada. La negociación de Moisés, por motivo de su
tartamudez, es típica de la resistencia y del rechazo de muchos profetas a la llamada
divina. Pensemos por ejemplo en Jeremías, que se queja igualmente del hecho de no
saber hablar y de ser demasiado joven (Jr 1,6). Segunda enseñanza: el verdadero profeta-
predicador no se envía a sí mismo a una misión para promoverse, sino que es Dios
mismo quien lo envía («te envío»). Contrariamente a los falsos profetas o a los profetas
de los falsos dioses (véase la ironía patente de Elías contra los ineptos sacerdotes de Baal
en 1 Re 18), el profeta-predicador no es enviado para decir sus palabras, sino aquellas
que Dios pone en sus labios. El profeta-predicador presta sus labios a Dios. Tercera
enseñanza: aunque el predicador-profeta pueda sentirse inadecuado y débil, es
paradójicamente justo porque se siente así por lo que Dios lo ayudará en el momento
adecuado («¡Ve! […] Yo estaré contigo»). Cuarta enseñanza: el mensaje que debe
transmitir no es banal o mundano, sino que es un mensaje de liberación de la esclavitud
y de la miseria, una proclamación poderosa y llena de esperanza en el hecho de que Dios
pondrá fin a la opresión. El predicador debe remitir a los demás a la providencia divina.
Asimismo, el profeta aparece en general como una figura insólita. El verbo hebreo
traducido por «profetizar» en español está construido a partir de la raíz nb’, que significa
«estar en éxtasis profético; comportarse o hablar como profeta». El carácter insólito de la
figura del profeta se presenta con diversas intensidades. Moisés, por ejemplo, tiene la
visión de una zarza ardiente, una visión que es ciertamente extraña, pero que, a fin de
cuentas, es bastante comedida. El profeta Ezequiel, en cambio, tiene una visión terrible
junto al río Quebar: criaturas aladas fantásticas haciendo piruetas en un torbellino entre
truenos y rayos, precediendo a una figura de aspecto humano situada en un trono de
zafiro en medio de las llamas que obliga al profeta a comer un rollo escrito (Ez 1–3). No
nos sorprendemos de que el pobre Ezequiel salga de la visión estupefacto, indignado y
furioso: «El espíritu me arrebató y me llevó, y yo fui, amargado y lleno de furor,
mientras la mano del Señor pesaba fuertemente sobre mí. Así llegué a Tel Aviv, junto a
los deportados, que habitaban a orillas del río Quebar; y allí permanecí siete días como
aturdido en medio de ellos» (Ez 3,14-15). El Antiguo Testamento retrata, por tanto, al
profeta-predicador como un hombre, elegido entre el pueblo, de oración fuerte y extática.
Paga un alto precio personal por su estatus desde el primer momento de la Revelación
divina que se le hace.
Este alto precio personal se pone de manifiesto también –incluso más aún– por el
contenido del mensaje que el profeta recibe para comunicarlo. ¿Por qué? Porque este se
revela a menudo como espada de doble filo. Por un lado, el profeta debe proclamar que
Dios quiere salvar a cuantos están en peligro, especialmente a su pueblo elegido. Es el
caso, por ejemplo, de lo que Moisés tiene que decir en Ex 3–4, sin duda una de las más
celebres revelaciones del plan salvífico de Dios en el Antiguo Testamento. (Puede
16
compararse con las muy numerosas profecías sobre el regreso de Israel del exilio, por
ejemplo, Is 49). Por otro lado, sin embargo, el profeta tiene que proclamar también a
menudo que Dios castigará a los malvados, es decir, no solo a quienes persiguen al
pueblo elegido (cf. Ex 7), sino también a los miembros del pueblo que se han extraviado
del camino recto (por ejemplo, Ez 33). En suma, al profeta-predicador le corresponde
proclamar tanto la misericordia como la justicia de Dios: la salvación va juntamente con
la conversión. Obviamente, la proclamación de que los hombres, especialmente los
gobernantes y los sacerdotes, deben encontrar de nuevo el camino recto no recibe una
cálida bienvenida. Jeremías representa un paradigma de este rechazo: sus enemigos
conspiran constantemente contra él y planifican su muerte hasta que es encarcelado (cf.
Jr 11,18-23; 37,11-21). No obstante, la adversidad y la desventura no desmoralizan a
Jeremías. Es un Jeremías encarcelado el que responde sin temor con un rotundo «sí» a la
pregunta del rey Sedecías: «¿Hay alguna palabra de parte del Señor?» (Jr 37,17).
Sin embargo, la persecución no es siempre el golpe más duro para un profeta.
Pensemos en el caso de Jonás. En un primer momento es el paradigma del profeta que
desobedece al Señor: cuando Dios le pide que se vaya al este del Próximo Oriente para
profetizar que Nínive será destruidasi no se convierte, él, al contrario, se embarca sin
vergüenza y de incógnito en dirección al lejano oeste del Mediterráneo. Pero más que de
la tempestad y del gran pez que se lo traga, el gran pesar de Jonás, extrañamente, nace
del éxito de su predicación en Nínive. El resentimiento airado que la inesperada eficacia
de su predicación le causa, lleva a Dios, en cambio, a demostrarle su misericordia
mediante el crecimiento y la muerte del ricino (cf. Jon 4). También los profetas deben
aprender que la misericordia de Dios supera a su justicia. Deben recordar a los demás lo
esencial de la esperanza y de las promesas de Dios, y aceptar que él frustre los planes de
quienes niegan su misericordia o su justicia.
Así pues, por diferentes razones, los predicadores tienen que esperar pagar un altísimo
precio personal a causa de su predicación. Estamos muy lejos, en el Antiguo Testamento,
de la idea de una predicación «cómoda» para el predicador o para sus oyentes. Pero esta
angustia no le quita nada a la fuerza o a la eficacia de la palabra predicada así. Es más,
como una lamparita privada de oxígeno, el profeta-predicador se caldea mientras soporta
la energía divina y se pone a brillar, a fulminar y a quemar hasta conseguir que los
ciegos que lo rodean vean la verdad, el bien y lo bello. La lucha del profeta con la
paradoja de la misericordia y la justicia divinas es lo que le hace destacar como un faro,
un faro que los malvados de este mundo quisieran abatir. Por consiguiente, sin la gracia
de Dios, el predicador-profeta, en cuanto luz, se arriesga a sufrir un burnout o a
romperse en mil fragmentos. Las figuras proféticas del Antiguo Testamento nos enseñan
que la llamada a predicar no es nunca fácil, pero que la eficacia de la predicación tiene,
sin embargo, este precio. Quien no quiere pagarlo se arriesga a ser un pésimo predicador,
tranquilo consigo mismo y con los demás, pero ineficaz en la transmisión de la
verdadera Palabra de Dios. Esto no quiere decir, obviamente, que tenga que ser siempre
y en todo lugar profeta de calamidades. Insultar a los oyentes puede ser también
totalmente contraproducente. En el fondo, su misión no es predicar el castigo, sino
17
llamar a los corazones a convertirse a este Dios sorprendente, justo y misericordioso.
Esta figura del profeta-predicador que escucha y proclama directamente la Palabra de
Dios es típica del período preexílico. Después del exilio, en cambio, el foco de la
predicación comenzará a tener como objetivo explicar y desarrollar la Palabra de Dios ya
fijada por escrito. En este período, el Señor no habla casi nunca directamente a algunos
privilegiados mediante visiones, apariciones, mensajes, es decir, mediante teofanías. Ya
no hay profetas que desplieguen las imágenes de Dios infusas directamente en su
imaginación. Sí existen, en cambio, comentaristas expertos en el desarrollo de las
palabras escritas de la Ley y los profetas. El comentario público y litúrgico de la Ley por
parte de Esdras ilustra excelentemente este tipo de predicación en Neh 8,1-10. Veamos
qué nos dice esta grandiosa escena sobre el nuevo estilo de predicación posexílico.
La ocasión de este tipo de predicación sobre la Ley de Moisés es una liturgia solemne
pedida por el pueblo. La Ley es sacada físicamente en el momento en el que se sacan los
rollos en los que está escrita; los escribas y los levitas la explican después al pueblo; el
pueblo llora porque comprende el contenido de la Ley de Dios y toma conciencia de su
pecado; los escribas consuelan al pueblo y le dicen que se alegren y que hagan fiesta. La
Palabra de Dios no es pronunciada de una forma nueva o con palabras sustancialmente
nuevas, pero la Ley escrita, existente y en vigor, es explicada al pueblo por una clase
sacerdotal de hombres. Se trata, por consiguiente, de un gran cambio. No obstante, si
bien cambian el estilo y la forma de la predicación, esta tiene siempre el mismo efecto: la
conversión del pueblo, que rechaza el pecado y abraza una vida renovada de alegría
espiritual. De hecho, Neh 8 describe una celebración modelo de aquella liturgia
sinagogal que surgió cuando Israel estaba en el exilio lejos del Templo, liturgia que
actualmente sigue siendo celebrada por los judíos. Es una ilustración del giro acontecido.
En el preexilio coexistía una tensión crítica entre los sacrificios del Templo y la
proclamación de la Palabra de Dios por parte de los profetas. Posteriormente, se pasó a
una liturgia posexílica a escala reducida en la sinagoga, centrada en la Palabra de Dios
escrita y mucho más regularizada que la actividad profética preexílica. Este cambio de
paradigma se apoyó mucho en la redacción escrita por los escribas de la Ley, que hasta
entonces se transmitía oralmente. Aunque la desaparición de los profetas no significaba
necesariamente el fin del carácter profético de la predicación, esta tendía a perder su
carácter afilado y de máxima expresión crítica. Esta nueva predicación más bien legalista
se apartó de las visiones y de las expresiones «utópicas» y se encaminó hacia una
ideología más «conservadora»1. Los profetas dieron paso a los escribas y a los doctores
de la Ley; la predicación se acercó por su forma a lo que los cristianos experimentan aún
hoy cuando se habla de la predicación: un acto litúrgico realizado por miembros varones
formados para (o al menos habituados a) predicar a partir de la Palabra de Dios escrita.
La predicación en «el estilo nuevo» puede ser «inspirada» en sentido lato, pero no es la
Palabra de Dios inspirada en sentido estricto del canon bíblico.
18
Los predicadores del Nuevo Testamento: 
Jesús; los apóstoles que evocan a Jesús y convocan la Iglesia
En continuidad con el judaísmo, el cristianismo recibió la predicación sinagogal. Jesús
y sus discípulos asistían a la liturgia de la sinagoga y transmitieron, por tanto, sus
principales rasgos a los primeros cristianos. En Lc 4,16-30 vemos a Jesús mismo
comentando el pasaje de Is 61,1-2 en la sinagoga de Nazaret. Quizá estamos muy poco
habituados a imaginarnos a Jesús como un predicador. Tal vez la contemplación nos
lleva a representar a Jesús como sanador, como compañero de diálogo, como guía
espiritual o como maestro de moral, o en los momentos más dramáticos de su pasión,
muerte y resurrección. Pero hay momentos en la vida de Jesús, de los que dan testimonio
los evangelios, en los que él predica específicamente sobre la Palabra de Dios escrita.
Sin lugar a dudas, Jesús es un ser único: no solo es en sí mismo la Palabra de Dios, sino
que nos la revela cuando habla y cuando comenta la Palabra escrita ya recibida por el
pueblo de la primera alianza. En cuanto Palabra de Dios eterna y encarnada, es el
Predicador por excelencia.
Por eso, un teólogo como san Roberto Belarmino, jesuita y doctor de la Iglesia, se
atreve a afirmar que «la misión principal del Hijo de Dios en la tierra era predicar».
«Esta nobilísima persona tuvo como oficio principal y casi único predicar la Palabra de
Dios»2. Como Jesús mismo afirma en la sinagoga de Nazaret, él ha venido, en efecto,
para evangelizar a los pobres, para anunciarles la Buena Noticia (cf. Lc 4,43):
evangelizare pauperibus misit me. Belarmino lo expresa con fuerza y elegancia en una
época en la que el clero católico era muy frecuentemente reacio a realizar el ministerio
de la predicación:
Jesús de Nazaret predicó en el Templo, en las sinagogas, en las casas privadas, en los campos, en los montes, en
los desiertos, en la tierra y en el mar; a muchas personas y a pocas personas, a uno solo, como Nicodemo y la
samaritana. Oraba incluso todas las noches, y hacía milagros. Pero la oración era la preparación de la
predicación y los milagros eran la confirmación de la predicación. Por tanto, ¿quién se avergonzaría de predicar
cuando fue este el primer oficio de la primera persona de todo el mundo?
Es necesario clarificar que Belarmino usa las palabras «predicar» y «predicador» con
un sentido mucho más amplio que el simple comentario litúrgico de la Palabra de Dios
escrita por los hebreos.Se trata, de hecho, de toda palabra que sale de los labios de
Jesús. En efecto, él recupera la antigua missio de los profetas de anunciar la Palabra de
Dios; es más, cumple esta Palabra de modo absoluto y sublime. Jesús de Nazaret conjuga
la enunciación de una Palabra de Dios nueva y eterna y el comentario de la Palabra de
Dios ya transmitida a Israel. Une en él las dos figuras veterotestamentarias del profeta y
del maestro de la Ley. La figura de Cristo predicador constituye, por consiguiente, un
caso único e históricamente insuperable.
No obstante, aquel Hijo que genera una multitud de hijos fue capaz de transmitir en
19
gran parte su conocimiento y su praxis a sus discípulos. Si bien ellos no eran la Palabra
de Dios eterna y encarnada, sí sería dada a ellos la potestad de prolongarla, de realizarla,
de actualizarla y cumplirla con sus gestos y palabras. Los discípulos se convierten en
apóstoles al ser enviados a predicar la Palabra de Dios cumplida en Jesucristo. Los
Hechos de los Apóstoles nos muestran así a los seguidores de Jesús, que se extienden por
las regiones del Imperio romano comentando en las sinagogas y en las plazas públicas
tanto la vida de Jesús como la Escritura hebrea (Ley, profetas, sapienciales, etc.) que él
llevó a su cumplimiento. El escriba se convierte en discípulo cuando sabe sacar del
tesoro de la Palabra no solo su enseñanza antigua, sino también la interpretación de los
eventos nuevos que se encontrará después en la vida. La predicación vincula así la
palabra dicha y el evento nuevo.
Después, progresivamente, algunos apóstoles escribieron cartas que fueron
consideradas como Palabra de Dios verdadera y propia, mientras que la vida de Jesús fue
puesta por escrito por cuatro autores: el canon del Nuevo Testamento se estaba
formando, mientras que el del Antiguo Testamento, acogido por los cristianos, se
consolidaba. La predicación cristiana se convirtió en primer lugar y esencialmente en un
comentario sobre la Escritura judía y cristiana, la Sacra pagina. Sin embargo, el carácter
profético de la predicación de Jesús tenía que seguir habitando en la predicación
cristiana. No podía contentarse con ser un comentario a la Ley: Jesús, profeta y
predicador, llevaba a la Iglesia por los caminos múltiples y llenos de vida de la Palabra
de Dios viva. Hoy también la Iglesia desea continuar y llevar adelante este magnífico
tipo de predicación.
Pero ¿cómo llegó a distinguirse la predicación cristiana de la judía? Obviamente, si
bien la forma de la predicación realizada en las sinagogas judías como comentario a la
Escritura fue retomada por la Iglesia, se produjo un cambio enorme en el contenido de la
predicación. La tesis radical de Jesús en Nazaret era que él mismo llevaba a su
cumplimiento la profecía de salvación y de liberación transmitida por Isaías: «Este
pasaje de la Escritura se ha cumplido hoy mismo en presencia de ustedes» (Lc 4,21).
Esta tesis, que es fundamental para la fe cristiana, era un escándalo para un pueblo que
no estaba ya habituado a contar con profetas vivos y físicamente presentes que pusieran
en cuestión su fe y su estilo de vida. Jesús exacerbaba aún más la situación al
compararse con los profetas antiguos que habían huido de Israel y realizaban milagros
entre los paganos en lugar de hacerlos en medio de un pueblo infiel e idólatra. Jesús
predicaba, y su vida y muerte cambiaron completamente el modo en el que sus
seguidores hablaban de Dios, lo percibían, lo imaginaban y lo experimentaban. Los
evangelistas tratan constantemente de mostrar que Jesús, mediante su vida, es la
explicación, la clave de lectura y de interpretación del Antiguo Testamento. El
entramado frecuente en los evangelios de citas de los salmos y de profecías
veterotestamentarias trata de establecer que para los cristianos comentar la vida de Jesús
es comentar un comentario vivido, cumplido y aún viviente de la Escritura hebrea.
A su vez, los apóstoles recibieron de Jesús resucitado la misión de predicar: «Vayan
por todo el mundo y proclamen a todos la buena noticia» (Mc 16,15). En Hch 2,14-40
20
vemos a Pedro predicando extensamente, en el día de Pentecostés, sobre el hecho de que
Jesús ha cumplido las profecías de Joel y los salmos de David. Sin embargo, no toda la
predicación de los apóstoles era tan apasionante como la de Jesús: en Tróade, el joven
Eutiquio cayó del tercer piso y casi muere, porque Pablo divagaba (Hch 20,9).
Afortunadamente, ¡las dotes de curación que Pablo demostró en Tróade se revelaron
mejores que sus dotes de predicador! Cuando nos desalentamos porque nuestra
predicación aburre a nuestros fieles, hacemos bien en trabajar para mejorarla, pero
también nos hará bien pensar en las desafortunadas ocasiones del príncipe de los
apóstoles ¡y reírnos de nosotros mismos!
Poco a poco, mientras tomaba forma el Nuevo Testamento, los padres apologetas
predicaban sobre la Palabra de Dios escrita. Está atestiguado desde muy pronto que la
eucaristía concedía un gran espacio a la predicación sobre el Antiguo Testamento y el
Nuevo Testamento. Justino Mártir afirma que:
Y en el día que se llama del Sol se reúnen en un mismo lugar los que habitan tanto las ciudades como los
campos y se leen los comentarios de los apóstoles o los escritos de los profetas por el tiempo que se puede.
Después, cuando ha terminado el lector, el que preside toma la palabra para amonestar y exhortar a la imitación
de cosas tan insignes (Primera apología LXVII 3-4).
Ciertamente, esta vocación a presidir una asamblea y a predicar no es una llamada tan
directa como la vocación de los profetas del Antiguo Testamento. Pero es a este
ministerio al que llaman la comunidad y el Espíritu que vive en ella. En la Iglesia
naciente, por consiguiente, predicar es también una vocación profética, en continuidad
con la misión profética de Jesús.
Concluyendo, la figura del apóstol que es enviado a predicar une la dimensión
profética del judaísmo antiguo al comentario de la Palabra del judaísmo posexílico,
unión iluminada por la figura de Cristo. El predicador actual enriquece
considerablemente la concepción de su misión si tiene en cuenta todos estos elementos
que generaron su ministerio. Recordar estas figuras del pasado nos ayuda a comprender
la llamada a predicar en la actualidad.
21
El predicador en el «primer manual de homilética»
Para completar esta introducción bíblica, veamos cómo se representa la figura del
predicador en la literatura patrística. Analizamos en particular el «primer manual de
homilética» del mundo antiguo, a saber, De doctrina christiana de Agustín de Hipona.
En esta obra, como veremos, la figura del predicador es interpretada a la luz de la del
rhetor del mundo latino.
Ya obispo, san Agustín comienza a interesarse por la predicación confiada a los
clérigos. Pese a la importancia atribuida a la gracia, De doctrina christiana pone de
relieve, ya en su misma estructura, la importancia del estudio y de la formación para la
predicación. De los cuatro libros que componen esta obra, los tres primeros se dedican a
las cosas que deben saberse, es decir, las verdades de fe (el primer libro) y cómo
encontrar y clarificar los contenidos bíblicos que hay que transmitir (el segundo y el
tercer libro sobre las reglas hermenéuticas); solo el cuarto libro, escrito treinta años
después, se ocupa de cómo comunicar lo que ha sido encontrado, es decir, las reglas de
la elocuencia, que, con el tiempo, se convertirán en las reglas clásicas de la homilética.
Desde la introducción a la obra, Agustín subraya la gran importancia que tiene
prepararse para anunciar el Evangelio. Él le confiere a esta reflexión un corte teológico
preciso: la predicación es una mediación entre la Escritura y los oyentes. Al igual que la
gracia, el predicador sirve de mediador. Relee esta obra de mediación de las cosas
divinas a semejanza de la dinámica que se instaura en el aprendizaje de las cosas
humanas: al igual que para aprender a leer usamos reglas que poco a poco asimilamos
hasta memorizarlas totalmente, así también elpredicador realiza una actividad de
acercamiento a las verdades de fe hasta desaparecer para dejar que el oyente entre
directamente en contacto con la Palabra.
Y es aquí donde emerge el motivo teológico principal por el que Agustín se lanza al
tema de la mediación, que está relacionada con el seguimiento de Cristo, el «único
Mediador» (1 Tim 2,5). Los cristianos solo pueden entender la mediación en términos
cristológicos. Dios ha elegido esta vía de la mediación en general no para humillar la
naturaleza humana sino para exaltarla: como ya hemos dicho, Dios mismo se deja
expresar a través de palabras humanas. En este sentido, es interesante que Agustín hable
de algunos ejemplos de predicadores que funcionan como mediadores de Dios para otros
hombres: Ananías para Pablo, Pedro para Cornelio y Felipe para el eunuco de Candace.
Precisamente porque Dios ha elegido la vía de la mediación, los signos desarrollan
una función central en la predicación. Desde sus estudios de juventud, Agustín estuvo
siempre fascinado por la función mediadora de las palabras. Su formación como retórico,
es decir, como experto en los discursos, estuvo fuertemente influida por la doctrina
estoica del signo (lo que está en lugar de otra cosa y remite a ella), pero también por las
teorías de los gramáticos alejandrinos que reconocían en las palabras esta función de
22
mediación (las palabras están en lugar de las cosas a las que se refieren).
En el conjunto tan amplio de los signos, las palabras tienen para Agustín una función
central. Las palabras son eficaces y pueden transmitir contenidos, entrando en la
interioridad de quien escucha. También sirven para evitar la pretensión de una
comprensión inmediata por parte del hombre de lo que Dios quiere comunicar. En este
sentido, Cristo, el Verbo, la Palabra por excelencia, es igualmente el mediador por
excelencia y no hay salvación sin él. Las palabras, verba, participan, por tanto, de esta
suprema obra de mediación realizada por Cristo, que reconcilia a Dios y al hombre.
La función mediadora de las palabras le permite también a Agustín subrayar la
función de la institución eclesial, en un contexto en el que las herejías amenazaban con
dividir a la cristiandad mediante interpretaciones parciales e individuales. Justo por esto,
la función del orador no puede nunca prescindir de aquellas verdades de fe que Agustín
recuerda en el primer libro de De doctrina christiana: si es efectivamente verdad que las
interpretaciones pueden ser múltiples, estas no pueden contradecir nunca las verdades de
fe. Toda interpretación por parte del orador debe verificarse por consiguiente con esta
red de protección que Agustín teje al inicio de su obra, en el sentido de que en el primer
libro recoge las verdades de fe casi como advertencia para el trabajo del orador. Por
último, la eficacia de las palabras garantiza también la de la predicación: los ninivitas,
por ejemplo, se convierten por la eficacia de la predicación de Jonás, a pesar de los
límites y las perplejidades del profeta predicador.
En este juego de mediación, Agustín no oculta, sin embargo, el carácter ambiguo de
los signos. Por esto, dedica el segundo y el tercer libro a las reglas de hermenéutica: es
necesario, por ejemplo, conocer las lenguas en las que están escritos los textos, el
significado de los términos en un determinado contexto cultural, el sentido de los
símbolos en las culturas en las que ha nacido el texto y poner en relación una expresión
con el contexto en el que está inserta. Antes de predicar hay por tanto que estudiar, ¡y
este consejo del «primer manual de predicación» cristiano es válido también hoy!
La reflexión de Agustín aborda entonces la superposición de la función de mediación
del signo con la de la gracia. La relación entre estos dos planos se desarrolla claramente
en el cuarto libro, donde Agustín comenta cómo comunicar la Palabra para que sea
eficaz como lo es la gracia. La acción del orador se relee a la luz de la nueva concepción
agustiniana de la gracia. En este cuarto libro, Agustín se ocupa de la elocuencia, siempre
con referencia a su servicio a la predicación. Como también nosotros hemos propuesto
en este capítulo, Agustín relee la figura del predicador a partir no tanto de la figura de los
rhetores del mundo latino, sino utilizando ejemplos del Antiguo Testamento (sobre todo
el profeta Oseas) y del Nuevo Testamento (sobre el apóstol Pablo).
Puesto que las palabras del orador deben ser eficaces como lo es la gracia de Dios,
Agustín relee la acción del orador a través de tres verbos clásicos de la retórica latina:
docere, dilectare, flectere. En la base de la predicación está la enseñanza (docere), que
para Agustín constituye un nivel ineludible. En efecto, a veces puede faltar el placer de
la oratoria (dilectare) y puede también suceder que no se logre influir (flectere) en el
23
comportamiento de quien escucha, pero el predicador no puede sustraerse nunca a la
tarea de enseñar. En el caso del predicador, a diferencia de la retórica clásica, Agustín no
insiste en la función de dilectare. A veces, recuerda en cambio Agustín, es necesario
llegar a flectere en el corazón de quien escucha, es decir, se requiere llegar a persuadir,
así como la gracia es capaz de vencer todas las resistencias del hombre. De este modo,
Agustín construye una analogía muy estrecha entre predicador y función de la gracia,
llegando a considerar al predicador como un instrumento privilegiado mediante el que la
gracia consigue su meta. Huelga decir que de este modo Agustín pone en guardia al
predicador para que sea el primero en dejarse curar por la acción eficaz de la gracia.
Como los signos deben curarse de la ambigüedad mediante las reglas de la
hermenéutica, así el corazón del creyente, y ante todo el del predicador, debe curarse
del pecado mediante la gracia.
Aunque no sea su objetivo principal, la predicación puede llegar a persuadir, sobre
todo cuando implica la invitación a un cambio con vistas a la acción. En este caso, el
predicador deberá intervenir de un modo que sea escuchado con obediencia (ut
oboedienter audiatur).
¿Qué luz arroja sobre la figura del predicador cristiano este primer manual de
homilética? Lo que mueve a Agustín a escribir De doctrina christiana es su
preocupación de pastor ante las interpretaciones diferentes que se difundían sobre las
verdades de fe y que habían dado lugar a diversas herejías que afectaban a la salvación
de los fieles. Por tanto, el primer objetivo de la homilía es didáctico, es decir, el docere.
Para este objetivo, en efecto, hemos visto cómo reserva una particular atención al estudio
para interpretar la Escritura y a todo lo que puede hacer eficaz la predicación. Gracias a
su formación retórica, la gran contribución de Agustín, además de la reflexión sobre la
gracia eficaz, reside en haber comprendido lo que desde una perspectiva humana
contribuye a la comunicación eficaz de los contenidos de fe. En nuestra «galería de
retratos de los antepasados» podemos colocar ahora la figura del orador junto a la figura
del profeta, del comentarista, de Cristo y del apóstol.
Pese a la diversidad de estas figuras emerge, no obstante, la convicción de que el
objetivo central de la predicación es anunciar la salvación de Dios y, en consecuencia,
llamar a la conversión. Pero resulta igualmente claro que no se puede predicar sin tener
la consciencia de haber sido llamado. El predicador no se envía a sí mismo, sino que es
siempre invitado y enviado por Otro a anunciar la salvación. Puede resultar útil, por
consiguiente, detenernos en el próximo capítulo a reflexionar sobre esta meta salvífica.
Los antepasados del predicador moderno
Antiguo Testamento: Moisés, Jeremías, Jonás, Ezequiel, Elías…
Nuevo Testamento: Jesús, Pablo, Pedro, María Magdalena y todos los apóstoles…
Cristianismo de los primeros siglos: Justino, Ireneo, Agustín, Juan Crisóstomo…
Preguntas: ¿A qué figura de los antepasados me siento cercano? ¿Quién sería mi «santo patrón» a la hora
de predicar? ¿Qué característicade él trato de imitar cuando predico?
24
2
SE PREDICA NO TANTO POR PREDICAR, CUANTO POR
SALVAR A QUIEN ESCUCHA
La materia de la predicación es la Palabra de Dios, palabra de misericordia y justicia,
que anuncia la salvación y exige la conversión. Solo alguien que ha escuchado esta
Palabra de Dios tan variada, sabrosa y salvífica, puede anunciarla a los demás de modo
profético. Tal es lo que emerge del estudio precedente de la figura de los predicadores,
profetas y comentaristas en la Sagrada Escritura.
Pero quizá no nos resulta todavía bastante claro la finalidad o el objetivo de la
predicación. Lo podemos enunciar así: no se predica tanto por predicar, cuanto por
salvar a quien escucha. El beato John Henry Newman lo formula muy bien en el título
de un sermón pronunciado en la fiesta de la Purificación poco después de haber sido
recibido en la Iglesia católica: The Salvation of the Hearer the Motive of the Preacher,
«La salvación del oyente debe motivar al predicador» (2 de febrero de 1849).
Lo sabemos aun cuando lo olvidamos: la salvación de las almas es el principio más
elevado de la vida cristiana. Incluso el Código de Derecho Canónico concluye con un
canon pertinente al respecto: «Prae oculis habita salute animarum, quae in Ecclesia
suprema semper lex esse debet» (can. 1752). La salvación de las almas debe ser siempre
la ley suprema en la Iglesia. Pero ¿pensamos en ello cuando predicamos? ¿Pensamos en
ello cuando nos preparamos para predicar? ¿Pensamos en la salvación de nuestros
oyentes, no solo en la eternidad, sino en el aquí y el ahora?
A la luz de la «urgencia de la predicación» actual, nuestras homilías deben adoptar
una clara orientación soteriológica, bien explícita o implícitamente. Veamos a
continuación por qué y cómo.
25
La urgencia actual de la predicación
¿Qué importancia tiene hoy la predicación en la Iglesia católica? ¿Cuánto espacio y
tiempo se le dedica? Ciertamente, tiene una mayor importancia que antes del concilio
Vaticano II. Pero no es verdad que después de Trento no se produjera un despertar de la
necesidad de predicar y de predicar bien: en el contexto de la reforma de la Iglesia
romana y de la lucha contra la expansión en Europa del luteranismo, que daba gran
relevancia al sermón dominical, ya hemos visto cómo Belarmino exaltaba la figura de
Cristo predicador para animar al clero a predicar a menudo y bien. Tampoco es verdad
que antes de Trento no existieran predicadores excelentes: siempre ha habido grandes
predicadores e incluso varias edades de oro de la predicación, desde los padres
apologetas y los padres de la Iglesia hasta los monjes reformadores y los frailes
mendicantes. Después de cada reforma histórica de la Iglesia han surgido siempre
predicadores relevantes, a veces organizados precisamente como cuerpo de predicadores:
el caso más claro es el de la fundada por san Domingo de Guzmán, pero también los
numerosos seguidores de san Francisco fueron, aunque sin una etiqueta explícita,
predicadores excelentes y eficientes. Después de Trento se produjo un esfuerzo
igualmente vigoroso por parte del clero diocesano y también por parte de las nuevas
órdenes religiosas, entre las que destacan los jesuitas, para ir a las ciudades, las iglesias y
las plazas a predicar la salvación de Dios y la necesidad de la conversión.
Con el paso del tiempo, sin embargo, el entusiasmo tridentino se debilitó, como
después de muchos períodos de «avivamiento» en la Iglesia católica. La reforma y la
uniformización tridentina de la celebración de los sacramentos, algo bueno en sí mismo
(aunque en algunos aspectos excesivamente centralizadora), generó, lamentablemente, a
veces, un cierto descuido de la predicación. Aunque predicara mal, un párroco que
celebrase los sacramentos según las rúbricas era considerado excelente. Bastaba con que
una vez al año llegara un grupo de capuchinos o de redentoristas para enardecer las
almas de los feligreses con predicaciones fervientes y abundantes confesiones. Pero a
medida que en muchos lugares bajaba la calidad de los sermones, volvía a escucharse el
grito eterno de los fieles: «Queremos más y mejores predicaciones».
Cinco siglos después, en el ambiente (del retorno a las fuentes) bíblico y patrístico, los
padres conciliares del Vaticano II no podían hacer caso omiso a la actualidad de ese
grito. Como veremos en el tercer capítulo, el Magisterio reciente de la Iglesia católica no
deja de volver sobre estos dos puntos: predicar es importante, pero la situación real de la
predicación en la Iglesia es hoy, con demasiada frecuencia, pobre. ¿Por qué?
Recordemos las afirmaciones esenciales del Vaticano II sobre la predicación.
Basándose en Rom 10,14-15, Sacrosanctum concilium recuerda que la predicación, en
cierto sentido, precede siempre a la liturgia, para que cuantos la oigan puedan ser
atraídos a los sacramentos:
26
La sagrada Liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia, pues para que los hombres puedan llegar a la
Liturgia es necesario que antes sean llamados a la fe y a la conversión: «¿Cómo invocarán a aquel en quien no
han creído? ¿O cómo creerán en él sin haber oído de él? ¿Y cómo oirán si nadie les predica? ¿Y cómo
predicarán si no son enviados?» (Rom 10,14-15)3 (SC 9).
Volveremos en breve sobre este vínculo entre predicación y salvación que constituye
el núcleo de este segundo capítulo. Por ahora, notemos que el documento conciliar sobre
la liturgia afirma que la predicación no se reduce a la homilía dominical. Además,
recuerda que la proclamación del Evangelio debe sostener a los creyentes en su camino y
llegar a los no creyentes. El contexto magisterial de la recuperación del anuncio del
Evangelio no se limita, por tanto, a la homilía, aunque esta tiene una gran función con
respecto al anuncio, que tratamos ahora de analizar.
A propósito de la predicación litúrgica, Sacrosanctum concilium 24, fiel al ímpetu
escriturístico general del Vaticano II, conecta homilía y Escritura: «En la celebración
litúrgica la Sagrada Escritura tiene una enorme importancia. De ella, en efecto, proceden
las lecturas que después son explicadas en la homilía». Nótese el uso de la palabra
homilía en esta última frase (aun cuando esta forma de hablar no se usa sistemáticamente
en la SC). Por consiguiente, el Vaticano II se distancia de los sermones tridentinos que
remitían a menudo demasiado indirectamente a la Escritura y tendían a ser
exageradamente moralizantes o catequéticos. No solo SC 35 §2 incluye la homilía entre
las normas litúrgicas, sino que insiste en el carácter esencialmente escriturístico y
mistagógico de las predicaciones en el contexto de la liturgia:
Para que aparezca con claridad la íntima conexión entre la palabra y el rito en la Liturgia: […] Por ser el sermón
parte de la acción litúrgica, se indicará también en las rúbricas el lugar más apto, en cuanto lo permite la
naturaleza del rito; cúmplase con la mayor fidelidad y exactitud el ministerio de la predicación. Las fuentes
principales de la predicación serán la Sagrada Escritura y la Liturgia, ya que es una proclamación de las
maravillas obradas por Dios en la historia de la salvación o misterio de Cristo, que está siempre presente y obra
en nosotros, particularmente en la celebración de la Liturgia.
Aparece aquí el giro cristológico que caracteriza a tantos textos del Vaticano II: las
homilías deben siempre, de alguna manera, tratar de hacer entrar a los fieles en el
misterio de Cristo. Este giro cristológico aparece también en SC 52, un párrafo dedicado
específicamente a la homilía:
Se recomienda encarecidamente, como parte de la misma Liturgia, la homilía, en la cual se exponen durante el
ciclo del año litúrgico, a partir de los textos sagrados, los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana.
Más aún, en las Misas que se celebran los domingos y fiestas de precepto, con asistencia del pueblo, nunca se
omita si no es por causa grave.
Esta nueva obligación de la predicación en las misas del domingo y de fiestas de
precepto fue sancionada por Pablo VIen la carta apostólica Sacram liturgiam del 25 de
enero de 1964 (§3), ampliada por el documento de la Sagrada Congregación para los
Ritos Inter Oecumenici del 26 de septiembre de 1964 (§§ 53-54) y finalmente incluida
en el Código de Derecho Canónico de 1983 en el canon 767 §§ 1-4. Según estas normas,
la homilía no solo es obligatoria en la misa del domingo y de las fiestas, sino que es
también «encarecidamente recomendada» en las misas durante la semana, «sobre todo en
27
las celebradas en tiempo de Adviento y de Cuaresma o en ocasión de cualquier
festividad o de un evento luctuoso».
Todo ello es consecuencia directa de la conexión realizada por los padres conciliares
entre la homilía y la liturgia y de la inclusión de la homilía en la Liturgia de la Palabra
para la celebración de todos los sacramentos. Por poner un ejemplo, antes del Vaticano
II no se predicaba en un bautismo; se realizaba el rito prescrito sin la proclamación de un
pasaje de la Palabra de Dios, y, por consiguiente, sin el comentario pertinente. Este nexo
entre Escritura y sacramento se hace más explícito en el decreto Sobre el ministerio y la
vida de los presbíteros (Presbyterorum ordinis):
En la comunidad cristiana, atendiendo, sobre todo, a aquellos que comprenden o creen poco lo que celebran, se
requiere la predicación de la palabra para el ministerio de los sacramentos, puesto que son sacramentos de fe,
que procede de la palabra y de ella se nutre (PO 4).
Este giro tuvo, por consiguiente, un impacto en la celebración del bautismo y de los
demás sacramentos. Pensemos en el «caso límite»: la confesión. Aunque en el
sacramento de la reconciliación administrado a un solo penitente no está prevista la
homilía, el ministro es invitado por las rúbricas a leer un pasaje de la Escritura que puede
comentar. (Un asunto diferente es si se practica o no en muchos lugares; en todo caso, sí
se practica en la celebración comunitaria de la penitencia antes de las confesiones
individuales).
Este renovado equilibrio entre palabras y gestos durante la celebración de los
sacramentos reorienta a su vez la comprensión y la praxis del sacerdocio ministerial.
Con respecto a los presbíteros, PO 4 afirma que:
El Pueblo de Dios se reúne, ante todo, por la palabra de Dios vivo, que con todo derecho hay que esperar de la
boca de los sacerdotes. Pues como nadie puede salvarse, si antes no cree, los presbíteros, como cooperadores de
los obispos, tienen como obligación principal el anunciar a todos el Evangelio de Cristo para constituir e
incrementar el Pueblo de Dios, cumpliendo el mandato del Señor: «Id por todo el mundo y predicar el
Evangelio a toda criatura».
Sin embargo, el concilio Vaticano II, a pesar de las críticas que emergen a veces
contra lo que se considera un excesivo optimismo, demuestra un realismo sobrio sobre la
factibilidad y la facilidad de la predicación en la actualidad: 
Pero la predicación sacerdotal, muy difícil con frecuencia en las actuales circunstancias del mundo, para mover
mejor a las almas de los oyentes, debe exponer la palabra de Dios no solo de una forma general y abstracta, sino
aplicando a circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio (PO 4).
Los padres conciliares tenían ya claro que la homilía es un ejercicio difícil, tanto para
el predicador como para sus fieles.
En todos estos documentos, por consiguiente, el concilio alienta la predicación. Pero
debemos preguntarnos: ¿cambiaron en realidad las homilías a partir de 1965? No cabe
duda de que se ha producido un aumento de la cantidad de las predicaciones, pero
resulta difícil evaluar el aumento de la calidad. Tenemos pocos vestigios de los sermones
parroquiales anteriores al Vaticano II (salvo los de gran calidad, pues se conservaron
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escritos o registrados). Pero hay una fuerte sospecha de que la predicación no haya
mejorado sustancialmente en los últimos cincuenta años, como lo confirman varios
documentos relativos al XII Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios de 2008,
incluida la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini del papa Benedicto, de
2010, y el Directorio sobre la homilía de la Congregación para el Culto Divino, de 2014,
o la Evangelii gaudium del papa Francisco, de 2013. ¿Qué ocurre?
Con respecto a la predicación, el Instrumentum laboris del Sínodo de 2008 hace un
juicio severo implícito, fundado «en la experiencia», y formulado como un deseo: «Cabe
esperar que mejore claramente la homilía» (§33). Conectando de modo pragmático el
puesto de la Escritura en la liturgia y en la homilía, el Mensaje final del Sínodo recuerda
en el §7 que:
Pero el apogeo de la predicación está en la homilía, que aún hoy, para muchos cristianos, es el momento
culminante del encuentro con la Palabra de Dios. En este acto, el ministro debería transformarse también en
profeta. En efecto, él debe con un lenguaje nítido, incisivo y sustancial y no solo con autoridad «anunciar las
maravillosas obras de Dios en la historia de la salvación» (SC 35) –ofrecidas anteriormente, a través de una
clara y viva lectura del texto bíblico propuesto por la liturgia–, pero que también debe actualizarse según los
tiempos y momentos vividos por los oyentes, haciendo germinar en sus corazones la pregunta para la
conversión y para el compromiso vital: «¿Qué tenemos que hacer?» (Hch 2,37).
No puede afirmarse con más claridad que la homilía es una parte crucial de la liturgia
y que el predicador debe tener un carácter determinantemente profético. Posteriormente,
la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini, en el n. 59, vuelve a mencionar la
necesidad de mejorar la homilía, subraya algunos defectos que deben evitarse y anima a
la preparación previa.
Algunas reflexiones teóricas y recomendaciones prácticas emergen también en
Evangelii gaudium con respecto a la homilía (135-159). Recordemos lo que dice el papa
Francisco sobre la situación concreta de la homilía:
La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un pastor con su
pueblo. De hecho, sabemos que los fieles le dan mucha importancia; y ellos, como los mismos ministros
ordenados, muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar. Es triste que así sea. La homilía puede ser
realmente una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente
constante de renovación y de crecimiento (EG 135).
Una reflexión realizada con un sano realismo. ¿Cabe decir que hay que discernir entre
cercanía y distancia, entre tristeza y felicidad? Claramente no: ¡es necesario mejorar las
homilías!
Pero ¿por qué? No es que las predicaciones de hoy sean peores que las de antaño. La
urgencia de la predicación nace en otro lugar, de una situación que en economía se
llama «inflación». Por una parte, la «demanda» de predicación está aumentando, a causa
de la obligación canónica que hemos recordado y de demandas culturales más intensas,
como veremos. Por otra, hay una «oferta» que no siempre está a la altura de esta
demanda: los predicadores no siempre están suficientemente preparados y los fieles son
más exigentes. Y esto crea «la inflación homilética». Examinemos las raíces de la crisis.
El problema de la preparación de los predicadores se plantea a dos niveles. Primero, a
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un nivel más fundamental, a saber, el de la formación, inicial y permanente, del clero
para predicar. Lamentablemente, esta formación es a menudo insuficiente o incluso
totalmente inexistente. Nuestro libro se dirige en gran medida a dar una respuesta en este
nivel fundamental de formar inicial y permanentemente a los predicadores. Pero la
preparación de los predicadores se revela deficitaria en otro nivel más particular: nos
referimos a la falta de preparación de cada homilía, un problema sobre el que
volveremos en el capítulo tercero. Dos niveles, por consiguiente, de falta de preparación.
Por otra parte, los fieles se han hecho más exigentes con los predicadores. En un nivel
fundamental, la pregunta que los fieles hacen a los predicadoreses la que los griegos
hicieron al apóstol Felipe en Jn 12,21: «Señor, queremos ver a Jesús». Puede parecernos
insólito interpretar este versículo a la luz de la predicación. Debemos saber, sin embargo,
que frecuentemente está inscrito en la parte de atrás del ambón en las iglesias de Estados
Unidos para recordar al predicador la petición permanente que le hacen los fieles:
«¡Padre, queremos ver a Jesús gracias a las palabras de la predicación!». Ahora bien, este
deseo es una exigencia constante en la Iglesia. Evangelii gaudium lo subraya:
«Renovemos nuestra confianza en la predicación, que se funda en la convicción de que
es Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador y de que Él despliega su
poder a través de la palabra humana» (EG 136). Este es el nivel más fundamental de la
exigencia de los fieles con respecto al predicador.
Pero existe también en estos tiempos, en numerosas regiones del mundo, un cambio
cultural de las exigencias circunstanciales de los fieles. En muchas zonas han terminado
los tiempos en los que el predicador era la persona más culta y quizá también la más
preparada espiritualmente. Una educación escolar y universitaria mucho más extendida,
las exigencias más altas en el mundo profesional, la difusión global de los mass media y
de las redes sociales, han llevado a que los fieles sentados en el banco sepan más,
incluso mucho más que el predicador sobre variados temas teóricos y prácticos. La
formación espiritual de los fieles laicos los ha llevado a integrar y realizar demandas
espirituales muy elevadas, al menos más elevadas que anteriormente. Es una situación
inédita y que debe llevar a los predicadores a crecer en humildad. Actualmente, no
deberían, por tanto, enseñar cuando predican (como se debía hacer en la época de
Agustín), sino más bien despertar lo que ya saben para que lo pongan en práctica. El
objetivo en la actualidad no es enseñar, sino evocar.
Esta «urgencia de la predicación» se pone de relieve sobre un fondo de cambios
culturales más grandes. Fortalecer la fe es un enorme desafío, pues la cultura occidental
está azotada por fuertes vientos. Viviendo según lo que Michael Paul Gallagher llama los
«Diez mandamientos de la posmodernidad radical»4, Occidente se fía cada vez menos de
la razón, de la historia, del progreso, de los metarrelatos, del yo, de los valores, de las
instituciones, de Dios, de la productividad y de la uniformidad. Como toda persona
comprometida en ser «pescador para el Reino», el predicador contemporáneo se
encuentra arrollado por una tempestad marítima y solo puede esperar que Jesús le
muestre cómo afrontar las aguas turbulentas de la posmodernidad. ¡Pero no perdamos la
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confianza! Como saben muy bien los pescadores, algunos de los mejores peces se pescan
en aguas turbulentas.
En este marco de tensión entre demanda aumentada y ofrecida no siempre a la altura,
ha llegado el momento de señalar algunos de los errores más frecuentes en la
predicación, no para hacer una crítica fácil, sino para mejorar su eficacia salvífica, pues
el predicador colabora con la gracia.
La urgencia de la predicación
Hoy más que nunca se habla de la urgencia de predicar, según indican el Magisterio, la exigencia de los
fieles y los desafíos de la cultura posmoderna.
Preguntas: En los varios contextos donde soy llamado a predicar, ¿qué desafío –religioso, cultural, social,
económico, político, etc.– me parece más urgente? ¿Cómo podrían ayudar mis homilías a afrontar estos
desafíos, domingo tras domingo, sin cansar a los fieles ni a mí mismo por exceso de repetición?
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Donde aprieta el zapato
Como decía Polibio de Megalópolis, «es fácil criticar, pero el arte es difícil»
(Historias XII, XI 25c,5). No se trata de criticar demoledoramente, de disparar a los
predicadores que con valentía afrontan el ambón no solo cada domingo, sino también en
funerales, matrimonios, bautismos, a veces ante personas que no conocen la Iglesia o la
fe católica, o, incluso, que le son abiertamente hostiles, por motivos a veces difícilmente
inteligibles.
¿Qué tratamos entonces de hacer aquí? En cierto modo, enfatizar, un poco a modo de
caricatura, algunos defectos recurrentes de las homilías para mostrar los lugares donde
aprieta el zapato y sacar de ellos las pistas para mejorar. Cada predicador tiene sus
puntos fuertes y sus puntos débiles. Algunos dicen que cada predicador tiene un solo
tema sobre el que regresa siempre en todas sus predicaciones, directa o indirectamente.
No es el objetivo llegar a ser unos fuera de serie de la predicación, sino identificar los
grandes defectos que deben evitarse.
Podemos clasificar las dificultades en dos grandes categorías: errores de forma y
errores de fondo. Deben evitarse tanto como sea posible. Pero, querido lector, te
rogamos que al leer las páginas siguientes no seas como aquel que hojea un diccionario
de medicina y entra en pánico repitiendo: «¡Oh, tengo los síntomas de todas estas
enfermedades!». No seamos unos hipocondríacos de la homilética. Seamos
sencillamente conscientes de los peligros que los predicadores encuentran más
frecuentemente.
Errores de forma:
• Falta de preparación. Cualquiera que haya sido la preparación remota recibida en el
seminario, un error típico es la falta de preparación inmediata de la homilía. Existen
miles de buenas razones o de pésimas excusas para no preparar la homilía: reuniones,
coloquios, problemas personales, sobrecarga de trabajo. Pero estos motivos llevan sin
falta a una gran superficialidad que cansa mucho a los oyentes. En el noviciado de los
jesuitas en Lyon, Francia, vivía un gran poeta jesuita ya anciano, el padre Didier
Rimaud. Ocasionalmente, cuando le tocaba presidir la misa diaria, decía humildemente:
«Desde esta mañana trato de ver qué podría deciros sobre este Evangelio y no lo
consigo. Os pido disculpas y os propongo que oremos juntos unos minutos en silencio».
De parte de un gran maestro espiritual y de un gran poeta, esta franqueza y esta
humildad nos edificaban mucho. Obviamente, no es lo ideal presentarse ante el ambón
con demasiada frecuencia y no decir palabra; es más, habría que evitarlo. Pero habría
que evitar aún más ponerse ante el ambón sin preparación y pensar que los fieles no se
darán cuenta. Veremos en el próximo capítulo cómo prepararse bien para una
determinada predicación. En el caso peor, sin embargo, en las misas de la semana sería
mejor confesar la falta de tiempo o de inspiración y orar en silencio unos minutos, con
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los fieles presentes. A veces, la mejor homilía será aquella en la que, en lugar de hablar,
invitemos a la asamblea a contemplar en silencio.
• Ausencia de un mensaje central. La falta de preparación tiene a menudo como
consecuencia la ausencia de un mensaje central, aunque este gran problema formal puede
producirse, lamentablemente, incluso cuando ha sido preparada la homilía. Uno de los
problemas más frecuentes de los predicadores es el de no sentarse con tranquilidad, antes
de predicar, y preguntarse: «Dicho en pocas palabras, ¿qué mensaje quiero comunicar a
los fieles el domingo próximo?». Si el predicador no tiene una idea que comunicar a la
gente, puede estar totalmente seguro de que tampoco la gente sabrá de qué ha querido
hablar. Existe una expresión cruel para designar a un predicador que habla de todo y de
nada: «Nos ha predicado la religión», es decir, ha hecho el recorrido por los misterios de
la fe, desde la Santísima Trinidad a la Inmaculada, pasando por la encarnación, la Pascua
y los sacramentos ¡en quince largos minutos! Es verdad que exige un gran sacrificio
resignarse a abordar una sola gran cuestión durante una homilía. Pero el riesgo, en caso
contrario, es que los fieles no se acuerden de lo que se ha dicho. La eficacia soteriológica
de la predicación depende en gran medida de haber delimitado claramente el tema de la
homilía.
• Duración excesiva. Otro defecto de las homilías no preparadas –a veces también de
las preparadas– es su duración abusiva. En los noviciados jesuitas se enseña: «No más

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