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15 La Europa moderna autor Biblioteca Nacional de España

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LA CAÍDA de Constantinopla en poder de losturcos otomanos ha sido una de las fechas tra-
dicionalmente manejadas para poner fin a la Edad
Media. Sin embargo, también se ha considerado la
importancia del papel jugado por la expansión de
Europa fuera de sus fronteras como una mayoría
de edad que realmente señala el comienzo de los
tiempos modernos. En este sentido, la ocupación
completa del espacio físico europeo y la extraver-
sión a otros continentes sería la verdadera fecha que
serviría de bisagra. La transición se operaría así du-
rante la época de los descubrimientos y frente a
1453 sería más oportuno adoptar la fecha de 1492,
que señala el protagonismo de Europa en un he-
cho trascendental de la historia de la humanidad:
la apertura de la comunicación entre los cinco con-
tinentes, el surgimiento de un solo mundo, la apa-
rición de una verdadera historia universal.
El más conocido y más influyente de todos los via-
jeros medievales fue sin duda el veneciano Mar-
co Polo. Incorporado a la segunda expedición co-
mercial emprendida por su padre Niccolò y por su
tío Maffeo (mercaderes venecianos instalados en
Constantinopla que entre 1260 y 1269 habían se-
guido la ruta de caravanas de Asia central llegan-
do a Pekín), Marco Polo no solo anduvo durante
veinte años por las rutas del mundo dominado por
los mongoles (entre 1271 y 1291), sino que per-
maneció durante mucho de este tiempo en la propia
La Europa moderna
Representación de un banquete de Kubilai Jan, 
el emperador que acogió a Marco Polo. 
Livre des merveilles. 
Bibliothèque nationale de France.
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corte de Kubilai Khan en Cambalic (la actual Pe-
kín, donde se había trasladado la capitalidad des-
de Karakórum), antes de emprender el regreso y
alcanzar Venecia en 1296. Su experiencia no solo
fue importante por sí misma, sino sobre todo por-
que la dejó reflejada por escrito, dictando el rela-
to de sus aventuras a su compañero de celda en las
cárceles genovesas, Rustichello de Pisa, y permi-
tiendo así que el texto en francés, el Livre des mer-
veilles du monde (también conocido como Il mi-
lione), fuera rápidamente difundido por toda
Europa y contribuyera a divulgar la imagen del fa-
buloso y lejano país de Catay (la China del norte
para los mongoles) entre sus coetáneos y entre mu-
chas generaciones posteriores, convirtiéndose en
un incentivo para futuros exploradores de otros
mundos.
La primera expansión europea fuera de sus fronteras
fue en buena medida el fruto de una expansión in-
terna anterior en el tiempo. En efecto, a partir de los
años centrales del siglo XV todos los indicadores coin-
ciden en señalar, especialmente para la Europa 
occidental, el comienzo de un proceso de crecimien-
to que se mantendrá constante a lo largo de más de
una centuria, el primer esbozo de una coyuntura
favorable. El impulso provendría, en primer lugar,
del aumento de la población que, olvidadas las terri-
bles consecuencias de la peste negra y cerrado un pe-
riodo de guerras interminables, como la de los Cien
Años entre Francia e Inglaterra (1337-1453), vol-
vería a ocupar los territorios abandonados en lo más
profundo de la crisis y a protagonizar un vigoroso sal-
to adelante que reconstruiría el tejido constituido por
la sucesión de los numerosos núcleos rurales y jalo-
nado por la presencia de unas ciudades que también
aumentan sus efectivos a la par que multiplican y di-
versifican sus funciones como dispensadoras de ser-
vicios económicos, políticos, administrativos o cul-
turales. El crecimiento de la economía empieza en el
campo, donde se produce un proceso de recupera-
ción de la superficie cultivada, un proceso de recon-
quista del suelo para una agricultura que garantiza la
subsistencia de la población. La abundancia de las
cosechas potencia el sector industrial, especialmente
la manufactura textil, pero también toda otra serie
de artesanías tradicionales, desde el vidrio al cuero,
desde el papel a la cerámica hasta llegar a la metalur-
gia del hierro y del cobre o también del oro y la pla-
ta. Los intercambios conocen un progreso extraordi-
nario, que estimulan las innovaciones en el terreno
de los transportes y de los instrumentos mercantiles
(seguros, compañías, contabilidad, corresponsalías)
y financieros (letras de cambio, instituciones banca-
rias), así como potencian nuevas rutas, como la que
intercambia lana contra tejidos en el Atlántico o la-
na contra productos orientales en el Mediterráneo
o la que atraviesa el Sund para verter trigo en los mer-
cados de la Europa occidental. Finalmente, este au-
ge del tráfico mercantil exige para evitar su estrangu-
lamiento la multiplicación de los medios de pagos,
fomentando la minería de la plata, con la puesta en
explotación de nuevos yacimientos en el Tirol, en Bo-
hemia, en Sajonia. Yacimientos que no bastan, ha-
ciendo preciso el drenaje del oro africano, así como
la búsqueda de nuevas fuentes de metal precioso. De
este modo, la expansión interior crea las necesidades
que exigen la expansión exterior.
Efectivamente, las primeras motivaciones de los des-
cubrimientos son de índole económica. Por un lado,
el «hambre del oro» empuja a los europeos hacia las
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fuentes del metal dorado subsahariano, lo que exige
bordear la costa occidental africana. Por otro lado, las
necesidades alimenticias han aumentado tanto por
el crecimiento de la población como por la difusión
de nuevos hábitos de consumo más refinados que
han hecho su aparición por el Mediterráneo de la ma-
no de los mercaderes venecianos especializados en la
distribución de los productos arribados con las cara-
vanas procedentes de las regiones extremo-orienta-
les: es el caso del azúcar y de las especias, convertidas
en un elemento imprescindible de la gastronomía eu-
ropea y amenazadas de carestía y rarefacción tras la
instalación de los turcos otomanos en Constanti-
nopla (ahora Estambul) y pronto (1517) en El Cai-
ro. Otras motivaciones son de índole política, o más
bien geopolíticas: la nobleza lusitana y la nobleza cas-
tellana tratan de cruzar el estrecho de Gibraltar pa-
ra proseguir la Reconquista. Y existen también mo-
tivaciones religiosas, singularmente el proselitismo
cristiano, el ansia de evangelización.
Asimismo, se han aducido razones de tipo mental pa-
ra explicar el impulso que llevó al descubrimiento de
los nuevos mundos. Por una parte, los científicos y
los humanistas del Cuatrocientos no solo han con-
tribuido a desterrar los prejuicios heredados sobre
el «mar tenebroso», sino que han puesto a disposi-
ción de los navegantes una serie de textos clásicos y
una serie de observaciones astronómicas que han fun-
damentado las expectativas de éxito en la exploración
de nuevos espacios. Por otra parte, el deseo de cono-
cimiento del uomo universale del Renacimiento ha
inducido a la verificación de las hipótesis y al desve-
lamiento de las realidades protegidas por la supersti-
ción medieval. Finalmente, el sentimiento prometei-
co de unas sociedades empeñadas en un proceso de
secularización de la actividad del hombre sobre la tie-
rra ha empujado también a la acción, a la ruptura de
las barreras, a la superación de los límites, a la aboli-
ción de las trabas mentales heredadas del pasado. De
ese modo, la empresa de los descubrimientos fue tam-
bién una aventura del espíritu europeo.
Necesidad económica, exigencia geopolítica, voca-
ción evangelizadora, afán de aventura: una combi-
nación explosiva. Ahora bien, estas incitaciones
se hicieron apremiantes precisamente en el momen-
to en que fueron viables. La empresa de los des-
cubrimientos fue posible gracias a la capacidad fi-
nanciera de los mercaderes, gracias a la voluntad
política de los Estados y gracias a las invenciones
técnicas puestas al servicio de los expertos en la na-
vegación. Si el armamento de las expediciones des-
tinadas a la exploración del Atlántico exigió la in-
versión y la capacidad de organizaciónde las
compañías comerciales, no fue menos importante
el apoyo brindado por las monarquías ibéricas a las
grandes empresas que llevaron los barcos de Vas-
co de Gama o de Cristóbal Colón hasta las Indias
orientales y occidentales. Sin embargo, tales hechos
no fueron el producto de decisiones puntuales,
sino el fruto de la aplicación a estos objetivos de
una serie de recursos técnicos que procedían de un
patrimonio experimental que había aumentado sin
cesar en los tiempos bajomedievales: es el caso de
la brújula, del astrolabio, de la cartografía y, final-
mente, de la puesta a punto de un barco que supe-
rase las carencias de los utilizados en las explora-
ciones de los siglos anteriores (la galera o el barco
redondo), cosa que ocurrió cuando los portugue-
ses, a través de sucesivos tanteos, fueron perfilan-
do en torno a 1440 lo que habría de ser la carabela:
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una nave larga (con una proporción de tres a uno
entre la eslora y la manga), dotada de velas cuadra-
das motrices diseñadas para aprovechar el viento
de popa y de velas latinas triangulares capaces de
barloventear (es decir, de navegar a la bolina, de
servirse también en su avance del viento en con-
tra), de porte reducido (entre unas 40 y un máxi-
mo de 100 toneladas) pero capaz de ofrecer espa-
cio al rancho, a la tripulación y a un contingente
de soldados. La carabela se convertiría en el instru-
mento imprescindible de las primeras navegacio-
nes oceánicas, en el fundamento material de los de-
cisivos descubrimientos geográficos del siglo XV. 
Los primeros grandes éxitos de la exploración fue-
ra de Europa fueron debidos a Portugal. Si la toma
de la plaza de Ceuta fue la primera expresión de su
vocación africana (1415), el diseño sistemático de la
exploración y ocupación del litoral de aquel conti-
nente se debió en su mayor parte a la iniciativa del
infante Don Enrique, llamado el Navegante, gober-
nador del puerto de Lagos y gran maestre de la Or-
den de Cristo, que fundó en el promontorio de Sa-
gres, en la región del Algarve, un centro de
investigación y de fomento de la navegación oceá-
nica atendido por un selecto grupo de físicos o as-
trónomos, cosmógrafos, cartógrafos y pilotos expe-
rimentados que mandó reclutar por toda Europa. La
llamada por analogía «Escuela de Sagres» fue en cual-
quier caso un punto de referencia obligado para la
primera fase de la política de expansión portuguesa.
Esta primera etapa del ciclo lusitano tuvo como ob-
jetivo la ocupación de los archipiélagos de las Ma-
deira (1425), Azores (1427) y Cabo Verde (1462) y
de las islas de São Tomé y Príncipe (1471), mientras
los reyes de Castilla amparaban la conquista de las
Islas Canarias (concluida en 1496). La colonización
de los archipiélagos permitió así satisfacer el objeti-
vo inicial de encontrar nuevas tierras de clima apro-
piado para el cultivo del azúcar, un producto que se
había hecho indispensable para la dieta europea: Ma-
deira, Azores y Canarias fueron, pues, en primer lu-
gar las islas del azúcar. Los viajes a lo largo de la cos-
ta occidental de África culminan cuando Bartolomeu
Dias dobla el cabo de las Tormentas (llamado des-
pués cabo de Buena Esperanza), llegando hasta las
costas de Natal ya en la vertiente oriental del con-
tinente y abriendo así el camino de la India (1487).
Diez años más tarde, la expedición a la India fue
mandada por Vasco de Gama, la figura que va a en-
carnar la culminación de todo un siglo de explora-
ciones portuguesas. Tras salir de Lisboa (1497) y do-
blar el cabo de Buena Esperanza, la flota alcanzó
con facilidad las ciudades de las costas orientales
africanas, entrando así en contacto con el mundo
del Índico. Desde aquí, gracias a la ayuda de un pi-
loto experimentado y aprovechando el monzón, Vas-
co de Gama alcanza la costa de Malabar en la In-
dia, concretamente el puerto de Calicut, donde firma
una alianza comercial con el soberano local, el rajá
Samudri (el Samorim de los portugueses y el Za-
morín de los españoles), antes de regresar a Portu-
gal. La ocupación de la India se inició en el trans-
curso del segundo viaje de Vasco de Gama, que parte
en 1502, atraviesa de nuevo el Índico y llega a Ca-
licut, ciudad que somete a un intenso bombardeo
en represalia por la muerte en su ausencia de los co-
merciantes portugueses que habían permanecido en
la plaza tras su primera expedición. Antes de par-
tir firma un tratado de comercio con el rajá de Co-
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chín y funda en aquella ciudad la primera factoría
portuguesa en el continente asiático. Los portugue-
ses iniciaban así su duradera instalación en el Ín-
dico y en la costa occidental de la India (con capi-
tal en Goa), de donde habrían de pasar, siempre en
busca de las codiciadas especias (pimienta, clavo,
nuez moscada, canela) a las costas de Malasia (Mala-
ca, 1511), al archipiélago de las Molucas (1511-
1512) y a la isla de Ceilán (Colombo, 1518), hasta
alcanzar finalmente Japón (Tanegáshima, 1543 y
luego Hirado y Nagasaki) y China (Macao, 1557). 
Luis Vaz de Camões es el poeta de los descubri-
mientos lusitanos. Tras tener conocimiento direc-
to de la India portuguesa por su estancia en Goa,
una escala obligada en Mozambique completa su
experiencia antes de regresar a Lisboa, donde pu-
blica el gran poema épico Os Lusíadas, es decir, los
lusitanos, los portugueses (1572). La obra presen-
ta a los navegantes lusos en el océano Índico, don-
de recuerdan todo su periplo desde su salida del es-
tuario del Tajo. Tras diversos avatares alcanzan
Mozambique, Mombasa y, por fin, Calicut, en la
India, donde han de eludir nuevas emboscadas. A
su regreso la diosa Venus les conduce a una isla pa-
radisíaca, desde donde llegan a Lisboa para dar
cuenta de su descubrimiento. El poema (que tiene
siempre presente el recuerdo de Homero y de Vir-
gilio) combina sabiamente los hechos históricos
con la mitología clásica, manifiesta en la aparición
de nereidas, de una ninfa profética, de Venus y,
finalmente, de Júpiter, que saluda a los lusitanos
como descubridores de nuevos mundos, aunque la
insistencia en una empresa colectiva impide que
Vasco de Gama alcance la estatura de Ulises o de
Eneas. De este modo, el Renacimiento rescata las
leyendas clásicas del Mediterráneo para cantar la
gesta oceánica de los navegantes de Portugal.
El proyecto que permitiría el descubrimiento de Amé-
rica y la efectiva soberanía de España sobre este con-
tinente fue concebido por un navegante genovés,
Cristoforo Colombo (nombre castellanizado habi-
tualmente como Cristóbal Colón), quien tuvo la idea
original (aunque estuviera basada en cálculos equi-
vocados) de alcanzar las Indias navegando en direc-
ción a Occidente, una propuesta que encontró bue-
na acogida en la corte de los Reyes Católicos por
cuanto (a pesar de sus debilidades científicas) ofrecía
una solución a las ansias castellanas de expansión
atlántica sin violar las cláusulas del tratado de Alcá-
çovas, que no había previsto esta ruta alternativa a la
que llevaría a los portugueses a las costas asiáticas. La
llegada de Colón, después de algo más de dos me-
ses de navegación (12 octubre 1492) a la isla de Gua-
nahaní (bautizada San Salvador, en las Bahamas, 
seguramente la actual Watling), significó el descu-
brimiento de un Nuevo Mundo, hecho que desató
inmediatamente un conflicto diplomático con Por-
tugal, que se solventó con la emisión por parte del
papa Alejandro VI de las famosas bulas Inter caetera
(3 y 4 mayo 1493) y, finalmente, con la firma del tra-
tado de Tordesillas (7 junio 1494), que establecía el
definitivo reparto del ámbito de las exploraciones en-
tre España y Portugal, fijando la divisoria en una lí-
nea imaginaria situada de norte a sur a 370 leguas
al oeste de las islas de Cabo Verde.
El primer viaje de Colón permitió el reconocimiento
de otra serie de islas del mismo archipiélago de las Ba-
hamas, antes de avistar Cuba (bautizada en principio
como Juana) y Santo Domingo(llamada La Españo-
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la, nombre que conservaría durante mucho tiem-
po), donde se perdería la nao Santa María, con cuyos
materiales el almirante construiría el primer asenta-
miento en el Nuevo Mundo, el Fuerte Navidad. El
éxito de la expedición permitió a Colón organizar una
segunda flota, que partiría para las Antillas el mismo
año de 1493 y que descubriría Puerto Rico (1493) y
Jamaica (1494). En el transcurso de un tercer viaje to-
caría por fin en Tierra Firme al alcanzar las bocas del
Orinoco después del descubrimiento de Trinidad
(1498). Y en la cuarta y última expedición, el almi-
rante exploraría las costas de Honduras, Nicaragua,
Costa Rica y Panamá (1502). El almirante moriría en
Valladolid en 1506. Su hijo Hernando escribiría su
biografía, que no aparecería hasta 1571 en Venecia.
La exploración de las Antillas y de la Tierra Firme
permitió el inmediato acceso al océano Pacífico
(Vasco Núñez de Balboa, 1513) y la rápida con-
quista y colonización del continente americano,
especialmente los grandes imperios de México
(Hernán Cortés, 1519-1521) y Perú (Francisco Pi-
zarro, 1532-1533). Las autoridades metropolita-
nas necesitaron pronto de una serie de informa-
ciones que les permitieran adoptar las medidas más
oportunas para el gobierno del imperio ultrama-
rino. Del mismo modo, algunos de los coloniza-
dores trataron de revelar América al público euro-
peo escribiendo obras que a veces ofrecieron, junto
a los textos, imágenes de los nuevos mundos. Es
el caso de Diego Durán y su profusamente ilustra-
da Historia de las Indias de la Nueva España e Is-
las de Tierra Firme (redactada en la segunda mitad
de siglo, entre 1570 y 1581) que, pese al gran in-
terés de una obra concebida con un objetivo an-
tropológico (el conocimiento de las costumbres de
los pueblos mesoamericanos) y con un gran cau-
dal informativo (que incluye el estudio de la len-
gua, los mitos y los ritos, la gastronomía y la orga-
nización social y política, facilitado por el dominio
del náhuatl por parte de su autor), no conocería la
imprenta hasta el siglo XIX (1867-1880). 
La primera vuelta al mundo fue el resultado de un
proyecto para alcanzar por Occidente las tierras de
Asia (siguiendo el viejo sueño colombino), a fin de
reclamar para España frente a Portugal la posesión
de las islas Molucas, cuya confusa ubicación geográ-
fica originaba dudas sobre la adscripción a una u otra
potencia de acuerdo con los pactos contenidos en el
tratado de Tordesillas. Firmadas las capitulaciones
entre Carlos V y el navegante portugués Fernão de
Magalhães (castellanizado como Fernando de Ma-
gallanes) en 1518, las cinco naves aparejadas al efec-
to zarparon de Sevilla al año siguiente (1519). Tras
efectuar la invernada en las costas de Patagonia, el
descubrimiento del que sería llamado estrecho de
Magallanes permitió alcanzar el océano Pacífico en
noviembre de 1520. La flota arribó primero a las is-
las Marianas y más tarde a las islas Filipinas, con la
adversa circunstancia de la muerte en el empeño tan-
to del propio Magallanes como de los restantes res-
ponsables de la escuadra y de parte de la oficialidad.
Asumido el mando por el español Juan Sebastián El-
cano, la expedición llegó a las Molucas, atracando
en Tidore, donde se procedió a la carga de las codi-
ciadas especias de la región. Inmediatamente des-
pués, la nave Victoria, que finalmente sería la única
que completaría la travesía, inició el retorno, doblan-
do el cabo de Buena Esperanza y entrando en el puer-
to de Sevilla, con solo 18 supervivientes, en 1522.
Así se realizó la primera circunnavegación del pla-
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neta: el italiano Antonio de Pigafetta sería el cronis-
ta de este hito de la historia universal aunque su re-
lación del viaje, entregada al emperador Carlos V,
no aparecería impresa por primera vez hasta 1800.
* * *
Al margen de la aventura de los descubrimientos y
de la expansión a otros mundos, la Edad Moderna
se abre con una serie de importantes novedades en
todos los terrenos. En el campo de la economía, los
tiempos modernos dejan atrás el sistema esclavista
del mundo antiguo (aunque no la esclavitud, que
persiste durante toda la época y aun más allá) y el
sistema feudal del mundo medieval (aunque no mu-
chas de sus formas, incluyendo la servidumbre, que
se mantiene en pleno auge en la Europa oriental) pa-
ra poner las bases del capitalismo mercantil que am-
plía la circulación de bienes en Europa y teje una red
mundial de intercambios. En la vida social, el man-
tenimiento de los viejos estamentos (nobleza, clero
y estado llano) coexiste con una realidad mucho más
rica, con la proliferación de nuevas clases sociales y
con el ascenso de la burguesía (mercantil, financie-
ra, profesional), hasta el punto de que la Edad Mo-
derna ha podido entenderse como el largo periodo
durante el cual se fractura el sistema estamental y se
afirma progresivamente la hegemonía de la burgue-
sía. En la organización política, si bien persiste el sis-
tema señorial como heredero del periodo del feuda-
lismo, es el momento del afianzamiento de nuevas
formaciones políticas, que pronto superan el marco
de la ciudad-estado (típicas de Italia, de Flandes,
de Alemania) para dejar paso a la monarquía abso-
luta, la gran creación de la época, la que va a permi-
tir la aparición de los Estados protonacionales, aun-
que todavía bajo la forma mixta de las monarquías
compuestas. Ahora bien, si nos atenemos al solo te-
rreno de la creación intelectual, la Edad Moderna
inaugura un largo periodo creativo plurisecular que
engloba fenómenos como el Renacimiento, el Ba-
rroco y la Revolución científica y la Ilustración, es
decir que, según la fórmula de Delio Cantimori, se
extiende «desde Petrarca a Rousseau».
Dentro de la unidad de la Edad Moderna, el Rena-
cimiento supuso una ruptura con la Edad Media,
una «revolución cultural», según las palabras de Eu-
genio Garin. Esta ruptura fue ya evidente para los
contemporáneos, que la vieron reflejada en todos los
ámbitos de la cultura, como supo expresar el fran-
cés Louis Le Roy en 1567: «Desde hace cien años,
no solo las cosas cubiertas antes por las tinieblas de
la ignorancia se han hecho evidentes, sino que tam-
bién se han conocido muchas otras cosas que habí-
an sido ignoradas por los antiguos: nuevos mares, le-
yes, costumbres, nuevas hierbas, árboles, minerales,
nuevos inventos como el de la imprenta, la artillería
y el uso de la aguja imantada para la navegación, y
se han restituido antiguas lenguas…».
En el campo de las artes y las letras, la ruptura que-
dó definida por el descubrimiento de la Antigüe-
dad, o aún mejor, por la restauración de la cultura
antigua. Cultura antigua que se expande a través de
la imprenta, a través de los intercambios en el se-
no de la «primera república de las letras» de los tiem-
pos modernos, a través de la «revolución educativa»
que puso al alcance de las elites todos los tesoros res-
catados del clasicismo. En el terreno del pensamien-
to, el Renacimiento trajo consigo una nueva filoso-
fía (falta de homogeneidad, pero con predominio
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de elementos neoplatónicos), una nueva ética (ba-
sada en el concepto de la dignitas hominis) y, sobre
todo, una nueva actitud mental, que privilegiaba la
razón, rechazaba la autoridad dogmática e indepen-
dizaba de la teología a los diversos territorios del sa-
ber. En el campo de la ciencia las novedades se dan
sobre todo en los conocimientos de física necesarios
para las innovaciones técnicas de los «ingenieros del
Renacimiento», en la revalorización de las matemá-
ticas (en la órbita de la tradición pitagórica), en la
renovación de los estudios astronómicos, en los avan-
ces de la anatomía y, con fuerza mucho menor, en
la investigación química de personalidades como
Teofrast Bombast von Hohenheim, llamado Para-
celso. Finalmente, en el campo de la religión (y si
dejamosaparte el pensamiento puramente raciona-
lista de científicos como Pietro Pomponazzi), el Re-
nacimiento está unido a la reforma de la Iglesia, a
la que se proponen tres proyectos divergentes que
ocasionarán la ruptura de la Cristiandad occiden-
tal: el fracaso de la tercera vía de los humanistas de-
jó el campo libre para las Reformas protestante y
católica en un marco de inevitable confrontación.
En efecto, mientras el Renacimiento despliega sus
innovaciones, el siglo XVI se despierta con una nue-
va crisis en el seno de la Iglesia. La Reforma pro-
testante, iniciada por el alemán Martín Lutero sig-
nificó una segunda ruptura (tras el cisma de la Iglesia
Ortodoxa) en el seno de la Cristiandad y fue el de-
tonante para la aparición de numerosas nuevas con-
fesiones cristianas a lo largo de toda Europa. El es-
cándalo de la venta de indulgencias para la
construcción de la basílica de San Pedro en Roma
desencadenó la crítica radical de Lutero, que puso
en pie una nueva doctrina basada exclusivamente en
la fe y en la escritura que negaba la autoridad del Pa-
pa, reducía a dos los sacramentos, rechazaba la teo-
logía tradicional sobre la eucaristía, abolía el celi-
bato eclesiástico y la vida monástica y confería una
nueva función al clero. Tras negarse a aceptar la con-
minación del emperador y protegido por los prínci-
pes alemanes, tradujo al alemán la Biblia y redactó
una serie de fundamentales escritos programáticos,
algunos de los cuales le valió incluso la ruptura con
los humanistas, al negar la libertad del hombre y pro-
poner la predestinación para la salvación o la con-
dena eternas. Como colofón, hay que añadir que
la doctrina de Lutero dio origen a nuevas propues-
tas, la más radical e influyente de las cuales fue la del
francés Juan Calvino, el calvinismo, que acentuaba
la teoría de la predestinación y suprimía la organi-
zación eclesiástica en el seno de comunidades ur-
banas ordenadas como verdaderas teocracias locales.
Por su parte, la Iglesia de Roma escuchó finalmen-
te las repetidas intimaciones de Carlos V y convo-
có un concilio en la ciudad de Trento, que no sir-
vió para acercar las posiciones discrepantes, sino
para certificar el carácter irreconciliable de las dife-
rentes posturas y proseguir con una política de con-
frontación, que habría de ensangrentar la geografía
de Europa en el curso de inacabables guerras de re-
ligión, con episodios especialmente atroces como la
Noche de San Bartolomé (24 de agosto de 1572,
durante la cual fueron asesinados más de tres mil
protestantes franceses) y con conflictos especialmen-
te prolongados y destructivos como la guerra de los
Treinta Años (1618-1648). En este sentido, si se ha
subrayado el papel positivo desempeñado por la Re-
forma a la hora de suprimir el monopolio romano
sobre el cristianismo occidental, las nuevas iglesias
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77 LA EUROPA MODERNA
ejercieron la misma represión contra las conductas
discrepantes, trataron de imponer el mismo y asfi-
xiante control social sobre las poblaciones y, sobre
todo, mantuvieron el mismo recelo que la católica
ante el pensamiento racional que volvía a ser uno
de los principales factores de progreso de Europa.
El Renacimiento es inseparable del Humanismo. El
Humanismo es la conciencia de la grandeza del ge-
nio humano, capaz de excelsas creaciones en el te-
rreno del pensamiento, la literatura y el arte, pero
también la conciencia de la dignidad del hombre co-
mo centro del universo, como medida de todas las
cosas, como microcosmos que refleja en sí el macro-
cosmos, como ser prometeico capaz de superar sus
limitaciones, como uomo universale capaz de todas
las aventuras materiales e intelectuales y como de-
positario de valores morales capaz de aspirar a la per-
fección. El Humanismo se difunde en los círculos
culturales europeos a través de los constantes despla-
zamientos de los libros y de las personas, a través de
una correspondencia constante que fluye en todas
direcciones, a través de la constitución de una au-
téntica república de las letras. El holandés Erasmo
de Rotterdam ilustra, quizás mejor que ningún otro
intelectual de la época, las ambiciones del Humanis-
mo, tanto en el plano pedagógico (ediciones comen-
tadas de textos, traducciones latinas del griego, pre-
paración de ejercicios latinos para escolares), como
en el plano religioso (el Enchiridion Militis Christia-
ni de 1503, la traducción al latín del Nuevo Testa-
mento de 1516 o el opúsculo De Libero Arbitrio de
1524, en defensa de la libertad del hombre frente a
la teoría luterana, y luego calvinista, de la predesti-
nación). Si su Institutio Principis Christiani de 1516
responde al género de los manuales para instrucción
de soberanos (y así el libro está dedicado a Carlos
V), su obra más divulgada, su singular Encomion
Moriæ o Laus Stultitiæ, su Elogio de la locura de 1511,
es el compendio del humanismo erasmista.
La ciencia del Renacimiento, si bien todavía no al-
canza la madurez de la siguiente centuria, presenta,
sin embargo, algunas conquistas definitivas. Así, Leo-
nardo da Vinci ya supo percibir que «el universo
ocultaba bajo sus apariencias una especie de mate-
mática real», al tiempo que desarrollaba funciones
de ingeniero civil y militar y era capaz de inventar
una serie de fantásticas máquinas (incluyendo arte-
factos voladores y sumergibles) con las cuales daba
la máxima medida de la imaginación de la época.
También destacó como genial artista, especialmen-
te como pintor dueño del sfumato y experimentador
impenitente de nuevas formas, técnicas y materiales
(incluso tratando, con poco acierto esta vez, de sus-
tituir por otros procedimientos la contrastada pin-
tura al fresco en la Santa Cena del refectorio de San-
ta Maria delle Grazie de Milán): es el autor de varias
obras imperecederas de carácter religioso (como el
lienzo de la Virgen de las Rocas) y de inmortales re-
tratos femeninos (Ginebra de Benci, La dama del ar-
miño, La belle ferronière y, en fin, La Gioconda o Mon-
na Lisa). Esta curiosidad infatigable y esta aplicación
a los distintos campos de la actividad intelectual le
convierten en uno de los espíritus que más se acer-
caron al concepto del hombre universal.
Sin embargo, la mayor aportación a la ciencia re-
nacentista fue la obra del polaco Nicolás Copérni-
co, que en su obra capital De Revolutionibus Or-
bium Cælestium (publicada cuando se encontraba
en su lecho de muerte gracias a los buenos oficios
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78EUROPA EN PAPEL
de otro sabio, su amigo Joachim von Lauchen, lla-
mado Rheticus, 1543) formulaba la teoría helio-
céntrica, es decir, demostraba el fenómeno del mo-
vimiento de los planetas en torno al Sol,
destronando a la Tierra de su lugar de privilegio y
desafiando así tanto las teorías de la ciencia anti-
gua como las creencias de la mitología bíblica asu-
mida por las iglesias, lo que motivó el ostracismo
de sus tesis, que hubieron de esperar tiempos me-
jores para manifestarse abiertamente.
Otra de las grandes conquistas científicas de la épo-
ca fue el definitivo avance de la anatomía, gracias a
la obra del flamenco Andrés Vesalio, autor del gran
tratado en la materia, De Humani Corporis Fabrica
(1543), obra singular no solo por su irreprochable
texto, sino por sus espléndidas láminas (realizadas
por el holandés Jan Stevenszoon van Kalmar, un dis-
cípulo de Tiziano), que hicieron del libro una per-
fecta «confluencia de arte, humanismo y ciencia».
El Renacimiento puede ser igualmente definido co-
mo el descubrimiento del valor ejemplar de la cul-
tura clásica, o dicho con las palabras de Giorgio Va-
sari, como «la resurrección de las letras y las artes
gracias al encuentro de la Antigüedad». Esto es ver-
dad en el terreno de la literatura, que produce obras
de genio en todos los géneros y en todos los países.
Portugal tiene a Luis de Camões, España se ilustra
con la poesía de Garcilaso de la Vega, Francia nos
ofrece la lírica de La Pléiade (Pierre Ronsard y
Joachim du Bellay), lasnovelas carnavalescas de
François Rabelais y los estimulantes ensayos de Mi-
chel de Montaigne, Italia imagina las espléndidas
novelas de aventuras de Ludovico Ariosto y Tor-
quato Tasso, y así sucesivamente. 
Pero aún lo es más en el terreno del arte, donde el
descubrimiento de los monumentos griegos y ro-
manos, el nacimiento de la arqueología, el conoci-
miento de la plástica antigua (a través de la escul-
tura, de la cerámica, de los mosaicos, de las pinturas),
el auge del coleccionismo y de los museos y las ga-
lerías, la recuperación de la obra de los tratadistas y
los literatos, el estudio de la mitología pagana, el
sentimiento de la belleza esencial que encierran las
artes plásticas (la arquitectura «traduce la armonía
de las divinas proporciones», la escultura revela la
belleza desnuda del cuerpo humano, la pintura per-
mite la recreación de la naturaleza y su elevación a
la categoría de ideal) fueron los factores que produ-
jeron una eclosión cataclísmica del arte.
Tanto ello es así que resulta imposible un inventa-
rio de los artistas y de las obras plásticas del Rena-
cimiento, a partir de su aparición en tierras de Ita-
lia de la mano del arquitecto Filippo Brunelleschi,
del escultor Donatello y del pintor Masaccio en las
primeras décadas del siglo XV. Nos limitaremos por
ello a glosar dos ejemplos de la máxima excelen-
cia. En Italia, Miguel Ángel (Michelangelo Buona-
rroti) fue sin duda uno de los artistas más comple-
tos del siglo XVI, tanto en su faceta original de
escultor (que obtuvo del mármol las memorables
figuras de David, Moisés, las tumbas mediceas de
San Lorenzo de Florencia o las distintas interpreta-
ciones de la Piedad), como en sus empresas arqui-
tectónicas (Sacristía Nueva de San Lorenzo y Biblio-
teca Laurenciana de Florencia y urbanización de
la Plaza del Capitolio y cúpula de la Basílica de San
Pedro en Roma), o finalmente en sus dos grandes
ciclos pictóricos de frescos para la Capilla Sixtina
(1508-1512 y 1536-1541), donde muestra sus su-
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79 LA EUROPA MODERNA
premas cualidades (la grandiosidad, la terribilità, 
el sentido volumétrico, la concepción de la belleza
ideal), que hacen de su obra (a la que se pueden aña-
dir sus prodigiosos dibujos y hasta sus conseguidos
poemas) una de las cumbres del arte universal. 
Si Miguel Ángel puede representar el Renacimien-
to artístico meridional, Alberto Durero (Albrecht
Dürer) puede encarnar perfectamente su vertiente
septentrional. Formado en el gótico internacional,
y asumiendo las lecciones de Italia (tras dos viajes,
en 1494 y 1505-1507) y de los Países Bajos (en un
tercer viaje tras la coronación de Carlos V en Aquis-
grán) desarrolló, en contacto con los círculos hu-
manistas de Nürenberg, sus grandes dotes como
pintor, dibujante y grabador, facetas en las que de-
jó por igual la huella de su genio. Su colección xi-
lográfica del Apocalipsis (1498), sus grabados ale-
góricos (El caballero, la muerte y el diablo, La
melancolía, 1513) o naturalistas (Rinoceronte, 1515)
y sus pinturas (especialmente los Autorretratos de
1498 y 1500), hacen de su obra otra de las cimas
del arte de todos los tiempos.
El fin del Renacimiento no marca la abolición de los
sistemas políticos del siglo XVI, que, sin embargo, ha
asistido en sus décadas centrales al fin de un ideal
alumbrado por Roma y una y otra vez resucitado a
lo largo de la Edad Media: la idea de un Imperio que,
desde Teodosio, debía ser un Imperio cristiano. En
efecto, Carlos V representó por última vez el ideal de
una Europa unida bajo la figura del emperador, el so-
berano de una monarquía universal que, en estrecha
colaboración con el papa de Roma, debía imponer
la paz entre los reinos cristianos y dirigir la guerra
contra los infieles. Sin embargo, las dificultades de-
rivadas de la ofensiva desatada por el sultán otoma-
no Solimán II, llamado el Magnífico, contra la Eu-
ropa cristiana (ataques victoriosos contra Belgrado,
Rodas y el reino de Hungría y feliz alianza con las re-
públicas corsarias del Norte de África, triunfos com-
pensados con los fracasos en el asedio a Viena, la pér-
dida de Túnez y el sitio infructuoso de la isla de Malta
y, más adelante, en el reinado de su sucesor, Selim II,
con la derrota de Lepanto), el enfrentamiento per-
manente con los príncipes protestantes alemanes (que,
unidos en la Liga de Esmalcalda, pese a su derrota en
Mühlberg, imponen sus condiciones en la paz de
Augsburgo de 1555, confirmando la libertad religio-
sa en el Imperio para los príncipes católicos y protes-
tantes) y el afianzamiento de los Estados protonacio-
nales (alguno de los cuales, como fue el caso de
Francia, le manifestó una hostilidad permanente a lo
largo de sus cuarenta años de gobierno), la idea im-
perial de Carlos V reveló su definitivo anacronismo
en una Europa en profunda transformación.
* * *
El siglo XVII aparece caracterizado en el campo de la
política por la hegemonía francesa (encarnada en el
reinado de Luis XIV, el Rey Sol, 1643-1715) y en
el campo de la economía por la aparición de una cri-
sis que la mayoría de los países sufren sin encontrar
soluciones (recesión y refeudalización), mientras que
los menos aprovechan para renovar sus bases median-
te la protoindustrialización y mediante el mejor apro-
vechamiento de sus bazas en sus dominios colonia-
les, donde en algunos casos establecerán una economía
de plantación. Si hablamos de cultura, el siglo XVII
aparece dominado por dos fenómenos bien delimi-
tados: el Barroco y la Revolución científica.
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80EUROPA EN PAPEL
El concepto de Barroco hace referencia, en sentido
lato, al conjunto de las manifestaciones de la cul-
tura seiscentista. Ahora bien, la geografía del Barro-
co incluye plenamente a un mundo signado por la
presencia de la monarquía, la Iglesia y la crisis, mien-
tras sus límites se diluyen en contacto con los mun-
dos prósperos, protestantes y parlamentarios o repu-
blicanos (Inglaterra y los Países Bajos), que prefieren
las formas clasicistas. El concepto de Barroco arran-
ca del mundo del arte para invadir después otros ám-
bitos: la literatura, la música, la religiosidad, el pen-
samiento económico, la teoría política. La cultura
del Barroco asume una definición más plural y más
contradictoria que la del Renacimiento: sus campos
de aplicación son más difusos, su geografía tiene fron-
teras menos delimitadas (y en conflicto con las del
clasicismo) y su cronología es menos uniforme, con
desconcertantes prolongaciones en algún ámbito co-
mo el de la música, donde se hablará de barroco has-
ta los años finales del siglo XVIII.
La Revolución científica es la consecuencia madu-
ra del avance del pensamiento racional y del avan-
ce del proceso de secularización que se había produ-
cido en el siglo anterior. Así, en la explicación de la
realidad se va a producir un decisivo cambio de pers-
pectiva: frente a la percepción inmediata de los fe-
nómenos se impone la matematización de la natu-
raleza, frente a la física descriptiva se abre paso una
física cuantitativa y frente al mundo cerrado de ma-
triz tolemaica se concibe ahora un universo infinito
a partir de la genial construcción de Copérnico del
siglo anterior. La Revolución científica hubo de dar
diversas batallas para ganarse su derecho de ciuda-
danía: batalla contra la autoridad de los antiguos (ya
que, al constituir un cambio de paradigma, declara-
ba superadas muchas de las concepciones anteriores,
tanto las de Aristóteles como las de Hipócrates, Ga-
leno o Tolomeo), batalla contra el dogma religioso
y contra las condenas de las iglesias, ya que, siguien-
do las palabras de Jean Quéniart, significaba «una
marginación metodológica y provisional de lo reli-
gioso», batalla contra la mentalidad mágica y la con-
taminación de las ciencias (la astronomía por la as-
trología, la química por la alquimia, la terapéutica
por la curación mágica o milagrosa), batalla contra
el orden establecido, ya que la nueva concepción de
la naturalezase veía venir aparejada no solo con un
abandono definitivo de las ilusorias explicaciones
teológicas, sino también con una nueva concepción
de las relaciones sociales y de los sistemas políticos. 
Exiliado voluntariamente para defender su libertad
y su independencia en Holanda (aunque en esta mis-
ma Holanda los rabinos de su sinagoga condenaron
la obra de otro genio de la filosofía barroca, Baruc
Spinoza), René Descartes investigó las reglas para
asentar una ciencia racional. Su Discours de la mé-
thode (1637) estableció el requisito de la duda me-
tódica como punto de partida, el principio del cogi-
to ergo sum como primera certeza, el primado de la
razón y la experiencia y la utilización del análisis cien-
tífico (lógica, orden, síntesis, cuantificación, como
base de todo razonamiento) para dominar el caos
aparente del mundo: la naturaleza se revela como
una enorme máquina sometida a leyes que pueden
ser expresadas en términos matemáticos y la reali-
dad como un compuesto de espíritu y materia. Las
conclusiones de semejante indagación permiten la
independencia del saber científico respecto de la di-
vinidad y la necesaria postergación de los espacios
de la vida política y de la vida religiosa a la hora de
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81 LA EUROPA MODERNA
establecer la verdad científica. De este modo, el fi-
lósofo francés pone los fundamentos de una verda-
dera revolución intelectual.
Galileo Galilei es uno de los máximos protagonis-
tas de la Revolución científica. La construcción del
telescopio le permitió observar las fases de la luna,
comprender la naturaleza de la Vía Láctea y ana-
lizar los movimientos de los satélites de Júpiter, fe-
nómenos que dio a conocer en Sidereus Nuncius
(1610). Posteriormente, la observación de las fa-
ses de Venus le hizo adherirse a la teoría heliocén-
trica copernicana y rechazar la teoría geocéntrica
tolemaica en su obra Dialogo sopra i due massimi
sistemi del mondo (1632), lo que le valió la conde-
na de la Iglesia católica, que ya le había persegui-
do a través de la Inquisición romana movilizada
por el cardenal Roberto Belarmino, el mismo que
había llevado a la hoguera al filósofo y científico
Giordano Bruno en 1600. Sin embargo, de nue-
vo en este caso la verdad científica terminaría ga-
nando la batalla sobre la teología.
Isaac Newton es ante todo el científico que demos-
tró matemáticamente la ley de la gravitación uni-
versal y enunció las tres leyes de la dinámica (iner-
cia, interacción y fuerza, acción-reacción). Sin
embargo, a partir de su obra magna Philosophiæ
Naturalis Principia Mathematica (1687) sus apor-
taciones fueron mucho más numerosas: calculó la
masa del Sol y de la Tierra, explicó los equinoccios,
dedujo el achatamiento del globo, interpretó las
irregularidades del movimiento de la Luna, expu-
so la teoría de las mareas, demostró el movimien-
to de los cometas. Sus descubrimientos, que cie-
rran brillantemente la Revolución científica del
siglo XVII, dibujaron una mecánica celeste que, per-
feccionada por los trabajos de Pierre-Simon Lapla-
ce a finales del siglo XVIII (Exposition du système du
monde, 1796), ya no habría de modificarse sustan-
cialmente hasta el enunciado de la teoría de la re-
latividad a comienzos del siglo XX.
Enmarcado dentro del llamado Siglo de Oro de la
cultura española, la pintura de Diego Velázquez apa-
rece como una de las cumbres del Barroco europeo.
Tras producir sus primeras obras maestras en plena
juventud (Vieja friendo huevos, El aguador de Sevi-
lla) y tras un primer viaje a Italia (donde aprende
la lección de Michelangelo Merisi, llamado Cara-
vaggio), el pintor retrata en Madrid a los represen-
tantes de la familia real y, en contraste, a los bufones
que deben alegrar la vida de palacio, junto al gran
lienzo de exaltación de los éxitos de la monarquía
que es La rendición de Breda, también conocido co-
mo Las lanzas, cuadros todos ellos donde ya utiliza
las pinceladas fluidas y las gradaciones cromáticas
que le darán justa fama. Tras un segundo viaje a Ita-
lia (donde pinta al papa Inocencio X y seguramen-
te las vistas de los jardines de la Villa Medicis), re-
gresa a la Corte para producir sus últimas obras
maestras, inspiradas en la mitología pagana (La Ve-
nus del espejo, Las hilanderas) y por el mundo cor-
tesano que constituyó su principal escenario vital y
que supo elevar a categoría universal (Las meninas).
Dentro de la paralela Edad de Oro de su cultura,
Holanda produce una pintura excepcional por su
temática, por su originalidad y por la calidad de sus
cultivadores (entre los que destaca Jan Vermeer y su
Joven de la perla) y que tiene su correspondencia en
otros artistas del Flandes católico (entre los que
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82EUROPA EN PAPEL
destaca Petrus Paulus Rubens con sus grandilocuen-
tes creaciones). Sin embargo, la figura más relevan-
te es la del pintor y grabador Rembrandt Van Rijn,
dominador del claroscuro y creador de suntuosas
escenas tomadas de la mitología bíblica o de la mi-
tología clásica, de espléndidos retratos individuales
o de grupo (entre ellos sus magníficos autorretratos
a diversas edades), de episodios de la rica vida civil
de las urbes neerlandesas (sus dos Lecciones de Ana-
tomía o su Ronda de noche, quizás su obra maestra),
y ello hasta sus últimos años, donde todavía nos le-
ga emotivos cuadros como el de La novia judía, de
1665, para mejor establecer su imperecedera gloria.
Miguel de Cervantes es, junto con Shakespeare, el
máximo representante de la literatura escrita entre
los siglos XVI y XVII. Hombre de dilatada experien-
cia, viajero por Italia, soldado en la batalla de Lepan-
to, cautivo en los baños de Argel (1575-1580), su
retorno a España le permite, en medio todavía de al-
gunos sobresaltos judiciales, dedicarse preferente-
mente a labores literarias. Aunque su obra abarca to-
dos los géneros, sobre su poesía o sobre sus creaciones
teatrales (dramas como El cerco de Numancia o en-
tremeses como El retablo de las maravillas) destaca
su narrativa: la novela pastoril La Galatea (1585), las
llamadas Novelas ejemplares (donde experimenta to-
das las especialidades, singularmente la picaresca en
su Rinconete y Cortadillo, 1613), la novela bizantina
Los trabajos de Persiles y Segismunda (publicada pós-
tumamente en 1617) y, sobre todo, su obra maes-
tra, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
(publicado en dos partes, en 1605 y 1615). Con-
cebida en principio como una parodia y una sátira
de los libros de caballería (género que no obstante
contaba con obras maestras como el Amadís de Gau-
la en la versión final de Garci Rodríguez de Montal-
vo de 1508), su contenido va mucho más allá cons-
tituyendo una lúcida síntesis de las tribulaciones y
las esperanzas de toda una época. De esta manera,
Cervantes aparece hoy como el padre de la novela
moderna y como uno de los grandes nombres de
la literatura universal de todos los tiempos.
Por su propia esencia, el siglo del Barroco es la épo-
ca dorada del teatro europeo. Así, esta centuria ge-
nera las mayores cimas del teatro clásico español,
de Félix Lope de Vega (Fuenteovejuna, 1610) a Pe-
dro Calderón de la Barca (La vida es sueño, 1635),
al igual que lo hace en Francia, con Pierre Corneille
(Le Cid, 1636), Jean Racine (Phèdre, 1677) y Jean-
Baptiste Poquelin llamado Molière (L’avare, 1668).
Sin embargo, la cumbre del arte dramático univer-
sal la alcanza el inglés William Shakespeare, cuya
obra, que nace en pleno esplendor de la corte de
Isabel I de Inglaterra, uno de los grandes momen-
tos de la cultura europea (con Edmund Spencer y
su inconclusa obra maestra The Faerie Queen, el
dramaturgo Christopher Marlowe y su magistral
creación del Doctor Faustus o el músico John 
Dowland y sus melancólicas canciones acompaña-
das al laúd), se desarrolla en los años finales del rei-
nado y aún más allá, después de acabado el siglo
y después de desaparecida la soberana. Sus genia-
les dramas incluyen comedias llenas de fantasía (A
Midsummer Night’s Dream,The Twelfth Night), ator-
mentados episodios de la historia nacional (Richard
III) y tragedias de gran aliento humano y poético
(Romeo and Juliet, Othello, Hamlet, King Lear, 
Macbeth), hasta acabar con una portentosa pieza
crepuscular (The Tempest, 1611), que cierra su in-
dagación espiritual sobre el hombre y su destino.
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83 LA EUROPA MODERNA
Portada de la primera edición ilustrada del Quijote,
impresa en Holanda en 1657. 
Episodio de los molinos de viento.
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84EUROPA EN PAPEL
Si toda la primera parte del siglo XVII aparece co-
mo una continuación de los graves enfrentamien-
tos entre los distintos países europeos, donde se en-
tremezclan las rivalidades religiosas (católicos contra
protestantes y, entre estos últimos, luteranos con-
tra calvinistas y, entre estos últimos, moderados
contra radicales) y las rivalidades políticas entre los
diversos Estados, la guerra de los Treinta Años pa-
reció la culminación de este estado de hostilidad
permanente entre los países cristianos, de modo
que todas las partes implicadas demostraron su can-
sancio y su incapacidad para seguir manteniendo
el esfuerzo bélico iniciando unas conversaciones de
paz que culminaron en los tratados llamados de
Westfalia (1648). Al margen de los cambios terri-
toriales y el reconocimiento de la soberanía de los
Países Bajos, la consecuencia más importante fue
la abolición de los enfrentamientos por motivacio-
nes estrictamente religiosas. El nuevo orden in-
ternacional salido de Westfalia prescindía de las di-
ferencias confesionales como causa de los conflictos
(para lo cual se ampliaban los presupuestos de la
antigua paz de Augsburgo de 1555) y establecía
unas relaciones sobre bases exclusivamente políti-
cas entre unos Estados secularizados y plenamen-
te soberanos que no reconocían a ninguna instan-
cia superior, ni imperial ni pontificia. 
El mundo político posterior a la paz de Westfalia
mantuvo fundamentalmente la división entre las
monarquías absolutas y los regímenes realmente
moderados por la acción de las asambleas o parla-
mentos. El retroceso del control parlamentario en
Inglaterra motivó una «Gloriosa Revolución», a
cuyo frente se puso Guillermo de Orange para ha-
cer valer los derechos de su esposa María (que ocu-
paría finalmente el trono) y cuyo estandarte sería
Pro Libertate et pro Religione Protestante como in-
dicativo de su posición contra el absolutismo y
contra el catolicismo. Coincidiendo con estos he-
chos, John Locke, que más tarde expondría su te-
oría del conocimiento basada en el empirismo ana-
lítico, es decir, en el valor de la experiencia y el
rechazo de las ideas innatas (Essay Concerning Hu-
man Understanding, 1690), publicó su principal
obra de carácter político, sus Two Treatises of Go-
vernment (1689), siendo el primero una comple-
ta refutación del presunto derecho divino de los
reyes y el segundo (el más importante, el Essay Con-
cerning Civil Government) una fundamentación
del nuevo régimen implantado en Inglaterra pe-
ro cuyos principios pretendían justificadamente
alcanzar una dimensión universal: si la soberanía
emana del pueblo, la vida, la propiedad, la liber-
tad y la aspiración a la felicidad son derechos na-
turales anteriores a la constitución de la sociedad
que, por lo tanto, deben ser respetados y garanti-
zados por el gobierno, representado conjuntamen-
te por el rey y el parlamento. Tales enunciados ha-
brían de pasar pronto al continente y ejercerían
una enorme influencia sobre la formación del pen-
samiento político del siglo XVIII.
* * *
El siglo XVIII presenta también sus propias ca-
racterísticas: la hegemonía de Inglaterra sucede
a la de Francia, el absolutismo se viste de un apa-
rato ideológico renovado por las nuevas ideas de
la época, la economía progresa en todos los sec-
tores desde la agricultura al comercio interna-
cional y la movilidad social favorece el ascenso de
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85 LA EUROPA MODERNA
la burguesía, que a fines de la centuria quiere trans-
ferir sus éxitos en el terreno socioeconómico al
plano del poder político.
El siglo XVIII es, finalmente, el Siglo de las Luces o
de la Ilustración. El término hace referencia a la di-
fusión de una serie de ideas nuevas que debían ilu-
minar los espíritus y de este modo alumbrar un ca-
mino que conducía a un estadio superior de la
historia de la humanidad. La principal de estas ide-
as llenas de virtualidad era la razón, arma funda-
mental para ejercer una labor crítica que ahora su-
pera los límites cartesianos y no deja al margen ni
al sistema político ni a la creencia religiosa. De
este modo, la Ilustración reavivaba la llama sagra-
da del humanismo y del proceso de secularización,
que había constituido la línea mayor del progreso
espiritual europeo a lo largo de los tiempos moder-
nos. Un progreso que los ilustrados, llevados por
su proverbial optimismo histórico, concebían a la
vez como moral, intelectual, material, social y po-
lítico, siempre con carácter indefinido.
Ahora bien, la razón se inspira a su vez en la na-
turaleza, de tal modo que lo razonable es por an-
tonomasia lo natural. También aquí las Luces re-
cogen otra tradición del siglo anterior, la que había
propugnado que la religión o el derecho debían
ajustarse a las leyes de la naturaleza, que había im-
preso en los hombres los caminos de su conduc-
ta individual y social. La naturaleza permitía el
adelantamiento de la economía según propugna-
ba la fisiocracia, constituía la base de la sociabi-
lidad y, por tanto, de la organización política y
fundamentaba la moral y la religión. En ese sen-
tido, la religión natural primaba sobre la revela-
da, la ley natural primaba sobre la positiva y, en
general, lo natural se establecía por encima de lo
sobrenatural. 
La razón y la naturaleza conducían a la noción
de libertad. Las doctrinas del derecho natural y del
pacto social mostraban la libertad como una cua-
lidad intrínseca del hombre, que no había hecho
dejación de ese atributo sino que había estableci-
do un contrato solo para alcanzar un estadio su-
perior en la organización de la convivencia. La
libertad se ejercía en el terreno de la conciencia,
de la actividad intelectual, de la producción cul-
tural (que debía rechazar todo tipo de censura), de
la disposición de los bienes espirituales y materia-
les. La proclamación de la libertad llevaba apare-
jada la identificación de su principal enemigo, el
«feudalismo», que adoptaba la figura del dogma-
tismo religioso, el mercantilismo económico y el
despotismo político.
Las anteriores nociones implicaban el triunfo de
la secularización y la laicización en el pensamien-
to europeo. A partir de ahora los intelectuales 
ponen en circulación una serie de valores que en-
fatizan los fines inmanentes frente a los trascen-
dentes, los alimentos terrestres frente a los celes-
tiales. El mundo pierde su aspecto de valle de
lágrimas al mismo ritmo que el hombre empieza
a preocuparse más por el bienestar terrenal que
por la gloria eterna. Los gobiernos ilustrados se
ven obligados a buscar una nueva cobertura ide-
ológica para sus acciones: sus leyes ya no se pro-
mulgan atendiendo a la defensa de la religión o
la salvación de las almas, sino a la «felicidad de
todos los súbditos».
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86EUROPA EN PAPEL
La Ilustración se define así como un movimiento
internacional de espíritu cosmopolita, que traspasa
las fronteras políticas y culturales para la elabora-
ción de un patrimonio común al que contribuyen
todos los países. «Italianos, ingleses, alemanes, es-
pañoles, polacos, rusos, suecos, portugueses, todos
sois mis hermanos, todos mis amigos, todos igual-
mente valientes y virtuosos», proclamaba el mar-
qués Louis-Antoine de Caraccioli, diplomático na-
politano en París. La Ilustración es, en definitiva,
un movimiento intelectual europeo que difunde su
confianza en la razón, en la naturaleza y en el pro-
greso indefinidode la sociedad y asienta como nue-
vos valores la libertad, la paz, el cosmopolitismo y
la felicidad en este mundo para promover una nue-
va era de la historia de la humanidad. 
Pese a que la obra de François-Marie Arouet, lla-
mado Voltaire, no sea la más profunda de la filoso-
fía ilustrada, no hay duda de que la huella y el al-
cance de su crítica social carecen de parangón en la
cultura de su tiempo. Así, dirigió su afilada pluma
y su diáfana escritura contra cuantas instituciones
y costumbres le parecieron injustas, mientras abo-
gaba por la tolerancia, el fomento de la ciencia y la
humanización de las instituciones. La anglofilia de
sus Lettres philosophiques (1734), una acerba críti-
ca del régimen francés con pretexto de un brillan-
te reportaje sobre Inglaterra, hunde sus raíces en la
conciencia de la dignidad reconocida a los hom-
bres de ciencia y los intelectuales y en la apertura
de miras propiciada por las renovadas tradiciones
liberales del régimen parlamentario, en la convi-
vencia entre la gentry y la burguesía y en la libertad
de prensa y la tolerancia religiosa ya afianzadas en
el ambiente cultural británico.
En materia religiosa, su pensamiento se orientó ha-
cia una religión natural sin dogmas ni ceremonias.
El terremoto que asoló Lisboa en 1755 cobrán-
dose varios miles de vidas humanas, lo que a su jui-
cio ponía en entredicho bien la omnipotencia, bien
la benevolencia divina, agudizó su escepticismo so-
bre la existencia de un Dios providente y le inspi-
ró la novela Candide ou l’Optimisme, una de sus
obras maestras (1759). Ahora bien, cuando lanzó
su famoso grito de guerra Écrasez l’infâme se refe-
ría no solo a los males resultantes de la intoleran-
cia y la superstición religiosas, sino también al abu-
so de poder en cualquiera de sus formas. En este
sentido, fueron múltiples los escritos intenciona-
damente subversivos (comedias, cuentos filosófi-
cos e innumerables libelos) en los que se propuso
como objetivo fundamental «aplastar al infame»,
es decir, el fanatismo, que solía desembocar en la
crueldad y la locura. Autor poco especulativo y sí
apegado a las realidades concretas, su pensamien-
to ofrece numerosos ejemplos de su fe en el pro-
greso y de su sincero amor a la humanidad, que
se expresan con frecuencia a través de su protesta
contra el despotismo, la guerra, el oscurantismo y
el dogmatismo. Tales contenidos, servidos por una
pluma acerada, una ironía demoledora y una gran
virulencia expresiva, le convirtieron en el referen-
te de la burguesía ilustrada y en el símbolo del li-
brepensamiento y de la actitud crítica frente a la
sociedad de la época.
El Setecientos si por algo se caracteriza es por ser
un siglo divulgador del saber. Y en ese sentido, la
Enciclopedia es su paradigma como prolongación
de las conquistas anteriores, síntesis de los conoci-
mientos de la época y vehículo de difusión de las
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87 LA EUROPA MODERNA
ideas nuevas, pudiéndose definir, con las palabras
de Robert Mandrou, como una «prudente apolo-
gía del progreso humano, separada de todo dogma
y de toda autoridad». La Encyclopédie ou Diction-
naire raisonné des sciences, des arts et des métiers, cu-
yo primer volumen apareció en 1751, fue esencial-
mente la empresa de Jean d’Alembert, que fue la
figura clave en la coordinación de los artículos cien-
tíficos y cuyo «Discurso preliminar», un himno al
progreso técnico, explicitó el planteamiento ge-
neral y la doble finalidad de la obra (informativa,
a través de la difusión del saber de forma sistema-
tizada, y generadora de polémica ideológica con su
rechazo de la autoridad y de la tradición en nom-
bre del progreso), y de Denis Diderot, quien por
su parte se encargó de la dirección de la publica-
ción, ordenando las aportaciones de unos ciento
treinta colaboradores.
El éxito de la Enciclopedia fue considerable, y no so-
lo en Francia, ya que se publicó traducida y adap-
tada en varios países. Entre las ciencias incluidas en
la obra se encontraban tanto las clásicas (física, quí-
mica, astronomía, matemáticas) como las que aho-
ra estaban pasando a ocupar el centro del interés de
los investigadores: las ciencias de la naturaleza. Del
mismo modo, se abordaban las letras nuevas: la cien-
cia política, la ciencia económica, la pedagogía o el
derecho penal moderno (cuya renovación venía pro-
tagonizada en esta hora por la obra Dei delitti e
delle pene, 1764, de Cesare Beccaria). Finalmente,
entre las artes no solo figuraban las artes plásticas
tradicionales, sino también las artes aplicadas, los
oficios artesanales y las nuevas técnicas que se es-
taban introduciendo en el mundo de la producción.
En cualquier caso, su influencia en la historia ra-
dica en haber sido un instrumento de lucha ideo-
lógica y la expresión de la actitud intelectual más
progresista de la época, aquella que creía en el im-
pulso revolucionario del pensamiento racional.
Al lado de las síntesis enciclopédicas, otra de las ma-
nifestaciones más genuinas del afán de conocimien-
to de la Ilustración fueron las expediciones cientí-
ficas. Además, la apertura del mundo occidental a
Ultramar adquirió una dimensión universal y la al-
ta valoración científica de la ciencia experimental,
como conocimiento y como medio de dominio de
la naturaleza, fue fundamentando una solidaridad
internacional, que en el último cuarto del siglo tras-
cendió incluso los enfrentamientos bélicos. En pri-
mer lugar, el debate sobre la forma exacta del glo-
bo terrestre quedó zanjado con las expediciones
científicas francesas a Laponia (dirigida por Pierre
Louis Moreau de Maupertuis) y a la Audiencia de
Quito (dirigida por Charles Marie de La Condami-
ne, que contó con la colaboración de los españoles
Jorge Juan y Santacilia y Antonio de Ulloa). Las ex-
pediciones marítimas fueron asimismo financiadas
por diversas potencias europeas. Así Rusia comisio-
nó al danés Vitus Behring (que certificó que Asia
no estaba unida a América, 1728), Francia envió a
Louis Antoine conde de Bougainville (que descu-
brió diferentes archipiélagos de Polinesia, 1766-
1769) y a Jean-François de Galaup, conde de La Pé-
rouse (que visitó la isla de Pascua y exploró el Pacífico
hasta su muerte en las Nuevas Hébridas, 1785-
1788), mientras Inglaterra patrocinaba los tres via-
jes del famoso capitán James Cook: búsqueda in-
fructuosa de la Terra Australis y demostración de la
insularidad de Nueva Zelanda y Nueva Guinea
(1768-1771), exploración del Pacífico central y
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88EUROPA EN PAPEL
meridional y doble expedición al Antártico (1772-
1775) y visita a diversos archipiélagos y descubri-
miento de las islas Hawai, donde halló la muerte
(1776-1779). Las expediciones españolas más ca-
racterísticas fueron las botánicas, de acuerdo con el
estatuto privilegiado que esta rama científica ha-
bía adquirido gracias a los trabajos de Carl von Lin-
né (Systema Naturæ, 1731) y Georges Leclerc, con-
de de Buffon (Histoire naturelle, 1749-1789): la
de los reinos de Perú y Chile (Hipólito Ruiz y José
Antonio Pavón, 1777-1786), la del Nuevo Reino
de Granada (José Celestino Mutis, 1782-1808) y la
de Nueva España (Martín Sessé y José Mariano Mo-
ciño, 1787-1803). Sin embargo, la más importante
fue la emprendida por vía marítima bajo la dirección
de Alessandro Malaspina y José de Bustamante, que
visitó Patagonia en el litoral atlántico americano y el
litoral pacífico hasta Alaska, así como Filipinas, Chi-
na, Nueva Zelanda, Australia y Polinesia (1789-
1794). Ahora bien, el espíritu de las Luces queda
simbolizado paradigmáticamente por la llamada Ex-
pedición Filantrópica de la Vacuna (1803-1806),
que bajo la dirección de Francisco Javier Balmis y su
colaborador José Salvany difundió la práctica de la
inoculación antivariólica (descubierta por Edward
Jenner en 1796) entre las poblaciones de América,
Filipinas y China, tanto en Macao como en Cantón. 
La piedra fundacional de la economía política como
ciencia es la obra de Adam Smith: The Wealth ofNa-
tions (La riqueza de las naciones, 1776). En este libro
clave el ilustrado escocés aborda de forma directa
el fenómeno de la organización de la economía tras
liberarse del lastre de las consideraciones extraeco-
nómicas que habían presidido los planteamientos de
los utopistas (como los del inglés Thomas More en
el siglo XVI). Eje central de su argumentación era el
concepto de división del trabajo, que permitía el ple-
no desarrollo de las artes y las ciencias y constituía
también la base técnica del aumento de la produc-
tividad y, por tanto, de la creación de riqueza. Co-
mo punto esencial de su sistema, Adam Smith pre-
conizó también la libre concurrencia y el abandono
de todo intervencionismo estatal, tras hacer una
severa crítica al sistema de monopolios y privilegios.
Colocando al hombre en el centro del proceso eco-
nómico, adelantó el concepto del homo œconomicus,
un ser impelido exclusivamente por motivaciones de
beneficio propio e individual. Aplicando esta doc-
trina individualista de la economía, toda la sociedad
obtendría ventajas: los consumidores podrían con-
seguir bienes baratos (exentos de los gravámenes
de un estado parasitario) y los obreros gozarían de
libertad de movimientos para desplazarse en busca
de un trabajo mejor remunerado. La implantación
con todas sus consecuencias de las tesis expresadas
por Adam Smith requería la transformación radi-
cal de los presupuestos económicos, sociales y polí-
ticos que regían las sociedades de la época: exigía,
por tanto, la destrucción de las bases que sustenta-
ban el Antiguo Régimen. Por otra parte, su elabora-
ción teórica proporcionó el arsenal conceptual so-
bre el que se elaboró la economía política liberal
posterior, comenzando el concepto de interés a ocu-
par un lugar central en el seno de la especulación po-
lítica y económica, un lugar que no ha perdido aún
más de dos siglos después.
Si John Locke a finales del siglo XVII había podi-
do declarar que los hombres poseían derechos na-
turales imprescriptibles como la libertad civil y la
propiedad, fue siguiendo sus pasos como Charles
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Experimentos sobre la gravedad por Malaspina y
Bustamante. En: Viaje político científico alrededor del mundo
por las corbetas Descubierta y Atrevida … desde 1789 a 1794.
Biblioteca Nacional de España.
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de Secondat, barón de la Brède y de Montesquieu,
que iniciaba de este modo en Francia la crítica de
los fundamentos del absolutismo, pudo escribir en-
tre 1734 y 1748 dos de sus textos capitales. En efec-
to, el pensador ilustrado, que ya había destacado
por su original obra de crítica social Lettres persa-
nes (Cartas persas) escrita en 1721, se planteó en sus
Considérations sur les causes de la grandeur des Ro-
mains et de leur décadence (1734) la cuestión de las
causas generales que rigen el curso de la historia: la
marcha de la humanidad no está regida ni por la
fortuna, ni por los individuos ni por las causas par-
ticulares o accidentales, sino por una serie de fac-
tores generales, entre los que enumera el clima y el
medio geográfico, que a su vez determinan las cos-
tumbres y las instituciones jurídicas y políticas de
los Estados. Y a renglón seguido, en su principal
tratado político, De l’esprit des lois (El espíritu de las
leyes, 1748), trató de diseñar un sistema de gobier-
no capaz de conjugar el orden con la libertad, que
preservase la soberanía nacional evitando al mismo
tiempo la concentración de la autoridad mediante
un reparto de atribuciones entre diversas instancias
(el rey, la nobleza y el pueblo), y que dividiese sus
funciones entre los respectivos poderes: ejecutivo,
legislativo y judicial. En suma, Montesquieu pro-
ponía una fórmula moderada que pudo ser acep-
tada tanto por los reformistas que actuaban en el
seno de los estados absolutistas como por los filó-
sofos ilustrados, que secundaron sus ataques con-
tra la tortura, la esclavitud, el fanatismo y la tira-
nía. Estas reflexiones, de gran influencia en el siglo,
convierten al pensador francés en uno de los gran-
des teóricos de la historia, uno de los fundadores
de las ciencias sociales y uno de los primeros trata-
distas de ciencia política de los tiempos modernos.
Sin embargo, la propuesta política más radical fue
enunciada por Jean-Jacques Rousseau, escritor ya fa-
moso por otras obras anteriores como Discours sur
les sciences et les arts de 1750, Discours sur l’origine et
les fondements de l’inégalité parmi les hommes de 1755,
La nouvelle Héloïse de 1761 y Émile ou De l’éduca-
tion de 1762, en su obra fundamental Du contrat so-
cial (El contrato social, 1762). La novedad más des-
tacable de su doctrina consistía en una serie de
rotundas afirmaciones: el pueblo era el único depo-
sitario de la soberanía, y la voluntad general de la co-
munidad debía establecer un pacto o contrato para
la formación de una sociedad que garantizase la li-
bertad y la propiedad de los individuos. El contrato
social permitía a los individuos seguir siendo libres,
al partir de la voluntad general de la comunidad en-
tendida como asociación natural y espontánea de los
hombres. Esa voluntad general era siempre recta y
tendía en todo momento a la utilidad pública, por
lo que el poder soberano era inalienable, indivisi-
ble e infalible. Tales planteamientos, que el propio
Rousseau trató de llevar a la práctica en su proyecto
de constitución para Córcega o en sus Considérations
sur le gouvernement de Pologne de 1771, brindaban
a la ciudadanía europea un texto revolucionario, una
verdadera carta magna de la democracia.
La filosofía de la Ilustración se nutre de brillantes
pensadores que dentro del espíritu del siglo optan
por diferentes propuestas. Así el empirismo presi-
de la obra del escocés David Hume, mientras el
sensismo es la teoría desarrollada por el francés
Étienne Bonnot de Condillac (teoría que cobra un
carácter radical y materialista en la obra tanto de
Claude Adrien Helvétius como de Paul Henri Die-
trich barón d’Holbach) y en Alemania se difunde
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el racionalismo dogmático de Christian von Wolff
o el racionalismo popular de Moses Mendelssohn.
Sin embargo, justamente en la Alemania de la se-
gunda mitad de la centuria se produce una reac-
ción frente al racionalismo dogmático y empieza a
difundirse una nueva corriente, encarnada por la
figura de Immanuel Kant cuyo idealismo trascen-
dental niega la posibilidad de alcanzar una realidad
independiente del sujeto, una aseveración que rom-
pe con los postulados de la filosofía clásica.
En efecto, la rectificación del empirismo realizada
por Kant consistió en establecer que, aunque los da-
tos proceden de la experiencia de los sentidos, es la
percepción la que determina los objetos, dando así
un giro copernicano a la teoría del conocimiento.
Así, el conocimiento se origina a partir de una se-
rie de formas a priori de carácter inmanente que el
sujeto cognoscente emplea para organizar la reali-
dad, como son las de espacio, tiempo y causa: «los
objetos en sí nos son completamente desconocidos
y lo que llamamos cosas exteriores no son más que
representaciones de nuestra sensibilidad». Por ello,
en su Kritik der reinen Vernunft (Crítica de la razón
pura, 1781) Kant limitaba la razón al uso científi-
co o experimental y censuraba toda metafísica espe-
culativa. Del mismo modo, su Kritik der praktischen
Vernunft (Crítica de la razón práctica, 1788) funda-
ba la ley moral en un nuevo principio a priori, por
tanto igualmente inmanente, al que denominó co-
mo «imperativo categórico». Así, el pensador de 
Königsberg partía de las corrientes empiristas y ra-
cionalistas justamente para superarlas, sentando de
este modo las bases de una nueva filosofía idealista.
El siglo XVIII fue un siglo aficionado a la música. Por
un lado, asistió a la consolidación de la ópera que, na-
cida en la Italia del Seiscientos, se hizo ahora más li-
gerae ingeniosa en autores tan representativos como
Giambattista Pergolesi, Giovanni Paisiello y Dome-
nico Cimarosa, mientras que la música sinfónica al-
canzaba igualmente algunas de sus más altas cumbres
gracias al genio de algunos de sus numerosos cultiva-
dores (Johann Sebastian Bach, Antonio Vivaldi, Je-
an-Philippe Rameau, Georg Friedrich Haendel, Franz
Joseph Haydn), pero quizás el nombre más represen-
tativo de la Ilustración musical fue el de Wolfgang
Amadeus Mozart, que pone el broche de oro al Se-
tecientos con una obra inmortal, fruto de una inago-
table inspiración, llena de gracia y espontaneidad, po-
seída de una «divina ligereza» que hace de su música
uno de los milagros artísticos de la historia, tal co-
mo se demuestra en sus obras vocales, en sus concier-
tos para todo tipo de instrumentos, en sus numero-
sas sinfonías y en sus óperas, singularmente Don
Giovanni (recreación musical del mito español de Don
Juan, 1787) y Die Zauberflöte (La flauta mágica, 1791),
donde la inspiración masónica del rito de iniciación
mistérica de los protagonistas y la exaltación de la con-
ducta conforme a la naturaleza de la pareja cómica se
diluyen en el esplendor de la fantasía y el anhelo de
felicidad propio del Siglo de las Luces.
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