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Neuróticos - Constanza Michelson

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Michelson, Constanza
Neuróticos / Constanza Michelson. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires :
Planeta, 2017.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-956-360-346-0
1. Neurosis. I. Título.
CDD 616.89
Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito
del editor. Todos los derechos reservados.
© 2017, Constanza Michelson
Derechos exclusivos de edición
© 2017, Editorial Planeta Chilena S.A.
Avda. Andrés Bello 2115, 8º piso, Providencia, Santiago de Chile
1ª edición: febrero de 2017
Inscripción Nº 274.560
ISBN edición impresa: 978-956-360-226-5
ISBN edición digital: 978-956-360-346-0
Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com
info@ebookspatagonia.com
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ÍNDICE
LOLLY POP O EL DISEÑO DE LA PROPIA CATÁSTROFE
PRELUDIO: NO SOY YO, ERES TÚ
I. MONTAJES HISTÉRICOS: INSATISFECHOS PERO ÚNICOS
1. LA MANZANA O EL PARAÍSO
2. UNA BESTIA NO IMPUTABLE: EL ENFERMO EXPLOTADOR
3. #QUIEROSERRARO
4. NO TODOS Y TODAS: CUANDO LA DIVERSIDAD ES SIMULACRO
5. EL IZQUIERDISTA ESTÉTICO
6. EL PETIT LOCO O LA LOCURA AUTOGESTIONADA
7. TEORÍAS DE LA CONSPIRACIÓN: EL ENCANTO DEL FIN DE MUNDO
8. UN PADRE NARCISO, UN HIJO A POTO PELADO Y UN ESPÍRITU NO
TAN SANTO
II. MONTAJES OBSESIVOS: GUERREROS DE LO IMPOSIBLE
1. EL BOMBERO FÚTIL. EL BOMBERO FÚTIL. EL BOMBERO FÚTIL
2. EL CRIMINAL INVOLUNTARIO: EL PLAGIO Y LA ESTAFA OBSESIVA
3. A UN CENTÍMETRO DE LA GLORIA: LOS QUE FRACASAN CUANDO
TRIUNFAN
4. ¿CÓMO SER BUENO TRAS EL PECADO ORIGINAL?
5. SANZÓN A LA PELUQUERÍA
6. EL CONSERVADOR SUCIO
7. EL RESPETO AL EXCOMBATIENTE
8. EL PADRE SEVERO, EL HIJO EXITOSO Y EL ESPÍRITU SANTO
EPÍLOGO: ¿MÁS POLVO QUE PAJA?
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A todos con quienes hemos compartido nuestras rarezas.
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LOLLY POP O EL DISEÑO DE
LA PROPIA CATÁSTROFE
¿Por qué terminé así? Comiéndome un helado, no, haciendo como que me lo comía,
porque en realidad estaba comiendo mierda. La que de todos modos no alcanzaba a
tragar por la lágrima que aguantaba en la garganta. La psicología New Age diría que no
hay que aguantarse el llanto –en realidad propone que no hay que aguantarse casi nada–,
pero si estás cerca de los cuarenta años, la recomendación hippie de la expresión
emocional catártica puede significar presenciar el funeral de tu honor.
Hay situaciones en las que nos involucramos y cuyo final intuimos desde el comienzo.
Por alguna razón nos empujamos hasta ese punto, el del desfiladero; quizás porque nos
gusta contar las historias en clave de desafío. Ese afán inútil por el heroísmo que desde
niños escuchamos que tenía un valor.
Piénselo. Desde el jardín infantil asistimos a ese adoctrinamiento moral de la
postergación por las causas: el héroe que se sacrifica por la patria, el científico mártir de
la Inquisición. Luego no importa si nos enteramos de que nada es tan así y que hay egos,
traiciones y coincidencias en las motivaciones de la historia. No importa. Nos encantan
las valientes palabras de Galileo frente al juicio del Santo Oficio: “Y sin embargo se
mueve”, habría dicho contradiciendo la cosmovisión religiosa de la Tierra como centro
inmóvil del universo. Y aunque el conflicto no tuvo el glamour de argumento
cinematográfico, sino que se trató más bien de una diferencia política entre el científico y
la Iglesia –dicen que incluso el polémico libro de Galileo habría sido impreso en el
Vaticano, su supuesto enemigo–, preferimos quedarnos con la versión épica. Ya ven, eso
que hoy llaman posverdad –la opinión basada en la emoción antes que en los hechos– ha
existido siempre.
Supongo que algo así nos pasa con Galileo: construimos un relato grandioso ahí donde
hay una humanidad forjándose entre el ego y el recto, entre el discurso y el baño. ¿Pero
a quién no le ha pasado esto de inventarse grandes historias para justificar pasiones
menores y hasta miserables?
Y me volvió a pasar, ahora que ya creía que era grande para esas cosas. Decidí
quedarme en un trabajo intuyendo que no terminaría bien. Esto ya lo dije, pero quiero
reafirmarlo: desde que acepté supe que era un error. Me quedé posiblemente por varias
razones, ninguna que ahora me parezca sensata. Primero, me conté el cuento grandioso
épico: “Tengo que salir adelante de este atolladero”, alentando así la sed de desafío y la
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medición de mi ego consigo mismo. Segundo, sospecho que también se me apareció esa
atracción más oscura por acercarme a ese momento en que aun perdiendo, quieres
perder todavía más y caer hasta no tener nada más que perder; placer extraño que
explica por qué a veces estamos bien en el mal. Y tercero, operó también la razón
calculadora, me refiero a la fantasía de la ganancia secundaria, de que si me quedaba ahí
a pesar de mi malestar, los jefes luego podrían ofrecerme ese proyecto que sí sería
realmente el de mis sueños. Proyecto que, por supuesto, no sé qué es, y que
seguramente no existe, pero que sirve como una idea-tortura: esas que habitan en la
cabeza solamente para justificar la insatisfacción de cada día, en la creencia de que aún
no hemos llegado al lugar que merecemos en este mundo, pero que estamos en camino.
Esa tentación de pensar que la vida siempre es más allá. Onanismo mental puro y duro.
Eso sí, no vayan a creer que esta queja implica un gran dolor, más bien se trata de una
insatisfacción agradable, de esas que permiten victimizarse, luego ir por más en un nuevo
desafío, luego victimizarse otra vez…
Bien. Paremos el rodeo (asumiendo que inevitablemente esta narración estará tentada
por la gramática de la epopeya y el abuso del recurso de la epifanía; de otro modo sería
solo un recuento de hechos sin carne, como el del policía al relatar un incidente). La
escena es más o menos así: comienzo en un trabajo nuevo, un programa de televisión de
“mujeres inteligentes”: manjar para mi ego. El problema de la investidura de “mujeres
inteligentes” –no de la cualidad real de ser o no inteligente, que, por cierto, quién sabe
qué es eso– es que tal rótulo autoriza a algunas cosas distintas que a las “mujeres
bonitas”. Por ejemplo, a suponer que la inteligente porta un alma más sofisticada, por lo
tanto, no padecería del carácter histérico, envidioso y competitivo propio de la chica que
juega a objeto de deseo; porque teóricamente no estaría disputando el reconocimiento del
macho ni de nadie. Así, muchas veces la que define su identidad con la etiqueta de
“inteligente”, supone con toda desfachatez que trascendió la neurosis, algo así como si
estuviera libre del polvo y paja de los bajos afectos: si critica lo hace por causas
racionales, si es fría es por razones políticas, si es despiadada es porque el otro se lo
merece, si humilla es por la sofisticación de su humor. Básicamente, la “inteligente” se
autoriza muchas veces a la canallada –destructiva, envidiosa, competitiva– pero con
rostro de superioridad moral.
Ese era el encuadre de mi nueva escena. Una guerra fría que en nada se distinguía de
cualquier otro espacio de rivalidad –la fiesta o la oficina–, pero que contaba con algo que
permitía que la mezquindad llegara a decibeles delirantes: la cláusula perversa. Me refiero
a ese acuerdo tácito que impone que de algunas cosas no se puede hablar, porque se hace
como que no existieran. Como en cualquier lógica de abuso –psicológico o sexual– hay
una explotación, pero bajo la ley del silencio. Eso era lo que ocurría en ese equipo de
trabajo: existía un alto nivel de maltrato, pero que nadie era capaz de denunciar.
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A veces basta un día para que las personas leamos la lógica que impera en una
situación; no obstante, tal como en las películas de terror donde nos insinúan desde el
principio qué va a pasar, buscamos el placer de compartir con los actores la sensación de
expectación de lo inesperado. Confesémoslo de una vez: nos gusta entrar en el juego de
desentendernos de lo que vemos.
En este caso, el de mi nuevo trabajo, no solo era fácil detectar el tufo ambiental del
lugar, sino cuál sería mi rol en toda esta tramaque me antecedía. La formación en la
cancha era la siguiente: habían despedido a la estrella del programa, la chica que lideraba
el equipo. Sus compañeras le pusieron mala cara al jefe por cinco minutos en un amague
de solidaridad, pero rápidamente fueron develando sus ansias por disputar el trono
vacante. La más débil, la etiquetada de “bonita” –insisto en que son rótulos–, luego de
haber sufrido el desprecio de las “inteligentes” durante meses, hace su movida de
supervivencia y se une a sus enemigas para descargarse con las próximas víctimas: las
nuevas que llegaban, yo entre ellas. Como en las alianzas políticas de contingencia, esas
que se arman en tiempos de crisis o de elecciones, el lugar de nosotras −las nuevas− era
servir como ese “otro”, el chivo expiatorio para unir las fuerzas de un grupo de personas
que en otro momento se despreciaban.
Pensé en salir arrancando, pero luego resolví jugar a la resistencia. Rápidamente
entendí que tenía que decidir cuál sería mi equipo y a quiénes aferrarme, ya que eso
marcaría mi destino. E intenté –con todas las contradicciones que ello implica–
acercarme a quienes desde antes de mi llegada habían decidido cerrar la puerta, a mí o a
cualquiera de las nuevas. Salvo algunas semanas de calma, el lugar que me tocaba en
este drama era irreductible. Las dinámicas de grupo tienen su fuerza.
Tras meses de desgaste, de todas formas, me despidieron. Me revolqué en ira,
absurdamente porque todo indicaba que ese sería el desenlace. Esas rabias se sienten
cuando uno sabe que se traicionó a sí mismo para agradar a otros, y aun así no funciona.
La verdad es que jugar al sometido nunca resulta, ni en el amor ni el trabajo.
¿Me fui para la casa? Pues no todavía, me quedaba un tramo más. Y es este trecho
último el que justifica este libro, ese tercer tiempo en que nos quedamos, en que
insistimos en aquello que no tiene ningún sentido más que nuestro derrumbe final. Ese
enredo, justificado en soliloquios retorcidos, en que vamos diseñando nuestra propia
catástrofe. Ese tercer tiempo que revela a tajo abierto eso que opera en otros momentos
de modo silencioso: nuestra cárcel sin barrotes llamada neurosis.
Tercer tiempo: con el sobre azul en el bolsillo y la rabia hasta el cogote, me piden que
vaya un día más. Compartir un caluroso día junto a mis poco amables excompañeras,
haciendo una mención publicitaria de helados para los programas que quedarían
grabados. Imágenes que quedarían inmortalizadas con un zombi, porque yo ya estaba
muerta ahí, pero me pedían regalarles una cara de viva y sonriente tomadora de helados.
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Aunque la respuesta desde la dignidad debió haber sido un “no” contundente, este no
salió de mi boca, sino que se expresó conductualmente –en un desagrado corporal
manifiesto– acompañando un patético “sí”. Un sí que se me volvió ominoso, me llevó a
desconocerme y hacerme sentir incómoda en mi piel, pero que no pude evitar. Y así me
volqué en esos estados de contradicción que a uno lo ponen insoportable, sobre todo
frente a la pregunta de los amigos acerca de la propia insistencia en eso que a uno
evidentemente no le conviene. Creo que mi respuesta frente a esa pregunta
probablemente tuvo que ver con la importancia de la responsabilidad, o algo ligado al
deber, un deber que, por cierto, no tenía ninguna relevancia; si me tomaba o no el helado
no era algo que fuera a cambiarle el mundo a nadie. Pero así ocurre que usamos los
deberes tantas veces para justificar nuestros deseos oscuros.
Y fui. Acompañada de mi “no” que me tironeaba solo para que todo saliera peor, pero
que no alcanzaba a sacarme de ahí. Llegué tarde, con pésima actitud, no quise
maquillarme ni peinarme, como si así dañara la imagen de alguien que no fuera yo.
Como el niño que pega combos a los grandes y no comprende que lejos de hacer daño,
se convierte en el chiste. Así me encontraba, casi a los cuarenta años, despedida, en un
lugar y con unas compañeras que no tragaba más, un director que me pedía que
cambiara la cara de culo, chupando un helado que tampoco pasaba y que además se me
derretía en la mano. Una hemorragia total de mi ego.
Siempre imaginé que el infierno, más que un espacio, se trata de una temporalidad. Un
tiempo viscoso, congelado, que fija la eternidad en un instante, robándole a uno el alivio
de la promesa de la muerte. Pasamos tanto tiempo temiéndole a la muerte que no nos
damos cuenta de que si no existiera, habitaríamos el infierno: el mundo sin tiempo, el
tiempo de los muertos vivientes. Como sea, en el quinto cambio de helado y la repetición
vacía de la frase publicitaria de doble sentido (que además me hacía sentir como una
prostituta impaga), me vi en el infierno.
Y de pronto la impresión de que ese infierno se sentía familiar. Esto ya lo había vivido.
Tercer tiempo muchos años antes: estaba en un auto en una de esas citas que son peor
que el final de una relación: los encuentros después del final. Esos sin promesas ni
proezas, sin cuidado por la caducidad del contrato, contrato que en mi caso había
finalizado unilateralmente mi contraparte. Pero él me buscó igual; siempre el que
abandona vuelve a buscar y no precisamente por amor. Eso ya lo sabía, pero no me salió
el “no” orgulloso, porque si uno está en el bando derrotado, jugar a la revancha es un
fracaso garantizado. Ahí hay que dar la lucha del todo por el todo del último juego, y
decidí superarme a mí misma en el barro. A darlo todo, horas preparando desde el calzón
hasta el discurso. Pero en esos encuentros lastimeros del final después del final, suelen
llenarse todas las grietas con conversaciones banales y sexo, para que no emerjan las
preguntas incómodas. Así que el momento de ese discurso imaginado –entero, sin
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vacilaciones–, nunca llegó. Lejos de la escena programada en mi cabeza, mi realidad era
estar haciendo una fellatio mezquina y a regañadientes a un examor, también mezquino,
en un auto incómodo en alguna calle oscura. Por cierto, con los ojos bien cerrados por
una conjuntivitis que se activó pocas horas antes del encuentro, quizás como advertencia
inconsciente de que todo lo que podía haber ahí era algo purulento.
Fue uno de esos instantes eternos que ponen en jaque toda la continuidad de la idea –
egótica, claro– que tenemos de nosotros mismos. Y vienen las preguntas. ¿Qué capricho,
qué masoquismo, qué placer opaco lo habita a uno como para enredarse en situaciones
que la razón sabe tan inconvenientes?
Si todo esto suena a tripas e infancia –descontrol, afán, envidia, búsqueda desesperada
de amor–, es porque tiene todo que ver con los tiempos constitutivos de nuestro ser. Me
explico. Voy con una escena más, porque esto ya lo había vivido aún mucho antes,
escena que solo vino a mi memoria tras mi quiebre en el momento del helado de la
humillación.
Tercer tiempo, mucho, pero mucho, tiempo antes: cerca de los cuatro años veo a mi
madre amamantar a mi hermano menor. No sé exactamente lo que veo, pero mi madre
sanciona mi mirada como celos. Me ofrece el pecho que a mi hermano le sobra y me
dice que tome leche para que no me ponga celosa. Quién sabe si así fue exactamente la
escena, pero así quedó la marca.
Quizás este fue mi primer “sí” confuso. Le hice caso, porque se supone que me estaba
haciendo caso a mí misma; según la interpretación de mi madre, yo quería eso. Pero
sentí asco. Porque el cuerpo de mi progenitora ya no era para mí un cuerpo aséptico y
nutricional sino un cuerpo sexual, uno que ya no podía tragar.
La pregunta necesaria que deja esta escena y todas las que siguen luego en la vida, en
que no sabemos bien por qué hacemos lo que hacemos, es respecto al deseo. ¿De quién
es el deseo? ¿Mío? ¿De mi madre? ¿Deseo lo que creo que mi madre desea? ¿Mi madre
desea lo que cree que yo deseo? Y un eslabón más en el trabalenguas de la existencia:
¿deseo lo que creo que mi madre cree que yo deseo?
Para desgracia al anhelo de respuestas lineales, debo decir que la explicación es la más
torcida: en palabras de Jacques Lacan, el deseo de uno es el deseo del Otro. Esta fórmula
diceal menos dos cosas. Primero, que buscamos situarnos como objeto de deseo de
otros para encontrar el reconocimiento y amor de estos. Ya sabrán del embrollo y dolor
que el juego de hacerse deseable conlleva.
Y, en segundo lugar, esta proposición también significa que deseamos desde el punto
de vista de otros, es decir, deseamos lo que suponemos que los otros buscan y en esa
coincidencia esperamos otra cuota más de aceptación. Lo que implica un lío adicional,
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porque intentamos encajar con el deseo de alguien quien, a su vez, vive su propio enredo
con sus otros, de manera que tampoco tiene claro qué desea.
Si esta fórmula escribe Otro con mayúscula es porque se refiere a un lugar simbólico
que se posará en muchos otros de carne y hueso a lo largo de nuestras vidas. Es decir,
nos perderemos infinitas veces –pensando que nos buscamos a nosotros mismos– en la
telaraña de los deseos ajenos. El deseo humano entonces está lejos de ser una posesión
individual, sino que es un producto social, está hecho de los otros. Esa es la maldición de
la condición humana: nuestro lugar más profundo e íntimo –nuestro deseo– no es nada
esencial, sino que es un intento, inconsciente la mayor parte del tiempo, por obtener,
coincidir, seducir el deseo de quienes nos importan.
La impresión de nunca estar demasiado seguros de lo que buscamos y de toparnos
cada tanto con el horror de nuestras contradicciones, se puede explicar por esta
infraestructura descentrada: el centro se nos corre a la izquierda o a la derecha de
acuerdo al movimiento del resto de las piezas del ajedrez de nuestra vida. De un
momento a otro podemos dominar el juego, seguir una dirección, pero basta un segundo
para que terminemos en un jaque mate; así nos deslizamos con una facilidad –algo
inconveniente– de buenos a malos, de seguros a inseguros, de dominantes a dominados
y, por supuesto, como muchos ya lo habrán comprobado, de progresistas a fachos o
viceversa. La idea de que nos mandamos solos es nada más que una ilusión.
Sartre resumió esta maldición en su célebre frase “El infierno son los otros”; Freud le
llamó neurosis.
Pero antes de que caigan en una desesperanza trágica, debo adelantarles que la
neurosis está lejos de ser solo una condena, ya que es al mismo tiempo nuestra salvación.
Básicamente, porque implica una dependencia de los otros que nos obliga a
autorregularnos. Si hemos logrado crear un pacto social para no cortarnos la cabeza, es
por el amor que le tenemos a ser amados. Por eso es que muchas veces nuestros
sufrimientos neuróticos –esos laberintos relacionales– son más convenientes de lo que
alcanzamos a reconocer. Y eso es lo que intentaré demostrar en este libro, que es en
cierto modo un elogio a la neurosis, un tributo a las locuras nuestras de cada día.
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PRELUDIO: NO SOY YO, ERES TÚ
“And I stare… But…
I can’t find myself
I can’t find myself
I can’t find myself
I can’t find myself
I got lost in someone else”.
(Lost, The Cure)
Seguro que alguna vez han hecho ese ejercicio moralmente incómodo de imaginar qué
harían en situaciones extremas: si vamos cuatro en un avión y quedan tres paracaídas,
¿qué hacemos?; si viene una avalancha ¿corremos o protegemos a nuestra familia?
La película sueca Fuerza mayor aborda justamente este problema; la historia arranca
con una familia ideal, de esas a las que les sale la parejita y siguen bellos aun en la etapa
más difícil de la crianza. La familia perfecta pasa unas vacaciones en un centro de ski y,
de pronto, la interrupción, ese momento que quiebra toda continuidad del relato sobre
uno mismo: una avalancha amenaza y el padre toma su smartphone, aprieta las carnes y
escapa solo. La tragedia comienza cuando el derrumbe se detiene caprichosamente, sin
hacer ningún daño, como si fuera una mala broma de la naturaleza con el despiadado fin
de develar la otra naturaleza humana, la del animal que habita en uno. ¿Cómo sigue
viviendo ese esposo y padre frente a su familia luego de tamaña cobardía?
La trampa que va revelando esta historia es la de hacernos creer que la verdad última
de ese hombre es la del instante canalla y no la del resto de su vida. ¿Qué es más
verdadero, la civilidad de este padre en sus cuarenta y tantos años de vida o su instinto
animal en aquel estado de excepción?
La pregunta por la verdad humana ¿natural o social? siempre nos ronda, aunque no
sepamos. En nuestros discursos, prácticas y en los sentidos comunes que se van
instalando se juega de modo ideológico. Y aunque parezca una cuestión irrelevante, tiene
mucha importancia preguntárselo, ya que se obtienen consecuencias radicalmente
disímiles al suponer que nuestra naturaleza es el humanismo o, por el contrario, nuestra
animalidad.
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El humanismo es una construcción cuya ley es autoconvocada y se traduce en un
pacto social siempre cuestionable y modificable, mientras que la ley de la naturaleza es
inmóvil y obliga a ciertos comportamientos estereotipados. En la ley de la selva no se
aceptan cambios, las cosas son como son: el sexo es determinado por los tiempos de
apareamiento y el más fuerte obliga sin compasión, no hay protecciones ni leyes que
defiendan a los débiles. La naturaleza se parece más a un orden fascista que a un bosque
encantando de Disney.
Puesto así, seguramente no les quepa duda de que resulta más conveniente tomar
como verdad humana al humanismo; al menos desde esta perspectiva podemos
transformar parte de cómo habitamos el mundo. Sin embargo, lo cierto es que soñamos,
no pocas veces, con tener verdades totalitarias como las de la naturaleza, para que nos
guíen, soñamos con un “las cosas como son”: nada de enredos, de entrelíneas, de
confusiones en las intenciones sexuales. Por ejemplo, cada tanto se viraliza –o sea que
tiene éxito en las redes sociales– la carta de una mujer que alega no querer jugar a
hacerse la difícil en el campo amoroso: “Nací sin el gen de hacerme la difícil”. Declara
ser de las que dicen todo lo que piensan y si les gusta alguien van directo al grano. Confía
en la linealidad: quiero “A” entonces busco “A” y le muestro sin ambages mis intenciones
a “A”. Sin embargo, la chica confiesa que nada le ha resultado ni con “A”, ni con “B”, ni
con “C”, siendo su estatus el de la bancarrota amorosa. ¿Hay que jugar entonces
inevitablemente al gato y al ratón en el amor? Quién sabe, justamente no un hay cálculo
para que las cosas funcionen, pero sin duda que el sueño de la linealidad y el control de
toda la experiencia humana tiende a fracasar. Las cosas nunca son “las cosas como son”,
porque existen varios obstáculos a la expectativa de la linealidad: las interpretaciones, las
sensibilidades y, el factor más engorroso de todos, el deseo inconsciente. Este último es
ese detallito humano que provoca que cuando decimos que buscamos “A”, terminemos
una y otra vez complicados en “Z”, inconsciente veleidoso que nos cambia la ruta del
Waze de la racionalidad.
Decía que de todos modos nos vemos tentados con frecuencia a acomodarnos en
verdades totalitarias. Estos días se han ido afirmando una serie de teorías que biologizan
la política, reduciendo el deber reflexivo y de debate que el humanismo –nuestro pacto
social– merece. Por ejemplo, la fe en que la pastilla es la que puede reducir nuestros
sufrimientos, ahorrándonos la pregunta por nuestras condiciones de existencia. O bien,
bajo un uso abusivo del concepto de apego, ha reaparecido una tendencia de maternidad
que naturaliza el lugar de las mujeres, obligándolas a ciertas pautas de crianza que se han
tornado incuestionables, incluso criminalizando a la madre que se rebela, acusándola de
arriesgar el destino del hijo. La psicoanalista y feminista Juliet Mitchell afirma que este
discurso es una ideología que va en contra de todas las luchas por desnaturalizar el rol de
la mujer en la cultura y vuelve a obligar a las mujeres a un destino. Cuestión que es de
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orden político, pero se expresa de modo tramposo, haciéndose pasar por un
descubrimiento de la ciencia de la naturaleza.
Otra versión de la búsqueda de estas verdadescerradas y totales es, por ejemplo, la
búsqueda de un gurú que nos diga quién somos y qué camino seguir hacia la felicidad.
Cuando la mayor parte del tiempo –aunque no lo sepamos– no es tras la felicidad que
andamos.
Asimismo, si nos remitimos al suceso político del último año: Donald Trump, podemos
encontrar que su estrategia también se basa en la idea de que la moral de la transparencia
–decir todo lo que se piensa– apelaría a lo más verdadero en un ser humano. Como si
fuera el discurso sin filtro, la agresión no contenida, el escupo sin recipiente lo que nos
define. Lo cierto es que si asumimos que la obscenidad de nuestros impulsos en estado
crudo es nuestra verdad, estamos destinados a replicar la ley de la selva y corromper
nuestros acuerdos de convivencia social.
Pier Paolo Pasolini decía que el sentido de una vida solo puede aparecer en la muerte,
porque mientras exista futuro para alguien, siempre habrá incógnitas. Nadie puede decir
que conoce del todo a alguien hasta que este muere. La muerte realiza un montaje donde
se seleccionan los hitos más importantes de una persona, dándoles alguna coherencia que
los conecte. Eso hacen los deudos; en el fondo, escriben un cuento sobre el cadáver. Se
hace una clausura que da sentido a la vida de quien está en la tumba.
Pero los vivos a veces también nos cavamos unas tumbas antes de tiempo, cuando
queremos cerrar anticipadamente el contrato con la vida, definiéndonos de una manera
rígida en un “yo soy así”, o aceptando la definición que otro nos da –para bien o para
mal– con un “tú eres así”. No está de más decir que en la ilusión política de algún
sistema ideal o del “fin de la historia” de Fukuyama se replica esta misma operación de
clausura, de un “las cosas como son” que suele dejar demasiados muertos en el camino.
Todas estas cuestiones que, aunque parezcan discusiones académicas, se arraigan en
un dilema filosófico y ético profundo que incide en nuestro cotidiano. Suponer que existe
La Verdad obliga a seguir determinados caminos. Pero de manera opuesta a toda esta
ideología de verdades muertas y definitivas, existe la posibilidad de entender cómo sobre
nuestra carne animal hay una capa cultural que trastoca profundamente esa condición.
Entendernos como un efecto de lenguaje, es decir, de cultura sobre lo animal, aquella
combinación, y eso es lo que nos permite ir más allá del totalitarismo de la naturaleza y
aspirar a cambiar la historia del mundo y la de nuestras vidas si es necesario.
Aunque este cruce de nuestra animalidad con la cultura trae el beneficio –y la
responsabilidad– de la autorreflexión, tiene el costo de que las cosas nunca son “las cosas
como son”, sino que suelen ser bastante más enmarañadas, porque nos movemos menos
por instintos y necesidades –que son cuestiones claras y rígidas– y más por deseos. Y ya
veíamos que el deseo humano está lejos de ser una cuestión lineal y controlada a
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voluntad. Si el hambre como necesidad se sacia con cualquier alimento, el hambre
trastocada por el deseo humano se verá enredada en qué, cuándo, cuánto y con quién
comer. El alimento humano es mucho más que comida.
¿Cómo se origina este tinglado del deseo? A diferencia de otros animales, nuestra
prolongada dependencia infantil hacia un cuidador genera que empiece a importar más el
mensajero que el alimento. Me explico. Es en la primera infancia cuando comenzamos a
entender que no somos uno solo con el pecho materno, sino que dos; luego nos
comienza a interesar todo de ese otro. ¿Qué somos para mami? ¿Qué lugar ocupamos en
su deseo? ¿Somos todo para esa madre o cuidador? ¿Nos odia? ¿Nos quiere más cuando
lloramos o cuando callamos? Desde pequeños comenzamos a tratar de leer el deseo del
otro para adecuarnos o rebelarnos, como sea, para ubicarnos de algún modo en
referencia a ese que nos importa tanto. Así, nos perdemos una y otra vez en los otros.
El dilema de la existencia es, en cierto modo, el que planteaba Lacan, de la bolsa o la
vida. Esta es una elección forzosa: solo es posible elegir la vida perdiendo la bolsa, ya
que de nada nos sirve un tesoro en la tumba. Pues la constitución humana sufre algo
similar; si entramos al mundo humano perdemos inevitablemente parte de nuestro ser
animal, aquel que está conectado directamente con sus necesidades, ese que cuando
quiere “A”, busca sin rodeos a “A”. Tal pérdida implica salir de la relación directa con las
cosas para comenzar a hablar sobre las cosas. Ocurre que nos vamos alienando en
definiciones que nos anteceden: nos ponen un nombre, nos dan un lugar en la familia,
somos hablados desde las fantasías y caprichos de nuestros progenitores. De ahí en
adelante, nunca más estaremos seguros de si es “A” lo que deseamos porque se trata de
nuestro propio deseo o estamos cruzados por anhelos ajenos. Es decir, acceder al pacto
humano implica una pérdida fundamental que se transformará en esa bolsa extraviada de
preguntas respecto de nosotros mismos. Y cada vez que intentemos responder quiénes
somos, se nos cruzarán los deseos y fantasías de los otros de nuestras vidas. Ahí donde
buscamos nuestro “yo”, encontramos a otro. Hagan la prueba.
Nuestra verdad entonces es la alienación de nuestros deseos: la neurosis. Esto puede
sonar terrible, sin embargo es lo que, por ejemplo, le permite al padre que actúa de
manera canalla frente al terror de la avalancha en la película que describí al comienzo del
capítulo, encontrar redención. Porque, aunque su lado animal sea una gallina, la historia
cuenta que su lado humano reprimió la mayor parte de su vida tal impulso, buscando ser
alguien en el deseo de quienes amaba.
Ya ven como no todo es tragedia en esta condición neurótica. Y aunque hay señales
para pensar que el espíritu de los tiempos se está cargando hacia el lado del desprestigio
de la neurosis (por ejemplo, con los llamados al “sé tú mismo, no te restrinjas, aunque
arrases con otros” de algunas orientaciones terapéuticas y, por cierto, de la “moral
Trump” de no filtrar nada) debemos confiar en que nuestro deseo de ser amados es tan
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fundamental para vivir juntos que no nos permitirá ser tan desgraciados. Podemos
fantasear con quedarnos con la bolsa, pero seguramente comprobaremos que ello implica
que varios pierdan la vida en ese tironeo.
En este elogio a la neurosis hay que decir de una vez y para siempre que esta no es
una enfermedad. Si es algo, es una religión: una fe en que si renunciamos a parte de
nuestras pulsiones encontraremos cobijo en el otro. Pero, como toda religión, es
engañosa: a veces no encontramos tal cobijo, otras, nos vemos empujados a traicionar a
quien nos ofreció amparo.
PERSONAL JESUS
Entonces le llamamos neurosis a esa respuesta que cada uno genera frente a la pregunta:
“¿Qué quiere el otro de mí?”. ¿Quiere que sea su objeto?, ¿me quiere enfermo?, ¿me
quiere potente?, ¿me quiere salvador? Todas marcas que van guiando nuestro acontecer.
Seguramente muchos de ustedes estarán pensando que estas cosas no les pasan, que
no son tan idiotas como para estar aferrados a lo que dicen los demás. Pero la operación
neurótica es sofisticada y terrible: nos ocurre, aunque creamos con toda nuestra fuerza
que no. Es más, podemos no creer en algo y hacerlo igual. Lo grafico con un ejemplo del
filósofo Slavoj Žižek . Un padre que, por supuesto, no cree en el Viejo Pascuero, hace
como que sí por su hijo, quien se supone que sí cree. El niño, por su parte, llegado un
momento –por cierto, no demasiado tarde– deja de creer y hace como que sí para recibir
más regalos, pero también por amor al padre, porque supone que este espera aún tener
un hijo pequeño creyente en el señor de barba. Es decir, nadie cree, ni padre ni hijo, y
sin embargo ambos actúan, supuestamente por el otro, como si el Sr. Claus existiera. El
resultado final es que entonces este último, aunque no sea real, existe: está en los
discursos, en las imágenes, en la presión de comprar regalos, en la ilusión de escribirle
una carta. La ideología funciona igual. Hay sistemas de ideas que se instalan más allá de
que laspersonas crean conscientemente en ellos. Bien, con la neurosis ocurre lo mismo:
hacemos existir realidades aunque creamos que somos totalmente autónomos en la
elección de nuestra vida. Nunca somos libres del otro. Condición base de la neurosis.
Organizamos nuestra vida en relación al otro, a quien le ofrecemos algo a cambio de su
providencia. Esta es la gran operación neurótica: la fe en que existe alguien en el mundo
que es consistente, que sabe todo y que está bien parado como para evaluarnos y tener el
don de darnos –y, por cierto, también de quitarnos– reconocimiento. Esta fantasía
implica que a veces tengamos que hacernos los tontos o inferiorizarnos para convertir a
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un semejante en Otro con mayúscula. Algo así como la resistencia a ver a nuestros
padres caídos cuando somos adultos, para seguir ubicándolos en el lugar de esos padres
omnipotentes de nuestra infancia. O bien, cuando nos convencemos de que necesitamos
la protección de una pareja, aun cuando estemos en edad suficiente de cuidarnos solos;
solemos pagar con dependencia e infantilismo para ubicar al otro en ese lugar que nos dé
garantía de que nos cuidará. También quienes al comenzar a vislumbrar que el maestro
no es tan inteligente como parecía, inconscientemente juegan a ser incapaces para darle
ese lugar de Otro al viejo caído, o bien se boicotean para no superarlo nunca. El punto es
que a ciertos otros les atribuimos un lugar de poder que nos lleva a inhibirnos, porque
suponemos que están más preocupados de evaluarnos minuciosamente que de su
almuerzo.
Para bien o para mal, para darnos lo que nos falta o para ser nuestro juez, elevamos a
otros al lugar de dioses y así repetimos nuestra performance: ser algo para el deseo de
esa persona significativa. Por eso la neurosis también es nuestro teatro personal, donde
muchas veces nos vemos involucrados en el mismo drama a lo largo de la vida –
interpretamos a la víctima, al mercenario, al voyeur, al ganador o al tonto– logrando
empujar a otros a nuestra ficción.
Si bien cada uno arma su propio drama donde incluye a un elenco que le responda,
existen dos grandes versiones melodramáticas dentro de la neurosis: histeria y obsesión.
La primera es la pasión por el deseo, aunque ello implique el dolor de lo intenso. La
segunda, por el contrario, intenta mantener a raya todo lo que la histeria ama; son los
asesinos del deseo. Ahí donde la histeria se disfraza con distintos trajes para deleitar y
encender el deseo de los otros con sus performances, el obsesivo convierte toda pasión
en trabajo y sacrificio. Si la histeria tiene mil caras, la obsesión suele tener un clóset
donde está el mismo traje repetido.
ADVERTENCIA
Esto no es un manual de diagnósticos clínicos ni un catálogo de personalidades. No
intenten diagnosticarse en casa, aunque, de todos modos, nunca ha servido demasiado
tener un diagnóstico envasado.
Esto es un bestiario de fenómenos subjetivos y sociales que se asoman en nuestra
época. Un catálogo para nada exhaustivo de criaturas que emergen a partir de las lógicas
de la neurosis. Bestias alimentadas por la locura personal y por los tiempos que vivimos.
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Cada época tiene sus malestares y nos vestimos con diversos trajes para abordar la
angustia, el desamparo, la dependencia, el amor, el egoísmo, los goces. Cada época
busca sus salidas, sus formas de administrar la vida, las que siempre tienen
consecuencias políticas.
Si algo inspira a este catálogo son las observaciones del cruce entre la subjetividad y la
cultura. Los lamentos de diván, los heroísmos de pantalla, los entusiasmos estridentes,
las sensibilidades 2.0, las revueltas y las re-vueltas políticas como señuelo de nuestros
malestares. Como si más allá de cualquier promesa de progreso existiera para nosotros un
resto ineludible, ese que Freud llamaba el malestar en la cultura. ¿Hay un nuevo
malestar? ¿O es que este va tomando otros semblantes? ¿Qué nos duele? ¿Cuáles son
nuestras trampas actuales?
Intentaré recorrer y construir a pulso –hecho de observaciones, sospechas, teorías, la
escucha dentro y fuera del diván, y, por cierto, mucha inventiva– algunos alientos y
sufrimientos contemporáneos.
Pues bien, basta de vueltas. Primero abordaré a las criaturas que gritan desde la
histeria, esas que quizás mejor representan el “espíritu de los tiempos”, como decía
Hegel, o el trending topic, como diríamos hoy. Luego, a los guerreros de la obsesión, a
quienes la vida se les está haciendo cuesta arriba, ya que están pasando de moda, pero
aun así resisten. Histéricos entran y obsesivos salen.
Los casos expuestos han sido ficcionados.
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I. MONTAJES HISTÉRICOS:
INSATISFECHOS PERO ÚNICOS
Esta es la neurosis de la decepción e insatisfacción crónica. Porque para la posición
histérica no hay otro que alcance el lugar de ese Otro soñado con mayúscula. “Todos son
iguales (de malos)”, “todos mienten”, “todos me traicionan”, son ficciones comunes del
sujeto histérico que se queja de la impotencia de los otros para comportarse como un
súper Otro.
Para la histeria, nadie está a la altura, pero para ello pone a los demás a prueba:
despierta el entusiasmo de los otros (no solo sexualmente), pero no para consentir a él,
sino que para demostrar que el otro claudica, que “es igual a todos los demás”; le pide lo
imposible, se victimiza, y con todo ello cree demostrar que el otro es un pelafustán.
Entonces, hace todo lo posible por incitar el deseo de los demás, quiere verlos deseantes,
ganosos, complicados, en falta de algo, porque debe comprobar que nadie es ese ser que
tanto anhela, el que todo lo sabe y todo lo tiene, el padre de sus sueños. En general, el
mundo le queda corto, por eso busca cosas especiales; el mundo masivo, hecho para
todos, es una gran desilusión. Fanáticos de la búsqueda por ser únicos, entusiastas de
sentirse raros.
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1. LA MANZANA O EL PARAÍSO
Máxima Nº 58: “Nunca somos tan felices o infelices como imaginamos”
Reflexiones o sentencias y máximas morales
Duque de La Rochefoucauld
(un adelantado en la comprensión de las neurosis)
“Lo más profundo del hombre es la piel”
Paul Valéry
A veces la felicidad se acerca demasiado y es necesario morder la manzana prohibida
para defenderse.
Cuando ya no tenía muchas esperanzas de encontrar al tan anhelado amor de la vida,
ocurrió el milagro: ese “ex” la contacta por Facebook. Nada que pareciera demasiado
comprometedor, un “me gusta” a una selfie que se tomó en sus últimas vacaciones, por
cierto, a las que otra vez fue sola. Pero en el nuevo lenguaje virtual, un pequeño dedo
para arriba en la red social puede ser el equivalente a lo que en el pasado era la visita del
amado arrepentido.
Con un solo un clic pudo verificar su sospecha: él ahora publicaba en su estado civil un
brillante “soltero”. Después de tanto esperar que se dieran vuelta las cosas, de intentar
sacárselo de la cabeza con otros hombres, con viajes y variados exorcismos, él
simplemente un día volvía. Y así, luego de varios “me gusta” para allá y para acá,
progresaron al segundo escalafón en la comunicación virtual: el chat. Bla, bla, bla, bla,
cada uno haciendo sus jugadas de ajedrez: él descuerando a su última pareja, por quien la
había dejado, y así pagar su crimen subiéndole el ego al compararlas; ella, por su lado,
mostrándose superada, zen. Ahora era una chica saludable de cuerpo y alma, dejando
atrás esa imagen de la borracha que lo llamaba a las cuatro de la mañana para maldecirlo.
Uno, dos, tres revolcones bien puestos y arman el viaje, sí, ese viaje que nunca
hicieron antes, porque excusa tras excusa, el asunto es que él nunca invirtió nada en ella.
Ahora sí, juntos al paraíso.
Día dos. Empieza el infierno, ese que suele abrirse a las tres de la mañana. La
despierta una taquicardia y la idea de que va a morir. Ni la respiración pranayama ni las
palabras de su sobrevalorado amante la calmaron. El doctor que le consigue el hotel la
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tranquiliza con el diagnóstico de crisis de pánico. Si bien entendió que no moriría, la
angustia la acompañó todo el viaje.
El paraísose hacía trizas. No tenía ganas de hablar ni de tener sexo, su alma toda se
volcaba hacia el interior, en la expectación de la próxima crisis. Y en ese mindfulness
hipocondríaco –no siempre la atención plena es algo positivo– reconoció su fijación en
una imagen en la cabeza que la angustiaba. Una foto que vio de su retornado hombre en
uno de sus espionajes en las redes sociales. Aparecía él con su rival, la mujer por quien la
dejó, en un viaje. Exacto, el viaje que nunca quiso hacer antes con ella. Su adversaria
está mirando a la cámara, mientras él le da un beso en la mejilla con los ojos cerrados.
Él, entregado, mientras ella mostraba esa sonrisa triunfante y cómplice con la cámara,
como esas miradas sobre el hombro que da a su público la villana de la telenovela. ¿Me
está mirando a mí?, se preguntaba en su “rumiación” mental.
La foto imprimía para ella la dirección del deseo: él consumido en la mujer, mientras
ella miraba más allá de él. Esta dirección se contradecía, por supuesto, con la versión que
él le regaló al volver: él era un héroe que tras cierta iluminación habría logrado reconocer
que ella era su verdadero amor, regresando por opción propia a sus brazos.
Lo que la foto inscribía ahora en la relación eran los lugares: la rival siempre sería la
verdadera mujer, la ganadora, porque poseía el corazón de su hombre. Él, por su parte,
pasa de ser ese anhelado gran amor a un pelele que también perdió, que no fue capaz
con la verdadera mujer. ¿Y ella? Bueno, ella se lleva el peor lugar, ser la segunda opción
del perdedor. Así, la angustia daba paso no solo a la furia con el hombre, sino que
también marcaba la dirección del deseo de ella: la otra mujer.
Se obsesionó con espiarla, desde su ropa, sus gestos, hasta sus palabras, necesitaba
saber cómo esa mujer habitaba el cuerpo. Qué sabía esa mujer que ella no. Se las arregló
para encerrarse horas en el baño del lobby donde llegaba la señal de wifi, justificada en
sus crisis de angustia, para dar paso a su nueva compulsión por el espionaje online.
Si pudiéramos preguntarle a él por todo este asunto, seguramente reconocería que la
otra mujer lo abandonó y que entonces recurrió a su pasado más próximo. Cuestión que
no es ningún pecado, solemos defendernos de las heridas regresando a momentos de
nuestra vida que nos dieron refugio y satisfacción. Y desde ese punto de partida, aunque
bien poco épico, siempre es posible que se construya un nuevo amor. Como dicen, uno
sabe cómo algo comienza, pero no dónde puede terminar. Él estaba dispuesto a intentar
construir el paraíso en esta vuelta con ella, a generar las condiciones para ver si surgía el
amor, pero para ella este punto de arranque se transformó en La Verdad que le faltaba –
el saber sobre la otra mujer– que empujaba todo su deseo en una dirección, cerrando la
posibilidad de cualquier otra invención en su nuevo escenario. Así como Eva, prefirió
comerse la manzana y reprochar la debilidad de carácter de Adán.
Eso de los paraísos en realidad nunca le acomodó, aunque conscientemente pensara lo
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contrario. Nunca pudo con los hombres demasiado dispuestos a amarla y era de este tipo
de amor –siempre algo mezquino– del que quedaba colgada. El paraíso entonces para
ella, más allá de sus buenas intenciones conscientes, no era el del afiche de la agencia de
viajes, sino que uno más opaco, uno en el que ella podía quedar siempre en el lugar de
deseante, con ganas. Deseante de algo que nunca llegaría.
Y la cosa anduvo igual, quizás porque ella tuvo la habilidad de transformar la idea de
que su hombre era un pelele a la de que era un hombre insatisfecho con ella. Es decir,
accede voluntariamente a transformarse en pelele ella misma, para enaltecer otra vez al
hombre amado. Así, por más demostraciones que él diera de que estaba contento en la
relación, ella se encargaba de mostrar que siempre había otra mujer más deseable. Otras
que debían tener el rasgo de la mujer de la foto, esa que marca para siempre el punto de
fuga. Ese es su paraíso: la insatisfacción crónica.
Así como la protagonista de este cuento, para muchos el comienzo de la historia solo
sucede con la expulsión del paraíso. Solo ahí se activa el pulsar de la vida. ¿Han tenido la
impresión de inventar peleas? ¿O al momento de alcanzar algo que mucho anhelaban,
desinteresarse demasiado pronto?
El drama tiene ese fin, mover las piezas para que exista algún agujero sobre el cual
seguir escribiendo algo y buscar respuesta a las preguntas que cruzan la existencia.
¿Quién soy para los otros? ¿Qué desean los otros? ¿Qué deseo yo? Para responderlas se
despliega un montaje en diferentes escenarios: la pareja, el trabajo, la amistad. Claro que
hay dramas y dramas, y la magnitud del montaje dependerá de cada usuario de este
recurso.
Ciertamente, a nuestro bien pensar consciente poco le conviene suponer que es uno
mismo el responsable de andar construyendo esas grietas que generan malestar. De ahí
que la linealidad de nuestra primera capa de pensamiento nos diga que debemos ir a
buscar tierra para tapar el agujero, con respuestas, con otra carne, con fórmulas que
prometan la calma. Afirmamos con toda convicción que lo que buscamos en la vida es
ser felices, y el marketing lo sabe, por eso la felicidad también se puede vender envasada.
Hay para todos los gustos: felicidades en cuerpo esbelto, en un condominio con circuito
cerrado de televisión, en una playa en la que se puede correr a poto pelado, en la pastilla
que permita no sentir o en alguna meditación con nombre en inglés. El mundo trabajando
para nosotros; pero por alguna razón tanta tecnología de punta fracasa, porque el
malestar en la cultura persiste.
Desde hace algún tiempo circula la historia de Matthieu Ricard, el llamado hombre más
feliz del mundo. Se dice que algo le midieron –bajo la premisa de que la felicidad está en
alguna conexión neuronal, premisa que, por cierto, los drogos vienen defendiendo desde
siempre– que entonces lo hace merecedor de tal título. Se trata de un biólogo que se
transformó en monje budista y que se dedica a meditar y a recorrer el mundo
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promoviendo causas humanitarias y felicidad. Hace treinta años que no tiene bienes
materiales, ni pareja, ni actividad sexual; básicamente se ahorra todos los problemas de
los que sí estamos en la cancha del mundo. Freud decía respecto de quienes se entregan
al amor universal: lo hacen para evitar el atolladero de amar a una sola persona. Amar a
todos es no amar a nadie, es literalmente no poner el cuerpo.
Pero Ricard tiene un punto: la felicidad supone una cierta muerte en vida, o al menos
jugar a flotar sobre ella. El paraíso implica esa desnudez homogénea en que el cuerpo del
otro no conmueve, se trata de carnes lisas que viven en paralelo, en una tierra que vuelve
a ser plana, así nada afecta demasiado. Un mundo sin tensión es un mundo sin erotismo.
Mientras que la expulsión del paraíso implica el pudor, esa incomodidad que
paradójicamente activa a Eros y al deseo –por lo que se cubre–, activa el impulso de ir
tras lo que falta.
Y si bien algunos optan por esta felicidad de mediciones obtusas, lo cierto es que las
historias de diván revelan que muchos no desean inconscientemente lo que declaran de
forma consciente: cada vez que pueden le hacen el quite a la anhelada felicidad para
mantener el deseo vivo. Y eso es lo más profundo que tenemos, esa superficie corporal
recorrida por nuestros deseos. Administrarlos es lo difícil, mucho más que esas hazañas
de los gurús de la felicidad.
Cortázar nos lo advertía: “La gente se figura que algunas cosas son el colmo de la
dificultad y por eso aplauden a los trapecistas o a mí. […] En realidad las cosas
verdaderamente difíciles son otras tan distintas, todo lo que la gente cree poder hacer a
cada momento” (El perseguidor).
La felicidad puede convertirse también en ese discurso vacío cuando se evita la
pregunta por la misma y se vuelve un producto de mercado. La ética del tiempo en
nuestros días favorece lo rápido, las terapias exprés, que son la hamburguesa con papasfritas de la terapéutica, quitándole toda sofisticación y espesor al pensamiento;
ahorrándonos la pregunta de qué significa la felicidad. Convirtiéndose esta última en algo
que, lejos de calmarnos, resulta una obligación. La felicidad en nuestros días ha pasado a
ser un imperativo.
¿Para qué quieres ser feliz si puedes no serlo?, dice Žižek. Lo que en estos tiempos
cuesta reconocer es que la tristeza tiene dignidad, y que la necesitamos, que buscamos
algún espacio vacío donde poder existir, donde poder desear. El artista suele saber de la
virtud de la falta, porque eso lo pone a crear.
Pero están los afanados por la felicidad que no ven que son ellos mismos los que eligen
comerse la manzana y, por ende, rechazan el paraíso. Hay quienes viven esta elección
inconsciente como una insatisfacción crónica: el mundo es injusto, nadie me quiere como
lo merezco, nunca nada es, no encuentro lo que realmente quiero. Todo se les corre un
milímetro más allá de la felicidad.
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Lo que no saben es que están evitando arder: la monja se estremece, empieza a
traspirar frío cada vez que el sacerdote la roza para darle la comunión. Debe enfrentar la
pasión que la consume. El padre le recomienda: “Es mejor no casarse, pero es mejor
casarse que arder”. Hace caso, sale del convento, encuentra a un buen hombre, tiene
cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello. FIN.
Es luego de ese punto final del cuento Mejor que arder de Clarice Lispector, que viene
una fría desazón, algo no convence de tal destino, ¿no era acaso el cura la pasión de la
monja? La protagonista optó por otro hombre, uno que representa una satisfacción
limitada, esa que es a medias, pero que al menos deja espacio para seguir respirando.
Porque la insatisfacción no solo defiende del aburrimiento del paraíso, sino que también
de las pasiones extremas, esas que nos consumen y suelen terminar mal. Cualquiera que
se haya sobregirado en algún exceso sabe que ahí el placer da paso a lo mortífero.
Algunos son conscientes de sus elecciones, pero están aquellos que no alcanzan a ver
de qué modo son responsables de escoger la manzana y no el paraíso. Esos son los que
crean esa bestia llamada insatisfacción. Y a los que el médico luego ayuda a crear una
bestia peor, haciéndolos poseedores de ese título avalado por la tiranía de la salud de
mercado: la “depresión crónica”.
El héroe de Mad Men rueda cuesta abajo las siete temporadas de la serie buscando su
verdad, algún paraíso en el cual descansar. Pero una y otra vez él mismo se encarga de
hacerlo estallar. No es sino en el último episodio cuando decide detenerse para
encontrarse a sí mismo. Y en una de sus meditaciones en una comunidad terapéutica de
los tiempos del Flower Power, cae la epifanía: una publicidad de Coca Cola se le viene a
la cabeza. Una campaña sesentera hippie que aspira a la comunión y paz entre los seres
humanos, tomando todos juntos la bebida que varias décadas después simbolizará el
corazón del neoliberalismo. Más allá de toda profundidad, de la búsqueda de una
identidad, cambiándose de nombre, inventándose familias, estaba todo ahí frente a su
nariz: si Don Draper era algo, más allá de quien soñaba ser, de sus ideales y culpas, era
simplemente eso que había hecho hasta ese momento de su vida, con aciertos y errores.
Cuesta aceptar que no somos ni más ni menos que lo que hemos decidido y logrado
hacer. Que nuestros deseos inconscientes se parezcan más a una Coca Cola que a un
aforismo griego ya es otro problema.
Es esa insoportable levedad del ser la que intentamos tapar con algún montaje más
glamoroso, pero también más dramático, uno de insatisfacción asegurada. Don Draper se
demoró noventa y dos capítulos en aceptar, con una sonrisa, que lo más profundo en él
era su piel.
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2. UNA BESTIA NO IMPUTABLE:
EL ENFERMO EXPLOTADOR
Máxima Nº 313: “La gravedad es un misterio del cuerpo, inventado para ocultar
los defectos del espíritu”
Reflexiones o sentencias y máximas morales
Duque de La Rochefoucauld
Una vez se me ocurrió que tenía un górgoro entre el cuello y el pecho. No sabía muy
bien qué era, ni si alguien más lo padecía; eso no era lo relevante, sino mi convicción de
que seguro era grave. O al menos lo suficientemente importante para comentárselo a mis
cercanos y organizar mi relación con ellos a partir de mi extraño trastorno. Durante algún
tiempo yo fui el górgoro.
Se llamaba górgoro, supongo, porque la sensación que tenía la figuraba como una
burbuja, pero lo más probable es que más bien tuviera que ver con que mi enfermedad
debía tener un nombre propio, debía ser única. Uno puede ser especial de muchas
maneras, y una de ellas son las “enfermedades especiales”, las que desafían al saber
médico, ese saber hecho para todos, que poco distingue particularidades.
Quienes se han resistido a este saber general “para todos” desde los comienzos de la
masificación de la ciencia son los llamados pacientes histéricos: a fines del siglo XIX las
histéricas, generalmente pacientes mujeres, ponían de cabeza a los médicos, quienes no
lograban encontrar en el saber sobre la anatomía humana unos síntomas muy
particulares. Estas pacientes sufrían de unas parálisis que empezaban y terminaban en
lugares del cuerpo que no coincidían con la estructura de los nervios, dolores de irrupción
caprichosa que no se podían encasillar en ningún cuadro, górgoros por aquí y por allá. A
partir de esta problemática médica es que Freud, un médico neurólogo, elabora la
hipótesis de que el cuerpo de las crisis histéricas no es el cuerpo “para todos” los de la
especie, sino que la carne que se enferma es la del esquema mental que cada histérico
tiene en la cabeza. Es decir, lo que se le paraliza, por ejemplo, no es el brazo entendido
por la medicina, definido por la estructura ósea, muscular y nerviosa, sino que es el brazo
que el histérico supone en su cabeza. Se enferma entonces un cuerpo único, el cuerpo
mental que cada uno posee, donde tener algo autonombrado como górgoro es totalmente
viable. Entonces de ahí que Freud inventa el psicoanálisis, un dispositivo en que el
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cuerpo que se tiende en la camilla-diván es ese que debe ser escuchado en su
particularidad, para que así la idea que enferma al cuerpo se elabore en un discurso. Por
eso al psicoanálisis se le llama la cura por la palabra.
Este llamado a ser escuchado de una manera especial en la enfermedad es una
resistencia a ser un caso más en el archivador médico. Sobre todo en tiempos en que la
medicina avanza con fuerza en sus investigaciones y procedimientos, pero respecto de la
atención parece cada vez más restaurante de comida rápida, poco amable y sin
sofisticación.
Hoy, tal resistencia adquiere formas más refinadas, por ejemplo, a través de los
tratamientos alternativos. Si bien estos siempre han tenido su lugar en la terapéutica, la
particularidad que adquieren en nuestros días es que son cooptados por discursos
elitistas. Por ejemplo, cuando son las celebrities –sobre todo los más apasionados por
sentirse especiales– sus mejores agentes publicitarios: nos enteramos cómo una bella
actriz chilena se comió la placenta al nacer su bebé, a quien tampoco vacunará como el
resto de los niños para que este no se “contamine”. Se dice que Steve Jobs antes de
tratar su cáncer de manera convencional intentó con budismo y dietas vegetarianas, hasta
que de todos modos debió someterse a cirugías. Gwyneth Paltrow nos presentó un
tratamiento llamado “catación”, en que se provocaba una especie de “chupones” en la
piel con tazas de cristal caliente para sacar las toxinas fuera del cuerpo. Y así,
innumerables son los casos de famosos que nos muestran cómo autorizan que su cuerpo
solo sea tratado por especialistas de verdades alternativas a la medicina oficial. Una
especie de medicina hipster, en tanto comparte el entusiasmo por lo distinto y único, así
como la fe en que lo antiguo es mejor; de ahí lo vintage en sus prácticas y estética.
No digo que no exista un saber legítimo fuera de la medicina tradicional, por cierto que
lo hay. La cienciaes solo una convención para comprender y abordar algunas cuestiones.
Y es precisamente el hecho de tratarse de una convención lo que permite que esté en
permanente discusión, en tanto no se trata de una verdad absoluta. Otra cosa es que
existan batas blancas que se crean dioses. A la ciencia se le pueden y se le deben hacer
muchas críticas, sobre todo cuando se deshumaniza a favor de los intereses del mercado,
por ejemplo, de la industria farmacéutica, y se pierde la racionalidad diagnóstica.
Así, en tanto construcción humana siempre en proceso, la ciencia puede ser rebatida
desde la ciencia misma y desde la política. Por el contrario, cuando se trata de las
medicinas alternativas, muchos de sus adeptos parecieran perder su juicio político y luego
de leer un par de artículos en internet o escuchar a alguien que les contó lo que sería el
secreto mejor guardado respecto de la buena vida, siguen a ojos cerrados su nueva
religión de salud. Se les cierra la contraintuición, es decir, esa capacidad intelectual para ir
en contra del impulso primero que a uno le tome la cabeza, y empiezan a sostener sus
prácticas con una certeza delirante, de esas a las que no les entran balas, y
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proporcionales al apocalipsis que auguran para el resto de criaturas que siguen las
prácticas masivas.
Entonces, no es en contra de la medicina alternativa lo que planteo, sino que pretendo
denunciar cuando los discursos sobre estas prácticas, aunque parezcan una resistencia
hacia los males de la modernidad, funcionan de manera contraria: solo benefician a la
superioridad moral y estética de quienes las sostienen, pero sin apelar a ningún beneficio
para la comunidad. Como ocurre con algunos activistas antivacuna, que afirman su deseo
de proteger a sus hijos de “contaminarse”, pero no se pronuncian frente a la posibilidad
de que sean sus hijos los que pudieran contaminar de algún virus a alguien
inmunodeprimido. Cuando el antivacuna no toma ningún resguardo a favor de quienes
pudiesen verse afectados por su decisión, resta suponer que entonces poco les importa lo
comunitario. Quizás no solo no quieren contaminarse de los químicos de una vacuna,
sino que tampoco de la chusma, del resto del mundo del cual son parte.
En este caso, el de las celebrities que de pronto se transforman en especialistas en
salud, podemos decir que la bestia que se forma es de un narcisismo exacerbado que
quiere sentirse especial y que exige que el resto del mundo también lo considere así. Pero
para los demás mortales ser considerado especial no necesariamente toma esta versión
glamorosa, y es ahí donde encontramos desde personas con un górgoro tan inocuo como
el mío –el cual se me pasó o se me olvidó antes de consultar a un médico– hasta otras
conversiones más dolorosas y crónicas que toman toda la existencia de alguien. Porque
hay quienes se relacionan con el mundo desde la enfermedad. “En la estrecha cavidad de
su muela se recluye su alma toda”, decía Freud acerca del poeta con dolor de muelas. La
enfermedad y el dolor otorgan un lugar de excepción en que se puede demandar a
destajo, sin estar muy atentos a lo que toca dar en el intercambio personal. El enfermo, al
ser víctima, muchas veces se permite entrar al espacio del otro por derecho propio y
exigir la incondicionalidad que otorga la desigualdad de condiciones.
Aquella renuncia al egoísmo que las personas debemos hacer para ser estimados por
otros queda en estado de excepción. Al enfermo no se le puede medir con la vara de la
bondad o maldad, así como a los niños, a las minorías oprimidas o cualquier grupo en
desventaja se les atribuye la cualidad de las almas bellas: almas asépticas de cualquier
pasión miserable.
Situarse como un cuerpo especial en el mundo implica a veces el exhibicionismo del
mismo, usándolo desde el saludo hasta la despedida de una conversación.
–Hola, ¿cómo estás?
–Mal, me duele tanto la espalda. Fui al doctor…
El “¿y tú?” de la reciprocidad comunicativa suele no llegar o hacerse presente solo al
final de la conversación.
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Ahora, cuando la enfermedad tiene más aspecto de górgoro, es decir, de enfermedad
especial que va cambiando de lugar e irrumpe acorde a la conveniencia del usuario, el
público tiende a captarlo y entonces rechazar al susodicho. Por eso, cuando la
enfermedad es notoriamente histérica suele causar aburrimiento en quienes rodean a este
sujeto. Claro que existen casos en que logran, de todos modos, retener a los demás. Por
ejemplo, la madre quejumbrosa que evita que el hijo deje el nido, o quien usa este tipo
de artimañas para mantener a una pareja que amenaza con abandonar la relación.
Otra forma de esta reivindicación del cuerpo como especial, es no someterse a las
reglas del para todos. Llegar a una institución que ha funcionado durante cien años de la
misma manera y pedir que a uno lo dejen quedarse cinco minutos más, o tomar una foto
donde no se puede. Recuerdo ir en auto con una amiga que estaba pasando por un mal
momento –cuestión que solo le permitía hablar de ello; no existía nada ni nadie más en el
mundo– y nos detiene un policía por ir a exceso de velocidad. Ella, que iba al volante, se
pone a llorar y le lanza el clásico: “¿Por qué a mí?” al oficial, como si estas cosas
debieran aplicarse solo a otros. Fue tal la convicción de su queja de que ella no podía
merecer una multa, que no se le aplicó la ley para todos. El policía le entregó esa pizca
de amor humano ante alguien que se encontraba en un estado de excepción.
De eso se trata muchas veces para las bestias que crea esta neurosis –la histeria–: de
los estados de excepción. Como ya decía, a veces con más, otras con menos glamour.
Por cierto, el dolor es una manera poco beneficiosa, le duele al histérico y aburre a los
que lo rodean.
Muchos intuyen cuando sus górgoros son eso: górgoros de la cabeza. Existe alguna
literatura rápida sobre aquello, esos libros que hacen un catálogo de los dolores y sus
significados. Si bien la sospecha de que el cuerpo se ve tomado por las ideas –por
ejemplo, cuando nos ofenden nos duele el pecho o el estómago o algo por ahí– es
correcta, este tipo de manual se equivoca justamente en lo más relevante del fenómeno:
se trata de un dolor que aspira a ser escuchado en su individualidad y no ser un caso más
de diagnósticos masivos. Pero este no es el único problema de esta intuición
transformada en manual de autoayuda. Hay muchas enfermedades que sí son del cuerpo,
del cuerpo orgánico. Y atribuirle a alguien que padece un cáncer la responsabilidad
psicológica de haberse enfermado (cosa que se hace mucho), es una canallada brutal. El
cuerpo se enferma muchas veces más allá de nuestra ansiedad o paz interior. Se enferma
en modos en que es la medicina la que debe actuar sobre él.
La enfermedad del cuerpo biológico sí nos lleva a la compasión por el otro, nos
conecta con la vulnerabilidad y puede ser muchas veces algo que nos ubica respecto de
las prioridades. Y es acá donde la cosa se pone más complicada, porque estos enfermos,
los que realmente nos recuerdan la amenaza de la pérdida, también pueden ser
explotadores (como decía Susan Sontag en la conocida entrevista a la revista Rolling
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Stone). Pero ahí la bestia de la manipulación se vuelve innombrable. Mucho más que
cuando se trata del cuerpo histérico.
Recuerdo el caso de una madre que tenía un niño con fibrosis quística de muy mal
pronóstico, sabía que no tendría una vida más allá de los veintitantos. Y no sin mucha
culpa reconocía que estaba criando a un chico insoportable, caprichoso y despiadado con
sus padres y hermanos. Luego de permitirse nombrar lo impronunciable, se dio cuenta de
que tratar a su hijo como uno más –en contra de su piedad que la empujaba a hacer
excepciones con él– era un acto de amor. Aun cuando no estaba en igualdad de
condiciones con sus otros hijos, el hecho de someterlo a las mismas reglas le regalaba al
chico la posibilidad –hoy en día tan mal ponderada– de ser común y corriente.
Las almas bellas tienen algo de sensibilidad fascista, porque exigen mucho y seautorizan a no dar. Cuando somos cómplices de tal posición consintiendo al que
manipula, ya sea por compasión o culpa, alimentamos a la criatura que habita en el otro y
no le hacemos ningún favor, ya que tal bestia no solo genera rechazo entre los que lo
rodean, sino que también le quita la posibilidad al que padece de descansar en ser uno
más entre otros.
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3. #QUIEROSERRARO
Máxima Nº 498: “Nada impide tanto ser natural
como el deseo de parecerlo”
Reflexiones o sentencias y máximas morales
Duque de La Rochefoucauld
Mi segundo nombre es Grazia, raro para los tiempos en que yo era niña; así como
también lo era la disfuncionalidad de mi familia. Por eso vivía con el permanente temor a
que me molestaran o me encontraran bicho raro. Eso me convirtió en una niña
angustiada y tímida.
Ser normal –lo que quiera que eso signifique– era el imperativo en la década de los
ochenta. Existía una sobrevaloración por ser integrado y adaptado. El tipo de sufrimiento
que aquejaba a muchos era más la vergüenza y temor al ridículo, que tener que
reprimirse para parecer adecuado. Se estilaba mentir para ocultar lo anómalo de uno
mismo o de la familia; como el origen social, el pariente pobre o loco, los deslices
cachondos, las salidas de madre, etc. La inhibición social, la hipocresía, el sometimiento
y el servilismo estaban a la orden del día. ¿Se acuerdan de lo que nos provocaban los
argentinos? Los odiábamos por agrandados, cancheros y chantas, pero en el fondo los
envidiábamos y nos odiábamos a nosotros mismos por hablar todo en chiquitito –el
tecito, el cafecito– y porque ocupaban nuestras playas unas chicas de culos perfectos con
un descarado hilo dental, y unos tipos musculosos y desinhibidos.
Tiempos de mierda.
Pero las cosas se han movido en este mundo. Los cambios sociológicos se han
orientado en la dirección del empoderamiento individual y la horizontalidad. Las grandes
instituciones como la Iglesia, las fuerzas armadas, la política, el padre y el profesor, no
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tienen ya el valor de antes. Han dejado de constituirse como lugares de autoridad y de
producción de verdades inalienables, lo que nos permitió a muchos sentirnos más libres y
creativos, menos temerosos de la diferencia.
Si bien muchos aún padecen de fobia social, de temor al otro, de vergüenza crónica e
idealización del más poderoso, todas expresiones del fantasma de sentirse fuera de
norma, estos son montajes que insisten en la otra gran religión neurótica: los obsesivos.
De ellos hablaremos en la segunda parte de este libro. Hoy lo que se lleva y se impone
con mucha fuerza es el malestar contrario: el dolor de sentirse demasiado dentro de la
norma, demasiado común y corriente. Se ha ido instalando el deseo imperioso de ser
distinto.
Son tiempos en que sentirse normal –insisto, lo que quiera que eso signifique–
representa hoy ser ordinario y un poco tonto. Parecer alternativo se convierte cada vez
más en el mainstream. El hipster –ese sujeto que se parte la cabeza a diario para parecer
especial– es un buen ejemplo. Aunque gracias al mercado, que siempre se preocupa de
nuestras necesidades de consumo, se nos facilita el hipsterismo. Hoy se pueden
encontrar diseñadores independientes en las multitiendas, restaurantes y discotheques
que ofrecen la experiencia de sentirse diferente, cursos y seminarios para quienes sienten
una sensibilidad especial hacia algo.
Si a uno ya se le pasó el tren para creerse distinto a los demás, existe siempre la
posibilidad de que entonces sean los hijos quienes logren ese cometido. Ponerles un
nombre raro, cósmico, en algún idioma exótico, son cosas que funcionan muy bien en
estos casos.
Todo este entusiasmo por la rareza va ligado a la moral de la autenticidad. La lógica
que la sostiene es la siguiente: si no sigo las convenciones, lo que todos hacen, si no me
reprimo para gustarle a los demás, entonces soy más auténtico. Soy yo mismo. Y
también ese hijo, ese llamado Apple, Maddox, Suri o Estrella del Amanecer, lleva desde
el nacimiento la marca del nombre único, único en su especie y, por tanto, libre de la
alienación social. Y un paso más allá en la argumentación: libre de polvo y paja, libre del
pecado original. Ya se habrán dado cuenta: un alma bella. Como si llevar un nombre raro,
vestirse especial o comer distinto ubicara en la pirámide de transparencia a ese ser en un
escalafón superior.
Lo interesante es que el triunfo de Donald Trump viene a desordenar esta lógica.
Porque él también se atribuye el carácter de auténtico. Pero no para jugar al alma bella,
sino lo contrario, personificar al ángel oscuro. Quizás lejos de tratarse de una paradoja,
es una indicación de que los lugares del bien y el mal se topan en los extremos. Como la
provocadora lectura del poeta Bruno Vidal sobre los hermanos bíblicos: la realidad es que
en el lío de Caín y Abel, este último era el fascista, el consentido de Dios, culpable del
resentimiento de su hermano fratricida. Quizás no es una idea que haya que tomar como
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una sentencia final, pero sí invita a pensar en la naturaleza humana, en que el bien y el
mal son lugares dialécticos.
En fin, volvamos al problema ético y estético del afán por lo auténtico. Si hay una
plataforma privilegiada para estas demostraciones de autenticidad, esa es la de la vida
digital. Las redes sociales. Algunas aguantan varios hashtags, pero lejos la más recargada
es Instagram, donde más que utilizarse para ser parte de una conversación, sirven para
afirmar que uno es algo: soy de los que van a ciertos lugares, soy fanático de tal cosa,
soy esto, soy lo otro. Podría ser la aplicación predilecta del “yoismo”, hoy, que la
egolatría no es algo que se oculte, sino que, por el contrario, se exacerba porque parece
un bien.
#liveauthentic #setumismo #setumismoyserasunico son algunas etiquetas que portan
esa insolencia de los momentos maníacos en que nos creemos mejores que los demás y
libres de toda contradicción. Este tipo de hashtags suelen acompañar algún autorretrato
que intenta afirmar que uno es uno mismo, sin alienaciones. Como si el hecho de que
para sellar la escena sea necesario recibir unos cuantos “me gusta” de aprobación, no
interfiriera en tal autenticidad vital. Un delirio, pero que en tanto colectivo, no se nota.
Una fotógrafa anónima “cabreada” de ver gente sacando las mismas fotos, en los
mismos lugares y rotulándolas como #vidaautentica, creó una cuenta en Instagram para
una Barbie posmoderna: @socalitybarbie. Esta vez la famosa muñeca es morena –la
aspiración a la rubiedad no podría representar al buen gusto hipster– y nos invita a ser
parte de su intensa vida única: siestas en lugares recónditos, amaneceres exóticos bajo un
chal altiplánico de tela orgánica, cafés carísimos con diseños especiales. Una estética
excepcional, para una ética de la inflación de la identidad.
La parodia se transformó en un éxito y alcanzó miles de seguidores. ¿Será quizás
porque muchos nos estamos cansando de hacer tanto esfuerzo por ser nosotros mismos?
Porque la identidad es como la locura del nacionalismo: una construcción que deja varios
muertos en el camino, segrega lo que no le calza al ideal al que se aspira, crea un relato
de guerra contra enemigos que a uno le permiten la cohesión imaginada. Es decir, la
identidad requiere de adversarios para sostener su diferencia. Alguna vez leí un artículo
en el que un vegano muy preocupado por ser consecuente, hacía la pregunta a su clan
sobre si era o no adecuado follar con un no vegano. Curioso, ¿no? En una de esas, quien
escribía el artículo temía que la carne de un carnívoro lo cebara como a los perros en el
campo, que una vez que aprenden a cazar no pueden parar de matar gallinas. Quizás
intuía lo forzoso del equilibrio necesario para mantener una identidad rígida.
El enemigo lógico de #vidaauntentica debiera ser lo que huela a simulación. Sin
embargo, parece que a esta ideología no le importa tanto la tensión entre lo verdadero y
falso, ya que asume con total descaro que una imagen ultraplanificada, llena de filtros y a
la esperade aprobación está libre del polvo y la paja de la falsa consciencia. Más bien lo
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auténtico contemporáneo parece una tensión entre lo exclusivo y lo masivo: mientras
menos sean los que accedan a ciertos rincones del mundo –spots, les llama la elite– o a
las teorías de moda sobre la verdad verdadera, mejor, eso opera como si fuese lo
genuino.
El enemigo entonces de “los auténticos” es la masa, el sujeto medio. Ese que a veces
aspira a ser rubio –al menos por estas latitudes–, que suele vestirse combinado y cargado
al poliéster, que le gusta ver tele, que disfruta del acceso a una tarjeta de crédito. Estoy
haciendo una caricatura, por supuesto, pero me refiero al siempre denigrado ciudadano
de a pie. Denigración que, por cierto, tiene consecuencias políticas: muchos se han
sorprendido con esa especie de brexit generalizado que este ciudadano le ha hecho a la
elite del progresismo político, quizás a modo de revancha.
Pero vamos primero con aquellas criaturas que nacen de esta posición, los que aspiran
a ser “auténticos” y únicos.
Uno de los autoengaños de la histeria por la “vida auténtica” es suponer que se está
actuando lejos de la alienación, es decir, libre de los requerimientos de los otros y del
mundo que a uno lo descentrarían. Pero, como decía más arriba, esta criatura no tiene
mucho problema con el Photoshop vital de su ética y estética, porque la cuestión se trata
–como en toda histeria– de ser reconocidos como únicos y especiales, es decir, no son
sin los otros; toda performance requiere de un público que les devuelva su propio
mensaje: son seres de otro mundo. En ese sentido, resulta prioritario despertar el deseo
de los demás, ojalá en admiración o envidia.
Arriendo mi casa en comunidad ecológica. Se trata de una casa-taller de dos
ambientes. Se arrienda solamente a una persona sola. Ideal para artistas u oficios
creativos. Interesados enviar sus antecedentes: edad, profesión y descripción de su
motivación por ser parte de una comunidad ecológica.
Aunque este es un aviso de arriendo, el texto parece más una solicitud de
reclutamiento laboral, porque si bien lo redacta alguien que pretende que le compren lo
que ofrece, el énfasis no está puesto en las cualidades de la casa, sino en los
requerimientos para ser un candidato.
La histeria funciona así: yo quiero algo de ti, pero la escena se da vuelta y entonces
eres tú el que quiere algo desesperadamente de mí. Doy otro ejemplo de esta jugada
maestra:
Rifa de nuestro colegio xxx (un colegio de elite en una playa antes solitaria, hoy
spot de surfistas y gente “buena onda”). Los premios son:
-Un masaje de relajación en la playa xxx.
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-Una langosta.
-Una entrada doble al Club de Música xxx.
-Una obra de arte.
-Una reparación de tabla de surf.
-Un deck y leash de surf.
Esta rifa llegó a nosotros –la gente ordinaria de ciudad– de manos de gente de esta
cool comunidad. ¿Están pidiendo ayuda o nos están enrostrando su fantástico estilo de
vida? ¿Nos falta un masaje de relajación? Seguro piensan eso entre otras cosas. El último
premio en la lista es quizás la clave de la operación histérica. Nos ofrecen algo que ¡quién
chucha sabe lo que es!, pero que entonces nos deja en la estocada: debería saber y, aún
más, desear ese objeto que para esta gente tan cool es importante.
Operación de alta sofisticación. Ahí donde yo quiero algo, despierto el deseo en otro,
de manera tal que es el otro el que cree que elige. Esta es una movida crucial en la
conquista amorosa, en que el que juega a objeto de deseo hace como que no busca
(aunque esté buscando) sino que se hace buscar. Es decir, consigue su objetivo con traje
de pasividad. “No sé por qué me llama”, “¿Por qué se pasa rollos?”, dice el sujeto en
posición histérica.
Quienes han cumplido este rol en la seducción, históricamente hemos sido las mujeres.
Aunque hoy también cada vez más hombres juegan este juego; somos nosotras las que
lidiamos con esta habilidad que es tantas veces trágica. Trágica porque hacerse desear ha
implicado para muchas tener que cosificarse. Meterse cuchillo para alcanzar el ideal de
belleza impuesto por lo masculino hetero: boca, tetas y culo inflado, cintura pequeña, no
muy gritona. O bien, el ideal del masculino homosexual que impone la moda: tetas y culo
desinflado, pálida al borde de la anorexia, no muy gritona. Nos ha llevado a invertir
demasiada energía para sostener una imagen, horas y horas perdidas, en vez de ser parte
también de los que escriben la historia del mundo. En fin, el cuerpo –para las mujeres
especialmente– ha sido una plataforma de competencia para ser distintas y reconocidas
como deseables. Decirle a una mujer que es una cualquiera es una ofensa, a diferencia de
los hombres, quitándonos el derecho a descansar en poder ser una más y fortalecer la
fraternidad con el género.
Ahora, también es cierto que la habilidad de hacerse desear puede ser virtuosa cuando
se maneja el arte. Por ejemplo, hay quienes logran en una entrevista de trabajo hacer
sentir al entrevistador que es su empresa la evaluada y que el candidato es por quien hay
que pelear. Cuando eso resulta es una jugada brillante. En el fondo, es hacer el amague
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de que se posee algo muy deseable para el otro, y no saber si lo vamos a dar o no. Eso
pone al otro a correr tras la zanahoria.
Jugar a objeto de deseo cuando se trata justamente de eso, de jugar, y no suponer que
es una condición sine qua non de un grupo o clase –por ejemplo, suponer que eso son
las mujeres, un pedazo de carne– puede ser una operación muy interesante. La
seducción es una herramienta muy poderosa. La bestia más bien aparece cuando se cree
que uno ES eso: algo que debe ser siempre deseable. Ahí es cuando aparece el
autoflagelo de nunca alcanzar el ideal. Y además la trampa es que, de acuerdo a la ley del
deseo, someterse a lo que supongo que el otro desea de mí, mata cualquier pasión. El
sometimiento es inversamente proporcional al deseo porque uno desea lo que no tiene,
no aquello que se me da en bandeja. Nadie desea a alguien que se somete a mis
designios, pues lo inferiorizo. Distinto es –y esa es la operación astuta de la histeria–
crear un deseo que antes no existía en el otro. Este es el sueño de todo publicista.
Una bestia dolorosa entonces es creer que el único destino es ser deseado. Ahí viene la
desorientación y la desesperanza profunda frente a la pérdida del deseo de otro sobre
uno.
Una segunda bestia, hija de esta imperiosa necesidad por ser especial, es la
autoexclusión. Esa autoexclusión nace desde lo víctima, el “nadie me valora,” “nadie me
quiere”. Es esa que, en general, lleva a las personas a declarar tener baja autoestima
cuando, en el fondo, lo que esperan es que los otros los valoren como suponen que se lo
merecen, es decir con un gran valor. La autoexclusión construida desde el rechazo –que
muchas veces es autoprovocado, porque es uno mismo el que no hace nada amable para
incluirse– puede ser vivida con mucho dolor, pero si no se hace nada al respecto es
porque inconscientemente se está sostenido por este motor que empuja a sentirse distinto
a los demás.
En algún círculo social me presentaron a un tipo que decía ser artista. Aquella vez
contó cómo el ser rechazado desde el colegio lo había empujado a la actividad creativa.
Si bien comenzó con un relato muy seductor, había algo que no cuadraba en su historia:
¿por qué siempre lo rechazaban a pesar de parecer tan interesante? Meses después en un
minimarket lo reconozco en la fila. Particularmente ese día yo no tenía muchas ganas de
hacer vida social y tampoco me llamaba la atención hablarle a él. Hice alguna maroma
que me permitió ubicarme detrás suyo sin que lo notara y saqué mi teléfono celular para
fingir estar concentrada en algo importante. Después de un rato entendí que difícilmente
notaría mi presencia o la de cualquiera. Cuando fue su turno en la caja comenzó a hacer
un enredo cambiando los productos, tomándose un buen tiempo para decidir qué llevar y
cambiar de opinión, pagó cosas por separado, pidió empaques distintos,

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